IV

Maria, la amiga de Anna, vivía con su hermana en el cuarto piso del segundo edificio interior. Su habitación tenía exactamente el largo de la estrecha cama de hierro, que llenaba hasta el último centímetro el espacio comprendido entre la pared de la puerta y la de la ventana.

Junto a la ventana, la habitación se ensanchaba un poco, lo justo para dar cabida a un palanganero de hierro, pero sin dejar sitio para una mesa o una silla. Cuando Maria se lavaba por la mañana, tenía que ponerse de rodillas encima de la cama y, en esta postura, inclinar la cara sobre la palangana.

Una tarde de domingo estaba Anna sentada a los pies de la cama, en tanto que Maria, completamente desnuda y de pie sobre el lecho, se disponía a vestirse para salir de paseo. Al lado, en la habitación principal, el novio de la hermana, la cual tenía a su marido en la guerra, dormía sobre un diván de color herrumbre. Los dos hijos de la hermana, de ocho y nueve años, miraban con expresión reflexiva el viejo cochecito en el que reposaba su hermano pequeño —un niño de seis meses, hijo del hombre que dormía sobre el diván— con los puñitos apretados contra las mejillas. Deliberaban sobre el modo de hacerse con el coche para aquella tarde.

—No hay más que desmontar la carrocería y ya tenemos el chasis —dijo el mayor, que empuñó presto el destornillador.

—Andate con cuidado, porque si no empezará a chillar.

Quitaron los ocho tornillos, alzaron la parte superior con la criatura dentro, medio despierta ya, la dejaron en el suelo y desaparecieron con el chasis.

—Por la noche volvemos a montarlo… Corre, que ya empieza a gritar.

También el novio, un mecánico, despertó y se giró hacia el lugar que ocupaba el cochecito, encontrándolo vacío. Y, sin embargo, no cabía duda de que allí al lado lloraba un niño. Adormilado aún, se frotó los ojos y acabó por ver a su hijo en el suelo. Segundos después, lo paseaba radiante en sus brazos.

Aquello había seguido una marcha natural. El hombre había entrado en la casa como huésped para dormir, ocupando la cama del marido, ausente debido a la guerra. Al principio, la mesa se alzaba entre las dos camas, marcando una frontera. Sólo durante la primera semana habían apagado la luz al acostarse. Con el dinero que el hombre hubiera tenido que pagar por comer peor en un figón, atendía la mujer al gasto de toda la familia, falta de todo recurso desde la marcha del marido. Las dos camas volvieron a juntarse.

La mujer apareció en la puerta. Estaba lavando la ropa y llevaba el delantal completamente mojado y el cepillo de lavar en la mano.

—¿Ha llorado?

En su rostro gris y ajado sólo los labios granates parecían tersos y pictóricos de sangre, y correspondían, entreabiertos siempre, a sus propios ojos, plenos de una curiosa interrogación. Era mayor que el mecánico.

—¡Mira lo que han hecho! —exclamó éste divertido—. Ya lo planearon anoche en la cama, los dos bribones.

La mujer acercó el niño a su pecho, singularmente joven aún, blanco, pequeño y surcado por venillas azul celeste.

El mecánico, con las manos en los bolsillos del pantalón, observaba atentamente los movimientos de la boca de su hijo y la voracidad con que tragaba.

El marido regresaría con licencia pocos días después.

En la habitación contigua resonaron las risas de la hermana. Desnuda todavía y en pie sobre la cama, se probaba, con la ayuda de Anna y bajo su mirada crítica, una corta camisita que ella misma se había confeccionado aquella mañana. Sin variar de postura, comenzó luego a ponerse las medias. Desde el pequeño pie hasta la rodilla, la pierna adolescente era esbelta y ejemplarmente bella. A partir de la liga, que se hundía en la carne, comenzaba la mujer. El cuerpo se ensanchaba marcadamente, y no sólo por los lados, en curvas llenas y tiernas. La piel se hacía más oscura y a trozos más áspera.

La cinturilla del pantalón, adornado con bordados a máquina y grandes calados, se hundía profundamente en el talle, e inmediatamente empezaba la espalda, una espalda infantil, estrecha, delicada y pura.

