–¡Hostia, si es Eddie el gordinflón!
Bingo. Me vino a la cabeza de repente. Brian Lippy. Nos conocíamos del instituto de Statler, donde él iba un curso por encima. Entonces ya se había especializado en Venta y Servicio de Drogas, Ahora volvía a tenerle delante, al borde de la carretera y balanceándose en los tacones altos de sus elegantes botas de vaquero, con el Cristo boca abajo colgado de la oreja, la cruz nazi al cuello y las pegatinas de descerebrado en el parachoques de su camioneta.
–Hola, Brian. ¿Me haces el favor de apartarte de la cuneta? – dije.
La camioneta, que era de esas enormes, estaba aparcada en el arcén sin asfaltar de Humboldt Road a menos de dos kilómetros y medio de donde quedaba la gasolinera Jenny… que ese verano ya llevaba cerrada dos años. La verdad es que casi estaba en la cuneta. A1 poner George las luces, mi viejo amigo Brian Lippy había apartado de la carretera a lo bestia, otra señal de que no iba del todo fino.
Me alegré de tener conmigo a George Morgan. En general pasa nada si patrullas solo, pero cuando te sale un tío que va en medio de la carretera porque se dedica a zurrar a la persona que lleva de copiloto en su camioneta, se agradece ir con alguien. Puñetazos se veían, tío. Primero al adelantar Lippy al nuestro y luego al aparcar nosotros detrás: una silueta de conductor, el brazo derecho igual que un martillo, chocando repetidamente con el lado de la cabeza de la silueta del pasajero, demasiado dopado para darse cuenta de que la pasma se le estaba pegando al tubo de escape hasta que George puso las rojas. Sigue, sigue; me da gusto, pensé. Genial. Luego de eso ya tienes a mi amigo Brian pasándose del arcén y a punto de caerse en la cuneta como si llevara toda la vida esperándoselo, lo cual, en cierto grado, debía de ser verdad.
Tratándose de marihuana, o de tranks, no suelo preocuparme tanto. Es como con el éxtasis. Te salen con «¿Qué pasa, tío? hecho algo mal? Te quiero». En cambio con el rollo polvo de ángel o fenciclidina la gente se vuelve loca. Hasta esnifando cola puede pasar que se desquicien. Yo lo he visto. Factor añadido, el pasajero. Era una mujer, lo cual podía empeorar mucho las cosas. Que hubiera estado zurrándola a base de bien no quería decir que el vernos esposar a su marciano favorito, no se volviera peligrosa.
Mientras tanto Brian, mi antiguo compañero, no hacia lo le pedían, apartarse de la camioneta. Se quedaba plantado dándome con una sonrisa, y cómo podía ser que no le hubiera reconocido a la primera, caray, si en el instituto de Statler era donde si se fijaban en ti te hacían la vida imposible. Sobre todo si: estabas un poco rellenito o tenías granos, requisitos que yo reunía. E sobrepeso se lo llevó el ejército -es el único programa de adelgazamiento que conozco donde te pagan por participar-. y los granos se me fueron solos, como suele pasar la mayoría de las veces, pero en el instituto de Statler el tío ese me comía vivo siempre que le daba el punto. Otra razón para alegrarme de tener conmigo a George. Estando yo solo, a mi viejo amigo Brian podría habérsele ocurrido que aún podía dejarme seco con una mirada. Cuanto más Hipado, más posibilidades de que lo pensara.
–Oiga, apártese de la camioneta -dijo George con su voz inexpresiva de trooper.
Oyéndole hablar en el arcén con el fulano de turno, a nadie se le habría pasado por la cabeza que fuera capaz de quedarse ronco en los partidos de la liga de infantiles a base de gritarles a los críos que tocaran la bola y agacharan la cabeza al correr las bases. Ni de hacerles bromas en el banquillo antes de empezar el partido, para que se relajaran.
Lippy nunca le había arrancado a George la tira para colgar la camisa durante la cuarta hora, la de sala de estudio. Puede que por eso se apartara de la camioneta al oírselo decir, mirándose las botas y perdiendo la sonrisa. En el caso de tíos como Brian Lippy, la sonrisa, al borrarse, siempre deja paso a una cara entre de tonto y de enfadado.
–¿Va a darnos problemas? – preguntó George. No había desenfundado la pistola, pero tenía la mano en la culata-. En ese caso, dígamelo ahora y nos ahorrará disgustos a los dos.
Lippy no dijo nada. Se limitó a mirarse las botas. – ¿Se llama Brian? – me preguntó George. – Brian Lippy.
Yo estaba mirando la camioneta. Veía a la mujer por la ventana trasera. Aún estaba sentada en medio, sin mirarnos y con la cabeza inclinada. Pensé que quizá Brian la hubiera dejado inconsciente, hasta que se llevó una mano a la boca y salió humo de cigarrillo.
–Brian, quiero saber si va a haber problemas. Venga, contesta, que te oiga yo. Demuestra que eres mayor.
–Depende -dijo Brian levantando el labio superior para conseguir un buen tono de desprecio.
Me acerqué a la camioneta para hacer mi papel del trabajo, el momento en que mi sombra pasaba por la punta de las botas Brian, él dio un paso hacia atrás como si en vez de sombra fueuna serpiente. Sí que iba Hipado, sí, y yo cada vez me convencía más de que de algo como fenciclidina o polvo de ángel. – Enséñame el carnet de conducir y el registro-dijo George. Brian no le hizo caso enseguida. Volvía a mirarme a mí. – Ed-die JACK-you-BOYS -dijo con el mismo sonso con que él y sus amigos se burlaban de mí en el instituto, convirtiendo el nombre en un chiste.(1)
La diferencia era que entonces no llevaba Cristos invertdos ni esvásticas nazis. Si lo hubiera intentado le habrían expulsado. Bueno, el caso es que me puso furioso oírle decir así mi nombre.
Era como si Brian hubiera encontrado un interruptor viejo, polvoriento y escondido detrás de una puerta, pero que aún tenía corriente. Que aún quemaba.
Él también lo sabía. Lo vio y empezó a sonreírse.
–El gordinflón de Eddie JACK-you-BOYS. Oye, Eddie, ¿a cuántos tíos les hiciste pajas en las duchas? ¿0 te ponías de rodillas y se la mamabas? Hasta el momento cumbre.
–¿Y si cerraras la boca, Brian? – dijo George-. A ver entran moscas.
Se sacó las esposas del cinturón.
Brian Lippy las vio y empezó a borrársele otra vez la sonrisa. – Para qué te crees que vas a usarlas?
–Para ponértelas si no me das ahora mismo tus papels, Brian. Y si te resistes te garantizo dos cosas: la nariz partida, dieciocho meses en Castlemora por resistencia a la autoridad. Podrían ser más, dependiendo del juez que te toque. ¿Qué, cómo ves?
Brian se sacó la cartera del bolsillo trasero. Era una cartera vieja y sucia, con el logo de algún grupo de rock -me parece Judas Priest- grabado de manera inexperta. Me imagino que la punta de un soldador. Fue pasando compartimientos con el dedo.
–Brian -dije.
1.Juego de palabras con la pronunciación de Jacubois: Jack you boys vendría a significar «os hago pajas, chavales. (N, del T.)
Levantó la vista.
–Mi apellido es Jacubois, Brian. Un apellido francés muy bonito. Y ya hace bastante que no estoy gordo.
–Ya volverás a engordar -dijo él-. Es lo típico de los gordinflones.
Se me escapó la risa. No pude aguantármela. Brian hablaba como los memos que entrevistan por la tele, en los programas nocturnos. Me miró con mala leche, pero su expresión traicionaba inseguridad. Había perdido la ventaja, y lo sabía.
–Te voy a contar un secreto -dije-. Ya se ha acabado el instituto. Esto es tu vida real. Ya sé que te cuesta creértelo, pero más vale que te acostumbres. Ya no es que te castiguen. Esto cuenta de verdad.
La reacción fue mirarme boquiabierto y con cara de memo. No lo captaba. Casi nunca lo captan.
–Brian. Quiero ver tus papeles ahora mismo -dijo George-. Venga, pónmelos en la mano.
Y la enseñó con la palma hacia arriba. Quizá no fuera lo más prudente, pero George Morgan llevaba mucho tiempo de trooper y a su juicio aquella situación ya estaba bien encarrilada. Al menos bastante para decidir que no había necesidad de ponerle las esposas a mi viejo amigo Brian solo para demostrarle quién mandaba.
Me acerqué a la camioneta y consulté mi reloj. Era temprano, sobre la una y media del mediodía. Calor. Grillos cantando canciones secas en la hierba contigua a la carretera. Algún coche cuyo conductor reducía un poco la velocidad para mirar bien. Siempre da gusto que la poli pare a alguien y que no seas tú. Te alegra el día. La mujer de la camioneta estaba sentada con la rodilla izquierda apoyada en la palanca de cambios cromada Hurst. Para mí que los tíos como Brian las instalan para poder pegar una calcomanía Hurst en la ventanilla, al lado de las de Fram y Pennzoil. Aparentaba unos veinte años, con pelo castaño hasta los hombros, estirado y no muy limpio. Vaqueros y un top blanco de tirantes. Sin sostén. Granos gordos y rojos en los hombros. Un tatuaje en un brazo donde ponía TE QUIERO. Las uñas pintadas de un rosa caramelo, pero mordidas y hechas polvo. Y había sangre, en efecto. Sangre y mocos colgándole de la nariz. Más sangre salpicándole las mejillas como manchitas de nacimiento. Y todavía más en los labios partidos, la barbilla y el top; cabeza inclinada, para que las crenchas le taparan una parte de la cara. El cigarrillo subiendo y bajando, tic tac, seguro que Marlboro o Winston, porque era antes de que subieran los precios y todos los colgados se apuntasen a las marcas baratas. Y si es Marlboro, siempre es el cartón entero. He visto la tira. A veces hay un crío y el tío se reforma, pero lo más normal es que se la cargue el crío.
–Tenga -dijo ella, levantando un poco el muslo izquierdo. Debajo había un papelito amarillo-. El registro. Yo le digo se guarde el carnet en la cartera o la guantera, pero siempre iba de un lado para otro con la demás porquería.
