II
El culto del Mocasín

Al descender del ferrocarril en la imponente «Grand Central Station» de la metrópoli, corrieron, padre e hija, a la cabina del teléfono.
—Voy a llamar a Ham —explicó Eric el Gordo. Buscó en el listín un número y tomó el receptor, sin parar mientes en un cojitranco que andaba por allí cerca apoyado en unas muletas.
El individuo en cuestión llevaba, además, un brazo en cabestrillo y el rostro envuelto en un vendaje de gasa bajo el cual asomaba el cabello rubio enmarañado, rubio y rizoso.
—Ham no está en casa —dijo a Edna el maderero millonario, tras de una breve conferencia telefónica—, pero ha dicho a donde iba, de manera que sé donde hallarle.
Los dos naturales de Luisiana abandonaron la estación y tomaron un taxi.
Detrás de ellos marchaba sin que lo notaran, el cojitranco sospechoso con una agilidad sorprendente en un hombre que tenía que valerse de muletas.
El coche rodó por la Quinta Avenida, dobló por una esquina y se dirigió al sur de la ciudad. Anochecía. Como gemas en su estuche fulguraban las ventanas iluminadas de los rascacielos.
El hombre de las muletas había tomado otro taxi y, amparado por la oscuridad de su interior, vigilaba atentamente el vehículo que llevaba a los Danielsen, tirando de los vendajes que le envolvían el semblante, como si ellos entorpecieran su visión.
Por fin descendieron Eric el Gordo y la hermosa Edna ante un gran edificio semejante a una blanca lápida que se levantaba a la altura de cien pisos superpuestos. Era un rascacielos de los mayores y más suntuosos de Nueva York.
Ascendieron en un ascensor hasta el piso ochenta y seis, y allí Eric el Gordo fue a pulsar el timbre de una puerta sencilla en extremo, desprovista de placa.
—¡Ham! —exclamó, una vez se hubo abierto mostrando en el umbral a un apuesto caballero—. ¡Cuánto me alegro de verte! Ham era hombre de movimientos rápidos, esbelto y nervioso; su traje, a la última moda, era de corte irreprochable y de un género excelente. No se podía pedir más.
En la bien cuidada diestra llevaba un bastón inofensivo, en apariencia, de caña negra. Era el estoque de que había hablado Eric a Edna y sin el cual se veía a Ham en muy raras ocasiones.
Ham se echó en brazos de su amigo. Los dos hombres cambiaron efusivas palmadas en los hombros y apretones de mano sin cuento.
—¡Pirata! ¡Ladrón! —exclamaba en broma Ham.
—¡Bandido! ¡Descuartizador! —chillaba Eric en el mismo tono.
Cuando se hubieron calmado sus transportes de alegría, el rey de la madera presentó orgullosamente a Edna.
—Ésta es, Ham —dijo a su amigo—, la recompensa obtenida por contraer matrimonio en lugar de rodar sin objeto, como tú, por esos mundos de Dios. ¡Mi hija Edna!
—Es preciosa —dijo Ham con una sonrisa de galantería—. Jamás hubiera pensado que de planta tan vulgar pudiera brotar tan hermosa flor.
Cambiaron unas cuantas frases de afecto, entre burlas y veras, y después Eric el Gordo observó con curiosa mirada el despacho en que le había introducido Ham. Estaba amueblado ricamente.
Una caja de caudales enorme ocupaba uno de sus ángulos. Junto a las amplias ventanas había una mesa de madera maciza y de un trabajo exquisito.
En la pared opuesta, una puerta cerrada en aquel instante.
—¿Es éste tu despacho, Ham? —preguntó a su amigo.
Ham negó con un movimiento de cabeza.
—No —respondió después—. Doc Savage ha instalado en este piso su cuartel general.
Eric el Gordo miró en torno con ansiosa expresión.
—Espero verle pronto —confesó—. Necesito su ayuda.
