UNA QUEJA FORMAL

«Corre, corre, no mires atrás

o el Invisible vendrá

y en su saco te echará.

Corre, corre, o su sombra verás

a través del portal».

Canción infantil darusiana

Rodak se levantó aquella mañana antes de que saliera el sol. Su madre ya lo estaba esperando, casi tan emocionada como él, y ambos compartieron un desayuno en medio de un silencio preñado de ilusión.

—Bueno, pues… llegó el gran día —dijo ella finalmente, cuando el muchacho terminó sus gachas. Habló en voz baja, porque su suegro, el abuelo de Rodak, aún estaba durmiendo.

—Sí —respondió él. No añadió nada más. No era un joven muy locuaz.

Sin embargo, a ella, que lo conocía bien, le bastó con eso. Se levantó de su asiento y lo besó en la frente.

—Ponte en pie, vamos, que te vea a la luz.

El chico obedeció. Tenía solo dieciséis años, pero era más alto y robusto que muchos hombres. Igual que su padre, pensó la mujer con emoción apenas contenida, y su hermano mayor… antes de que el mar se los llevara para siempre.

Cerró los ojos un instante al recordar aquel aciago día. Habían pasado ya casi diez años, pero aún le dolía en el alma. Y al mismo tiempo agradecía a los dioses del océano que, al menos, hubieran tenido a bien conservar a su hijo pequeño, darle una nueva oportunidad…

En Serena, en una familia tradicionalmente pescadora como había sido la de Rodak, no había muchas otras cosas que un niño pudiese hacer para ganarse la vida. Los hombres salían a faenar, las mujeres y los viejos vendían el pescado en la lonja. Parecía claro que Rodak estaba destinado a aprender el oficio de su padre. Y tal vez a obtener a cambio, como él, una sepultura en el fondo del mar.

Y entonces su abuelo había dicho que no iba a consentirlo. Que ya había entregado demasiado a aquellas traidoras aguas. Que su nieto encontraría un futuro en la Academia de los Portales.

No como maese, por supuesto. La familia no tenía dinero para pagarle los estudios. Y el chico no era tonto, pero tampoco lo bastante brillante como para ganar una plaza en la Academia por méritos propios.

Sin embargo, el abuelo de Rodak había trabajado casi toda su vida como guardián de portales. Y le dijo al niño que, si se preparaba bien, en un futuro podría aspirar a ocupar su puesto como vigilante del portal de la lonja de Serena.

No parecía un futuro muy prometedor para un chico de ocho años, pero Rodak aceptó, porque siempre había admirado la callada dignidad con que su abuelo guardaba su puesto, y porque, en el fondo, temía al mar que se había llevado, de un solo golpe, a su padre y a su hermano mayor.

—Llegó el gran día —repitió la madre de Rodak, contemplándolo con una mezcla de cariño y orgullo maternal, admirando la planta que presentaba con su uniforme nuevo—. Te queda muy bien —comentó.

Rodak se permitió esbozar una tímida sonrisa. Él era así, un gigantón tranquilo y callado, y muchos opinaban que el trabajo de guardián cuadraba perfectamente con su complexión y su carácter. Sería bien capaz de quedarse junto al portal todo el día, calmado y en silencio, y al mismo tiempo reprimir, con su sola e imponente presencia, buena parte de las disputas y altercados que pudieran producirse en relación a su uso.

El muchacho estiró su ropa nueva, aún algo cohibido. Se trataba de un blusón del mismo color granate que los hábitos de los maeses, pero mucho más corto. Le llegaba por encima de la rodilla y se ceñía al talle con un cinturón de cuero. Completaban el atuendo unos pantalones oscuros y unas botas de media caña.

—Seguro que a tu abuelo le encantará verte así —dijo ella—. Voy a despertarlo.

—No —replicó Rodak, reteniéndola por el brazo.

Su madre comprendió sin necesidad de más palabras, y asintió.

—Tienes razón —dijo—. Lleva demasiado tiempo haciendo el turno de noche. Ya te verá después, cuando vuelvas por la tarde, o si se acerca a la lonja para verte. —Y volvió a sonreír con orgullo.

Rodak sonrió a su vez. Echó un vistazo por la ventana y vio que se le hacía tarde. Recogió la bolsa con el almuerzo y el saquillo de polvo de bodarita, y se despidió con un simple:

—Adiós, madre.

Después, salió de casa sin mirar atrás.

Rodak no era muy hablador, pero pensaba mucho. Se había preparado con esfuerzo y tesón para obtener aquel puesto, y su abuelo lo había defendido fervientemente ante la asamblea de maeses que lo había evaluado. En realidad, los requisitos para ser guardián no eran difíciles de alcanzar; aun así, los méritos de Rodak habían pulverizado los de los otros aspirantes.

Desde la muerte de su padre y su hermano, Rodak había pasado mucho tiempo con su abuelo. Lo había acompañado durante las largas y aburridas horas de vigilancia junto al portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos, y lo había escuchado contar todo tipo de historias acerca de los portales, los maeses que los pintaban y la Academia en la que se preparaban. Sin embargo, lo que más le gustaba a Rodak era ver pasar a la gente. El portal que estaba a cargo de su abuelo no tenía mucho misterio: los pescaderos lo empleaban casi a diario para llevar cargamentos hasta el mercado de Maradia. Sin embargo, la Plaza de los Portales de Serena era otra cosa muy distinta. Allí había más de una docena de portales, entre públicos y privados, que conducían a diferentes lugares de la geografía darusiana. Viajeros de todo tipo confluían en la plaza: mercaderes, campesinos, artesanos, terratenientes, maeses… Algunos solo estaban de paso, de portal en portal; otros, sin embargo, tenían Serena como destino final. Desde que su abuelo había decidido convertirlo en su sucesor, Rodak había tenido ocasión de hablar con muchos otros guardianes, y de escuchar sus relatos. La vida de los pescadores se le antojaba muy monótona y, sobre todo, muy peligrosa; la de los guardianes, por el contrario, le parecía segura y al mismo tiempo emocionante, no porque corriesen grandes aventuras, sino porque eran testigos privilegiados de algunos retazos de la vida de los demás.

Aquel día, por fin, iba a convertirse en uno de ellos. Empezaría, además, en el turno de día, el más animado. Sabía perfectamente qué palabras debía recitar (en voz baja, eso sí) para que el portal se abriera, y podía trazar el símbolo secreto sobre la tabla con los ojos cerrados. También conocía personalmente a la mayoría de los miembros del Gremio con derecho a utilizar el portal, y podía recitar de memoria los nombres de aquellos que no le habían presentado. Había visto a su abuelo realizar aquel trabajo durante años. Rodak esperaba hacerlo tan dignamente como él.

Nada podía salir mal.

Entró pues, en la lonja, tranquilo y seguro de sí mismo.

El lugar estaba casi desierto. Casi todos los pescadores de Serena salían a faenar al alba, y no regresaban con su cargamento hasta bien entrado el mediodía, como muy pronto. Por tal motivo, la lonja solía estar más activa por la tarde. Sin embargo, había algunos barcos, no demasiados, que se atrevían a hacerse a la mar por la noche. Estos regresaban a puerto al amanecer, justo cuando los demás partían. Por ello había ya en el mercado un par de pescaderas, preparando sus puestos para la llegada del género más madrugador. Rodak las saludó con la mano y ellas le devolvieron el saludo con una amplia sonrisa.

—¡Que te vaya bien en tu primer día! —le deseó la más joven, lanzándole un beso.

Rodak sonrió con cortesía, pero no contestó; se dirigió a la pared del fondo, donde solía estar apoyada la silla de su abuelo, junto al portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos.

Pero se detuvo en seco antes de llegar.

Porque el portal ya no estaba allí.

Se restregó los ojos, creyendo ser víctima de algún tipo de alucinación o problema óptico. Después, al comprobar que su vista no lo engañaba, el corazón le dio un vuelco y se sintió desfallecer. A sus espaldas, las pescaderas seguían limpiando sus puestos, inmersas en una alegre charla, ajenas al drama que estaba viviendo Rodak.

El joven cerró un momento los ojos y respiró lentamente, tratando de conjurar el pánico y de calmar los alocados latidos de su corazón. «Esto no está pasando en realidad», se dijo. «Son los nervios, que me han jugado una mala pasada».

Abrió los ojos de nuevo y miró con ansiedad. Pero el portal seguía sin estar allí. ¿Cómo era posible? Quizá se hubiera equivocado de lugar, o tal vez alguien le había gastado una broma pesada. Con las piernas aún temblando, recorrió en tres zancadas el trecho que lo separaba del muro y examinó su superficie con atención, tratando de comprender qué había sucedido.

No, el portal no estaba. No se había equivocado de sitio, eso lo tenía claro; no solo porque Rodak conocía la lonja como la palma de su mano, sino también porque la mancha de humedad en la pared era claramente visible, y tenía exactamente la misma forma y tamaño que el portal desaparecido.

«Tiene que ser una pesadilla», se dijo el muchacho. Se pasó la mano por el pelo, castaño y rizado, y se preguntó, con creciente desesperación, qué se suponía que debía hacer si, tal y como parecía, resultaba que estaba bien despierto. ¿Decírselo a su abuelo? No, imposible; le rompería el corazón. ¿Cómo iba a explicarle que su nieto había perdido el portal que él había vigilado durante cincuenta años… en su primer día como guardián?

Oyó de pronto una exclamación a su espalda.

—¿Y el portal? ¿Qué ha pasado con el portal?

Rodak se dio la vuelta lentamente. Allí estaban las dos pescaderas, contemplando el muro con estupor.