No tenía voz de flipada, ni había latas de cerveza o botellas de alcohol por los asientos de la camioneta. No por eso tenía estar sobria, claro, pero era un paso en la buena dirección. Tampoco se la veía a punto de insultar. Claro que eso puede cambiar muy deprisa.
–¿Cómo se llama? – Sandra.
–¿Sandra qué?
–McCracken.
–¿Lleva algún documento identificativo, señora McCracken?
–Sí.
–Enséñemelo, por favor.
Tenía un bolsito de piel sintética al lado, en el asiento, abrió y metió la mano. Se lo tomaba con calma, pero no creeo que fuera porque estuviera drogada. Con la cabeza inclinada hacia el bolso, ya no se le veía nada de la cara. Aún se veía la sangre pero la de la cara no; no se veían los labios hinchados que convertían la boca en una ciruela partida, ni el ojo morado. A mis espaldas:
–Y una mierda. Yo no entro. ¿Por qué te crees que tienes derecho a obligarme a entrar?
Volví la cabeza. George tenía abierta la puerta trasera del coche patrulla. Ni un chófer de limusina lo habría hecho con más cortesía. Claro que el asiento trasero de las limusinas no tienen puertas que no se pueden abrir desde dentro, ventanillas que no se pueden bajar ni malla entre la parte delantera y la de atrás y no hablemos del tufillo a vómito. Nunca he conducido ningún coche patrulla -bueno, menos la primera o segunda semana de recibir los Caprice nuevos- que no oliera un poco así.
–La razón de que me crea con derecho, Brian, es que estás detenido. Acabo de leerte tus derechos. ¿Qué pasa, que no me has oído?
–Coño, y ¿eso por qué? ¡Si no iba deprisa!
–Es verdad. Estabas demasiado ocupado zurrando a tu chavala para darle en serio al pedal, pero conducías temerariamente y de manera peligrosa. Luego está la agresión, no lo olvidemos. O sea que adentro.
jo, tío, no puedes…
–Entra, Brian, o te arrimo al coche y te pongo las esposas. Fuerte, para que duela.
–Eso me gustaría verlo.
–¿Sí? – preguntó George, con una voz tan grave que hasta en aquella hora de silencio y modorra fue difícil de oír.
Brian Lippy vio dos cosas. Lo primero, que George era capaz. Lo segundo, que George tenía como quien dice ganas de hacerlo. Y Sandi McCracken lo presenciaría. No es buena cosa que tu putita te vea esposado. Ya es bastante malo que te vea detenido. – Ya hablaréis con mi abogado -dijo Brian Lippy antes de subir a la parte trasera del coche patrulla.
George cerró de un portazo y me miró. – Se ve que hablaremos con su abogado. – Qué marrón, ¿no? – dije.
La mujer me pinchó con algo el brazo. Me volví y vi que era la esquina plastificadora de su carnet de conducir.
–Tenga -dijo.
Me miraba. Solo tardó un momento en volver a apartar la cara y buscar algo en el bolso, del que esta vez sacó un par de kleenex, pero bastó aquel momento para convencerme de que estaba serena. Muerta por dentro, pero serena.
–Trooper Jacubois, el conductor del vehículo afirma que tiene el registro dentro de la camioneta-dijo George.
–Sí, lo tengo yo.
George y yo nos reunimos al lado del parachoques trasero de la camioneta, el del adhesivo ridículo TEXACO, LO QUE ME DICEN LAs VOCECITAS, ME COMO A LOS AMIS-, y le entregué el documento. – ¿Ella querrá? – preguntó George en voz baja.
–No -dije yo. – ¿Seguro? – Casi seguro.
–Inténtalo -dijo George, y volvió al coche patrulla. En cuanto metió la cabeza por la ventanilla del lado del conductor para coger el micro, mi ex compañero de colegio empezó a pegarle gritos. Sin hacerle caso, George estiró al máximo el cable para poder ponerse al sol.
–Base, aquí 6. ¿Me recibes?
Volví a la puerta abierta de la camioneta. La mujer había aplastado el cigarrillo en el cenicero, que estaba a rebosar, y había encendido otro. El nuevo subía y bajaba. Entre las dos crenchas de pelo, casi juntas, salía humo a chorro.
–Señora McCracken, nos llevamos al señor Lippy a nuestro cuartel; el de Troop D, en la colina, ¿sabe? Le agradecería que siguiera.
Ella negó con la cabeza y empezó a usar el kleenex, pero que levantarlo hacia la cara lo que hacía era bajar la cabeza, cerrando aún más las cortinas de su pelo. Ahora la mano del cigarrillo estaba apoyada en una pernera de los vaqueros, y el humo salía en vertical.
–Le agradecería que nos siguiera, señora McCracken. Lo más suave que pude. Procurando adoptar un tono de complicidad, de tú a tú. Es como dicen que hay que tratarlos los psiquis y los terapeutas familiares, pero ¿ellos qué saben?! el fondo, y aunque me esté mal decirlo, les tengo bastante a los muy hijos de puta. Vienen de su clase media oliendo a brillantina de pelo y desodorante y nos hablan de malos tratos conyugales de baja autoestima, pero no han visto en su vida un sitio Lassburg County, que ya se fue a pique una vez al acabarse el carbón, y luego otra al marcharse lo gordo del acero a Japón y China. De hecho una mujer como Sandra McCracken, ¿no que es suave y atento, lo que no es agresivo? Antes puede que sí, pero creo que ya no. Por otro lado, si le cogía el pelo, a puñetazos se lo apartaba de la cara para obligarla a mirarme y le gritaba SÍ VIENES! ¡TÚ VIENES Y LE PONES UNA DENUNCIA POR AGRESIÓN! ¡TÚ VIENES, ZORRA DE MIERDA, QUE Si RECIBES HOSTIAS! ¡PUTA CONSENTIDA! ¡TE DIGO VIENES! ¡JODER QUE SI VIENES!», quizá cambiara la cara, quizá funcionara. Tienes que hablarles en su idioma. Eso los psiquis y los terapeutas no quieren oírlo. Ni siquiera quieren creerse que haya un idioma que no sea el suyo.
Volvió a negar con la cabeza. Sin mirarme. Fumando y sin mirarme.
–Me gustaría que nos acompañara y presentara una denuncia por agresión contra el señor Lippy. Piense que lo tiene que hacer. Lo digo porque le hemos visto pegándola, mi compañero y yo íbamos justo detrás y lo hemos visto claramente.
–Mentira -dijo ella-. Ni tengo que hacerlo ni pueden obligarme.
Seguía usando aquella pelambrera castaña apelmazada para taparse la cara, pero lo cierto es que su tono, aun siendo tranquilo, poseía cierta autoridad. Sabía que no podíamos obligarla a presentar denuncia, porque lo tenía muy visto.
–¿Qué, cuánto tiempo piensa seguir aguantándolo? – le pregunté.
Nada. La cabeza inclinada. La cara tapada. La misma manera de bajar la cabeza y taparse la cara de los doce años, cuando la profe le hacía una pregunta difícil en clase o cuando las demás niñas se burlaban de que estuvieran saliéndole tetas (tetas grandes) antes que a ellas, lo cual la convertía en un polvazo. Las chicas así se dejan el pelo largo para eso, para esconderse. Saberlo, sin embargo, no me hacía tener más paciencia con ella. Al contrario. Es que en este mundo hay que cuidarse. Sobre todo si no eres guapa.
–Sandra.
Un ligero movimiento de los hombros al oírme llamarla por el nombre de pila. Aparte de eso nada. Me ponen histérico, la verdad. Con qué facilidad se rinden. Son como pájaros en tierra. – Sandra, mírame.
No quería, pero acabaría haciéndolo. Estaba acostumbrada a obedecer a los hombres. 0bedecer a los hombres se había convertido un poco en su trabajo.
–Vuelve la cabeza y mírame.
Volvió la cabeza, pero sin levantar la vista. Aún tenía casi todas las manchas de sangre en la cara. La cual no estaba mal. Probablemente cuando no la zurraban sí era un poco guapa. Tampoco se la veía tan tonta como parecía que tuviera que ser. Tan tonta como quería ser ella.
–Quiero ir a casa -dijo con voz débil de niña-. Me ha sangrado la nariz, y tengo que lavarme.
–Sí, claro. ¿Por qué? ¿Te has dado un golpe con alguna puerta? Seguro que es por eso. ¿A que sí?
–Exacto. Una puerta. – Su expresión ni siquiera era desafiante. Ni rastro de la actitud ME COMO A LOS AMIS de su novio. Ella sólo esperaba a que acabara. Aquella conversación en el arcén era la vida real. La vida real era que le pegaran. Sorberse los mocos, la sangre y las lágrimas y tragárselo todo junto como jarabe pare tos-. Iba por el pasillo, hacia el lavabo, y no sabía que estaba Brian; total, que de repente sale el tío muy deprisa y la puerta… -¿Hasta cuándo, Sandra? – ¿Hasta cuándo qué? – ¿Hasta cuándo piensas ir tragando?
Se le abrieron un poco los ojos. Nada más. – ¿Hasta que te deje sin dientes? – Quiero irme a casa.
–Si te busco en el registro del Statler Memorial, ¿cuántas veces encontraré tu nombre? Porque chocas mucho con las puertas. – ¿Por qué no me deja en paz? Yo no le hago nada. – ¿Hasta que te parta el cráneo? ¿Hasta que te mate? – Agente, que quiero irme a casa.
Me gustaría decir que fue cuando supe que se me iba de las manos, pero sería mentira, porque no se puede ir lo que nunca ha estado. Iba a quedarse sentada hasta que se helara el infierno, hasta que me cabreara bastante para hacer algo que luego se viera en mi contra. Como pegarle. Porque tenía ganas de pegarle. A1 menos pegándole me haría caso.
Siempre llevo un tarjetero en el bolsillo trasero. Lo saqué y pasando tarjetas y encontré la que buscaba.
–Es una mujer que vive en Statler Village. Ha hablado con centenares de chicas como tú y a muchas las ha ayudado. Si necesitas que te asesore gratis, no habrá problema. Alguna solución encontraréis. ¿De acuerdo?
