III
Infierno
Vol-Garios, en los confines del reino de Saria, era un enorme volcán que hacía siglos que permanecía dormido. Había transcurrido demasiado tiempo como para que los humanos, criaturas de cortas vidas y frágil memoria, recordasen todavía la devastación que vomitaban sus entrañas cuando retemblaba la tierra y la montaña despertaba. Sin embargo, ninguna población, ni una sola granja solitaria, se alzaba a sus pies, ni los cultivos arañaban sus laderas. Saria era un reino rico y próspero, pero eso no bastaba para justificar que sus habitantes hubiesen dado la espalda a aquellas tierras.
«Lo saben», pensó Ahriel mientras ambos ángeles sobrevolaban los alrededores del volcán. «Puede que no de forma consciente; pero, de alguna forma, intuyen que algo muy oscuro habita en este lugar». Miró de reojo a su compañero, pero Ubanaziel no hizo ningún comentario. Sus penetrantes ojos de águila estaban fijos en el cráter de Vol-Garios, y Ahriel se preguntó si comprendía lo que había en aquel lugar.
Por supuesto que sí, se dijo ella enseguida. Aunque nadie fuera capaz de enumerar las puertas que conducían al infierno, seguramente el Guerrero de Ébano guardaba a buen recaudo la llave de todas ellas.
O de casi todas.
Ahriel le indicó con señas que había que descender hasta el cráter, y Ubanaziel asintió, en absoluto sorprendido. Los dos ángeles planearon sobre la boca de Vol-Garios y fueron descendiendo lentamente, aprovechando las corrientes de aire. Las poderosas alas de Ubanaziel batían el aire de vez en cuando, con majestuosa lentitud. El viento revolvía su cabello trenzado, despejando su rostro, que parecía esculpido en obsidiana. Ahriel era consciente de que su propio vuelo era más torpe que el del Consejero, porque sus alas no se habían recuperado del todo de los largos años de reclusión en Gorlian, y echó de menos tiempos mejores. Sacudió la cabeza y trató de centrarse en el presente.
Abajo, en el cráter, sobre la amplia extensión de arena volcánica, se alzaba una enorme lápida tallada en alabastro que estaba partida en dos, como si la hubiese alcanzado un rayo. El rostro impenetrable de Ubanaziel mostró por fin signos de emoción; frunció el ceño y entornó los ojos, pero no debido al monumento, entendió Ahriel, sino a las dos pequeñas figuras que aguardaban junto a él. El ángel suspiró para sus adentros. Había previsto llegar antes que ellos, para así tener oportunidad de explicar sus planes al Consejero. Pero se había entretenido en Aleian más de lo que le habría gustado, y era evidente que sus compañeros se le habían adelantado.
Los dos ángeles tomaron tierra junto a la lápida, levantando una nube de polvo. Los dos humanos que los aguardaban se protegieron los ojos con el brazo hasta que la nube se asentó de nuevo.
—Saludos, Ahriel —dijo uno de ellos, una joven cuyo porte y maneras delataban, pese a su cómodo y sencillo vestido de viaje, que era de noble cuna—. Y saludos, Consejero —añadió, mirando a Ubanaziel.
El ángel la miró inquisitivamente. La mayor parte de los humanos no había visto jamás un ángel, y se sentían intimidados cuando se encontraban en su presencia. Pero aquella muchacha hablaba como si los hubiese conocido desde siempre; de hecho, incluso había sabido interpretar correctamente el signo que adornaba el cinto de Ubanaziel, y que denotaba su rango. Los humanos capaces de leer el lenguaje angélico podían contarse con los dedos de una mano.
—La reina Kiara, imagino —dijo el Consejero, con gravedad—. Es un honor.
Ella inclinó la cabeza.
—El honor es mío, Consejero —respondió, y era más que una simple cortesía.
Ahriel tomó la palabra.
—Ubanaziel, te presento a Su Majestad, la reina Kiara de Saria, como bien has deducido —se volvió hacia el joven, alto y espigado, que la acompañaba—, y a su secretario y leal ayudante, Kendal de Rivan. Kiara —añadió—, éste es Ubanaziel, Consejero de Aleian. Entre los nuestros, no hay nadie que sepa más acerca del infierno y las criaturas que moran en él.
Kiara asintió.
—Entiendo —dijo solamente, y Ahriel supo que había comprendido, sin necesidad de mayores explicaciones, el motivo por el cual la había acompañado el Consejero: los ángeles enviaban a alguien para controlarla porque ya no confiaban del todo en ella. Y no era de extrañar, tuvo que reconocer. Ahriel era cualquier cosa menos un ángel convencional.
—En tiempos de la reina Marla, Karish inició una guerra contra Saria, y como consecuencia de esa guerra, el rey, padre de Kiara, fue asesinado —explicó; sabía que Ubanaziel estaba al tanto de todo eso, pero creyó necesario recordárselo, para justificar la presencia de los dos humanos en el cráter de Vol-Garios—. Kendal y Kiara se las arreglaron para escapar de la codicia de Marla y me rescataron de Gorlian para que les ayudase. Descubrimos entonces el por qué de la guerra que Marla había emprendido: quería anexionarse Saria para hacerse con las tierras de Vol-Garios… y lo que éstas ocultaban —concluyó, dirigiendo su mirada a la lápida de piedra.
Kiara sacudió la cabeza.
—Y nosotros no sabíamos nada de todo esto —murmuró—. Dudo que ni siquiera mi padre fuera consciente de lo que había en este lugar desolado… en el cráter de este volcán.
—Una entrada al infierno —dijo Ubanaziel—. Conozco ésta. Derrotamos al poderoso demonio conocido como el Devastador y utilizamos su propio poder para sellar este lugar. Pero, cuando lo hicimos, no fuimos nosotros los únicos que asumimos la responsabilidad de mantenerlo cerrado. Decidimos compartir esa carga con los humanos creando una llave combinada. Imagino que es por eso por lo que has invitado a venir a Su Majestad hasta Vol-Garios.
Kiara inclinó la cabeza y extrajo del escote un medallón que llevaba colgado al cuello.
—Y éste era el símbolo de esa alianza —dijo a media voz—. Kendal lo ha encontrado aquí mismo, perdido entre las rocas; se le debió de caer a Marla cuando el infierno se la tragó.
Ahriel lo reconoció: era el doble medallón que los ángeles habían regalado a las dos reinas el día de su nacimiento, una parte a cada una de ellas. Marla le había robado la suya a Kiara al capturarla y arrojarla a Gorlian, meses atrás. Ahora, los dos medallones engarzados formaban uno solo, que quedaría para siempre en poder de la única de las dos jóvenes que había merecido aquel obsequio.
Kiara abrió el medallón y leyó la inscripción que lo adornaba:
«Solo un protegido despertará al Devastador…
guiado por su ángel».