—¿Y bien, Rodak? —insistió la de mayor edad—. ¿Dónde está el portal?

El joven tragó saliva antes de responder:

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? ¡Eres el guardián!

Rodak cerró los ojos, tratando de pensar. Él era el guardián, evidentemente, pero aún no había tenido ocasión de guardar nada, en realidad. Reconstruyó los hechos. Cuando su abuelo había abandonado la lonja, al anochecer del día anterior, el portal seguía en su sitio, de eso estaba bien seguro.

Alzó la cabeza con decisión.

—Le preguntaré a Ruris —dijo solamente.

Ruris era el otro guardián del portal, el que, hasta aquel momento, se había alternado con su abuelo para vigilarlo. Él había debido de hacer el último turno de noche; seguro que sabía qué había sucedido.

Tash llevaba casi dos semanas en la Academia y ya estaba deseando marcharse, pero su compañera de cuarto todavía no se lo había permitido.

El primer día le había presentado a su profesor, un granate medio chiflado que no dejaba de tomar notas en un enorme libro mientras le hablaba de cosas incomprensibles, y que, al constatar que la chica no entendía nada de lo que le estaba diciendo, había procedido a ignorarla como si no existiera. Sí había captado que Cali y su profesor, un tal maese Belban, estaban investigando precisamente las propiedades del mineral azul. Tash había podido entrar en el estudio en el que ambos trabajaban, un lugar cuyas paredes estaban cubiertas de portales a medio hacer, tanto rojos como azules, presidido por una amplia mesa enterrada bajo montones de libros enormes y papeles escritos con símbolos y dibujos que le resultaban totalmente indescifrables.

Al día siguiente, Cali se había marchado sola a sus clases y sus estudios junto a maese Belban que, por lo visto, no quería volver a ver en sus dominios a la joven minera. Ella tenía permiso, según le había dicho su anfitriona, para deambular por el círculo exterior de la Academia, pero no para ir más allá del primer anillo de jardines sin compañía, y tampoco para pisar el patio de portales. Pero podía compartir el comedor con los demás estudiantes; allí se había topado con Tabit, que se había quedado muy sorprendido al comprobar que aún seguía en la Academia, y había conocido a sus amigos, Unven y Zaut. Estos dos habían hecho una apuesta sobre el verdadero sexo de la muchacha, que Zaut había perdido. Después de eso, Tash no sintió ganas de volver a acercarse a ellos.

Aunque se sentía fuera de lugar en la Academia, los primeros días había encontrado maneras de pasar el tiempo, recorriendo las zonas permitidas y, sobre todo, descansando y recuperando fuerzas. La comida no era excelente, pero sí mucho mejor que aquella a la que estaba acostumbrada, y la cama que le había ofrecido Caliandra era bastante cómoda. También había tenido ocasión de asearse y cambiarse de ropa.

Eso le había supuesto un pequeño conflicto, porque Cali no tenía prendas masculinas para prestarle, y ella se sentía incapaz de dejarse ver en público con ropa de mujer. Tampoco tenía autorización para ponerse un hábito de estudiante, dado que no lo era. Finalmente, Cali había reaparecido con unos pantalones, una camisa que parecía casi nueva y unos zapatos que solo le venían un poco grandes. No le explicó de dónde había sacado aquellas prendas, y ella no se lo preguntó.

El segundo problema llegó cuando hubo que justificar su presencia ante la Administración. Tash se negaba a admitir públicamente que era una chica, porque había llegado a la conclusión de que para ella resultaba más cómodo y seguro seguir fingiendo que era un hombre. Esa, al menos, fue la explicación que le dio a Cali; pero lo cierto era que la muchacha tenía un terror irracional a mostrarse como mujer, no solo porque no lo había hecho nunca, sino porque su padre la había adiestrado, desde que era muy pequeña, para defender su disfraz masculino con uñas y dientes, y una parte de ella creía, de forma inconsciente, que pasarían cosas terribles el día en que todo el mundo supiera la verdad. Ya habían empezado a suceder, de hecho: se había visto obligada a marcharse de la mina y, apenas unos días más tarde, aquel odioso terrateniente había tratado de abusar de ella.

Pero, si se hacía pasar por un chico, no podría compartir habitación con Cali. Y Tabit no estaba dispuesto a dejar que se quedara en su propio cuarto, precisamente porque era una chica. Parecía que en la Academia tenían unas normas bastante estrictas al respecto.

Finalmente maesa Berila, la responsable de Administración, se había encerrado a solas con Tash para decidir por sí misma lo que había que escribir en el registro; después, había decretado que era una mujer y que, por tanto, se alojaría con la estudiante Caliandra, sin necesidad de que hubiera que decirlo a nadie más.

Pero no habían contado con Zaut, que ya se había encargado de hacer correr el rumor de que el muchacho que se alojaba con Cali era en realidad una chica. De modo que Tash se encontró con que muchos estudiantes la miraban con actitudes que iban de la curiosidad mal disimulada al abierto descaro. Una de las teorías más populares era que, de hecho, Tash era un chico, estaba conviviendo con Caliandra y los maeses lo toleraban porque ella había pagado mucho dinero para que hicieran la vista gorda y fingieran creerse de verdad que no era más que una amiga. A Cali no parecía importarle lo más mínimo que lo irregular de aquella situación la situase al borde del escándalo. A Cali, en realidad, jamás le había importado lo que los demás decían de ella; de hecho, aquella era solo una historia más de las muchas que se contaban acerca de su ajetreada vida sentimental. Cualquiera de ellas habría bastado para que la expulsasen de la Academia de por vida por conducta inapropiada; el hecho de que ella siguiera allí, día tras día, como si sus acciones no tuvieran consecuencias, cimentaba la creencia de que la Academia la trataba de un modo especial debido a la influencia de su familia.

Tash, por su parte, se encontraba cada vez más incómoda y, además, no tardó en aburrirse en aquel lugar, donde terminó por sentirse más oprimida que en las estrechas galerías de su mina. Además, no tenía nada que hacer allí. El granate loco ya había dejado claro que no quería saber nada de ella.

Así que le exigió a Caliandra que le pagara sus piedras azules, porque tenía intención de marcharse cuanto antes.

Sin embargo, Cali tenía otras cosas en qué pensar. En su primera reunión con maese Belban, este le había explicado brevemente en qué consistía su investigación y, después, la conversación había alcanzado un nivel teórico tan elevado que Caliandra apenas había podido seguirla, quedándose con la sensación de que no estaba a la altura. Por eso, entre otras cosas, le había presentado a Tash, aun arriesgándose a ser amonestada por romper la norma que prohibía a los visitantes merodear por las estancias de los maeses. Había llegado a creer que el anciano apreciaría su interés por la bodarita azul y que mostraría cierta curiosidad hacia la historia de Tash. Pero a maese Belban no le importaba lo más mínimo dónde ni cómo se extraía aquella extraña variedad de mineral, por lo que apenas había prestado atención a Tash, limitándose a tomar notas en su diario de trabajo, del que nunca se separaba.

Y lo peor era que también había empezado a ignorar sistemáticamente a Cali.

De pronto, maese Belban ya no le permitía entrar en sus dominios. Había pasado por allí en varias ocasiones después de aquel encuentro, había llamado a la puerta, pero él la había despedido una y otra vez, con creciente enfado.

—Quizá tenga un mal día —le explicó a Tash—, pero me preocupa que se encuentre mal, o algo parecido. Es bastante mayor, ¿sabes?

—A mí eso me da igual —replicó la minera—. Dame mi dinero o, al menos, devuélveme lo que te di.

Cali sacudió la cabeza.

—Tus piedras azules se las quedó maese Belban. Si no puedo hablar con él, no puedo pagarte, ni tampoco devolvértelas.

Tash resopló, indignada.

—Estoy cansada de tus excusas y tus promesas —estalló—. Voy a largarme de aquí, pero no lo haré con las manos vacías.

—Te prometo que haremos cuentas, en cuanto consiga hablar con maese Belban —le aseguró Caliandra.

Como se había portado bien con ella, Tash decidió darle una segunda oportunidad.

Pero desde entonces habían pasado ya varios días, y nada había cambiado. Cali iba todas las mañanas a llamar a la puerta del estudio del maese, pero este la echaba con cajas destempladas y, últimamente, ni siquiera se molestaba en responder. La joven había ido a hablar con el rector, pero maese Maltun poco podía hacer al respecto.

—Todos conocemos el carácter de maese Belban, estudiante Caliandra —le dijo—. Ten paciencia. Se le pasará.

Cali repitió estas palabras a Tash; pero nada de lo que pudiera decirle lograba apaciguar sus ánimos, que se crispaban más con cada día que pasaba en la Academia.

Aquella mañana, después de la enésima negativa, la muchacha decidió que ya había tenido bastante. Se encaró con Caliandra y anunció, muy decidida:

—Pues, si no quiere abrirte a ti, echaré esa puerta abajo a patadas.

Y, tras esta declaración, salió como una tromba del cuarto de Cali, sin darle oportunidad para replicar.

Ella suspiró, sacudió la cabeza y fue en su busca. Le gustaba Tash, pero cada vez resultaba más difícil razonar con ella.

Recorrió los pasillos del ala de estudiantes, y finalmente encontró a Tash en el jardín. Se había detenido un momento para hablar con un sorprendido Tabit.

—¡… Y no pienso quedarme aquí ni un minuto más! —le estaba diciendo—. ¡Tu amiga es una mentirosa y una ladrona, y, como no me devuelva mis piedras azules…!

