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Aquella tarde me reuní con Elaine Mardell frente al teatro de la calle Cuarenta y Dos, al oeste de la Novena Avenida. Ella llevaba unos vaqueros muy ceñidos, botas de puntera cuadrada y una chupa de cuero negro con cremalleras en los bolsillos. Le dije que le sentaba genial.

—No sé —dijo ella—. Intentaba alejarme del estilo de Broadway, pero creo que me he pasado.

Teníamos buenas localidades, en las primeras filas, aunque el teatro era demasiado pequeño para que ninguna fuera realmente mala. Yo no recordaba el título de la obra, pero trataba sobre personas sin hogar, y el autor pretendía denunciar el problema. Uno de los actores, Harley Ziegler, era un habitual del «Keep It Simple», un grupo de Alcohólicos Anónimos que se reunía por las tardes en San Pablo Apóstol, a solo un par de bloques de mi hotel. En la función, Harley era un alcohólico que vivía en una caja de cartón. Su actuación resultaba muy convincente, pero ¿cómo no iba a serlo? Unos años antes había desempeñado aquel mismo papel en la vida real.

Al final, nos colamos entre bastidores para felicitarlo y nos encontramos con otra media docena de personas a las que yo conocía de las reuniones. Nos invitaron a unirnos a ellos para tomar un café, pero nosotros preferimos dar un paseo de diez manzanas por la Novena hasta el Paris Green, un restaurante que a los dos nos gustaba. Yo tomé filete de pez espada, y Elaine pidió linguini al pesto.

—No sé qué te parece a ti —le dije—, pero yo creo que llevas demasiado cuero para ser una heterosexual vegetariana.

—Es una de esas pequeñas y disparatadas contradicciones tras las que se esconde el secreto de mi encanto.

—Ya; me preguntaba de dónde venía tanto gancho.

—Pues ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé. Por cierto, a medio bloque de aquí mataron a una mujer hace unos meses. Su marido y ella sorprendieron a unos ladrones mientras robaban en el apartamento de sus vecinos de abajo, y ella terminó violada y muerta.

—Ya recuerdo el caso.

—Bueno, ahora es mi caso. Su hermano me contrató ayer; cree que lo hizo el marido. La pareja en cuyo domicilio se produjeron los hechos, los vecinos de abajo, está compuesta por un abogado judío retirado y su mujer; tienen montones de pasta, pero a ella no le robaron las pieles, ¿sabes por qué?

—Porque las lleva puestas continuamente, todas a la vez.

—No, no. Porque es una activista por los derechos de los animales.

—¿Ah, sí? Bien por ella.

—Supongo. Pero me pregunto si lleva zapatos de piel.

—Probablemente. Pero, ¿a quién le importa? —dijo Elaine, inclinándose hacia delante—. Mira, podrías negarte a comer pan porque la levadura sacrifica su vida para hacerlo. Podrías negarte a tomar antibióticos porque, en el fondo, ¿tenemos algún derecho a asesinar a los pobres gérmenes? Así que ella lleva zapatos de cuero, pero no abrigos de piel. ¿Y qué?

—Bueno...

—Además —añadió—, el cuero está muy bien, pero las pieles son bastante horteras.

—Bueno, visto así..., problema solucionado.

—Genial. Entonces, ¿lo hizo el marido?

—No lo sé. Pasé junto al edificio hace un rato. Luego te puedo indicar cuál es; si te acompaño a casa dando un paseo, nos pilla de camino. A lo mejor recibes algún tipo de vibración y me resuelves el caso simplemente pasando junto a la escena del crimen.

—Tú no tuviste ninguna corazonada.

—No, en realidad yo lo veo bastante claro. El tipo tenía millón y medio de razones para matarla.

—Millón y medio...

—Sí, de dólares —le informé—. Entre el seguro y sus posesiones.

Le conté todo lo que sabía de los Thurman y lo que me habían contado Joe Durkin y Lyman Warriner.

