IX. LA HUIDA

Los aullidos de los lobos volvían a sonar peligrosamente cerca.

—¡Los espectros no han acabado con ellos! —profirió Dana, pasmada.

—Sólo los han entretenido —dijo Fenris, y su armoniosa voz sonó más ronca de lo habitual.

Dana lo miró. Había algo extraño en él. Quizá era el brillo amarillento de sus ojos, quizá su pesada respiración. Se frotó los ojos; estaba muy cansada. Fenris la empujó suavemente hacia el caballo alazán.

—Sube y vuelve a la Torre —le ordenó, y la frase acabó en una especie de gruñido.

Dana estaba demasiado agotada como para sentir curiosidad, pero su sexto sentido le dijo que algo no marchaba bien del todo.

—¿Tú no vienes? —preguntó mientras montaba sobre el lomo de Alide.

Fenris sacudió la cabeza y se volvió sólo un momento para mirarla. Dana apreció algo extraño en su rostro, pero no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que era, porque el elfo dio una fuerte palmada en la grupa del caballo y éste no necesitó más para salir disparado hacia las montañas… y hacia la Torre.

Dana se volvió rápidamente, reticente. No quería dejar al elfo atrás.

Y entonces vio algo que le llamó la atención, algo que tenía que ver con el mago y con los lobos que salían del bosque, algo que no encajaba del todo…

Dana ahogó un grito y manoteó en el aire. Entonces despertó y se dio cuenta de que no estaba en el bosque, sino en su cama, en su cuarto, en la Torre. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y el camisón se le pegaba a la piel. Respiraba con dificultad y sentía que el corazón le latía alocadamente.

—Ha sido un sueño —se dijo a sí misma a media voz—. Sólo un sueño.

¿Un sueño? Más bien una pesadilla hecha de retazos de algo que había sucedido un año atrás.

Se sentó en la cama y respiró profundamente. No había logrado olvidar lo sucedido aquella noche, cuando Kai y ella habían salido a buscar al unicornio, y los lobos los habían atacado. Desde entonces, y ante la negativa de Kai de hablar más del asunto, Dana se había concentrado en los estudios y en el Libro del Fuego. Pero no era tan sencillo hacer como si nada hubiera ocurrido. Podía ignorar las apariciones de la mujer de la túnica dorada, pero no podía ignorar los sentimientos que todo aquel asunto provocaba en ella.

Ahora, doce meses más tarde, tenía dieciséis años y se preparaba para presentarse al último examen de su aprendizaje básico, la llamaba Prueba del Fuego. Después, sería una auténtica maga.

Asintió para sí misma, aferrándose a esa idea. Volvió a tumbarse en la cama y cerró los ojos, dispuesta a dormirse de nuevo. Pero entonces, como una mosca inoportuna, una indiscreta vocecilla sugirió en su mente una idea: «¿Los elfos tienen barba?».

Dana abrió los ojos. Qué pregunta tan estúpida. ¿Y qué importaba eso?

Recordó entonces que en su sueño Fenris tenía un aspecto peculiar. Casi involuntariamente reconstruyó las imágenes de la pesadilla, y de pronto comprendió algo con aterradora claridad: no era un sueño, sino un recuerdo recuperado.

Dana se incorporó de un salto, excitada. ¿Era eso lo que Kai había visto aquella noche y ella no había logrado recordar al despertarse días después? ¿De qué se trataba? ¿Y por qué lo recordaba ahora de nuevo, después de un año? Intentó concentrarse y aferrar todos los detalles de aquel sueño: la voz de Fenris, el extraño brillo de sus ojos, el vello que le cubría parte del rostro y…

Lo que había insinuado Kai. Al volver la vista atrás desde la grupa de Alide, Dana había visto —ahora sí lo recordaba, con total claridad— que los lobos rodeaban a Fenris y no hacían nada por atacarlo. Y el elfo… ¿los acariciaba? ¿Como si no fueran bestias asesinas, sino fieles perros de compañía?

Poco después Dana entraba en silencio en la habitación de Kai. En la penumbra vio al muchacho dormido, y, como solía hacer cada vez que se tropezaba con él, apartó de manera mecánica las dudas que le surgían acerca de su identidad. Kai era su amigo, se recordó a sí misma una vez más. Y, como él le había dicho tiempo atrás, no importaba que sólo ella pudiera verle, no importaba quién o qué era él en realidad: siempre estaría a su lado.