Anna alcanzó a su amiga el vestido de lunares azules. Sin interrumpirse en el momento en que la tela cubrió su cabeza y sus brazos, Maria continuó relatando todo lo que había sucedido en los tres patios del edificio desde su última conversación.

Primero aparecieron, separados, los dedos cortos, de uñas anchas y romas, y luego la cabecita estrecha y firme, el rostro, de un color uniforme, como una cálida madera preciosa, y los ojos, magníficos. Las cejas y las pobladas pestañas eran mucho más oscuras que su pelo rubio. En la tersa plenitud de su cara, y según lo ordenase su pequeña boca, aparecían y desaparecían, con vivo encanto, deliciosos hoyuelos.

Se dejó caer de espaldas cuan larga era y aprovechó, juguetona, el impulso elástico del colchón para quedarse de lado y posar la cabeza en el regazo de Anna, que encerró suavemente entre sus manos el encanto de aquellas mejillas.

De una de las viviendas del piso bajo surgieron de repente voces violentas, exhaladas a pleno pulmón, que repercutieron en las paredes y subieron por el estrecho patio, como por un tubo acústico, más allá del cuarto piso, hacia el cielo. Luego, una nueva explosión de cólera hasta perder el aliento. Por último, agudos gritos femeninos.

—Ya le está pegando otra vez —dijo Maria, irguiéndose rápida—. Todos los días se pelean, pero no se deciden a separarse.

También aquella mujer vivía con otro hombre mientras su marido estaba en la guerra. Eran muchas las mujeres que lo hacían. Y sin ocultarse. Maria podía hablar horas enteras de lo que aquella casa encerraba en materia de odios, miseria, enfermedades, culpas voluntarias y destinos inexorables, pero también en tierna solicitud y conmovedora abnegación.

«Lo mismo me sucederá a mí», pensó Anna. «Elige una a un hombre porque el marido falta o no está ya aquí. Es algo que está pasando todos los días».

Karl estaba en el segundo piso, de pie, detrás de la ventana cerrada, inmóvil como un prisionero que aprende a esperar.

—¿Y si tu marido se lía a golpes con todos cuando llegue y vea lo nuestro? —preguntó el mecánico en la habitación de al lado.

En un ángulo del patio se había formado un grupo: niños medio desnudos, escrofulosos y pálidos, mujeres harapientas, hombres en mangas de camisa. Rostros lívidos. Habían sacado al aire a un anciano que, debilitado por el hambre, se había encontrado mal.

En el centro justo del patio, un obrero joven y vigoroso se erguía en la posición del arquero que va a lanzar la flecha, con el torso violentamente echado hacia atrás. Con toda su fuerza tensaba el arco, un derecho listón de acero, de metro y medio de largo, curvándolo en semicírculo. La larga flecha, una varilla de acero niquelado, delgada como un junco, subía silbando, vertical, hacia el abierto cielo soleado, giraba lentamente sobre sí misma, relumbrando, y caía de nuevo, rápida, en el estrecho patio sombrío. Un arma peligrosa en manos fuertes e inquietas, que en su caída podía herir gravemente al arquero mismo.

Disparó otra vez y luego otra. Todos miraban a lo alto, apretados en un rincón del patio, formando un grupo gris y sombrío. También el anciano agotado por el hambre miraba hacia arriba.

El timbre de bicicleta reclamaba a Elfi en la ventana.

—La señora Anna tiene un visitante. Míralo allí abajo… ¿Has comido bien?

—Sí, nabos.

—Conque nabos, ¿eh?

A los pocos momentos salieron muy recompuestas, pavoneándose con sus vestidos de vivos colores, y tomaron el camino por el que Karl había llegado semanas antes. Las dos mostraban largas piernas delgadas sin el menor asomo de pantorrilla y ostentaban en el pelo chillones lazos verdes. Dos garzas.

También Maria había mirado hacia abajo. Karl permanecía inmóvil detrás de la ventana.

—¿Quién ha venido a verte? Di.

El silencio de Anna equivalía a una confesión. Abandonó la estancia agitada y grave.

