Caleidoscopía
Bruno Ibn Schlafengehen, al evocar ciertos momentos de su pasado y compararlos con episodios de su futuro, fue atacado por una andanada de estrepitosas risas de diversas duraciones, tonos y períodos, dando a los vecinos la impresión de que en su pieza se había agolpado una verdadera muchedumbre. Bruno los llamó por teléfono para salir al paso del equívoco.
—Estoy solo —les dijo—. Había perdido la compostura pero, al ordenar mi pieza, la recobré.
Marina, que así se llamaba la vecina que tenía a su cargo la atención del teléfono, no le creyó.
—Te lo juro —insistió él—. Te lo juro por la tumba de Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Marina se puso un abrigo (comprado años antes a un viejo labriego) y, dejando a su esposo, Fanego, al cuidado de unas magnolias que adornaban el felpudo de la entrada, subió a un taxi y fue al Cementerio Final. El encargado la enteró de que los restos del finado no estaban allí, sino en el cementerio llamado Parque de Vida y Esperanza. En otro taxi —de igual matrícula— Marina se apersonó allí, y con uñas y dientes intentó desenterrar el cadáver. Éste ofreció resistencia.
—¡Sal de ahí, maldito! —le gritaba Marina, pero él no entraba en razón.
Unos deudos reunidos en torno a la tumba vecina —que pertenecía a doña Beth Pedragosa de Toulon— se acercaron para ofrecer a Marina un café, que le sirvieron en un vaso de plástico, desde un termo ilustrado con dibujos rupestres precursores de Mickey, Pluto y Tribilín. Ella lo bebió con avidez, no sin antes anunciar que lo hacía a la salud de los restos de doña Beth.
Al terminar el café, Marina se acercó a otro grupo de personas que llevaban a cabo las distintas etapas del ritual requerido para las exequias de un individuo por todos ellos conocido. Marina pidió ser presentada, y le abrieron el ataúd. Pero el cuerpo estaba sumergido en un espeso líquido negro que llenaba el recipiente, y ella no pudo ver nada. Por las dudas igual saludó, y en respuesta recibió salpicaduras de cortesía.
La ceremonia finalizó con un aplauso cerrado y enseguida recomenzó con otro entreabierto.
La heredera
Pompeyo De Armas y Sotomayor era regente en un hospicio sostenido con fondos de caridad administrados por una comisión de damas de honor presidida por la Reina del Carnaval, que en todas las ceremonias oficiales asistía ataviada con la banda presidencial.
Esa noche se encontraba en el club, fumando en compañía de algunos de los compinches con los que esporádicamente, como pasatiempo, solía asaltar bancos, financieras, compañías de seguros u oficinas cuyo negocio fuera la especulación con el dinero que los asalariados depositaban mes a mes para la jubilación.
Para la ocasión, Pompeyo había comprado una caja de habanos con sabor a naranja, y los otros habían traído caramelos de tabaco, cigarrillos de chocolate, pipas de la paz y cerbatanas rellenas con zanahoria rallada tostada de una marca que a la sazón asolaba los espacios publicitarios de la televisión, Internet, paredes laterales de edificios y carteleras de la vía pública.
—¿Escucharon las últimas noticias? —preguntó, la boca apenas visible para los demás, igualmente envueltos en la espesa humareda multicolor, Pompeyo De Armas y Sotomayor, que se refería al hecho de que el presidente de la república se había cortado el pelo al estilo punk de los años ochenta.
—Sí, es francamente inconcebible —contestó Ahmad Salamanca, uno de los compinches, que era premier de un país en ruinas e integrante del directorio de una firma que sólo empleaba analfabetos. Pero Ahmad no estaba pensando en la actitud del presidente, sino en otra noticia que había oído directamente del jefe del informativo vespertino de un canal cuyos estudios compartían la medianera con los fondos de su mansión de fin de semana, en Saint-Denis.
—Es inaudito —dijo Augías Ferrater, otro del grupo, que era alérgico al humo y se había convertido en un magma de carne picante que se desplazaba por el salón como una amiba histérica. Pero su comentario tampoco aludía a la medida adoptada por el primer mandatario, sino a una noticia según la cual unos astronautas habían descubierto petróleo en Plutón, y buscaban una piedra filosofal capaz de convertirlo en melaza.
Pompeyo De Armas y Sotomayor aspiró una honda bocanada de humo (no de un cigarro, sino directamente del ambiente), mirando por la ventana del salón cómo Don Asclepio Haras de Schultz, uno de los más antiguos socios del club, ponía en práctica un nuevo invento, que consistía en un rifle lanzador de pelotas de golf, que eran disparadas con la potencia necesaria como para abrir en la tierra el propio hoyo en el que debían meterse a fin de generar puntaje.
—¡Hop! —dijo (intentando acaso onoma— topeyizar una lanzada de Don Asclepio) alguien que ni De Armas, ni Salamanca, ni Ferrater pudieron identificar, debido tanto al espesor de la humareda como a la circunstancia de que ésta enronquecía todas las voces.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Ersilia Chagas de Bramante, la única mujer del grupo, que había logrado entrar en él haciéndose pasar por eunuco, y disimulando sus formas con un corsé tejido en músculos de boa.
—Fui yo —dijo el autor del comentario anterior, aunque la ausencia de referencias concretas a su identidad restó a esas palabras toda fuerza aclaratoria.
Don Asclepio entró en ese momento al salón y desafió a quien tuviera el valor de enfrentársele al golf a que lo demostrara de inmediato. En otras circunstancias, el reto habría inflamado la gallardía de Pompeyo, tanto como el orgullo de Ahmad, Augías, Ersilia y los demás, pero al abrir Asclepio la puerta, gran parte del humo abandonó el salón y sus ocupantes quedaron deslumbrados por los muebles, los cuadros, los candelabros, los percheros y los sarcófagos que decoraban el lugar, que hacía tiempo no veían, así como por la vestimenta y los accesorios con que cada uno de ellos se había ataviado.
—¡Caray, Sala! —dijo Pompeyo De Armas y Sotomayor, carraspeando antes para que su voz se aclarara tanto como acababa de hacerlo su vista—, ¡qué atrevidos gemelos escogió usted esta noche!
Porque los gemelos que Ahmad Salamanca llevaba en los puños cerrados de su camisa tenían forma de cuatrillizos.
—¿Qué pasa? —exclamó entonces Don Asclepio, azuzando a los demás en sus mentones con el cañón de su rifle—. ¿Todos se cagan encima?
¿Nadie quiere medirse conmigo?
—Yo lo haré —dijo Jair Didier Enoch Cardozo, un miembro del grupo que hasta ahora se había mantenido callado para compensar sus desbordes verbales de la víspera, que habían obligado a la Real Academia de la Lengua a reunirse en sesión extraordinaria.
Todos los miembros del club (y no sólo los del grupo liderado por De Armas y Sotomayor) se congregaron en el campo de golf, para ver cómo el invento de Don Asclepio Haras de Schultz se imponía —o fracasaba— ante el estilo clásico de Jair. Pero éste no dio siquiera a su retador la oportunidad de probarlo. Caballerescamente invitado a efectuar el primer tiro, utilizó su putter no para lanzar la pelota que a ese fin había sido fabricada en los talleres de Wolfgang Golfwang, Inc., sino para rebanar la cabeza de Don Asclepio a partir de la primera vértebra cervical.
No todos aplaudieron este proceder. Aún seguía rodando por los campos la cabeza de Don Asclepio (que luego alcanzaría un hoyo, sí) cuando el rector del club, Ralph Soler, apoderándose del rifle que sostenían las manos del descabezado, apuntó a Jair y disparó mientras profería el grito de guerra que había aprendido de los indios de las películas de Audie Murphy. Pero no era gracias a su buena puntería que Ralph Soler había sido nombrado rector del club. La pelota fue a dar a los broches del corsé de Ersilia haciéndolos saltar y difundiendo en el área la esplendente visión de sus atributos femeninos. Algunos miembros del club se enamoraron instantáneamente de ella. Otros, calenturientos, se le fueron encima; y otros no se dieron cuenta de nada.
Pompeyo De Armas y Sotomayor, mirando al cielo, consideró que la clara noche de verano imperante debía convocarlos a dejarse de cosas y partir en vandálica expedición a asolar territorio bancario, y con poética verba trató de generar entusiasmo entre los socios. Muchos prefirieron desoírlo y continuar ensimismados en Ersilia, pero pocos minutos después, en un sulki tirado por Atanasius Siux-D’Onofre, el fiel cochero de Pompeyo De Armas y Sotomayor, iban hacia la Wall Street criolla Ahmad Salamanca, Jair Didier Enoch Cardozo y Ralph Soler, que aunque no formaba parte de la banda criminal, se había infectado del entusiasmo que Pompeyo De Armas y Sotomayor había conferido a su arenga. Además, como era el rector del club, nadie se atrevió a discutirle su derecho de acompañarlos. En cuanto a Pompeyo De Armas y Sotomayor, se excusó de ir, alegando un estado gripal por el que consultaría a su médico, estando de antemano seguro, sin embargo, de que éste le ordenaría guardar cama y abstenerse por unos días de contravenir la ley.
Cuando los encendidos consocios se hallaron ante los majestuosos portones del Banco Tarahumara, cobraron conciencia de que no habían traído el armamento necesario para cumplir con comodidad la tarea que tenían delante. Ni siquiera se habían iluminado con la idea de tomar prestado por un rato el rifle lanzador de pelotas de Don Asclepio. Era difícil saber con qué había de enfrentarse el grupo al otro lado de los portones, pero la apertura de éstos fue posible gracias al buen Atanasius Siux-D’Onofre, que llevaba en el sulki un tronco de álamo (porque en los ratos en que no prestaba servicio a Pompeyo, se ganaba algunas extras acarreando madera). Arremetiendo con el tronco, férreamente sostenido por Ahmad, Jair y Ralph, y bajo la dirección técnica de Atanasius, que les iba indicando sobre qué punto de los portones golpear, lograron derribarlos y, una vez en el interior del establecimiento, aprovechando que no se veía ningún policía ni guardia de seguridad, se echaron en unos bancos a descansar del esfuerzo realizado. Atanasius también descansó. Su esfuerzo había sido de naturaleza mental (complicadísimos cálculos que debían hacerse segundo a segundo tomando en consideración la resistencia de los portones, la de las bisagras sobre las que estaban montados, el ángulo de incidencia del tronco de álamo, etc.) pero estaba agotado y durmió hasta que unos gritos desgarradores lo despertaron. Ahmad Salamanca y Ralph Soler habían estado durmiendo también, y al abrir los ojos vieron que Jair Didier Enoch Cardozo estaba siendo a la vez quemado y triturado en la boca de un abultado dragón.
—Ahora entiendo por qué este banco no tiene guardias de seguridad —dijo Atanasius mientras huía sin mirar si Ralph y Ahmad lo seguían ni detenerse a cursarles una invitación a hacerlo.
En el camino, y para no presentarse ante Pompeyo De Armas y Sotomayor con las manos vacías, asaltó tres casas. En la primera obtuvo abundante dinero en efectivo, una polvera vacía y un baúl cubierto de polvo, que encontró en un altillo y que a duras penas fue capaz de cargar hasta el sulki.
En la segunda casa, el botín fue una gorra para el sol y en la tercera una colección de tarjetas de crédito otorgadas a ilustres y respetabilísimas personalidades de la farándula local, así como del gobierno y de las altas esferas del crimen organizado.
Cuando Atanasius se presentó en la residencia de su señor (entendiéndose aquí por tal la persona de Pompeyo De Armas y Sotomayor), fue detenido en el vano de la puerta por una mujer vestida con gasa amarillenta. Era la asistente en jefe del doctor Marón, quien se hallaba arriba, en los aposentos de Pompeyo, tratándolo, al parecer, de un estado gripal todavía no oficialmente diagnosticado.
—Tal vez la colección de objetos que yo traigo coadyuve a levantar la moral de mi señor, y propiciar así una disposición más firme a activar su sistema inmunológico —dijo el cochero, enseñando el baúl, la polvera, una de las tarjetas y demás elementos del botín.
Ella subió a consultar al doctor, dejando a Atanasius al cuidado del temor que él mismo podía sentir ante la eventualidad de que alguna pandilla callejera le arrebatara los recién adquiridos bienes. A los pocos minutos, el propio doctor Marón —y no la mujer de gasa amarillenta, que tal vez había permanecido arriba, custodiando la salud de Pompeyo y alerta ante el menor síntoma que denotara algún avance de la enfermedad, para lanzar sobre él la artillería pesada que el doctor traía en su maletín—, el propio doctor Marón, decíamos —y no la mujer de gasa amarillenta—, llegaba a la puerta de calle y examinaba el botín de Atanasius.
—Esto es mercadería robada —dijo, sin circunloquios.
—Digamos que no llegó a mis manos mediante operaciones de compra, ni por ejercicio de caridad —se atajó el cochero.
—Pero el señor De Armas se encuentra en estado delicado, y toda contravención de la ley puede ocasionar un rápido deterioro de su salud, agravado por un eventual entorno carcelario donde no se le suministre la medicación precisa, en tiempo y forma. Señorita Plexus, llame inmediatamente a la policía.
Esto último se lo dijo el doctor a la mujer de gasa amarillenta. Ella saltó hasta un perchero de lapacho, de color metalizado, junto al que había una mesita con un teléfono, y discó haciendo gala de saber el número de memoria.
En eso, contra la baranda de la planta alta, junto a la escalera, apareció la mayestática figura de Pompeyo De Armas y Sotomayor.
—Ya me encuentro bien —dijo con autoritaria serenidad—. Pueden terminar su acto y saludar al público, si es que lo tienen escondido en alguna parte.
La señorita Plexus, ante esto, comunicó al policía que tenía al otro extremo de la línea telefónica, que todo había sido una falsa alarma y que no había de qué preocuparse.
—Atanasius —siguió Pompeyo, desde arriba—, sirva por favor un jerez al doctor y su enfermera, y despáchelos cuanto antes.
Dicho esto, expiró, y pocos días después, procedente de Nantes, llegaba a la mansión una tal Verónica, para asistir a las exequias de su tío. Atanasius, en ceremonia oficial, la alojó no en la habitación reservada a los huéspedes, sino en la suya propia, donde se aprovechó de ella, contándole interminables historias de guerras y campañas militares en las que no había participado y acerca de las cuales no había leído ningún libro ni visto películas ni oído testimonios.
Al entierro acudieron Ahmad Salamanca (quien depositó sobre la tumba un cheque en blanco a nombre del muerto), Ralph Soler (quien repartió entre la concurrencia invitaciones impresas para asistir al entierro de las cenizas —las pocas que cayeron de la boca del dragón— de Jair Didier Enoch Cardozo, ceremonia que tendría lugar al día siguiente), Augías Ferrater (que se encontraba en el cementerio de casualidad, pues no había sido notificado del evento), Ersilia Chagas de Bramante (que concurrió en ayunas ante la eventualidad de que se le pidiera donar sangre en vano intento por revivir con ella a Pompeyo), y otros calandrajos.
Luego del discurso que junto al féretro (manufacturado en los talleres de Wolfgang Golfwang, Inc.) dio el padre Pernambuco (inspirándose en folletos publicitarios y artículos periodísticos), la sobrina de Pompeyo intentó manotear el cheque en blanco ofrendado por Ahmad.
—No, señorita Símil —la detuvo él, atenazando su mano con una prensa hidráulica portátil—. Ese cheque no forma parte de su herencia; así que deje quieto.
Vero se retiró para consultar al notario. El resto del entierro transcurrió con entera normalidad, cosa sumamente destacable si se tiene en cuenta que la asistencia se componía únicamente de anormales.
El piropo
—A cuántas les dirá lo mismo —dijo, cubriéndose con un abanico una parte importante de la cara, la condesa de Quelqueport, a quien Pompeyo de Armas y Sotomayor, en el marco de una kermesse a beneficio del Club de Socios de Otros Clubes Más Prestigiosos, había piropeado.
—Pues… déjeme pensar —contestó el jerarca (en rigor, a la sazón no lo era de ninguna institución, repartición, división, cuerpo u organismo, pero un aire jerárquico lo rodeaba como si lo hubiese sido)— …creo que fueron treinta y siete. Se lo dije a Mantebra Sagach, pero no me dio bola. Se lo dije a las hermanas Peters (por separado, claro), que eran tres, aunque lo dicho sólo era verdad en el caso de dos de ellas… Se lo dije también a la capitana de una tribu de amazonas que ayudé a reducir… Se lo dije a una actriz de cine (o, mejor dicho, se lo escribí por correo electrónico, pero no sé si tenía bien la dirección), se lo dije a una actriz de teatro (y luego me arrepentí, porque me persiguió, me atosigó y me acosó durante meses), se lo dije a cuatro colegialas (luego me di cuenta de que había sido innecesario decírselo porque habrían venido conmigo de todas formas), se lo dije a Carmina Burana (pensando que se trataba de una mujer)… Se lo dije a mi mujer, se lo dije a mi abogada, se lo dije a mi cuñada, se lo dije a una que aseguró ser descendiente directa de neanderthales, se lo dije a una ramapiteca, se lo dije a una pituca, se lo dije a Marina Arias (antes de que se casara con Fanego), se lo dije a una mujer vestida con gasa amarillenta, cuyo nombre no recuerdo, se lo dije a once de las quince hijas del conde de Con, se lo dije a la prometida del tribuno Salazar, se lo dije a mi novia Sulpicia y a su criada Anahir (por separado, y con diferentes resultados en los dos casos). Se lo dije a Elvira Urtubey y me dedicó una canción. Se lo dije a Beth Pedragosa de Toulon y me dedicó un poema (pero no de su autoría; tampoco fue de autoría de Elvira, por suerte, la canción que ella me dedicó).
—Basta —lo interrumpió la condesa de Quelqueport—. No me diga cuál fue la treintaysieteava a quien se lo dijo; aun cuando yo le hubiese preguntado a cuántas les había dicho lo mismo que me dijo a mí, podría no interesarme de quiénes se había tratado. Pero ni siquiera fue eso lo que yo le pregunté; mi pregunta fue por el futuro, y no por el pasado. Yo dije «a cuántas les dirá lo mismo».
Obturación bucal
Un jabalí sincategoremático, rechazado por la jabalisa de sus sueños más venidos a menos, abandonó el páramo en que a sí mismo se había criado a la que te criaste, y se fue a recorrer recorridos ajenos. En un punto había un profeta quieto, que no avanzaba, y hablaba en idiomas entrecruzados y contradictorios, aunque mediante ellos se expresaba de modo claro e inequívoco. El jabalí sincategoremático, gracias a esto, entendió todo y juzgó que el profeta se equivocaba mucho en lo que decía. Así se lo declaró, arriesgando como explicación el que en lugar de ser Dios quien le inspiraba las profecías, era un buzón en desuso, que allí había, el que lo hacía.
Entre los dos resolvieron destripar el buzón y al hacerlo encontraron tres sobres. Uno contenía publicidad de la oficina de correos. «Si usted está leyendo el presente folleto», decía, «es porque el correo funciona. ¡Utilícelo!». El segundo sobre contenía al tercero, y el tercero traía una invitación a una fiesta en el castillo del conde de Con, con motivo del cumpleaños de quince de sus hijas, nacidas el mismo día de trece de sus esposas, dos de las cuales habían tenido mellizas. Las quince cumplían dieciséis años, y habían decidido festejar el cumplimiento de cada uno de esos años cada hora y media, hasta agotar el día. Pero el día se había agotado hacía mucho, porque la invitación era vieja, y cuando el profeta y el jabalí sincategoremático llegaron al castillo, sólo encontraron al mayordomo. Él los hizo pasar y les ofreció una copa vacía.
Se la tomaron y se fueron.
—Fue tu culpa —dijo el profeta al salir.
—¡No! —gritó el jabalí sincategoremático—. ¡No! ¡No!
—Sí —reafirmó el profeta, con inocultable poesía.
El jabalí sincategoremático volvió al castillo. El mayordomo pasaba un plumero a las charreteras del pantalón de Pompeyo De Armas y Sotomayor, quien aspiraba a mantener relaciones sexuales con las hijas del conde a la mayor brevedad posible (según explicó al mayordomo). Esto inspiró apetencias similares al jabalí sincategoremático, que volvió a salir del castillo, en busca de las mozas. Pero el profeta las había encontrado, y se estaba aprovechando de ellas. Cuatro que lograron zafarse, se aprovecharon del jabalí. El mayordomo, que también había salido, se aprovechó del profeta. Y Pompeyo De Armas y Sotomayor, solo en el castillo, se aprovechó de sí mismo hasta el hartazgo. Se hallaba reposando en la alacena de la cocina, repantingado hasta el ombligo, cuando llegó una de las esposas del conde, acompañada de seis de sus otros maridos. Todos eructaron a un tiempo, sin previo acuerdo ni contrato que los conminara a actuar así, ni leyes que los penalizaran si no lo hacían.
El jabalí sincategoremático entró a la cocina pero no los vio. Abrió la heladera, y estaba llena de medicamentos. Se administró tres. Uno estaba contraindicado para jabalíes pero él no tuvo problema, ya que era sincategoremático. Pero otro lo convirtió en bruja, confiriéndole la capacidad de transmutar las cosas unas en otras, con la condición de que el todo quedara incambiado.
