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Gabriel Llanos me esperaba con el pato de don Paciano a la salida del periódico.

—Vamos a ser los últimos.

—Lo siento.

—No te preocupes, sin nosotros no empiezan.

Me acomodé terminando de abotonar el abrigo mientras Gabriel arrancaba. El viento soplaba por el bulevar. Los castaños se mecían abatidos.

—Se está poniendo bueno, ¿eh?

—Aviado. En todo el día no he podido sacudirme la tiritera.

El pato avanzaba lento bulevar arriba. Gabriel Llanos se recostó en el asiento sujetando el volante con descuido. De la guantera sacó un paquete de Buby, me ofreció y encendí un cigarrillo.

—No se te ve mucho últimamente —dijo.

—Lo normal.

—Yo es que dejé de ir por el Isma. Ahora tenemos la partida en el Bambú. Aquello está más moderno. Y el Yucatán desde que me casé ni olerlo.

—¿Tienes chavales?

—El primero para abril, si Dios quiere. A ti no te pescan, ¿eh?

—A uno no hay quien lo quiera.

—Eso dije yo hasta que pude.

Salíamos del bulevar hacia la Plaza del Espolón. El atardecer se precipitaba arrastrado por las nubes oscuras. El viento traía gotas de lluvia que se estrellaban en el parabrisas. Cruzamos la Puerta Castillo. Sobre el lienzo de la muralla los nichos enrejados de la cárcel punteaban el mascarón tenebroso del castillo, erguido en la inminente ruina del atardecer.

—Menuda gracia estar ahí metidos, ¿eh, Parra? —dijo Gabriel señalando con un gesto las altas y diminutas bocas de los calabozos.

La luz del pato iluminaba el tronco de los árboles, las cercas intermitentes de los prados destinados a solares, cohibidos entre las recientes construcciones. Un letrero sujeto en un poste anunciaba la Inmobiliaria Abascal. Por Álvaro López Núñez íbamos en dirección a la carretera de Asturias.

—¿Don Paciano sigue comprando terrenos? —le pregunté a Gabriel.

—Compra y vende. La Inmobiliaria tiene problemas. Si tuviéramos que comer de ella.

—¿Y eso?

—Todo viene de lo mismo. Dificultades con las licencias, ordenanzas que sólo le aplican a él. A don Paciano lo traen mártir. Desde que le apearon de la presidencia de la Cámara. Cuando el Gobernador te da la espalda y en el Ayuntamiento tienes a tu peor enemigo, ¿qué vas a esperar?

Las gotas se arremolinaban en rachas sucesivas y Gabriel puso en movimiento el limpiaparabrisas. Llegábamos al cruce. La carretera de Asturias comenzaba en una larga cuesta entre los áridos desmontes, las últimas casas desperdigadas en solitarios emplazamientos hasta la frontera de los cuarteles: un muro alto que acotaba las hectáreas del ejército con los pináculos de las garitas en las esquinas.

—¿Quién te crees que va a venir mañana a la inauguración de las nuevas oficinas? El Obispo a bendecir y eso si no le da por mandar al vicario. Hace tres años no hubiera faltado ninguna autoridad. Yo lo siento de veras porque le están minando la salud.

A Gabriel se le notaba la indignación y la amargura al rememorar las desventuras de su jefe. El bigote se le contraía y sus ojos brillaban airados. Como secretario y persona de confianza de don Paciano Abascal coordinaba los negocios, cultivaba las relaciones y supervisaba las contabilidades desde hacía más de diez años. Si Isauro era el hijo y heredero, dueño de una inteligencia poco avispada para circular por un mundo de retrancas y dobles fondos, Gabriel se había convertido en la mano derecha, ejecutiva, consejera y leal.

—Desde que don Mariano dejó el Gobierno y lo sustituyó el pacense hay muchas ratas sueltas. A ese don Salustiano lo domina el ladilla de Higinio Peralta. Y mira si será ingenuo don Paciano que a todos les mandó invitación. Lo que necesitan para hacerle el feo con todas las de la ley. Un Gobernador que se asesora por ese ladilla, ya me dirás tú.

Pasábamos frente a los cuarteles. En las garitas de la entrada los quintos de guardia se mantenían inmóviles con el mosquetón en descanso embutidos en los capotes. Un cabo se paseaba por el portalón.

—Qué vida la de guripa, ¿eh? —dijo Gabriel.

—Regalada. Papando moscas y mojando el chusco en el rancho.

—Yo ya ni me acuerdo.

—Las panzadas de aburrimiento se olvidan como el hambre cuando hay de comer.

—Pues el otro día, según me dijeron, un chaval se pegó un tiro con el máuser ahí en Artillería.

—¿Limpiándolo?

—No, a propio intento. Un chaval de una aldea de Somiedo.

—Le daría la murria. Yo me acuerdo de haber tenido alguna mala intención, pero no de ésas. En mi Compañía nos hubiéramos cargado al teniente, que era un cabrón con pintas. Pero a lo más que llegamos, cuando nos licenciaron, fue a echarle azúcar en el depósito de gasolina de la moto. Dos kilos y medio.

La carretera ascendía en cortos repechos y la ciudad se desdibujaba entre las luces enmohecidas, quieta entre los humos y la fronda parda de las sombras, apelmazados los edificios como puñados de trapos sucios, el río apenas presentido en su camino desde las vegas aledañas, las choperas tiznadas en el horizonte, un viento agreste.

Superado el altillo el pato se repuso de los agudos ronroneos y se deslizó con la holgada suspensión amortiguando los continuos baches. El panorama del monte se perdía entre yermos y eriales hacia un fondo nocturno cada vez más intenso.

—Ya estamos llegando —dijo Gabriel.

La finca de don Paciano extendía su terreno hasta el borde de la carretera. Para llegar al chalé había que tomar un camino de gravilla, cruzar una leve vaguada y un pequeño robledal. La casa, de piedra labrada y tejado de pizarra, se alzaba en un mediano promontorio no lejos de un bosquecillo de pinos, blanca por la cal de los revoques, resguardada por un muro bajo de cantos desnudos sobre el que se incrustaban las rejas de floridos herrajes. Había dos coches aparcados a la entrada del chalé.

—Somos los últimos, pero más vale tarde que nunca, ¿eh, Parra?

La puerta principal se abrió y un muchacho cojo seguido de un perro lobo vinieron hacia nosotros.

—Ahí atrás hay unas cosas, llévaselas a tu madre a la cocina —le ordenó Gabriel.

El perro jugueteaba cabeceando en nuestras piernas.

—Quita, Lince, quita. Llámalo tú, Toñín, nos va a poner perdidos.

—Ven aquí, Lince, deja a don Gabriel.

Entramos en el chalé. Un murmullo festivo llegaba del salón cercano, donde sin duda el resto de los invitados nos aguardaban. Gabriel me recogió el abrigo y fue a colgarlo con el suyo.

—Un momento.

Por el pasillo le vi abrir una puerta que liberó el agradable olor de la cocina.

—Ya estamos todos, Balbina. ¿Cómo va eso?

El muchacho cojo entraba haciendo equilibrios con una caja demasiado pesada en las manos. Lince intentaba colarse entre sus piernas.

—Fuera, Lince, fuera.

Le sujeté la puerta. Gabriel vino a ayudarle hasta que dejó la caja en el suelo.

—Vamos, Parra.

La mujer salió de la cocina. Sonrió al verme.

—Don Gabriel —dijo—, tienen que darse prisa con los cochinos, que ya sabe que me llevan un tiempo.

—Tú ten el horno a punto.

—Toñín los suelta cuando digan.

—Vale, vale.