El afeitado rostro de Ham expresó un pesar manifiesto.
—Temo que no podrás hacerlo —repuso.
—¿Eh? —palidecieron las rudas facciones de Danielsen—. ¿Por qué razón?
—Porque no consigo dar con él —replicó sencillamente Ham.
Un estupor profundo hizo enmudecer a Eric.
—¿Cómo? —balbuceó al cabo—. ¿Sabrá Araña Gris que pensaba venir a verle y le habrá hecho desaparecer para que no pueda acudir en mi socorro?
Ham rechazó tal posibilidad con un movimiento de estoque.
—No —repuso—. Se trata de algo muy distinto. De su persona te he hablado extensamente, si mal no recuerdo, lo mismo que de sus movimientos extraordinarios, mencionando, de paso, los grandes descubrimientos hechos por él en el vasto campo de las ciencias químicas, físicas, y experimentales. Es más: en el campo de la Botánica que, es, también tuyo ha obtenido el desarrollo, maravillosamente rápido, de un árbol maderero, como sabes.
—¡Ya lo creo! —afirmó el millonario—. No hay nadie que le iguale en esta ciencia… ni llegará a igualarle. Tal es mi opinión.
—Pues bien: estos descubrimientos maravillosos —siguió diciendo Ham— con hechos por Savage durante los períodos más o menos largos en que desaparece. Nadie sabe dónde va. Nadie puede entrar en contacto con él. Se ha desvanecido, simplemente. ¡Es como si le borraran de la faz del mundo!
—Así ¡de nada nos sirve haber emprendido el viaje a Nueva York! —exclamó Edna con viveza—. Su Doc Savage dedica su existencia al servicio de la Humanidad doliente, según dicen, y, no obstante, se retira a un lugar ignorado donde no puede hallársele cuando más falta hace.
Edna experimentaba una decepción dolorosa al no hallar a Doc Savage en Nueva York, como había supuesto, que, con una falta de lógica muy común al bello sexo, se inclinaba a acusarle de inhumano.
—Señorita —repuso con grave acento Ham—. Comprenderá si medita un instante que los beneficios que prodiga mi amigo, a manos llenas, se extienden más allá del campo de acción privado de un Juan, de un Pedro, de una María o de una Juana. Doc Savage posee un laboratorio —que posiblemente es el mejor equipado del mundo— en un lugar desconocido. Esto es lo que sospecho, pero en realidad no podría afirmarlo. Savage guarda, tocante a este punto, una reserva impenetrable, aún conmigo, que soy uno de sus mejores amigos. Pero no dudo que en estos momentos se ha encerrado en su sanctum y que cuando aparezca será para hacernos donación de un nuevo invento que salvará, quizás, millones de vidas.
«Tal vez se trate de un nuevo plan de curación, de algún suero que inyecte nuevas energías en un organismo gastado. ¡Sea lo que quiera, tendrá, desde luego, mayor importancia que cualquier conflicto de índole familiar o privada!».
Ham se había expresado con un calor poco acostumbrado en él. Sus palabras suscitaron, ante todo, una ira ciega en el ánimo de Edna Danielsen, después una preocupación manifiesta y por último un remordimiento sincero.
—Perdone mi egoísmo —murmuró.
Ham se inclinó ante la joven.
—Y usted mi brusquedad, señorita —replicó—. He debido suponer que desconocía usted el carácter sorprendente de mi amigo.
Después de este incidente, el brigadier mostró a los forasteros el nido de águila construido por Doc Savage en el rascacielos.
Aneja al despacho estaba la biblioteca, notable por su colección de libros científicos. Allí se alineaban, en las paredes, millares de volúmenes que llenaban también los cajones colocados en el suelo.
A continuación, venía el laboratorio, hermosa habitación repleta de aparatos, y de vitrinas conteniendo rarísimos ejemplares de metales y de substancias química. Hornos eléctricos, campanas neumáticas para extraer el aire, retortas y alambiques en que analizar las substancias.