—Lo que pasa es que no sé qué puedo hacer yo que la policía no haya hecho ya. Supongo que tendré que dedicarme a fisgonear un poco; llamar a ciertas puertas, hablar con cierta gente... Estaría muy bien si consiguiese demostrar que él tenía un lío de faldas, pero, por supuesto, eso fue lo primero que investigó Durkin y no lo llevó a ninguna parte.

—Tal vez tenga un novio.

—Eso encajaría perfectamente con la teoría de mi cliente, pero los gays tienen tendencia a creer que todo el mundo lo es.

—Mientras que tú y yo sabemos que todo el mundo es gilipollas.

—Ajá... ¿Te apetecería ir a Maspeth mañana por la noche?

—¿Y eso a qué viene? ¿A lo de la gilipollez?

—No, es que...

—¿O debiera decirse idiotez? Ya solo la palabra Maspeth me suena bastante gilipollas, aunque tengo que reconocer que no he estado nunca allí. ¿Qué hay en Maspeth?

Se lo expliqué, y ella me dijo:

—No me gusta demasiado el boxeo. Y no es una cuestión moral, no me importa si dos hombres adultos quieren juntarse y pegarse una buena paliza, pero cambiaría de canal al minuto siguiente. De todos modos, mañana por la noche tengo clase.

—¿Qué haces este semestre?

—Ficción Latinoamericana Contemporánea. Trata de todos los libros que llevo tiempo diciéndome a mí misma que debería leer; y ahora tengo que hacerlo por obligación.

En otoño había estudiado arquitectura urbana, y yo la había acompañado en un par de ocasiones a ver edificios.

—Pues te vas a perder la arquitectura de Maspeth —le dije—. Aunque, a decir verdad, tampoco yo tengo demasiadas razones para ir hasta allí. No tengo por qué viajar tan lejos para ver al sospechoso. Vive justo aquí, en el barrio, y su oficina está en la Cuarenta y Ocho con la Sexta. Creo que simplemente estoy buscando una excusa para ir al boxeo. Si el New Maspeth Arena programase partidos de squash en vez de combates de boxeo, probablemente me quedaría en casa.

—¿No te gusta el squash?

—Sí, el zumo Orange Squash no me desagrada. No, en serio, en realidad nunca he visto a nadie jugar a eso, así que, ¿qué puedo saber? A lo mejor me hubiese gustado de haberlo hecho.

—A lo mejor. Conocí hace tiempo a un tipo que era jugador de squash, reconocido a nivel nacional; un psicólogo clínico de Schenectady. Estaba en la ciudad para disputar un torneo en el New York Athletic Club. Pero yo no llegué a verlo jugar.

—Ya te contaré si me lo encuentro en Maspeth.

—Bueno, nunca se sabe. El mundo es un pañuelo. ¿No has dicho que los Thurman vivían a un bloque de aquí?

—A medio bloque.

—A lo mejor solían venir a este restaurante. Tal vez Gary los conozca —conjeturó, frunciendo el ceño—. O los conocía. O lo conoce a él y la conocía a ella.

—Tal vez. Ya le preguntaré.

—Sí, pregúntale tú —dijo ella—. Parece que a mí hoy no se me dan demasiado bien los verbos.

Después de pagar la cuenta, nos fuimos a la barra. Gary estaba detrás. Era un hombre alto y larguirucho, con un aire simpático y una barba que le colgaba de la mandíbula como si del nido de una oropéndola se tratase. Dijo que se alegraba de vernos, y me preguntó cuándo le daría algo de trabajo. Le contesté que eso era difícil de saber.

—Una vez, este caballero me confió un asunto de enorme trascendencia —le explicó a Elaine—. Se trataba de una operación clandestina y la verdad es que me desenvolví muy bien.

—No me sorprende —le aseguró ella.

Le pregunté por Richard y Amanda Thurman. Me contestó que venían de vez en cuando, a veces con otra pareja y a veces, ellos solos.

—Él solía tomarse un martini con vodka antes de cenar —nos dijo—, y ella un vaso de vino. A veces venía él solo y se tomaba una cerveza rápida en el bar. No recuerdo bien la marca. Bud Light, Coors Light... No sé, alguna light.