—Kai —lo llamó suavemente.

El chico se despertó enseguida.

—¿Dana? ¿Qué haces tú aquí?

Ella ya se había sentado al borde de la cama y lo miraba temblando de excitación.

—He tenido un sueño.

—¿Y vienes a contármelo a estas horas? —protestó él, encendiendo la vela de su mesilla.

—Es importante.

—Habla, pues —suspiró Kai—. Soy todo oídos.

Dana le contó con pelos y señales todo lo que recordaba de su sueño.

—¿A que eso es lo que tú viste aquella noche y yo había olvidado? —concluyó.

Kai no respondió enseguida. Se había despejado del todo, y la había escuchado seria y atentamente. Su expresión se había ido haciendo más sombría a medida que ella hablaba.

—Bueno —dijo por fin, pero no se le ocurrió qué más añadir.

—Fenris tiene poder sobre los lobos —añadió ella, triunfante—. Ahora sé que se trata de una habilidad especial suya, no de un hechizo que cualquiera puede aprender; porque, de lo contrario, esos lobos no serían un problema. ¿Era eso lo que querías ocultarme? ¿Y por qué?

—Está bien, tú ganas —dijo Kai, y se incorporó un poco para mirarla a los ojos—. Tenía miedo, eso es todo. Miedo de que quisieras volver a intentar la excursión al bosque, ahora que sabes…

—… que si vamos con Fenris y él nos protege, podríamos tener una oportunidad —completó ella—. ¿Pero por qué me lo ocultabas?

—Yo no te lo ocultaba —se defendió el chico—. Tú olvidaste lo sucedido.

—Es cierto, lo olvidé —reconoció Dana pensativa—. ¿Y por qué? ¿Qué pudo hacer que…?

—Qué o quién —corrigió Kai—. Creo que ya sabes a qué me refiero.

—¿El Maestro? ¿Quieres decir que él me borró la memoria, o…? ¿Y por qué lo haría?

—No lo sé. Lo que no entiendo es por qué ahora vuelves a recordarlo.

—Los hechizos no son eternos. De todas formas, sigo sin entender por qué…

—Para que no volvieras a salir al bosque de noche, probablemente. Quizá para protegerte. Puede que pensara que ni siquiera con la ayuda de Fenris podrías salir con vida si volvías a intentarlo.

—Y tú pensaste eso también. Por eso no me dijiste nada.

—Quiero que me comprendas. No temo nada por mí, pero tú…

—Intentabas protegerme.

—Estuviste demasiado cerca de no volver para contarlo la última vez, Dana. Reconócelo.

Dana calló un momento. Luego dijo:

—Pero tengo que hacerlo. Ahora soy casi una hechicera; si Fenris me acompaña, quizá logre encontrar de nuevo al unicornio y llegar hasta el final.

Kai la miró largo rato. Después dijo con un suspiro resignado:

—Creo que nada de lo que yo diga va a hacerte cambiar de opinión, ¿eh?

Dana se encogió de hombros.

—Bueno, no te asustes. Antes que nada he de hablar con Fenris, y después, ya veremos.

—¿Se lo vas a contar todo?

—¿Y qué otra opción hay? Por lo que sé, no existe otro modo de hacer lo que me pide esa mujer.

—Bueno, vale. En ese caso, te acompañaré.

«En ese caso y siempre», adivinó ella, pero no lo dijo.

—No voy a molestarte más —terminó—. Me vuelvo a mi cuarto. Buenas noches, Kai.

—Buenas noches, Dana.

Días más tarde, Dana invitó al mago elfo a dar un paseo a caballo por el bosque, y él aceptó, intrigado, porque intuía que la muchacha tenía algo que contarle.

Atravesaron el bosque en silencio. Había nevado la noche anterior, y un manto blanco cubría la espesura. Sin embargo, ninguno de los dos pasaba frío: el hechizo térmico del Libro del Fuego era muy sencillo, y ambos sabían cómo mantener su cuerpo tibio por mucho frío que hiciese a su alrededor.