Cerró de nuevo el medallón y reprimió un suspiro cuando recordó a Yarael, su ángel guardián, que había dado su vida por protegerla del Devastador, y a quien aún echaba mucho de menos.
—Los ángeles os asegurasteis de que no todos los humanos conocieran este secreto —prosiguió, mirando a Ubanaziel a los ojos—. Sólo los Protegidos, aquellos que habían sido educados por ángeles. Sin embargo, cometisteis el error de dejar que olvidáramos lo que sucedió hace cientos de años, la última vez que la puerta fue abierta; así, nos obligasteis a averiguarlo por nosotros mismos y a imaginarnos todos los detalles que ignorábamos.
Ahriel se volvió hacia Ubanaziel, esperando que replicara, pero el ángel permaneció inmóvil, con semblante de piedra. Si le había molestado la acusación de Kiara, desde luego no lo demostró.
—Marla no entendió del todo el secreto de este medallón —prosiguió ella—, y Ahriel jamás se lo explicó. No comprendió que encerraba una advertencia, y no una promesa. Que hablaba de un deber, de una responsabilidad, y no de un regalo. Pensó que el Devastador le ofrecería un poder que le pertenecía por derecho. Después de todo, ella era especial. Los ángeles la vigilaban y cuidaban de ella, porque temían lo que podría llegar a conseguir.
Ahriel sonrió amargamente.
—Lo entendió todo al revés —dijo—. Pero eso ya pertenece al pasado. Sabéis por qué os he convocado aquí. Te necesito de nuevo, Kiara, para abrir la puerta del infierno.
Ella asintió con la cabeza, indicando que lo sabía, y que estaba conforme. Pero Kendal, que llevaba un buen rato removiéndose, inquieto, no lo soportó más y no pudo evitar intervenir.
—Disculpadme… Majestad… Consejero… Ahriel…
Se volvieron hacia él, y el muchacho enrojeció. Ahriel sonrió para sus adentros. Recordaba muy bien los tiempos en los que era bardo en la corte de Karishia. Marla lo había acusado de traición y de asesinato, pero Ahriel, tras descubrir la verdad, lo había liberado, y ello le había costado muy caro. Sin embargo, Kendal no había olvidado su deuda. Había permanecido leal a Kiara durante la guerra, y la había acompañado a Gorlian a buscar a Ahriel para que la ayudara a recobrar su reino. Como recompensa, Kiara lo había nombrado caballero y le había dado tierras y un alto cargo en la corte. Sin embargo, Ahriel sospechaba que el joven no había hecho todo aquello para obtener el favor real, ni siquiera por lealtad a su país. Aunque nunca se había detenido a reflexionar sobre ello, al verlos juntos de nuevo comprendió que ningún premio haría a Kendal más feliz que aquel que, debido a su origen, jamás podría obtener: el corazón de su reina.
—¿Sí, Kendal? —le preguntó el ángel, con amabilidad. Kendal ya no era ningún niño, pero ella no podía evitar recordarlo indefenso y aterrorizado en la celda de la que lo había liberado.
El joven inspiró hondo.
—No hace mucho que la reina Marla abrió esa puerta —dijo—, y los que estábamos allí recordamos lo terrible que fue, lo cerca que estuvimos de no contarlo y lo que nos costó volver a cerrarla —Ahriel vio cómo Kiara se estremecía involuntariamente—. Lo que quiero decir es… ¿qué sentido tiene volver a abrirla?
La reina dejó escapar un breve suspiro, y Ahriel adivinó que ya habían hablado de ello antes. Se dispuso a responder, pero Ubanaziel se le adelantó:
—Eso mismo quiso saber el Consejo cuando Ahriel planteó la cuestión —dijo, y ella tuvo la extraña sensación de que se reía por dentro—. La respuesta fue que Marla poseía el secreto de la ubicación de Gorlian y que había que interrogarla al respecto.
—¿Y vale la pena correr el riesgo?
—Buena pregunta —Ubanaziel se volvió hacia Kiara—. Reina Kiara, tú estuviste en Gorlian. ¿Cómo es?
Los ojos de Kiara se nublaron de miedo. Empezó a temblar casi sin darse cuenta, y se apoyó en Kendal, que se apresuró a rodearla con un brazo, para confortarla.
—Ese lugar es una pesadilla —musitó—. Yo estuve allí muy poco tiempo y conté con la protección de Ahriel y, aun así, Gorlian sigue habitando mis peores sueños —se estremeció—. No enviaría a nadie allí jamás. Es un destino que no deseo ni para el peor de mis enemigos. Ni para el más sanguinario de los criminales. Es peor que el infierno.
Ubanaziel esbozó una siniestra sonrisa, impropia de un ángel.
—No hay nada peor que el infierno, señora —dijo—. Nada. Pero me basta con tu testimonio.
Ahriel irguió las alas, ofendida.
—¿Y no te bastaba con el mío? ¿Acaso pensabas que mentía?
—No, Ahriel, sé que no mientes. Pero quería escuchar la opinión de alguien imparcial.
—¿Imparcial? —repitió Ahriel, pero calló al captar la mirada que le dirigió el Consejero. Kendal temblaba también.
—Sí, Gorlian es un lugar horrible —coincidió—, pero, si el infierno es peor, ¿por qué volver a abrir la puerta?
—Porque tiene que hacerse justicia —se limitó a responder Kiara, y Ahriel admiró su temple y su valor. La reina de Saria había conocido Gorlian, ciertamente, pero también había tenido la oportunidad de enfrentarse a sus habitantes, y la mayor parte de ellos eran criminales sin escrúpulos que la habrían violado y asesinado a la menor oportunidad. Sin embargo, ella aún creía firmemente que Gorlian debía ser destruido, no sólo por los inocentes encerrados allí injustamente, sino también por los niños que podían nacer en aquella prisión, sin ninguna oportunidad para llevar una vida normal en el mundo libre.
Sin ninguna oportunidad…
Ahriel sacudió la cabeza.
—No debéis preocuparos —dijo—, porque seremos el Consejero y yo quienes crucemos la puerta para buscar a Marla. Sólo necesitamos que Kiara nos ayude con la apertura. Es una humana protegida por los ángeles, y yo fui un ángel guardián, así que entre las dos podemos abrir la puerta.
«Como la última vez», pensó, aunque, en rigor, había sido Marla quien, en el último momento, había ocupado el lugar de Kiara. Pero tenía que funcionar con ella, se dijo.
Ubanaziel examinaba la puerta y los símbolos angélicos grabados en ella.
—La quinta puerta —asintió—. La única que tiene una llave combinada. Cuando todo esto acabe, esta puerta deberá ser destruida para que nadie vuelva a utilizarla. Tendré que plantearlo ante el Consejo.
—¿La quinta puerta? —repitió Kendal, preocupado.
—¿Cuántas hay?
