9

Greening Island

Enero, 2018

La recepción de Raventhorp es acogedora; huele a flores y a madera. Los techos son altos, con vigas restauradas que conservan su capa original y ángeles dibujados al fresco que custodian todo cuanto ocurre aquí abajo. Las paredes oscuras están recubiertas de papel floreado con fotografías en blanco y negro que hablan de la historia del lugar. A mi derecha, junto a las escaleras, se encuentra un inmenso salón que se abre a los jardines con una secuencia de ventanales abiertos donde ondean cortinas blancas. Se vislumbran los arbustos que crean rincones ocultos junto a los muros de piedra cubiertos de hiedra y plantas trepadoras que no impiden ver, al horizonte, el mar revuelto que nos ha traído hasta aquí.

—¡Chloe, bienvenida a Raventhorp! —exclama tía Lydia, saliendo de un arco situado a la izquierda de recepción, junto a unos viejos sofás Chester que hay frente a la chimenea. Me acerco a ella; no ha cambiado nada desde la última vez que la vi. Durante un minuto, puede que más, me dejo envolver en el vaivén de su cariñoso abrazo.

Tía Lydia tiene sesenta años, cinco menos de los que tendría mi padre ahora. Su sonrisa, encantadora y jovial, la hace parecer una chiquilla con esos ojos vivarachos de color azul cielo. Luce una melena pelirroja corta y rizada, más larga por delante que por detrás, que enmarca su cara redonda y pecosa con unos mechones hasta la barbilla. Es tan alta como yo, con las caderas anchas y un busto generoso, y va vestida con una blusa verde y unos pantalones negros holgados.

—A ver, deja que te vea… No sé qué dice tu madre sobre que estás muy delgada —ríe—. Ya quisiera yo perder unos cuantos kilos y estar como tú.

—Estás genial.

—Will, muchas gracias por traérmela sana y salva. ¿Puedes cortar un poco de leña, por favor? Se nos está acabando.

Will responde con un gruñido. Pensaba que solo lo hacía conmigo, molesto por salir de la placidez de Greening Island para venir a buscarme hasta el aeropuerto. Pero no, parece ser así hasta con la jefa.

—Esto es precioso —comento, mirando abrumada a mi alrededor y, muy especialmente, al techo del vestíbulo, que presume de unos majestuosos frescos antiguos con ángeles alrededor de un cielo azul. Ángeles. Como las esculturas de The Tippler, el lugar donde empezó la pesadilla.

—Te enseñaré el hotel. Tengo tu habitación preparada, es la de la torreta, la suite de Raventhorp, pero será tuya hasta que no sea temporada alta.

—Me conformo con cualquier habitación.

—Deja, deja. Esa es la mejor y quiero que la tengas tú. Al lado está mi despacho, donde paso la mayor parte del tiempo con la facturación. En temporada baja este hotel me lleva a la ruina, pero la temporada alta lo compensa todo. Tengo que presentarte a Marion, nuestra cocinera, y a Laura, que suele estar en recepción pero también se encarga de la limpieza hasta que llegue Susan en abril. Tiene más o menos tu edad, así que seguro que os lleváis bien.

—Quiero ser útil.

—Bueno, por el momento descansa. El viaje es largo; llegar aquí, como digo siempre, es una odisea. ¿Tu madre está bien? Tenemos que llamarla.

Espero que esté bien. Espero que Dempsey no cargue su rabia contra ella y que el hecho de haber huido hasta aquí no la haya puesto en peligro. Por supuesto, mis pensamientos son silenciosos y, en lugar de hablar, me limito a asentir y a mostrar una falsa sonrisa delante de mi tía.


Después de la conversación con mi madre, más larga de lo que preveía, tía Lydia me enseña las estancias del hotel con orgullo.

—Diez habitaciones en la segunda planta y otras diez en la tercera. Todas, como ves, tienen la misma estética victoriana con chimenea en cada dormitorio y cuarto de baño privado. Conservan su antigüedad; solo la grifería es nueva. Las bañeras son muy placenteras, tienen patas torneadas rematadas con la forma de una hoja —explica—. Los suelos son de terracota, aunque yo haría una reforma y los pondría de madera, para que sean más cálidos en invierno, pero no me llega el presupuesto. Los dormitorios del pasillo que dan a la derecha tienen vistas al mar; los de la izquierda, al bosque, que también tiene su encanto. A los clientes les fascina este sitio y algunos, aunque esto esté perdido en medio de la nada, repiten. Lo definen como un oasis de tranquilidad.