Cuando estuvieron lo bastante lejos de la Torre, Dana refirió a Fenris todo lo que le había pasado desde que la dama se había aparecido por primera vez en su cuarto. Le habló de sus mensajes, de su encargo y del unicornio. Lo único que no mencionó fue la existencia de Kai.

—Dices que viste al unicornio —concluyó Fenris lentamente.

—No te estoy mintiendo. Vi al unicornio y es la criatura más hermosa de la tierra.

El elfo la miró a los ojos, tratando de descubrir la verdad de sus palabras.

—Te creo —dijo por fin—. Seguramente lo viste, porque de lo contrario no estarías tan empeñada en volver a pesar de todo. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad? Esta noche es plenilunio.

—Lo has adivinado. Quiero volver a intentarlo esta noche, y sé que tú puedes controlar a los lobos del valle. Es por eso por lo que pasas las tardes… y probablemente también las noches… subido en las almenas, protegiendo la Torre.

El elfo inclinó la cabeza, pero no la contradijo. Sin embargo, era evidente que no le gustaba hablar del tema, por lo que Dana fue directamente al grano:

—Lo que quiero es que vengas conmigo esta noche a buscar al unicornio. Necesito…

—… Mi ayuda para enfrentarte a los lobos —completó Fenris—. Comprendo lo que quieres decir, pero no puedo hacer nada por ti. Preciso algo más para saber que tus visiones son ciertas.

—Pero a ti no te cuesta nada acompañarme esta noche —protestó ella—. No te atacan los lobos.

—¿Y quién cuidaría de la Torre mientras tanto? Lo siento, no puedo ayudarte. No volveré a salir de noche al bosque, y menos en plenilunio. Es mi última palabra.

Dana no se dio por vencida.

—Pues échame una mano para resolver este rompecabezas —pidió—. ¿Quién crees que puede ser la mujer que veo en la Torre?

—No lo sé, pero, por la descripción, una archimaga. Sólo los archimagos llevan la túnica dorada.

—¿Y no sientes curiosidad? ¿No te gustaría saber quién es, de dónde viene, qué quiere?

—Sólo tengo tu palabra, Dana. No voy a romperme la cabeza por algo que sólo tú puedes ver.

Las palabras de Fenris afectaron a la muchacha más de lo que él había previsto.

—No, ya veo —murmuró ella—. Ya sé que estoy loca. Siempre ha sido así.

Espoleó a Lunaestrella y la hizo alejarse hacia lo más profundo del bosque, dejando atrás al elfo.

Él no la siguió. Volvió tranquilamente a la Torre, dejó su caballo en el establo y subió a proseguir con su trabajo en la biblioteca. Después fue a encontrarse con el Maestro en el estudio, para consultarle unas dudas.

Mientras Fenris le preguntaba sobre invocaciones, el viejo hechicero sondeaba sus pensamientos.

—Ha hablado contigo —comentó.

Fenris no vio necesidad de responder.

—¿Crees que volverá a salir en busca del unicornio? —quiso saber el Amo de la Torre.

—No lo sé. Está un poco obsesionada con el tema aunque, desde luego, le he dicho que no cuente conmigo —se estremeció—. Ya tuve bastante aquella vez.

El Maestro sonrió levemente.

—Tardaste más de una hora en volver, querido alumno —le recordó.

—Lo sé —respondió él en un suave susurro.

—De todas formas —añadió el Maestro—, me gustaría saber si es lo bastante osada como para arriesgarse otra vez.

Fenris no dijo nada al principio; después sonrió.

—Entendido —asintió.

Dana daba patadas a las piedras, arrancando del suelo trozos de nieve.

—Condenado elfo —gruñía—. ¿Por qué no querrá colaborar? No debería haber confiado en él: seguro que se lo dice todo al Maestro.

—Si es que él no lo sabe ya —apuntó Kai lúgubremente.

Dana lo miró.

—Tú crees que lo mejor es olvidar este asunto, ¿no?

—Parece lo más sensato y lo más prudente. Además, si el elfo no te ayuda quizá no logres sobrevivir a un nuevo enfrentamiento con los lobos.

Dana se dejó caer al pie de un árbol, desalentada.

—Ojalá nunca hubiera visto a esa mujer —se lamentó—. Ahora ya no sé qué hacer.