—Espera, espera —la detuvo él, desconcertado—. ¿De qué se supone que estás hablando?

Cali los alcanzó.

—No es más que un malentendido —aclaró—. Tash ha traído unos fragmentos de bodarita azul que maese Belban está examinando. Estoy segura de que se los devolverá…

—¿Bodarita azul? —repitió Tabit con incredulidad—. ¿Me estás tomando el pelo?

Pero Cali no tuvo oportunidad de responder, porque Tash resopló con impaciencia y continuó su carrera hacia el edificio principal.

—Luego te lo explicaré —suspiró Cali, y dejó a Tabit para ir en pos de la muchacha minera.

El joven, perplejo, se disponía a seguirlas cuando un estudiante de primer curso llamó su atención:

—¿Estudiante Tabit? Me envía el portero a decirte que tienes visita.

—¿Cómo dices? ¿Visita, yo? Me estarás confundiendo con otro.

El muchacho negó con la cabeza.

—Han preguntado específicamente por ti. Te esperan en la entrada.

Tabit estuvo a punto de decirle que eso era imposible, porque no conocía a nadie fuera de los muros de la Academia. Pero pensó que su vida privada no era de la incumbencia de los estudiantes más jóvenes, así que se limitó a asentir y se encaminó a la puerta principal, muy intrigado.

Rodak se detuvo ante el edificio de la Academia, impresionado. Era la primera vez que ponía los pies allí, y no lo había imaginado tan grande. Le pareció, también, extrañamente tranquilo. Había supuesto que a través de la puerta principal estarían entrando y saliendo constantemente maeses de todas las edades. Imaginaba una actividad similar a la que solía haber en la Plaza de los Portales de Serena un día cualquiera.

Pero, claro, los maeses tenían sus propios portales en el mismo recinto de la Academia y no necesitaban utilizar la puerta principal. Probablemente por eso, el portero no parecía tener gran cosa que controlar, aunque no le quitaba ojo a un joven campesino, de aspecto cansado e irritado, que merodeaba por la calle, cerca de la entrada, como si estuviera aguardando a alguien.

Rodak respiró hondo. Dio un par de pasos y se detuvo, inseguro de repente. ¿Qué les iba a decir a los maeses? ¿Que tenía que guardar un portal que ya no estaba donde se suponía que debía estar?

Porque aún no tenía ninguna solución al problema que se le había presentado aquella misma mañana en la lonja de Serena. Ruris, el guardián que había hecho el turno de noche, yacía en su casa con un fuerte dolor de estómago, y le había contado que se había visto obligado a abandonar su puesto de madrugada porque se encontraba indispuesto.

—Pero envié a un chaval a avisaros de que alguien tendría que cubrirme —se defendió.

Sin embargo, por más que buscó, Rodak no fue capaz de encontrar al niño que, supuestamente, tendría que haberles dado el aviso. De modo que el portal del Gremio de Pescadores había permanecido sin ninguna vigilancia durante varias horas. En aquel lapso de tiempo, alguien se las había arreglado para… «llevárselo».

—Pero ¿cómo demonios va a llevarse alguien un portal que está pintado en una pared? —exigió saber el presidente del Gremio cuando Rodak regresó a la lonja a informar de lo que había averiguado.

A aquellas alturas, ya se había reunido en torno al muro saqueado un nutrido grupo de personas, pescaderos en su mayoría, y todos contemplaban el destrozo con horror y murmuraban por lo bajo.

—Ha sido cosa del Invisible, seguro —dijo alguien.

Rodak se estremeció. Había muchas historias en torno al Invisible, un legendario contrabandista para quien, según se decía, no existían las distancias. Los maeses sofocaban todo rumor al respecto, porque la única forma de moverse como él lo hacía era usando los portales… lo cual implicaba que debía de tratarse de algún maese renegado, o de alguien que sabía lo suficiente de portales como para poder activar cualquiera de ellos.

—El Invisible no existe…

—¡Claro que existe! Tengo un primo en Belesia que lo vio hace un par de años…

—¿Cómo iba a verlo, si es invisible?

—¡Eso es lo de menos! —dijo una de las pescaderas más veteranas del Gremio—. Dentro de unas horas, mis chicos volverán de faenar, y quiero saber cómo voy a llevar el género al mercado de Maradia, si el portal ya no está.

—Habrá que usar el portal público…

—¿El portal público? ¡Ni hablar! Con las colas que se forman siempre…

—Perderemos género por el camino.

—Se estropeará…

Los murmullos subieron de tono. Los barcos que se habían hecho a la mar por la noche habían regresado hacía un buen rato, y el producto de su trabajo desbordaba los mostradores y los contenedores, que se apilaban cerca del muro, listos para ser enviados a la capital darusiana, por si el portal llegaba a reaparecer mágicamente.

—Yo no sé nada de eso —dijo Rodak, alzando la voz para hacerse oír entre los comentarios y las protestas.

—Tú eres el guardián, ¿no? —le espetó un viejo pescador—. ¡Pues arréglatelas para que se abra nuestro portal!

—Sí —apoyó el presidente del Gremio—, porque, si llegan los barcos y no podemos enviar el pescado a Maradia…

No terminó la frase, pero no hizo falta.

Sin embargo, había algo que hizo temblar a Rodak, más aún que las veladas amenazas del presidente; más, incluso, que el hecho de que hubiera desaparecido el portal: vio que su madre y su abuelo se abrían paso entre la multitud, y comprendió que no sería capaz de mirar a la cara al anciano guardián cuando descubriera el muro vacío. De modo que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

—¡Está bien! Me voy a Maradia para hablar con los maeses de la Academia.

Y se escabulló antes de que nadie pudiera detenerlo.

Corrió hasta la Plaza de los Portales e hizo cola ante el portal público que conducía a Maradia. Una vez allí, no se detuvo a averiguar qué decía el grupito de curiosos congregado ante el portal gemelo del que le habían robado al Gremio, y que, en contra de lo acostumbrado, aún no se había activado aquella mañana para traer el pescado fresco más tempranero. El guardián que debía vigilar aquel extremo del enlace se mostraba nervioso y desconcertado, y escribía la contraseña en la tabla una y otra vez, incapaz de comprender el motivo por el cual no se encendía el portal. Rodak se preguntó brevemente por qué solo había desaparecido uno de los dos portales vinculados, mientras que aquel de Maradia, dolorosamente idéntico al que acababan de perder, permanecía en su sitio, como si nada hubiese sucedido.

Nada salvo el hecho de que, sin su equivalente en Serena, no volvería a activarse nunca más.

«Los maeses lo sabrán», pensó Rodak. «Ellos nos devolverán el portal».

Ahora, ante la Academia de los Portales, volvió a conjurar aquella esperanza. Se armó de valor y se acercó al hombre apostado ante la entrada.

—Buenos días —saludó—. Quiero… hablar con los maeses, por favor.

—Pues buena suerte —respondió con sorna el campesino que aguardaba sentado en los escalones; hablaba con un fuerte acento uskiano que imprimía, si cabe, aún más dureza a sus palabras—. Se vuelven sordos muy a menudo.

Rodak lo ignoró. El portero le disparó al uskiano deslenguado una mirada irritada antes de preguntar:

—¿Deseas hablar con algún maese en concreto, guardián?

El muchacho no había pensado en ello. Recordó de pronto el nombre del pintor que lo había examinado, apenas unos días atrás.

—Sí… con maese Revor, si fuera posible.

—Maese Revor no se encuentra en la Academia en estos momentos, guardián.

—¿Qué te había dicho? —se burló el campesino.

—Cierra la boca —replicó el portero.

Pero Rodak no pensaba rendirse tan fácilmente.

—Vengo a decir que nuestro portal ha desaparecido —explicó—. Seguro que a los maeses les interesará saberlo…

—¿Desaparecido? —repitió el campesino—. ¿En serio?

—Que cierres la boca —ordenó el portero; se volvió hacia Rodak—. Yo no estoy autorizado para tratar este tipo de asuntos, guardián, ni sé tampoco quién se ocupa de ellos. Tendrás que esperar a que regrese maese Revor, o bien preguntar por algún otro maese que pueda recibirte…

—Pero es que no conozco a ningún otro maese —objetó Rodak, desalentado.

—Ya conoces a uno —dijo el campesino, poniéndose en pie y señalando a una figura vestida de rojo que se apresuraba por el vestíbulo—. Guardián, este es maese Tabit. O lo será, si consigue terminar algún día su proyecto final —añadió, tras un instante de reflexión.

Tabit se detuvo de golpe y lo contempló como si viera un fantasma.

—¿Yunek? ¿Cómo… cómo has llegado hasta aquí?

El joven se encogió de hombros.

—Me las arreglé para llegar hasta Vanicia con mis propios medios. Ya sabes, los que están al alcance del común de los mortales: caravanas, carreteros compasivos, mis pies… Una semana en total. En Vanicia tuve que pagar por usar el portal del Consejo de la ciudad, y así llegué a Esmira. En Esmira…

—Sí, sí, lo imagino —cortó Tabit, cansado—. Pero ¿por qué has venido desde tan lejos?

—Ya te dije que iba presentar una queja formal a los maeses. Eh, pero tranquilo —añadió, al ver que Tabit abría la boca para replicar—, que, en el fondo, lo mío no es tan grave. Después de todo, lo único que me ha pasado es que no me habéis pintado el portal. Pero a este pobre chico —señaló a Rodak, que seguía allí plantado, sin saber cómo actuar— le han robado un portal que ya existía. Eso sí que es un problema, ¿eh?

—Espera, espera —lo detuvo Tabit—. ¿Cómo que le han robado un portal?