—¿Ha vuelto desde el asesinato?

—Solo lo vi en una ocasión, hace una semana; o dos, más bien. Vino con otro tipo y cenaron aquí. Es la única vez que le he visto desde que sucedió. Vive muy cerca de aquí, ¿sabes?

—Sí, ya lo sé.

—A mitad del bloque, más o menos.

Se inclinó sobre la barra y bajó el tono de voz para añadir:

—¿Qué pasa? ¿Acaso hay sospechas de juego sucio?

—Debería haberlas, ¿no te parece? A la mujer la violaron y la estrangularon.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Lo hizo él?

—¿Tú qué crees? ¿Te parece que tiene aspecto de asesino?

—Hombre, llevo mucho viviendo en Nueva York —respondió—. Para mí todo el mundo tiene aspecto de asesino.

Cuando salíamos del local, Elaine me dijo:

—¿Sabes a quién le podría apetecer ir mañana al boxeo? A Mick Ballou.

—Es posible. ¿Te importa que paremos un minuto en Grogan's?

—Claro que no —me contestó—. Mick me cae muy bien.

El aludido estaba allí, y aseguró estar encantado de vernos. Le entusiasmó la idea de conducir hasta Maspeth para ver cómo dos hombres adultos se daban una buena paliza. No permanecimos en su bar mucho tiempo y cuando salimos, yo llamé a un taxi, así que finalmente no pasamos junto al edificio donde Amanda Thurman había muerto; para horror de su esposo o con su complicidad.

Pasé la noche en el apartamento de Elaine, y al día siguiente comencé a husmear en los recovecos de la vida de Richard Thurman. Regresé a mi hotel justo a tiempo de ver las noticias de las cinco en la CNN. Después me di una ducha, me vestí y bajé a la calle. El Cadillac plateado de Mick ya estaba aparcado allí, junto a una boca de incendios.

—Maspeth —me dijo.

Yo le pregunté si sabía ir.

—Claro que sí. Conocí a un tío que tenía una fábrica en ese lugar; era un judío rumano. Tenía una docena de mujeres trabajando para él, juntando piezas de metal y plástico para hacer quitagrapas.

—¿Qué es eso?

—Imagínate que has grapado unos papeles y quieres volver a separarlos. Coges uno de esos artilugios y quitas con él la grapa. Tenía unas cuantas mujeres montándolas y otras empaquetándolas por docenas y enviándolas por todo el país.

Suspiró.

—Pero era muy aficionado al juego y al final acabó gastándose el dinero de la empresa.

—¿Y qué ocurrió?

—Ah, bueno, es una larga historia —aseguró—. Un día de estos te la cuento.

Cinco horas después nos dirigíamos de nuevo a Manhattan por el puente Queensboro. No habíamos vuelto a hablar del dueño de la fábrica de Maspeth. Más bien fui yo el que le estuvo hablando del ejecutivo de la televisión por cable.

—Hay que ver las cosas que se hace la gente —dijo él.

Pero también él había tenido su buena dosis de violencia. Una de las cosas que había hecho, según contaba la leyenda de su vecindario, era matar a un hombre llamado Farrelly, llevar su cabeza metida en una bolsa de bolos y mostrarla en una docena de bares de mala muerte. Hay gente que decía que no llegó a abrir la bolsa, que se limitaba a decir lo que contenía, pero otros juraban que habían sido testigos de cómo sacaba la cabeza y la sostenía en el aire diciendo: «¿Quieres echarle un vistazo a Paddy Farrelly? ¿A que es el bastardo más feo que has visto en tu vida?» En los periódicos dicen que se lo conoce como «el chico del carnicero», pero solo ellos lo llaman así, igual que nadie más que el locutor de un ring llamaría nunca a Eldon Rasheed el Bulldog. Probablemente, la historia de Farrelly tuviera algo que ver con su apodo, pero me temo que este se debía también al delantal de carnicero manchado de sangre que a Mick le gusta llevar en ciertas ocasiones.