Al rato llegó el profeta, y dijo cosas muy fuertes. Después llegó el padre Pernambuco y le tapó la boca.
Apuntes de familia
Cuentan que Pompeyo De Armas y Sotomayor había tenido un hermano mellizo, pero que no se le parecía en nada. Tenía, también, sin embargo, un tío mellizo que sí se le parecía bastante, y un primo y un abuelo mellizos (mellizos no entre sí sino de él, cada uno por separado) que eran indistinguibles, no entre sí, sino de él. Este primo, que se llamaba Marmoyo, tenía a su vez un cuñado mellizo (pero distinto), Soledado, y una madre gemela (igual), llamada Regional. Pero Pompeyo De Armas y Sotomayor no los conocía. A Soledado sí, pero poco. Además, desconfiaba de él y no le permitía visitar el panteón familiar (que estaba a su cuidado) por temor a que se llevara algún trocito de lápida, o usufructuara una cripta. Pero Soledado no tenía esas inclinaciones, así que Pompeyo De Armas y Sotomayor podía estar tranquilo[1].
Cadena desencadenante
La turbamulta se concentró en un solo punto, situado a media yarda de la ventana más grande de la asimétrica fachada de la soleada mansión otoñal del tribuno Salazar. Reclamaban el pago de los gastos médicos devengados de las lesiones provocadas por las estampidas oficiales de búfalos, restitución de los hijos secuestrados, eliminación del impuesto a la condición de padres de hijos secuestrados, y creación de un centro de rehabilitación para personas inhabilitadas.
Salazar oía los reclamos y protestas, y desde su sillón nupcial, en compañía de cuatro de sus nupcios, trataba de acallarlos (a los reclamos y protestas) haciendo sonar el claxon de la verdad, que colgaba de su mano izquierda, asegurado con una argolla de oro molido de dieciséis quilotones. Pero la turbamulta persistía en sus demandas, elevadas en cánticos de vigoroso impulso expresivo y delicado equilibrio poético.
Por fin, uno de los nupcios se asomó a la ventana y exclamó:
—¡El tribuno tendrá en cuenta sus demandas, y hará que sus asesores las evalúen, hasta encontrar algún vicio constitucional que las invalide!
La turbamulta dejó salir, en certero escupitajo, a uno de sus integrantes más vehementes.
—¿Y si no lo encuentran? —preguntó ése.
—Si no lo encuentran —repitió el nupcio—, el asunto pasará al honorable Concejo Beligerante.
La turbamulta se dio por satisfecha con eso y, disgregándose en los individuos que la habían formado, se retiró a diferentes plazas, museos, cámpings y casas-habitaciones de la ciudad.
—¿Qué fue toda esa vocinglería? —dijo entonces Cleopatria, prometida del tribuno, irrumpiendo en los aposentos de éste. Él la puso en conocimiento de los hechos, y ella fue quien convocó a los asesores, que se hicieron presentes en número de tres. Los secundaba una hormiga osera.
—¿Y bien? —los interrogó el tribuno, ni bien Cleopatria concluyó los protocolos de rigor, que consistían en bañar a los asesores con aceites vegetales, animales y minerales, e interpretar para ellos impromptus y fandangos en cítara.
—Yo soy partidario de ceder en lo concerniente a cubrir los gastos médicos del pueblo —dijo el primer asesor—. Siempre que devengan de las lesiones que provocan las estampidas de búfalos por nosotros propiciadas, claro. Pero en lo demás, debemos mantenernos inflexibles —para ilustrar esto último, el asesor exhibió la rigidez de su miembro viril erecto. Cleopatria mostró un vivo interés por esta demostración.
—Yo —dijo el segundo asesor— recomiendo no cubrir gastos médicos de ninguna especie, pero se me parte el corazón de tener secuestrados aquí a todos los niños de esa pobre gente. Deberíamos restituírselos; aunque los impuestos deberán seguir siendo recaudados como si los niños se mantuvieran en nuestro poder, claro está.
—Uno de los niños escapó —dijo Cleopatria, que era quien dirigía las dependencias de reclusión.
—No le hace —dijo el tribuno, besando a su prometida para demostrarle que la amaba más allá de cualquier disfunción en su desempeño—. Uno en un millón no es nada.
—Yo pienso que deberíamos suprimir el impuesto a los padres de hijos secuestrados —dijo el tercer asesor—. Eso mitigaría su dolor, y también el reflejo de éste en nuestra conciencia. En cuanto a un centro de rehabilitación para personas inhabilitadas, que ni lo sueñen. Quien pretenda eso, debería ingresar urgentemente a un centro de rehabilitación —el tercer asesor quedó reflexionando sobre el eco de sus últimas palabras, y al cabo de tres o cuatro pasadas de un mismo centímetro cúbico de sangre por cierto circuito cerrado de arterias en su cerebro, agregó:— pero no los habrá, así que mejor ni lo sueñe.
La hormiga osera no se expidió.
—Muy bien, señores —dijo el tribuno, poniéndose bronceador factor cuatro—, ya escuché sus recomendaciones. Ahora necesito estar solo, para sopesarlas y tomar una resolución.
Los asesores partieron, sin llevarse a la hormiga, que se marchó por sus propios medios.
—¿Qué harás? —preguntó Cleopatria a aquel a quien se había prometido, acción de la que no había obtenido reciprocidad.
—Reflexionar —dijo el tribuno.
Cleopatria y los cuatro nupcios se fueron a jugar una partida de cacle.
—Ninguno de los asesores dijo si las demandas de la gente eran legítimas o ilegítimas —observó uno de los nupcios.
—Es verdad —dijo Cleopatria—. Sería prudente, por cualquier eventualidad, poner en conocimiento de esto al honorable Concejo Beligerante.
Otro de los nupcios, que integraba ese cuerpo, dijo que se daba por enterado, en el nombre de los demás miembros y en el suyo propio.
Cleopatria ganó la partida de cacle y, aumentada su fortuna en diez mil denarios, fue a recorrer las mazmorras donde cientos de bedeles pretorianos custodiaban al millón de niños secuestrados.
—¿Qué comió esta niña hoy? —preguntó a un bedel, acariciando el cabello de una anciana que, debido a insuficiencias hormonales, tenía aspecto infantil y por eso había sido secuestrada, ante los mismos ojos de su hija, a quien los secuestradores habían tomado por su madre.
—Esta niña hoy no comió —dijo el bedel, y señalando a otra que se hallaba encadenada en uno de los rincones, agregó: —pero ésa comió tanto, que algunos de sus compañeritos se tuvieron que quedar sin comer.
Cleopatria se llevó a la glotona a su estudio, y le dio una zurra aleccionadora. El llanto de la niña convocó a una de las doncellas que asistían diariamente a la Patri en su aseo personal.
—¿Qué mierda pasa? —dijo al entrar. Cleopatria la enteró del asunto, y la otra tomó parte activa en la reanudación de la zurra, hasta que las dos vieron capturada su atención por el televisor, en cuya pantalla un locutor anunciaba un mensaje del honorable Concejo Beligerante.
—Hemos juzgado que las demandas del pueblo —empezó a decir el vocero del organismo— no son legítimas. Pero hemos decidido, casi al mismo tiempo, legitimarlas.
La niña castigada se irguió.
—¡Soy libre! —gritó, y salió en dirección a las mazmorras, para asistir a la liberación que supuso desencadenaría el pronunciamiento televisivo.
Y así fue. Y el tribuno, los nupcios, los asesores y Cleopatria fueron inhabilitados para toda función, tanto pública como privada. Pero luego de una temporada en el flamante centro de rehabilitación erigido por resolución del Concejo, volvieron a sus puestos y todo atinó a ser como antes.
El castillo oscuro
En años aún lejanos a los de su madurez, a Pompeyo De Armas y Sotomayor se le daba por organizar veladas en las que entretenía a sus invitados relatándoles sus peripecias. Si los promitentes invitados no contaban con medios propios de locomoción, era el fiel cochero Atanasius Siux-D’Onofre quien se ocupaba de ir a por ellos. En cierta ocasión en la que Sotomayor había convocado a una nutrida audiencia para deleitarla con el reporte de un espectacular asalto perpetrado a un pequeño quiosco de golosinas y cigarrillos, le fue encomendada al cochero la misión de recoger a un importante funcionario y a la señorita Plexus.
En el castillo del importante funcionario reinaba una oscuridad total. En lo de la señorita Plexus, en cambio, se encontraban encendidas todas las luces, pues animaba ella misma esa noche una fiesta que había organizado para dar a conocer su nueva cofia. La señorita Plexus era enfermera y se desempeñaba a la sazón como asistente de la encargada de pasar algodoncitos con alcohol en las zonas de la piel donde se aplicaban inyecciones a los pacientes de un médico.
Siux-D’Onofre hizo sonar la aldaba de la puerta y un lacayo de la enfermera —que debido a un hechizo de cierta bruja serrana tenía transitoriamente forma de sapo— le abrió y lo condujo a la cocina.
—Aquí es donde recibimos al personal de servicio —croó.
Atanasius no logró por las buenas que el sapo le extendiera un salvoconducto, material o virtual, para presentarse ante la señorita. Probó entonces por las malas, aplastando al sapo con una de sus pesadas botas, que por línea paterna habían sido heredadas durante catorce generaciones, en su familia, y por línea materna durante ocho.
Sin embargo, la acción no resultó premiada con el objetivo buscado, porque el hechizo de aquella bruja preveía grandes cambios para el caso de una prematura desintegración del sapo (ella había abrigado otros planes para él). La casa de la señorita Plexus desapareció, al mismo tiempo que la de Pompeyo De Armas y Sotomayor y todo el resto de la ciudad, con excepción de Atanasius (pero no del coche que él conducía, el cual sirve ahora como juguete a un crío de otra galaxia).
El cochero se vio solo en medio de un campo minado (no veía las minas, pero sí unos carteles que cada quince o veinte metros advertían «atención: campo minado; circule con precaución») y sólo después de avanzar lenta y cautelosamente a su través animado con la certeza de que, si no intentaba salir de allí, moriría de todos modos de hambre, logró llegar a un campo nudista femenino. Se dejó deambular, atónito, por entre las mujeres, varias de las cuales suspendían el desempeño de las diferentes tareas que las ocupaban para mirar a su vez a Atanasius y preguntarle de mal talante «¿qué mirás?». Atanasius, que no había probado mujer en los cuatro años transcurridos desde la finalización de su condena a dos años de prisión (que, por error de las autoridades, había purgado en una cárcel de mujeres) por haber secundado a su patrón en un hurto menor, se le fue encima a una treintañera que correspondía a su ideal de belleza femenina, labrado años ha a través de la lectura concienzuda de revistas de historietas policíacas, de espionaje, de piratas, de anticipación científica y de biografías de famosas personalidades de la historia. La treintañera, que había estado trabajando en la confección de una flota de barquitos de metal y se hallaba cerca de culminar su labor, reaccionó al principio con violencia contra Atanasius, causándole graves heridas con sus herramientas; pero luego, al mirarlo con detenimiento, se sintió atraída por él y lo condujo a un hospital cercano, donde lo dejó en las expertas manos del doctor Marón. El doctor le curó rápidamente las heridas y la treintañera (que ya no era tal, pues acababa de cumplir los cuarenta) se hizo cargo de los gastos. El doctor cobró, llamó por teléfono a su agente de bolsa encomendándole la compra de unas acciones, y se fue a las apuradas porque había sido invitado a una fiesta organizada por la señorita Plexus, enfermera a la que tenía en muy alta estima. Pero cuando llegó al lugar donde (según su localizador satelital) debía encontrarse la casa, sólo encontró folletos publicitarios con las ofertas semanales de un supermercado y una lista de las nuevas variedades de pizza ofrecidas por un señor de gorro blanco y bigote negro que en el dibujo aparecía emergiendo de un mar de muzzarela azul, bajo un áureo cielo de salsa de tomate fraguada.
Museo de cera
Cuando el mozo levantó los platos, carcomidos en sus bordes por el exceso de apetito del grupo de amigos que ocupaba las mesas 5, 6, 7, 9 y 13, agrupadas en el centro del restaurante, Pompeyo de Armas y Sotomayor propuso un brindis por la salud de Ahmad Salamanca, que estaba a su derecha y se veía muy enfermo. La tos lo había obligado a devolver gran parte del gigot que había comido, aunque el dueño del restaurante se había negado rotundamente a reintegrarle el dinero (cobrado por adelantado, ya que varias veces el grupo se había ido de ese restaurante sin pagar, y el dueño no estaba dispuesto a tolerar más ese tipo de conducta).
Todos estuvieron de acuerdo en lo del brindis, y al rato el mozo les traía abundante licor, y copas, diamantes y espadas.
Augías Ferrater, sin hacerse rogar, se sirvió una espada y con ella rebanó la cabeza (vuelta a crecer) de Don Asclepio Haras de Schultz, que compartía su silla. Pero la cabeza, después de dar tres volteretas en el aire y robar en el camino una aceituna de una mesa vecina, volvió a su lugar sin que Don Asclepio atinara a entender lo que acababa de ocurrir, y no se viera por tanto motivado ni impelido a tomar represalias contra Ferrater, que ahora estaba distraído conversando con Ersilia Chagas de Bramante, la única mujer del grupo. Pompeyo intentó infructuosamente dividir, con una de las espadas, uno de los diamantes, que le parecía demasiado grande. Nadie mostró interés por las copas. Ahmad Salamanca, haciendo un cuenco con las manos, se sirvió licor. Inmediatamente, su faz reverdeció: ¡estaba curado!
Don Asclepio, viendo eso, propuso un nuevo brindis, y con champaña, pero esta vez por la enfermedad de Ahmad, y no por su salud.
El mozo, para asegurarse de que todos bebieran, sirvió el champaña con una manguera, directamente en la boca de cada uno de los del grupo.
Augías Ferrater sintió que no merecía ser tratado de ese modo, y levantándose, fue a parlamentar con el dueño del restaurante. Éste lo hizo pasar a la cocina, y después de mostrarle todas las instalaciones, le ofreció una visita guiada al museo de cera de la ciudad. Augías aceptó y llamó por teléfono a sus dos esposas (pues era bígamo) para que lo acompañaran.
El dueño del restaurante contrató a un guía profesional y de ahí en más se desentendió del asunto.
Augías, sus dos esposas y el guía llegaron al museo la primera mañana del mes de mayo de ese mismo año lectivo. Pero el lugar había sido tomado por las abejas, y cuatro de ellas, apostadas en la entrada con sus aguijones listos para atacar, impedían el paso. El guía solicitó una entrevista con la abeja reina. Le fue concedida a condición de que no se presentara solo, sino con la policía. Augías y sus dos esposas se retiraron a sus domicilios (que eran cuatro), y el guía, al poco rato, entraba con el jefe de policía y tres de sus oficiales de confianza al salón donde la abeja reina había instalado su corte.
—Qué quieren acá —dijo la monarca.
El guía explicó los motivos de su visita. La abeja reina, entonces, llamó por teléfono a Augías y le dijo que estaba dispuesta a dar su venia para que visitara el museo con una de sus esposas, pero no con las dos.
Se celebraron elecciones nacionales para dirimir cuál de las dos esposas entraría al museo. La ciudadanía, haciendo gala de una sólida conciencia cívica, se presentó en masa.
Ganó la señora Ferrater número dos, y la número uno, para no aburrirse mientras su marido iba al museo con la otra, hizo bordados, que envió de regalo a los tres oficiales de confianza del jefe de policía. Éste, muerto de celos, se suicidó.
Semblanza de Ersilia
La poesía de Beth Pedragosa de Toulon, opínese lo que se opine de ella (y/o de Beth Pedragosa de Toulon) era de Beth Pedragosa de Toulon y punto. La de Ersilia Chagas de Bramante, en cambio, no era de Ersilia Chagas de Bramante. Su obra, en efecto, ya no le pertenecía: era de todos, era uno de los tesoros culturales de su pueblo, y del que los restantes pueblos del planeta, como angurrientas sabandijas, se nutrían sin cesar, ante la ineptitud de sus intelectuales, artistas, artesanos y titiriteros.
Pero Ersilia Chagas era rica y estúpida, así que no le preocupaban esas cosas. En honor a la verdad, no le preocupaba nada, así que, en modesto aporte a la reciprocidad que el conjunto de todas las cosas pudiera tributarle, no nos ocuparemos más de ella[2].
Mantebra Sagach, la hermana de Ersilia, era otro cantar. A ella la asediaban las preocupaciones, al punto de que no podía dormir, y todas las noches, después de su frustrado y cada vez más breve intento de conciliar el sueño, se iba a trabajar como voluntaria a una fábrica metalúrgica, filial local de una multinacional que había extraído del país suficientes riquezas como para haberlo sumido en la pobreza. Pero Mantebra confiaba en que, así como ella les regalaba su trabajo, ellos aprenderían, si no a regalar nada, al menos a devolver parte de lo robado. No fue así, sin embargo, ya que Theodor Pérez, el amo de ese imperio que además de metalúrgico era textil, financiero, comercial, bursátil, químico, naval y episcopal, en lugar de aprender eso, se anotó en un curso de pantomima submarina, el que aprobó con honores que le valieron más tarde el reconocimiento de toda Europa, Canadá, Borneo, y los barrios más populosos de Dolores.
Los retratos
El padre Pernambuco se metió de sopetón en el despacho del tribuno Salazar, que estaba con un jabalí sincategoremático, entregados los dos a prácticas inconfesables.
—¿Qué están haciendo? ¡Confiesen! —bramó el padre Pernambuco.
—Estamos… bueno… —Salazar se enredó en un largo y entrecortado sintagma formado por fragmentos de palabras irreconocibles.
—¡Vamos, confiesen! —Se impacientó el padre.
—No podemos —dijo el jabalí—. No sabemos cómo se llama lo que hacíamos.
—¡Sí! Sabemos hacerlo, pero ignoramos cómo se llama —amplió Salazar.
—¿Y eso? —interrogó el padre, en referencia a una pera de goma que el tribuno tenía en la mano, y que terminaba en una cornetita metálica cuya prolongación, de haber podido materializarse ilimitadamente, habría contenido al universo entero.
—Eso es el claxon de la verdad —dijo el jabalí.
—Hágalo sonar —ordenó el padre, y el tribuno, aunque detentaba muchos miles de unidades de autoridad más que él, obedeció enseguida. Así supo el padre que los quince retratos que decoraban las paredes del despacho del tribuno Salazar eran retratos de Pompeyo de Armas y Sotomayor, y habían sido pintados por un mismo retratista, durante una tarde, dando una pincelada a uno, otra a otro, otra al siguiente, y así desplazándose todo el tiempo de un caballete a otro, en fantástica exhibición de destreza, sólo comparable a la de un maestro ajedrecista que jugara quince partidas simultáneas, todas ellas con la misma variante de la misma apertura, ganando diez, haciendo tablas en tres y perdiendo dos.
El retrato
Pompeyo De Armas y Sotomayor, vestido de gala desde la punta de los pies hasta el maxilar inferior, y con el pelo engominado hasta el paroxismo, hizo sonar la aldaba contra la puerta de la casa de Sulpicia, su inveterada novia, quien se presentó en el salón apenas una media hora después de que la criada Anahir diera a él la orden de esperar allí, cosa que Pompeyo había hecho al tiempo que practicaba con un busto de Josefina Bonaparte las caricias que planeaba prodigar a Sulpicia, y memorizaba quince o dieciséis versos escogidos al azar entre doce o trece de los libros de la sección de poesía de la biblioteca, para recitarlos a Sulpicia si en algún momento del encuentro flaqueaban los temas de conversación.
—Hola, Pompeyo, ¿tú aquí? —preguntó la novia, que parecía dudar entre acercarse a él y darle un beso, y ejercitarse en la mantención de la pose que había elegido para presentarse ante Fedrus, el pintor, que había sido designado por el rey para pintar su retrato (de Sulpicia).
—Sí, vine a traerte estas flores —Pompeyo le entregó un ramo de orquídeas que había traído ocultas bajo la cola de su chaqueta.
—Gracias, amor mío —dijo Sulpicia, cogiendo el ramo pero tratando de mantenerlo a la mayor distancia posible de su rostro, distorsionado por una mueca de asco—, pero las orquídeas, por regla general, me inducen vómitos, ¿no lo sabías?
Acto seguido Sulpicia hizo patente una formidable aplicación de la mencionada regla general. El atuendo de Pompeyo recibió su buena cuota parte en el reparto que también alcanzó a Josefina, a los libros, al piano, a un jarrón de la dinastía Nasty, a Anahir, que entraba en ese momento para anunciar la llegada de Fedrus, y al propio Fedrus, cuya ansiedad por ponerse manos a la obra había inhibido su observancia de la buena costumbre de no entrar sin haber sido anunciado.
—Esto es demasiado —exclamó el artista, limpiándose con el paño de terciopelo que cubría las teclas del piano, y que no había sido, a diferencia del resto del mueble, alcanzado por la erupción—. Me quejaré ante el rey. Prefiero que se me asigne el retrato de la limpiadora de la porqueriza. Seguramente seré mejor tratado y conservaré más tiempo la pulcritud que mi mamá con tanto esmero consigue cada mañana al bañarme, trabajo que viene desempeñando desde mi nacimiento y que se le complica cada vez más debido al incesante aumento de mi superficie corporal, que antes se daba por las naturales etapas de crecimiento del niño y del adolescente, y ahora porque como mucho y engordo a consecuencia de eso y de que no hago ejercicio.