Al entrar en el salón don Paciano vino a mi encuentro con una sonrisa que le colgaba de las orejas. Cerca de la chimenea francesa, donde crepitaba un piorno, Mariano Olmedilla, don Cosme Braña y Ursicino Lesmes charlaban y bebían en un corro bullicioso. Las manos fofas de don Paciano estrecharon las mías.

—Cómo le agradezco que haya venido, Parra.

—Soy yo quien le agradece la invitación.

—Da gusto verse entre amigos. Hace tiempo que quería tenerle con nosotros. La vida paga el tiro por estos buenos ratos, ¿verdad?

Don Paciano posaba su mano en mis hombros. Sus ojillos salpicados de melifluas humedades parecían destilar la cordialidad del mesonero.

—Pero, venga, estamos empezando con el jerez. No sé si Gabriel le ha puesto al tanto de nuestras buenas costumbres. En esta cofradía no se respetan las fórmulas, aunque eso sí, aquí tenemos a don Cosme para las bendiciones. En el comer y el beber nos damos todas las licencias.

El industrial me palmeó guiñando el ojo derecho con abierta complicidad, mientras los demás me saludaban.

—Esas son vuestras copas, Gabriel. Ursicino, sigue tú sirviendo —ordenó don Paciano.

El salón estaba en una media penumbra, sólo iluminado por dos lámparas de pie y el agradable resplandor de la chimenea. Por los amplios ventanales, que las cortinas dejaban libres, se adivinaba la terraza y el último aleteo del atardecer.

Una mesa central, escrupulosamente revestida y dispuesta, presagiaba la magnitud de la cena: atestada de vasos y platos, bajo la enorme lámpara de brazos torneados y un exagerado dispendio de cadenillas de cristales.

—Aquí Olmedilla nos contaba un chiste municipal.

—Parra seguro que lo sabe. En la radio y en el periódico somos los primeros en enterarnos, ¿verdad?

Mariano Olmedilla apuraba la copa moviendo el fino bigote con la sonrisa del locutor en acción. En el ojal de la solapa de su chaqueta campeaba la insignia con el anagrama de radio falange. Olmedilla vestía de marengo y llevaba una corbata que emitía destellos eléctricos. Las corbatas del locutor eran famosas.

—No se oyen muchos chistes últimamente —aseguró Gabriel.

—Pues si perdemos el humor perdemos la vida —dijo don Paciano—. Yo de joven era aficionado a las verdulerías, me gustaban los chistes picantes y los cuplés con retranca, y usted don Cosme me perdone. Esas cosas que después de todo son inocentes y más sanas que la murmuración, para mí el más grave de los vicios. Ya con los años se olvidan esas aficiones y vele ahí cómo nos va.

—Usted no se queje que tuvo una juventud muy lograda —dijo Ursicino que no abandonaba la botella.

—Quiá, hijo. Lograda si a eso le llamas trabajar de sol a sol.

El rostro de don Paciano tomó una actitud beatífica y sus ojillos acuosos resplandecieron alentados por el recuerdo. Se veía que Ursicino sabía trabajarle.

—Los veranos rodando por los Carabancheles con un carro de melones. Eso sí, puro arrope. Y en el invierno en la tahona de mi tío Eulogio, mismamente en Lavapiés. Uno sin ser madrileño tiene mucho aire de allí. Con el siglo era yo un mozalbete echado para adelante, sí es verdad.

—Y le gustaba la juerga, no nos lo niegue —le dijo Ursicino con un guiño malévolo.

—Así lo reconozco.

—Las mozas le andarían listas.

—Menos de lo que uno quería. Para los aprietos no había más remedio que consolarse con el favor mercenario, que decíamos entonces.

—Aquel Madrid estaría bien surtido —indicó Mariano.

—Como capital que era.

—¿Y a cómo se le ponían el cañete?

Don Cosme tosió al tragar el jerez.

—El cañete, Olmedilla, era mucho para un zagal como yo. Las de lenocinio no las catábamos los mozalbetes de mi condición a no ser por fiestas, San Isidro y para de contar. A lo más, íbamos a aliviarnos a La Cuesta de Claudio Moyano, que cae por el Botánico.

—Alivio manual, no me diga más.

—Alivio de pajillera, sí señor, santo remedio, y a real la acometida con cascabeles.

—La vida de don Paciano es una vida de aventura —dijo Ursicino visiblemente satisfecho de su labor de tiralevitas.

—Usted no le haga caso, Parra. La mía es una vida como tantas. Tesón y sacrificio, eso sí, y muchas menos diversiones de las que pedía el cuerpo. Si he llegado a donde he llegado no fue en balde. A los sudores no voy a referirme para no ponerme pesado.

—Cuando se llega es porque se vale —señaló Ursicino, que volvía a llenar las copas con la mano ligeramente temblorosa.

—Bueno, bueno, Ursicino, qué van a pensar estos señores.

La sonrisa de don Paciano nos pedía disculpas para el empleado excedido.

—Lo mismo me da. Las verdades arriba que son verdades, decía mi abuela. Y, además, estamos entre amigos.

—Tiene razón —dijo don Cosme Braña con la voz soterrada de canónigo lectoral—. Lo bueno hay que predicarlo. Nada más feo que el remilgo del virtuoso.

—Hombre, don Cosme, se le agradece. Pero virtuoso y pecador lo es uno a partes iguales. Las cuentas que tengo con Dios me preocupan más que las de aquí abajo.

—Dios pesa y mide con romana y vara bondadosa.

—Así lo entiendo como cristiano que soy.

—Cristiano de avanzadilla.

—¿También usted está hoy como Ursicino?

—Pionero de la Adoración Nocturna, benefactor de las Conferencias de San Vicente, Cofrade Mayor de la de la Buena Muerte. Los títulos espirituales debían ponerse también en las tarjetas de visita.

—Me están abrumando —confesó don Paciano feliz—. ¿Qué va a decir Parra?

El jerez tenía ese justo sabor de uvas calcinadas y enfilaba las venas con un vertiginoso halago que subía acariciante hasta la nuca. Ursicino no nos daba reposo, las copas se mantenían a pleno rendimiento. Vislumbré el futuro evaluando aquellos preliminares y decidí beber despacio. Don Paciano alzaba la copa proponiendo un brindis.

—Por los presentes y la amistad, que es de todo lo mejor.

Un trago mal dirigido produjo un atasco en Ursicino que, con el rostro cianótico, comenzó a hipar abriendo la boca y escupiendo el jerez en un chorro de aspersión que alcanzó directamente la sotana del canónigo. Mariano Olmedilla le golpeó la espalda, intentando aliviarle. Don Cosme abrió los brazos entre ofuscado y sorprendido.

—Por Dios, Gabriel, trae una servilleta —pidió don Paciano.

Ursicino se repuso, dejó la botella y la copa y tomó él la servilleta para limpiar al canónigo.

—Perdóneme, don Cosme, me entró por mal sitio.

—Esto me recuerda —dijo Olmedilla que saboreaba lentamente el jerez— aquella anécdota de don Fabián Riesco, el llorado Obispo de Mataluenga.

—Don Fabián Riesco —dijo don Paciano almibarado al repetir el nombre—. Casó a mi hija Charito y confirmó a Isauro. Un santo. Y lo más campechano. En casa se le quería como de la familia. Ya no hay obispos así.