—Ya veo. ¿Qué hay en la cuarta planta? —quiero saber, mirando con curiosidad la escalera de piedra que se eleva en un hueco escondido junto a la habitación número veinte del tercer piso.

—Una biblioteca. No he entrado nunca, no se puede. La entrada está tapiada.

—¿Tapiada? ¿Por qué?

—No tengo ni idea. Su anterior propietaria tampoco tuvo interés en tirar abajo el muro porque, según ella, era espacio sobrante que daba más trabajo, así que he seguido sus pasos —resopla—. Ya tenemos un estante con unos cuantos libros en recepción, no hace falta una biblioteca entera, pero debe ser bonita. ¿Has visto la claraboya con forma piramidal que hay en el tejado? —Asiento y, sin venir a cuento, un nudo de ansiedad me estruja el estómago haciéndome sentir unas nauseas que, tan pronto como vienen, se van—. Pues esa claraboya proviene de ahí. Una pena. ¡Oh, Laura! —exclama, deteniendo a una joven que ha aparecido por el pasillo—. Te presento a mi sobrina Chloe.

Laura es joven, bajita y delgada, de ojos castaños y melena rubia recogida en un moño alto que, con cara de desconcierto, me saluda esbozando una amplia sonrisa.

—Encantada, Chloe. Voy a estar un rato en la cocina, Lydia. Marion quiere preguntarme no sé qué del menú de primavera.

—Últimamente está un poco rara. Mal de amores, diría yo —susurra divertida tía Lydia cuando Laura se aleja por las escaleras—. Laura lleva tres años trabajando aquí, desde 2015. No tiene familia; Raventhorp es su hogar. Es muy buena chica, ya la conocerás mejor.

Echo un último vistazo a la escalera de piedra que conduce a la biblioteca tapiada y, como si se tratase de un acto reflejo, introduzco la mano en el bolsillo de mi anorak para coger el colgante con la piedra de amatista que quiso regalarme mi padre.

—Es precioso. ¿Por qué no te lo pones? Te ayudo.

Le hago caso y me desprendo del anorak, lo cual es un alivio porque en el interior del hotel hace calor.

—Amatista. La piedra de la protección —murmura—. Buena elección.

Siento la cadena fría alrededor de mi cuello y, en tan solo un segundo, el colgante se fusiona con mi cuerpo. Pienso en la posibilidad de no desprenderme nunca de él.

«Protección». De veras quisiera creer que posee poderes mágicos.

—¿Cuál es la historia de Raventhorp? —me intereso, bajando las escaleras detrás de tía Lydia.

Observo las fotografías en blanco y negro colgadas cronológicamente en el hueco de la escalera. Muestran el lugar desde la colocación de su primera piedra hasta grupos de personas, empleados, supongo, mirando al objetivo durante el transcurso de los años.

—Terminó de construirse en 1882, pero no se sabe por quién —empieza a explicar con vehemencia—. Es uno de los misterios de Raventhorp, cuyo nombre viene por la primera familia que habitó aquí en 1890. Los Raventhorp duraron poco; en 1900 se cansaron del lugar y lo vendieron a un tal Button, un rico australiano que lo dispuso todo para que fuese un hotel. Por aquel entonces, era la única casa en Greening Island y, aunque la idea tuvo éxito al principio, en 1910 se lo traspasó a Collen, otro empresario adinerado que ya tenía negocios hoteleros en Nueva York y en la zona montañosa de Colorado. Nunca estaba por aquí, siempre dejó el hotel a cargo de otra persona con una curiosa excentricidad: cada año, durante la temporada alta de abril a septiembre, venía un director nuevo —comentó, frunciendo el ceño y señalando algunas de las fotografías en las que aparecen los empleados de la época junto a un hombre bien vestido en el centro, cada año uno distinto, los supuestos directores de Raventhorp de cada temporada—. Sin embargo, en abril de 1928 ocurrió algo espantoso.

—Lydia, ¿qué hago con esto? —interrumpe Will, seguido de un cachorro mojado que deja atónita a mi tía.

—¡¿Cómo ha llegado este perro hasta aquí?!

—Ha aparecido corriendo desde la playa.

—Está empapado, pobrecito.

Conozco el amor de mi tía hacia los animales y sé que, aunque en una de las placas ponga «Prohibido animales en el interior del hotel», va a enviar al cuerno la norma de Raventhorp. Se acerca a él, es un cachorro de Labrador Retriever blanco, y le pide una toalla a Laura que, en ese momento, se ha dejado ver saliendo del arco donde se encuentra la cocina y los dormitorios para los empleados. Laura obedece y desaparece en el acto para regresar con una toalla que le entrega a tía Lydia. Esta se apresura en cubrir al cachorro acunándolo entre sus brazos como si fuese un bebé.