—Eso es malo —dijo Anahir, y trató de mostrar al pintor qué ejercicios debía hacer para mantenerse en forma. Pero él ya se había ido, y luego de semanas de tramiterío, obtenía audiencia con el rey, y la asignación de retratar a la limpiadora de la porqueriza real.
Semanas trabajó Fedrus en el retrato, y tanto la limpiadora como los cerdos (que debían posar también, a modo de fondo) fueron un ejemplo de estatismo para todos los objetos inanimados de la Tierra y otros cuerpos celestes en movimiento. Pero cuando el retrato estuvo terminado y Fedrus lo llevó a Palacio para mostrarlo al rey, éste fue presa de tan intensa repugnancia que vomitó en el acto no sólo todo lo que había ingerido en el banquete ofrecido la víspera por el Consejo de Ministros en honor a que el monarca les honrara con un trabajo tan bien remunerado y de tan poca responsabilidad (el grueso del trabajo, en el país, no era llevado a cabo por los ministros sino por el populacho), sino también todas las sustancias generadas durante la noche por su propio organismo, en vano intento por digerir todo aquello.
La oleada de vómito ahogó a Fedrus, a un par de lacayos, a cuatro pares de secretarios, a las mascotas de Palacio y a treinta y siete de los sesenta y un ministros que integraban el Consejo, además de al propio rey, por lo que nunca se supo qué cosa le había motivado tanta repugnancia. El retrato, además, también fue cubierto por el vómito, y la pintura, por desgracia, no fue inmune a los jugos gástricos, de modo que toda especulación sobre aquello sería estéril y carecería de la más elemental seriedad.
El trac
En el preciso instante en que la luz de sala se apagaba y el seguidor se preparaba para iluminar la entrada a escena del famoso contrabajista Demetrio, el manager comunicó al artista que en la décima fila, rodeado de un séquito que ocupaba nueve asientos a la redonda respecto del suyo, se encontraba nada menos que Pompeyo De Armas y Sotomayor, o al menos alguien que se le parecía tanto que ni el director nacional del departamento de identificación civil habría osado discutir (ni con sus superiores ni con sus subalternos, ni tan siquiera con cualquier hijo de vecino) que ese espectador fuera quien más arriba se dijo que podía ser.
Demetrio se asustó tanto que, en lugar de salir a escena, se metió en el interior del contrabajo. Al principio todo estaba oscuro allí, pero pocos minutos después de empezar a caminar, se vio encandilado por una especie de cielo estrellado, pero al revés: el cielo era el que brillaba, y este brillo se veía eclipsado aquí y allá por diminutos puntos negros diseminados de modo uniformemente desordenado, salvo en la región central, donde era surcado por una ancha banda con más concentración de puntos negros, que Demetrio, claramente influido por la denominación de «Vía Láctea» dada a la banda blanca de estrellas en los cielos nocturnos, llamó «Oleoducto». Pero aquel cielo no tardó en cubrirse y Demetrio, temeroso de una posible lluvia, se guareció bajo un sauce, que induciéndole de algún modo una crisis de llanto, se ocupó de chuparle todas las lágrimas, mediante un sofisticado sistema de raíces aéreas retráctiles.
Al rato Demetrio, refeliz, retomó su camino y llegó a una aldea cuyo alcalde le tributó honores, entregándole en expeditiva ceremonia las llaves de otra localidad, sita en el extremo opuesto de la región. Pero le dijo que Hans el aviador, por una módica retribución (que podía consistir sólo en palabras de aliento) lo conduciría allí en lo que tardaba un gallo en cantar la ópera Fidelio, de Ludwig van Beethoven.
Demetrio, presentándose en el viejo galpón donde Hans vivía en compañía de su máquina voladora, requirió sus servicios. Hans se negó a dárselos, en un primer momento, pero cuando Demetrio le dijo que todos en el pueblo hablaban de sus proezas aéreas y que en caso de emprender el vuelo él se comprometía a aplaudir no sólo en el momento de aterrizar sino durante todo el trayecto, aceptó. Pero no habían subido aún tres mil pies cuando el avión sufrió una avería y se precipitó a tierra. Hans no sobrevivió. Demetrio sí, aunque perdió algunos quilos en la caída. Trató de recuperarlos comiendo en un parador cercano, pero no hubo caso: la comida se le iba; no permanecía en su organismo, esperando a ser procesada y asimilada definitivamente a él.
Así menguado, Demetrio llegó, un mes después, a destino, pero se dio cuenta de que en el accidente aéreo había perdido las llaves de la localidad, y no pudo entrar. Trató de sitiarla él solo, pero era incapaz de abarcar con su disminuido cuerpo siquiera medio grado de su circunferencia. Contrató entonces, en los alrededores, un ejército de mercenarios, y todos trabajaron muy duro hasta que seis semanas después obtenían la rendición incondicional de la localidad, y Demetrio hacía su entrada triunfal en ella, llegando hasta el palacio municipal donde se instaló para permanecer hasta su retiro disfrutando de beneficios sociales que aún hoy continúa percibiendo su viuda, mensualmente, junto con la pensión.
Rotación
Ahmad Salamanca tenía una confidente, de nombre Ferruccia, a quien dijo soto voce una noche, en la terraza de un bar subtropical, a la luz del sol reflejada por la luna, y con los labios húmedos de vermouth seco:
—Ferruccia, voy a contarle algo que le pasó una vez al tribuno Salazar, y sobre lo que le pido la mayor discr…
—Estoy enterada —lo interrumpió ella— porque me lo contó Augías Ferrater, de quien, si me disculpas la infidencia, también soy confidente. Se trata de que el tribuno sufrió cierta vez una alteración de la memoria, que le hizo creer que él era Pompeyo De Armas y Sotomayor. ¿Estoy en lo cierto?
—Ciertamente. Pero cuéntame en qué fastidiosos menesteres se enredó a causa de eso.
—Pues bien —Ferruccia se arrellanó en una hamaca paraguaya que pendía de un plátano, por un extremo, y de un pararrayos, por el otro—: el tribuno, efectivamente, se despertó una mañana creyendo ser Pompeyo De Armas y Sotomayor. Se dirigió a la que creía su residencia, y al principio eso no le causó contrariedades, porque Pompeyo De Armas y Sotomayor se había despertado esa mañana creyendo ser Lon Chaney, y había partido hacia un set de filmación. Pero a media mañana, la propia residencia entró en sospechas, pues se le había metido en las paredes la idea de que era el castillo de Piria, en el departamento de Maldonado (Uruguay). La casa hizo sonar la alarma, que estaba conectada directamente al reloj despertador del superintendente de policía. Éste se despertó abruptamente de su siesta matinal pero no comprendió la situación, pues su entramado neural se reacomodó a la vigilia estableciendo, erróneamente, que pertenecía a Alí Babá y los cuarenta ladrones. Su parte cuarentaladruna esbozó inmediatamente un plan consistente en asaltar el banco Tarahumara. Su parte alibabesca, horrorizada, denunció telefónicamente la situación ante el directorio del banco, que, afortunadamente, se encontraba reunido en sesión plenaria. Pero el presidente del directorio se había aburrido tanto durante la primera parte de la sesión, que se encontraba profundamente dormido; y soñaba que era la diminuta hada Campanita, de Peter Pan. Sin embargo, cuando interrumpieron su siesta para comunicarle la inminencia de un asalto, él despertó creyendo que era nada menos que el tribuno Salazar (recién despertado de un sueño en el que se creía Wendy). Salió del banco dispuesto a reintegrarse al desempeño de sus labores gubernativas. Tributó honores diplomáticos a cuanto político extranjero se cruzó en el camino a su despacho y, una vez allí, se desempeñó con tal corrección (aun en aquellos asuntos en que abusó de su función, y de personas vinculadas a la misma) que nadie lo sospechó culpable de ninguna usurpación de identidad.
—¿Y el verdadero tribuno? —preguntó Ahmad, ávido de confirmar lo que ya sabía, o de sustituirlo por un conocimiento diferente pero más firme—. ¿Siguió creyéndose Pompeyo De Armas y Sotomayor? Y en caso de que sí, ¿el auténtico Pompeyo sigue creyéndose actor y el que ahora todos tratamos como si fuera él es en verdad un tribuno mentalmente alienado?
—Voy a responder sólo a lo último —dijo Ferruccia, apurándose a terminar un cóctel de verduras que tenía servido desde el inicio de esta crónica— porque creo que en menos de dos minutos, debido a efectos secundarios de un proceso de reorganización del flujo neuronal, comenzaré a creerme Marcel Marceau y no podré proferir palabra[3]: no es cierto eso de que «todos» lo tratemos, puesto que yo no lo trato.
Ahmad trató de que ella ampliara la respuesta, pero sólo consiguió que se pusiera a gesticular de maneras indescifrables para él, mientras era acosada por una multitud de objetos invisibles.
El coral
Había una vez un picapleitos que no quería estatuir. Su matrona lo había mandado a las mejores academias, pero él prefería ir al riacho a aprehender silúridos con su prima Enjacinta, a la que levantaba la falda cada vez que picaba un peje. Ella no decía nada, pero un día él quiso ir más lejos, y así nadó hasta alcanzar la riba opuesta, donde una muchedumbre se dedicaba a lanzar congrios al agua. El líder de los antipescadores resultó ser Francis Kurtz, un amigote del picapleitos.
—¿Entusiasta de la natación, ahora? —le preguntó este Kurtz.
El picapleitos consideró la pregunta como una intromisión desafortunada en sus asuntos privados, y presentó querella. Pero no ante corte alguna, sino ante un grupo de inconformistas que, reunidos en torno a un chaparrete que sufría de paro auditivo, le estaban dando audición de oreja a oreja[4]. Ellos, dejando de lado esta tarea, preguntaron a coro al picapleitos:
—¿Qué te pica, a vos?
Y el coral se estructuró así: de los quince inconformistas de registro vocal más grave, siete entonaron las seis sílabas de la pregunta en base a la siguiente secuencia de notas: si bemol (una novena por debajo del do central del piano), sol (hacia abajo), la (hacia arriba), fa sostenido (hacia abajo), mi (hacia abajo) y fa natural (hacia arriba). Los restantes ocho, de los que cinco eran mujeres, cantaron solamente «te pica» haciendo coincidir el «te» con el «qué» de los otros (y manteniéndolo, en la nota do de altura una octava inferior a la del do central del piano, hasta que éstos hubieron cantado «te»), el «pi» con el «pi» (pero cantando la nota si, hacia abajo, y manteniéndola hasta que los otros hubieron cantado las sílabas «ca» y «a»), y el «ca» con el «vos», en la nota sol sostenido (hacia abajo). Los que tenían registro de tenor, que eran todos hombres (y bien machos, lo que intentaban ostentar manteniendo erectos sus penes a pesar de no encontrarse bajo el influjo de ningún estímulo sexual), también cantaron divididos. Los tenores más graves, coincidiendo con los bajos agudos, dijeron «te pica» pero sobre la nota mi en las tres sílabas. Los agudos dijeron «te» en coincidencia con el «qué» de los bajos más bajos (cantando la nota sol), y la mantuvieron hasta coincidir con éstos en la emisión de las sílabas «pi-ca a vos», pero cantando sol sostenido, la y si. Las contraltos más graves cantaron con la misma letra que los tenores de abajo, con la nota re para «te pi» y do sostenido (hacia abajo) para «ca». Las otras (en rigor sería «los» porque uno de ellas[5] era hombre, y sin importar que los veintitrés restantes fueran mujeres) cantaron la retrogradación de lo que hacían los bajos graves, pero partiendo de la nota fa (la del primer espacio en la clave de sol), en unísono con la soprano, que era una sola, pero tenía cuatro gargantas, aunque de dos de ellas se encontraba afónica.
El picapleitos se arredró, y lo bien que hizo, porque del medio del río emergía en ese momento la imponente figura de quien secretamente y a la distancia había estado dirigiendo al coro: Pompeyo De Armas y Pertrechos, tocayo parcial de don Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Dicen que la distancia es como el tiempo
Había cuatro mansiones inglesas (erigidas en Zaire por constructores hiperbóreos), todas ellas profusamente habitadas, pero por una sola persona cada una. Además, esas personas habitaban las mansiones sin estar en ellas, por diferentes razones. La primera de estas personas era el barón von Kelkepart, que trataba de abrir un boquete en uno de los muros de su mansión, para poder entrar a ella, ya que las puertas y las ventanas estaban cerradas. El barón quería cometer lo que podía considerarse un autorrobo (aunque la mansión no era de su propiedad, ni la alquilaba; él sólo la habitaba, y hasta ahí nomás). Y manipulaba un martillo neumático en mal estado, que daba infructuosos sacudones a la hipófisis de «von», que era donde estaba instalada su persona propiamente dicha. La segunda era Beth Pedragosa de Toulon, una poetastra muerta que había decidido mudar su tumba del Parque de Vida y Esperanza hasta el jardín de la mansión, que ya no formaba parte de la propiedad pues había sido adquirido por una asociación de individuos sin techo y ellos, quitándole el techo, la habían elevado por encima de la altura de las nubes, para no sufrir percances en caso de lluvia. El tercero era el padre Pernambuco, un sacerdote de hábitos austeros pero antihigiénicos, que ni había visto nunca ni sospechaba la existencia de la mansión que aquí se le adjudica. Y el cuarto era el doctor Marón, un médico que había sido enviado al espacio interplanetario como etapa de un experimento no de carácter médico, sino socioestelar. El doctor se hallaba ahora en un satélite que orbitaba la Tierra a una velocidad igual a la de la rotación de ésta sobre sí misma, pero lo hacía a gran distancia, desde un lugar tranquilo, en las cercanías de Plutón. Había allí un mazo de cartas, y el doctor se entretenía haciendo trampas a su dama de compañía, que, afectada de un resfriado temporal, vivía a contrarreloj.
La prole
En la época en que Pompeyo De Armas y Sotomayor había empezado a cortejar a la que después fue su novia Sulpicia, vivía en la pequeña localidad de Kabalizmir un comerciante en estropajos, cuya principal afición era adivinar, no el futuro, sino el presente. En la trastienda de su pequeño local de la calle Gingerale se apersonaban diariamente varias decenas de lugareños, así como de turistas, investigadores y exploradores atraídos no por los estropajos sino por la fama de las habilidades del comerciante.
—A ver —le dijo cierta vez una de las esposas de Augías Ferrater, que estaba de viaje con su otro marido, cuyo nombre tenía tres raíces, originadas en tres troncos lingüísticos iguales—. Dígame lo que está haciendo mi hija mayor.
—¡Ajajá! —exclamó el comerciante, convirtiendo con su bola de cristal un «doble» en su cesto de baloncesto, que estaba fijado a un sólido retrato de un ancestro bastardo de Pompeyo De Armas y Sotomayor—, ¡quiere Ud. agarrarme desprevenido y hacerme quedar mal frente a todos estos amables visitantes!
El comerciante aludía a la larga fila de lugareños, tiempistas, turistas, investigadores, exploradores y boy scouts que esperaban turno.
—¿Por qué dice eso? —preguntó el sexto de la fila, que, pese a ser investigador, no se hallaba allí en esa calidad, sino en la de turista.
—Lo digo —contestó triunfalmente el comerciante— porque la señora no tiene hija mayor. Sus hijas son todas naturales y entre ellas, al igual que entre los números naturales, puede encontrarse siempre una mayor que cualquiera dada.
—Ah, ¿es por eso? —preguntó el esposo presente de la señora Ferrater—. Yo creía —dijo a su mujer— que era porque habías tenido a todas tus hijas al mismo tiempo, como esas esporas que explotan y diseminan simultáneamente a toda su descendencia.
—Si, pero ella es su esposa, no su espora[6] —dijo el comerciante, y fue a buscar la bola de cristal, que había caído sobre uno de los de la fila, cuya cabeza se encontraba justo debajo del cesto.
—Esta bola no sirve más —acababa de constatar, desconsolado, que la bola estaba rajada—. Por culpa de este cabeza dura, ya no podré adivinar más el presente. ¡Si por lo menos hubiese sido capaz de predecir el futuro, habría tomado recaudos contra esta desgracia!
Los que esperaban turno, descorazonados, murieron en el acto, y todo volvió a la anormalidad.
El portavoz
Gregorio Gedorro tenía un ídolo en la vida, y ese ídolo era Pompeyo De Armas y Sotomayor.
—Pompeyo —explicaba a menudo ante su auditorio, aunque luego, en la soledad de su club nocturno, se arrepentía de haber aludido al ídolo con el nombre de pila, implicando una familiaridad con él que jamás había sido no ya cultivada, sino siquiera sembrada; y como demostración de ese arrepentimiento se daba de azotes en el interior de un minúsculo cuarto de baño que por desgracia no permitía al látigo llegar a tomar impulso ni estirarse convenientemente sobre la carne anuente del penitente—, a la edad de treinta años, tenía ya la edad mental de un niño prodigio de cuarenta años. Portaba con secreta humildad sus tres charreteras, cada una de las cuales condensaba el valor de seis medallas al mérito, ganadas cada una al término de diez bravatas, al cabo de cada una de las cuales él había conseguido la rendición de cincuenta de sus adversarios, derrotados en al menos cinco de las siete escaramuzas que lo habían enfrentado a cada uno. ¿Me siguen?
Su auditorio seguía meticulosamente sus movimientos, a lo largo del trayecto serpenteante que Gregorio Gedorro recorría en la estrecha sala de conferencias del edificio central del Foro Confederado Regional para el Desafuero del Tesoro.
—Escaramuzas que lo habían enfrentado a cada uno —retomaba él, deseoso de que su larga hilera de oyentes no perdiera el hilo de su apologética cruzada oral, y seguía—: a lo largo de cruentos combates sostenidos a punta de arcabuz y a brida de caballo.
Una meritoria imitación de relincho salía entonces de algún punto indeterminado del auditorio, y Gregorio Gedorro discontinuaba un momento su argumentación para felicitar y reprender, al mismo tiempo y con las mismas palabras (vale decir con un solo arreglo de palabras que se las arreglaba a la perfección para cumplir los dos propósitos) al interruptor. Seguidamente, los restantes miembros del auditorio linchaban a ése, dos veces.
—Pero Pompeyo De Armas y Sotomayor no se quedaba en eso —reemprendía Grégor (así lo llamaban cariñosamente su cuñada y sus dos suegras, con las que Gedorro mantenía separadamente relaciones íntimas, a espaldas de su secretaria)—; él hacía otras cosas.
—¿Qué hacía? —le preguntó una de las veces Calixto Marabotto, uno de los más asiduos y vetustos integrantes del auditorio, vinculado además a Sotomayor por otros asuntos que oportunamente se darán a conocer en la presente relación.
—Regenteaba un hospicio —contestó Gedorro, pero no la misma vez que Marabotto hizo la pregunta, sino otra. Por eso Marabotto, esa vez, no entendió por qué Gedorro, al decir aquello, lo miraba a él, pero pensó que de algún modo la mirada era una incitación a seguir el ejemplo de Pompeyo De Armas y Sotomayor, y dejando solos a sus compañeros de auditorio, salió en busca de un hospicio acéfalo. No encontró ninguno, pero decidido a no quedarse sin regencia, entró al más importante de todos los hospicios (el de Saint-Deshonoré) y, venciendo a su regente en la batalla de Poitiers, ocupó su lugar. Los internados y los internistas del lugar no aceptaron de buen grado el cambio, y se levantaron en huelga de hambre, cayendo muertos por desnutrición unos días después. Marabotto fue interpelado por el doctor Zuberbuhler, subsecretario interino de la fundación que financiaba las compras de leche de cabra del hospicio.
—Conque es usted el nuevo regente, ¿eh? —le dijo, echado hacia atrás sobre el sillón de su despacho decorado con restos de aves y barcos de pequeño calado.
—Pues sí. Me gané ese puesto en la batalla de Poitiers.
—¿Está seguro? ¿No lo ganó en una kermesse? Eso es lo que me fue informado a mí.
—¿Quién fue su informante?
—Un pajarito —reveló Zuberbuhler, pero como al hablar miró en dirección a uno de los restos de aves que decoraban el despacho, Marabotto se dio cuenta de que o bien se trataba de los restos de un pajarito condenado a muerte por mentiroso, o el informante había sido ya desde el vamos un pájaro fragmentario y, por lo tanto, no muy fiable en sus declaraciones.
Aclarado el punto, Zuberbuhler se dispuso a cursar a las autoridades regionales un pedido de castigo para Ferruccia, a quien había tomado como confidente, considerándola fiable. Ella le había transmitido tiempo atrás un memorándum según el cual, en la batalla de Poitiers, Carlos Martel había detenido la expansión arábiga. Pero Marabotto hizo ver al doctor que, por una parte, Poitiers, como cualquier otra ciudad, podía haber sido escenario de muchas batallas, y no de una sola; y por otra (parte), que aun cuando hubiese habido una sola batalla en Poitiers, no tenía por qué haberse dirimido en ella una sola cuestión, un solo litigio; lo de los árabes podía haber sido lo más sonado, pero podían haberse resuelto o definido, en la misma batalla, muchas otras cuestiones, como era precisamente el caso de su obtención del puesto de regente del hospicio de Saint-Deshonoré. Pero en cierto momento de esta argumentación, Zuberbuhler dejó de prestar atención a las palabras de Marabotto, pues la forma en que éstas resonaban en el despacho, y el modo en que hacía vibrar no sólo el aire, sino los otros gases que enrarecían el ambiente, y también los decorados y las paredes, le hizo pensar en Pompeyo De Armas y Sotomayor, a quien él había oído una vez dictar una conferencia sobre la incrustación de crustáceos del período cretáceo en crestas de cetáceos.