Rodak exhaló un suspiro de alivio al comprobar que por fin había alguien dispuesto a escucharlo.

—Ayer, el portal estaba en su sitio. Esta mañana ya no estaba —resumió; al ver que Tabit movía la cabeza, añadió, desesperado—. Tenéis que ayudarme, maese. Los pescaderos tienen que traer su mercancía a Maradia de alguna manera, o se estropeará. Si usan el portal público de Serena…

—Espera un momento —lo interrumpió entonces Tabit—. ¿Te refieres al portal del Gremio de Pescadores de Serena? ¿El que está en la lonja?

—Estaba, maese —corrigió Rodak—. Sí, maese.

Tabit sacudió la cabeza.

—No es posible. Atravesé ese portal hace apenas un par de semanas. Recuerdo a su guardián. Y no eras tú.

—Sería mi abuelo. O el otro guardián, porque somos dos.

—¿Tu abuelo? —Tabit miró al muchacho con renovado interés—. Sí… recuerdo que me dijo que iba a retirarse. Italna

—… keredi ne —terminó Rodak, casi sin pensar; cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se tapó la boca con la mano, horrorizado, como si hubiese desvelado un secreto inconfesable. Pero Tabit sonrió.

—Muy bien —decidió—, te acompañaré a ver qué ha pasado con ese portal.

Rodak no respondió, pero el alivio se reflejó en su rostro con tanta claridad como si se lo hubiesen dibujado con pintura de bodarita.

—Eh, eh, un momento —intervino Yunek—, ¿y qué hay de mi portal?

Tabit suspiró.

—Ya te expliqué en su día que la decisión no dependía de mí. ¿No venías a presentar una queja formal? Pues hazlo: sigue ese pasillo, todo recto, y tuerce luego a mano derecha. La primera puerta que encuentres es Administración. No tiene pérdida, lo pone en una placa junto a la entrada. Allí podrás detallar tu queja por escrito en una hoja de reclamaciones.

—Bien… de acuerdo —asintió Yunek, inseguro de pronto—. Gracias.

Tabit le dedicó una media sonrisa.

—Te deseo buena suerte —dijo—. De verdad. Ojalá te escuchen y decidan seguir adelante con tu portal.

Yunek no supo qué decir.

—Si se diera el caso… —prosiguió Tabit—, es muy probable que ya no me lo encargaran a mí, pero… —respiró hondo—, me gustaría pintarlo. Lo digo en serio.

Yunek no respondió. Parecía profundamente avergonzado; tal vez estaba recordando la forma en que había echado a Tabit de su casa y lo había dejado al raso, en una tierra extraña, una noche de tormenta.

Pero el joven no se lo reprochó. Se limitó a despedirse de él, con perfecta cortesía, y a enfilar calle abajo, seguido de Rodak, en dirección a la Plaza de los Portales de Maradia.

Yunek se quedó solo con el portero. Su indignación lo había abandonado de repente, y ahora se sentía presa de un denso abatimiento. El hombre lo miró con escasa simpatía.

—¿Vas a pasar a Administración, o no?

Yunek se enderezó, recuperando algo de su orgullo.

—Por supuesto —replicó.

—Bien, pues ya has oído: todo recto y luego a la derecha. ¿O es que tampoco sabes distinguir entre derecha e izquierda?

Yunek le disparó una mirada irritada; pero no respondió, porque era consciente de que se lo había ganado a pulso y de que el portero se la tenía jurada desde hacía rato; además, tampoco quería profundizar en la circunstancia que este había captado a la primera, y que Tabit, sin embargo, había pasado por alto.

Se encaminó, por tanto, hacia Administración, con paso cansino. No tenía prisa por afrontar el momento en que debería admitir ante aquellos maeses que no podría presentar su queja por escrito, porque no sabía leer ni escribir.

Entretanto, Caliandra había conseguido que Tash no derribara la puerta del despacho de maese Belban a patadas, y fue solo porque no tardaron en darse cuenta de que el profesor no se encontraba en su interior.

—¿A dónde puede haber ido ese granate antipático y ladrón? —resollaba Tash.

—No tengo ni idea —respondió Cali, tan desconcertada como ella—. La verdad, maese Belban no suele salir nunca de su estudio. No sé si te diste cuenta el otro día, pero hasta tiene una cama en un rincón. Como hace años que no entra en su habitación del ala de profesores, terminaron por dársela a otro maese. Ni siquiera come con los demás: mira, tienen que subirle la comida en bandejas.

La joven pintora señaló una bandeja cubierta que reposaba en el suelo, junto a la puerta; parecía claro que nadie se había molestado en tocarla.

Tash la contempló, incrédula.

—¿Estás intentando decirme que vive ahí dentro y que hay días que ni siquiera sale del cuarto? ¿Y dónde hace sus… ya sabes…? —Tash se detuvo, buscando una palabra que no sonase demasiado vulgar. Pero no se le ocurría ninguna.

—¿Sus necesidades, quieres decir? Vaya cosas preguntas. Usa un bacín, naturalmente, que retiran los criados cada mañana.

—Criados —repitió Tash.

Era un aspecto de la Academia que la tenía totalmente fascinada: el hecho de que allí, aparte de pintores y estudiantes, también había personas cuyo trabajo consistía en ocuparse de las tareas domésticas engorrosas para que los granates tuvieran tiempo de dedicarse a asuntos más elevados.

—Si los criados tienen que subirle comida y bajar sus… necesidades —caviló—, sabrán cuánto tiempo hace que no está.

Cali ladeó la cabeza, interesada.

—¿Quieres decir que piensas que se ha marchado… de la Academia?

—Hace días que ni siquiera te contesta cuando llamas a la puerta, ¿no? ¿Y si resulta que se fue hace tiempo y, como no sale nunca, nadie se ha dado cuenta? O tal vez se haya muerto —añadió de repente, con morbosa fruición—, y su cadáver lleva días ahí tirado…

—¿Y por qué iba a hacer eso precisamente ahora? —se apresuró a interrumpirla Cali.

—Porque es lo que hacen todos los vejestorios como él: morirse.

—Me refiero a abandonar la Academia, Tash.

—¡Pues está claro! Se ha llevado mis piedras, ¿no? Seguro que son más valiosas de lo que dice. A lo mejor va a vendérselas a algún ricachón, de esos que coleccionan cosas raras y las pagan muy caras.

Cali la escuchaba con interés, no porque creyera que su historia podía tener algún fundamento, sino porque la maravillaba la forma que Tash tenía de ver el mundo. Era casi como si le contara el argumento de una novela ambientada en un lugar muy lejano.

—Pero, si fuera así —razonó—, maese Belban estaría ya de vuelta; los pintores de portales podemos llegar a cualquier lugar en muy poco tiempo, ¿recuerdas?

Tash apenas la escuchaba.

—Vamos a preguntar a los criados —propuso, entusiasmada—. Así sabremos si el granate loco se ha pirado con mis piedras o si ha ido solo a darse un garbeo.

Cali no se sintió en absoluto molesta por el lenguaje de Tash; ni siquiera por el hecho de que llamara «granate loco» a maese Belban.

—Yo creo que primero deberíamos ir a preguntar en Administración —sugirió, sin embargo—. Si maese Belban se ha marchado, seguramente habrá dejado constancia de a dónde ha ido y cuándo piensa volver. Son las normas —explicó, encogiéndose de hombros, ante la mirada atónita de Tash.

—¿Quieres decir que los granates tenéis que pedir permiso cada vez que queréis salir de aquí? —preguntó, horrorizada.

—No es tan malo —argumentó Cali, echando a andar por el pasillo—. Seguro que tú tampoco podías marcharte de tu mina así como así.

—Pues lo hice —replicó Tash, levantando la nariz con cierta arrogancia—, y sin pedir permiso. Sencillamente un día dije: «Ya no aguanto más aquí», y me fui sin mirar atrás.

De nuevo, Cali se mostró fascinada.

—¿Y no has dejado allí a nadie que te eche de menos?

Tash titubeó… solo un poco.

—Bueno…, supongo que mi madre se preguntará a dónde he ido. Pero mi padre —añadió con rencor— estaría más que satisfecho si no volviera a verme en la vida.

Cali optó prudentemente por no seguir indagando acerca de aquella cuestión.

—Mi padre se enfurecería mucho si yo desapareciera de repente —comentó—. Me lo puedo imaginar: se le pondría la cara roja y los ojos saltones, y se le hincharía una vena que tiene aquí, en la sien, que le late muy deprisa cuando se enfada, como si estuviese a punto de explotar.

Tash se rio.

—¿De verdad se enfadaría tanto si te marchases? Debes de ser muy útil para tu familia.

—En realidad, no —respondió Cali tras un instante de reflexión—. Supongo que mi padre se preocupa por mí y, además, está el hecho de que me considera parte de su patrimonio. Sería un escándalo y una vergüenza para él que su hija se fuera de casa sin avisar. Pero yo, precisamente, era la hija menos productiva de la familia, y por eso me envió a este lugar. ¿No te lo habían dicho? —añadió, ante el gesto de extrañeza de Tash—. Aquí, en la Academia, terminamos muchos hijos de gente pudiente que no sabe qué hacer con nosotros.

—¿Qué es «gente pudiente»?