Le puse la tarjeta delante de la cara, sosteniéndola con los primeros dedos de la mano derecha, y como no la cogía la dejé caer al asiento. Luego volví al coche patrulla por el registro. Brian Lippy estaba sentado en medio del asiento trasero con la barbilla apoyada en el cuello de la camiseta, y me miraba fijámente debajo de las cejas. Parecía una especie de Napoleón pirado y agresivo.
–¿Qué, ha habido suerte? – preguntó George. – Qué va -dije-. Aún tiene ganas de juerga.
Volví a la camioneta con el registro. Ella se había puesto al volante. El motor V-8 de la camioneta estaba en marcha. Había apretado el embrague y tenía la mano derecha en el cambio de marchas. Contraste de uñas mordidas y metalizado. Si los sitios como la Pensilvania rural tuvieran bandera, se le podría poner ese dibujo. O un pack de seis cervezas Iron City y una cajetilla de Winston.
–Conduzca con cuidado, señorita McCracken-dije al darle el papel amarillo.
–Sí -dijo ella, y arrancó.
Con ganas de ponerse descarada, pero sin atreverse, porque la habían adiestrado bien. Al principio la camioneta sufrió algunas sacudidas -no dominaba tanto la transmisión manual como debía de creerse-, y ella igual. Adelante y atrás, volándole el pelo. De repente volvió a aparecérseme todo, él por el medio de la carretera conduciendo una de sus dos propiedades con una sola mano y dándole unas hostias que te cagas a la segunda con la otra mano, y me entraron náuseas. Justo antes de que ella consiguiera poner la segunda, algo blanco salió volando por la ventanilla del lado del conductor. Era la tarjeta que le había dado yo.
Volví al coche patrulla. Brian aún estaba sentado y con la barbilla en el pecho, mirándome a lo Napoleón pirado por debajo de las cejas. O a lo Rasputín. Subí por el lado del copiloto con una sensación de mucho calor y cansancio. Para redondearlo, Brian inició una cantinela.
–El gordinflón de ED-die JACK-you-BOYS. ¿A cuántos tíos…?
–Cállate -dije.
–Ven tú detrás y hazme callar, gordinflón. ¿Por qué no vienes y lo intentas?
En otras palabras: otro día maravilloso en la PSP A las siete de la tarde volvería a estar el tío en su mierda de casa, bebiéndose una cerveza y mirando La rueda de la f ortuna. Eché un vistazo a mi reloj -13.44- y a continuación cogí el micrófono. – Base, aquí 6.
–Recibido, 6.
Shirley con la voz tranquila, como una brisa fresca. Shirley a punto de recibir las flores de Islington y Avery. En la CR 46 Poteenville, a unos treinta kilómetros de nuestro 20, un camión¡ cisterna de Norco West acababa de chocar con un autobús escolar matando a la conductora del autobús, una tal Esther May George Stankowski estaba bastante cerca para haber oído el impacto de la colisión. ¿Quién dice que la poli nunca está cuando hace falta?
–Código 15 y 17-base. ¿Recibido?
Dicho de otra manera, que llevábamos detenido a un gillipollas y volvíamos.
–Recibido, 6. ¿Cuántos elementos detenidos? ¿Uno? C -Uno, afirmativo.
–Aquí Gordinflón Uno, corto y cambio -dijo Brian desde el asiento de atrás.
Y empezó a reírse -una risa aguda y espasmódica de drogata veterano-. También empezó a dar golpes en el suelo con las botas de vaquero. Íbamos a tardar media hora en volver al cuartel. Sospeché que el viaje se haría largo.
–Norco dice que es cloro líquido -le expliqué-. Qué alivio. El cloro es asqueroso, pero no suele ser mortal.
–¿Están seguros de que es eso? – preguntó Shirley.
–Al noventa por ciento. Es lo que tienen circulando por la zona. Los camiones que van a la depuradora de aguas se ven constantemente. Corre la voz, empezando por George S. Oye, ¿se puede saber qué le pasa al perro?
Mr. Dillon estaba en la puerta trasera con el morro en la base de la mosquitera y sin quedarse quieto ni un momento. Casi daba brincos, y soltaba gañidos guturales. Tenía las orejas hacia atrás. Mientras yo lo miraba, se pegó tal golpe de mosquitera en el morro que la abolló. Luego hizo un ruido agudo como diciendo jo, tío, duele.
–Ni idea -dijo Shirley con voz de no tener tiempo para fijarse en Mr. Dillon.
Yo en realidad tampoco, pero me quedé mirándolo un rato más. Había visto el mismo comportamiento en perros de caza que localizaban el rastro de algo grande por el bosque (un oso, o a saber si un lobo gris), pero en las Short Hills no había lobos desde antes de Vietnam, y los osos se contaban con los dedos de una mano. Al otro lado de la mosquitera, lo único que había era el aparcamiento. Y el cobertizo B, naturalmente. Levanté la vista hacia el reloj de la puerta de la cocina. Eran las 14.12. No me acordaba de haber estado nunca en el cuartel y verlo tan vacío.
–Unidad 14, unidad 14, aquí base, ¿me recibes? Contestó George, que aún tosía.
–Aquí unidad 14.
–14, es cloro; dice Norco West que casi seguro. Cloro líquido -Shirley me miró, y le hice la señal del pulgar-. Irrita, pero mata.Corta, corta.
Y tos, tos.
–Te escucho, l4.
–Base, puede ser cloro y puede no serlo. El caso es que veo que vienen nubes blancas muy grandes hacia aquí. Mi 20 es final del camino de acceso, el que pasa al lado del campo de futbol. Los niños tosen más que yo, y veo bastante gente en el suelo, incluida una adulta. Hay dos autobuses aparcados en el corral. Voy a intentar usar uno para llevarme a la gente. Corto: Le cogí el micro a Shirley.
–George, soy Huddie. Los de Norco dicen que el fuego debe ser una capa de gasolina sobre el cloro. En principio no debería ser peligroso llevarte los niños a pie. Cambio.
Lo siguiente fue la típica respuesta de George S, rotunda e impávida. A la larga obtuvo una de esas menciones por haber ido más allá del simple deber -me parece que del gobernador y salió su foto en el periódico. Su mujer enmarcó la mención y la colgó en la pared del cuarto de jugar. No tengo muy claro si George llegara a entender a qué venía tanto ruido. Desde su punto de vista se había limitado a seguir el dictado de la prudencia. Ha habido algún caso de persona adecuada en el lugar adecuado; George Stankowski en el colegio de Poteenville.
–Mejor el autobús -dijo-. Más rápido. l4, estoy 7. Faltaba poco para que a Shirley y a mí se nos fuera Poteeville de la cabeza un buen rato, debido a que habían surgido ocupaciones. Por si te interesa, el trooper George Stankow subió a uno de aquellos autobuses por el procedimiento de r tar una puerta abatible con una piedra. Lo puso en marcha el Blue Bird de cuarenta plazas, gracias a una llave de recambio que estaba pegada con celo detrás del parasol del conductor, y consiguió meter dentro a veinticuatro niños que tosían, lloraban y tenían los ojos enrojecidos, además de a dos profesoras. Había muchos niños que aún llevaban los potes y los ceniceros de cerámica torcidos de la clase de la tarde. Tres estaban inconscientes; uno por reacción alérgica a las emanaciones del cloro; los otros dos habían sufrido un simple desmayo, por sobredosis de miedo y de nervios. La que lo pasaba peor era una de las profesoras de manualidades, Rosellen Nevers: estaba tumbada en el suelo, jadeando, medio inconsciente e hincándose los dedos cada vez con menos fuerza en el cuello hinchado. Los ojos se le salían de las órbitas como yemas de huevos escalfados.
–Es mi mamá -dijo una niña. Le rebosaban de lágrimas los ojos (enormes y marrones), pero no soltó en ningún momento el florero de barro que sostenía, ni lo inclinó bastante para que se cayera la flor que había puesto dentro-. Tiene asma.
Para entonces George ya estaba de rodillas al lado de la mujer y le había puesto el antebrazo debajo del cuello para inclinarle la cabeza hacia atrás y que tuviera lo más abiertas posibles las vías respiratorias. El pelo de la profesora colgaba en el suelo de cemento.
–En su bolsillo -dijo la niña del florero-. ¿Va a morirse mi mamá?
–No te preocupes -dijo George.
Sacó el inhalador Flovent del bolsillo de la señora Nevers y le disparó un buen chorro en la garganta. Ella, con la respiración convulsa, tiritó y se incorporó.
George la llevó en brazos al autobús, precedido por los niños que tosían y lloraban. Depositó a Rosellen en el asiento contiguo al de su hija, se puso al volante, arrancó y cruzó el campo de fútbol dando bandazos. Cuando volvió a encarrilar el Blue Bird por la carretera 46 del condado, los niños cantaban Row, Row, Row Your Boat. Y así fue cómo el trooper George Stankowski se convirtió en un héroe de tomo y lomo, mientras los pocos que nos habíamos quedado en el cuartel nos limitábamos a intentar no perder la cordura. Ni la vida.
Mr. Dillon empezó a ladrar. No eran los ladridos profundos que solía reservar a los ciervos que se internaban por el campo de detrás del cuartel, o a los mapaches que se atrevían a husmear en el umbral, sino una serie de ladridos agudos que hasta entonces nunca le había oído. Como si se hubiera clavado algo puntiagudo y no consiguiera quitárselo.
–¿Y ahora qué coño…? – dijo Huddie.
D, muy tieso, retrocedió cinco o seis pasos de la mosquitera, un poco a la manera de un caballo de rodeo en un lazado de becerros. Me parece que supe qué iba a pasar, y que Huddie también, pero ninguno de los dos podíamos creérnoslo. Y, aunque nos lo hubiéramos creído, no podríamos haberle detenido. Yo creo que si lo hubiéramos intentado, Mr. Dillon, hasta con lo buen perro que era, nos habría mordido. Aún soltaba los mismos ladriditos agudos de dolor, y había empezado a salpicarle saliva por los lados de la boca.