—¿Sabe a quién me parece estar oyendo en este momento? —dijo entonces el doctor, pero antes de que acabara de enunciar la pregunta, Marabotto ya estaba respondiendo:
—Sí, ya sé, pero es que efectivamente lo está usted oyendo a él: yo soy su portavoz.
Mudanzas
Pompeyo De Armas y Sotomayor, si así puede llamársele[7], tuvo una infancia de mudanzas. Sus padres murieron de contentos cuando él nació, pues la felicidad de tener un hijo superaba en mucho la capacidad de sus mezquinos corazones. Por eso, y luego de un período en que Pompeyo fue albergado en la que, fideicomisarios mediante, era su casa, pasó a quedar al amparo de su abuelo materno, que vivía en concubinato con la abuela paterna de Pompeyo, divorciados los dos de sus respectivos cónyuges, quienes, no obstante, no se sintieron atraídos entre sí y buscaron compañía ora en terceras personas, ora en animales, domésticos en el caso del abuelo paterno, y salvajes en el de la abuela materna, que era también salvaje ella misma (la misión jesuítica a la que años atrás había encomendado el Papa la tarea de civilizarla, se había perdido en la red de subterráneos de su ciudad natal, y sus integrantes habían terminado allí sus días, vendiendo a los pasajeros estampitas de santos o, cuando no conseguían, de personas comunes, como usted o como yo).
Poco tiempo vivió Pompeyo De Armas y Sotomayor con sus abuelos, pues éstos perecieron en un accidente geográfico (que por su magnitud cobraría también carácter histórico) y Pompeyo, salvándose por milagro (directamente operado por la Virgen), fue trasladado a la residencia de su bisabuelo, el Contador y Doctor Peyón De Soto. El Contador y Doctor Peyón De Soto prodigó al niño un cálido afecto a la vez que con frialdad lo instruyó en la determinación de la cantidad de energía necesaria para llevar un biberón, a presión atmosférica, hasta una temperatura que permitiera afirmar que contenía leche tibia. Pero el Contador y Doctor Peyón De Soto (que era, además, ingeniero naval y biólogo aficionado a la filatelia) murió empachado luego de una cena fría en la Sociedad de Fomento del Cementerio Genealógico, cena a la que ni siquiera había sido invitado, y Pompeyo debió ser librado a la custodia de su tatarabuelo, el conde Oto. Era éste el mayor de siete hermanos, todos ellos también condes menos el menor, que era barón. Vivían todos juntos, pero de hecho bastante separados por las grandes distancias que mediaban entre las reparticiones que correspondían a cada uno en la inmensa mansión que, si bien había sido apenas una tosca buhardilla cuando habíanla heredado ellos de un ocasional tutor pobre y enfermo[8], había ido creciendo y ensanchándose gracias al espíritu de trabajo y ahínco de los siete hermanos. Pompeyo sólo llegó, así, a conocer a tres de ellos: Oto, Toscana (que era nena) y Mapuleyo. Pero de este último sólo obtuvo un conocimiento superficial: apenas arribado a sus habitaciones (expulsado de las de Toscana por travesuras impropias de la edad, como faltar a clases en una institución de enseñanza que ni siquiera lo contaba como alumno), había recibido aquél (Mapuleyo) por fax la noticia del deceso del conde Oto (acaecido como secuela de su antiguo paso por la escuela). Mapuleyo declinó hacerse cargo del crío (como había sido la voluntad de Toscana, quien lo había cuidado antes por voluntad de Oto), y Pompeyo De Armas y Sotomayor fue entonces nuevamente derivado, esta vez a lo de su tátara-tatarabuelo, el mayor Pom. Pero éste murió de la emoción de llegar a conocer a su tátara-tataranieto, y Pompeyo fue llevado entonces a casa de su tátara-tátara-tatarabuela, Maggie. Vivió un buen tiempo con ella, aunque en esa convivencia cada cual conservaba su independencia, salvo en los períodos en que era avasallada ésta por fuerzas enemigas (etapa colonial).
Autosustitución
El doctor Marón era un médico que se distinguía por tener pacientes distinguidos, aunque él no hacía distinciones entre unos y otros: tanto trataba a la condesa de Quelqueport por una insuficiencia alcohólica que había diagnosticado a Fedrus, el pintor, como interpretaba la enfermedad de la arquitectora Gamit mirando una chismografía hecha a la confidente de Augías Ferrater, o incursionaba en la úlcera de Fanego como si hubiese sido cuestión del acné del contrabajista Demetrio, o se enfrentaba a la pica de Wolfgang Golfwang como quien atiende un estrés post mórtem de Beth Pedragosa de Toulon.
Cierta vez llegó a su consultorio nada menos que Don Asclepio Haras de Shultz (o, mejor dicho, algo menos, pues le faltaba la cabeza) (pero Don la traía consigo, en una bolsa).
—Esto me acaba de pasar jugando al golf —dijo (por algún lado).
La señorita Plexus, jefa de enfermeras, le tomó la cabeza, le firmó un recibo y le dio cita para la semana siguiente.
Cuando Don Asclepio volvió, no tenía cuello.
—¿Otro accidente de golf? —le preguntó la señorita Plexus.
—No. Es que, en mi impaciencia, fui a ver a otro facultativo, y él, desoyéndome cuando le conté que mi cabeza había sido confiada a esta clínica, retiró mi cuello para mirar adentro si por ahí se había caído la cabeza. Por suerte recuperé mi cuello.
Haras de Schultz se remangó el pantalón y tomó el cuello, que había traído en la pierna usándolo como liga. Lo depositó sobre el escritorio de la señorita Plexus, quien le dio un recibo y cita para el final de la semana.
Cuando él volvió, traía su tórax y sus brazos en un carrito que empujaba, ladeándose, con una cadera u otra.
—No me diga nada —le dijo Plexus—: otra vez golf. ¡Ah, no! —se corrigió enseguida, autocastigándose con un golpe de palma contra la frente—, ¡facultativo, facultativo!
—No —dio a entender él mediante una sofisticada coreografía—. Esta vez la culpa fue mía, por ofrecerme como voluntario para ese número de magia en el que serruchan un cajón con alguien adentro. Pero la maga que me tocó todavía no estaba muy práctica. Acá tiene mis partes.
La señorita Plexus le dio un recibo por tórax y brazos. Una semana después recibió por correo una caja conteniendo dos piernas unidas a nalgas, genitales, vientre, etc., al parecer —según nota adjunta— perdidos en un juego de póquer, y por los que el ganador luego se había desinteresado. Ella entregó todo al doctor Marón, y se olvidó del asunto. Pero, tiempo después, una tarde en que estaba ordenando papeles aprovechando que no había pacientes para recibir, sintió un aire frío que le despertó la inquietante sospecha de una presencia fantasmal. Pegó un grito, y el doctor acudió desde su consultorio para ver qué pasaba. Ella no se supo explicar, limitándose a señalar el espacio circundante. Entonces, por la puerta abierta del consultorio, salió también Don Asclepio Haras de Shultz, ya completamente rearmado, y dijo, con una voz átona y maquinal:
—Ah, no se preocupen. Yo me ocupo.
Y describiendo algunas torpes volteretas, pareció de pronto cargarse de una extraña energía que dio musicalidad a las palabras de agradecimiento y despedida que pronunció antes de irse.
Paciencia
No había despuntado todavía el día cuando Matt Ungo, el fiel cochero de Pompeyo de Armas y Sotomayor (también conocido como Atanasius Siux-D’Onofre), después de dar a los caballos su ración de avena instantánea, partió, en el sulki que tan diestramente conducía (con su mano izquierda, puesto que, si bien no era zurdo, ganaba tiempo usando su mano derecha para otras cosas, como practicar ritmos afroaustralianos contra el borde del pescante o calcular, con un ábaco, cuánto ganaría —o perdería— por mes cuando se jubilara o jubilase), hacia la mansión del barón von Kelkepart, segundo marido (en importancia) de una de las trece esposas del conde de Con. El propósito de Ungo era ofrecer al barón sus servicios, porque no quería trabajar más para Pompeyo de Armas y Sotomayor. Éste lo trataba siempre demasiado bien, y Matt Ungo se había llegado a convencer de que, si seguía así, habría de convertirse en un inservible consentido. Por eso quería trabajar para alguien que, como el barón, tenía fama de exigir mucho, pagar poco, y agarrárselas con su servidumbre cuando le iba mal en los negocios, en el amor, en el juego o en el I Ching.
Lo recibió una mucama en salto de cama, que bostezando le dijo:
—No creo que haya vacantes, pero si quiere puede esperar en la cocina hasta que llegue nuestro jefe de personal, que siempre desayuna ahí.
Matt fue conducido a esa dependencia, y la cocinera, una tal Berthellota, no le ofreció nada. Criatura de singular conformación anatómica, estaba ocupada saltando del piso a la mesa y de la mesa al piso.
—¿Eso es para hacer huevos saltados? —le preguntó Matt, para entrar en conversación.
Ella pareció ofendida, y cuando llegó el jefe de personal, le habló al oído, seguramente —pensó Atanasius «Matt Ungo» Siux-D’Onofre— para hablarle mal de él y abogar en contra de su contratación.
El jefe se sentó a la mesa y Berthellota le preparó y le sirvió una taza de caldo y una tostada de pan viejo. Él le pidió café.
—No —lo amonestó ella—. Por esta semana no hay café. Usted sabe muy bien que el barón nos lo suspendió por no haber sido suficientemente solícitos durante la última visita de las hermanas Peters.
En eso, el mismísimo barón von Kelkepart irrumpió en la cocina. Sacó una lata de la alacena y extrajo de ella un grisín, que masticó sin miramientos.
—Perdonen —dijo—; no quiero interrumpirlos en su trabajo. Es algo a lo que asigno una gran importancia; es más importante esto que hacen ustedes que cualquier cosa que pueda hacer yo; yo no soy digno ni de besarles los pies. Por eso no lo voy a hacer.
—El barón se metió otro grisín en la boca y se estaba por retirar, cuando Matt lo retuvo.
—Su Excelencia, yo vine para ofrecerle mis servicios, si tuviera la bonhomía de contratarme. Soy cochero.
—¿Ah, sí? Pues yo no lo soy —replicó el noble, despectivamente.
—Precisamente por eso es que usted me necesita —se apresuró a responder Matt.
—¿Sí? Muy bien. Queda contratado. Lléveme a Saint-Denis.
—¡Un momento! —exclamó el jefe de personal, y enseguida, suavizando el tono, añadió—: Perdón, Excelencia, pero ¿no cree que debería ser yo, su jefe de personal, el encargado de contratar a un cochero si se requiriera aquí ese género de servidor?
El barón no llegó a contestar. Su atención fue acaparada por uno de los caballos del sulki traído por Atanasius Siux «Matt Ungo» D’Onofre, que entró a la cocina a todo galope, se detuvo junto al cochero (no sin desparramar vajilla, azúcar, harina y especias a su paso) y le dijo algo al oído.
Atanasius carraspeó y preguntó, mirando un punto situado entre Berthellota y el jefe de personal:
—Este caballo necesita ir al baño, ¿podrían indicarle el camino a seguir?
Berthellota se ofreció a guiar al animal, y lo montó para facilitar la expedición.
El barón decidió suspender la discusión sobre fueros con el jefe de personal, y pidió a Atanasius que lo condujera con la mayor premura a Saint-Denis. Partieron en el sulki, tirado por el caballo que había permanecido ligado a él.
Al llegar, el barón despidió al cochero. Le dijo que no lo necesitaba más, y le pagó por el tiempo trabajado (y por el caballo que había quedado en su mansión, que quería conservar para agilitar el transporte interior) con un cheque diferido a perpetuidad. Ungo se volvió a la residencia De Armas y Sotomayor con la cola del otro caballo entre sus patas. El barón, en Saint-Denis, fue a ver a un amigo que era premier de un país en ruinas.
—¿Y? ¿Cómo van esas ruinas? —le preguntó—. Estoy impaciente por cobrar los dividendos de la inversión que me convenciste de hacer en ellas. Fue muy placentero destruir ciudades, carreteras y sembradíos, pero ahora quiero cobrar.
—Hay que esperar —contestó el otro—. Se necesitan siglos para que estas ruinas despierten interés turístico.
La cucaracha
—Pase, pase usted —dijo el tribuno Salazar, tratando de abarcar con un solo gesto todo el interior de la estancia a la que acababa de ingresar. El padre Pernambuco fue tras él y tras otro que también había entrado tras él, sin ser invitado (pero trabajaba ahí, como secretario adjunto del tribuno).
—¡Qué es eso! —exclamó el padre, señalando con un solo dedo el cuerpo pequeño y lejano de una cucaracha negra, que se desplazaba en línea recta por una pared curva.
—No se preocupe —dijo el tribuno abarcando ahora con otro gesto solamente la superficie de las paredes no ocupada por la cucaracha—, éste, mi nuevo despacho, ha sido construido esta misma semana. No se trata de una construcción vieja reciclada, que pudiera haber reciclado también a las antiguas especies de parásitos y sabandijas que albergaba. Esa cucaracha, por lo tanto, no debe ser causal de preocupación; no es signo de mugre o dejadez; es una cucaracha inaugural, y debe traer alegría a los corazones.
La última palabra de Salazar no fue audible para el padre Pernambuco; un ruido seco la eclipsó casi en su totalidad, dejando al descubierto únicamente la «c» y la «s», pero Pernambuco pensó que esas consonantes eran también parte del ruido, que no había sido producido por otra cosa que un zapato del secretario adjunto, al aplastar contra la pared a la cucaracha. El padre Pernambuco, al comprender lo sucedido, montó en cólera y aplastó al secretario adjunto, también contra la pared. Eso no gustó al tribuno Salazar, y él, aunque sin perder la calma, aplastó al padre Pernambuco, en parte contra la pared, en parte contra el secretario adjunto, y en el resto contra la cucaracha[9].
La niñera
Úrsus Pérez negaba la existencia de Pompeyo De Armas y Sotomayor. Las denuncias de varios ciudadanos afligidos que lo habían visto en diferentes lugares (cornisas de edificios, plazas de comidas, museos, ascensores, etc.), arengando sobre el particular, desembocaron en el envío, por parte de las autoridades, de un citatorio para que Úrsus compareciera ante un tribunal. Él concurrió correctamente vestido con pantalón de pana, camisa de lana, sotana y patas de rana. La arquitectora Gamit, que presidía el tribunal, elogió su atuendo, pero fue muy severa a la hora de dictar sentencia. Otro miembro del tribunal había pugnado por una condena benévola, pues aunque no estaba dispuesto a permitir que nadie negara la existencia del dómine[10], pensaba que no se habían presentado pruebas fehacientes que demostraran su realidad.
—No voy a retractarme de lo que dije —había perseverado el reo, en ocasión de ser interrogado por el abogado mediador (cuya función era la de congraciar al abogado defensor con el fiscal)—. Pompeyo De Armas y Sotomayor no es más que una ficción, una quimera, una farsa, un artilugio literario.
Un ujier, por orden de la arquitectora Gamit, había abofeteado a Úrsus Pérez, pero él, en vez de doblegarse, había contestado con dignidad:
—Sus golpes, ujier, son muy reales. ¡Ojalá gozara Pompeyo De Armas y Sotomayor de igual condición!
La ejecución fue fijada para el día siguiente, pero cuando la verduga estaba preparando sus herramientas se acordó de que debía llevar a cabo con premura ciertas diligencias, por lo que dejó al reo al cuidado de una anciana que había sido niñera suya, y en la que confiaba plenamente. La niñera, enterada de los pormayores del caso, le dijo:
—Yo no me quiero meter en tu trabajo, ni soy filósofa ni lo que se necesite ser para tener injerencia en él; pero lo que puedo asegurarte fuera de toda duda es que Pompeyo De Armas y Sotomayor existe, viste, calza, y dictó anoche una conferencia en la sede de la Sociedad de Damas Sin Compañía, a la que pertenezco. Entre las cosas a las que se refirió, puedo destacar el problema de la superpoblación en los estadios de fútbol, los diferentes tipos de tiza que según los casos conviene usar para los tacos de billar, y los desaciertos de la política impositiva seguida en los últimos años por el gobierno de Kabalizmir.
La verduga recordó entonces que precisamente lo que debía hacer era ir a buscar un timbre postal de Kabalizmir, que un intermediario había prometido conseguirle. Dio un beso a la niñera y partió rauda. Pero no pudo comprar el timbre: el intermediario había decidido subir el precio previamente acordado, en razón de que la ilustración del timbre representaba nada menos que a Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Volvió cabizbaja (aunque no con la cabeza tan baja como las de los reos a quienes ordenaba agachar las suyas para recibir sus hachazos mortales) a lo de la niñera, dispuesta a mitigar su frustración ejecutando a Úrsus Pérez. Pero la niñera, con la autoridad que le daban los años, se negó a permitirlo.
—De aquí en más, yo me ocupo —dijo. Y trabajó denodada (e inútilmente, hay que decirlo) en procura de reformar a Úrsus. Éste fue puesto en libertad cuando ella, pasada de vieja, murió, legándole todos sus bienes, y también algunos de sus males, por lo que, no mucho tiempo después, también murió él. Su legado de escepticismo se cristalizó en una secta, no desprovista de personería jurídica, que niega enfáticamente, si no la existencia de Pompeyo De Armas y Sotomayor, sí algunas de sus afirmaciones.
Número equivocado
Habían cambiado las reglas del golf, maldición. Ahora no había que pegarle a la pelota, sino al adversario, y con diferente palo según la zona del cuerpo o de la cabeza donde se decidiera asestar el golpe. Hans-Phedro no podía entrar en ésa: su ética, férrea como la sangre, no se lo permitía, ni se lo habría permitido de haber intentado él todas las triquiñuelas administrativas o jurídicas que estaban a su alcance y que habría estado en condiciones de ejecutar solo o con la ayuda de su mentor, Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Hans-Phedro llamó un remise y se fue del club, sin esperarlo. El remisero entró y preguntó por él. El que atendía la cantina le dijo que no lo había visto, pero no era cierto: él había visto a Hans-Phedro, pero no había registrado esa percepción en su memoria. No podía decirse que el hecho le hubiera pasado desapercibido, pero tampoco que le hubiera pasado inadvertido, ya que cuando el cantinero había visto a Hans-Phedro, había advertido la presencia de Hans-Phedro (aunque es cierto que no había advertido que estaba advirtiendo la presencia de Hans-Phedro).
El remisero se acercó entonces a un jugador que se aprestaba para medirse con otro.
—Perdone, ¿sabe dónde se encuentra el señor Lemot? —preguntó, ya que ése, y no Rodríguez, era el apellido de Hans-Phedro.
—No, no lo sé, pero puedo adivinarlo —dijo el jugador.
—¿Y también puede adivinar quién va a ser el vencedor en nuestro partido? —le preguntó el otro jugador.
—Sí, puedo, pero no lo haré —respondió el primero—. No sería ético que yo, sabiendo, por ejemplo, que voy a perder, jugara con un adversario que, ignorante de eso, estuviera en desventaja con respecto a mí.
—¿Acaso cree que si usted juega conmigo sabiendo que va a perder, me va a ganar? —cuestionó el otro.
—Tal vez no, pero podríamos perder los dos, lo cual es absurdo, ya que ¿contra quién habríamos perdido? ¡Jo, jo, jo, jo, jo!