—Pues estaba don Fabián en la catedral celebrando un tedeum —siguió Olmedilla— y las autoridades, como es lógico, en primera fila. Don Fabián, como saben, era muy dado al hisopo, le gustaban las bendiciones con agua bendita más que los frisuelos, que ya es decir. Yo me acuerdo que siempre decía con aquel gusto suyo por lo macarrónico: arpegi cum aqua bendita et vinum per la propia espita. Era un santo varón que se pitorreaba hasta de su sombra. Pues llega el momento de bendecir, coge el hisopo y se percata de que no funciona a su gusto, que está obstruido. Pide que se le cambien y el sacristán le confiesa que no hay otro. Entonces le da órdenes al oído y al cabo de un momento regresa el sacristán disimulando un cacillo. Don Fabián, muy sereno, baja los peldaños del altar, se queda frente a las autoridades, introduce el cacillo en la vasija del agua bendita, entona los latines, y no vean ustedes a las autoridades poniéndose a la defensiva, brazos en alto, mientras don Fabián los regaba. Pingando, lo que se dice pingando.

—Qué bueno —reía don Paciano—. Si es que tenía unas ocurrencias. En la boda de mi chica, al pedirle a ella el consentimiento, le dice: y tú Charito, ¿quieres por marido a este alipende de Gonzalín?

Reímos la gracia. Ursicino abría otra botella.

—Y más que les cuento, ahora que puede hablarse familiarmente, ya que todos somos de confianza —continuó don Paciano—. En el banquete se pimpló un poco, ya saben como era, llano y sin vueltas como suele ser el personal de Mataluenga, que allí todos andan llevando la vaca al toro. Al baile se le metió entre ceja echar una pieza y así me lo dijo. Yo, claro, pensando que era la broma del día, pero ya ya. Tuve que agenciarme a Lolina, la hermana de mi mujer, y con todo el disimulo que pudimos se marcaron un bolero detrás del biombo, donde los camareros tenían la impedimenta.

Olmedilla y Gabriel estallaron en sendas carcajadas secundados por el propio don Paciano. Don Cosme Braña torcía la cabeza. Ursicino iba llenando vasos mientras contenía la risa.

—Qué tío cachondo —dijo mientras guiñaba el ojo—. Si el clero fuese así habría más feligreses. Don Cosme, que ustedes los canónigos tienen mucho que aprender, que se la pasan igual que charcuteros de sacristía. Y ahora, con el permiso de nuestro genial anfitrión, quiero yo echar un brindis.

—Vale, vale, Ursicino —concedió don Paciano.

Un irreprimible eructo surgió en sordina de la garganta de Ursicino Lesmes, cuyos efluvios podía detectar cualquier olfato aficionado.

—Por don Fabián Riesco y aquel otro don Luisín Armesto —pronunció con cierta dificultad—, el obispo más campechano y el beneficiado que más cupo de descalzas se benefició en la historia de la urbe. Pecho Lobo le llamaban las corderas de clausura al tal don Luisín.

Con un gesto olímpico Ursicino vació la copa de un trago mientras los demás nos quedábamos mirándole. El hipo le acometió de nuevo y unas leves salpicaduras de jerez cegaron a don Cosme que estaba frente a él.

—Por Dios, Ursicino —le conminó don Paciano—. La has tomado con don Cosme. Ten un poco de cuidado. Gabriel, la servilleta.

—Don Cosme me perdona. Él está acostumbrado en el confesionario.

—Hala, hala —dijo don Paciano—, no te pongas pesado.

Toñín, el chico cojo, venía con una bandeja de aperitivos. Gabriel se la cogió, nos fue ofreciendo y la puso en la repisa de la chimenea.

—Dice mi madre si ya van a empezar con los cochinos, que si quieren los suelto.

—Pues yo creo que debíamos ir ya —opinó Gabriel.

—Sí, sí, tú baja a la bodega y espéranos —ordenó don Paciano a Toñín—. Otra copita para entonarse y veremos quién tiene hoy mejor mano.

—Seguro que Parra. Los novatos llevan las de ganar —afirmó Olmedilla.

—Bueno, no es sólo cuestión de suerte, sino de maña —dijo don Paciano sonriente.

—Las armas blancas requieren su práctica —opinó Gabriel.

—Y, desde luego, no sabemos si Parra la tiene.

—El último día usted, don Cosme, lo hizo de perlas, sí señor —dijo Gabriel.

—Ya les advertí que en mi pueblo las matanzas son serias. Cachetero, cuchillo y gancho fueron mis armas de mozo. Otras no conocí, a Dios gracias. En la Cruzada, debido a mi dignidad, apenas vi los mosquetones.

—Pues yo no le llevo ventaja —dijo Ursicino—. La guerra la hice escondido en el pajar de mi tío Rosendo, que era un rojo borracho y amancebado. A mi prima Adela la debo la vida y algún que otro buen rato en aquella gatera.

—Bueno, señores, pues hala, a vaciar las copas y al tajo. ¿No escuchan el gruñido de los inocentes?

Ursicino Lesmes bebía el último trago directamente de la botella. Todos comenzaron a quitarse las chaquetas y les imité. Don Cosme se liberaba con cuidado el alzacuellos. Un soterrado entendimiento de risas y meneos me dejaba momentáneamente marginado, como si mi presunta curiosidad fuese un aliciente en el juego.

—Venga, Parra —me dijo Gabriel dándome una palmada—, que de ésta entras en la cofradía.

Formábamos la tropa de un safari por el largo pasillo, a donde Balbina se asomaba desde la cocina restregando las manos en el mandil, sonriendo con un movimiento condescendiente de cabeza, ese gesto de anticipada disculpa para las travesuras, tan propio de las sirvientas de confianza.

En la puerta que se abría sobre las escaleras que bajaban a la bodega nos esperaba Toñín advirtiendo que tuviéramos cuidado. La prolongada pendiente de apretados escalones conducía a una espaciosa profundidad abovedada.

Sentí el aroma de la bodega como una tromba refrescante y rancia de los más variados efluvios. El frío se amortiguaba en un pálpito de humedad benigna, y las bombillas, estratégicamente dispuestas, iluminaban la totalidad de aquel búnquer doméstico.

—Estamos en la cueva del tesoro de don Paciano Abascal —me susurró Mariano Olmedilla.

Cubas y botellas tapizaban las paredes ordenadas sobre precisas estructuras que formaban abigarrados panales. Del techo, un bosque en cuya espesura apenas la luz podría filtrarse, pendían las multitudes frescas y curadas de las más sustanciosas matanzas: jamones, cecinas, botillos, chorizos, lomos, morcillas y longanizas, ristras de ajos y guindillas, todo en un enjambre de desmedida aglomeración, como si alguien hubiese pensado en nutrir la despensa para la eternidad.

—Sí, sí, amigo Parra —me dijo don Paciano orgulloso al verme observar asombrado aquel paisaje—. Doscientos veinte jamones, setenta y tres piezas de cecina, y por encima del millar de chorizos y otros mondongos. Uno se siente seguro y feliz al pisar el suelo que tiene todo esto debajo.

—Es un espectáculo edificante —apuntó Olmedilla encantado.

—Y en caldos lo que usted quiera —siguió don Paciano—. Venga, voy a mostrarle. Vinos europeos, champanes franceses, coñás. De todo y de cada sitio. Hay aquí algunas pipas centenarias. Pero voy a enseñarle una que se lleva la palma.

Seguí a don Paciano.

—Mírela bien, Parra. Vale un potosí.

El resto de los invitados se nos habían unido.

—Va a tomar usted un sorbito. Veremos si tiene madera de catador. Ursicino, acerca esa copa.

Como asistiendo a una ceremonia que don Paciano raramente oficiara, todos se quedaron silenciosos alrededor de la cuba, perfectamente sujeta sobre las andanas y calzada con dobles tacos.

El vino, de un color tabaco espeso, llenó media copa en las manos del anfitrión.

—Tenga —me ofreció después de observar al trasluz.

Sentí la envidiosa y molesta mirada de los demás.

—Ya saben ustedes que una vez al año —advirtió don Paciano a los presentes—. No es tacañería. A esta señorita no se la puede ultrajar. Hay que dejarla que guare.