—Siete —respondió Ubanaziel—, pero nadie conoce el emplazamiento de todas ellas; ni siquiera yo. Y se supone que hay que abrirlas todas al mismo tiempo para que las dos dimensiones se unan y los demonios vuelvan a invadirnos. Además, el conocimiento para abrir cualquiera de esas puertas está fuera del alcance de cualquier humano, y ésta en concreto tiene una apertura combinada: se necesita también la intervención de un ángel.
—Y, si ningún humano puede abrirlas, ¿cómo es que los demonios invadieron nuestro mundo en el pasado? —siguió interrogando Kendal.
Ubanaziel enderezó las alas y alzó la cabeza, muy serio. Parecía, más que nunca, una imponente estatua de ébano.
—Porque eran otros tiempos —respondió—, y los humanos de entonces no eran como los de ahora.
No dijo nada más, pero Ahriel comprendió, de pronto, por qué el Consejero había decidido ayudarla.
En efecto, quienes habían abierto las siete puertas del infierno en el pasado habían sido humanos. El único motivo por el cual los ángeles sabían que aquello no iba a volver a repetirse era que los humanos ya no poseían el poder de antaño: que la magia negra que habían empleado entonces para contactar con los habitantes del infierno se había extinguido.
Hasta ahora.
Porque los acólitos de Marla empleaban aquel poder, porque lo habían resucitado, de alguna manera, para crear Gorlian y los engendros que contenía. Y, si los magos negros habían vuelto, también podía haber regresado el conocimiento necesario para abrir las siete puertas del infierno.
Eso era lo que Ubanaziel temía.
—Pero, entonces, ¿cómo pudieron abrir la puerta al infierno Marla y los suyos? —quiso saber Kendal.
—No lo sé —respondió Ubanaziel—. Y ésa es otra de las cosas que hemos de averiguar.
Ahriel respiró hondo. Bien; si el Consejero también tenía un interés especial en hallar a Marla e interrogarla, tanto mejor. Así no se interpondría en su camino. Era mejor tener un compañero de viaje que un vigilante que controlara todos sus movimientos.
—No perdamos más tiempo —dijo—. Tenemos que abrir la entrada.
Los ángeles observaron la lápida. Pese a estar truncada por la mitad, el símbolo de apertura aún seguía intacto. Cruzaron una mirada.
—Lo haré yo —dijo Ahriel, y colocó la mano sobre la piedra.
Los cuatro contuvieron la respiración mientras la lápida se iluminaba brevemente y el poder del sello exploraba la esencia del ángel. Al cabo de unos instantes, Ahriel retiró la mano y se volvió hacia Kiara.
La joven vaciló. Kendal le oprimió suavemente el brazo, para darle ánimos, y ella alzó la cabeza y avanzó un paso para plantar la palma de su mano sobre el símbolo.
De nuevo, la lápida se iluminó. Kiara apartó la mano con brusquedad, como si le quemara.
—Y ahora, ¿qué? —murmuró.
Ahriel vaciló. No estaba segura. La última vez, aquello había servido para invocar al Devastador; pero el poderoso demonio estaba muerto, o al menos, eso creía. Recordaba que para abrir la puerta había sido necesario un largo ritual, pero posiblemente eso se debiera a que los que habían llevado a cabo la apertura eran humanos. Miró a Ubanaziel, y éste confirmó sus sospechas. Con voz profunda y cadenciosa, como el tañido de una campana, el ángel comenzó a recitar la fórmula que aparecía escrita en la lápida.
—Ahriel —susurró Kendal en voz baja—, no creo que esto sea una buena idea.
—Tranquilo —dijo ella en el mismo tono—. Hay dos juegos de caracteres. Uno de ellos contiene la invocación al Devastador, y otro es simplemente la fórmula de apertura. A ambos les falta un carácter, que sólo algunas personas conocen. Sin ese símbolo y la palabra que éste representa, no se puede realizar la invocación ni puede abrirse la entrada. Ubanaziel conoce la clave, y eso le da control sobre la puerta.
Se preguntó entonces, por primera vez, cómo era posible que los hechiceros de Marla hubiesen descubierto el símbolo que faltaba. Ella no había enseñado a Marla a leer el lenguaje angélico y, aunque lo hubiese hecho, había que tener mucho más que conocimientos superficiales para la apertura. Comprendió que detrás de todo aquello había un misterio mucho más inquietante de lo que había sospechado en un principio.
Marla y sus acólitos habían tardado mucho en abrir aquella puerta. Habían repetido las palabras una y otra vez, en una larguísima letanía que los había entretenido durante horas. Ubanaziel, sin embargo, sólo necesitó pronunciar la fórmula una sola vez y la lápida adquirió un aspecto extraño, como si estuviese hecha de lava fundida. Entonces se abrió un oscuro agujero en el aire, primero del tamaño de una moneda, que poco a poco se fue agrandando hasta convertirse en un siniestro portal circular que giraba lentamente sobre sí mismo. Ahriel tuvo la impresión de que del otro lado emanaba una maldad tan intensa que podría llegar a corromper hasta al ángel más puro, y se estremeció. Una parte de ella odiaba y temía lo que había más allá… pero algo en su interior se sentía atraído por ello y anhelaba explorarlo.
Se dio cuenta entonces que Ubanaziel la miraba fijamente.
—¿Estás preparada?
Ahriel se obligó a sí misma a recordarse el motivo por el que estaba haciendo todo aquello, y asintió.
Tras ellos, los dos humanos habían retrocedido, con los ojos clavados en la puerta abierta. Kiara temblaba como una hoja, pero trataba de parecer serena, y Kendal, no menos impresionado, intentaba reconfortarla con su abrazo. Ubanaziel se volvió hacia ellos.
—Cuando hayamos cruzado —dijo—, la puerta se cerrará tras nosotros. No quedaremos atrapados mientras recordemos la palabra que abre el sello, y mientras nadie vuelva a cerrarlo a nuestras espaldas. Y, a menos que alguien los invoque desde fuera, o abra todas las puertas al mismo tiempo, los demonios tampoco pueden salir, así que estaréis a salvo. De todos modos, ya no tenéis nada que hacer aquí. Volved a Saria y dejadlo todo en nuestras manos.
Los dos asintieron enérgicamente.
—De acuerdo —dijo Kendal—. Tened cuidado… y mucha suerte.
—Que la Luz y el Equilibrio os guíen —añadió Kiara, utilizando una fórmula angélica.
Ubanaziel sonrió.
—También a vosotros, jóvenes humanos —respondió.
Miró a Ahriel, que asintió a su vez. Después, los dos se volvieron hacia la puerta y avanzaron hasta que la oscuridad del infierno se los tragó.
Lenta, muy lentamente, el agujero se redujo hasta volver a desaparecer. Ninguno de los dos humanos se atrevió a decir nada durante un rato, hasta que Kendal balbuceó:
—¿Creéis… creéis que están atrapados?
Kiara negó con la cabeza.