El remisero insistió en su pedido de información sobre el paradero de Hans-Phedro, pero los otros dos, ignorándolo, se fueron adentrando cada vez más profundamente en la discusión sobre las influencias que el conocimiento previo de los resultados de los partidos podía tener sobre los resultados de los partidos. Luego la discusión derivó al tema de las influencias que el conocimiento previo de los resultados de los partidos podía tener sobre el conocimiento de los resultados de los partidos, y luego, al tema de las influencias que el conocimiento previo de los resultados de los partidos podía tener sobre el conocimiento previo de los resultados de los partidos. Dos horas después, los dos jugadores estaban discutiendo sobre los resultados que el conocimiento previo de los partidos podía tener en las influencias de los partidos sobre la discusión. Y más tarde, abordaron la cuestión de hasta qué punto la discusión entre dos jugadores sobre sus conocimientos previos podía influir sobre los partidos o sus resultados. De ahí pasaron a discutir sobre si las horas de discusión sobre los partidos podían influir en los conocimientos que se tuvieran de los resultados. Y sin llegar a ponerse de acuerdo en eso, se suscitaron entre ellos también discrepancias sobre si los resultados previos a los partidos podían reconocer sus influencias en la discusión. Eso llevó a que discutieran sobre si las discrepancias en el conocimiento previo de los resultados de los partidos podían suscitar discusiones sobre las influencias del acuerdo entre los jugadores sobre las horas de discusión. Una vez debatido este tema en profundidad y habiéndose limado todas sus aristas, se pusieron a discrepar sobre las influencias de las discusiones previas en los resultados de los acuerdos partidarios. Sin que se presentaran argumentos concluyentes de ninguna de las dos partes, los jugadores se embarcaron en la cuestión de si un debate profundo sobre los temas de discusión podía resultar en discrepancias que influyeran en el conocimiento de una de las partes. Pero previamente habían abordado la discusión de si el conocimiento de las discrepancias podía ser tema de controversia o si los argumentos presentados debían previamente limarse de toda influencia sobre la cuestión. El acuerdo sobre este punto no impidió que luego surgieran diferencias de opinión en lo concerniente a la discusión de los resultados que el conocimiento profundo de los partidos podía tener en los debates previos al juego. Y estas diferencias tampoco se zanjaron cuando se pasó a discutir si el abordaje de los resultados era concluyente en aquellas aristas del tema en las que se hubieran suscitado diferencias de opinión. Ni cuando los argumentos que cuestionaban los temas del debate llegaron a profundizar en la influencia de una de las partes sobre las discrepancias de la otra. Sin embargo, el mutuo desconocimiento previo de las ulteriores alternativas de la controversia llevó a que, en desesperado intento de poner los puntos sobre las íes, los jugadores se embarcaran en el abordaje de las asperezas que infructuosamente habían intentado limarse en los sucesivos intercambios de opinión. Pero inmediatamente se suscitaron, de una y otra parte, desacuerdos en cuanto a si el conocimiento de los argumentos esgrimidos previamente podía ser excluido de los temas de controversia. Y eso derivó en que se pusieran a discutir la influencia de varios puntos ya abordados sobre las múltiples aristas de la cuestión, y mientras uno sostenía que esto era concluyente, el otro concluía que aquello era insostenible. El encendido debate, que duró hasta el amanecer, no cejó en virulencia ni siquiera en los momentos en que los contendientes, sin darse cuenta, esgrimían idénticos argumentos y calaban con igual profundidad en los renovados vericuetos que el acelerado intercambio de ideas producía sin cesar en el desarrollo de las posturas de ambas partes, cuya solidez habría sido totalmente impenetrable para cualquier recién llegado a la discusión, por más preparación previa que hubiese tenido en el múltiple repertorio de disciplinas que era invocado, tratado, creado, refutado o replanteado a cada instante en ese campo donde ya no quedaba pájaro, rama, tronco, insecto o flor que no tuviera una posición tomada sobre la forma particular en que cada uno de los enfoques de la cuestión tratada a cada momento por los jugadores podía influir en el desenvolvimiento o el proceso evolutivo del modo de pensar de éstos en lo atinente a las cuestiones tratadas con anterioridad y en las que habrían de abordarse después.
A todo esto, Hans-Phedro, que se encontraba en busca de nuevas motivaciones deportivas montado a caballito de una red de tennis, que a la sazón estaba siendo utilizada, por un barco ballenero frustrado, para pescar bagres, fue dado de baja del periódico para el que trabajaba como corresponsal, y volvió a llamar a la agencia de remises, sin acordarse de que ya lo había hecho el día anterior. El remisero, desde el campo de golf, ahora convertido en establecimiento penitenciario, oyó el llamado de la central y, sin saber que quien pedía el coche era el mismo que él había ido a buscar allí, se adentró en las profundidades del mar sobre el cual flameaba el rígido estandarte del barco ballenero, que exhibía a los treinta vientos el rostro de la madre del capitán. El motor del coche se ahogó, y el remisero también. Hans-Phedro volvió a llamar a la agencia, pero le dio número equivocado. Era la casa de su mentor, Pompeyo De Armas y Sotomayor, que le dijo «discá de nuevo, pibe».
El título
A espaldas de Pompeyo De Armas y Sotomayor, Sulpicia tuvo cierta noche de plenilunio estival un encuentro secreto con Theodor Pérez, según algunos, y con el doctor Zuberbuhler, según otros, y con los dos, según unos terceros. Con Theodor Pérez habría zarpado hacia Venecia (en loca aventura propuesta por él sin previa planificación) y, engañados por cuatro falsos gondolieri, habrían sido asaltados y arrojados al agua desnudos. Allí, preguntando, habrían conseguido dar con un consulado submarino que les habría facilitado los trámites para su repatriación. La publicidad del caso habría llegado a oídos de Atanasius Siux-D’Onofre (el fiel cochero de Pompeyo De Armas y Sotomayor), el cual habría extorsionado a Sulpicia pidiéndole, a cambio de su silencio, que le cantara. Ella le habría ofrecido un recital con las más selectas arias de ópera del verano.
Con el doctor Zuberbuhler, en cambio, el encuentro a la luz de la Luna habría despertado la necesidad imperiosa de viajar hasta ese satélite natural, del que no habrían vuelto jamás, distraídos en su mutua contemplación y en intentar resistir las bajas temperaturas y la falta de aire.
Y con los dos, se habría envuelto en una vertiginosa orgía que habría disuelto las tres identidades, las habría revuelto, batido y centrifugado, hasta generar otras personas (en número de cuatro) que se fueron después cada una por su lado sin saludarse ni con un «si te he visto no me acuerdo».
Más allá de cuál de estas tres hipótesis haya coincidido con los hechos, si es que alguna lo hizo, lo cierto (y está documentado) es que Pompeyo De Armas y Sotomayor recibió, del Colegio Elemental Superior, el título de cornudo honoris causa.
Sin comentarios
—Me voy. No te aguanto más —dijo a su socia Fanego, y se marchó a paso primero presto, luego cansino. Su esposa lo esperaba con una nutrida comitiva de comedidos comentaristas comunitarios.
—Fanego ya llegó —anunció uno de ellos—. Es dable esperar que dé un beso a su esposa.
—Pero si se acerca mucho a ella —dijo otro— corre el riesgo de que perciba el perfume de la socia, y sospeche que Fanego sostiene un romance con ella.
—Si es cierto eso, él debe decírselo —opinó un tercero—. No es saludable mantener esas cosas en secreto.
—Tengo que revelarte un secreto —dijo Fanego a su esposa.
—Qué suerte —dijo el primer comentarista—, parece que nuestro amigo está decidido a hacer las cosas bien.
—¿De qué se trata? —preguntó la esposa.
—Fanego la engaña —le avisó otro de los comentaristas, pero fue inmediatamente expulsado por el resto del equipo, ya que no le asistía derecho a intervenir en la conversación del matrimonio; debía limitarse a hacer comentarios.
Cabizbajo, se dirigió a su casa a pie y a paso cansino y tristón. Al llegar, dijo a su esposa:
—Me echaron del trabajo, maldición.
La esposa estaba sirviendo café a una nutrida comitiva de comedidos comentaristas comunitarios que visitaban el domicilio.
—No debería maldecir, este Fanego —dijo uno de ellos—, pues su expulsión del trabajo no fue resultado de la mala fe de nadie, sino de su inoperancia en el trabajo (falta y exceso, respectivamente, de comedimiento, en uno y otro sentido de la palabra).
Esto lo sabía el comentarista porque estaba en comunicación, por walkie-talkie, con todos los otros equipos. Sin embargo, su comentario había estado fuera de lugar, ya que el comentarista despedido no se llamaba Fanego. El resto del equipo, consciente de esto, lo instó a dejar el lugar ni bien hubiese terminado el café.
Así lo hizo él, y cuando llegó a su casa, listo para comunicar a su esposa los pormenores de la lastimosa situación en que su torpeza lo había dejado, vio que ella no estaba sola: la acompañaba un destacamento de genízaros turcos, que se abstuvieron de todo comentario.
Reconocimiento
El viernes veintiocho de febrero a las quince horas y cincuenta minutos, Augías Ferrater, al tiempo que miraba la hojita del calendario que sobre su escritorio indicaba la fecha del lunes dieciséis de marzo, consultó su reloj y vio que eran las ocho y media de la mañana. La persiana a medio levantar mostraba, tras los edificios demolidos de la manzana de enfrente, una de las más esplendorosas puestas de sol que a los familiares directos de Augías —caso de haber estado presentes— les habría sido dado ver. Uno de estos familiares, la señora Emilio Paladín de la Campana, viuda de Fermión Pi, el famoso desconocido, había realizado numerosos viajes espaciales movida por el deseo de fotografiar puestas de las estrellas más preeminentes de la Vía Láctea, pero en todos los casos, invariablemente, había olvidado su cámara, llevando, en cambio, un viejo calentador de agua marca RIALCO, totalmente superfluo puesto que Emilio durante los viajes no se bañaba.
Fermión Pi, antes de dejar viuda a Emilio, había realizado también numerosos viajes, pero no espaciales, sino de reconocimiento. Su esposa, entre tantas otras personas, se había quejado de que él a veces no la reconocía, y él se había propuesto, con esos viajes, afinar su percepción. En la luna, había logrado reconocer a Neil Armstrong, el astronauta, pese al aparatoso atavío bajo el que se disimulaba, y al doctor Zuberbuhler, que no llevaba atavío pero estaba bastante venido a menos por las bajas temperaturas y por la falta de aire. En Pisa había reconocido al matemático Leonardo, pese a que la inclinación de la torre lo hacía casi indistinguible de Samantha Navarro, a quien él, sin embargo, pese a haber concurrido a muchos recitales de la cantante, no había podido reconocer. En Hollywood, Fermión había reconocido a George Hamilton, cuando pretendía hacerse pasar por Anthony Perkins. En Katmandú había reconocido a Jublai Jan, aunque los escribas occidentales no hubieran dispuesto de caracteres ortográficos con que representar fielmente su nombre. En un juzgado civil había reconocido a tres de sus hijos, que habían conseguido trabajo ahí como limpiador uno, como portero otro y como asistente de vestuario el restante. Y en todos los sitios, en cualquier lugar, en todo tiempo, a toda hora y en todo momento, había reconocido a nuestro señor Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Las nodrizas
En los tiempos en que Pompeyo de Armas y Sotomayor sirvió en la marina mercante, Bruno Ibn Schlafengehen era apenas un niño pequeño y no lo amamantaba su madre, sino una nodriza llamada Samarcanda. Sus padres la habían contratado, eligiéndola entre más de un centenar de aspirantes al cargo, a las que ellos mismos habían probado teta por teta, determinando luego por unanimidad que Samarcanda era la más apta. ¡Y cuánto se equivocaron en esto! Pero no porque Samarcanda no fuera buena, sino porque Calvina, otra de las aspirantes a nodriza, lo habría sido aún más. Calvina tenía pezones hasta en la espalda, pero los padres de Bruno, demasiado absortos el uno en la apreciación de los buenos modales de Samarcanda, y la otra en la contemplación de sus joyas, que portaba en orejas, nariz y garganta, desestimaron despreocupadamente a Calvina, que terminó trabajando en un área tan ajena a la nodricidad como puede serlo la compraventa de inmuebles.
La primera casa que Calvina trató de vender tenía dos cocinas, cuatro dormitorios, barbacoa, un amplio líving-comedor, dos sótanos, un líving-baño, tres azoteas, recibidor, zaguán, patio de comidas y demás comodidades. Los primeros interesados en verla fueron los integrantes del matrimonio Viera.
—Como pueden apreciar, la mampostería se encuentra en excelente estado —dijo Calvina descargando un tremendo marronazo en una de las paredes del líving-baño, la que resistió el embate con bravura y sin sufrir daños estructurales de importancia.
—¿No tiene altillo, la casa? —preguntó uno de los integrantes del matrimonio Viera.
—Tiene uno en el entrepiso que separa los sótanos —dijo ella, y los condujo al lugar, donde les presentó a un hombre que, con proverbial destreza, jugaba al ping-pong contra sí mismo, y parecía estar aventajándose significativamente.
—El señor es el casero, y los ayudará en todo lo que necesiten si llegan a mudarse aquí —dijo Calvina.
—Y aunque no se muden —recalcó el casero interrumpiendo el juego— pueden contar conmigo incondicionalmente.
—¿Cortaría usted el césped de la casa donde vivimos actualmente? —le preguntó otro integrante del matrimonio Viera—. La razón por la que queremos mudarnos es que nuestro césped está muy crecido y no encontramos a nadie capaz de detener su avance.
—Sí, es un césped inusualmente duro —añadió un tercer integrante del matrimonio.
El casero se fue con el grupo de cónyuges a ver qué podía hacer. Calvina recibió luego a una segunda tanda de potenciales compradores, y cuál no sería su sorpresa cuando vio que entre ellos se contaba Samarcanda.
—¿Ganaste ya tanto dinero con los Ibn Schlafengehen como para comprar una casa? —le espetó en tono reprobatorio.
—No sólo con los Ibn Schlafengehen —dijo Samarcanda con suficiencia—. Es que fui elegida nodriza del mes por la revista Newstit. Me llovieron llamados para amamantamientos de emergencia en altas esferas de nuestra sociedad, y también de otras, de manera que no sólo estoy en situación de comprar esta casa, sino también cuatro más.
Calvina, herida en el centro neurálgico de su orgullo profesional, se quitó la camisa y los sostenes que llevaba puestos y, llamando la atención de todos sobre su particular anatomía, declamó:
—Pues yo, como nodriza, te gano por varios cuerpos. Lo que pasa es que nadie me da la oportunidad de ejercer.
Samarcanda se fue a ver otras casas. No le interesaba competir con Calvina ni tenía intenciones de seguir practicando la nodricidad. Pensaba dormir al menos una siesta sobre sus laureles.
Los otros compradores potenciales sí tomaron teta hasta el hartazgo, y se quedaron dormidos. Al despertar, compraron la casa y se la repartieron, contratando a un equipo de antropólogos para que redactaran un reglamento de convivencia. Calvina iba una vez por semana a amamantarlos y cambiarlos si algunos requerían ese tipo de cuidado o querían otro tipo de cambios que no fueran capaces de operar por sí mismos.
Bruno Ibn Schlafengehen, por su parte, se quedó sin nodriza, pero por parte de padre tuvo dos hijos y por parte de madre tres.
Alucinación
Los ánimos estaban bastante caldeados en el bar «La toga de Tiberio», pues en la mesa diecisiete se había suscitado una violenta discusión sobre si la figura del tribuno Salazar era, o no, más ilustre que la de Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Un hombre alargado, de sombrero hongo (alucinógeno), que estaba en una mesa ancha y profunda, junto a dos desconocidos, dijo a uno de ellos:
—Yo no puedo opinar porque soy forastero, pero allá en los pagos de donde vengo, Sotomayor está en boca de todos. En cambio, del tribuno ése no se sabe ni de qué tribu es.
—Pues yo tengo opinión formada —respondió el desconocido, pero dirigiéndose no al del sombrero hongo, sino al otro desconocido—, pero no la voy a exponer, ya que la cuestión esa no se dirime aquí, sino en otras mesas.
Efectivamente, en tres de las otras mesas —o a sus alrededores— se libraban verdaderas batallas campales, que enfrentaban a los que tenían por más ilustre a Pompeyo con los que… bueno, con los otros.
—La figura de Pompeyo De Armas y Sotomayor —decía uno, mientras castigaba a golpes de puño el estómago de otro, a quien mantenía sujeto por el cogote con su brazo libre— es de tal envergadura que, pese a no haber vivido él en la época de la Ilustración, merecería ser incluido retroactivamente en la Enciclopedia.
La respuesta del otro no fue audible, debido a la opresión que sufría su aparato respiratorio. Pero otro parroquiano, que se enfrentaba a dos girl-scouts acérrimamente partidarias de la supremacía pompeyana en lo atinente a la cuestión en litigio, exclamó:
—¡Pues a mi edición de la Enciclopedia no la toca nadie! ¡Si quieren agregar a ese pomposo, que impriman una separata y la hagan sellar por el cadáver de Denis Diderot!
Las girl-scouts le dieron con un palo de golf que, según las había convencido un vendedor de souvenirs, había sido utilizado por su ídolo para quitar de su sitio la cabeza de Don Asclepio Haras de Schultz. Pero la del parroquiano permaneció sobre su cuello, vociferando como manifestante político callejero e imprimiendo a las sílabas las duraciones relativas de negra, negra, blanca, negra, negra, blanca, negra, negra, negra, negra, negra, negra y blanca:
—¡Adorar, adorar al tribuno Salazar!
Uno de los desconocidos dijo al otro, mediante un sistema de señales que sólo ellos y otros cuarenta conocían:
—Ese hombre está confundido. Se puede reconocer que Salazar es más ilustre que Sotomayor (si lo fuera) sin necesidad de adorarlo. Es más: aunque se lo deteste.
—Sí —dijo el otro, mediante el mismo sistema, pero con algunas interesantes innovaciones, tanto lexicográficas como gramaticales—, y Sotomayor puede ser más ilustre aunque no sirva ni para ir a comprarle la pomada al lustrabotas del tribuno.
El del sombrero hongo, que estaba oyendo, tuvo entonces la siguiente alucinación:
Desvío
Promediaba cierto año, cuando la Tierra, hogar de cuanto vegetal y animal no tuviera otro en el resto del universo, pero muy especialmente hogar del conde de Con y todo su polígono de amigos (polígono de varios lados por cada amigo), cuando la Tierra, decíamos (o decía quien empezó la frase, que no tiene por qué tener nada que ver —ni tiene, casualmente— con quien la sigue ahora), abandonando su rutinaria órbita alrededor del sol, tomó otra ruta. Todos los integrantes del polígono, entonces, polemizaron agriamente sobre si debían seguir contabilizándose los días de acuerdo a lo que indicaban los relojes (a cuerda, a cuarzo y atómicos), de manera de seguir avanzando en el calendario, o suspender la cuenta hasta tanto el planeta no retomara el rumbo. El conde no formaba parte de su polígono, pero, por alguna razón que si fuera conocida (aunque por desgracia no lo es) no sería difícil de entender, se creyó habilitado para tomar parte en la discusión.
—No podemos pasar de año si nuestro mundo no describe una vuelta completa alrededor del sol —dijo Jijón O’Neanderthal, un individuo cuya amistad con Con pendía de un hilo, pues este conde le había prestado su único ejemplar del Vivificón, de Felipe de Testanave, y Jijón persistía en no devolverlo y en hacer ostentación de él en cenas de gala y en sesiones colectivas de vómito autoinducido, organizadas por la Sociedad de Damas sin Compañía.
—Yo creo —replicó Beth Pedragosa de Toulon, en pasantía como secretaria de aquella institución— que si la Tierra sigue rotando sobre su eje, podemos contar los días, hasta ver qué pasa.
—Y yo —dijo el conde de Con, que le arrastraba el ala—, pienso que si la luna hubiera acompañado a la Tierra en esta peregrinación, podríamos pasar a contar días lunares, pero no siendo éste el caso, debemos jodernos.
Esta postura fue la que primó. Recogida por la prensa, fue motivo de cartas de adhesión procedentes de los países más remotos. Una de ellas decía:
«Exmo. señor conde: queremos por ésta hacernos eco de sus sensatas e inteligentes palabras, repitiéndolas todo lo fuerte que nuestro sistema nacional de altavoces lo permita. Si en estas noches sin luna despierta Ud. alterado en su reposo por un lejano rumor como de sierra sinfín oxidada, o de risa de hiena afectada de bronquitis asmática, no crea que es el aullido de un lobo desorientado por la ausencia del satélite, ni un coro de párvulos reclamando su ración de leche materna: somos nosotros, que por carencias presupuestarias en las partidas asignadas al Ministerio de Cultura, no disponemos de tecnología de alta fidelidad, aunque en próximo referendo nuestro pueblo seguramente tendrá la cordura de votar para que esto cambie, esperemos que para mejor y no para peor».
Esta carta también fue publicada en los periódicos de casi todo el orbe y, musicalizada por Elvira Urtubey, figuró en el ranking de los cuarenta principales durante un tiempo que los expertos todavía no llegan a contabilizar de acuerdo a un criterio unánime. Pero todo este canyengue terminó cuando Pompeyo De Armas y Sotomayor, o alguien que obraba secretamente en su nombre o en el de otro que sonaba parecido, logró conducir al planeta a retomar su órbita vernácula en torno al sol, o de otro astro parecido, recuperando también a la luna, o similar.
Metro alternativo
En tiempos en que Marina y su esposo Fanego vivían en las inmediaciones de una casa de empeños, cierta mujer, habiendo fracasado en sus intentos de arrastrar a la pareja a un partido de fútbol con Ahmad Salamanca (funcionario en aquel entonces destituido del correo ferroviario por haber sido descubierto construyendo barquitos de papel), capitán del equipo de sargentos de la policía de todos los países unidos, decidió invitarlos a tomar el té donde su amiga de la infancia, Melchora Gasparri. Pero no lo hizo, y cuando tocó el timbre en lo de Melchora, estaba (esa mujer) más sola que la propia Melchora, quien gozaba de una visita inesperada: la del tribuno Salazar, que le estaba pidiendo fondos para su campaña.
—No es mucho lo que le pido —le estaba diciendo—; o mejor dicho es mucho para usted, pero es poco para mí.
—Pues dejemos que quien tocó el timbre decida si tengo que darle algo, y en caso de que sí, cuánto —dijo Melchora, pero cuando fue a abrir la puerta maldijo su suerte, porque la recién venida, según sabía, estaba enamorada del tribuno y le tributaba todo tipo de favores, desde zurcirle las medias hasta asesinar a sus enemigos haciendo parecer que habían sufrido accidentes.