—Te comprendo mejor de lo que crees —le dijo Kai, sentándose a su lado—. Aún hay muchas piezas que no encajan, y yo también estoy intrigado.

—Pues tú que sabes tantas cosas podrías tratar de averiguar algo más —le reprochó—. ¿Hay algún otro detalle que no me hayas contado?

—No te pongas quisquillosa conmigo, Dana. Yo no tengo la culpa.

—Ya lo sé, Kai. Pero reconoce que siempre me ocultas cosas. No sé por qué sigo confiando en ti.

—Porque somos amigos, ¿no? —dijo él con seriedad.

—Es cierto —reconoció Dana a media voz—. Y tú eres mucho más que un amigo para mí. Lo sabes.

—Sí, lo sé.

Dana no quiso plantearse hasta qué punto él comprendía sus palabras.

—Ojalá las cosas fueran distintas —añadió Kai, y Dana asintió gravemente.

—Sí, ojalá. Ojalá pudiera tocarte y todos pudieran verte como te veo yo. Me gustaría saber…

Un crujido en la nieve llamó su atención y la hizo erguirse rápidamente y dirigir su mirada hacia el lugar de donde procedía, con expresión alerta.

Fenris se materializó en el claro. Su túnica roja destacaba poderosamente sobre la nieve blanca. Dana quiso creer que acababa de llegar, pero adivinó enseguida, por la expresión seria de él, que llevaba un buen rato escuchando.

—Estabas espiando —lo acusó Dana.

—¿Quién es Kai? —quiso saber el elfo.

—No es asunto tuyo.

La aprendiza estaba realmente furiosa, y Fenris se dio cuenta de ello. Vio también cómo echaba un rápido vistazo a algo o alguien que parecía encontrarse a su lado, pero el mago no vio nada allí.

—Márchate —exigió ella, a punto de estallar.

A Fenris su intuición le decía que había mucho más detrás de aquella conversación suya con la nada.

—Muy bien —aceptó—. Pero tal vez te interese saber algo.

—No quiero saber nada. Déjame en paz. Tú no tienes derecho…

—¿Sabías que «Kai» es una palabra élfica?

Dana se calló inmediatamente y miró a su amigo inmaterial; el muchacho observaba al elfo con una dura expresión en el rostro.

—Veo que no lo sabías —comentó Fenris—. Bueno, por si te interesa, significa «compañero». Algunos magos utilizan esta palabra para referirse a…

—¡No! —gritó Kai, fuera de sí.

—No quiero saberlo —se apresuró a responder Dana, dirigiéndole una mirada preocupada—. Por favor, Fenris, no me cuentes más. Él no quiere que yo lo sepa.

—Comprendo muy bien por qué —murmuró el elfo con suavidad—. Está bien; no debo meterme en lo que no me importa.

—Ya lo has hecho —masculló Kai, malhumorado.

Dana suspiró, profundamente preocupada.

—Kai existe —dijo.

—Imagino que sí —respondió Fenris—. Y eso me lleva a plantearme algunas preguntas inquietantes.

Caminó hasta ella y se sentó a su lado con un movimiento ágil y elegante. Dana nunca se había fijado, pero en aquel momento descubrió que Fenris se movía con la flexibilidad y sutileza de un gato.

—Esa mujer que ves, y que te habla, ¿es como Kai? —quiso saber el mago.

Dana se pasó una mano por el pelo con nerviosismo. No estaba nada acostumbrada a hablar de Kai. Pese a que aquello era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo, ahora sentía que el elfo estaba invadiendo su intimidad.

—No lo sé —dijo por fin—. La imagen de la Dama es a veces tan incorpórea que puedo ver a través de ella. En cambio, a Kai lo veo con tanta claridad y consistencia como te estoy viendo a ti ahora.

Fenris asintió, pensativo. Dana se descubrió a sí misma esperando anhelante que él le dijese de una vez por todas qué estaba pasando. Pero, a la vez, temía que le revelase el secreto de Kai, aquel secreto que su amigo había guardado celosamente durante tantos años, que tanto dolor le causaba y que no podía confesar.