—¿No es precioso? Will, arranca ahora mismo la placa donde pone prohibido animales.

Will responde de nuevo con un gruñido mirándome de reojo y yo, cansada del viaje, observo la escena desde el umbral de las escaleras como una mera figurante. Doy un paso atrás para subir a mi habitación a darme una ducha, a ver si me espabilo un poco y cesa el mareo que me ha provocado el viaje en lancha.

—Chloe, en media hora comemos en el salón —me avisa mi tía, sin dejar de mostrarle afecto al cachorro.


Me adentro en la habitación número uno, la de la torreta. Es preciosa y me embriaga un reconfortante aroma a mar. Una cama con dosel y colcha floreada me recibe acogedora; la chimenea encendida, su luz parpadeante sobre las superficies lustrosas. Junto al ventanal hay un butacón granate en el que me acomodo a fumar un cigarrillo.

Necesito olvidar el motivo por el que estoy aquí.

Miro mi móvil. Hay poca cobertura, pero la suficiente para comprobar que no he recibido ningún mensaje y que es posible que Dempsey no tenga mi número.

Acaricio mi vientre, en la zona donde está la cicatriz del disparo provocado por el sicario al que vi anoche en Jersey. Tengo miedo. Miedo de que nadie pueda evitar que le hagan daño a mi madre. Es lo único que me queda. Si le pasara algo por mi culpa, ¿qué iba a hacer yo?

—No puedes vivir huyendo constantemente —me digo en voz alta, arrojando el cigarrillo consumido a las llamas del fuego de la chimenea y dirigiéndome al cuarto de baño para darme una ducha caliente. A ver si así se me aclaran las ideas.

Entro en la estancia y me quedo mirándola con medio cuerpo apoyado en el marco de la puerta. La bañera es una preciosidad, con patas torneadas rematadas con la forma de una hoja exactamente como la ha descrito tía Lydia. El lavabo es doble y muy antiguo, aunque la grifería se ve nueva. De la pared cuelga un espejo que me devuelve mi reflejo cansado y, a cada lado, hay un aplique de metal con tres brazos de los que penden toallas blancas.


—¿Dónde demonios se ha metido Laura? —pregunta tía Lydia en recepción, mirando a su alrededor. El cachorro, al que aún no ha puesto nombre, está a su lado, escondido tras el mueble de roble oscuro—. Siento pedírtelo, Chloe. ¿Podrías llevarle estas toallas a la señora Peterson? No puedo separarme del cachorro, si no está conmigo le entra ansiedad.

—Pensaba que no había huéspedes.

—Sí, a la señora Peterson, una ejecutiva estresada de Boston, le gusta venir un par de días en temporada baja. Está en la habitación número cinco, la que queda al final del pasillo de la segunda planta.

Cojo las toallas y subo las escaleras en dirección a la habitación número cinco. En cuanto inicio el breve recorrido por el pasillo, me empiezo a sentir mareada, como si todavía estuviera a bordo de la lancha motora. Cierro los ojos un segundo y apoyo la espalda contra la pared. Cuando levanto la vista, me da la impresión que una nube gris se ha apoderado del pasillo, otorgándole una oscuridad lúgubre y tenebrosa. La luminosidad de las habitaciones y la que Raventhorp posee desde el exterior, no se corresponde con este pasillo asfixiante.

—Estás agotada… estrés postraumático, diría el doctor —me digo a mí misma en voz alta.

Sigo caminando y, cuando me sitúo frente a la puerta de la habitación, doy dos golpes secos.

—¿Señora Peterson? —insisto, después de esperar unos segundos. Vuelvo a tocar asegurándome de que es la habitación correcta, pero no parece que esté. Igual ha salido—. Señora…

No me da tiempo a decir su apellido. La puerta se abre un poco, suficiente para permitirme la licencia de entrar. Las cortinas están corridas, apenas puedo ver nada, y pensar que la señora Peterson se encuentra oculta detrás de la puerta me da muy malas sensaciones al percatarme de que la luz del cuarto de baño también está apagada.

—Le dejo las toallas sobre la cama, señora Peterson —informo, avanzando hasta la cama para cumplir mi misión.

—De señora tengo más bien poco, joven —responde desde detrás de la puerta una voz masculina con acritud.