Me acuerdo de que justo entonces mis ojos quedaron deslumbrados por una luz refleja. Al parpadear, la luz se apartó de mí y corrió por toda la pared. Era la unidad 6, Eddie y George llegan con su detenido, pero casi no me di ni cuenta. Yo miraba a Dillon.
Corrió hacia la mosquitera, y en cuanto estuvo lanzado no dudó ni una vez. Ni siquiera redujo la velocidad. Solo bajó la cabeza y pasó a través, arrancando la puerta del pestillo y arrastrándola al cruzar, mientras seguía soltando aquellos ladridos de dolor que casi eran como gritos. Al mismo tiempo noté un olor muy fuerte: a agua de mar y alguna planta podrida. Se oyó un chirrido de frenos y de goma, un bocinazo, y a alguien exclamando; -¡Cuidado! ¡Cuidado!
Huddie corrió hacia la puerta, y yo le seguí.
Primero recitaba su versión de mi nombre, y luego, con todas sus fuerzas, daba golpes rítmicos con los pedazos de tacones de su mierda de botas, hechos de varias capas. El efecto general era como de cheerleaders de fútbol americano. Encima se pasaba todo el rato mirándome a través de la malla, con la cabeza inclinada y los ojos de drogado brillantes. Yo le veía por el retrovisór enganchado al parasol.
–¡JACK-you-BOYS! – ¡Pum pum pum!-. ¡JACK-you-BOYS! – ¡Pum pum pum!
–Oye, Brian, ¿no podrías parar? – preguntó George. Estábamos llegando al cuartel. Un cuartel prácticamente vacío: para entonces ya sabíamos lo que pasaba en Poteenville. Una parte nos la había explicado Shirley, y el resto lo habíamos deducido de lo que se decían las unidades al converger-. Empieza a dolerme el tímpano.
A Brian solo le faltaba que le animasen. – ¡JACK-you-BOYS!
No dije nada, pero estoy bastante seguro de que George se daba cuenta. Y cuando cogió el micro y avisó -«20-dentro nada en la base»-, supe que hablaba conmigo más que con Shirley. Primero ataríamos a Brian al sillón del rincón de detenido, si quería ver la tele se la encenderíamos, y haríamos una revisión preliminar de los papeles. Luego saldríamos para Poteenville, a menos que de repente la situación hubiera mejorado. Shirley mientras tanto, que llamara a la cárcel del condado de Statler y avisara de que íbamos a enviarles a uno de sus folloneros favoritos. Pero hasta entonces…
–¡JACK-you-BOYS! – ¡Pum pacm pum!-. ¡JACK-ya BOYS!
Ahora pegaba unos berridos tan bestias que tenía rojas las mejillas, y se le marcaban los tendones en los lados del cuello. Ya algo más que tomarme el pelo a mí. Ahora Brian estaba en pleno desahogo emocional. Qué gusto iba a dar quitárselo de encima. Subimos por Bookin's Hill, yendo George un poco más prisa de lo estrictamente necesario, y en la cima estaba Troop. George puso el intermitente y entró. Es posible que siguiera yendo un poco más deprisa de lo que en rigor habría sido conveniente. Lippy, comprendiendo que se le acababa el tiempo de dar la lata, empezó a sacudir la malla que nos separaba de él al mismo tiempo que daba patadas en el suelo con sus botas de J Wayne.
–¡JACK-you-BOYS! – ¡Pum pum pum! ¡Zaca zaca! Subíamos por el camino de entrada en dirección al aparcamiento trasero. George tomó una curva cerrada a la izquierda, dobló la esquina del edificio con la intención de aparcar la unidad 6 de culo al lado de los escalones traseros del cuartel, para que pudiéramos meter dentro enseguida al amigo Brian sin escándalos y con las menores molestias.
Y, al doblar George la esquina, tuvimos delante a Mr. Dillon. – ¡Cuidado! ¡Cuidado! – exclamó George, imposible saber si a mí, al perro o, lo más probable, a sí mismo,
Ahora que me acuerdo de todo esto, me choca el parecido con el día que atropelló a la mujer en Lassburg. Un parecido tan grande que casi era como un ensayo previo, pero con una diferencia capital. Me pregunto si en las últimas semanas antes de chupar el cañón de su pistola no le vino a la cabeza machaconamente la siguiente idea: Esquivo al perro y atropello a la mujer. Es posible que no, pero sé que a mí, en su lugar, me habría pasado. Esquivo al perro y atropello a la mujer. ¿Cómo vas a creer que existe Dios, habiendo pasado así y no al revés?
Pisó el freno con los dos pies y apretó la bocina con la base de la mano izquierda. Yo me vi arrojado hacia delante, y se me trabó el arnés del hombro. En el asiento trasero había cinturones, pero nuestro prisionero no se había molestado en ponerse ninguno porque estaba demasiado ocupado con el numerito de Jacubois, y la cara se le estampó en la malla que sacudía. Oí ruido de partirse algo, como cuando se hacen crujir los nudillos. También oí que se aplastaba otra cosa. El chasquido debía de haber sido un dedo suyo. Lo aplastado solo podía ser su nariz. Las he oído romperse otras veces, y siempre suena igual, como partir huesos de pollo. Brian soltó un grito ahogado de sorpresa. Un chorro de sangre a la temperatura de una botella de agua caliente aterrizó en la hombrera de mi uniforme.
Ese día Mr. Dillon debió de salvarse por quince centímetros, o por menos, por cinco, pero siguió corriendo sin mirarnos ni una vez, con las orejas aplastadas en el cráneo, gañendo, ladrando y lanzado hacia el cobertizo B. Su sombra corría al lado de él por el asfalto, negra y bien delineada.
–¡hieda, mecho daño! – exclamó Brian por su nariz tapada-, ¡Joder, que estoy yeno de shangre.~
Y a continuación empezó a pegar gritos contra la brutalidad policial.
George abrió su puerta. Yo me quedé sentado un rato, mirando a D y previendo que al llegar al cobertizo se detendría. Qué va. Chocó a todo trapo con la puerta de persiana, dándose un coscocorrón en la cabeza. Se cayó de lado y soltó un grito. Hasta ese día no sabía yo que los perros pudieran gritar, pero sí. No me sonó a grito de dolor, sino de frustración. Se me puso carne de gallina en los brazos. D se levantó y corrió en redondo como persiguiéndose la cola. Lo hizo dos veces, sacudió la cabeza como para despejársela y volvió a chocar de frente contra la puerta de persiana.
¡D, no! – vociferó Huddie desde el umbral de la puerta trasera. Shirley estaba justo al lado protegiéndose los ojos con la mano-. ¡Para, D! ¡Hazme caso ahora mismo!
La atención que les prestaba Mr. D era nula. Para mí que ese día, si llega a estar Orville Garrea, tampoco le habría hecho caso, y eso que Orv era lo más parecido a un jefe de manada que tenía D. Repitió varias veces lo de lanzarse contra la puerta de persiana, ladrando como loco y soltando otro de esos gritos angustiosos de frustración cada vez que chocaba con la sólida superficie. A la tercera vez, su hocico dejó una mancha de sangre en la madera pintada de blanco.
Mientras pasaba todo esto, el tonto de mi amigo Brian berret gritaba como un poseso.
–¡Ayúdame, Jacubois, que sangro que parezco un puto cerdo. El capullo de tu colega cómo se sacó el carnet, ¿por correspondencia? ¡Sácame de aquí, coño! ¡Mi nariz!
Salí del coche sin hacerle caso y con la intención de preguntarle a George si le parecía que D podía tener la rabia, pero antes de abrir la boca me llegó la peste: aquel olor a agua de mar, como rancia y algo más, algo muchísimo peor.
De repente Mr. D salió corriendo hacia la derecha, hacia la esquina del cobertizo.
–¡No, D, no! – exclamó Shirley.
Estaba viendo lo que yo tardé un segundo en ver: la puerta lateral, la que no se abría hacia arriba y con guías, sino con pomo normal, estaba abierta unos centímetros. No tengo ni idea de alguien la había dejado así, puede que Arky,
Querían que estuviera siempre muy bien cerrada. Insistían mucho
Shirley bajó corriendo por los escalones con Huddie detrás, los dos pegándole gritos a Mr. D para que volviera. Nos adelantaron. George les siguió corriendo, y yo a él.
Hacía dos o tres días que el Buick había protagonizado un espectáculo de luces. Yo no estaba, pero me lo había contado alguien, y la temperatura del cobertizo B se había pasado una semana baja, aunque no mucho, solo tres o cuatro grados. Vaya, que indicios había algunos, pero en el fondo nada espectacular. Nada como para levantarse en plena noche y escribirles a tus padres. Nada que pudiera habernos hecho sospechar qué encontraríamos al entrar.
La primera fue Shirley, que pasó de gritar el nombre de D a… gritar a secas. Al segundo siguiente también gritaba Huddie. Mr. Dillon, para entonces, ladraba en un registro más grave, una mezcla de ladridos y gruñidos. Es el ruido que hacen los perros cuando tienen algo acorralado o en un árbol. George Morgan exclamó: -¡Dios mío! ¡Por todos los santos! ¿Qué es?
Yo entré en el cobertizo, pero no llegué muy lejos, Shirley y Huddie estaban codo con codo, y George inmediatamente detrás. Entre los tres no dejaban pasar. Olía fatal -se te nublaban los ojos y se te cerraba la garganta-, pero casi no me fijé.
El maletero del Buick volvía a estar abierto. Detrás del coche, en el rincón del fondo del cobertizo, había una pesadilla amarilla, flaca y arrugada con una cabeza que en realidad no era tal, sino un manojo de filamentos rosados agitándose. Debajo se veía más carne amarilla y arrugada. Era muy alta, como mínimo dos metros y pico, Algunos filamentos golpearon una viga del techo. Hacían un ruido de revoloteo, como mariposas nocturnas chocando contra el cristal cuando intentan llegar a la luz que ven o sienten que hay detrás, Tengo el ruido grabado. A veces, soñando, vuelvo a oírlo.