«Él no quiere que yo lo sepa», se recordó a sí misma, y por primera vez pensó: «Sufriría mucho si yo lo supiera». Iba a decirle a Fenris que no quería saber nada más cuando el elfo habló:

Kin—Shannay —dijo.

¿Kin—Shannay? —repitió Dana—. ¿Qué es eso?

—Así llaman en mi tierra a las personas como tú.

El hechicero clavó sus ojos almendrados en los de Dana, y ella percibió en ellos respeto y admiración. Se asustó, y le devolvió una mirada llena de dudas e incertidumbre.

Kin—Shannay —dijo de nuevo el elfo—. Son seres extraordinarios, y en todo el mundo sólo existen un puñado de ellos. Sus poderes pueden llegar a ser casi ilimitados, porque ven mucho más allá, porque su mirada llega más lejos que la del resto de los mortales. Porque son una puerta abierta a otra dimensión.

Dana temblaba violentamente.

—Me estás tomando el pelo.

—Te aseguro que no —los ojos de Fenris seguían mirándola con atención—. Ahora empiezo a entender por qué el Maestro te trajo a la Torre —frunció el ceño—. ¿Sabía qué clase de criatura estaba metiendo en su casa?

—¡No te entiendo! —estalló Dana por fin—. ¡No sé qué quieres decir! ¿Qué es eso de Kin—Shannay?

—No puedo decirte más sin desvelar el secreto de Kai, y es obvio que él no quiere que te lo cuente.

—¿Es que acaso puedes verle? —inquirió Dana con los ojos muy abiertos.

—No, pero te he oído hablar con él.

Calló un momento, pensativo, y Dana lo miró con inquietud. El elfo parecía estar dándole vueltas a un asunto importante, y ella no lo interrumpió. Sin embargo, rozó la mano incorpórea de Kai.

—Me trajo a mí para que le permitiera acceder a la Torre, que estaba sitiada por los lobos —musitó Fenris—. Pero ¿y a ti? ¿Por qué te trajo a ti? La clave está en esa hechicera que habla contigo. ¿Nunca le has preguntado su nombre?

—Cientos de veces. Pero nunca me responde.

—Está relacionada con la Torre, sin duda. Quizá vivió aquí hace tiempo. En cualquier caso, yo no sé quién puede ser.

—Pero tal vez Maritta sí —dijo de pronto Dana; y al ver que Fenris la miraba un poco perdido, explicó—: Maritta, la enana de la cocina. Me dijo que ya vivía aquí mucho antes de que vosotros llegaseis.

—Buena idea —dijo Fenris—. Ve tú entonces a hablar con ella y, cuando vuelvas, trae a nuestros caballos y algunas provisiones.

—¿Caballos y provisiones? ¿Para qué?

—Para ir esta noche en busca del unicornio. Yo me quedaré aquí porque tengo algo que hacer, pero te esperaré al atardecer.

Dana se quedó con la boca abierta.

—¿Vas a acompañarme? —pudo decir por fin, y lo abrazó impulsivamente—. ¡Oh, no sabes lo agradecida que estoy…! ¿Vas a dejar de vigilar la Torre por venir conmigo?

—Qué remedio. Supongo que, en cuanto el Maestro note que los lobos se acercan demasiado, se dará cuenta de que yo no estoy, y vendrá a buscarnos. Pero, mientras tanto…

Dana lo abrazó nuevamente, volvió a darle las gracias y dijo:

—Muy bien; me voy entonces a hablar con Maritta y ya nos veremos aquí de nuevo al caer el sol.

Montó con Kai sobre Lunaestrella, y salió del claro, dejando atrás al elfo sentado bajo el árbol.

Cuando Dana llegó a la Torre, había apartado ya de su mente todas las alusiones de Fenris sobre Kai y los Kin—Shannay, fuera lo que fuese aquello. No quería pensar en ello; de momento lo más importante era descubrir la identidad de la dama de la túnica dorada.

Maritta estaba llenando cubos de agua en el patio, y Dana se apresuró a echarle una mano. No le preguntó nada hasta que llegaron a la cocina.

—Necesito que me ayudes, Maritta —le dijo entonces.

Ella clavó en la aprendiza sus ojos oscuros, penetrantes como los de un aguilucho.

—Si está en mi mano lo haré. Dime, ¿qué pasa?