—Ya has oído a Ubanaziel. En teoría, pueden volver a abrir la entrada cuando se les antoje.
—… En teoría —repitió Kendal.
—Bueno, ese ángel parece saber lo que hace —murmuró Kiara.
—Esperémoslo.
Sus miradas se encontraron, y fueron entonces conscientes de que estaban abrazados. Kendal la soltó, sonrojado hasta las orejas.
—Disculpad mi osadía, mi señora. Yo…
—Déjalo estar —cortó ella, recobrando parte de la dignidad regia que se suponía debía mostrar—. Te agradezco tu apoyo, pero será mejor que mantengas las distancias. Sobre todo en público.
—Co… como deseéis, Majestad.
Pero las palabras de ella sonaban más como un consejo que como una reprimenda. Los dos habían vivido mucho juntos. Habían huido de Saria de incógnito en medio de una guerra, habían organizado una conspiración, se habían infiltrado en el castillo de Marla y habían ido a Gorlian a rescatar a un ángel. Y después habían escapado de allí para abrir la puerta del infierno, habían luchado contra demonios y nigromantes y habían salvado al mundo. Aunque la vuelta a la normalidad los había colocado a ambos en su lugar, no podían dejar todo aquello atrás tan fácilmente. Kiara apreciaba a Kendal y confiaba en él. Eran amigos, aunque tal palabra no resultase apropiada, tratándose de una reina y su secretario. Pero no podían actuar como si todo lo que habían pasado juntos nunca hubiese sucedido.
Kendal recobró la compostura y trató de adoptar un aire profesional.
—Iré a buscar a los palafreneros. Hace tiempo que esperan y sin duda estarán inquietos.
Habían dejado al séquito de Kiara, apenas cuatro caballeros y un par de sirvientes, al pie del volcán. Habían subido hasta allí a caballo, con un sirviente de apoyo para guiar a las monturas, pero Kiara había insistido en que volviese a bajar y aguardase con los demás. Cuanta menos gente supiese lo que estaba haciendo allí, mejor.
—Un momento —lo detuvo ella—. Vamos a esperar a que salgan.
Kendal la miró, preocupado.
—¡Pero podrían tardar días!
—En la mula de carga tenemos lo necesario para acampar. Montaremos la tienda aquí, en el cráter.
—¿Les digo entonces a los demás que suban?
Kiara lo meditó.
—No, no será necesario. No quiero que vean lo que hay aquí. Harían demasiadas preguntas.
Kendal sacudió la cabeza.
—No es buena idea, Majestad. No deberíais pasar la noche en un lugar como éste… sola.
—No estoy sola, Kendal. Estoy contigo.
—Por eso mismo, mi señora.
Kiara resopló, exasperada. Después de haber sobrevivido a Gorlian, le costaba volver a adaptarse a los convencionalismos de la corte.
—No te preocupes por eso. Deben de haber visto a los ángeles sobrevolando el volcán. Y no los han visto marcharse, así que supondrán que he venido aquí a reunirme con ellos. Y, de todos modos, una reina no tiene por qué dar explicaciones. Esperaremos aquí a Ahriel y Ubanaziel, y no se hable más.
Kendal esbozó una simpática sonrisa y le dedicó una reverencia.
—Como deseéis, mi señora.
Sin embargo, mientras se alejaba ladera abajo por el empinado camino de cabras que llevaba a la base del volcán, se preguntó cómo iba a explicarles a los demás que tenían que permanecer más tiempo —quién sabía cuánto— en aquel lugar que les ponía a todos la piel de gallina. El joven sonrió de nuevo. Se contaban muchas historias escalofriantes acerca de las tierras de Vol-Garios, pero ninguna se acercaba a la verdad. Desde luego, si la gente hubiera sabido que en el interior del volcán se hallaba una de las siete puertas del infierno, la reina y él habrían tenido que emprender el viaje solos.
Lo cual no habría estado tan mal, pensó, sin poderlo evitar.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Ahriel tuvo un breve acceso de pánico que se esforzó por reprimir. Miró a su alrededor, inquieta. Ante ellos se abría una vasta extensión de suelo de piedra agrietado y cubierto de ceniza, y el horizonte aparecía desgarrado por altas agujas rocosas, envueltas en una inquietante neblina espectral. Lo diferente, lo extraño de aquel lugar, era su luz. Pese a que no había sol, ni luna, el cielo estaba iluminado por una claridad escarlata, un tono rojizo denso y brillante, como el de la sangre.
—Siniestro, ¿verdad? —dijo Ubanaziel, con aspereza—. Esta es la luz del mundo de los demonios. La luz que no se apaga jamás. No tardarás en odiar el color rojo con todas tus fuerzas.
Ahriel se sorprendió ante la amargura que destilaban sus palabras. Con todo, respondió:
—No parece tan terrible.
Por el momento, nada de lo que había visto había logrado perturbarla. Gorlian era mucho, mucho peor.
El Consejero le dirigió una mirada indescifrable.
—Aún no has visto nada —replicó—. Pero, antes de seguir, voy a darte unos consejos. Y vas a seguirlos, sin cuestionarlos, porque de ellos depende que regresemos los dos sanos y salvos. ¿Me has entendido?
Ahriel asintió, pero seguía sin sentirse impresionada.
—En primer lugar, cuando nos encontremos con un demonio, déjame hablar a mí. No luches a no ser que él te ataque primero. No caigas en sus provocaciones. No dejes que te afecte nada de lo que diga.
—¿Por qué? —quiso saber ella, intrigada.
Ubanaziel suspiró.
—En tiempos remotos —explicó—, los demonios fueron expulsados del mundo y arrojados al infierno para que no siguieran causando daño a los humanos. Pero no fue un castigo tan cruel como pueda parecer: en aquel entonces, el infierno era un lugar tan fértil y hermoso como nuestro propio mundo. Pero los demonios son una estirpe violenta y belicosa, y lo destruyeron por completo durante alguna de sus interminables guerras. Su propio mundo es la base de su poder y, desde que su mundo está muerto, su poder también ha mermado mucho. Ésta es la razón por la que quieren regresar a nuestra dimensión y conquistarla, la razón por la cual necesitan a otras personas para hacerse más poderosos. Los humanos que los invocan y que pactan con ellos les dan, sin saberlo, la fuerza que requieren para recuperar parte de ese poder perdido. Antaño fueron enemigos terribles, pero ahora, después de milenios retenidos en el infierno, sólo unos pocos de entre todos los demonios son rival para nosotros. Su fuerza lejos de su mundo radica en su número: son muchos, muchos individuos. La última vez que estuve aquí, hace más de cuatrocientos años, superaban a los ángeles en una proporción de cuatro a uno. Y se reproducen con mucha facilidad.