El último de estos enemigos había sido Gurubí, un cacique belga que había hablado mal del tribuno en una reunión plenaria de la Cofradía de los Cofres Vacíos (organización no gubernamental que aspiraba a tomar el control del gobierno). En aquella ocasión, Gurubí había dicho que el tribuno Salazar debía comparecer ante los tribunales de su país por ser sospechoso de irregularidades en la regulación de los asentamientos tribales recientemente aprobados por él, como forma de saldar una vieja deuda diplomática con su abuela (a la sazón canciller de Andorra). La amiga de Melchora lo había despachado casándose con él y envenenándolo en un cotidiano y lento proceso de erosión de la autoestima, que culminó al cumplirse las bodas de platino de la pareja. Gurubí, que disminuía su estatura a la vez que su autoestima, murió midiendo un metro que, sometido a iridiación, fue utilizado como patrón alternativo del que las antiguas autoridades mundiales de pesas y medidas tenían secuestrado en París.
La bolsa o la vida
Se cuenta que, en cierta ocasión, el célebre contrabajista Demetrio fue contratado para actuar en la corte de un monarca clandestino, que tenía por mascota a un jabalí mortecino. Demetrio, que se había sentido un poco inseguro durante los días previos al concierto, se presentó con una orquesta de cuarenta acompañantes, subcontratados para la ocasión. Entre ellos se contaban ejecutantes de flautín y clarinete piccolo, mariachis, payadores, roqueros y nano-bateristas (ejecutantes de instrumentos de percusión microscópicos; algunos de estos ejecutantes eran también microscópicos; otros sólo eran visibles con un potente macroscopio o con el telescopio orbital Hubble).
El monarca, temeroso de que entre tanta gente hubiera algún soplón que pusiera fin a su clandestinidad, mandó pasar a cuchillo a todos (menos a Demetrio, cuyo silencio estaba asegurado por hallarse su primo hermano en poder del ministro del interior del monarca).
Demetrio tuvo que tocar solo, pero lo hizo bastante bien. Al menos, la crítica del jabalí (redactada concienzudamente a lo largo de quince días de paciente elaboración, durante los que a veces pedía a Demetrio —retenido allí en espera de que el animal concluyera el trabajo— cosas como «tocame de nuevo el compás número cuatrocientos treinta y siete de la segunda parte» o «transportame una sexta el scherzo, pero sin tocarlo») fue favorable.
El primo hermano de Demetrio fue liberado años después, y dejado en un convento abandonado, que él también enseguida abandonó, para hospedarse en una suite nupcial del hotel Ellamouse. La conserjería del hotel se ocupó de enviarle un capellán y una mujer, que minutos después era declarada esposa. Poco después de la ceremonia, y también enviado por la conserjería, llegó un consejero matrimonial. Aconsejó un divorcio inmediato, al que la pareja se rehusó, porque ambos preferían enviudar, y así lo hicieron con premura.
Las vísceras del monarca, entretanto, se habían rebelado, y su ministro del interior no pudo apaciguarlas. Se plegó luego él mismo a la rebelión, y llegó a dirigir una insurrección renal que no prosperó. Pero él sí lo hizo, y hoy en día es uno de los más acaudalados agentes de bolsa de residuos de Muchachambique.
Orbis
Pompeyo De Armas y Sotomayor, mientras vivió —e incluso durante algunos de los períodos en que no gozó de vida— tuvo cuatro novias, con ninguna de las cuales llegó a casarse. Pero su principal amor no se contó entre ellas, sino entre las alumnas del Colegio Elemental Superior, donde se hacía pasar por maestro, o por encargado de mantenimiento, en los ratos en que el verdadero encargado de mantenimiento era asignado a tareas de contabilidad u oficiaba como árbitro en certámenes deportivos donde las alumnas se medían con equipos de otros colegios, universidades o academias de corte y confección como la que había sido fundada por Beth Pedragosa de Toulon y fundida por su sobrina, Tula Mongapietra de Tumbé. La academia, en efecto, había interrumpido los cursos y el local donde había funcionado siempre no existía más; pero las alumnas seguían presentándose en torneos de balompierna y de cataforesis sincrónica.
Tula Mongapietra de Tumbé era soltera, aunque no lo parecía, y sus vecinos (una pareja de sirgadores divorciados) estaban convencidos de que tenía no uno ni tres ni cinco ni dos, sino cuatro maridos, o seis, o más. Uno de éstos, según la creencia de los sirgadores, era Theodor Pérez, amo de un imperio metalúrgico, textil, financiero, comercial, bursátil, químico, naval y episcopal, que había dejado a Tula la conducción de sus finanzas mientras tomaba él un curso de pantomima submarina, con profesores sobretitulados.
La creencia de los sirgadores no tenía fundamento, como tampoco lo había tenido su divorcio, ya que sus relaciones habían sido siempre cordiales, y cuando se habían visto involucrados en hechos violentos, esta violencia había sido ejercida de común acuerdo entre los dos, y en perjuicio de terceros. Recuérdese, por ejemplo, la feroz paliza que le dieron a Mantebra Sagach, una transeúnte que se había permitido burlarse de sus relojes (diciendo que sus minuteros parecían horarios, y que sus horarios eran corridos) cierta vez en que los detuvo en la calle para preguntarles la hora.
Mantebra Sagach había vuelto a su casa con un ojo morado, uno amoratado, y otro que antes no tenía. Con este tercer ojo, durante meses, pudo ver en el cielo estrellas que para otros sólo eran visibles con un macroscopio o con telescopios orbitales marca «Orbis» (no busque más, no los hay mejores en plaza).
Rapiña
El dux de Baltimborough tenía problemas con casi todo el mundo, o por lo menos con una amplia mayoría, y si bien con las restantes personas tenía soluciones para aquellos problemas, no las tenía en número suficiente. El número de soluciones era necesario, pero insuficiente. Un día, hizo ir a su despacho a un célebre orfebre de la región.
—Quiero que me orfa un armario —le dijo, luego de superfluos preámbulos.
El orfebre pidió precisiones que el dux no supo dar. Tampoco Augías Ferrater, que con sus dos esposas se encontraba visitando la cocina del dux, en inspección de rutina, proporcionó orientación alguna al orfebre, pues toda su energía se hallaba concentrada en inspeccionar la cocina del dux, en visita de rutina. Sus dos esposas, en cierto momento, se zambulleron en una marmita donde se preparaba el guiso del mes. Augías quiso ir tras ellas, pero intentó primero gestionar el aval del dux, quien prefirió intervenir en persona. Al hacerlo, modificó aún más el sabor del preparado, que más tarde habría de ser calificado, por algunos de los invitados a cenar, como «agridux».
El orfebre no dio el brazo a torcer. Al salir de Baltimborough, sin embargo, le retorcieron el pescuezo, para robarle la cantimplora, que no contenía líquidos, sino sólidos de muy escasa conductividad.
La deposición
Con el aval del tribuno Salazar, el superintendente Puente compró la mitad de una casa a medio hacer, situada a medio camino entre el apartamento que compartía con su madre y el condominio donde pasaba la mitad de su tiempo subjetivo. Pero el tribuno quiso ir a inspeccionar la propiedad, y al llegar vio que el padre Pernambuco le estaba administrando los santos excrementos.
—Lindo día, ¿verdad, Padre? —dijo el tribuno, tratando de mostrarse jovial, aunque estaba profundamente dolorido por la pérdida de cuatro días de su vida, que se le habían esfumado jugando al póquer acuático, sin otro beneficio que importantes ganancias materiales, conseguidas sin más trampas que las que se habría hecho a sí mismo de haber estado jugando un solitario.
El padre Pernambuco no contestó. Estaba defecando sobre el recién colocado parqué de la estancia principal, y la operación requería de todas sus energías. Cuando el bolo fecal tocó madera, el padre se incorporó y saliendo de su estado de trance dijo:
—Perdone, ¿qué me decía?
—Nada, nada —dijo el tribuno, examinando de lejos la contribución del padre, cuya majestuosidad le inhibía cualquier impulso de acercamiento—. No tiene importancia.
El superintendente Puente hizo su entrada en ese momento, pero en el momento inmediatamente siguiente hizo su salida. El padre Pernambuco, entonces, hizo su permanencia, y el tribuno Salazar, sensibilizado, hizo acto de presencia primero, de ausencia después.
La fiesta
La primera vez que Bruno Ibn Schlafengehen intentó ingresar al despacho de Pompeyo De Armas y Sotomayor, allá por el año del pavo, fue detenido por un secretario llamado Link, como homenaje de sus padres al oficial Knil, que durante la guerra de los shoppings, allá por el año del moco, había logrado colarse en filas enemigas sin ser visto, oído, tocado, olido, degustado, pensado ni garchado.
—No puede entrar ahí —había dicho el secretario Link en aquella ocasión—; el señor De Armas y Sotomayor está en una reunión muy importante consigo mismo y me dio órdenes estrictas de aniquilar a quienquiera que, en caso de no ser aniquilado, pudiera interrumpirlo.
—¿Y qué tal si yo —dijo Bruno Ibn Schlafengehen—, en el estado en que me encuentro, no representara un peligro de interrupción, pero una vez aniquilado, dejara pequeños residuos dotados de animación, capaces de meterse por los intersticios existentes entre esa puerta y el marco, y de pronunciar discursos que distrajeran a Pompi de escucharse a sí mismo, o de pegarle los labios y las orejas de modo de impedirle ora hablar, ora oírse?
El secretario, que había estado a punto de amartillar su arma (un clavo de cabeza hexagonal), se quedó callado y los pocos movimientos que efectuó eran producidos por la desorientación, y no por la determinación a obrar de una manera determinada. Pero entonces recordó lo que su abuela, allá por el año del ñudo, le había contado sobre el oficial Knil, que mucho antes de la guerra de los shoppings, allá por el año del jopo, se había puesto de novio con una tal Josefa, de nombre Perla, que lo doblaba en edad y en volumen, porque había nacido el año del congrio y comía medio balde de gluten cada seis horas. Parece que la madre de Josefa permitía a los novios hacer el amor en el zaguán, pero no los dejaba estar juntos en ninguna otra parte de la casa. Si Josefa estaba en el dormitorio, Knil debía permanecer en la cocina. Si Perla (Josefa) estaba en el cuarto de baño, Knil debía aguardar en el closet. Pero un día Josefa salió de la casa mientras Knil estaba allí, y la madre de Josefa asistió atónita a la comprobación de que, así como Josefa no se hallaba en ninguna parte de la casa, Knil había pasado a hallarse al mismo tiempo en todas. La casa se había convertido en un depósito de Kniles, con su capacidad colmada.
La evocación del relato de la abuela del secretario fue interrumpida por la súbita apertura de la puerta del despacho de Pompeyo De Armas y Sotomayor. Bruno Ibn Schlafengehen, que no se había movido de su sitio, alzó los brazos mostrando las palmas de sus manos, queriendo con su gesto desvincularse de toda responsabilidad sobre la apertura de esa abertura, o más bien dar a entender que no tenía ni había tenido con aquello ningún vínculo. El secretario se asomó a ver qué ocurría, y para su sorpresa, en el despacho se estaba celebrando no una reunión de Pompeyo De Armas y Sotomayor consigo mismo, o consigo a secas, sino una fiesta en su honor, ofrecida por el mobiliario, oficiando como maestro de ceremonias un viejo perchero de madera de abedul.
—¿Su invitación, Monsieur? —preguntó al secretario Link un archivador metálico, abriendo uno de sus cajones.
Pero Link no tenía invitación, a diferencia de Bruno Ibn Schlafengehen, que tenía invitación. Pudo ingresar, entonces, al despacho, y lo hizo de una pieza, y no disgregado en pequeños individuos molestos que se anduvieran metiendo, sin que nadie los llamara, en las animadas conversaciones sostenidas por los distintos grupos de festejantes.
Pichón
—¡Por las barbas de Pompeyo De Armas y Sotomayor! ¡Es la quinta vez que sale el siete! —aulló el crupier, y la rabia que le provocaba el hecho anotado lo animó a lanzar un escupitajo sobre la ruleta. La intención era acertarle al número sobre el que se hallaba cómodamente instalada la bola (y preferiblemente sin mojar ésta). Pero la precipitación salival cayó sobre el dieciséis.
La comisión directiva del casino, que constaba de dieciséis miembros, se sintió agraviada y dispuso la clausura, no de ese casino (lo que habría redundado en innúmeros perjuicios económicos) sino del bar de la esquina. Cuando el sargento Plusmayor se apersonó en el local, tijera en mano para cortar la cinta, lo que daría el puntapié inicial a la ceremonia de clausura, el barman se le acercó y le dio a entender, por señas, que el ocupante de la cuarta mesa del lado de la ventana, sin haberse pronunciado al respecto explícitamente, pretendía sin embargo no ser otro que Pompeyo De Armas y Sotomayor.
El sargento se acercó al parroquiano y lo instó a presentar documentos que lo identificaran como cualquier hijo de vecino (para ver si ese vecino era o no el padre de Pompeyo De Armas y Sotomayor, asumiendo que éste hubiese sido hijo único). El hombre extrajo de uno de los bolsillos interiores de una de sus vestiduras exteriores una pequeña tarjeta de visita en la que el sargento leyó, en los caracteres en que estaba impresa, la palabra «Pompeyito».
Acercándose al barman con la tarjeta, Plusmayor le dijo que el que alguien se llamara o se hiciera llamar Pompeyito no bastaba para considerar que estuviera queriendo ser o hacerse pasar por Pompeyo De Armas y Sotomayor.
—No —dijo el barman—. Pero es un comienzo.
Los balcones
—Todos sabemos que cuando las nubes describen en el cielo este tipo de recorrido, el tribuno Salazar se planta en algún balcón y ofrece un discurso de apertura —dijo el maestro de pala.
—De apertura de qué —preguntó uno de sus discípulos.
—De una muestra. Una exposición en homenaje no a Pompeyo De Armas y Sotomayor, pero sí a las cosas que él se guardaba de vituperar.
—¿Alguien sabe qué balcón toca hoy? —preguntó otro de los discípulos, que eran doce, como las puertas de la ignorancia.
—No —dictaminó el maestro—, pero entre todos vamos a tratar de averiguarlo. ¡Tú! —dijo a un tercer discípulo que tenía aire de haber aprendido ya todo, faltándole solamente para recibirse desaprender las cosas sobrantes, que entorpecían la facultad de utilizar aquellas otras que no sobraban—. Ve a peinar los barrios bajos.
Y distribuyó entre otros discípulos el rastrillaje de otras partes de la ciudad. Cuando todos hubieron partido, él se aplicó a la tarea de cavar un hondo pozo, aunque al llegar a los ciento cincuenta metros de profundidad empezó a descreer en la posibilidad de encontrar balcones. Encontró tres, sin embargo, pero en ninguno de ellos se hallaba ningún tribuno en actitud de arenga. Los dieciocho tribunos que había (en dos de los balcones, declarándose desierto el tercero) se encontraban futbolísticamente activos, aunque clínicamente muertos.
Uno de los discípulos, mientras tanto, tocó timbre en una casa de aspecto señorial. Estaba habitada por gallos que durante un proceso evolutivo de más de quinientas generaciones, en apenas una hora habían adquirido la capacidad de hablar. Pero lo que decían carecía de importancia, y además ese día habían salido. Quien abrió la puerta fue un mocoso de unos cuarenta años de edad vestido con pantalones cortos y camisas largas. El discípulo le preguntó si en el interior de la casa había balcones (en la fachada no se veía ninguno) y si, en caso de que sí, podía él inspeccionarlos.
—¿Cuánto me pagás? —le preguntó el mocoso. El discípulo no tenía dinero. Ofreció una tabla de salvación que un primo suyo tenía en el sótano de la casa, y cuya ausencia no advertiría hasta iniciado el verano, para lo que faltaba más de un año. A ese sótano se podía ingresar sin dificultad abriendo un boquete en la calle y extendiéndolo luego en dirección a la casa. Pero el mocoso no quiso involucrarse en eso (pese a que conocía jerarcas municipales que habrían hecho levantar cien metros todas las calles de la ciudad si él se lo hubiera apenas insinuado) y cerró al discípulo la puerta en la cara. El discípulo, contrariado, se la abrió en el tórax. El mocoso, ni corto ni perezoso, se la cerró en el plexo solar. Y este juego continuó hasta que ambos, ya más maduros y apacibles, se dieron cuenta de que había otros mejores.
Desconocido
Todo el mundo conoce a Pompeyo De Armas y Sotomayor, o ha oído hablar de él, o está al tanto de muchas cosas que —lo sepa o no— le incumben soberanamente. Pero hay también un Pompeyo De Armas y Sotomayor desconocido, un Pompeyo De Armas y Sotomayor que un día entró en una zapatería y se anunció:
—Pompeyo De Armas y Sotomayor —dijo.
—No lo conozco —le contestó el vendedor—. ¿Qué quiere?
—Qué le parece que puedo querer, carajo. ¿Pororó?
—No se altere, señor —trató de calmarlo el vendedor—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Pompeyo De Armas y Sotomayor —dijo Pompeyo.
—No. No lo conozco —confirmó para sí ese vendedor, olvidando que su trabajo consistía en vender zapatos, conociera o no a la persona que los comprara. Pero aquel Pompeyo De Armas y Sotomayor desconocido no se quedó a ver si el vendedor se avivaba. Recorrió la calle mirando algunas vitrinas, compró cuatro o cinco bagatelas, entró en estado de ebriedad y regresó a su casa, punto de partida de su periplo de aquel día.
—Te desconozco —le dijo su mujer al sentir su aliento alcohólico.
—Soy Pompeyo De Armas y Sotomayor —se identificó él.
—Lo siento. No te conozco —dijo ella, y lo echó a la calle.
Las bagatelas que él había comprado estaban sobre la mesa del vestíbulo. A decir verdad, tres de ellas eran bagatelas, pero la cuarta era una chuchería, y llamó la atención de la señora de ese Pompeyo De Armas y Sotomayor desconocido. Ella a su vez llamó a cinco de sus amigas, para mostrarles la chuchería. Estipularon un encuentro esa tarde en la confitería El Minutero. La primera —y única— en llegar fue Mantebra Sagach, pero no la Mantebra Sagach que trabajaba como voluntaria en la industria metalúrgica, no la Mantebra Sagach del tercer ojo, sino una Mantebra Sagach completamente desconocida, y que también desconocía a todo el mundo. Se sentó en una mesa cerca de los baños, pero ningún camarero la atendió. Ella tampoco llamó a ninguno, ni pensó que pudiera haberlos en ese lugar. Al rato entraron el presidente y su colección de ministros, pero ninguno reparó en ella. Ella no sabía ni que hubiera presidente y ministros en ningún país. Tampoco era monárquica, ni vivía matriarcalmente.
Mientras Mantebra lijaba la mesa —que a eso se abocó, utilizando para la tarea su lima de uñas—, el presidente y sus ministros trataban el importante asunto de la sucesión presidencial.
—Voy a abdicar —decía el mandatario— y creo que no hay mejor opción que hacerlo en favor de Pompeyo De Armas y Sotomayor.
—¿De quién? —preguntó el ministro de Salud. El nombre fue repetido hasta perder la mayor parte de su sentido.
—No lo conozco —dijo el ministro de Turismo.
—Yo tampoco, ni estoy interesado en conocerlo —dijo el de Trabajo y Seguridad Social.
—No te preocupes, no te lo pensaba presentar —repuso el presidente, haciendo gala de su famoso sentido del humor.
—Ja, ja, ja, ja —rieron los ministros.
El legado
Los escritos de Pompeyo De Armas y Sotomayor no se han conservado, pues, llevados con él a la tumba —tal como establecía la diezmilésima cláusula del testamento— sucumbieron, si no al ataque de los mismos microorganismos que dieron cuenta del organismo de su autor, sí al de muchos de sus parientes cercanos o de amigos o extraños que por razones protocolares hubiesen sido invitados al banquete.
Pero la influencia de esos escritos sobre las obras de un sinnúmero de poetas, ensayistas, críticos, economistas, antropólogos, y hasta escultores, artesanos, gerentes de banco, grumetes y cartógrafos es indudable y fue reconocida en general por los propios involucrados. En muchos casos se trató de influencias no ejercidas a través de ningún medio conocido —ya que tampoco en vida de Pompeyo tuvieron sus escritos ninguna circulación—. En otros, la influencia fue bastante indirecta pero pudo ser determinada mediante procedimientos, ellos sí, directos.
Pompeyo el conquistador
Cuentan que un día de verano, Pompeyo De Armas y Sotomayor fue a una playa muy concurrida y, después de asolearse un rato al son de las olas y la selección musical de los concesionarios del balneario, se puso a construir un castillo de arena. Muchos desprevenidos bañistas y jugadores de vóleibol playero quedaron aprisionados en los cimientos de la magna obra. Otros, fundamentalmente mujeres jóvenes, fueron tomadas prisioneras en las torres que iban quedando terminadas. El castillo insumió para su construcción la totalidad de la arena existente en esa playa, además de abundante cemento pórtland y demás materiales que Pompeyo De Armas y Sotomayor se hizo traer para dar más solidez a la edificación. Algunas personas que se acercaron, para intentar detener la obra o rescatar a sus familiares aprisionados en las flamantes y recién inauguradas mazmorras, fueron repelidos por el dómine lanzándoles éste desde arriba toneles de aceite bronceador hirviente. También las autoridades costeras se fueron viendo llevadas a tributar respeto a la nueva edificación; y no sólo respeto: al igual que la mayoría de los propietarios de chalets de los alrededores, entraron en régimen de vasallaje con el castillo de Pompeyo. Él los envió a todos a la conquista de las playas vecinas y de las regiones que hubiera tierra adentro. Y él se ocupó de supervisar la construcción de unas embarcaciones en las que, meses después, se hacía a la mar, en busca de un archipiélago cuyas islas, según un viejo mapa, estaban dispuestas exactamente como la constelación estelar que lo guiaba en su viaje. Pero cuando desembarcó, un nativo sin camisa pero con una pajarita sostenida por un elástico alrededor del cuello le dijo «no, acá no es».