Dana le habló de las apariciones de la dama de la túnica dorada, y se la describió.

—Sé que no te gusta hablar de aquella época —concluyó—, pero quizá la recuerdes si alguna vez vivió aquí… aunque, espera. No hace falta. Es una pista falsa —dijo más bien para sí misma, desalentada—. Eso ocurrió hace mucho tiempo. Ella sería una niña entonces, o no habría nacido. No la recordarás.

Pero el rostro de la enana se había transfigurado rápidamente, adquiriendo la palidez de la cera.

—No puede ser que la hayas visto —musitó—. Ella…

—¿La conoces? —preguntó Dana ansiosamente—. ¿Quién es?

Maritta respiró profundamente. Luego dijo:

—Cuando yo era joven, y de esto hace ya muchos años, la Torre era un centro de sabiduría y erudición, y a ella acudían viajeros y estudiosos de todas las partes del mundo. Las risas y los buenos deseos lo llenaban todo, y entonces los lobos no aullaban de rabia desde las montañas.

Hizo una pausa; sus ojos brillaban, perdidos en las ensoñaciones de una época lejana.

—Y todo giraba en torno a ella, la Señora de la Torre —prosiguió—, la hechicera más poderosa de los siete reinos, la más sabia, la más justa, la más prudente. Todos en la Torre y en el valle la amaban y respetaban. Su nombre era Aonia.

—¿Y adónde fue?

—¿Adónde fue? —repitió Maritta—. Al lugar de donde nadie regresa —sacudió la cabeza con pesar—. Murió hace más de cincuenta años.

Aquella sentencia fue un mazazo para Dana. ¡Había creído tener la respuesta!

—Comprendo —murmuró—. Seguiré buscando. Gracias de todas formas.

Se despidió de la enana y salió de la cocina. Mientras subía a su habitación, no dejaba de pensar en el plan que preparaba para la noche. Se estremecía sólo de recordar su experiencia con los lobos un año atrás, pero se repetía a sí misma que en esta ocasión sería diferente, porque Fenris la acompañaría.

¿Pero por qué había cambiado el elfo de opinión?

—Si vuelves a escaparte quizá el Maestro no te deje regresar —dijo entonces Kai.

Dana se sobresaltó. Casi había olvidado que él estaba a su lado.

—Lo sé —respondió—. Pero creo que vale la pena correr el riesgo, y descubrir quién es esa mujer.

Kai no dijo nada. Dana se volvió para mirarle, mientras ambos entraban en la habitación.

—Tú lo sabes —adivinó, sorprendida—. Todos lo sabéis menos yo. ¿Por qué no…?

Se calló de pronto, comprendiendo.

—Es Aonia —dijo en voz baja.

Kai no habló. Dana se dejó caer sobre la cama, abrumada.

—Pero no puede ser —dijo—. Aonia murió hace más de medio siglo, y los muertos no se comunican con los seres humanos; sólo en algunos casos, cuando los invoca un hechicero de gran poder. Nadie puede hablar con ellos con tanta naturalidad.

Una palabra rebotó entonces en su mente: Kin—Shannay. Dana se estremeció. Enterró la cara en la almohada y cerró los ojos, tratando de no pensar. Se habría quedado así para siempre, desconectada del mundo, pero sintió de pronto la mano de Kai sobre su hombro, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Entonces tú… —dijo, volviéndose para mirarle; pero no le salieron más palabras.

En los ojos del muchacho había tanto sufrimiento que Dana comprendió cuan ínfimo era su propio dolor comparado con el de él. Parecía realmente destrozado.

—Tú… eres… —volvió a decir, temblando, pero de nuevo enmudeció.

—Un fantasma —completó Kai, y por sus mejillas inmateriales rodaron dos lágrimas que contenían una infinita tristeza.

Dana jamás lo había visto llorar, y sintió que se le partía el corazón. No dijo nada durante un rato, y finalmente murmuró, rompiendo el silencio:

—Yo… he de decirte algo. Me da miedo, me da mucho miedo todo este asunto. Pero lo que más me asusta, ahora que sé lo que sé… es lo que siento por ti —concluyó en un susurro apenas audible.

Él no dijo nada, pero la abrazó, y Dana cerró los ojos para disfrutar de aquel contacto que era como una mezcla de brisa, sol y agua de lluvia.