—Aun así… —empezó Ahriel, pero Ubanaziel cortó, con brusquedad:
—Déjame terminar. Los demonios se han visto obligados a subsistir como han podido, y se han vuelto sumamente astutos. Tienen dos maneras de obtener poder: matando a otras criaturas o corrompiéndolas. Cuanto más elevado sea el espíritu de esa criatura, tanto más poder obtendrán de ella. Los demonios mayores pueden matar a humanos, incluso a ángeles, con cierta facilidad, y están deseando hacerlo. El dolor, la muerte y el sufrimiento de otros seres los vuelven más fuertes. Sin embargo, los demonios menores no pueden enfrentarse a los humanos más nobles, y mucho menos a un ángel. Por eso han desarrollado hasta la maestría el arte de la corrupción. Te hablarán, te engatusarán, te mentirán y te engañarán. Te dirán lo que quieres escuchar, porque saben leer en el fondo de tu alma. Te prometerán lo que más deseas. Y, antes de que quieras darte cuenta, tu corazón se habrá vuelto negro como el suyo. Y te habrán vencido.
Ahriel frunció el ceño.
—No es tan fácil corromperme.
Ubanaziel negó con la cabeza.
—No subestimes el poder de los demonios. Todos tenemos debilidades, y ellos son maestros en descubrirlas y utilizarlas en su provecho.
Ella apretó los labios, pero no dijo nada. No hacía mucho había derrotado al Devastador, uno de los demonios más poderosos, y eso le daba cierta confianza en sí misma para enfrentarse a ellos. Sin embargo, también el Devastador había matado a Yarael, un ángel guardián tan capacitado como la propia Ahriel.
—Por eso es muy importante que no los escuches —insistió el Consejero—. Déjame hablar a mí y no intervengas. Y no pelees sin motivo. Intentarán que tu corazón se llene de rabia y de odio, y en el momento en que lo consigan, habrán vencido. ¿Lo has entendido?
Ahriel asintió.
—Bien —dijo Ubanaziel—. Recuérdalo. Ah, y otra cosa: no aceptes ningún regalo que te ofrezcan. Ninguno en absoluto, aunque parezca aquello que más deseas. Hemos venido a buscar a Marla, y es a ella a quien queremos. Nada más. Y nada menos.
—Entendido —asintió ella.
Ubanaziel la miró inquisitivamente. Por fin, sacudió la cabeza y dijo:
—Andando, pues.
—¿No vamos volando? —inquirió ella.
—Lo haremos, cuando sepamos a dónde tenemos que ir. Por el momento, es mejor no llamar demasiado la atención.
Emprendieron la marcha por aquel paisaje inerte y silencioso. Por alguna razón, Ahriel había esperado ver ríos de lava, volcanes en erupción, el rugido de cientos de demonios y los aullidos de dolor de millones de almas en pena. Pero nada de eso había en el infierno que estaban recorriendo. Sólo una extraña calma sobrenatural, y aquella densa luz que teñía su piel de un tono carmesí. Pese a que no parecía tan terrible como lo había imaginado, a Ahriel no le costó nada entender que los demonios quisieran abandonar aquel lugar. Había algo en esa luz roja, en ese silencio, que resultaba desquiciante.
Llegaron por fin a los confines de la planicie y se internaron por una zona rocosa salpicada de crestas, grietas y quebradas. Mientras avanzaban por el fondo de un estrecho cañón, Ahriel pensó, inquieta, que aquél era un lugar perfecto para una emboscada. Se preguntó si Ubanaziel sabía lo que hacía.
De pronto, una súbita sensación de peligro la puso en tensión. Irguió las alas, extrajo su espada de la vaina y miró a su alrededor, alerta.
—Hay alguien —informó a su compañero.
—Ya lo sé —respondió él, con exasperante calma. No había desenfundado su arma, pero se había detenido y escudriñaba las grietas con atención—. No te muevas. No te precipites y, ante todo… déjame hablar a mí.
Ahriel se volvió para mirarlo y vio, por la dirección de su mirada, que había localizado algo o a alguien en lo alto de una roca. Contuvo la respiración al distinguir allí a un diablillo que los observaba con unos ojos reptilianos, de color amarillo, repletos de malicia.
Lo estudió con atención y cautela. El diablillo no era muy grande. Tenía el tamaño de un niño de unos ocho o nueve años, y estaba escuálido. Las costillas se le marcaban por debajo de una piel correosa de un cierto tono rojizo que podía ser natural o podía deberse al color de la luz que bañaba aquel mundo. Su cabeza era huesuda, triangular, rematada por dos pequeños cuernos retorcidos. Un par de alas de murciélago se plegaban a su espalda, y una larga cola acabada en punta de flecha se enroscaba entre las rocas.
—No parece gran cosa —murmuró Ahriel entre dientes.
—No lo subestimes —respondió Ubanaziel en el mismo tono—. Saludos, demonio —dijo en voz alta.
El diablillo abrió su amplia boca sin labios y se relamió con una larga lengua bífida.
—Ángeles —dijo y se rio—. ¿Qué buscan dos poderosos ángeles en el infierno? No es lugar para vosotros.
—Buscamos a una humana —dijo Ubanaziel, sin perder su aire tranquilo. Ahriel, por el contrario, estaba cada vez más inquieta. Aquel ser le resultaba tan repulsivo que a duras penas podía contener las ganas de ensartarlo con su espada. Ni siquiera los engendros de Gorlian habían despertado en ella tanta animadversión; quizá se debía a que, por monstruosas que fueran aquellas criaturas, su aura destilaba dolor y agonía, mientras que el diablillo sólo transmitía malignidad.
La criatura se revolvió sobre su roca y volvió a reírse.
—¿Humanos? —dijo—. ¿Humanos? Sí, tenemos algunos por aquí. Aunque no tantos como quisiéramos. Desde que los ángeles cerrasteis las puertas del infierno, pocos humanos vienen a visitarnos —se lamentó—. Estamos taaaan solos, y taaaan aburridos…
—Tanto mejor —replicó Ubanaziel sin alterarse—, porque, en tal caso, será más fácil que recuerdes a la humana por la que preguntamos. Antaño fue una reina poderosa…
—¿Una reina? —el diablillo achicó los ojos hasta que se convirtieron en dos finas rendijas amarillas—. ¿Y qué haría una reina en el infierno? El lugar apropiado para ella sería un palacio, ¿no es verdad?
—Todos sabemos que, a menudo, los humanos que pactan con demonios acaban encerrados aquí, tanto da que se trate de un mendigo como de un emperador —respondió el ángel; seguía hablando con desapasionamiento, casi con frialdad. El diablillo ladeó la cabeza y lo observó con astucia, tratando de adivinar qué sentimientos se ocultaban en el corazón de su interlocutor. Pero se topó, de nuevo, con un muro infranqueable.
—Ah, sí, pobrecitos humanos —dijo—. Acaban con sus huesos en el infierno y luego otros humanos y otros ángeles quieren rescatarlos, pero ya es demasiado tarde, porque no se puede escapar del infierno…
—Habla ya de una vez —cortó Ahriel con impaciencia—. ¿Dónde está Marla?