—Ricachones —resumió Caliandra con llaneza—. Mis padres tienen mucho dinero. Mi hermano mayor es muy responsable, y se toma muy en serio el negocio familiar y su papel de heredero. Mi hermana mediana se dedica a asistir a fiestas y banquetes, y a llenar su guardarropa de trajes elegantes y de joyas caras. También lo considera una obligación familiar: ha refinado sus modales y perfeccionado su belleza con el único propósito de cazar un buen marido que mejore el patrimonio y la posición de la familia. Y en cuanto a mí, que soy la pequeña… —Cali suspiró—, bueno…, no me interesaba nada de eso. Mi hermano me considera una alocada, y a mi hermana le escandaliza que no me interesen las mismas cosas que a ella. Así que terminé aquí, en la Academia de los Portales. Pensaron que sería una especie de castigo para mí, pero la verdad es que me gusta mucho esto. Aunque no tanto como a Tabit —añadió, pensativa.

Tash no respondió. Con el paso de los días había llegado a desarrollar algo parecido a una amistad con Caliandra, quizá porque ella era una granate como Tabit, por quien sentía un cierto aprecio. Además, todos los pintores de la Academia llevaban una vida relativamente austera: vestían de la misma forma, comían todos lo mismo, residían en habitaciones pequeñas y funcionales y se guiaban por un rígido horario. Por eso, aunque la existencia allí era bastante más desahogada que en la mina, Tash podía sentirse identificada con ella. Por otro lado, no había tardado mucho en descubrir que los auténticos «ricachones» vivían de una forma bastante más ostentosa, muy alejada del orden y la sobriedad de la Academia.

Por eso le había sorprendido desagradablemente descubrir que, si Caliandra decía la verdad, ella misma también pertenecía a aquella clase privilegiada, al igual que la mayoría de los estudiantes que había conocido. La austeridad académica no dejaba de ser, por tanto, nada más que una fachada.

De aquel modo, la brecha que existía entre ambas se hacía más grande.

Cali no fue consciente de ello. Pero, dado que Tash se había encerrado en un hosco silencio, no le dio más conversación hasta que llegaron a su destino.

Encontraron a maesa Berila, responsable de Administración, examinando un pedazo de papel como si fuera un jeroglífico indescifrable.

—¿Qué clase de burla es esta? —le preguntaba con voz aguda al joven que estaba plantado frente a su mesa.

—Una queja formal —respondió él; le temblaba ligeramente la voz, algo que Caliandra detectó de inmediato, pero que la maesa, que estaba furiosa, pasó por alto—. Sobre la cancelación del portal que había encargado.

Maesa Berila lo miró de arriba abajo. Cali pudo adivinar lo que estaba pensando: el muchacho estaba de espaldas a ella, pero sus anchos hombros y su piel bronceada, por no hablar de sus ropas humildes y gastadas, indicaban que se trataba de alguien que ni por asomo podía permitirse pagar un portal. Tenía tal aspecto rústico, de hecho, que seguramente vivía lejos de cualquiera de las diez ciudades capital de Darusia. Maesa Berila tenía bastante razón al suponer que aquello podía tratarse de una broma pesada. Pero Cali no la compadecía. La había sufrido en su primer año de Academia como profesora de Geografía y Cartografía de Portales, y sabía que tenía muy mal carácter y disfrutaba especialmente humillando a los alumnos más torpes.

No le costó nada tomar partido y salir en defensa del joven aldeano. Si se trataba de una broma ideada por algún estudiante, Cali, desde luego, no tenía ningún inconveniente en participar en ella.

—¿Puedo ayudaros, maesa Berila? —preguntó, con una inocente sonrisa, mientras se adelantaba hasta la mesa.

—No será necesario, estudiante Caliandra —replicó la maesa, tendiendo la hoja al muchacho—. El joven ya se iba. Estoy segura de que ya ha comprendido que no debe hacer perder el tiempo a la Academia con peticiones disparatadas.

—Yo no… —empezó él, pero Cali se anticipó, cazando al vuelo el documento que sostenía la mujer:

—¿Me permitís, maesa? —Examinó el papel y sonrió para sí: no era más que una serie de garabatos sin sentido. Los garabatos de alguien que no sabía escribir y fingía lo contrario, tal vez creyendo, ingenuamente, que nadie se daría cuenta—. Oh, ya veo cuál es el problema. Eres zurdo, ¿verdad? —le preguntó al joven—. Escribes con la mano izquierda —le aclaró, por si acaso, y suspiró de forma un tanto teatral—. Es un problema muy común, maesa, porque, como bien sabéis, el papel que utilizamos en la Academia no absorbe la tinta con suficiente rapidez, y a los zurdos nos cuesta un tiempo aprender a evitar que nuestra mano emborrone los renglones a medida que los escribimos.

Maesa Berila digirió aquella información.

—Oh, sí, ya recuerdo tus apuntes, estudiante Caliandra —dijo, aún algo reticente—. Eran completamente ininteligibles. Sin embargo, no creo que…

—¿Lo veis? —cortó Cali, haciendo desaparecer hábilmente el papel de la discordia entre los pliegues de su hábito—. No os preocupéis; yo me encargaré de esto —añadió, tomando otro formulario y la pluma que reposaba en el tintero de maesa Berila.

Se volvió hacia el joven, que todavía parecía algo perplejo.

—Yo también soy zurda —le dijo—, pero, como llevo tiempo estudiando aquí, sé cómo escribir en este papel y que se entienda. Redactaré tu petición por ti. ¿Te parece bien?

Los ojos de ambos se cruzaron. Los de él eran de color miel, y asomaban entre algunos mechones desordenados de flequillo castaño. La miraban con cierta desconfianza, como si el aldeano aún no estuviese seguro de si la joven pintora le estaba haciendo realmente un favor o, por el contrario, pretendía burlarse de él. Había mucho orgullo en aquella mirada, comprendió Cali, y una fuerza interior que le mereció, de pronto, un profundo respeto, independientemente del aspecto de aquel muchacho, de su origen o sus escasos conocimientos.

Pestañeó un instante para volver a la realidad cuando se dio cuenta de que él le había respondido afirmativamente, y volvió la mirada hacia la hoja que aguardaba ante ella.

—Bien, pues… —carraspeó para aclararse la voz, que le había fallado de repente—, lo primero que necesito saber es tu nombre.

—Yunek —respondió él a media voz.

Cali lo anotó.

—¿Procedencia?

—Región de Uskia.

—¿Dirección? —Al no recibir respuesta, Cali alzó la mirada de nuevo.

Yunek se encogió de hombros.

—Vivo en una granja lejos de cualquier parte. La aldea más cercana se llama Anaria. Es muy pequeña; no creo que la conozcas.

A Cali no le sonaba de nada, pero lo anotó igualmente.

—Eso está al sur de la propiedad del terrateniente Darmod —intervino inesperadamente maesa Berila—. Tenemos un portal allí —añadió con impaciencia al ver que Cali seguía sin reaccionar—. No sé por qué te aprobé Geografía, estudiante Caliandra —resopló, indignada.

Pero ella no le estaba prestando atención. Estaba más pendiente, de hecho, de la reacción de Tash, que había estado aguardando a su espalda, con gesto aburrido, hasta que la maesa había mencionado al terrateniente Darmod. Entonces dio un respingo, hizo un ruido muy peculiar con la garganta y retrocedió un par de pasos. Cuando Cali se volvió para mirarla, descubrió que estaba pálida como un cadáver.

Decidió que ya resolvería aquel misterio más tarde. Se centró de nuevo en el formulario de Yunek.

—¿Cuál es tu petición, exactamente?

El joven respiró hondo y frunció el ceño.

—Quiero un portal —dijo.

Cali se dispuso a tomar nota, obediente, pese a que sabía que aquello era absurdo, porque suponía que era parte de la broma; sin embargo, Yunek prosiguió:

—Mi familia y yo hicimos la petición hace ya tiempo. Tuve que ir a la ciudad de Uskia para encontrar un notario que… —se interrumpió de pronto, azorado, y Cali adivinó lo que había estado a punto de decir: que, obviamente, el notario había redactado los documentos en su lugar, porque ellos no sabían escribir—. Da igual; el caso es que enviamos los papeles y pagamos la señal, y nos contestaron al cabo del tiempo diciendo que el proyecto estaba aprobado. Y hasta enviaron un maese a nuestra casa a tomar medidas, o algo así. Bueno, un maese, no; un estudiante.

Cali anotaba todo con diligencia, pero se detuvo al escuchar esto último.

—¿Estás seguro? Los estudiantes no tienen permiso para pintar portales.

—Me dijo que iba a ser su proyecto final —explicó Yunek—. Que, después de hacerlo, sería maese. Se llamaba Tabit —añadió.

—Conozco a Tabit —dijo maesa Berila.

«Por supuesto», pensó Caliandra. ¿Quién no conocía a Tabit? Era el mejor estudiante de la Academia, y con diferencia. Frunció el ceño. Todo parecía encajar demasiado bien para tratarse de una broma, salvo el hecho de que le resultaba difícil creer que Tabit estuviera involucrado en algo así. Por otra parte, parecía aún más inusual la idea de que pudieran haberle encargado un proyecto tan humilde.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué pasó después?

Yunek bajó la cabeza y, por primera vez, pareció abatido de verdad.

—Tabit volvió días después —relató—, nos devolvió nuestro dinero y nos dijo que el proyecto había sido cancelado, y que no pintaría nuestro portal.

Cali seguía mirándolo fijamente.

—A veces pasa —dijo, con suavidad—. No es habitual, pero ha sucedido en ocasiones.

—¿Y cuál es exactamente tu queja? —preguntó maesa Berila, plantando los codos sobre la mesa—. La Academia te ha devuelto lo que anticipaste, ¿no?

Yunek alzó la cabeza con decisión.

—¿No está claro? Queremos el portal. Podemos pagarlo, y lo haremos.