—Perdóname —le dijo Kai al oído.

—¿Por qué? ¿Por no decirme la verdad?

—No; por quererte. No debería, ¿sabes? No te he causado más que problemas.

Dana se separó inmediatamente de él para mirarle a los ojos.

—No digas tonterías. Eres… —tragó saliva—. Tú eres la persona que más quiero en el mundo. Me has dado muchas cosas. No sé qué habría hecho sin ti.

Kai sonrió.

—Queda mucho por explicar… —empezó, pero ella le interrumpió:

—Mañana —dijo, y Kai se puso serio, comprendiendo todo lo que implicaba aquella palabra.

Poco antes del atardecer, los dos amigos abandonaron la Torre con Alide y Lunaestrella; Dana utilizó un hechizo de teletransportación para llegar al claro donde había dejado al elfo. Una vez allí, la aprendiza miró atrás. La Torre no era visible desde el claro, pero ella sabía muy bien dónde estaba, y sabía que, tal vez, unos pétreos ojos grises observaban el bosque desde lo alto.

Dana se estremeció. Quizá no volviera nunca a la Torre. Quizá muriera aquella misma noche. O quizá la matase el Maestro con sus propias manos: la principal norma de una academia de Alta Hechicería consistía en que jamás, por ningún motivo, debía un aprendiz volverse contra su Maestro.

Dana suspiró, apartando aquellos pensamientos de su mente, y buscó a Fenris con la mirada.

Lo halló en el mismo lugar donde lo había dejado. Se había sentado en el suelo, sobre la nieve, en medio de un círculo que había formado con diversas plantas, piedras y polvos mágicos. Tenía los ojos cerrados y estaba casi desnudo, a excepción de una especie de taparrabos. Su túnica roja colgaba de la rama de un árbol.

Pero lo que más llamó la atención de Dana fue la expresión de paz y calma que había en el rostro anguloso y eternamente juvenil del elfo.

—Es un círculo de purificación —le explicó Dana a Kai por lo bajo—. Para librarse de los malos espíritus.

—¿Como yo? —bromeó él, pero Dana le dirigió una mirada severa.

—No hagas chistes con cosas serias.

—Tienes razón. Perdona.

Dana se sentó por allí cerca para no interrumpir el ritual de Fenris, y esperó en silencio a que acabara. Estaba nerviosa porque el bosque se oscurecía por momentos, y sabía que el Maestro descubriría su fuga en cuanto el mago elfo no acudiese a las almenas a la puesta del sol.

Pero también sabía que, si el elfo estaba realizando un círculo de purificación, sus razones tendría; y era mejor no molestarlo.

Cuando los primeros lobos aullaban a las primeras estrellas, Fenris abrió los ojos, la miró y sonrió, y Dana no pudo menos que sonreír también. El elfo tenía un aspecto muy gracioso, allí sentado semidesnudo sobre la nieve y tan sonriente; pero en sus delicadas facciones había una profunda paz y armonía interior que resultaban contagiosas.

«Tengo que pedirle que me enseñe a realizar ese hechizo», se dijo Dana. El círculo de purificación estaba sólo apuntado en el Libro del Aire; ella lo había utilizado alguna vez como técnica de relajación, pero nunca le había producido aquellos resultados tan espectaculares.

Aún sonriendo, Fenris se levantó y abandonó el círculo para recuperar su túnica. Dana esperó a que él se vistiera de nuevo y después lo miró fijamente.

—No tenemos mucho tiempo —dijo el elfo, echando un rápido vistazo al cielo—. Guíame.

Dana asintió, inspirando profundamente. Era consciente de que ahora comenzaba lo verdaderamente peligroso y que, tanto si sobrevivían como si no, tanto si regresaban a la Torre como si escapaban de allí para siempre, nada volvería a ser igual después de aquella noche.

De todas formas, ejecutó el hechizo de teletransportación que la llevaría al lugar donde había visto al unicornio por primera vez, un año atrás.

Instantes después el mago, la aprendiza, el espíritu y los dos caballos desaparecieron del claro, y sólo los restos del círculo de purificación quedaron para dar testimonio de que habían estado allí apenas un instante antes.