Aspiré el aroma y bebí con tiento. Al añejo sabor de cortezas y uvas centenarias le sucedía un fuego empavesado. Todos aguardaban mi reacción.

—¿Qué, Parra?

—Nunca bebí nada igual.

—Es un vino que hay que contarlo por siglos —dijo don Paciano orgulloso.

Con otros dos leves sorbos dejé vacía la copa. Al fuego le sucedía un vendaval de antigüedad etílica que por un instante pareció velarme la cabeza. Sentí también un vertiginoso y agradable desfallecimiento corriéndome las venas.

—El efecto es sistemático —opinó Olmedilla—. Poco después del mareo, que es un segundo, viene una efusión vitalizadora. Este vino es un afrodisíaco monumental. Ya quisiera tener yo una botellita a mano para las horas bajas. ¿Usted no ha hecho la prueba, don Paciano?

—Qué ideas, Mariano, qué ideas. Con mis años y mis kilos ni por cantar el sursum corda.

—Un día organizamos aquí una con faldas. Ya verá qué puesta a punto. Con carne fresca y este elixir se le elevará la moral. Y no quiero faltarle al respeto a doña Fermina, Dios me libre.

—Señores —suplicó don Cosme.

—¿Repuesto ya, Parra? —se interesó don Paciano.

—Sí, señor. Aunque estoy de acuerdo con Mariano. Un afrodisíaco de primera. ¿Dónde se agenció usted esta maravilla?

Don Paciano me guiñó el ojo. Luego me cogió del brazo. Al darnos la vuelta observé a Ursicino que buscaba las escorreduras de la copa.

—Es un secreto, pero vamos a compartirlo con usted, ya que está en la cofradía. ¿No le parece, don Cosme? La cuba tiene unos tres siglos. Apareció incrustada en la muralla hace dos años, cuando hacían obras en la Colegiata. Un milagro la ha mantenido así, con el vino primitivo. A los buenos oficios de don Cosme debo el haber podido adquirirla. Y le ruego que mantenga el secreto. En el Cabildo hubo sus más y sus menos.

El rostro del canónigo había enrojecido.

—Imagínese al Cabildo pimplando este caldo venéreo —dijo Ursicino—. Un peligro para las Esclavas que les atienden, ¿eh, Parra?

—Por Dios, Ursicino, ata un poco la lengua.

Gabriel se había separado de nosotros y estaba al fondo de la bodega preparando algo con Toñín.

—¿Estamos listos? —preguntó.

—Vamos allá —contestó don Paciano.

Sobre una mesa tocinera, cerca de la pila y el grifo, había seis cuchillos con una cinta de distinto color atada al mango de cada uno. De una jaula arrinconada en el suelo llegaba el nervioso ronroneo de unos bichos, sin duda los inocentes a que se había referido el anfitrión.

—¿Las armas se rifan o a boleo? —preguntó Olmedilla.

—Un momento, señores —dijo don Paciano—. Tenemos un invitado y hay que explicar el reglamento. Aquí en la jaula hay seis cochinillos. Las cintas de color coinciden con unos lazos que cada uno lleva atados al pescuezo. Vamos a soltar los bichos y cada cual tiene que cazar al del color adjudicado. Una vez en su poder, querido Parra, no hay más remedio que proceder a la degollación. Aquí todos somos Herodes. Gana el primero que lo caza y lo ventila. Balbina nos está esperando con el horno a punto. Cada cual se zampa a su víctima. ¿Qué le parece? Es un juego divertido y, a veces, bastante difícil. Los cochinillos disponen de toda la bodega y ya verá qué demonios. ¿La puerta está bien cerrada?

—Sí, don Paciano —afirmó Toñín.

—Los cuchillos, los trapos —repasó el anfitrión.

—Todo en orden —dijo Gabriel.

—Pues hala, Parra, elija usted arma.

Miré los cuchillos.

—Todos son iguales, ¿no?

—Pues sí. Las preferencias van por el color. Quien más y quien menos tiene sus manías.

—Me quedo con el verde.

—Que haya suerte —me deseó don Paciano entregándomelo—. Señores, el resto va hoy por orden de antigüedad en la cofradía. Yo elijo el rojo.

—Yo el azul —dijo Gabriel.

—Yo el negro —señaló don Cosme.

—Hasta en eso se les nota —masculló Ursicino que tomó el blanco después de que Olmedilla cogiese el amarillo.

—Bien, señores, pues a colocarse.

Avanzamos hacia el centro de la bodega y allí nos abrimos en abanico mirando hacia la jaula.

—Adelante, Toñín, espabílalos —ordenó don Paciano.

Toñín abrió la jaula. Los gruñidos crecieron y los cochinillos fueron asomando los morros agrupados en una común tiritera.

—Ah —dijo Mariano Olmedilla engolando la voz—, ahí están. Cómo me late el corazón.

—La boca se me hace agua —confesó Ursicino.

—Sonrosados y temblones como niñatas —aseguró Gabriel.

—Vamos, vamos, gordezuelos, no seáis tímidos —dijo don Paciano.

Los cuchillos eran blandidos con una exagerada demostración de prepotencia, como punzantes señales de una amenaza mortal.

Don Cosme y yo nos manteníamos en un segundo término. El canónigo limpiaba la hoja de metal en la sotana y sonreía ante las frases envalentonadas de los compañeros.

—Cuando lo coja sujételo bajo el brazo y ciérrele la boca con la misma mano —me aconsejó.

—Arréales, Toñín, que están como atontados.

Toñín golpeó la jaula. Los cochinillos, con los lazos anudados al pescuezo, parecían personajes de una fábula infantil. Apretados unos contra otros seguían tiritando.

—Dales candela, joder —pidió Ursicino.

Toñín cogió una rodea y golpeó a los bichos, que comenzaron a moverse nerviosos.

—Ya, ya —decía Mariano Olmedilla—. El corazón se me sube a la boca. Señores radioyentes, la cara imberbe de los cuitados refleja pavor. Ah, cerdos impuros, hijos de la gochera.

—Os daré chicharrón —prometía Ursicino.

—Vamos, vamos, gordezuelos malandrines. Venid a probar la hoja —amenazaba don Paciano.

Toñín arremetió de nuevo y los cochinillos se dispersaron veloces.

—Señores, al ataque. A quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga.

—Y carajonada para el último.

La búsqueda no comenzó a clarificarse hasta que superamos la inicial confusión. La mayoría de los cochinillos habían buscado refugio bajo las andanas, y era preciso arrastrarse por el suelo para detectarlos. Decidí lanzarme al juego orillando cualquier remilgo que me dejase relegado en la cofradía.

—Está ahí, está ahí —gritaba Ursicino Lesmes intentando meter el brazo entre dos calzas. Su cuchillo rebuscaba lo más lejos posible y su cara enrojecía con el esfuerzo.

Don Paciano corría por el centro de la bodega después de haber logrado sacar un bicho. El cochinillo volvió hacia las andanas y el anfitrión estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Condenado —gritaba.

Mariano Olmedilla rebuscaba arrastrándose en una zona donde había cajas de botellas amontonadas.

—Lo oigo, lo oigo —murmuraba—. Ah, infecto lechón, puerco mamoncillo, te voy a sarjar, no lo dudes, espera y verás.

Di varias vueltas de un lado a otro. Al cabo de unos minutos todos parecían tener localizadas sus presas.

Don Cosme salía a gatas de debajo de las escaleras con la frente sudorosa, recogida la sotana. Me hizo una seña y fui hacia él. Con la cabeza me señaló el lugar de donde salía.

—Ya, ya —gritaba Ursicino en ese momento—. Lo pinché, lo pinché.

Un chillido que venía de donde estaba Olmedilla nos hizo mirar hacia allá. Su cochinillo corría veloz y Mariano al revolverse chocaba con las cajas que caían al suelo entre un gran estrépito.