Ubanaziel le dirigió una mirada de advertencia, pero el diablillo volvió hacia ella sus ojos entornados y le dedicó una larga sonrisa.
—Maaaarla —repitió—. ¿Así se llama vuestra reina, ángeles? Maaaarla —repitió, como saboreando la palabra—. Pobrecita reina Maaarla. Éste no es lugar para reinas. Habrá sufrido mucho, pobrecilla. Llega muy tarde el rescate, ángeles. Jamás podréis sacarla de aquí…
—¡No queremos sacarla de aquí, maldito demonio! —estalló Ahriel.
Trató de serenarse al sentir el enfado de Ubanaziel, a su lado, y fue consciente de que estaba perdiendo los papeles. Se preguntó cómo era posible que aquella criatura esmirriada hubiese conseguido ponerla tan nerviosa en tan poco tiempo y, cuando volvió a mirarla, se dio cuenta de que sus ojos tenían un cierto brillo hipnótico. Sacudió la cabeza para despojarse de esa sensación, comprendiendo, molesta, que el diablillo estaba siendo más listo que ella, y le había dado la vuelta a la situación, obteniendo más información de los ángeles que ellos de él. «Tanto da», pensó. «¿Qué importa que lo sepa o no?». Pero apretó los labios, dispuesta a no decir una sola palabra más.
El diablillo sonrió de nuevo. Había detectado el odio de Ahriel y los intensos sentimientos que provocaba en ella la reina Marla, y con eso le bastaba para empezar. Sin embargo, el otro ángel seguía siendo indescifrable para él, por lo que lo estudió con cautela.
—No queréis sacarla del infierno —repitió con lentitud—. Eso está bien, porque, si quisierais rescatarla, sería un deseo fatuo, una pérdida de tiempo.
—¿Por qué? —preguntó Ubanaziel con tono neutro—. ¿Acaso pertenece a un señor poderoso?
Los ojos del diablillo relampaguearon. Era bueno aquel ángel, sí, pero su acompañante tenía tantos puntos débiles que no sabía por dónde empezar a contarlos.
—A los señores del infierno les gusta tener humanos —respondió sin comprometerse—. Quién sabe… quizá Maaaarla pertenezca a uno de ellos. Si es así, no podréis llegar hasta ella, y si no es propiedad de nadie, entonces es que la pobrecita reina Maaaarla está muertamuertamuerta —dijo esto último en voz muy alta y muy deprisa, mientras sus ojos relucían llenos de malicia y su boca se torcía en una sonrisa de complacencia.
Consciente de que el diablillo estaba estudiando su reacción, Ahriel se esforzó por parecer indiferente, pero su corazón latía con fuerza. «Bueno, puede que Marla esté muerta o en poder de un demonio, ¿y qué?», se dijo. «No es más que una sucia traidora…». Sin embargo, algo en el fondo de su mente susurró: «No es más que una niña», y de pronto afloraron recuerdos que creía perdidos, recuerdos de la primera vez que la había visto, recién nacida, dormida en su cuna, con un único mechón pelirrojo adornando su cabecita, tan inocente, tan frágil, que el ángel se había jurado a sí misma que nunca, jamás, permitiría que nada…
Sacudió la cabeza. Descubrió que el diablillo sonreía con satisfacción, y sintió que su ira crecía en su interior.
—Supongamos que la reina Marla ha sobrevivido —dijo Ubanaziel, ignorando la respiración agitada de su compañera—. Supongamos que es propiedad de algún señor del infierno. ¿Dónde deberíamos preguntar?
La criatura se retorció las manos, unas manos largas y huesudas, terminadas en uñas curvas y puntiagudas.
—¿Preguntar? Bueno, podéis preguntar a quien queráis. Podéis preguntar a cualquier demonio todo lo que queráis. La cuestión no es a quién hacer la pregunta, sino quién puede saber la respuesta. ¿Y cómo voy a saberla yo, que soy un simple diablillo?
—¿Quién, entonces, puede saber la respuesta? —preguntó Ubanaziel, sin dejarse enredar en la retórica de su interlocutor.
—¿Quién? Ah, ojalá lo supiera… qué lástima, pobres ángeles, perdiendo el tiempo con un simple diablillo cuando puede que Maaaaarla esté muertamuertamuerta, o quizá sufriendo horriblemente… quizá le hayan arrancado la piel a tiras o la hayan sumergido en aceite hirviendo, o la hayan arrojado a una sima repleta de millones de hormigas devorahombres, o quizá…
—Basta —cortó Ahriel sin poderlo evitar—. Ahórranos los detalles.
Los ojos del diablillo relucieron de nuevo, y la criatura dio una voltereta en el sitio antes de reírse y responder:
—¿Qué puede importarle eso a alguien que no quiere rescatar a la pobre Maaaarla del infierno?
—Vámonos —dijo Ubanaziel, antes de que Ahriel pudiese replicar—. No puede orientarnos, así que será mejor que busquemos a otro demonio al que preguntar.
Y dio media vuelta y siguió caminando quebrada abajo. Ahriel titubeó un momento, pero después se apresuró a seguirle. Percibió al diablillo que, saltando de peñasco en peñasco, los seguía, haciendo restallar su larga cola tras de sí.
—¡Esperad, ángeles! ¡Esperad! Quizá pueda ayudaros. Los otros no saben nada, pero yo sé muchas cosas. Siempre sé lo que busca la gente y dónde encontrarlo.
Otro recuerdo estalló en la mente de Ahriel como una burbuja luminosa. Unos ojos que brillaban con picardía, una sonrisa sagaz y una voz que jamás, a pesar de todos los años que habían pasado, había logrado olvidar: «Siempre sé lo que necesita la gente y dónde conseguirlo». Respiró hondo y descubrió los malévolos ojos del diablillo fijos en ella. «Maldito demonio», pensó, sintiendo que la rabia crecía en su interior. «Me está manipulando. Pero ¿cómo lo hace?». Trató de emular la actitud serena de Ubanaziel, y lo consiguió, al menos externamente. Pero por dentro seguía hirviendo de ira.
El Consejero se había detenido de nuevo ante el demonio.
—Eso está bien —le dijo—. Si sabes tantas cosas, supongo que podrás decirnos dónde podemos encontrar a Marla. Aunque creo que intentas tomarnos el pelo y que en realidad no sabes nada.
El diablillo pareció confuso un momento. Pero se rehizo rápidamente y replicó:
—Ah, eso no está bien, ángel. Me preguntas y luego no crees que vaya a decirte nada interesante. Si es así, ¿por qué preguntas?
—Es verdad —reconoció Ubanaziel—. No tiene sentido preguntarte. Adiós.
—¡Espera, ángel! ¿Cómo te llamas? ¿Y quién es la bella dama que te acompaña? Quizá, si nos conociésemos un poco mejor, podrías confiar en mí.