Así pues, al volver a su casa, encontraría en ella a un hombre. Y no un hombre cualquiera. Una hora tan temprana de la mañana aproxima mucho. Mucho. Al volver a casa iba a encontrar a alguien. Aquello no dejaba de estar bien. Ya no iba a encontrarlo todo tan ordenado y vacío como antes… ¿Y su marido? ¿Vivía realmente aún? El otro pretende que sí, que él es su marido. Y con un tono que casi habría que creerlo. Tenía que quitarle aquella manía, que convencerlo para que lo dejase.

Pero ¿y si su marido vivía aún? ¿Entonces qué? Sí. ¿Y si vivía aún? Entonces todo es imposible. Absolutamente imposible. No se abandona así, sin más ni más, a un marido, para irse con otro. No es tan sencillo… No hay más que pensar en sus ojos, en su mirada. En sus manos grandes y fieles. Sí, y en la confianza que siempre podría haber tenido en él. A su lado se había sentido protegida y segura. Eso era verdad. Segura y protegida contra todo.

—Podemos salir a pasear un poco, si tiene ganas.

—Sí —dijo Karl pausadamente, y bajó la cabeza para mirarse.

—Puede ponerse un cuello blanco de mi marido, si quiere.

—No, no quiero nada. Absolutamente nada.

«Sólo a mí. Yo soy lo único que quiere de él».

—Dice que Richard vive todavía, y, sin embargo, me quiere usted por mujer.

—¡Qué importa eso! —exclamó Karl, con mirada sombría. Y, de pronto, sin transición, con un tono en el que Anna advirtió que ya durante su ausencia había pensado en ello y se había propuesto decírselo, añadió—: El tendero que tanto nos alabó los visillos cuando fuimos a comprárselos tenía un bigotito negro insignificante y dos granitos en la frente. Yo te lo hice notar por entonces.

Anna hizo un brusco movimiento de impaciencia:

—No sé cómo sabe todo eso. Pero me molesta mucho… Es muy feo lo que está haciendo. Muy feo.

El rostro de Karl expresó la desesperada impotencia del hombre con quien se comete una tremenda injusticia.

Las caras de los paseantes que vagaban aburridos en la tarde de domingo se animaban unos instantes al ver a aquella pareja. Anna, que caminaba con frescura y suavidad, con un armonioso andar ritmado por sus altas caderas, y a su lado aquel tipo sombrío y descuidado, sin cuello ni corbata, ardiente como el rescoldo bajo una delgada capa de ceniza.

Anduvieron hacia la ciudad. Paseaban juntos por primera vez. Karl, que durante tres meses había caminado hacia Anna, a través de campos y bosques, veía generosamente colmadas sus ilusiones. Ahora iba a su lado.

Se quedó un poco atrás para verla caminar, y la visión que de ella había tenido, tumbado en la estepa, volvió a él. Envuelta en un ajustado vestido oscuro y liso, se le había aparecido como una muerta que se muestra al amado una vez más avanzando ingrávida por el típico camino bajo los árboles. El brusco impulso de sus sentimientos lo hizo palidecer.

«Aunque haya de esperar años y años», pensó; pero no quería esperar ni un minuto.

Cuando Anna se giró dejando ver en su rostro su inteligencia natural y, en su mirada, toda su riqueza interior, mesurada, prudente, experimentó también ella la inefable sensación de haberse vuelto ya otra vez hacia él con iguales sentimientos.

—¿Es posible…

Karl adivinó fácilmente, pues todo su ser y toda su voluntad giraban incesantemente alrededor del mismo punto.

—Así ha sido.

—… que yo haya venido ya por aquí otra vez contigo?

Giraron en la avenida que unía los suburbios con la ciudad. La avenida de su visión.

—Aquí mismo te me apareciste una vez a la caída de la tarde, entre los árboles. Me esperabas.

Aquello no se lo había contado Richard. Pero tenía que ser así. Poseía la verdad y la había dicho.

Anna sentía en toda la mitad izquierda de su cuerpo, próxima a Karl, un calor difuso. Las realidades adversas desaparecieron. El impulso interior se abrió paso hacia la vida. Ambos sentimientos confluyeron.

Anna no pensaba. Creía en aquello que sentía. Y para saborearlo con dulzura, tuvo que darle de nuevo una palabra, tuvo que pronunciar de nuevo el nombre:

—Richard.