El delantal pertenecía a su padre. El viejo Ballou había venido de Francia y había trabajado toda su vida cortando piezas en los mercados cárnicos al por mayor de la calle Catorce Oeste. La madre de Mick era irlandesa, y fue de ella de quien heredó su forma de hablar, mientras que su aspecto era más bien el del viejo.

Era un hombre corpulento, alto y de complexión fuerte, con un aire como a monolito, como los monumentos prehistóricos o las cabezas de piedra de la isla de Pascua. Incluso su propia cabeza —con la piel marcada por el acné y la violencia, y esas mejillas que empezaban a exhibir los capilares rotos que producen los años de abuso del alcohol— parecía un canto rodado. Sus ojos eran de un verde realmente llamativo.

Era un gran bebedor y criminal profesional, un hombre con tanta sangre en las manos como en su delantal; y había quien, él y yo incluidos, se preguntaba cómo era posible que fuéramos amigos. Me costaría mucho explicarlo, al menos tanto como explicar mi relación con Elaine. Puede que, en realidad, todas las amistades sean inexplicables, pero algunas son más difíciles de entender que otras.

Mick me invitó a ir a Grogan's para tomar un café o una Coca-Cola, pero le puse una excusa. Él admitió que también estaba cansado.

—Pero algún día de la semana que viene tenemos que quedar toda la noche —me dijo—. Cuando llegue la hora de cerrar, echaré el pestillo y nos quedaremos aquí contándonos historias.

—Me parece genial.

—Y luego, por la mañana, iremos a misa.

—Esa parte ya no sé si me gusta tanto —le confesé—, pero el resto suena fantástico.

Me dejó frente al Northwestern y yo me paré en el mostrador antes de ir a mi habitación. No tenía mensajes, así que subí y me metí en la cama.

Mientras esperaba a que me viniese el sueño, me encontré recordando al hombre que había visto en Maspeth, el padre que estaba sentado junto a su hijo en la primera fila de la sección central. Sabía que lo había visto en alguna parte, pero no era capaz de recordar dónde. El chico no me resultaba familiar, pero sí su padre.

Allí, tumbado en la oscuridad, me di cuenta con sorpresa de que lo que más me había llamado la atención de él no era que me resultase conocido. Todos los días veo gente que tengo la impresión de que ya he visto antes, y eso no es nada nuevo para mí; Nueva York está atestada de gente, y miles y miles de personas pasan por mi campo visual cada día, por la calle, en el metro, en los parques o en los teatros o, digamos, en el palacio de los deportes de Queens. No, lo más extraño no era aquella impresión de que lo conocía, sino la desazón que todo aquello me provocaba. Por alguna razón, era evidente que sentía que era extremadamente importante ubicar a aquel hombre, descubrir de quién se trataba y de qué lo conocía yo.

Lo recordaba allí sentado, con su brazo alrededor del chico, con una mano en el hombro del chaval y la otra señalando esto y aquello mientras le explicaba lo que ocurría en el ring. Y después, otra imagen, la de su mano moviéndose por la frente del joven y apartándole su pelo castaño claro.

Me centré en aquella visión, mientras me preguntaba qué era lo que me hacía sentir tan mal; mi mente se fijó en ella, pero luego se deslizó por algún otro corredor de mi memoria, y me dormí.

Unas horas después me desperté, cuando el camión de la basura pasó con su estruendo habitual para recoger las sobras del restaurante de al lado. Fui al baño y regresé a la cama. Las imágenes parpadeaban ante el ojo de mi mente. La chica de los carteles que sacudía la cabeza y erguía la espalda. El padre, con su animada expresión en el rostro. La mano en la frente del chaval. La chica. El padre. La chica. La mano que se movía y le apartaba el pelo...

¡Por Dios!

Me senté de un salto. El corazón me latía en la garganta y tenía la boca seca. Jadeaba sin control.

Dirigí la mano a un lado y encendí la lamparilla de mesa. Miré la hora. Eran las cuatro menos cuarto, pero aquella noche yo ya había dormido todo lo que iba a dormir.