En suma: un completo material de laboratorio, del cual sólo Doc Savage conocía su utilidad, se hallaba colocado, aquí y allá, en soportes permanentes.
—Éste es en perfección el segundo laboratorio de los dos continentes —dijo con orgullo Ham—. El primero es, indudablemente, aquél que nadie conoce, si se exceptúa a Doc.
—Oye: ¿y no habría manera de ponerse en habla con él? —preguntó desesperado Eric cuando regresaron los tres al despacho.
—¡Absolutamente ninguna! —respondió Ham—. Él volverá por aquí. Entre tanto, nadie podrá cambiar con él ni una sola palabra. Doc exige que se le deje en paz cuando trabaja en algo de verdadera importancia. Quizás transcurran varias semanas antes de su regreso; tal vez sea sólo cuestión de horas, de minutos… ¿Quién podría decirlo?
—Poseo dólares a millones —murmuró Danielsen—. Si con dinero de pudiera…
—Quizás te interese conocer —dijo Ham interrumpiéndole— que durante el año pasado gastó Doc en causas dignas más millones de los que tú posees.
—¡Diantre! ¿De dónde los sacó? —inquirió Eric el Gordo con la curiosidad con la curiosidad natural en el hombre que ha sabido labrarse su fortuna y desea conocer cómo se las ha compuesto un hombre para adquirir una igual.
Ham se hizo el desentendido.
—Con penetrar en una cabina de radio a cierta hora del día y decir unas palabras en lenguaje desconocido —continuó diciendo— recibe mi amigo en el término de una semana un cargamento de oro puro por valor de varios millones.
Eric prorrumpió una risotada.
—¡Cáspita! —exclamó—. ¿Y de dónde viene ese oro?
Ham meneó la cabeza.
—No puedo decirlo —replicó.
En efecto: ni las torturas más espantosas le hubieran obligado a revelar la procedencia de la fabulosa y sin cesar renovada fortuna de Doc Savage.
Pero en realidad, aquel ilimitado río de oro nacía en un país de la América Central, en un lejano valle defendido por los descendientes de aquellos indios Mayas que descollaron por su civilización en una época remota.
Se desprendían de su oro con una condición: la de que se consagrara a beneficiar a la Humanidad, siendo Doc Savage el encargado de disponer de él para dichos fines.
Mas, con excepción de él y de sus cinco compañeros, uno de los cuales era el propio Ham, todo el mundo ignoraba su procedencia.
La hermosa Edna enlazó, pensativa, los dedos de ambas manos sobre una rodilla. Comenzaba a darse cuenta de que Doc Savage era un personaje que sobrepasaba los límites de su fantasía. ¿Cómo sería? Un ser extravagante, sin duda, encogido, arrugado, y con el rostro lleno de verrugas. Tendría una cabeza voluminosa y gastaría gruesos lentes de concha.
En cuanto a su cuerpo… Debía ser suficientemente robusto para aguantar el peso de la testa marciana de que ella le dotaba.
¿Acaso no son así los sabios? Se pasan la vida estudiando con afán —única manera de llegar a serlo, desde luego— y, poco a poco, se encorvan, palidecen y se les cae el cabello.
Como se ve, era un poco halagüeño, el retrato de Doc que imaginaba la muchacha.
Después pensó que era muy posible que gastara también patillas.
Semejantes a dos nidos de aves cuando inclinara la cabeza para meditar.
¡Qué sorpresa se le preparaba!
De súbito Ham pegó un salto en el asiento, lo mismo que si le hubiera picado una avista. En el despacho penetraba un sonido fantástico, leve, suave, de trino, como el canto de algún pájaro extraño en la selva o el murmullo del viento filtrándose por el bosque. Melodioso aunque carecía de armonía; inspirador sin infundir miedo alguno.
—¡Doc Savage! —dijo en voz baja Ham.