Maesa Berila movió la cabeza, mientras Caliandra tomaba nota con rapidez.

—No suelen abrirse muchos portales en la región de Uskia —comentó.

—Es porque está demasiado cerca de Rutvia —le explicó Cali a Yunek—. Sería bastante catastrófico que los rutvianos tomaran por asalto algún portal de Uskia y se presentaran en Maradia de repente.

—Pero ya no estamos en guerra con Rutvia —hizo notar Yunek.

—Por el momento —replicó la maesa ominosamente.

—En cualquier caso —dijo Cali—, es verdad que en ocasiones se han abierto portales privados en Uskia y, además, dices que el Consejo había aprobado tu petición, y hasta envió a Tabit a realizar las mediciones. Conociéndolo, seguro que ya tenía el diseño casi acabado cuando volvió a visitarte —añadió, con un suspiro.

Terminó de rellenar el formulario y lo entregó a maesa Berila.

—¿Veis?, ya está. Asunto solucionado.

—¿Pintaréis mi portal? —preguntó Yunek, esperanzado.

—El Consejo recibirá tu petición, la estudiará y tomará una decisión al respecto —anunció maesa Berila con dignidad, estampando el sello correspondiente sobre la hoja y depositándola sobre un montón de documentos similares que reposaban en un estante.

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando el Consejo lo estime conveniente.

Yunek sacudió la cabeza, impotente.

—No desesperes —le dijo Cali en voz baja—. Estas cosas son lentas, pero poco a poco van funcionando. De verdad.

Yunek asintió y volvió a mirarla a los ojos. En esta ocasión, Caliandra detectó en ellos una nueva calidez.

—Gracias —dijo él.

—No hay de qué —respondió ella con sencillez.

Tash carraspeó sonoramente.

—Cali, ¿qué hay de lo nuestro? —le recordó.

Caliandra recordó de pronto el motivo por el cual se encontraban allí.

—Ah, sí, maesa Berila, lo olvidaba —dijo, volviéndose de nuevo hacia la mesa—. Estamos buscando a maese Belban, y no hay manera de dar con él. ¿Sabéis si ha salido de viaje, por casualidad?

Las dos chicas aguardaron pacientemente mientras maesa Berila examinaba el grueso volumen en el que se anotaban los permisos concedidos tanto a maeses como a estudiantes.

—No consta aquí —respondió por fin.

Y no pudieron obtener más información por su parte. Abandonaron el despacho de Administración; cuando salieron al pasillo, Caliandra miró en derredor, pero comprobó, con cierto desencanto, que Yunek ya se había marchado.

—Bueno —dijo entonces Tash, ajena a la decepción de su compañera—, ya lo hemos hecho a tu manera y solo hemos conseguido perder un montón de tiempo. Así que ahora iremos a preguntar a los criados.

Tabit se inclinó un poco hacia delante para examinar el muro donde había estado el portal de la lonja de Serena, rodeado de un círculo expectante de pescadores y pescaderos. La mancha de humedad que había notado Rodak por la mañana seguía allí; la brisa marina retrasaría su desaparición.

El joven se acuclilló para palpar el suelo en la base del muro.

—¿Qué estáis buscando, maese? —inquirió el presidente del Gremio.

—Restos de pintura —murmuró Tabit.

Frunció el ceño, pensativo, y se incorporó de nuevo.

—Alguien se ha llevado la pintura —declaró, volviéndose hacia los miembros del Gremio—. Esto es más que una simple gamberrada: es un delito cometido con el propósito específico de obtener pintura de bodarita.

La mayor parte de su público no entendió muchas de las palabras que había utilizado; sin embargo, sí captaron el sentido general. Un murmullo se alzó entre la multitud; el abuelo de Rodak, que se erguía tembloroso junto a su nieto y su nuera, preguntó, indignado:

—¿Queréis decir que han destruido el portal solo para robar la pintura?

Tabit asintió.

—Probablemente habrán rascado con una espátula hasta hacer saltar la mayor parte de ella —explicó—, y luego han repasado la superficie con un paño… empapado con algún tipo de disolvente, que se ha llevado todos los restos que pudiera haber —añadió, señalando la mancha húmeda de la pared—. Y han sido muy cuidadosos: no han dejado ni rastro, ni un solo trazo en la pared, ni una limadura en el suelo.

—Pero ¿por qué se han llevado la pintura? —quiso saber el presidente del Gremio.

Tabit se encogió de hombros.

—En un portal hay tres cosas importantes: la pintura de bodarita, el diseño y las coordenadas. Solo los pintores de portales sabemos medir las coordenadas de un lugar, diseñar un portal y dibujarlo, y todos esos conocimientos los guardamos aquí —explicó, llevándose un dedo a la sien—. Pero la pintura… —suspiró—, la pintura de bodarita es la parte material de un portal. Se vende y se compra, claro que sí. Y se puede robar.

—¿Y a quién le interesaría comprarla? —siguió preguntando el presidente—. Los únicos que la utilizan son los maeses; y la Academia es la propietaria de todas las minas de bodarita y se encarga también de fabricar la pintura. Controla todo el proceso. No tiene sentido que alguien borre un portal para llevarse la pintura. ¿Qué iba a hacer con ella?

—No tengo ni idea —confesó Tabit—, pero las cosas no quedarán así. Voy a informar en la Academia y ellos se ocuparán de solucionarlo.

Hubo murmullos cargados de emociones diversas, que iban desde el alivio hasta el escepticismo.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó un pescador enjuto y moreno.

—No lo sé. Habrá una reunión del Consejo para tratar el asunto, supongo, y después encargarán el trabajo a algún maese experto en restauración. La buena noticia es que no tiene que diseñar un nuevo portal, porque el gemelo de este sigue en su sitio, en la Plaza de los Portales de Maradia; así que solo tendrá que buscar el diseño original en los archivos y reproducirlo aquí otra vez. Aunque posiblemente haya que recalcular las coordenadas y volver a plasmarlas en el otro portal, para conectarlos otra vez —añadió, más para sí mismo que para sus oyentes; sacudió la cabeza, desconcertado—. Es la primera vez que me encuentro con un caso así. Por supuesto, hay precedentes de enlaces rotos; portales que se destruyen accidentalmente o que no se han mantenido de la forma adecuada y necesitan una restauración. Pero esto…

—Decidnos la verdad, maese —suplicó el presidente, devolviendo a Tabit a la realidad—. Ha sido obra del Invisible, ¿verdad?

Un coro de comentarios se desató tras estas palabras, como si el líder del Gremio se hubiese atrevido a decir lo que todo el mundo pensaba y, una vez lanzada la posibilidad, todos tuvieran permiso para expresar, por fin, su opinión al respecto.

Tabit alzó las manos, tratando de calmar los ánimos, y abrió la boca, dispuesto a contestar; pero entonces pensó que no le correspondía a él desmentir el mito del Invisible ni dar explicaciones al respecto. Después de todo, no era más que un simple estudiante.

—No sé quién ha podido hacer esto —respondió al fin—, pero la Academia lo estudiará, no me cabe duda. Ahora, si me disculpáis, he de ir a informar al rector de este desagradable incidente.

Aunque en la Academia debían de estar ya al tanto de que había ocurrido algo grave con el portal del Gremio: al fin y al cabo, los pescaderos llevaban provocando atascos en el portal público desde primera hora de la tarde. Las colas, que ya eran largas habitualmente, se habían vuelto todavía más lentas y caóticas, y habían causado retrasos, muchos nervios y algún altercado que otro. Un cargamento de marisco había volcado, desparramando su contenido todavía vivo por las baldosas de la plaza. Una pescadera había discutido con una mujer que se había quejado del intenso olor a productos marinos que impregnaba la plaza, y las dos habían llegado a las manos. Otros dos pescaderos habían intentado saltarse varios puestos en la cola y, ante las protestas de la gente que los rodeaba, se había iniciado una pelea en la que también estaban involucrados dos verduleras, un fornido carretero y un anciano boticario.

Tabit logró por fin alejarse de los miembros del Gremio, cuyo presidente estaba convocando una reunión improvisada para organizar la logística hasta que recuperasen el portal. Cuando se disponía a abandonar la lonja, notó que alguien iba tras sus pasos. Al darse la vuelta, vio a Rodak, que lo contemplaba, azorado, como si quisiera hacerle alguna pregunta, pero no se atreviera.

—¿Sí? —lo animó Tabit.

El joven guardián vaciló solo un momento antes de decir:

—Vos no creéis que haya sido el Invisible, ¿verdad?

Tabit lo miró, preguntándose si valía la pena explicárselo. Al final, suspiró y meneó la cabeza.

—Acompáñame —lo invitó.

Caminaron juntos hasta la Plaza de los Portales de Serena, que aún estaba sumida en el caos; aunque, como Tabit tuvo ocasión de apreciar, parecía que todo acabaría volviendo a la normalidad, porque la fila de carros y cabezas comenzaba a desplazarse de nuevo, lentamente, pero con cierta fluidez.

Con todo, Tabit no tenía intención de usar el portal público en aquellas condiciones. Conocía un par de casas particulares en Serena que albergaban portales a Maradia. Aún era una hora razonable, así que podría visitar cualquiera de ellas sin resultar demasiado inoportuno; o, al menos, eso esperaba.

Sin embargo, se había desviado para pasar por las inmediaciones de la Plaza de los Portales por un motivo muy concreto.

—¿Qué dicen del Invisible, Rodak? —le preguntó de improviso.

El guardián reflexionó.