Él cerró el círculo mágico. Dijo sencillamente:

—Te quiero.

Y continuaron andando.

—¿Y ahora? ¿Quieres un hijo? ¿Lo quieres?

Al ofrecerse, entreabiertos, los labios, se entornaron, vencidos, los ojos. Y, sin embargo, Arma era una mujer que sabía dominarse.

Boca a boca repitió él su pregunta. Con la muda respuesta en su corazón, profundamente apaciguado, entró Karl en el jardín de la taberna al lado de su magnífica mujer.

¿No había estado ya allí otra vez, de muchacho? Y la hija del dueño, sí, Anna, echándole al cuello uno de sus brazos, le había llevado a la boca el vaso de leche.

Casi solos en el jardín, sentados en un lugar apartado, bajo un árbol, se sintieron aún durante algunos momentos como si la vida no hubiera unido jamás a Anna y Richard, como si el azar infinitamente múltiple que abre las puertas a los fatales errores de la vida, marcando con ellos, de una vez para siempre, la trayectoria de un destino, hubiera sido vencido por la fuerza y el deseo de dos corazones nuevos y fuertes que se escuchan el uno al otro.

La aparición de una familia de obreros que vino a sentarse a una mesa cercana hizo surgir de nuevo el mundo exterior. La mujer desenvolvió, antes de sentarse, el paquete en el que traía el pan. Los cuatro niños, que apenas llegaban con la nariz al borde de la mesa, empezaron a chillar como pajarillos glotones cuando la madre viene a posarse en el borde del nido.

Anna comenzó de nuevo a pensar. Pero el fátum del amor, que entre millares de seres elige a uno solo, la había elegido. Ley absoluta cuyo origen permanece inescrutable; que es independiente de las circunstancias exteriores, del aspecto, el carácter y las cualidades personales del otro; que es o no es; pesada como el plomo e ingrávida como un aroma; más pequeña que un átomo y tan grande como el mundo; capaz de elevar al hombre a una suprema felicidad y de hundirlo en el dolor hasta hacerle envidiar a una rata. El misterio impenetrable se había abierto en ella.

La banda de música empezaba a tocar a las ocho. El jardín se había llenado de público. Los parroquianos eran gente puntual. Karl advirtió las miradas de los más próximos. Pero su relación con Anna se hallaba ya bajo el signo de la más profunda reciprocidad. Además, Karl no había pasado por ninguno de los estadios preliminares, tampoco por aquel en que el hombre se siente orgulloso de mostrarse con una mujer deseable. El mundo exterior no podía, pues, ejercer sobre él acción ninguna en ninguna de sus formas. En medio del trasiego de la vida permanecían absortos en el combate del uno por y contra el otro, combate en el que las heridas causadas se curan en el acto con una mirada.

Un hombrecillo menudo, doblado casi en ángulo recto por la edad, se balanceaba de mesa a mesa, como una pequeña góndola negra, bajo una nube roja, azul y verde de globos infantiles.

Regresaron por la avenida, en la que aún perduraban los minutos antes vividos. Ambos pensaban en ellos. Andaban lentamente y en silencio. Eran dos seres que se pertenecían el uno al otro.

Anna se defendía. Aquello había sucedido demasiado deprisa. Aún no se había aclarado nada. Pero había sido herida de repente, con agudo impulso arrollador, por un sentimiento en favor del cual se sentía, a veces, impetuosamente dispuesta a borrar el pasado y a aceptar todo lo que Karl dijese.

Cuando atravesaron el portal, las dos garzas juntaron sus cabezas y se hablaron al oído. El sol había tostado sus caras y sus brazos. Ahora llevaba Elfi el vestido amarillo y Alma el azul. Se los habían cambiado después de bañarse en el lago.

—No tiene usted mala suerte, señora Anna. Hay que darle la enhorabuena —dijo un hombre con quien se cruzaron en la escalera. Y sin detenerse, continuó—: Parece que ya ha pasado alguna vez esto de volver alguien a quien se había dado por muerto. Pero de todos modos no es lo corriente.

—A nosotras ya nos lo dijeron anoche —gritó Elfi.

—¿Por quién lo supisteis? —preguntó el hombre, que ya estaba un piso más abajo, y Anna oyó la respuesta—: Por la Bösch.