—Mamón, mamón —gritaba desesperado.

Don Paciano, nervioso, arrodillado en el suelo, continuaba la búsqueda. Toñín se había acercado a él y me dio la impresión de que le estaba ayudando.

Debajo de las escaleras, en el refugio de un rincón polvoriento, dos cochinillos se apretaban temblorosos. Distinguí los lazos verde y negro. Don Cosme asintió cuando le di a entender que intentaría atrapar el mío.

—Puerco pestilente —gritaba Ursicino—, te voy a dar más estocadas que Lagardere. Sal, sal.

Toñín se colaba tras las andanas y don Paciano aguardaba de rodillas con los brazos abiertos, blandiendo el cuchillo en la derecha.

Me introduje bajo la escalera y avancé a gatas intentando no hacer ruido. Don Cosme se situó a la otra parte, a la expectativa. Logré llegar muy cerca de los bichos. Dejé el cuchillo en el suelo y me lancé sobre el mío con las dos manos.

El lazo se me deshizo entre los dedos. El animalillo corrió hacia mí y logré sujetarle entre las piernas. Don Cosme había atrapado al suyo y se incorporaba sujetándolo por el rabo.

Un grito de dolor sucedió al estruendo de una caída en plancha. Gabriel Llanos había apresado su bicho cerca de la mesa tocinera, pero el animal se le había escapado y, al correr tras él, se había caído. Fui a echarle una mano.

—Deja, deja —me dijo—. Lo voy a ahogar —amenazó con el rostro retorcido de dolor—. Te juro que cuando lo pille lo ahogo.

Don Cosme caminaba hacia la pila mostrando ufano su cochino que emitía unos chillidos desesperados. Ursicino le miró con el rostro encendido de envidia.

—Canónigo matancero —masculló.

Mariano Olmedilla salía de debajo de las andanas, cerca de la cuba tricentenaria, arrastrando su animal. El cabello revuelto y plagado de telarañas, las manos negras y la camisa salpicada de porquería.

—Ya cayó, Parra, ya cayó. Y merece una muerte lenta.

Toñín también salía de debajo de las andanas con el bicho de don Paciano. El anfitrión se lo arrebató y el chico le ayudó a levantarse.

Sobre la pila don Cosme Braña terminaba con la vida del cochino, que vertía una sangre espesa, mientras se aquietaba entre intermitentes espasmos, perfectamente sujeto bajo el brazo izquierdo del canónigo. Mariano Olmedilla pretendía imitar la destreza de don Cosme, pero el animalillo se le escurría con peligro de escapársele.

—Bien trabado al sobaco —le indicó el canónigo— y flexione más el brazo, así.

Me situé en medio de ellos dispuesto a estrenarme de matarife.

—Ya viste —me dijo Mariano con sigilo—, al puta de don Paciano se lo cazó el chaval. A mí me da lo mismo, pero el juego es el juego.

El anfitrión pedía espacio ante la pila. Don Cosme alzó su bicho muerto con una sonrisa de campeón.

—Los de Prioro los primeros —dijo satisfecho.

—Y los más enmierdados —le contestó Mariano, que estallaba en una carcajada—. Miren, miren, a don Cosme se le cagó el mamón en la sotana.

—Así huele aquí —se quejó con Paciano pinchando de mala manera a su bicho.

De la sobaquera calcinada de don Cosme pendían los ralos excrementos. El canónigo tiró su animal sobre la mesa.

—Chaval, chaval —llamó a Toñín—, dame trapos.

Ursicino Lesmes venía con un gesto de derrota, sudoroso y ensangrentado. Su cochino agonizaba en sus manos.

—Le cagó, ¿eh?, pues ya nos va a dar la noche con el olor a mierda. Tanta prisa para acabar así, no te digo.

Toñín recogía los cadáveres en una artesa para subírselos a su madre. Los matarifes nos lavábamos en el grifo de la pila.

—Gabriel —llamó don Paciano volviéndose—. ¿Pero qué le pasa?

Gabriel Llanos estaba sentado en una andana con la mano izquierda en la frente y el cuchillo en el regazo. Nos miró moviendo la cabeza.

—Se me va en seguida —confesó—. Me mareé un poco con el golpe.

—¿Y el cochino? —preguntó don Paciano.

—Por ahí.

—Señores, la cacería aún no ha terminado. Ármense de nuevo y cobremos la pieza que falta.

—¿Por dónde se escondió? —preguntó Ursicino.

—No sé, no sé, por ahí —dijo Gabriel.

—Tómate media copa de la cuba del Cabildo —le ordenó su jefe—. Te entonará.

Gabriel no se hizo repetir la invitación. Se incorporó con un gesto de enfermo del estómago y caminó hacia la cuba.

—Bien, señores, cada cual por un bando —ordenó don Paciano muy metido en su papel de capitán de regulares—. El que lo cace se gana una copita del elixir.

Como tras la proclama del padrino rumboso en un bautizo de primera los invitados se lanzaron a la carga.

Arrastrándose por el suelo, subidos a las andanas, saltando entre las cubas, la búsqueda se convirtió en un desaforado rastreo del que don Paciano y yo en seguida quedamos fuera. El polvo y el sudor moteaba los rostros de los esforzados perseguidores.

Gabriel Llanos paladeaba la copa con sorbos distanciados y glotones. Una rara atracción que emulaba en mi paladar el fuego delicioso de aquel vino me hizo envidiarle por unos instantes.

El gruñido chillón del cochinillo fugitivo surgió de la esquina de las escaleras. Un ruido de voces y disputa acompañó en seguida los lastimeros chillidos.

Don Cosme asomaba la cabeza entre una nube de polvo y mostraba las manos cerradas sobre el pescuezo del animal.

Como impulsado por un fuerte empujón cayó hacia adelante sobre el bicho, cuyos chillidos se transformaron en una agudísima queja.

Ursicino Lesmes caía sobre el canónigo y Mariano Olmedilla, que tosía atragantado, empujaba con cierto disimulo a don Cosme para que soltase el animal.

Don Paciano y Gabriel comenzaron a reírse.

—No se lo sacan —dijo el anfitrión—. Os apuesto lo que sea a que no se lo sacan. Estas mulas canónigas de Prioro son la hostia.

—Y el pichas de Mariano —dijo Gabriel— ahí tirado como un robaperas. Luego por la radio parece el jicho.

Olmedilla nos miró, hizo un gesto de complicidad y vino hacia nosotros sacudiéndose.

—Este cura no juega limpio —afirmó—. Pero uno se divierte, ¿eh? Don Paciano, la copita me parece que nos la hemos ganado.

—Ni hablar del peluquín, Mariano.

—Yo lo decía porque dimos el callo. El cura se la va a chupar seguro, y le digo yo que no juega limpio. Estoy seco.

—Todas las pipas son tuyas menos ésta. Anda, Toñín, trae unas copas que estos señores quieren refrescar. Abre tú la espita de esa manzanilla, Gabriel, que les va a gustar.

Ursicino Lesmes había derribado a don Cosme al intentar éste incorporarse. La voz del canónigo tronó amenazadora.

—Inténtelo otra vez y le rompo la crisma.

—Ya será menos —decía Ursicino separándose—. Suelte el bicho que lo vi yo primero. Y Mariano también.

—No es quien lo ve, sino quien lo caza. Esos señores son testigos de que soy yo quien lo tiene.

—Venga, suéltelo ya, que las trampas campan.

—Si esto va a acabar en pelea, que no sea en mi casa —advirtió don Paciano—. Don Cosme ha ganado y para él es la copa.

—Primero, con su permiso, sacrificaré al marrano —dijo don Cosme yendo a la pila.