—Perdone. Debo haberme equivocado —me disculpo, retrocediendo hacia la salida, sin poder ver bien la cara de mi interlocutor. Percibo que es un hombre mayor, de escaso cabello cano y espalda encorvada. Se ríe, emite un gruñido y, con un gesto que se me antoja despectivo, me obliga a salir. Por una milésima de segundo se me ocurre que puede ser Will, que ha querido gastarme una broma pesada.

Me quedo quieta con la mirada perdida en la puerta con la placa dorada que indica que, efectivamente, he entrado en la habitación número cinco. Confusa, cuando me doy la vuelta para volver a recepción y explicarle el incidente a mi tía, veo aparecer por las escaleras a un hombre. Lleva una maleta de piel marrón que deja en el suelo. Absorto en sus pensamientos, se detiene frente al primer dormitorio del pasillo, el que identifico como el mío, el de la torreta. No puedo negar que, desde la distancia que nos separa, su presencia, alta y fuerte, me resulta intimidante cuando, después de dar un paseo y mirar por el hueco de las escaleras que conducen a la planta de arriba, clava sus ojos en mí. Parece tan extrañado como yo. Me asusta el hecho de no reconocer su vestimenta como actual; es más acorde al estilo de las fotografías de otros tiempos que he visto hace unas horas en las paredes de la recepción de Raventhorp. «No puede ser real —pienso—. Es una alucinación. Muy buena e intensa, pero no es real», trato de convencerme, con el corazón latiéndome a un ritmo endemoniado que me embota los oídos.

El hombre, no mucho más mayor que yo, viste una camisa blanca cubierta casi en su totalidad por un chaleco negro y, sobre su brazo, sostiene un chaquetón grueso de color gris. De cabello negro como el azabache, lo lleva peinado y engominado hacia atrás con la raya al lado sin un solo mechón suelto. Tiene los ojos rasgados, de un color miel luminoso e intenso. Me quedo petrificada, sin saber qué hacer, mientras me sigue mirando en silencio con una mezcla de asombro y curiosidad, como si fuera digna de estudio o un fantasma aunque, empiezo a pensar, que puede que la visión sea él. Definitivamente me estoy volviendo loca cuando percibo que va a empezar a hablar. Su tono de voz suena grave y varonil. Me recuerda a Alan.

—Perdone, ¿usted es?

Aunque hace escasos segundos creía que no iba a poder articular palabra ni a recordar mi nombre porque nunca imaginas cómo va a ser un primer encuentro con un fantasma ni cómo demonios vas a reaccionar, consigo contestar con fingida naturalidad sin que me tiemble la voz.

—Chloe.

Lo que viene a continuación me acaba de trastornar del todo y es muy difícil achacar algo así a un simple cansancio. Antes de que pueda hacer o decir nada más, veo cómo mis manos empiezan a desintegrarse.

Regresa el mareo, más intenso que el de antes. Todo se vuelve borroso, oscuro, como si una bala volviera a atravesar mi piel, por lo que doy un paso atrás, inquieta, y el fantasma, con los ojos muy abiertos, levanta una mano.

—Espere —le oigo decir.

Su voz suena cada vez más lejana y débil pese a tenerlo delante de mí. Aunque lo veo todo angustiosamente borroso, eso no me impide fijarme en cómo el hombre empieza a difuminarse y a desvanecerse ante mis ojos, reduciéndose a una sombra. Las paredes del pasillo se mueven; el suelo crea unas ondas que parecen querer engullirme. El fantasma, que ahora es una silueta oscura, sigue con la mano tendida, como si quisiera retenerme con él, pero, súbitamente, ya no está y el mundo vuelve a la normalidad.

De nuevo, se apodera de mí el instinto y la necesidad de acariciar la piedra de amatista. Pienso que puede tener algo que ver o que, tal y como desde principios de los tiempos ha temido el ser humano, existen los fantasmas y son capaces de venir a visitarnos desde el otro lado.

—Pero la que has desaparecido eres tú —razono en voz baja, observando mis manos que, hasta hace poco, eran partículas difuminándose en el aire.

—¿Todo bien? —me pregunta tía Lydia, apareciendo por las escaleras seguida del cachorro—. Estás blanca como la pared. ¿Qué ha pasado? Me ha llamado la señora Peterson diciéndome que no has ido a entregarle las toallas. ¿Dónde están? —Hace una pausa. Soy incapaz de hablar. Ni siquiera puedo moverme—. Bueno, no pasa nada. Descansa, ya se las llevo yo.

—Espera —la detengo, antes de que se dirija a la habitación número cinco—. ¿Qué pasó en este hotel?