Años de infancia
—¡Pero qué tarada que soy, no les mostré las fotos del viaje! —dijo Renée, y ante las miradas temerosas de Ersilia y de Trudy, abrió el aparador y sacó cuatro nutridos álbumes «Kaluga» con capacidad para ocho fotos de nueve por quince en cada una de sus noventa y seis páginas.
Ersilia y Trudy huyeron despavoridas. Renée convocó a su servidumbre para que las persiguiera. Pero en la puerta se encontraba ya un carruaje enviado por el marido de Ersilia, para conducirla a un nuevo viaje (él se reuniría con ella ni bien liquidara ciertos negocios pendientes en la industria pedifacturera), por nuevos continentes, en el transcurso del cual se tomarían fotos:
*en el hotel (o en los hoteles, hostels, fondas o establecimientos de otros géneros que les proporcionaran hospedaje),
*en alguna calle, junto a niños pobres (si los había; para el caso de que no, el marido llevaba instrumentos financieros de pauperización),
*junto al escaparate de alguna tienda de productos regionales,
* junto a cosas raras que encontraran por ahí,
* junto a cosas normales, pero en poses raras. Ersilia subió al carruaje y se instaló confortablemente junto al cochero. Pero éste, en lugar de conducir en dirección a la ciudad portuaria desde la cual daría comienzo la travesía, llevó a su pasajera primero a un museo donde le mostró una serie de cuadros que, merced a una sofisticada técnica, se representaban mutuamente. Luego, fueron a tomar el té que el cochero llevaba consigo en un termo (lo hicieron en una plaza, cerca de un grupo de indigentes que echaban miguitas a las palomas con el propósito de capturarlas y devorarlas) y, posteriormente, al cine, donde se durmieron plácidamente sin llegar a ver más que la primera escena de una película que no hacía demasiado honor a los años de infancia de Don Asclepio Haras de Schultz, ya que, pese a transcurrir su acción en esa época, lo mostraba viejo.
El nombramiento
Pompeyo De Armas y Sotomayor, a la edad de setenta y cinco años, había acumulado más experiencia sexual que cualquier suma de cincuenta otras personas elegidas entre las más exigidas por Eros en cualquier lugar de la tierra. Por esa razón —y gracias a la publicidad que el dato había recibido espontáneamente en la prensa local—, la comisión de fomento del colegio de señoritas «María, Auxiliar Administrativa» votó por unanimidad proponerle la titularidad de las clases prácticas de educación sexual. Pompeyo aceptó el cargo y se negó a cobrar un sueldo por su desempeño. Algunas de las madres quisieron agradecer su generosidad ofreciéndose a proporcionarle placer, pero él les dijo: —Señoras, es muy gentil de sus partes, pero dos motivos me fuerzan a rehusar su ofrecimiento: uno, que el aceptarlo me restaría concentración y eficacia en la atención a las jóvenes; el otro que, francamente, las prefiero a ellas.
La sociedad perfecta
Por más conservantes químicos que la ciencia de sus médicos y la suya propia aplicaron durante décadas al organismo de Pompeyo De Armas y Sotomayor, un día él tuvo que morir. Pero cuando Ahmad Salamanca y el tribuno Salazar, en intolerable aventura de expansionismo pendenciero, se lanzaron a la conquista y sojuzgamiento de todo el planeta[11], Pompeyo se levantó de su tumba y se presentó ante ellos para llamarlos al orden.
—Lo que hacen es feo, indebido e ignominioso —les dijo con un dedo en alto, y el resto de la mano un poco más abajo.
Ahmad Salamanca y el tribuno le propusieron formar un triunvirato, donde él representaría el poder moral, Ahmad el poder económico y el tribuno el poder político.
—Pero hay muchos otros poderes en el acervo cultural y biológico del ser humano —replicó Pompeyo—: el poder sindical, el poder de la palabra, el poder del amor, el poder de las armas, el poder de la persuasión, el poder de…
—Es cierto —reconoció el tribuno—. Los poderes que nosotros tres estaríamos en capacidad de detentar nunca agotarían el espectro del potencial humano.
—Sí —reafirmó Ahmad—. Cada ser humano posee habilidades únicas que le confieren una especificidad preciosa, y ésta debe ser inalienable a la vez que debe desarrollarse en un marco de libertad que le permita alcanzar todos los logros de que es capaz.
Y así los dos conquistadores renunciaron al dominio mundial y fueron instaurados por doquier el comunismo[12] y la igualdad de oportunidades de tener, a cada oportunidad, una oportunidad[13].
Oliverius
Pompeyo De Armas y Sotomayor tuvo, durante cierto tiempo, y a espaldas de su cochero Atanasius Siux D’Onofre, un ayuda de cámara llamado Oliverius. Este ayuda de cámara se ocupaba de cepillar los trajes, lustrar los zapatos y las botas, mandar a reparar los paraguas, asegurar la presencia de material ameno de lectura sobre la mesa de luz, y editar las películas que Pompeyo deseaba ver, de modo de quitarle las escenas superfluas. Pero un día se encontró con que a cierta película, titulada «El sombrero de Micer Lelo», no solamente no le sobraba ninguna escena, sino que le faltaban tres. Puso un aviso en el diario y contrató a un diseñador de producción. Juntos estudiaron el caso durante tres meses y luego empezaron a buscar actores, fotógrafos, iluminadores, vestuaristas, maquilladores, figurantes, libretistas, continuistas, etc., a la vez que se reunían con potenciales inversores, cuyo único incentivo era la satisfacción del afán cinematográfico de Pompeyo De Armas y Sotomayor, pues no habría otro espectador que él, y la producción de las escenas adicionales no reportaría beneficios económicos, pues no habría comercialización del producto.
No fue posible contratar a los actores que habían trabajado en la película original, porque las agencias que los representaban desestimaron la propuesta[14]. El director tampoco quiso. Por fortuna, el papel de Micer Lelo podía ser cubierto por cualquiera, ya que su sombrero le dejaba siempre en sombras la cara, y en estas escenas nuevas no decía él nada que no dijera en partes de la película original. La heroína, Clotilda, sería encarnada por una tipa que nada que ver, pero Oliverius estaba seguro de que funcionaría. Y él mismo asumió la dirección. Y la llevó con tanto ahínco, que descuidó algunas otras de sus tareas, como el lustrado de los zapatos. Esto trajo como consecuencia que durante una cena de gala a la que asistió Pompeyo, otro invitado, de nombre Devarón, en cierto momento en que se le cayó un pan, al agacharse para recogerlo, viera frente a sí, bajo la mesa, los zapatos no lustrados, y emitiera una risita despreciativa. Pompeyo no le prestó atención, pero la risita de Devarón era muy contagiosa, y varios comensales (que tenían bajas las defensas de su seriedad) empezaron a reproducirla involuntariamente.
Pompeyo, alertado por una camarera de que se estaban riendo de él (la risita de Devarón contagiaba no sólo su manifestación fisiológica, sino también su motivación) sacó su espada y se puso a cortar cabezas. Devarón lo retó a duelo para la mañana siguiente. Se encontraron a las once en el bar de uno de uno de los clubes[15] a los que ambos pertenecían y, luego de un suculento desayuno durante el cual conversaron sobre los vaivenes de la bolsa[16] y sobre equitación en camélidos americanos, Devarón, a la cuenta de tres, sacó su arma y voló la tapa de los sesos de su oponente, que se perdió (la tapa) bajo los rayos del sol de mediodía que hacía resplandecer las sombrillas, el agua de la piscina, y los tilos del jardín del club, así como, descompuestos en las múltiples frecuencias de las ondas que los conformaban, hacían aparecer vivaces arcoíris en las alas de los insectos que sobrevolaban las flores y las briznas de pasto.
Enterado del deceso de su patrono, Oliverius decidió, en honor a él tanto como a su memoria, no suspender el rodaje. Así, cuando la película estuvo en condiciones de ser exhibida con sus adendas, una nutrida comitiva presidida por Oliverius se presentó una mañana en el cementerio. La película fue proyectada en la lápida de Pompeyo De Armas y Sotomayor, que por su apostura y gallardía (las de la lápida, no las del difunto, que de todos modos en apostura y gallardía no se quedaba atrás, lo que le había valido por parte de las autoridades la distinción de haber sido declarado «muerto del mes») dejaba en ridículo a todas las demás.
Como la película no debía ser vista por otro que no fuera el difunto, Oliverius, antes de oprimir la tecla de reproducción, se puso una máscara antigás y lanzó bombas de gas lacrimógeno al resto de la comitiva, para privar a sus miembros transitoriamente de visión y de paso generar la impresión, ante visitantes de otras tumbas, de que todos lloraban al ilustre Pompeyo.
Se estaban proyectando ya los créditos finales de la película (los originales y los añadidos por Oliverius) cuando la tierra junto a la lápida empezó a sacudirse. El terror congeló a algunos miembros de la comitiva, en tanto dispersó al resto en distintas direcciones. Oliverius vio cómo la tapa del féretro, ya descubierta, se levantaba, y cómo se erguía la majestuosa a la vez que cadavérica figura de Pompeyo De Armas y Sotomayor, que estaba aplaudiendo enfervorizadamente mientras gritaba «¡Bravo! ¡Bravo!».
Oliverius sacó pecho y se disponía a efectuar la reverencia de rigor cuando oyó que Pompeyo agregaba:
—Pero mejor seguí dedicándote a lustrar los zapatos.
La maestra
Cuando el tribuno Salazar impuso el servicio civil obligatorio, recibió en su despacho la visita del coronel de brigada Sally Gúrbich (tenía nombre de pila de mujer pero era bien macho: nunca se mezclaba con mujeres).
—¿Qué es eso del servicio civil obligatorio? —preguntó el militar, que, con su notificación en la mano, se había sentado en una silla alta de árbitro de tenis, que el tribuno había hecho colocar frente a su escritorio.
—En su caso particular, el servicio civil —le dijo Salazar en tono pedagógico— va a consistir en redactar un mamotreto que glorifique la memoria de don Pompeyo De Armas y Sotomayor.
—Pero… —El coronel emitió una serie de balbuceos que no pueden graficarse con letras del alfabeto latino, pero el tribuno, perforándolo con su mirada de aguilucho que detectó a su presa y se lanza en picada hacia ella, lo obligó a reorganizar su sistema fonológico de modo de que pudiera seguir con—: …redactar no es mi fuerte.
—En ese caso, deberá entrenar algunas semanas con la señorita Pompoye. Es una maestra de las de antes; de las que sabían escribir —el tribuno buscó en uno de los cajones de su escritorio y entregó al coronel una carpeta.
En la calle, Sally vio que la carpeta contenía solamente fotos, de una mujer de unos ciento quince años de edad, robusta, de semblante bondadoso pese a la severidad de su ceño lupino y a sus pómulos salientes, que parecían no estar dispuestos a regresar sin haber cumplido durante su salida alguna importante misión.
Pero Gúrbich no se mezclaba con mujeres, así que le fue encomendada al subteniente Betune la búsqueda de la maestra.
Fue recibido por la decana de la Facultad de Magisterio, la arquitectora Gamit, sucesora de la Tangarini. Ella (la Gamit) examinó las fotografías con ahínco.
—Sí, creo que tuvimos a alguien así aquí —dijo, haciendo traquetear mundanalmente su bóveda craneana—. Fue hace cosa de un siglo y medio o dos. Yo, por aquel entonces —la arquitectora fijó su mirada a la ventana, como si a través del cristal hubiera podido ver el pasado— no era decana, sino una vulgar profesora. Llegué a decana gracias a la recomendación de mi ilustre predecesora, la Tangarini. Ella me recomendó serlo, pero aún ahora, para complementar mi sueldo, doy algunas clases particulares.
—Eso es lo que necesita mi coronel para cumplir con su servicio civil —dijo el subte—. Pero como su condición le impide tratar con mujeres, me pidió que tome yo las clases y se las retransmita.
—Muy bien —dijo la arquitectora, y palmeó las manos como queriendo dar a entender que había llegado la hora de ponerse manos a la obra—. Debemos empezar cuanto antes. Vaya a comprar una cuadernola a la esquina y regrese inmediatamente sin distraerse con ninguna chiquilla —la anciana guiñó un ojo queriendo significar que, en otras circunstancias, habría festejado con algarabía un hipotético episodio amoroso del subteniente.
Él fue a comprar la cuadernola. Durante la operación tuvo un affaire con la vendedora, pero no fue nada especialmente memorable para ninguno de los dos, así que él se fue de allí imprimiéndose un sello mental de «aquí no ha pasado nada». Cuando volvió a la Facultad, el edificio estaba acordonado por la policía.
—No se puede pasar —le dijo un agente de los que, vestidos de civiles, sostenían el cordón—. Estamos en medio de un operativo importante. La arquitectora Gamit, decana de este centro de estudios, fue arrestada por utilizar un salón para dar clases particulares. Ahora los detectives están tratando de identificar a sus cómplices.
—Supongo que van a destituir a la arquitectora, entonces —reflexionó Betune, triste—. ¿Se sabe quién va a sucederla en el cargo?
—Hay varias versiones —mientras hablaba, el agente utilizó un trecho del cordón para ahorcar a una mujer que pretendía infiltrarse—. Algunos hablan de la señorita Pompoye. Otros apuestan por el arquitector Carrau, que fue destituido como director del Instituto de Desmantelamiento Docente y se encuentra sin empleo.
—¿Y por qué lo destituyeron?
—Por sus ideas políticas. Por pensar diferente.
—Pero, si lo nombran en esta Facultad, ¿no irán a destituirlo también, por idéntico motivo?
—Supongo que sí —concedió el agente—, pero mientras tanto ¿quién le quita lo bailado?
El subteniente iba a replicar, cuando avistó, entre la turbamulta que observaba maravillada el operativo policial, a la señorita Pompoye, a quien reconoció por las fotografías.
—¡Señorita, señorita! —la llamó, embargado por la emoción de estar más cerca (que antes) de la posibilidad de llegar a cumplir con su deber. Pero casi enseguida se dio cuenta de que había cometido un error. Una flamante alianza que Pompoye lucía en un dedo, y de la que por lo visto no había logrado aún remover totalmente la etiqueta adhesiva con el precio, la delataba como recién casada, y el diminuto individuo que asomaba por la bolsa de manguitos, que ella llevaba en la otra mano, debía ser su marido. Esta impresión se vio fortalecida cuando el hombrecillo, quizá para subrayar esa condición de la que acaso se sintiera orgulloso, se puso a cantar la marcha nupcial de Orestes Ciacotti.
La absolución
En cierta ocasión, Pompeyo De Armas y Sotomayor fue acusado de ultrajar a una joven, la señorita Flormaría de Normandía. En el juicio, Sotomayor quiso ocuparse personalmente de su defensa, y comenzó por interrogar a Flormaría, quien desde el banquillo de los testigos dirigía a algunos miembros masculinos del jurado miradas provocativas, pero no de provación sexual, sino de provocación a medirse con ella en competencias deportivas; era ella una consumada atleta y había ganado una medalla olímpica que por arte de piercing se había hecho incrustar en la frente, para facilitar su exhibición. Pero los del jurado no le prestaron mayor atención, ocupados como estaban en intentar descifrar la pantomima jurídica que Pompeyo De Armas y Sotomayor había preparado especialmente para la ocasión. Sin embargo, la jueza, la excelentísima Mirage Miravalles Yaraví, no permitió al artista terminar su número y lo conminó a que interrogara a la testigo o la dispensara inmediatamente.
—¡Sí, o si no, que se case con ella! —gritó un individuo que formaba parte del público.
—Con tu abuela, se va a casar —le respondió otro.
—Calma, calma, señores —dijo Pompeyo De Armas y Sotomayor, acompañando su dicho con un gesto similar al de hacer rebotar varias veces seguidas con ambas manos sendas pelotas de básquetbol en el mismo lugar—. No tengo intenciones de contraer nupcias por el momento, y aunque las tuviera y mis sentimientos amorosos estuvieran dirigidos hacia la señorita de Normandía aquí presente, dudo mucho de que ella quisiera ser mi esposa, ya que está convencida de que yo la ultrajé. —Y volviéndose hacia la testigo, continuó—: ¿No es así, Flormaría?
¿Mantiene usted la afirmación de que eso fue lo que yo hice con usted?
Flormaría de Normandía permaneció en silencio.
—Conteste —le ordenó la excelentísima Mirage Miravalles Yaraví.
—Sí —dijo Flormaría de cara a su interrogador—. Usted me ultrajó. Abusó de mí.
—En ese caso —dijo él, situándose de frente al jurado y señalándose a sí mismo con ambas manos en un recorrido que partió desde lo alto de su cabeza y descendió hasta donde pudo, en gesto abarcativo que pareció animado de la intención de significar que la declaración que seguiría involucraba a la totalidad de su persona—, para no incurrir en la descortesía de contradecir a tan bonita testigo, me declaro culpable de los cargos.
Ante lo que consideró la más magnánima expresión de sinceridad y hombría, una de las integrantes del jurado, que estaba en la primera fila, levantó sus piernas y, abriéndolas en ángulo obtuso con los pies apoyados en la baranda que separaba los asientos del jurado del resto de la sala, al tiempo que despejaba de ropas el acceso a sus partes pudendas, exclamó:
—¡Oh, Pompeyo, tómame, tómame ahora! Pompeyo, olvidando dónde estaba o no haciendo intervenir ninguna consideración al respecto en su reacción frente a aquel llamado a su virilidad, sacó a relucir su miembro mientras intentaba resolver cómo sortear el obstáculo de la baranda para hacer efectivo el acto que lo complacería tanto o más que a la mujer que lo solicitaba.
Pero se detuvo en seco al oír el unánime voto de desaprobación que, mediante la emisión de una monosilábica interjección en glissando descendente surgió del conjunto del jurado y del sector del público próximo a él, voto motivado no por la condena a lo que Pompeyo se proponía hacer, sino por la desilusión frente a las reducidas dimensiones del órgano con que se proponía hacerlo.
La excelentísima Mirage Miravalles Yaraví, que desde el estrado no tenía cobertura visual del objeto, descendió a la sala y, acercándose a Pompeyo, lo escrutó y, echándose primero a reír a mandíbula batiente, encaró luego a la testigo y le dijo:
—¡Vamos, muchacha, no estará hablando en serio! ¿Quiere hacernos creer que este tipo la ultrajó con eso?
Flormaría, dejando el banquillo, se acercó a Pompeyo, lo inspeccionó, y dijo a la jueza:
—No. Tiene razón, es imposible. Debo[17] haberme confundido.
El sombrerero calvo
El sombrerero calvo había armado su quiosco ambulante en plena ciudad universitaria, en la callejuela que separaba la Facultad de Bellas Artes de la Facultad de Economía Fea. Varios estudiantes acudieron a probarse sombreros y a preguntar precios.
—¡Miren, miren eso! —exclamó de pronto uno de ellos, reparando en que a pocos metros de allí, el pavimento se abría y emergía de él una lápida.
—Ah, descuiden, no es nada —dijo el sombrerero—. Es la tumba de Pompeyo De Armas y Sotomayor, que no está asentada en sitio fijo.
—¿Es nómade? —preguntó uno de los estudiantes, que cursaba un posgrado en el Instituto de Ciclos Básicos.
Nadie le respondió, pero muchos le preguntaron qué se estudiaba en ese posgrado que, por alguna razón, habían adivinado que él hacía.
—Se estudia lo más bajo, lo peor de todo —explicó él.
—¿Y antes? ¿Qué se estudia en los primeros años de la carrera? —inquirió el sombrerero.
—Se estudia lo básico.
La lápida de la tumba de Pompeyo De Armas y Sotomayor se acercó a ellos un par de metros, como si hubiese estado interesada en la conversación. Un estudiante de Química Aplicada a la Física no reparó en eso pero sí, en cambio, lo hizo en que el sombrerero era calvo.
—¿Por qué —le preguntó— siendo usted calvo, y siendo también sombrerero, no se cubre la calva con un sombrero?
—Porque la función del sombrero no es ésa —respondió él, en tono copiado del de uno de los profesores de la Facultad de Facto, a cuyas clases él había asistido como oyente (y como oyente interesado más que nada en el tono, y no en las clases como tales)—. La función de un sombrero es dar sombra, y yo no la necesito porque soy yo mismo eso: una sombra.
La lápida de la tumba de Pompeyo De Armas y Sotomayor se alejó, asustada.
—Explíquenos eso, profesor —preguntaron intrigados al sombrerero seis otros estudiantes de cinco otras facultades, refiriéndose a lo de ser una sombra, y sin prestar atención a la actitud de la lápida ni al hecho de que el sombrerero no fuera profesor.
—Soy la sombra de uno que fue, y ya no es —dijo él.