—Dame esa copa, Gabriel —pidió Olmedilla con sigilo—. Y usted, don Paciano, mutis y chitón.

—¿Qué vas a hacer?

—Hay que comprobar de una vez si es tan catador como presume.

—Bueno, bueno —acordó don Paciano—. Yo me voy a echarle una mano con el cochino. Ni veo ni oigo.

Mariano Olmedilla llenó media copa del vino tricentenario, se fue un momento detrás de las cubas y regresó con la copa llena.

—Toma, Gabriel, y simula que la estás llenando cuando venga.

Gabriel y Ursicino hacían esfuerzos para contener la risa. Mariano se abrochaba la bragueta.

—Hala, Toñín —dijo don Paciano al cabo de un rato— toma la artesa y súbela. Ya está el completo.

Don Cosme se lavaba en el grifo.

—Qué, ¿ya la habéis enredado?

—Un vino de la mejor cuba —dijo Gabriel—. Y de la espita no quiero hablar para no echarme flores.

—Eres el demonio.

Don Cosme se acercó bajando las mangas de la sotana. Gabriel simulaba en ese momento que llenaba la copa.

—Ahí tiene —le dijo—. Hoy, Prioro, doble premio.

Todos los ojos controlaban con solapada atención al canónigo, que cogió la copa que le ofrecía Gabriel. Lo primero que hizo fue acercársela con mucha ceremonia a la nariz. Un silencio que podía romper el inminente estruendo de una carcajada acompañó los sucesivos olfateos.

—Don Paciano, este vino está perdiendo. Ya no es aquel aroma.

—No sé —dijo el anfitrión.

Un sorbo solemne seguido de una ampulosa degustación hizo torcer el gesto al canónigo.

—Como más flojo. ¿No habrán movido la cuba?

—Está como el primer día —opinó Olmedilla que a duras penas podía contener la risa—. Eso dicen los expertos.

—¿Lo ha probado usted hoy?

—No, hoy no he tenido el gusto.

—Pues tenga, eche un trago. Ya me dirá.

—Estoy con la manzanilla —dijo Olmedilla apurado—. Si es que se las da usted de catador y en Prioro no saben lo que es un viñedo.

—Desde hace años todo el vino que se consume en La Colegiata lo compra un servidor. Y no me la dan. Usted sabe de sobra que para consagrar se necesita género de confianza, tan puro como la harina para las hostias.

—Bueno, señores, avivemos —advirtió el anfitrión—. Lo que había que hacer aquí abajo ya lo hicimos.

Don Cosme bebió la copa de dos tragos. Todos nos quedamos mirándole. El canónigo aspiró con fuerza, se limpió los labios en la manga y sonrió satisfecho.

—De todas formas —dijo— hay que reconocer que es un vino imperial.

Las cadenillas de cristales de la ampulosa lámpara del salón tintineaban como acariciadas por una brisa enigmática, o acaso el reflejo de luces y lumbre hacía espejear los cristalinos simulando la sensación de movimiento y sonido en los escasos momentos de silencio, apenas un lapsus en las precipitadas masticaciones o la coincidencia al apurar las copas.

Al entretenerme en contemplar ese leve cabrilleo tomaba conciencia de la desmedida ingestión y de los palpables efectos del alcohol: una aérea pesadez, la sensación de no poder moverme y, al mismo tiempo, de estar volando con un placer espumoso.

La cena había comenzado con los entremeses de Balbina, como me anunció don Paciano al servirme: las fuentes colmadas de cecina, chorizo y lomo, las morcillas humeantes y los entrecallados y pizpiernos.

En la enorme mesa nos habíamos colocado conservando distancias que permitían la compañía de un jamón encetado para cada comensal, del que uno se servia a su gusto. Don Paciano me había sentado a su derecha.

Las conversaciones fluctuaban entre apasionados comentarios a la generosa mesa, comparaciones con otras cenas y pronósticos para las venideras, lleno el salón de una algarabía progresivamente matizada por la jocosidad etílica.

A las fuentes de entremeses sucedieron fuentes de mariscos: gambas, ostras, nécoras y colas de langostas. Toñín y Balbina iban y venían veloces, intercambiando platos limpios, abriendo y ofreciendo botellas.

La pericia y habilidad de los comensales podía causar vértigo. Mi estómago respondía como excitado por aquellas máquinas voraces, cuyo más eximio ejemplo era el propio don Paciano: sudoroso y lentamente tiznado por esas exuberancias congestivas que transforman el rostro en una brillante bola como recién sacada del horno.

El aroma de la merluza a la cazuela, amplias rodajas entre la salsa crepitante adornada de angulas, almejas y pimientos, despertó una entusiasta salva de aplausos.

—Es la especialidad de Balbina —me ilustró el anfitrión—. Una merluza regia como no se puede comer ni en el mismo Pardo.

Balbina sonreía feliz ante tanta admiración, emocionada por los parabienes, segura de sus artes culinarias.

Los cochinillos llegaron después, dorados y abiertos en canal, cada uno en su fuente. El lazo sobre los brillantes lomos para que cada cual distinguiese a su víctima.

En ese momento don Paciano, no sin ciertas dificultades, se puso de pie y todos le imitamos. Su brindis rememoraba, con un barroquismo vinatero, la gloria de las antiguas cacerías y nos exhortaba a comer sin encono a nuestras suculentas víctimas.

—Parra, no le dé tregua al mamoncete, y sírvase jamón, que apenas le veo rebanar.

—Voy haciendo lo que puedo, don Paciano, se lo aseguro.

—¿Le va este tinto berciano?

—Exquisito.

—De cosecha republicana, ahí donde lo ve. Cien botellas que requisaron los de la escuadra Ledesma y que compré a real. Lástima que se acaban.

La carne grasienta del cochinillo despedía, al partirla, un aroma que saturaba mi ya repleto estómago. Mastiqué un trozo que se deshizo en mi boca como un pedazo de mantequilla.

—Somos, ante todo —decía don Paciano con un acento filosófico de tercera división—, barro de aquí abajo. Y con agujeros para las llamadas funciones capitales. A saber: tragar, descomer y el otro asunto. Así nos parieron. Qué condición la nuestra.

Con las manos, pringándose sin muchos remilgos, iba dando cuenta del cochinillo con bastante velocidad.

—Barro, sí señor —replicaba don Cosme que tenía atada la servilleta al cuello y manejaba su cochino con una destreza admirable—. Pero barro con alma. Que a su imagen nos hizo el Creador.

—Le salimos ranas —opinó Olmedilla—. El barro tira al barro y este cielo de la tierra nos gusta demasiado.

—Torpe equivocación —advirtió el canónigo—. Por muchas vueltas que se le dé esto es un valle de lágrimas. Aquí el hombre está como el viajero en el andén.

—Yo me quedaba —confesó Ursicino que chupaba y escupía los huesecillos—. A mí con estos panoramas me sobra lo demás.

—Usted, don Cosme, que es teólogo, a lo mejor nos saca de dudas —dijo don Paciano.

—Tanto como teólogo. Servidor cursó la teodicea, pero no es ninguna autoridad.

—A mí me pica la curiosidad de saber qué se hace en el cielo —dijo don Paciano—, que eso casi nunca lo explican. Aquí abajo tanto moverse y bregar pero allí, ¿qué?

—Y a mí —apostilló Ursicino—. Por lo que cuentan es como estar papando moscas entre algodones.

Don Cosme rebanaba una loncha de jamón.

—El cielo no puede explicarse —dijo—. Aquello, por lo que sabemos, no es un sitio, no es como este salón. Es un estado feliz ante la presencia divina.

—Pero, bueno —replicó Olmedilla—, allí uno está de cuerpo presente, ¿no? Entonces el cuerpo querrá seguir con lo suyo, digo yo.