—Que es el contrabandista más audaz que ha habido nunca en Darusia —respondió al fin—. Que tiene a su servicio una red de ladrones y espías en las diez ciudades capital. Que nadie que lo haya visto alguna vez ha vivido para contarlo, y por eso lo llaman el Invisible. Que está en todas partes al mismo tiempo, y por eso… —vaciló antes de proseguir—, por eso hay quien dice —concluyó en voz baja— que solo puede ser alguien que conoce el secreto para abrir todos los portales que existen.

Tabit asintió.

—Eso se cuenta, sí —dijo con suavidad—. Y ahora, mira.

Le señaló a un hombre mugriento que estaba sentado en el suelo, apoyado contra una pared, cerca del lugar donde la calle desembocaba en la plaza. Era un mendigo, y se encontraba en condiciones lastimosas, más allá de la suciedad y los harapos que cubrían su cuerpo, los pies descalzos, llenos de llagas o la barba enredada e infestada de piojos: cualquiera que se detuviera a mirarlo se daría cuenta de que al hombre le faltaban ambos ojos; giraba la cabeza, atento a cada sonido, volviendo sus cuencas vacías hacia los horrorizados viandantes. Cuando oía pasos que se acercaban, alzaba un viejo y abollado platillo de latón, que sostenía con unas manos a las que alguien, mucho tiempo atrás, había seccionado ambos pulgares. Pero lo peor llegaba cuando el desdichado trataba de comunicarse con sonidos guturales e ininteligibles, porque era entonces cuando los transeúntes se percataban de que tampoco tenía lengua.

Rodak se estremeció. Aquel mendigo llevaba mucho tiempo en Serena. Cuando él era niño, lo había visto a menudo en la Plaza de los Portales; pero el Consejo de la ciudad lo había echado de allí, porque molestaba a los vecinos y a la gente que estaba de paso, así que ahora se lo podía ver rondando por las calles adyacentes, como alma en pena, sin osar poner sus maltratados pies en la plaza.

A Rodak siempre le había dado miedo. Después de toparse con él por primera vez, cuando tenía cinco años, había sufrido pesadillas en las que aquel ajado rostro sin ojos ni lengua lo perseguía sin tregua.

Pero Tabit, sin embargo, no miraba al mendigo con temor o repugnancia, sino con cierta expresión severa no exenta de un punto de compasión. Finalmente, el estudiante se acercó al hombre y depositó un par de monedas de cobre en su platillo.

—Tomad, maese —le dijo—. Cenad algo caliente esta noche.

El mendigo cabeceó enérgicamente mientras hacía sonar el contenido de la escudilla:

—Ga-a-hi-ah —logró pronunciar, con esfuerzo.

Tabit se alejó de él. Rodak lo siguió, entre perplejo, confuso y sobrecogido.

—¿Lo habéis… lo habéis llamado «maese»? ¿Por qué?

—Porque lo es. O, al menos, lo fue. Verás, Rodak, cuando entramos en la Academia hacemos un voto: juramos que no revelaremos jamás a nadie ningún detalle de los lenguajes secretos, ni el alfabético, ni el simbólico. Tampoco enseñaremos a nadie a pintar portales, ni a hacer mediciones, ni a elaborar pintura de bodarita, fuera del plan de estudios de la Academia. Ni pintaremos portales sin el permiso del Consejo, porque la Academia debe estar informada de todos y cada uno de los portales que se dibujan en cualquier lugar del mundo. Tampoco permitiremos que nadie ajeno a la Academia atraviese un portal privado si no está autorizado para ello o no va acompañado por un maese.

—Esto último lo sé —asintió Rodak—. Los portales privados están autorizados para una lista cerrada de personas. Un guardián no debe permitir jamás que alguien que no está en la lista utilice su portal. Salvo que sea un maese, claro —añadió rápidamente.

Tabit asintió.

—Esto se hace por varios motivos —siguió explicando—. Los clientes pagan mucho dinero para poder utilizar un portal privado y, naturalmente, quieren hacerlo en exclusiva. Pero, aparte de eso, muchos portales privados no se encuentran al aire libre; se abren en las paredes interiores de las casas, lo que quiere decir que, cuando pintas un portal de estas características, estás creando también una entrada al corazón del hogar de alguien. Si esa entrada no está bien asegurada, cualquiera podría utilizarla a discreción, y no siempre con buenas intenciones.

Rodak asintió, sin una palabra.

—Los portales privados no siempre tienen guardián —prosiguió Tabit—, porque se supone que es responsabilidad de los dueños utilizarlos de manera sensata. El cerrajero que instala una cerradura y entrega la llave a los nuevos propietarios no es responsable de lo que estos hacen con ella. Si la pierden o la prestan a alguien que no es de fiar, es culpa suya, no del cerrajero.

»Sin embargo, los pintores de portales poseemos la llave de todos los portales que pintamos. Sabemos leer las contraseñas y, por lo tanto, abrir cualquiera de ellos. Es mucho más poder del que tiene un guardián, que solo conoce la contraseña del portal que vigila. Si un cliente paga por poner un portal en el salón de su casa, está abriendo una puerta a cientos de maeses desconocidos que podrían entrar en ella en cualquier momento. Por tal motivo, tenemos que ser especialmente cuidadosos y utilizar ese privilegio con total reserva y moderación. —Sintió una punzada de culpa al recordar su intervención en el palacete del terrateniente Darmod, pero la desechó rápidamente—. Si un pintor de portales, aunque fuera uno solo, usara ese conocimiento para hacer daño de alguna manera, para robar o cometer actos peores, o lo vendiera a terceros que podrían muy bien ser criminales… toda nuestra organización quedaría en entredicho. La red de portales dejaría de ser segura. Nadie querría tener un portal en su casa. ¿Entiendes?

Rodak asintió. Tabit lo miró fijamente.

—¿Cuál es el castigo para un guardián que enseña a otras personas cómo trazar su contraseña secreta, que vende polvo de bodarita o que permite el paso a través de su portal a personas que no tienen permiso para ello? —le preguntó.

—La muerte —respondió Rodak de inmediato, muy convencido. Lo había tenido muy claro desde el principio; su abuelo le había enseñado lo importante que era el trabajo de guardián de portales, y las funestas consecuencias que podía acarrear consigo el hecho de que uno de ellos incumpliera su deber.

—A los maeses que traicionan el juramento —concluyó Tabit—, no los matan. En primer lugar, se los expulsa de la Academia, por lo que dejan de ser maeses. Pero también se les cortan los pulgares, para que no puedan pintar portales nunca más, ni escribir ninguna contraseña en nuestro lenguaje secreto; se los ciega, para que no puedan leer las contraseñas escritas sobre los portales; y, por último, se les arranca la lengua, para que no puedan enseñar a nadie la ciencia de los portales.

Rodak se detuvo, impresionado, al comprender, de golpe, las circunstancias que habían llevado al mendigo a aquella situación. Se estremeció de horror.

—Habría sido más compasivo matarlo —comentó.

—Sí —asintió Tabit—, pero sirve de ejemplo. Un criminal muerto se olvida rápidamente y puede convertirse en un mártir. Un criminal lisiado, en cambio, siempre está ahí para recordarte lo que puede ocurrir si traicionas los principios de la Academia. Y también para recordar a la gente corriente que los pintores de portales no toleramos la corrupción en nuestras filas. Para que sigan confiando en que la red de portales es segura.

Rodak cabeceó.

—Por eso es imposible que exista alguien como el Invisible —concluyó Tabit—. Precisamente porque la red de portales es segura, y nadie que no sea un maese puede utilizarla libremente. Y porque, si un maese cometiera el tipo de crímenes que se le atribuyen a ese individuo… bien, no habría tardado en acabar como ese pobre hombre que acabamos de ver.

Rodak asintió de nuevo, dando a entender que había comprendido la lección.

—Bien —dijo Tabit, deteniéndose ante la verja de una elegante casa de tres plantas—, yo me quedo aquí. Volveré a la Academia y contaré lo que he visto en la lonja. Espero que lo solucionen pronto.

—Muchas gracias, maese —respondió el joven guardián—. Por todo.

Tabit sonrió.

Caliandra paseó la mirada por la enorme y vetusta mesa del despacho del rector, impresionada por la gran cantidad de papeles, libros y legajos que se amontonaban en ella. Maese Maltun apoyó la barbilla sobre sus manos cruzadas y la miró con seriedad.

—Estudiante Caliandra —empezó—. ¿Sabes por qué te he mandado llamar?

A Cali se le ocurrían algunas cosas que podrían haber molestado a algún maese, pero no hasta el punto de merecer una llamada del rector.

—¿Debido a Tash? —aventuró.

El rector frunció el ceño.

—¿Quién es Tash?

—Es una chica que se aloja conmigo —explicó ella, lamentando ya haber mencionado el tema—. Tiene por costumbre vestir como un muchacho, y ha habido comentarios…

Maese Maltun agitó la mano en el aire, dando a entender que aquel asunto le parecía una minucia. Cali calló; si no se trataba de Tash, quizá se refiriera a sus indagaciones entre los criados. La joven creía que el reglamento no prohibía que los estudiantes rondaran las áreas de la Academia destinadas al servicio, o que hablaran más de la cuenta con los criados, pero tenía que reconocer que no estaba del todo segura.

—Estudiante Caliandra —empezó de nuevo el rector—. Eres una alumna bastante destacada de nuestra Academia. Obtendrías mejores resultados, no obstante, si fueses algo más… hummmm… aplicada en todas las materias, y no solo en las que te interesan —añadió; Cali se encogió levemente de hombros—. Llevas un tiempo trabajando con maese Belban, ¿no es así?