Pues ese sonido era parte de Doc: era una cosa pequeña e inocente que hacía en ciertos momentos de profunda concentración. Para sus amigos era el grito de la batalla y el canto del triunfo.
Brotaba de sus labios cuando trazaba un plan de acción, cuando se avecindaban acontecimientos de importancia.
Y al propio tiempo poseía una peculiaridad; más que de un punto definido parecía surgir de todas partes. En aquellos momentos resonaba dentro del despacho y no obstante Doc Savage no estaba en él.
En el corredor hubo una conmoción.
Alguien exhaló un alarido de terror. Sonó un tiro, despertando ecos ensordecedores en el pasillo.
Después un gemido.
Luego nada. Profundo silencio…
La puerta del despacho se abrió de golpe y sus tres ocupantes presenciaron un espectáculo inolvidable.
Delante de ella, suspendido en el aire, había un extraño. Los vendajes que rodeaban su rostro se habían corrido y de ellos colgaba una peluca rubia descubriendo unos cabellos untosos, negros como la endrina.
Aquel hombre era el mismo que había atentado contra la vida de Eric el Gordo y de Edna en el aeroplano.
Por fuerza tuvo que dirigirse a Nueva York en avión, pues de otro modo era inexplicable que hubiera llegado a la ciudad antes que ellos.
Pero el individuo en cuestión fue olvidado prontamente por los forasteros al reparar en el brazo que le sostenía.
¡Santo Dios, qué brazo! Era hercúleo, y al propio tiempo tan bien proporcionado, que su gran tamaño saltaba a la vista únicamente cuando se le comparaba con el hombre pendiente de él como un harapo.
Sus músculos y tendones eran semejantes a las cuerdas de un piano; los dedos largos, pero tan musculosos, que habían paralizado los movimientos de su presa, solamente con cogerla por el pescuezo.
Pero lo que más atraía la atención sobre su persona era el color bronceado de su carne, cuya piel parecía una laca dorada aplicada sobre la red acerada de los tendones.
Esto fue lo que divisaron de momento los tres ocupantes del despacho.
Luego aproximose el hercúleo desconocido trayendo consigo el individuo del pelo planchado, cuyos pies se agitaban débilmente a unos centímetros del suelo.
—¡Doc Savage! —tornó a repetir Ham muy quedo. La hermosa Edna estaba estupefacta. ¿Podía ser aquél, realmente, el famoso Doc Savage a quien se había imaginado pequeño y encogido, con patillas y lentes?
¡No! Aquel hombre era el tipo más extraordinario que había contemplado en su existencia. Era increíble el enorme desarrollo muscular de aquel cuerpo bronceado.
¿Pues y el semblante? La hermosa hija de Luisiana se daba cuenta de que jamás había tenido delante unas facciones tan notables, tan perfectas, en su vigorosa regularidad.
Pero lo que más le llamaba la atención eran sus ojos. Aquellas pupilas extrañas, maravillosas, que despedían chispas doradas cuando las hería el resplandor de la araña pendiente del techo.
Aquellos ojos de color de ámbar tenían ellos solos una fuerza dominante extraordinaria, debida únicamente a la intensidad de su expresión.
Doc Savage soltó el hombre del pelo planchado; tan terrible había sido la presión ejercida sobre su cuello, que cayó al suelo y allí quedó inmóvil.
—Le he sorprendido con el oído pegado al otro lado de la puerta —explicó— y revólver en mano. Quizás intentaba sorprenderos de improviso. Al caer sobre él se le ha disparado el arma, pero la bala me ha rozado sin tocarme, afortunadamente.
La voz de Doc poseía una tonalidad maravillosa, rica en matices.
—¡Es uno de los hombres del Araña Gris! —exclamó Eric el Gordo.
Sus palabras eran poco más que un susurro. Le tenía impresionado la presencia de aquel hombre de bronce.
¡Y por vez primera le impresionaba alguna cosa!