La Bösch era una vieja que sabía todo lo que pasaba en el edificio y se lo contaba a todo el mundo.

«¿Y ahora?», pensaba Anna. Pero en esto sintió al cuello los brazos de Maria, y junto a su cara la mejilla de su amiga mojada en lágrimas.

—¿Por qué no me has dicho nada? Toda la casa lo sabía. Todos menos yo. ¡Menuda misteriosa estás hecha! Tengo que verle… Señor Richard, tengo que verle a usted ahora mismo.

La escalera estaba a oscuras.

—¿Y ahora?

—¡Qué contenta estoy!

También Anna lo estaba en el fondo. «¡Una dicha tan grande!», pensaba. «¡Tan grande!». En su manera de ir a la puerta, abrirla y encender la luz se vio que llevaba en sí todo el peso de aquella felicidad.

Podía haber dicho que Karl no era su marido, que era su amante. No tenía por qué ocultarlo. Para los vecinos de aquella casa resultaba ya natural que las mujeres que tenían a sus maridos en la guerra mantuviesen relaciones con otros hombres sin ocultarse lo más mínimo.

También podría haber dicho que Karl era su marido, sin temor a que nadie la desmintiese, pues durante los ocho días que Richard había vivido con ella en la casa —desde su traslado a la ciudad hasta la declaración de guerra— no había trabado conocimiento con nadie, ni siquiera había mantenido una conversación seguida con ninguno de los vecinos. Y luego habían pasado cuatro años.

Pero lo que la decidió no fueron estas reflexiones, que atravesaron rápidas su pensamiento, sino su propio deseo y su reciente pasado con Karl.

No tenía ya ninguna importancia que fuera o no Richard. Anna sentía que aquel hombre no mentía. Y lo que ella había vivido en aquellos días y lo que ahora sentía tampoco era una mentira. Era pura felicidad. ¡Qué importaba que todos le creyeran su marido si así lo querían él y la felicidad! ¿Y ella? ¿No lo quería también?

Sí, también ella lo quería. Lo quería. Lo quería… Aquel hombre violento e impulsivo que, sin embargo, podía permanecer tan quieto y pacífico como la maceta de geranios en el alféizar de la ventana. Y todo porque también es feliz y ya no está solo… ¡No estar ya sola! ¡Qué felicidad más grande!… La cara radiante de Maria. Lloraba y reía a un tiempo, de alegría. La vida era muy hermosa. Sólo que durante algún tiempo había pasado a su lado sin tocarla.

Como antes lo había hecho el vocerío, ahora subía hasta los tres, desde el patio, un profundo silencio interrumpido cada poco por sonidos finos y quebradizos. Dos músicos callejeros afinaban sus instrumentos, fabricados por ellos mismos: un piano hecho con un cajón de madera de pino, de unos cincuenta centímetros de ancho, las teclas pintadas en blanco y negro; y un violín construido con una caja de puros.

Uno de los músicos alzó cuidadosamente el frágil pianillo y lo colocó sobre una banqueta que también traían, con todo género de precauciones, para dejarlo firmemente asentado y que no saltase en pedazos. Con no menor cuidado y muy despacio giró el otro su violín, provisto de una pica, como los violonchelos, y lo apoyó también en la banqueta. La música comenzó a sonar con un tono igualmente prudente y circunspecto.

Las grandes manos obreras, de gruesos dedos, del pianista apenas hallaban sitio en el teclado. Los dos músicos tenían que contener su fuerza natural para no hacer pedazos los frágiles instrumentos, y, de este modo, se veían obligados a tocar bien. Luego cantaron. Más de cien vecinos habían acudido a escucharlos. Ni un rumor. Incluso se había acallado a los niños de pecho. También en el cuarto de Anna escuchaban los tres. La música subía hasta ellos.

Cuando terminó, el niño rubio de apenas cuatro años entonó con brío su canción: «Mariechen ha tenido un bebé». No podía contenerse. La música se había apoderado de él. Gritaba hacia el cielo con toda la fuerza de sus pulmones. Se dejaba llevar. Entusiasmado, movía brazos y piernas al compás. «Y no sabe de quién es».