—Técnicamente, sí —respondió ella—, pero la verdad es que solo he entrado en su estudio dos veces. La primera fue cuando me presenté como su ayudante, y la segunda al día siguiente, cuando fui a consultarle una duda. —En realidad, se había tratado del día en que le había presentado a Tash, pero decidió que el rector no necesitaba saber tantos detalles.

—Comprendo. ¿Te habló de la investigación que estaba llevando a cabo?

—Sí, hablamos de ello el primer día. Está trabajando con un nuevo tipo de bodarita de color azul. Está tratando de averiguar si tiene las mismas propiedades que la bodarita de siempre y si, por tanto, se puede utilizar para elaborar pintura de portales.

—¿Te dijo si había llegado a alguna conclusión?

Cali negó con la cabeza.

—Estaba un tanto desconcertado por el hecho de que, aparentemente, la nueva bodarita es, en efecto, bodarita, aunque presente una coloración diferente a la habitual. Había preparado algo de pintura con las muestras que tenía. Incluso había dibujado un portal en la pared de su estudio, y su gemelo justo al lado.

La joven hizo una pausa. Nunca olvidaría la impresión que le había causado entrar en el estudio de maese Belban y descubrir aquellos dos portales gemelos, tan azules, que reproducían el diseño que ella misma había realizado en su proyecto. Maese Belban le había explicado que había elegido aquel diseño precisamente porque era diferente a todos los demás. «Y me pareció apropiado para un portal que, debido a su color, no se parece tampoco a ningún otro que se haya pintado antes. Así, además, me he ahorrado mucho tiempo, porque no tendré que proyectar un nuevo portal ni pasar una tarde larga y tediosa consultando el catálogo de diseños», gruñó.

—¿Y bien? —preguntó el rector—. ¿Funcionaba ese portal?

—No, maese Maltun. Repasamos las coordenadas y nos aseguramos de que no había ningún fallo en el diseño y, sin embargo, el portal no se activó. Incluso borramos algunos trazos y volvimos a pintarlos, por si se había producido algún error en el momento del enlace… pero no conseguimos nada.

»Maese Belban, sin embargo, estaba convencido de que tenía que funcionar. La bodarita azul presentaba las mismas cualidades que la granate; tanto él como maese Kalsen habían realizado multitud de experimentos con ambas muestras y las dos reaccionaban igual en todos los casos. Así que él dijo que era cuestión de tiempo que descubriera dónde estaba el problema. De hecho —añadió, pensativa—, la segunda vez que nos vimos comentó que ya tenía una teoría al respecto.

—¿Y cuál era esa… hummm… teoría?

—No la compartió conmigo, maese Maltun —respondió Cali; recordó el esmero con el que maese Belban tomaba notas en su diario de trabajo, un voluminoso libro del que nunca se separaba, y que en aquel momento había sentido una gran curiosidad por saber qué estaba escribiendo allí.

El rector permaneció un rato en silencio, cavilando.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a maese Belban, estudiante Caliandra?

—Hará unos diez días, maese.

El rector le dirigió una mirada penetrante.

—¿Estás segura? ¿No serían menos?

Cali se detuvo un instante antes de responder:

—Sí, estoy segura, hace diez días que no lo veo. Pero he hablado con él a menudo —añadió—, a través de la puerta de su despacho. Llevo toda la semana llamando, pero nunca me abre y, a veces, ni siquiera me contesta. Imagino que estará muy ensimismado en su investigación.

El rector respiró hondo antes de preguntar:

—¿Te dijo si tenía pensado ausentarse? ¿Te dijo a dónde iba, o cuándo volvería?

—No, maese.

«Ya entiendo», comprendió Cali. «Maese Belban se ha ido sin avisar a nadie. No ha dejado constancia en el libro de registro de que salía, ni ha dicho a dónde iba ni cuándo tenía pensado volver. Y eso no solo supone una falta de consideración hacia el resto de la comunidad académica sino que, además, es muy extraño en él».

—Bien —dijo el maese Maltun, mirándola fijamente—, estudiante Caliandra, como ya habrás podido adivinar, maese Belban falta de la Academia desde hace varios días.

«Exactamente tres», pensó Cali. Lo había averiguado gracias a su incursión en la zona del servicio, donde, apenas un rato antes, Tash y ella habían dado con la muchacha que solía subir las comidas a maese Belban. Esta no había tenido inconveniente en decirles cuánto tiempo llevaba retirando las bandejas intactas.

—Tampoco solicitó permiso ni informó a nadie de que tenía intención de marcharse de la Academia. Probablemente no sea nada importante —añadió el rector— y simplemente se le olvidó comunicarlo; pero, si conoces a alguien que pueda darnos noticias de él, o si recuerdas algo que pudiera darnos alguna pista, te agradecería que me lo notificaras. —Exhaló un profundo suspiro—. Quizá no te lo transmitiera en su momento, pero la investigación que está llevando a cabo es… hummm… de gran importancia para la Academia; no conviene que sufra retrasos.

Caliandra asintió. El rector le indicó que podía marcharse, y la joven así lo hizo, pensativa. No había llegado a conocer a maese Belban lo suficiente como para poder hacer conjeturas sobre sus planes o motivaciones, pero, aunque a Tash no le caía bien, Cali sentía cierta afinidad hacia el excéntrico profesor. «Espero que no le haya sucedido nada malo…», pensó.

Interrumpió sus pensamientos otro estudiante que llegaba, de forma un tanto precipitada, a la puerta del despacho de maese Maltun. Cali lo reconoció: era Tabit.

Era extraño, se dijo Caliandra, cómo de pronto, en tan pocos días, se estaba topando con él tan a menudo, cuando en cuatro años de Academia habían hecho todo lo posible por ignorarse cordialmente el uno al otro. Primero, ella había ganado el puesto de ayudante que Tabit tanto ansiaba; en segundo lugar, tras la confusión de la noche en que había llegado Tash, Cali había tenido que alojarla en su propia habitación; y, por último, se daba la circunstancia de que el portal prometido a Yunek, el joven a quien había «rescatado» en Administración, había sido el proyecto de Tabit.

—Parece que últimamente ayudo a tus amigos más que tú —comentó al verlo pasar, sin poder evitarlo.

Tabit se detuvo y la miró desconcertado.

—Perdón, ¿cómo dices?

Siempre tenía aquel aspecto de no saber muy bien dónde se encontraba, quizá porque su mente estaba ocupada en docenas de ideas a la vez. Y, sin embargo, su aire despistado era totalmente engañoso, porque Tabit era una de las personas más lúcidas que Cali había conocido en su vida.

La joven ladeó la cabeza, lamentando ya haberlo entretenido.

—Oh, no era importante. Hacía alusión al hecho de que Tash sigue viviendo en mi cuarto, y de que hoy he tenido que echar una mano a tu amigo, el uskiano, porque maesa Berila estaba a punto de echarlo de Administración a patadas.

Tabit cerró los ojos un momento.

—Ahora no tengo tiempo para esto, Caliandra —replicó—. Si tienes alguna queja, ya lo hablaremos a la hora de la cena. Y, además —añadió cuando casi se iba—, ni Yunek ni Tash son amigos míos.

—Pues, para no serlo, te tomas muchas molestias por ellos —comentó Cali.

Tabit no contestó. Se despidió con un gesto, y estaba a punto de marcharse cuando ella añadió:

—A propósito, quizá te interese saber que maese Belban ha desaparecido.

Tabit se detuvo en seco.

—¿Desaparecido? ¿Qué quieres decir?

—Hace tres días que nadie sabe nada de él. Se ha ido, y no ha dicho a dónde, ni cuánto tiempo estará fuera.

—Pero habrá constancia de su permiso en el libro de registro —razonó Tabit—. ¿Qué? ¿Que no pidió permiso siquiera? —preguntó, horrorizado, al ver que Cali negaba con la cabeza.

—No es un crimen olvidarse de pasar por Administración antes de salir de viaje, ¿sabes? Solo se trata de una falta menor.

Tabit la ignoró.

—Qué coincidencia tan peculiar —comentó—, que desaparezca un maese, casi en el mismo momento en que también desaparece un portal.

—¿Un portal? —repitió Cali—. ¿Qué quieres decir?

Tabit la miró fijamente, como evaluándola. Después, respiró hondo antes de decir:

—Seré franco: no me caes bien, por una serie de razones que no vienen al caso y que no voy a detallar ahora.

—¿Como, por ejemplo, que me dieron a mí el puesto de ayudante de maese Belban?

—Sí, esa era una de ellas. Pero no voy por ahí, Caliandra.

—Cali.

—Caliandra —repitió él—, creo que deberíamos ir a algún sitio tranquilo y hablar largo y tendido. Hay demasiadas cosas… irregulares a mi alrededor últimamente. Gente relacionada de algún modo con la Academia que trae información extraña. Un guardián que se queda sin portal que guardar… un cliente al que de repente no le van a pintar el portal prometido… incluso… una muchacha minera que abandona su aldea porque los túneles son improductivos.

—¿Improductivos? —repitió Cali—. No exactamente: parece que tienen una veta de un tipo de bodarita de color azul.

—¿Bodarita azul? —Tabit recordó que Cali había comentado algo al respecto en el jardín—. Entonces, ¿no era una broma?

Cali sacudió la cabeza.

—Para nada. De hecho, es el eje de la nueva línea de investigación de maese Belban. Por eso requirió un ayudante, y en eso estaba trabajando cuando… bueno, se marchó.

Los dos jóvenes se miraron. Tabit alzó las cejas significativamente. Cali suspiró.

—De acuerdo, me has convencido —aceptó—. Tenemos que hablar.