Doc Savage pasó al laboratorio. Tenía un andar ligero, elástico, que producía la sensación de que no se apoyaba en el suelo.
—¡En mi vida he visto muchos hombres fuertes, pero ninguno como éste! —observó Eric cuando hubo desaparecido—. ¡Qué fenómeno!
La hermosa Edna añadió para sus adentros: «Digo lo mismo ¡Qué figura tan soberbia!».
Doc Savage tornó a penetrar en el despacho llevando en mano un estuche que contenía dos jeringuillas con su correspondiente aguja hipodérmica.
Se acercó al curioso desconocido y le puso una inyección en un brazo.
Aparentemente no sucedió nada extraordinario. El preso se había incorporado y se frotaba con aire de abstracción el pinchazo.
—¡Levántese del suelo y tome asiento! —ordenó con acento imperioso Doc.
El preso obedeció sin titubear. Reparando en las caras de asombro de sus amigos Doc dio un leve golpe sobre una de las dos jeringuillas, y explicó:
—Ésta contiene una droga que afecta una región del cerebro de modo tal que la persona a quien se la haya inyectado se torna incapaz de pensar. Por ejemplo: este hombre. Él no puede razonar, por consiguiente, de hoy en adelante hará cuanto se le ordene. Si le digo que se tire por el balcón obedecerá sin pararse a reflexionar que puede morir. Esta droga es uno de mis inventos más recientes.
«El contenido de esta segunda jeringuilla —agregó señalándola— neutraliza los efectos del contenido de la primera. O dicho de otro modo: el individuo que aquí veis permanecerá en el estado en que ahora se halla hasta que se le ponga la inyección número dos».
Eric y Edna le escuchaban experimentando un helado terror. Pero a Ham no le sorprendía. Estaba acostumbrado a presenciar continuamente hechos extraordinarios.
Presentó los Danielsen a su amigo y la atractiva Edna experimentó cierta humillación, pues Doc Savage no dio muestra alguno de que le hubiera conmovido su belleza. Esto era algo nueva para Edna.
Más de un joven se hubiera vuelto loco por arrancar de sus labios una sonrisa tan hechicera como la que acababa de dedicar a Savage… sin resultado.
Y ¡cosa rara!, Instantáneamente experimentó el deseo irresistible de producir una impresión en aquel hombre de bronce: deseo insólito en ella, ya que en su vida significaban los hombres poca cosa.
Entre tanto, Doc Savage no perdía el tiempo.
—Lamento no haber estado aquí a su llegada —dijo concisamente. Y no se molestó en explicarles que acababa de pasar unas semanas en su Fortaleza de la Soledad, retiro enclavado en una isla rocosa de las yermas y desoladas regiones árticas, cuya situación ignoraba todo el mundo menos él, naturalmente.
—¿Qué les trae por mi casa? —inquirió.
—Soy presidente de la Compañía maderera de Danielsen y Haas de Nueva Orleans —explicó Eric el Gordo— una de las más importantes de los Estados meridionales de la Unión. Pues bien: en la industria vienen dándose hechos extraordinarios desde hace unos meses. Comenzó la cosa por la «Worldwide Sawmiles», una gran compañía de la cual eran propietarios su presidente y su vicepresidente, respectivamente. Un buen día desaparecieron y corrió la voz de que habían emprendido un largo viaje durante el cual pensaban visitar las ciudades más importantes del Globo. Puse sobre su pista a un detective y no halló rastro de su paso por parte alguna.
»Simultánea a su desaparición fue la presencia en la ciudad de dos forasteros que se posesionaron de la presidencia de “Worldwide”. Dichos forasteros presentaron un contrato en toda regla —de esto no cabe duda— por el cual el anterior Presidente les cedía sus derechos de la Compañía.
»Hoy la han dividido en pequeños bloques —agregó con un rugido de cólera ronco y cavernoso— y la liquidan. Liquidan una propiedad cuyo valor asciende a varios millones de dólares ¡fíjese bien! Y se embolsan el producto de la venta.