—Ciertamente —asintió Ubanaziel—. La bella dama y yo estaremos encantados de conocerte. Escucharemos tu nombre con mucha atención, y puedo asegurarte que no lo olvidaremos.
Una expresión de fastidio cruzó el rostro del diablillo, pero no tardó en volver a adoptar un aire zalamero.
—Hagamos un trato —propuso, cambiando de tema—. Vosotros me contáis por qué buscáis a la humana y yo os diré dónde encontrarla.
Ubanaziel lanzó una mirada de advertencia a Ahriel que ésta entendió sin necesidad de palabras: «No hables. Ahora es más importante que nunca que me dejes negociar a mí». Ella asintió y respiró hondo para calmarse, aunque el puño de la espada se le clavaba en la palma de la mano, de tan fuerte como lo estaba oprimiendo.
—Entiendo, entonces, que el trato sólo tendría valor si Marla siguiese viva —dijo el Consejero—, porque, si hubiese muerto, no podríamos encontrarla en ningún lugar y, por tanto, no podrías cumplir tu parte.
El diablillo lo miró casi con odio.
—De acuerdo —aceptó—. Sé dónde está vuestra reina —su boca se abrió en una aviesa sonrisa que mostró dos hileras de dientes puntiagudos—. Sufriendo horriblemente, claro está. Es lo que les pasa a todos los humanos que vienen al infierno. Gritan y aúllan y gimen de dolor, y de espanto, y eso nos divierte a los demonios: dolor, agonía, sufrimiento. Y lo mejor es que aguantan todo lo que nosotros queramos que aguanten. Aunque anhelen la muerte, aunque supliquen que los matemos, morirán sólo cuando su amo se haya aburrido de escuchar sus gritos de tormento. Ah, sí, me pregunto qué nueva tortura habrán inventado hoy para la pobre pequeña Maaarla…
—No nos interesa —cortó Ubanaziel, con calma; pero el diablillo tenía los ojos clavados en Ahriel, y podía leer la angustia en su mirada—. Te hemos preguntado dónde podemos encontrar a Marla, no lo que está haciendo ahora. ¿Sigue en pie el trato?
—¿El trato? ¿Qué trato? —el diablillo parecía desconcertado—. Ah, claro, yo os digo cómo encontrar a Maaaarla y vosotros me contáis por qué habéis venido a buscarla.
—No —puntualizó Ubanaziel—. Tú nos dices qué demonio tiene a Marla, y dónde encontrarlo, y nosotros te contamos qué es lo que queremos de ella.
No era exactamente lo mismo, advirtió Ahriel, con asombro. El diablillo sé removía, inquieto.
—Si no te gusta el trato, iremos a preguntarle a otro —añadió Ubanaziel.
—¡No, espera, espera! Trato hecho. Y ahora, decidme qué queréis de la pobre pequeña reina Maaaarla —concluyó, con una sonrisa.
Pero Ubanaziel seguía serio.
—Tú nos dices qué demonio tiene a Marla, y dónde encontrarlo, y nosotros te contamos qué es lo que queremos de ella —repitió—. Éste es exactamente el trato que hemos hecho, así que te toca a ti hablar primero.
—¡Ah, condenado ángel negro! —estalló el diablillo, chasqueando la lengua con disgusto; después miró a Ahriel y sonrió de nuevo—. Muy bien —aceptó, sin quitarle la vista de encima—. Está bien: el demonio que estáis buscando se llama Furlaag. Vive al otro lado de la Garganta de las Desdichas, más allá de la Planicie de la Agonía. Cuando salgáis de este desfiladero, seguid a vuestra izquierda. Es por allí.
—Gracias —dijo Ubanaziel—. Cumpliremos ahora nuestra parte del trato. Lo único que queremos de Marla es que nos responda a una pregunta.
El diablillo esperó, pero Ubanaziel no siguió hablando.
—¿Qué pregunta? —quiso saber la criatura.
—Eso no forma parte del trato —respondió el Consejero—, ya que la pregunta que vamos a formularle sólo se la haremos a ella, de modo que, si quieres enterarte, te sugiero que estés presente cuando se la plantee. En cualquier caso, en ningún momento te he dicho que iba a darte detalles.
—¡Yo te los he dado!
—No —replicó el ángel—, me has contado sólo lo justo para no faltar a tu palabra. Si me hubieses dicho algo más acerca de ese demonio, de su poder, de su carácter, de la situación de los humanos que posee, y me hubieses ofrecido esa información voluntariamente, entonces yo también te habría contado algo más a cambio. Como no lo has hecho, no me siento obligado a darte más información.
Sin embargo, el diablillo ya no estaba prestando atención a Ubanaziel. Miraba a Ahriel fijamente, y ella no podía apartar sus ojos de él.
—¿Qué será? —murmuró la criatura—. ¿Qué será eso tan importante que los dos ángeles quieren preguntarle a la pobre pequeña reina Maaaarla, atormentada entre las garras de un horrible demonio? ¿Qué es tan importante como para venir al infierno a buscarlo?
Ahriel no pudo evitarlo. Su mente se llenó de imágenes de Gorlian y de lo que había dejado allí.
—Ahriel, no —le advirtió Ubanaziel, pero era demasiado tarde. El diablillo le mostró una sonrisa llena de dientes y alargó las manos hacia Ahriel.
—¿Es esto lo que tanto anhelas? —preguntó, y entre sus manos se materializó una pequeña bola de cristal que ella conocía muy bien.
Con una exclamación ahogada, Ahriel clavó la mirada en aquella esfera de cristal y alargó las manos hacia ella, tratando de atraparla. Pero el diablillo la escondió bajo una de sus alas membranosas.
—Lo quieres, ¿sí? ¿Y qué me darías a cambio?
—¡Ahriel, no! —exclamó Ubanaziel, pero era demasiado tarde. Por toda respuesta, Ahriel batió las alas con fuerza y se elevó hasta donde estaba la criatura, enarbolando su espada. El diablillo saltó lejos de su alcance y se rio como un loco. Después, alzó la esfera por encima de su cabeza y la lanzó con fuerza contra las rocas.
—¡NO! —chilló Ahriel.
La bola de cristal se hizo añicos e, inmediatamente, se evaporó como si estuviese hecha de niebla. Demasiado tarde, Ahriel comprendió que el diablillo la había engañado. Se volvió hacia él, pero ya no estaba. Aún escuchó el eco de su risa burlona rebotando por las paredes del desfiladero.
Ella descendió hasta el suelo y se dejó caer de rodillas, desolada.
—Lo siento —musitó.
Ubanaziel negó con la cabeza.
—Podría haber sido peor —dijo—. Al menos, ahora sabemos que Marla está viva y que la tiene un demonio llamado Furlaag.
—¿Crees que el diablillo dice la verdad?