—¿Los tíos y las tías están juntos? —preguntó Ursicino con insolencia—. ¿Se está en porreta, en taparrabos o vestido?

—Se está en gracia —dijo don Cosme molesto mientras comía el jamón—. Y tenga usted muy en cuenta que al cielo van los menos.

—Vaya un rollo —le replicó Ursicino, que se chupaba los dedos—. Si al menos fuera un vergel y todos como Adán y Eva viviendo a la intemperie.

—Son misterios que a uno le preocupan, ¿verdad, Parra? Y ustedes tenían que explicarlos más. Si aquí hay que pringar para que luego lo dejen entrar a uno, pues hay que saber lo que dan.

—Y como no se sabe, pues lo que yo digo: que los agujeros funcionen todo lo que puedan aquí abajo, que allí arriba según llegas lo primero que hacen igual es taponártelos.

Me resultaba imposible seguir comiendo. Simulé entretenerme con una loncha de jamón. Don Paciano daba fin a su cochinillo y vaciaba de un trago el vaso. El resto de los comensales llegaban a la meta salpicados de un sudor grasiento, como si la transpiración se nutriese directamente de aquella carne mantecosa. Un hondo suspiro acompañaba el final, como si en el límite las respiraciones buscasen alivio bajo el peso de los cuerpos abotargados y de los estómagos rellenos.

—Soberana pitanza, que agradece la panza —declamó Ursicino Lesmes, que limpiaba la cara con la servilleta.

—Venturoso banquete, que liberará el ojete —dijo Mariano Olmedilla.

—Festejo estomacal, delicia terrenal —sentenció Gabriel.

—A Dios agradecidos, comidos y bebidos —dijo don Cosme santiguándose.

—¿Con qué sorpresa nos va a endulzar ahora Balbina? —preguntó Mariano aflojándose el cinto.

Toñín acababa de recoger los platos y su madre venía con dos fuentes llenas de hojaldres.

—Usted ha visto lo que da de sí esta mujer —me dijo don Paciano—. Pues como repostera todavía gana. Un mirlo. Y pasiega como yo.

Los hojaldres desaparecían por arte de magia y en los rostros la huella del azúcar nevado ponía esa nota de golosa diversión.

—Traer ya el champán —pidió don Paciano—. Ayuda tú a Toñín —le ordenó a Ursicino.

Ursicino Lesmes se levantó apoyándose en la mesa, dio un tumbo y empezó a caminar como un resucitado. Al cabo de un rato regresaba con Toñín sujetando entre ambos un enorme balde lleno de botellas de champán recubiertas de hielo troceado.

—Anda, Gabriel, ir abriéndolas, que ya está aquí el brazo de gitano.

Balbina portaba otras dos fuentes con dos brazos de gitano meticulosamente adornados.

—Voy a servirle —me dijo don Paciano poniendo en mi plato un trozo enorme—. Y va a ver lo que es un brazo de verdad.

Las explosiones del champán motivaron un grito alegre de Ursicino ruidosamente contestado por todos. Cuando las copas estuvieron llenas el anfitrión volvió a levantarse, con mayores dificultades, y brindó arrastrando las palabras.

—Mañana —dijo— inauguraremos las oficinas nuevas y allí tendremos ocasión de hacer un brindis público. Hoy es aquí, entre amigos cofrades, a quien yo agradezco el derroche de amistad y de cariño que me profesáis. Brindo por los nuevos locales.

Bebimos. Las figuras erectas alrededor de la mesa me pareció que viraban hacia los lados. El champán francés tenía ese paladar de hormigueante reliquia.

La brillante nebulosa de burbujas había dado paso en mi cabeza a un humo deshilachado e intoxicador. De cuando en cuando cerraba los ojos y la oscuridad comenzaba a moverse. Era una borrachera densa, pertinaz como una niebla casi sólida, y todos los músculos de mi cuerpo habían tomado esa consistencia pétrea que produce la impresión de una irrevocable inmovilidad. Los cabrilleos de los cristales de la lámpara me hacían pestañear y el fuego sereno de la chimenea alimentaba en mis pupilas una terca obsesión de vagas irrealidades.

El sopor mantenía a los comensales embebecidos en un gesto de ausencia, como si un mago invisible hubiera ejecutado el número de la hipnosis colectiva. Don Paciano cabeceaba manteniendo el puro apagado en la boca, derramando la ceniza sobre la entrepierna. La media metálica y musical del reloj vino a romper aquella momentánea crisis. De nuevo las explosiones del champán enardecieron los ánimos.

Ursicino Lesmes le hacía una apuesta de resistencia a Mariano Olmedilla.

—A morro. Gabriel cronometra.

Don Paciano abrió los ojos, cogió la copa de coñac y bebió un trago.

—Parra —me dijo—, tenía que hablar con usted.

Su voz se arrastraba con un acento ronco.

—Si pudiéramos sentarnos allí —propuso señalando los sillones cercanos a la chimenea.

Ursicino y Mariano, completamente descamisados, se disponían a comenzar la prueba mientras Gabriel alzaba una mano atento al reloj para darles la señal. Don Cosme cabeceaba con la barbilla hundida en el pecho.

Llegamos a los sillones dando un tambaleante rodeo. Don Paciano se apoltronó con un hondo suspiro.

—La botella, Parra —dijo contrito suplicando mi colaboración.

Volví a la mesa, cogí la botella de coñac y las copas. Algunas sombras navegaban como barcos fantasmas. Toñín estaba dormido en el suelo cerca de la puerta. Ursicino y Mariano iniciaban la apuesta. El champán desbordaba sus bocas regando los pechos descubiertos.

—Gracias, Parra, gracias. Es usted de esas personas que da gusto.

Esforzándose en una premeditada lentitud las palabras del anfitrión surgían enteras, apenas desgastadas por la pastosidad de su lengua que buscaba el coñac para refrescarse.

—Usted me conoce de sobra —dijo—. Y sabe que tengo enemigos aquí. Nunca me gustó estar contra nadie, pero cuando a uno lo pisan, ¿qué hay que hacer? O te revuelves o te resignas.

Su mirada parecía atraer una violenta melancolía plagada de recuerdos tamizados por el alcohol.

—Lo que yo he sido en esta ciudad usted lo sabe bien. Y quiero seguir siéndolo, Parra, tengo derecho a un respeto. Nunca ambicioné nada fuera de lo mío, y siempre anduve con la cabeza muy alta. Pero me quieren tirar a la cuneta. Y eso, ¿cómo voy a consentirlo? Si, además, son un puñado de ratas.

Hizo un gesto con la mano hacia la botella. Le serví.

—No sé si con esto le aburro, Parra. Le hablo de amigo a amigo. Quiero tenerlo a mi lado. Llegó el momento de poner las cartas sobre el tapete. Me bloquean los negocios, me queman la sangre. Y todo es una labor escondida, llena de inquinas y maquinaciones. Higinio Peralta y Sebastián Riello me la tienen jurada.

Las manos de don Paciano accionaban rígidas y la derecha se cerró al nombrar al secretario del Gobernador y al concejal del Matadero.

—Yo por las buenas lo que se quiera, el menos pintado me lleva al huerto. Pero a las malas no. Hasta ahora me callé y aguanté mecha, pero ya no, ni hablar.

La voz estridente de Mariano Olmedilla cantó su triunfo en la apuesta. Ursicino Lesmes pedía la revancha.

—A ésos tengo que darles la batalla, con las armas más parecidas. Y usted me puede echar una mano, Parra. Usted que es periodista y sabe cosas.

Seguía con cierta dificultad la voz del anfitrión que iba declinando hacia un sordo ronroneo. Asentí con esa convicción del borracho que se esfuerza en no parecerlo. Don Paciano dibujó una sonrisa como una mueca.