En el interior del amasijo formado por aquellas cosas rosas temblando y retorciéndose había algo en la carne amarilla que se abría y se cerraba. Algo negro y redondeado. Podía ser una boca, Podía estar intentando gritar. Lo de debajo no puedo describirlo. Era como si mi cerebro no pudiera encontrar coherencia a lo que veían mis ojos. De lo que estoy seguro es de que no eran piernas, y me parece que en vez de dos había tres., Acababan en garras negras y curvadas. Las garras estaban sembradas de matas sueltas de pelo muy recio; a mí me parece que era pelo, y que en los mechones había bichos saltando, como piojos o pulgas. El pecho de la cosa tenía colgando una manguera gris de carne palpitante, con redondeles de carne brillantes y negros. Quizá fueran ampollas: 0, Dios no lo quiera, sus ojos.
La cosa tenía delante a nuestro perro, que ladraba, gruñía y soltaba baba por el morro. Hizo ademán de ir a embestir, pero la cosa le pegó un chillido por el agujero negro. La manguera gris se sacudió como un brazo sin hueso o una pata de rana al someterla a una descarga eléctrica. Salieron gotas de algo por la punta y aterrizaron en el suelo del cobertizo. Empezó a salir humo de 1as manchas, y vi que corroían el cemento.
El chillido hizo retroceder un poco a Mr. D, que sin embargo siguió ladrando y gruñendo con las orejas pegadas a la cabeza y los ojos saliéndosele de las órbitas. La cosa volvió a chillar. Shirley gritó y se tapó las orejas con las manos. Yo entendí su impulso, pero dudé que sirviera de algo. Parecía que los chillidos no se te metieran en la cabeza por los oídos, sino al revés: como si empezaran dentro de la cabeza y luego salieran por las orejas, escapándose como vapor. Tuve ganas de decirle a Shirley que no se 1as tapara, que como siguiera guardándose dentro aquel chillido tan horrible se provocaría una embolia o algo, pero bajó las manos por iniciativa propia.
Huddie la rodeó con un brazo, y ella
A1 segundo grito pareció mirarnos. La manguera del medio se levantó como un brazo estirado, como si intentara decirnos con señas. Ayudadme, llamad a este monstruo que ladra.
Mr. Dillon arremetió por segunda vez. La cosa del rincón soltó otro chillido, el tercero, y retrocedió. La trompa, o brazo, o pene, o lo que fuera, salpicó más líquido. A D le cayeron encima un par de gotas, y empezó a salirle humo del pelo. Soltó una serie de ruidos agudos de dolor, pero en vez de apartarse le saltó encima.
La cosa se movió tan deprisa que parecía arte de magia, corno si se deslizara. Mr. Dillon le clavó los dientes en un pliegue de la piel arrugada y fofa, y de repente la cosa ya no estaba. Apareció dando bandazos por el lado del Buick más alejado, chillando po el agujero que tenía en la piel amarilla y agitando la manguera. Por donde le había clavado los dientes Mr. D salían gotas de una especie de de pasta negra, como la que había salido del murciélago y del pez.
Chocó contra la puerta de persiana y soltó un chillido de dolor, frustración o las dos cosas. Enseguida volvió a echársele encima Mr. Dillon, esta vez por detrás. Saltó y lo cogió por los pliegues sueltos que colgaban de lo que supongo que podría llamarse la espalda. La carne se desgarró con una facilidad nauseabunda. Mt. Dillon cayó al suelo con las mandíbulas apretadas. Se desprendió más piel de la cosa, desenrollándose como papel de pared suelta. D recibió en el morro baba negra… sangre.,. o lo que fuera. El contacto le arrancó un aullido, pero no solo no soltó lo que tenía cogido, sino que sacudió la cabeza para desgarrar más, la sacudió como los terriers cuando tienen cogida una rata.
La cosa chilló, y a continuación soltó una especie de farfulle que casi eran palabras. Y es verdad, tenías la impresión de que tanto los gritos como aquello otro parecido a palabras te salían de en medio de la cabeza, casi como si hubieran puesto huevos. La cosa usó la trompa para dar golpes en la puerta de persiana, comd si exigiera que la dejaran salir, pero eran golpes sin fuerza.
Huddie había desenfundado la pistola. Hubo un momento en que tuvo en la mira los filamentos rosas y el bulto negro de debajo, pero entonces la cosa giró sobre sí, sin dejar de quejarse por el agujero negro y le cayó encima a Mr. D. La cosa gris que le salía del pecho rodeó el cuello de D; que empezó a gañir y aullar de dolor. Vi que empezaba a salir humo de donde lo tenía cogido la cosa, y al poco rato noté olor tanto de pelo quemado como verdura podrida y agua de mar. El intruso yacía sobre nuestro perro sacudiéndose y chillando mientras sus piernas (suponiend que fueran eso, piernas) daban golpes en la puerta de persiana que dejaban manchas que parecían de nicotina, Y Mr. Dillon encadenaba largos aullidos de angustia.
Huddie levantó la pistola. Yo le cogí la muñeca y le obligué a bajarla.
–¡no! ¡Que vas a darle a D!
Entonces Eddie me empujó para pasar, y estuvo a punto de derribarme. Había encontrado unos guantes de goma en unas bolsas al lado de la puerta, y se los había puesto.
EDDIE Te advierto de que no tengo un recuerdo normal, como el que se suele tener de las cosas. En mi caso se parece más a acordarse del final de una mala borrachera. El que cogió los primeros guantes de goma del montón que había encima de las bolsas de abono para el césped, al lado de la puerta, no era Eddie Jacubois. Era alguien soñando que era Eddie Jacubois. Al menos ahora lo parece. Me parece que entonces también.
¿Pensaba en Mr. Dillon? Me gustaría creer que sí, chaval. Es lo máximo que puedo decir. Porque acordarme, acordarme de verdad, no me acuerdo. Lo más probable es que sólo tuviera ganas de hacer callar a aquella cosa amarilla y gritona, sacármela de dentro de la cabeza. Odiaba tenerla dentro. Lo detestaba. Tenerla dentro era como que te violasen.
Aunque ¿sabes qué? Que debía de pensar. Seguro que en algún nivel sí pensaba, porque me puse los guantes de goma antes de coger el pico de la pared. Recuerdo que los guantes eran azules. En el montón de encima de las bolsas había una docena de pares, y de todos los colores del arco iris, pero los que cogí eran azules. Me los puse deprisa, tanto como los médicos de aquella serie, Urgencias. Luego descolgué el pico y pasé al lado de Shirley, empujándola tan fuerte que casi la tiro al suelo. De hecho creo que la habría tirado, pero Huddie la sostuvo a tiempo.
George gritó algo, creo que «Cuidado con el ácido». No me acuerdo de haber tenido miedo, y menos de sentirme valiente. De lo que me acuerdo es de estar indignado y asqueado. Como te sentirías si despertaras con una sanguijuela en la boca chupándote la sangre de la lengua. Una vez se lo dije a Curtis, y usó una expresión que se me ha quedado grabada: Lo horrible de la transgresión. Era eso, lo horrible de la transgresión.
Mr. D aullando, pataleando, gruñendo y queriendo escaparse; la cosa encima de él, con los filamentos rosados que le salían, moviéndose cada uno por su lado como algas en una ola; el olór a pelaje quemándose; la peste a sal y col; la pasta negra brotando del mordisco del perro, corriendo como barro por las arrugas de la piel amarilla y goteando al suelo; mi necesidad de matarla, borrarla, hacerla desaparecer del mundo: lo tenía todo en la cabeza como un remolino, un verdadero remolino, igual que si la impresión de lo que habíamos encontrado en el cobertizo B me hubiera batido los sesos, los hubiera hecho puré y, de tanto removerlos, hubiera creado un furibundo ciclón ajeno a la cordura, locura, el trabajo de policía, el de vigilante o Eddie Jacubois. Te digo que me acuerdo, pero no como te acuerdas de las cosa normales. Se parece más a un sueño. Y me alegro. Ya es bastan malo el hecho de acordarse. Pero no puedes no acordarte. Así que bebas, lo único que consigues es alejarlo un poco, y cuando paras vuelve a echársete encima. Como si te despertaras con una sanguijuela en la boca.
Llegué hasta la cosa, descargué el pico y la punta se clavó el medio. La cosa chilló y se lanzó de espaldas contra la puerta de persiana. Mr, Dillon quedó libre y retrocedió arrastrando la barriga. Ladraba de rabia y aullaba de dolor, una mezcla de los sonidos. Tenía una tira quemada en el pelaje, detrás del collar le había chamuscado medio morro, como si lo hubiera metido una hoguera. Salían hilillos de humo.
La cosa, apoyada de espaldas contra la puerta de persiana, levantó del pecho la manguera gris, y sí, tenía ojos incrustados. Miraban, y yo no lo aguantaba. Giré el pico y le asesté un golpe con la parte de cuchilla. Se oyó ruido de cortar, y una parte de la manguera rodó por el suelo. También había hecho un agujero en la zona del pecho. Salieron nubes de algo como espuma de afeitar de color rosa, a chorro, como si estuviera a presión. A lo largo de la trompa gris -me refiero a la parte cortada- los ojos giraban espasmódicamente, como si miraran a todas partes a la vez. Salieron gotas de un líquido claro, supongo que el veneno la cosa, y quemaron el cemento.
Luego estaba George a mi lado. Tenía una pala. La clavó por el centro de los zarcillos de la cabeza del ser. La hundió en la carne amarilla de la cosa hasta el mango de madera de fresno. La cosa gritó. Lo oí en mi cabeza con tanta intensidad que fue como si me empujara los ojos fuera de las órbitas, como cuando coges una rana con la mano, le aprietas el cuerpo fofo y se le abultan los ojos.
Todos nos habíamos acordado de ponernos guantes, pero estábamos locos. Pirados por completo. La pinta de la cosa, aquellos chillidos y gemidos, aquella especie de palabras, y hasta la manera que tenía de aullar y quejarse Mr. D… todo junto nos había enloquecido. A mí se me había borrado de la cabeza el camión volcado, George Stankowski y sus esfuerzos por meter a los niños en el autobús y ponerles a salvo, y el tío cabreado que habían traído Eddie y George Morgan. Me parece que se me olvidó hasta que hubiera algo más aparte de aquel cobertizo pequeño y apestoso. En el momento de dar golpes de rastrillo y de clavarle las púas varias veces a la cosa del suelo, gritaba. Los otros igual. Formábamos un círculo alrededor, dándole golpes, aporreándola y cortándola en trocitos; le gritábamos que se muriera, pero nada, que no se moría. Parecía que no fuera a morirse nunca.