—Todos los demonios están obligados a respetar los tratos. Por eso siempre intentan cerrar tratos que sean favorables para ellos. Por desgracia para él, me ha subestimado.
Ahriel no respondió. Tenía la horrible sensación de que el diablillo había obtenido de ella demasiada información. Deseó que no conociese el verdadero significado de la bola de cristal que le había ofrecido, y se prometió a sí misma tener más cuidado en lo sucesivo.
—Estoy agotada —dijo—. No sé qué tiene este lugar, pero me pone los nervios de punta.
—Es la maldad —respondió Ubanaziel—. Todo el infierno vibra con la maldad intrínseca de los demonios. Es algo que pocos humanos pueden soportar, y que sólo algunos ángeles son capaces de experimentar sin alterarse.
«Y tú eres uno de esos ángeles», pensó Ahriel, pero no lo dijo en voz alta.
—Salgamos del desfiladero —propuso Ubanaziel—. Descansaremos fuera.
Alzaron el vuelo y sobrevolaron el cañón; Ahriel escudriñó las rocas en busca del diablillo con el que habían tratado, pero no volvió a verlo. «Tanto mejor», se dijo.
Cuando la planicie se mostró ante ellos, Ubanaziel inició el descenso, y Ahriel lo siguió. Encontraron refugio al abrigo de una enorme piedra.
—¿No anochece nunca aquí? —preguntó Ahriel, harta ya de aquella luz sangrienta.
—No —fue la lacónica respuesta.
Ella advirtió que su compañero se acomodaba para tratar de dormir un poco.
—¿Y si viene algún demonio?
—Lo percibirás cuando aún esté lejos —respondió él—. Y, para cuando nos alcance, estaremos preparados. Así que descansa. Estás muy alterada, y necesito que recobres la calma antes de que nos enfrentemos a Furlaag.
—De acuerdo —suspiró Ahriel, y cerró los ojos. Lo agradeció: al menos, así dejaba de verlo todo teñido de rojo.
Los abrió apenas un momento después, cuando le pareció oír un siseo. Se enderezó y miró a Ubanaziel, pero éste dormía. Se dio la vuelta y entonces vio una pequeña bola de cristal que rodaba hasta ella. Cuando trató de tocarla se desvaneció.
Ahriel frunció el ceño. Se levantó de un salto y sacó, con cuidado, la espada de la vaina. Muy bien; si aquel condenado diablillo quería guerra, iba a tenerla.
Salió de detrás de la roca y miró a su alrededor. Descubrió, entonces, la figura del pequeño demonio, encaramada a un peñasco un poco más arriba. Ahriel se impulsó con las alas para llegar a él. Si no les había plantado cara era porque sabía que no tenía nada que hacer contra ellos. Y, ahora que ya les había dado la información que necesitaban, no era necesario que siguiera convida para turbarla más.
El diablillo estaba de espaldas a ella, acuclillado sobre la roca, y se balanceaba como si estuviera meciendo algo. Ahriel decidió no darle la oportunidad de pronunciar una sola palabra. Con un rápido gesto, descargó la espada sobre él.
Pero entonces la criatura se dio la vuelta, y Ahriel no tuvo tiempo de corregir el movimiento. Con horro, contempló como su propia espada se hundía en el bulto que sostenía el diablillo.
Una mancha de sangre floreció entre las mantas, y un vagido infantil resonó en el desfiladero. El diablillo sonrió mientras Ahriel, horrorizada, dejaba caer la espada y retrocedía, como herida por un rayo.
El diablillo dejó caer al bebe pero, cuando su cabeza chocó contra las rocas, ya estaba muerto.
—Oh, mira lo que le has hecho al pobre niiiño —rio el demonio—. Pero claro, qué se puede esperar de alguien que abandona a su propio hijo a su suerte… eres malamalamala, pero que los humanos, que digo, ¡pero que los demonios!
Ahriel gritó.
Alguien le dio una bofetada y la despertó. Ahriel, angustiada, trató de desasirse, pero las manos que la sujetaban eran firmes y fuertes, y no se lo permitieron.
—Ahriel, despierta. No es real, es sólo un delirio.
De pronto, dejó de ver al diablillo y al bulto inerte entre las mantas, y sus ojos lograron distinguir el rostro de ébano de Ubanaziel.
—¿Un… delirio? —murmuró, con un sollozo.
El Consejero frunció el ceño al ver sus lágrimas. Los ángeles no lloraban, se recordó Ahriel a sí misma, y se secó las mejillas con rabia. Tragó saliva para tratar de hacer desaparecer el nudo de su garganta. Cuando asimiló que no había sido más que una pesadilla, tuvo que esforzarse mucho para no llorar de alivio.
—Un delirio —repitió Ubanaziel—. Los demonios menores los utilizan para debilitar a sus enemigos más fuertes. Se introducen en tu mente y en tu corazón, confunden tu percepción y se aprovechan de tus miedos y tus secretos —le dirigió una mirada penetrante—. Por eso, quien se adentra en el infierno debe hacerlo sin temor y sin nada que ocultar.
Ahriel guardó un obstinado silencio. Ubanaziel la obligó a mirarla a los ojos.
—Escúchame bien —le dijo—. Mira lo que ha hecho contigo un simple diablillo. ¿Crees que serás capaz de sostenerle la mirada a un demonio poderoso como Furlaag? ¿Piensas, acaso, que saldrás con vida de aquí?
La pregunta la hizo reaccionar. Tenía que sobrevivir, se dijo a sí misma. Tenía que salir de allí. Y volver a Gorlian. Como fuera.
—Veo que quieres vivir —observó Ubanaziel, con más suavidad—. Dime una cosa: ese secreto tan terrible que guardas… ¿lo conoce Marla?
Ahriel respiró hondo. «He escondido Gorlian», le había dicho Marla. «Si yo muero, nunca lo encontrarás». En aquel momento, a punto de ser absorbida por la puerta del infierno, la joven reina le había revelado que conocía su secreto o, al menos, lo intuía. Respiró hondo.
—Creo que sí —admitió, de mala gana.
—Entonces, Furlaag lo sabe —replicó Ubanaziel—. Y es posible que el resto del infierno lo sepa también.
Ahriel dejó escapar una maldición muy poco angélica que había aprendido en Gorlian. Ubanaziel lo pasó por alto y la miró a los ojos.
—Escúchame. No sé qué te pasó en Gorlian, y créeme que no me interesaría saberlo, de no ser porque nuestra supervivencia en el infierno depende de ello. Si quieres vivir, si quieres encontrar esa bola de cristal y salir de aquí, entonces debes confiar en mí. No pienso permitir que por culpa de ese punto débil tuyo, sea cual sea, nos maten a los dos. ¿Me has entendido?
Ahriel respiró hondo y asintió.
—Bien —dijo Ubanaziel, recostando la espalda sobre la roca y envolviendo su cuerpo en sus enormes alas—. Puedes empezar a hablar.