—Con la misma piedra puedo descalabrar a los dos. El que las ratas estén juntas lo hace más fácil.

—Uno lo que buenamente pueda.

—Le cuento lo que tengo pensado. Quiero meter a Isaurín de concejal, tener a mi chico allí, en el Ayuntamiento, para no andarnos por las ramas. ¿Qué me dice?

—Que será difícil, ¿no?

—Claro, claro, pero por debajo vamos a trabajar a ésos. Lo que necesito es pasarles por las narices la mierda que tienen almacenada. En el «Vespertino» ya sé que cuento para aupar a Isaurín, en esa casa se me quiere. Es un chico de poco espíritu, pero que vale, hizo hasta tercero de Comercio.

Una botella de champán reventó en el suelo. Mariano Olmedilla reía como presa de un ataque de histeria. Ursicino se incorporaba con la cabeza chorreando. Toñín se despertaba asustado.

—Vaciar el balde —ordenó Gabriel—, que vamos a llenarlo de champán. Toñín, trae más botellas. Y acerca una escoba para limpiar esos cristales, no vaya a ser el demonio.

—De todo lo que se traen esas ratas —continuó don Paciano— lo más sucio es lo que meten en el Matadero Municipal. Un negocio de miserables.

—Ese asunto siempre me interesó —le confesé.

—Ya, y ahí le quiero ver, Parra, sáquemelo a flote completo. Para pulverizarlos. Aquí no, pero en Madrid todavía me quedan ganchos.

La lengua del anfitrión chasqueaba saboreando el coñac. En sus ojos se acentuó una chispa malévola y satisfecha.

—Nombres, fechas, sitios.

—Lo que quiera. O más de lo que quiera.

—¿Más?

—Escarbando en la basura se llega lejos.

—Cuente.

Llené mi copa. La chimenea languidecía con un rescoldo agradable. Encendí un pitillo.

El calibrado resumen hizo feliz al anfitrión, que me escuchaba con esa avidez del buey suelto que vaga por los caminos que le llevan al prado.

Mi cabeza había encontrado un alivio en la espesura de la niebla, como si las palabras sirviesen para asegurar una claridad que el alcohol quería velarme. Me agradaba aquella demostración que poco a poco iba dejando a don Paciano boquiabierto.

—Eso es definitivo, Parra. El incendio y el muerto son el colmo.

—Bueno, el asunto es delicado, ya se puede imaginar.

—Claro, claro, pero no se preocupe. Queda entre usted, Gabriel y yo. Con Gabriel es con quien tiene que entenderse, ya sabe lo que es para mí. Y, por Dios, en cuestión de dinero lo que sea, carta blanca. Hay que concretar algunas pruebas, lo suficiente para que se vean en un brete.

—Puedo trabajarlo.

—En la cabeza, ahí quiero darles, justo detrás de las orejas, como a los conejos.

—Eh, Parra —me llamó Mariano Olmedilla que bandeaba hacia nosotros—. Llegó el momento de abrevar. Venga, don Paciano. Ya está lleno el balde y los cofrades dispuestos.

Don Paciano sonrió golpeándome con la mano en la rodilla.

—Hay que cumplir —dijo—, si no se enfadan.

Gabriel y Ursicino vertían las últimas botellas. La espuma del champán desbordaba el balde. Toñín retiraba los cascos vacíos. Don Cosme Braña dormitaba recostado en la mesa sobre el jamón.

—Hala, hala, despertar a don Cosme —ordenó don Paciano—. O todos o ninguno.

Ursicino se incorporó tambaleante con la botella medio llena en la mano. Fue hacia la mesa, se colocó detrás del canónigo y le derramó el champán en la cara.

—Maitines, señor chantre.

Don Cosme se revolvió asustado y furioso. Ursicino quedó quieto, esgrimiendo la botella como una estaca.

—Abrevemos en paz y concordia —pidió don Paciano.

El canónigo se limpiaba con una servilleta. Las chispas salían de sus ojos enfurecidos. Urcisino dejó la botella en la mesa y vino a reunirse con nosotros.

Por un momento tuve la claridad suficiente para comprender la situación de los cofrades. El fragor de la borrachera apenas se reprimía en la ya inestable situación.

—Señores —dijo don Paciano—, abrevemos ahora que todavía podemos.

El círculo de cabezas se cerraba sobre el balde en aquella postura bastante fatal. El champán salpicó mis narices, llevó a mi boca un momentáneo hormigueo de acidez. El rumor de las absorciones rememoraba fielmente al de los cuadrúpedos en el pilón.

De improviso aquel mar de burbujas comenzó a alterarse, el líquido creció cortándonos la respiración y saltamos hacia atrás atragantados.

Ursicino Lesmes había cogido a don Cosme por el cogote sujetándole con ambas manos y le metía la cabeza en el champán como intentando ahogarle. Don Cosme aleteaba violento con los brazos. El balde se volcó al fin, inundándonos.

Don Cosme, congestionado, se abría el cuello de la sotana, arrastrándose por el suelo, entre arcadas. Ursicino reía enloquecido.

—Por Dios, por Dios —gritó el anfitrión.

Don Cosme se incorporó con un aullido. De sus ojos manaba un manantial de ira. Avanzó hacia la mesa. El cuerpo le temblaba bajo la sotana. Cogió un jamón, lo alzó en el aire. Ursicino Lesmes apenas tuvo tiempo de volverse para salir huyendo. El golpe le dio en la espalda. Salió despedido y cayó como un muñeco roto al chocar contra la pared.

—Lo mató —gritó Olmedilla.

Corrimos hacia Ursicino. Su cuerpo permanecía completamente inmóvil. Por unos segundos todos nos quedamos aterrados e indecisos. Entre Gabriel y yo le dimos la vuelta. De la boca le manaba un reguerillo espumoso.

—¿Respira? —inquirió don Paciano con ansiedad.

Gabriel le acercó el oído al pecho.

—No se le oye —dijo con la voz gangosa.

—Hostia, qué gran faena —gritó el anfitrión llevándose las manos a la cabeza.

El canónigo se acercaba remolón. De la ira había pasado al terror, que daba a su rostro el aspecto de un enfermo crónico.

—No respira, don Cosme, no respira —le dijo don Paciano—. ¿Dónde voy a encontrar yo otro como Ursicino? Y la familia numerosa.

—Déjenme darle la absolución —pidió don Cosme consternado.

—Quita —le pedí a Gabriel para poder auscultar.

Ursicino respiraba y ronroneaba con esa lejana y extraviada cadencia del durmiente que tiene más alcohol que sangre en las venas.

—Agua y un paño —pedí.

—Anda, Toñín —ordenó don Paciano.

Don Cosme se había abierto paso y se arrodillaba a nuestro lado. Movía la cabeza con ese torpe nerviosismo del culpable pillado in fraganti, vertiginosamente arrepentido.

—No se preocupe usted —le dije tirándole un cable—. De ésta sale.

Mojé en agua el paño que me daba Toñín y se lo fui pasando por la frente. El ronroneo de Ursicino se hizo más ruidoso.

—Lo mejor es acostarlo. Tiene que dormirla.

—¿No convendría llamar a un médico? —preguntó don Paciano.

—Mañana estará baldado, pero nada más.

—¿Y a la mujer?

—Le decimos que le sentó mal la cena y que se queda aquí a dormir —dijo Gabriel—. Yo la llamo.

—Pues, hala, cogerlo y meterlo en una cama. Vete tú delante Toñín.

Lo incorporamos y nos miró alelado. Sujetándole entre Gabriel, Mariano y yo lo llevamos cruzando el salón. A medio camino una violenta arcada le hizo revolverse sobre nosotros.