Si pudiera olvidarme de algo, de alguna parte en concreto, sería de esto: al final, justo antes de morirse (porque a la larga se murió), levantó el muñón de la cosa del pecho. Le temblaba como una mano de viejo. En el muñón había ojos, y para entonces algunos colgaban de hilos brillantes de cartílago. Quizá los hilos fueran nervios ópticos, no sé. El caso es que se levantó el muñón y durante un momento muy corto me vi a mí mismo en medio del cerebro. Nos vi a todos de pie formando un círculo y mirando hacia el suelo, como un grupo de asesinos al pie de la tumba su víctima, y vi lo raros y diferentes que éramos. Lo horribles que éramos. En ese momento sentí la perplejidad angustiada de la cosa. No su miedo, porque no estaba asustada. Su inocencia tampoco, porque no era inocente. Ni inocente ni culpable. Lo que estaba era perpleja. ¿Sabía dónde estaba? No creo. ¿Sabía por que la había atacado Mr. Dillon, y por qué la matábamos? Sí, eso sabía. Lo hacíamos por lo diferentes que éramos, tan diferentes tan horribles que a sus múltiples ojos les costaba vernos, les costaba concentrarse en las imágenes de nosotros tres rodeándo chillando, cortando y pegando. Hasta que al final ya no se movió. El muñón del pecho, lo que parecía una trompa, volvió a bajar. Los ojos se le quedaron fijos, sin temblar.
Eddie y George estaban juntos, jadeando. Shirley y yo les veíamos enfrente -al otro lado de la cosa-, y a Mr. D detrás, jadeando y gañendo. Shirley soltó el plantador, y cuando cayó en el suelo vi que se le había quedado enganchado un grumo de carne amarilla, como un trozo de tierra enferma: La cara de Shirley estaba blanca como hueso, menos dos marchitas muy rojas en las mejillas y otra en el cuello, como de nacimiento,
–Huddie -susurró,
–¿Qué? – pregunté. Casi no podía hablar, de lo seca que sentía la garganta.
–¡Huddie!
–¿Qué pasa, coño?
–Podía pensar -susurró. Sus ojos, muy abiertos y espantados, nadaban en lágrimas-. Hemos matado a un ser pensante. Eso es asesinato.
–Qué asesinato ni qué mandangas -dijo George-. Y que fuera verdad, ¿de qué carajo sirve pensarlo? Quejándose -pero no con la misma urgencia de antes-, Dillon nos apartó a mí y a Shirley para pasar por en medio. Tenía calvas bastante grandes en el pelaje del cuello, la espalda y pecho, como si tuviera sarna. Por lo visto se le había caídó la punta de una oreja, de tan chamuscada. Estiró el cuello y husmeó el cadáver de la cosa caída al lado de la puerta de persiana. – Cogedlo y sacadlo -dijo George.
–No, si está bien -dije yo.
A1 olisquear el revoltijo de filamentos rosados de la cabeza de la cosa, que ahora estaban fofos y ya no se movían, D volvió a gañir. Luego levantó la pata y se meó en el trozo cortado de trompa, cuerno o lo que fuera. Hecho esto, retrocedió entre gañidos. Oí una especie de silbido muy flojo. El olor a col empeoraba, y la carne de la cosa iba perdiendo su color amarillo y poniéndose blanca. Empezaban a salir hilillos casi invisibles de vapor. Era donde se concentraba la peste, en el vapor que salía. La cosa había empezado a descomponerse, como el resto de lo que había pasado a través.
–Shirley, vuelve dentro -dije-. Tienes un 99.
Ella pestañeó deprisa, como cuando alguien vuelve en sí. – El camión cisterna -dijo-. George. ¡Dios mío! Se me había olvidado.
–Llévate al perro -dije.
–Vale. – Hizo una pausa-. ¿Y…?
Señaló con gestos las herramientas desperdigadas por el suelo de cemento, las que habíamos usado para matar al ser cuando estaba contra la puerta, mutilado y gritando. ¿Gritando qué? ¿Que nos apiadáramos? Estando él (u otros de su especie) en la posición contraria, ¿se habría apiadado de nosotros? No creo… claro que ¡qué voy a creer, si primero hay que pasar una noche, luego otra, luego todas las de un año, luego las de diez! Tienes que poder apagar la luz y quedarte a oscuras en la cama. Tienes que creerte que solo hiciste lo que te habrían hecho a ti. Tienes que organizar tus ideas, porque sabes que con las luces encendidas sólo puedes vivir una parte limitada del tiempo.
–No sé, Shirley-dije. Me encontraba cansadísimo, y el olor a col podrida me estaba mareando-.Joder, ¿qué más da? Tampoco es que vaya a haber un juicio, una investigación ni nada oficial. Tú entra. Comunícate, que para algo eres la agente de comunicaciones.
Shirley asintió con gesto tembloroso. – Ven, Mr. Dillon.
Yo no estaba muy seguro de que D fuera a seguirla, pero sí: se le pegó obediente a los zapatos marrones planos. Ahora seguía gimiendo, y justo antes de que salieran por la puerta 1ateral tuvo una especie de temblor por todo el cuerpo, como si hubiera cogido frío.
–También deberíamos salir nosotros-le dijo George a Ed. Empezó a frotarse los ojos, se dio cuenta de que llevaba guantes y se los quitó-. Tenemos que ocuparnos de un prisionero.
Eddie puso la misma cara de sorpresa que Shirley al recordar yo que tenía trabajo con lo de Poteenville.
–Se me había olvidado el hijoputa del gritón -dijo-, Se roto la nariz. Lo he oído, George.
–¿Ah, sí? – dijo George-. Qué pena.
Eddie sonrió. Se le notaba el esfuerzo de aguantarse la sonrisa, pero se le ensanchó. Siempre pasa, hasta en las peores circunstancias. Sobre todo en las peores circunstancias.
–Venga -dije-, ve por él.
–Acompáñanos -dijo Eddie-. Mejor que no te quedes aquí solo.
–¿Por qué? Está muerto, ¿no?
–Sí, pero esto no. – Eddie movió la barbilla hacia el Buick. Aún está nerviosillo, el seudocoche este de mierda. ¿No notáis que está a punto de saltar?
–Algo noto -dijo George-. Debe de ser la reacción de tener delante el… -Señaló el ser muerto-. Lo que sea.
–No -dijo Eddie-. Lo que notas viene del puto Buick, no de la cosa muerta. Yo lo que creo es que respira. No sé qué pero respira. Hud, para mí que quedarse aquí es peligroso. Peligroso para todos.
–Exageras.
–Y un cojón. Respira. Al sacar el aire le ha salido de chispa el bicho de la cabeza rosa, como cuando estornudas y te sale moco. Ahora se está preparando para volver a chuparlo. En que lo noto.
–Oye -dije-, que solo quiero echar un último vist ¿vale? Luego cojo la lona y la echo encima de… esto. – Señaló con el pulgar lo que habíamos matado-. Si hay que hacer algo más complicado, ya vendrán Tony y Curtis, que son los expertos.
Pero era imposible calmarle. Estaba poniéndose histérico, – Mientras no haya vuelto a chuparlo el falso coche, hay que impedir que se acerquen. – Eddie miró el Buick con mala cara-. y ya os podéis ir preparando para discutir. El sargento querrá entrar, y Curt aún más, pero no podemos permitirlo. Porque…
–Sí, ya lo sé -dije-. Notas que se está preparando para volver a chuparlo. Deberíamos ponerte un número ochocientos solo para ti, Eddie. Podrías hacerte millonario leyendo manos por teléfono.
–Sí, sí, tú ríete. ¿Qué te crees, que Ennis Rafferty se está riendo donde esté? Yo te digo lo que sé, tanto si te gusta como si no te gusta. Respira. Es lo que ha estado haciendo desde el principio.
Esta vez, cuando vuelva a aspirar, será muy fuerte. ¿Sabes qué? Que George y yo te ayudamos con la lona. Tapamos la cosa entre los tres y luego salimos juntos.
Me pareció mala idea, aunque sin saber muy bien por qué. – Eddie, que ya puedo solo. Te lo juro por Dios. Además, quiero hacerle un par de fotos al amigo E.T. antes de que se pudra y sólo quede sopa de cangrejo.
–Ya basta -dijo George. Se le veía un poco verde. – Perdona. Salgo en menos que canta un gallo. Venga, tíos, ocupaos de vuestro detenido.
Eddie miraba fijamente el Buick con sus neumáticos de franja blanca, tan grandes y elegantes, y el maletero abierto, que hacía que la parte trasera pareciera las fauces de un caimán.
–Odio este trasto -dijo-. Por dos centavos…
George ya se encaminaba hacia la puerta, y Eddie le siguió dejando en el aire lo que haría por dos centavos. No costaba mucho imaginárselo, la verdad.
El olor del ser en putrefacción empeoraba por minutos, y me acordé de la mascarilla Puff-Pak que se había puesto Curtis al entrar a investigar la planta que parecía un lirio. Me pareció que aún estaba en la barraca. También quedaba como mínimo una cámara Polaroid, al menos la última vez que había mirado yo.
Oí la voz lejana de George en el aparcamiento, llamando a Shirley y preguntándole si estaba bien. Ella contestó que sí. Un segundo o dos después, Eddie Jacubois exclamó «¡MIERDA!» a pleno pulmón y con voz de cabreado. Deduje que su prisionero, que debía de ir Hipado y encima se había roto la nariz, había vomitado en el asiento trasero de la unidad 6. ¿Y qué? Hay cosas bastante peores que un detenido te ponga perdido el coche. Una vez fui por la zona de Patchin a ayudar en un accidente de tres coches y como tenía que poner balizas en la carretera encerré en el asiento trasero de mi noche al conductor borracho que lo había empezado. A1 volver vi que el detenido se había quitado la camisa y había cagado dentro. Luego había usado una manga como si fura un embudo de pastelería -para captar bien lo que cuento hay imaginarse a un pastelero adornando un pastel- y había escrito su nombre en las dos ventanillas traseras. Intentaba hacer lo mismo con la luna de detrás, pero se le había acabado el glasea marrón especial. Al preguntarle por qué había hecho algo tan asqueroso, me miró con esa mezcla de arrogancia y cara de extraviado que solo les sale a los borrachos veteranos y me dijo: que este mundo da asco, trooper».