»Lo propio sucedió, unas semanas después, a la Bayon Sash y Door —otra firma importante— y a la “Giant Lumber Corporation”. A estas casas sucedieron otras de menor cuantía y en todas acaeció lo mismo: la desaparición misteriosa de sus dueños y la inesperada presencia de unos desconocidos que se hacían cargo de ellas».
Eric se interrumpió para exclamar, a tiempo que pegaba un soberbio puñetazo sobre la mesa escritorio:
—¡Estoy seguro de que se está quedando con esos millones una banda de malhechores bien organizada!
Después de este desahogo siguió diciendo:
—Concebí sospechas y contraté, como ya he manifestado, los servicios de una agencia de detectives. Ésta no descubrió nada que valiera la pena, pero recogió extraños rumores referentes a un ser misterioso apodado el Araña Gris que, lenta pero irresistiblemente, ponía en ejecución un proyecto atrevido: la magna empresa de apoderarse del capital acumulado por la industria maderera de los Estados del Sur.
—Y ¿no sabe usted nada más del Araña Gris? —inquirió Doc Savage.
—¡Oh, sí! Se dicen de él cosas inauditas, inverosímiles, fantásticas —replicó mister Danielsen—. Por ejemplo: que su banda compone un grupo dedicado al culto del mocasín… culto que exige sacrificios humanos. Pero yo no puedo asociar estos rumores a hechos tan reales como las altas finanzas o el latrocinio en gran escala.
Eso me suena a vuduismo —observó Doc Savage—. Se dice que el culto del vudú florece aquí, en Nueva York, de algún tiempo a esta parte y realmente se han descubierto sacrificios humanos… Pero aún no me ha dicho a qué debo el placer de conocerle. ¿Ha tratado el Araña de tejer en torno a usted su tela?
—¡Precisamente! —afirmó Danielsen—. Primero trató de raptarme y de raptar a mi hija. Unos hombrecillos de piel cobriza y rostros diabólicos, atacaron, una vez, nuestro coche, pero conseguí dispersarlos. Después de esto nos tirotearon por dos veces. El hecho me preocupó y abandoné la Luisiana. Durante el viaje trató de asesinarnos, destruyendo la nave aérea que nos conducía y echando a perder la seda de los paracaídas, ese hombre que ve usted ahí.
—¿Quién ocupará el sillón de la presidencia a su muerte, mister Danielsen? —interrogó Doc.
—Mi hija Edna —replicó orgullosamente Eric el Gordo.
—¿Y en el caso de que se eliminara a ustedes dos…?
—Horacio Haas, mi socio —replicó después de una ligera vacilación el millonario maderero—. Es un zote… inofensivo, un desdichado. Pero a él le debo el capital indispensable para poder entrar en el negocio. Por consiguiente, compartirá mi fortuna mientras posea yo un solo centavo.
Los extraños ojos dorados de su interlocutor chispearon apreciativamente.
Eric el Gordo no era un hombre capaz de olvidar un beneficio, evidentemente.
—Un momento: voy a registrar al prisionero —anunció. Y al idiotizado desconocido del pelo planchado le dijo en tono vivo—: ¡Sígueme!
El hombre obedeció al instante. Al llegar junto a la mesa la empujó hasta que Doc Savage le quitó de allí.
Tan poderosa influencia ejercía en él la misteriosa droga inoculada en su sangre, que no era capaz de pensar que podía encaminarse a la puerta dándole un rodeo a la mesa, en lugar de empeñarse en pasar a través de ella.
Era como un muñeco de carne al que hubieran dado cuerda para ponerle en marcha.
Una vez estuvo a cubierto de las miradas de Edna, Doc le despojó de sus ropas y le examinó atentamente. Dentro de su boca descubrió un detalle interesante, el único que le proporcionó su registro.
¡El prisionero llevaba tatuada en el paladar un mocasín o serpiente de agua, venenosa!