Bueno, el caso es que no les di importancia a los berridos de Eddie y fui a la barraca de los suministros sin molestarme en averiguar qué pasaba. No tenía demasiadas esperanzas de encontrar la mascarilla, pero aún estaba en el estante, entre la caja de cintas vírgenes y una pila de revistas Field Stream. Es más: algún amante del orden la había protegido del polvo metiéndola en una bolsa de plástico de las de pruebas. Al bajarla me acordé de la de pirado de Curt el primer día de llevarla, junto con una bata barbero de plástico, una gorra azul de baño y botas rojas: Yo le había dicho: ¡Qué guapo estás! ¡Saluda a tus rendidos fans.
Me puse la mascarilla tapándome la boca y la nariz, casi seguro de que lo que saliese sería irrespirable, pero no, era aire; pasado que un pan de una semana, pero sin moho, no sé si me explico. Mejor que la peste a col y agua de mar del cobertizo, seguro. Cogí la Polaroid vieja del clavo donde colgaba. Luego salí de la barraca, y me parece -también puede que me lo invente, soy el primero en reconocerlo- que vi movimiento: en la zona del cobertizo no había sido, porque era donde miraba y la sensación era como cuando te parece ver algo con el rabillo del ojo. En el campo de atrás, entre las hierbas altas. Debí de pensar que era Mr. Dillon rodando por el suelo para quitarse el olor de la cosa. Pues no. Para entonces Mr. Dillon no estaba para dar ni para nada. Para entonces estaba ocupado muriéndose el pobre.
Volví a entrar en el cobertizo respirando por la mascarilla; aunque antes no había notado lo que decía Eddie, esta vez estaba clarísimo. Era como si haber salido un rato me hubiera refrescado o me hubiera vuelto más receptivo. No es que el Buick estuviera disparando relámpagos violetas, ni que brillara o zumbara, porque se estaba tan quieto como antes, pero se le notaba una animación imposible de pasar por alto. Era la sensación de tener algo casi tocándote la piel, como una brisa muy suave soplándote en el vello de los brazos. Entonces pensé… es una locura, pero pensé: ¿Y si el Buick sólo es otra versión de lo que llevo puesto yo en la cara? ¿Y si solo es una mascarilla Puff-Pak? ¿Y si la cosa que lo lleva ha respirado hacia fuera, y ahora se le ha parado el pecho, pero dentro de uno o dos segundos…?
Hasta con el Puff-Pak puesto me hacía llorar el olor del ser muerto. Brian Cole y Jackie O'Hara, que en esa época eran dos de los mejores manitas de la plantilla, habían instalado el año anterior un ventilador. Al pasar al lado lo encendí.
A la tercera foto la máquina se quedó sin carrete. Ni siquiera había comprobado que hubiera película. Qué idiota. Me metí las fotos en el bolsillo trasero, dejé la cámara en el suelo y fui a buscar la lona. Justo al agacharme y levantarla me di cuenta de que había cogido la cámara, pero que al salir de la barraca había visto el rollo de cuerda amarilla y no me lo había llevado. Debería haberlo cogido y haberme enganchado el nudo corredizo en la cintura. Y haber atado la otra punta al gancho grande que había clavado Curtís a la izquierda de la puerta lateral del cobertizo B, exclusivamente para ese fin. No se me había ocurrido. La cuerda era demasiado amarilla para no verla, pero yo había pasado de largo. Qué curioso, ¿verdad? Ahora estaba donde no tenía ningún sentido entrar solo, y sin embargo estaba solo. Y sin cuerda de seguridad. Puede que hubiera pasado de largo por influencia de algo. Había un extraterrestre muerto en el suelo, y el aire estaba cargado de una sensación espeluznante y viva de algo concentrándose. Se me ocurrió, creo, que si desaparecía, mi mujer y la hermana de Ennis Rafferty podrían hacer causa común. Es posible que me riera. No me acuerdo bien, pero sí de que algo me hizo gracia. Puede que lo absurdo de la situación en general.
La cosa que habíamos matado se había puesto completamente blanca, y soltaba una humareda como de hielo seco. Los ojos de la parte cortada aún parecían mirarme, aunque ya habían empezado a derretirse. Fue la ocasión de mi vida en que he pasado más miedo, el típico miedo de estar en una situación donde puedes morirte de verdad y saberlo. La sensación de que había algo a punto de respirar, de aspirar, era tan fuerte que me hacía cosquillas en la tripa. Ahora bien, también sonreía, y mucho. No llegaba a reírme, pero casi. Tenía una sensación de comicidad. Tiré la lona encima del amigo E.T. y empecé a salir del cobertizo de espaldas. Ni siquiera me acordaba de la Polaroid, La había dejado en el suelo. Faltándome poco para llegar a la puerta, miré el Buick. Y alguna fuerza me atrajo hacia él. Estoy seguro de que fuera sólo del Buick? La verdad es que no. Quizá sólo fuera la fascinación que ejercen en nosotros las cosas mortales: el borde y la caída; la manera de mirarnos la boca de un arma al orientarla de tal y cual manera… Cuando es tarde, y duerme todo el mundo en la calle, hasta la punta de un cuchillo empieza a verse de otra manera. Todo esto que digo era a nivel inconsciente, el mismo nivel en donde acababa de decidir que no podía salir y dejar el Buick con el maletero abierto. Parecía demasiado… no sé, como demasiado a punto de respirar. O de morder. Algo por el estilo. Yo aún sonreía. Hasta puede que me riera un poco.
Di ocho pasos, o quizá una docena. Sí, imagino que pudiera llegar a la docena. Me decía que mis actos no tenían nada de imprudentes, que Eddie J era un cagado y confundía sensaciones con hechos. Acerqué la mano a la tapa del maletero. Mi intención era cerrarla y salir pitando (al menos eso me dije), pero luego veo dentro y solté una de esas palabras de cuando se está sorprendido, no recuerdo cuál: ¡anda!, o ¡caray! Porque dentro había algo en la moqueta marrón del maletero. Parecía una radio de tractores de finales de los cincuenta o de los sesenta. Hasta se veia la punta brillante de algo que podía ser una antena.
Metí la mano y cogí el aparatejo. Aparte de cogerlo me dio risa. Tenía la sensación de estar soñando o colgado de alguna cosa química. Y todo con la sensación constante de que lo que se acercara estaba a punto de pillarme. No sabía si a Ennis le había pillado igual que como estaba a punto de pillarme a mí, pero imaginé sí. Y me dio igual. Estaba plantado delante del maletero sin cuerda ni nadie para sacarme de allí, y había algo a punto de arrastrme hacia dentro, de chuparme como humo de cigarrillo. Pero importaba un carajo. Lo único que me importaba era lo que había encontrado en el maletero.
Podía ser tanto alguna clase de dispositivo de comunicación, que era de lo que tenía pinta- como cualquier otra cosa: donde el monstruo guardaba los medicamentos, algún tipo de instrumento musical, o puede que hasta un arma. El tamaño era de paquete de cigarrillos, pero pesaba mucho más. También pesaba más que un transistor o un walkman. No tenía diales, botones ni interruptores. El material no tenía aspecto ni tacto de metal o de plástico. Tenía una textura de grano fino que, sin ser del todo repelente, era orgánica, como piel de vaca curtida. Toqué la varilla que sobresalía, y se metió en un agujero de la parte de encima. Toqué el agujero y volvió a salir la varilla. Volví a tocarla y esta vez no pasó nada. Ni entonces ni nunca. Aunque nunca, en el caso de lo que llamábamos «la radio», no llegó a ser mucho tiempo: más o menos una semana después empezó a agujerearse y corroerse la superficie. El hecho de estar metida en una bolsa de pruebas cerrada con cremallera no enlentenció el proceso. A1 mes, «la radio» parecía algo que llevara unos ochenta años expuesto al viento y la lluvia. Y la primavera siguiente solo quedaban trozos grises en la bolsa de plástico. La antena, suponiendo que lo fuera, no volvió a moverse. Ni un puñetero milímetro.
Me acordé de Shirley diciendo Hemos matado a un ser pensante, y de George contestando que qué asesinato ni qué mandangas. Pero de mandangas nada. El murciélago y el pez no se habían presentado con ningún accesorio que pareciera un transistor, porque eran animales. El nuevo visitante -al que habíamos despedazado con herramientas descolgadas de unos ganchos- no era ningún animal. Por aborrecible que nos pareciera, por muy instintivamente que lo hubiéramos -¿cuál era la palabra?– repudiado, Shirley tenía razón: había sido un ser pensante. Lo cual no nos había impedido matarlo y dejarlo hecho pedazos en el suelo, mientras alzaba la trompa seccionada en señal de rendición y pedía a gritos la piedad que debía de saber que no le concederíamos. Que no podíamos concederle. Y no me produjo ningún horror. Lo que me lo produjo fue una visión de la otra cara. De Ennis Rafferty cayendo entre otros seres como aquel, cosas que en vez de cabeza tuvieran bultos amarillos entre masas enredadas de filamentos rosas que quizá fueran cabellos. Le vi muriéndose entre golpes de trompas llenas de ácido, y de garras curvadas, intentando pedir piedad a gritos y asfixiándose con un aire que casi no podía respirar. A1 tenerle muerto delante, muerto y empezando a pudrirse, ¿le había desenfundado alguno la pistola? ¿Se habú quedado mirándola debajo de otro cielo de color inimaginable? ¿Tan perplejos como yo por «la radio»? ¿Había dicho algo? Acabamos de matar a un ser pensante, y contestado otro que menos mandangas? A la vez que pensaba en todo aquello, también pensé que me convenía marcharme lo antes posible. A menos, por supuesto, que quisiera indagar personalmente en esas pregunta. En definitiva, ¿qué pasó? Nunca se lo he contado a nadie, pero ahora más vale que lo cuente; parece una tontería llegar tan lejos y quedarse a medias.
Decidí meterme en el maletero.
Me vi haciéndolo. Espacio no faltaría; ya sabes lo grandes que eran los maleteros de los coches de esa época. De niños decíamos en broma que los Buicks, los Cadillacs y los Chryslers eran afiches de mafiosos, porque en el maletero cabían dos polacos o italianos. No faltaría espacio, no. El amigo Huddie Royer iba a entrar, echarse de lado, levantar los brazos y cerrar el maletero. Suavemente. Para que hiciera un clic lo más suave posible. Luego se quedaría a oscuras respirando el aire enrarecido de la carilla y con «la radio» en el pecho. En la bombona, que era 1igera, quedaría poco aire, pero sería suficiente. El amigo Huddie se quedaría acurrucado, con la sonrisa en la cara, y luego… poco tiempo…
Pasaría algo interesante.
Todo esto hace años que no lo pienso, solo en esos sueños al despertarte no te dejan ningún recuerdo, los que sabes que han sido pesadillas sólo porque te late deprisa el corazón, tienes la boca seca y la lengua te sabe como a fusible quemado. La última vez que me acordé conscientemente de estar de pie delante maletero del Buick Roadmaster fue al enterarme de que Geo Morgan se había suicidado. Le imaginé en su garaje, sentado el suelo y puede que escuchando jugar a béisbol a los críos en su campo iluminado de McClurg, a la vuelta de la esquina; lueg lo imaginé con la lata de cerveza vacía, levantando la pistola y mirándola. Entonces ya habíamos cambiado a la Beretta, pero George se mantenía fiel a su Ruger. Decía que se le amoldaba bien en la mano. Le imaginé cambiándola de ángulo y mirando el agujero del ojo. Todas las pistolas tienen ojo. Lo sabe cualquiera que, haya mirado así. Le imaginé metiéndose el cañón entre los dientes y notando el bultito de la mira en el paladar. Y el gusto a aceite. Puede que hasta metiendo la punta de la lengua en el cañón, como cuando se está a punto de tocar la trompeta y se mete la lengua en la boquilla. Sentando en el rincón del garaje y con el sabor de la última lata de cerveza en la boca, más los del aceite y el acero de la pistola, lamiendo el agujero del cañón, el ojo por donde sale la posta al doble de la velocidad del sonido, sobre un cojín caliente de gases en expansión. Sentado, notando el olor de la hierba pegada debajo de la segadora y el de un poco de gasolina caída por el suelo. Oyendo gritos de niños a la vuelta de la esquina. Pensando en la sensación de atropellar a una mujer con dos toneladas de coche patrulla, el golpe sordo, el giro brusco, ver aparecer gotas de sangre en el parabrisas como el principio de una maldición bíblica, y oír el traqueteo seco, como de calabaza, de algo que se ha quedado metido en el hueco de la rueda y que resulta ser una de las zapatillas de la mujer. Me imaginé todo eso, y creo que él lo vivió de esa manera, porque sé que en mi caso fue así. Sabía que iba a ser horrible, pero no me importaba, porque al mismo tiempo tendría cierta gracia. Por eso sonreía. No quería marcharme. Creo que George tampoco. A1 final, cuando te decides en serio a hacerlo, es como enamorarse. Es como tu noche de bodas. Y yo estaba decidido.
El dicho es «salvado por la campana», pero a mí me salvó un grito: el de Shirley. Al principio solo fue un chillido agudo, y luego llegaron las palabras:
–¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor, por favor!
Era como salir de un trance por efecto de una bofetada. Me aparté del Buick con dos zancadas, tambaleándome como un borracho y casi sin poder creerme lo que había estado a punto de pasar. Luego Shirley volvió a gritar, y oí vociferar a Eddie: -George, ¿qué le pasa? ¿Qué le está pasando? Di media vuelta y salí por la puerta del cobertizo. Eso, salvado por un grito. Fue mi caso.
Apreté el paso para reunirme con George.
–Oye, que puede que dentro haya exagerado un poco. Si me he pasado…
–Mierda, dijo él sin levantar la voz, pero indignado. Estaba al borde del aparcamiento con los brazos en jarras-. Mira. – Luego llamó-: ¡Shirley! ¿Estás bien?
–Sí, muy bien -contestó ella-. En cambio Mr. D… perdona, rey, pero es que está sonando la radio y tengo que cogerlo. – Esto es para pillar un cabreo gordo -dijo George en voz baja.
Me detuve a su lado y vi el motivo de su enfado. La ventanilla trasera de la 6 estaba reventada por completo. Seguro que lo habían hecho unas botas de vaquero con tacones de varias capas.
No podía conseguirse con dos o tres patadas, y puede que ni siquiera con una docena, pero es que le habíamos dado tiempo de sobras a mi antiguo compañero de colegio Brian. El sol sacaba reflejos de fuego a mil trocitos de cristal amontonados en el falto. De monsieur Brian Lippy, ni rastro.
–¡MIERDA! – exclamé, y hasta hice gestos con los puños hacia la unidad 6.
Teníamos un camión cisterna lleno de productos químicos quemándose en Pogus County, teníamos un monstruo pudriéndose en el cobertizo de detrás, y ahora también teníamos a un hijo de puta neonazi que se había escapado. Más una ventanilla rota de un coche patrulla. Comparado con el resto te parecerá poca cosa chaval, pero es porque nunca has tenido que rellenar los formularios, empezando por el 24-A-24 y acabando por el Informe Completo del Incidente («Rellenar todas las casillas pertinentes). Me gustaría saber una cosa: por qué nunca se tienen varios días buenos seguidos donde sólo pase una cosa mala. Nunca es así, al menos por mi experiencia. Los marrones se van acumulando hasta que te llega el día de recibirlo todo de golpe. El que te cuento de esos, puede que el que más.
George fue hacia la 6, conmigo al lado. Se agachó, sacó el wakie-talkie de la funda de la cadera y removió los trozos del cristal de seguridad con la antena de goma. Luego recogió algo. Era el pendiente-crucifijo de nuestro amigo. Debió de perderlo al salir por la ventanilla rota.
–Mierda -volví a decir, ahora en voz más baja-. ¿Dónde crees que se habrá ido?
–Pues… Con Shirley no está. Menos mal. Puede haber bajado por la carretera, subido por la carretera, cruzado la carretera o cruzado el campo de atrás y haberse metido en el bosque.
Elige la opción que prefieras. – Se levantó y miró el asiento seco vacío-. Eddie, esto puede ser grave. Podría ser una cagada monumental. Te das cuenta, ¿no?
Perder un detenido nunca era buena noticia, pero Brian Lippy no era precisamente John Dillinger, y así lo dije.
George sacudió la cabeza como si no le hubiera entendió -No sabemos qué ha visto. ¿Verdad?
–¿Eh?
–Puede que nada -prosiguió mientras pasaba el zapato por los cristales rotos. Los trocitos chirriaron entre sí. Algunos tenían gotitas de sangre-, Puede que se las haya pirado en dirección contraria al cobertizo. Claro que eso sería ir hacia la carretera. Por muy Hipado que vaya, dudo que le interesara ir por ese camino, no fuera a sorprenderle algún poli de regreso al cuartel, y al ver a un tío con sangre y trozos de cristal en el pelo, volver a detenerle.
Yo tenía un día lento, lo reconozco. O eso, o que aún me duraba el shock.
–No veo por dónde…
George tenía la cabeza inclinada y los brazos cruzados en el pecho. Seguía arrastrando el pie por los cristales y removiéndolos como si fuera un guiso.
–Yo de él habría ido por el campo de atrás. Habría intentado llegar a la carretera cortando por el bosque. Puede que hubiera aprovechado para lavarme en uno de los arroyos, y luego habría hecho autostop. Pero imagínate que al escaparme algo me llama la atención. Imagínate que oigo gritos y golpes en el cobertizo. – Ah-dije-. Ah, ya. ¡Dios mío! ¿Lo dices en serio? ¿Crees que puede haberse parado a mirar qué hacíamos dentro? No, ¿verdad?
–Supongo que no, pero posible es. La curiosidad es poderosa.
Me recordó lo que decía Curt tan a menudo sobre el gato y la curiosidad.
–Vale, pero ¿a ese tío quién se lo va a creer?
–Si llega a salir en el American -dijo George, cariacontecido-, podría creérselo la hermana de Ennis. Que ya sería un primer paso, ¿no?
–Mierda -dije. Me lo pensé-. Más vale que Shirley dé la alerta general para cazar a Brian Lippy.
–Primero que se arregle un poco el follón de Poteenville. Luego, cuando llegue el sargento, se lo contamos todo (incluido lo que puede haber visto Lippy) y le enseñamos lo que queda en el cobertizo B. Si Huddie ha hecho alguna foto más o menos correcta… -Volvió la cabeza-. Oye, ¿dónde está Huddie? Ya tendría que haber salido. Jo, espero que…
Con la frase en ese punto empezaron los gritos de Shirley. – ¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor, por,favor!
Antes de que tuviéramos tiempo de dar un paso hacia el cuartel, Mr. Dillon salió por el agujero que había hecho previamente en la puerta mosquitera. Se tambaleaba como ebrio y tenía la cabeza inclinada. Le salía humo del pelo, y de la cabeza parecía que también, aunque al principio no supe ver su procedencia. Mi prlmera impresión fue que le salía por todas partes. Apoyó las patas delanteras en el primero de los tres escalones que bajaban de la puerta hacia el aparcamiento. Luego perdió el equilibrio y cayó, de lado. A1 caerse torció la cabeza varias veces de manera convulsiva, un movimiento como de actor de cine mudo. Vi salirle columnas gemelas de humo por las ventanas de la nariz, y me recordó a la pasajera de la camioneta de Lippy, al humo del cigarrillo subiendo como una cinta y desapareciendo antes de llegar al techo. A Mr. D le salía más humo por los ojos, que se le habíab puesto rnuy raros, blancos y como arrugados. Vomitó un chorro de sangre humeante, tejidos medio disueltos y cosas blancas triangulares. Después de un rato me di cuenta de que eran sus dientes.