—En clase de filosofía —replicó un estudiante de Hipocondría Social— nos enseñaron que ese uso del verbo ser es un puro amaneramiento lingüístico y finge un espesor significante del que carece.
—Sombra de quién, ¿de ése cuya lápida estuvo entre nosotros recién? —preguntó un estudiante de Antropofagia, desestimando el comentario del otro.
—No —dijo el sombrerero, abandonando el tono del profesor al que había estado imitando, para adoptar uno mucho más grave, parecido al del tribuno Salazar, que estaba dando un discurso en la otra cuadra, para alumnos expulsados de la Facultad de Huelgas por haber querido entrar a clase—. Esa lápida, así chiquita como la vieron, pertenece a la tumba de P…
—Séééé, ya séééé —lo interrumpieron varios estudiantes fastidiados—: pertenece a la tumba de Pompeyo De Armas y Sotomayor. Ya lo había dicho usted antes.
—Este tío es un fiasco —expresaron otros estudiantes, y dejando al sombrerero se fueron a escuchar el discurso del tribuno Salazar. Triste suerte corrieron, porque fue un discurso altamente edificante, pero cuya edificación se erigió precisamente sobre sus cabezas.
—Y pensar que no quisieron sombrero… —musitó, mirando la escena desde su quiosco, el sombrerero.
La distinción
Algunos cronistas refieren que en cierta ocasión, Pompeyo De Armas y Sotomayor, harto de recorrer el orbe topándose con publicidad de las mismas marcas por doquier, emprendió un viaje interestelar. Sin mediación de nave espacial alguna, llegó hasta los mismos confines[18] de la galaxia. Visitó un sinnúmero de planetas y planetoides poblados y despoblados. Donde más permaneció fue en una zona de polvo interestelar habitada por seres casi incorpóreos, demasiado insípidos como para merecer en las crónicas más lugar que el de su simple mención. Pero también visitó algunas casas y palacetes que extravagantes misántropos de las regiones más remotas habían hecho construir y usufructuaban a modo de retiro. Particularmente ilustrativa fue la visita que realizó Don Pompeyo al condestable Miclos Clósmic, jerarca de un gran reducto perteneciente a un pequeño país de una gran excrecencia subplanetaria en la constelación del Clon.
—¿Qué se cuenta? —le preguntó Pompeyo al entrar.
—Nada —contestó el otro.
Esa fue la parte más interesante y sustanciosa del encuentro. Luego de la partida de Pompeyo, el condestable llamó a Berthellota, su ama de llaves, y le habló en estos términos:
—La hice venir, Berthellota, porque quiero hacerle saber dos cosas: una, que estoy profundamente desconforme con sus servicios; la otra, que si no la despido es porque en esta parte de la galaxia escasea tanto el servicio doméstico que temo quedar, si la despido, en una situación aún peor que ésta, a saber, la de padecer cotidianamente su inoperancia.
—Ajá —dijo Berthellota, rascándose pensativa algo medianamente asimilable a una barbilla—. ¿Y puedo saber en qué ítems está usted desconforme con mi trabajo?
—Con el mayor gusto se lo diré —el condestable se preparó una copa de oporto y se arrellanó en su sillón, pues quería disfrutar al máximo ese tan deseado momento de cantarle a Berthellota las cuarenta—. En primer término, no mantiene usted adecuadamente la higiene del lugar. Esto está plagado de radiaciones y si yo hubiera estado dotado de piel, la tendría llena de laceraciones, por culpa suya.
—Perdone —lo interrumpió Berthellota con vehemencia—, pero esto es inadmisible. Usted me está hablando de términos, cuando yo le pregunté por ítems.
Berthellota presentó su renuncia inmediatamente y se marchó sin dar tiempo al condestable a replicar.
—No puedo seguir así —se dijo, mientras deambulaba sin rumbo hacia donde la llevaran los impulsos de las partículas perdidas que la encontraban en sus trayectorias—, a merced de los caprichos de patronos a cuyo servicio caigo fortuitamente. Debo buscar el amparo de una institución.
Y así, preguntando, llegó sin querer a la Tierra (porque no era allí a donde le habían indicado ir) y, en ese planeta[19], dio con un hospicio sostenido con fondos de caridad administrados por una comisión de damas de honor que precisamente en el momento de su arribo acababan de ser deshonradas. La Reina del Carnaval, que era quien las presidía, al ver a Berthellota, le preguntó si era una dama y si conservaba su honor.
—Mi honor lo conservo —respondió ella con altiva modestia; pero agregó, comparando su foránea anatomía con las de sus interlocutoras—: lo que no sé es si soy una dama.
—¡Pues sí que lo es! —dijeron a coro las damas deshonradas, que no la veían tan distinta de como ellas habrían querido ser, pues por esos días las modelos de alta y baja costura salían de sus centros de entrenamiento con figuras similares—. ¡Porque así es como habla una verdadera dama, que supo conservar su honor!
—Muy bien —se pronunció la Reina, y quitándose la banda presidencial con que se hallaba ataviada, pretendió transferirla a Berthellota.
—Momentito —dijo ésta, pegando un salto hacia atrás, exactamente al revés que un tigre que se abalanza sobre su presa—. Si ustedes creen que por haber sido deshonradas perdieron su honor o sus honores y por eso necesitan sustitutas para la comisión, se equivocan hiperbólicamente.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —le preguntó una de las damas, cuya deshonra había tenido lugar por los cuartos traseros.
—Pues porque la deshonra consiste en pérdida o privación de la honra, pero no del honor.
—¡Es cierto! —festejó la Reina del Carnaval, volviendo a ponerse la banda presidencial—. ¡Nuestro honor sigue intacto, y podemos por lo tanto continuar en funciones!
Y como muestra de gratitud por haber traído a su seno la luz del discernimiento, la comisión distinguió a Berthellota nada menos que con el título de dama de honor del mes.
Sobregiro
Había poca luz, aquella noche, en la sala VIP del bar «La toga de Tiberio», para favorecer la realización de las prácticas inmorales a las que eran afectos los clientes más selectos, y que sólo eran toleradas por el propietario, Ralph Soler, debido a los beneficios económicos que el complacer a esos depravados le deparaba. Pero Ralph Soler no era nunca partícipe de esas prácticas (que involucraban a un castor, a un juego de damas chinas y al senado de un país diferente cada vez), pues sus únicos hobbies eran el golf, el canto gregoriano y la tala de columnas de alumbrado público.
Pompeyo De Armas y Sotomayor, que había sido excepcionalmente invitado a la sala VIP, pidió una cerveza y la bebió de a poco, asqueado por la visión de lo que el castor hacía con las damas chinas y los senadores. «Estos animales serán nuestra perdición», pensó. Pero ni él mismo, ni ninguno de los mentalistas, médiums y telépatas presentes en el hotel de enfrente (donde se celebraba una convención de personas con capacidades anormales) supo si, al pensar «nuestra», Pompeyo creía que la perdición sería para su clase social, para el género humano en su conjunto, para el género masculino, para los exalumnos de los colegios a los que había concurrido, para los miembros de los clubes que frecuentaba, para los rateros de alcurnia, para los individuos cuya novia llevaba por nombre Sulpicia, para los novios de cierta Sulpicia específica, para los malos perdedores, para los perdedores, para los que al morir recibirían en el cementerio un caluroso aplauso de sus deudos, en reconocimiento a los méritos obtenidos en vida —o en la acción de haber muerto—, o qué.
Uno de los mentalistas, que escuchaba bastante aburrido la ponencia de uno de sus colegas (pues ya sabía —merced a sus dotes— todo lo que éste iría a decir), decidió cruzar a investigar. Los guardias apostados en la puerta de «La toga de Tiberio» lo miraron con recelo, pero cierto filántropo que —de incógnito— se desempeñaba como encargado, al verlo, ordenó a los guardias apartarse.
—Pase por aquí, señor —le dijo, y lo condujo a la sala VIP, donde lo sentó a una mesa ocupada por una pareja de personas normales.
—No tienen inconveniente en que el señor los acompañe, ¿verdad?
—No faltaba más —dijo la mujer, que llevaba puesto un vestido dieciochesco, aunque confeccionado en el siglo diecinueve.
El mentalista pasó con la pareja un rato de amable conversación, pero tuvo que apartarse pronto, debido a que la mujer y el hombre decían cosas completamente diferentes de las que pensaban, y mantener la atención sobre los cuatro procesos —los dos discursos verbales y las dos secuencias de pensamientos— resultó extenuante.
Acercándose a un individuo que, acodado en el mostrador, pensaba una y otra vez «soy Pompeyo De Armas y Sotomayor, soy Pompeyo de Armas y Sotomayor», el mentalista se dio cuenta de que no se trataba de Pompeyo de Armas y Sotomayor. El individuo estaba pensando eso sólo a modo de ejercicio de autoafirmación, o, más bien, de enajenación. El verdadero Pompeyo estaba en una terraza, fumando pensativamente un cigarro hecho con tabaco de pipa.
—No —dijo el mentalista, acercándose para responder a la duda que captó en la psique de Pompeyo—, no es el mismo Ralph Soler. El propietario de este lugar se llama así, pero es otro que el Ralph Soler que usted conoce.
—Pero es parecido —replicó Pompeyo, en tono de justificación—, ¿no?
—No soy fisonomista —respondió el otro—. Soy mentalista. Y quería preguntarle, concretamente, para qué sector de la humanidad, o de lo que fuese, considera usted que es un riesgo la presencia o la actitud de aquel castor.
Pompeyo vio que el mentalista señalaba al animal que acababa de sacar a bailar a la mujer de la pareja con que antes había compartido mesa.
—Ah, ¿eso es un castor? —preguntó, el ánimo encendido por la satisfacción de ver aumentados sus conocimientos de zoología (ya que daba por sentada una respuesta afirmativa a su pregunta).
En eso, el lugar se llenó de agentes de policía. Surgían de todas partes: de la bodega, de la pista de baile, de los altavoces, de las lámparas, etc. Todos los senadores lograron escabullirse antes de ser detenidos, pues debían ir a su país a legislar. El sargento que comandaba el operativo se acercó al mentalista y a Pompeyo y les dijo que estaban tras la pista de un filántropo que, según ciertos chimentos, se hallaba ahí de incógnito. Pompeyo se fue a lavar las manos pero el mentalista, que escudriñando pensamientos de los presentes había identificado al filántropo, lo delató.
El sargento lo buscó para detenerlo, acusado de demorar, con sus obras de bien, el afianzamiento de las condiciones objetivas para una revolución social. Pero el filántropo, al gestionar el ingreso del mentalista al local, ya había cumplido con su buena acción del día, y se había ido a esperar el tren subterráneo que lo llevaría a su casa. Cuando estaba a punto de subir a un vagón, vio que una mujer corría jadeante, tratando de alcanzar el tren antes de que partiera. El filántropo trató de alertar a algún empleado para que demorara el servicio, pero no lo logró. El tren partió y él debió sujetar a la mujer para impedir que se lanzara hacia la vía.
—Pero… ¡usted es el encargado del bar «La toga de Tiberio»! —exclamó ella ni bien se hubo calmado.
El filántropo, que la había ayudado a recostarse en uno de los bancos destinados a hacer confortable la espera de los trenes, se dio cuenta de que la mujer no era otra que aquella a cuya mesa había conducido al mentalista.
—Ahora la reconozco también yo a usted —le dijo, y le preguntó por su marido. La mujer contó que había reñido violentamente con él, en el transcurso de una escena de celos promovida por haber estado bailando ella con el castor.
—Por eso me fui de allí, escabulléndome entre los policías que estaban registrando el lugar. Mi propósito era coger el tren subterráneo para ir a visitar a una anciana tía que tengo, que siempre me escucha con atención, cuando tengo algún problema, y me da excelentes consejos. En materia afectiva, sobre todo, sus conocimientos son muy vastos, ya que estuvo involucrada en cientos de relaciones amorosas y aún hoy, a su avanzada edad, flirtea con no menos de veinte galanes, y sale con otros tantos. Pero quizás —la mujer miró al filántropo como si reparara en él por primera vez— en esta ocasión, en lugar de recurrir a mi tía, puedo recurrir a usted, que parece un hombre sensible y de amplia cultura.
¿Puedo preguntar qué estudios realizó?
—Fui a la Facultad de Filantropía, solamente —admitió él—. Me recibí tardíamente, pues durante años me dediqué a ayudar a otros a preparar su examen final en esa misma carrera.
—Bueno, quizá no esté calificado usted para darme consejos —dijo ella, animada—, pero puede darme dinero, ¿no?
Discurrieron durante una media hora sobre cuál sería el monto más adecuado para cubrir las necesidades de la mujer, y subieron al siguiente tren subterráneo, con el objetivo de llegar a una sucursal bancaria que esa semana cumplía horario nocturno.
El tren que les tocó era a vapor, y su capacidad estaba colmada, pero pudieron viajar en la locomotora, a cambio de cebar mate al maquinista. Éste, mientras trabajaba, les contó falsas historias sobre supuestos ataques de indios norteamericanos a trenes donde él habría trabajado durante el siglo diecinueve.
La mujer guardó silencio sobre el hecho de que su vestido hubiese sido confeccionado en ese mismo siglo.
Al llegar al banco Tarahumara, que era donde el filántropo tenía la cuenta, los dos fueron conducidos a la sala VIP, que estaba reservada a los clientes que realizaban operaciones millonarias a pesar de que sus cuentas estaban en rojo.
—Pero no entiendo, ¿de qué se trata todo esto? —preguntó el filántropo, azorado.
—Es que de tanto donar para esto o para lo otro, usted agotó sus ahorros —le dijo un empleado— y nos debe más de lo que podría pagar si esto fuera un restaurante y usted se quedara a lavar los platos por el resto de su vida.
—Pero igual van a darle crédito, ¿verdad? —dijo la mujer, plañideramente—. Es muy cuantiosa la suma que el señor debe entregarme.
—¿Puedo preguntar qué destino tendría esa suma, en caso de ser otorgada? —El empleado afinó todo su potencial intelectual para estar en condiciones de procesar la información que le darían. Pero la mujer imprimió un giro evasivo a la charla.
—No acostumbro hacer planes que hagan intervenir dineros que aún no tengo —dijo—. Deme la plata y con el correr del tiempo podré ir enviándole comprobantes de mis gastos e inversiones.
En ese momento entró la policía, que había sido guiada por el mentalista hacia la nueva localización del filántropo. La mujer imploró al sargento unos minutos de gracia para que el acusado pudiera extraer el dinero que debía darle. El empleado, que no confiaba en la mujer, oprimió el botón llamador del dragón que tenía a su cargo la protección del banco. El animal acudió echando fuego y dio cuenta de todos menos del filántropo, que logró huir con algunas quemaduras suaves. Fue a una farmacia pero no tenían nada que sirviera para fortalecerlas. Igual les compró medicamentos para otras cosas, para no defraudarlos en las lógicas expectativas de venta que se les habían despertado con su entrada.
La carta
Una de las cuatro personas que sostuvieron alguna vez noviazgo con Pompeyo De Armas y Sotomayor recibió, de puño y letra de éste, en época anterior (pero muy próxima) a la de su noviazgo, una carta con el siguiente texto: «Sulpicia, si tú me quisieras, yo… ¡sería tan feliz! Sería enormemente feliz. Mi felicidad sería tan abundante que trascendería mis límites y podría extenderse a ti, dejándote feliz y contenta. Y podría extenderse a muchas otras personas, también, haciendo del mundo un lugar más feliz. Pero si tú me siguieras queriendo yo continuaría generando, manando felicidad. Y mi capacidad para experimentar esa felicidad se acrecentaría. Yo, si tú me quisieras, sería portentosamente feliz. Sería tremendamente feliz. Sería terriblemente, horriblemente feliz. Sería condenadamente feliz, asquerosamente feliz. Mi felicidad sería revulsiva, purulenta, dolorosa hasta el martirio. Se daría en achaques, en ataques, en crisis espantosas y epidemias que le darían el alcance y la expansión territorial que su naturaleza pujante exigiría. Sería una felicidad imperialista, que anexaría poblaciones contagiándoles su irrefrenable buen humor, o sojuzgándolas para imponérselo si opusieren algún tipo de terca resistencia empecinada en no franquear el horizonte gris de la tristeza. Sulpicia, por favor: si tú me quisieras, podrías encender esa llama que acabaría por consumir, por incendiar el mundo entero, dándole más brillo que el mismo sol, que palidecería de envidia pero luego sería alcanzado por la onda expansiva de la felicidad y se convertiría en un arrogante cometa que guiaría nuestra expedición conquistadora a través de la Vía Láctea y todo el universo. Sulpicia, ayúdame a liberar esa energía que como fruto de algún encantamiento está encerrada en mí, esperando el beso que habrá de liberarla en una explosión nuclear de infinitos megatones. Sulpicia, si tú me quisieras, yo sería Gardel, pero ya no cantaría El Día Que Me Quieras puesto que tú ya me querrías, y tu pelo estaría ya rebosante de rayos misteriosos anidados y se habrían pronunciado las estrellas diciendo que eres mía. Sulpicia, si tú me quisieras, yo sería tan feliz que ya no te necesitaría. Tú podrías retirarte a hacer tu vida. Pero si quisieras quedarte a compartir la mía, yo no me opondría. Te asignaría algunas pequeñas tareas, que hicieran la convivencia más llevadera: labores domésticas, secretariado comercial, idiomas, computación, etcétera. Piénsalo, Sulpicia. Pero no lo decidas con la mente, sino con el corazón. No racionalices. Tampoco obedezcas tus instintos, si son ellos quienes te apartan de mí. Independízate. Limpia tus sentimientos de toda otra cosa que no sea yo, y verás cómo se redireccionan tus afectos, auspiciando el amor que yo te pido. Si tú me quisieras, Sulpicia, yo jamás volvería a pedirte nada. Todo te lo exigiría. Sulpicia, si tú me quisieras, yo te juro que… hasta te lo agradecería».
Luego de concretado el noviazgo, Sulpicia (que así se llamaba la destinataria de la carta[20]), mediante sus abogados, demandó a Pompeyo por no tributarle el agradecimiento a que su carta lo comprometía. Él se defendió (también a través de abogados) alegando que, pese a hallarse Sulpicia ennoviada con él, no había pruebas de que ella realmente lo quisiera, por lo cual el agradecimiento no se contaba entre sus obligaciones. Un equipo de sicólogos fue llamado para efectuar una pericia sobre los sentimientos de Sulpicia. La jueza Mirage Miravalles Yaraví, que entendía en la demanda, recibió al tiempo el informe del equipo, que rezaba así:
«Hemos examinado en profundidad la psique de la señorita Sulpicia Pulicías Iculpáis, encontrando huellas inequívocas de un amor prodigado a la persona del demandado Pompeyo De Armas y Sotomayor, a quien asiste sin embargo razón al dudar de ese sentimiento, por cuanto el mismo pareció quedar sin efecto en el transcurso de este trajín judicial; no es fácil para una mujer, en efecto, continuar enamorada de un hombre contra el cual se encuentra litigando. No fue de golpe que se desvaneció este amor; pero conforme se iba debilitando, sucedió que el interés de la señorita Sulpicia por uno de los integrantes de nuestro equipo, el licenciado Müller, que al principio no pasaba de una simple admiración profesional (el licenciado Müller, además de sicólogo, es bibliotecólogo), fue cobrando otro tipo de carices, al punto que Sulpicia y el licenciado se casaron la semana pasada (la excelentísima Mirage Miravalles Yaraví, o sea usted, recordará que, en ausencia de un juez de paz competente, fue usted misma —o sea la excelentísima Mirage Miravalles Yaraví— quien oficializó esa unión). Adjuntamos una postal que acabamos de recibir de nuestro colega Müller, fechada hace tres días y con matasellos de Portobello».
Seguían saludos y expresiones de alcahuetería que la jueza se salteó. La tarjeta postal de Müller, que de un lado tenía una foto de un insecto extasiado ante un paisaje que él mismo, en su modesta medida, contribuía a conformar, decía del otro lado lo siguiente:
«Queridos colegas y amigos: escribo para hacerlos de algún modo partícipes de la alegría que nos embarga a Sulpicia y a mí en esta suculenta luna de miel en la que nos hemos embarcado, y que luego de permitirnos disfrutar de esta exquisita localidad de Portobello nos conducirá a Portofino y a Porto Seguro, desde donde les haremos llegar seguramente una dirección de Internet en la que podrán apreciar fotografías del álbum virtual que estamos construyendo, ladrillo por ladrillo, cada vez que nos es posible visitar algún cibercafé para descargar nuestras cámaras digitales. Pero dígannos, por favor: ¡si esto no es amor, el amor ¿dónde está?!».
La excelentísima Mirage Miravalles Yaraví no tenía la respuesta a esta pregunta pero, en aras de acopiar elementos que pudieran permitirle hacerse de una, llamó a un servicio de acompañantes y solicitó un mancebo.
Al rato los guardias de seguridad del edificio donde vivía dejaban pasar a uno que, al ver a la jueza, dijo:
—No. Ni que me paguen doble.
Al regresar a la agencia, fue despedido, y a modo de indemnización, su supervisor le obsequió el dato de que la jueza había emitido una orden de captura para él, por lo que, si quería conservar su libertad, debería asumir una identidad falsa y huir de la ciudad o del país. El mancebo averiguó que un tal Vargas confeccionaba pasaportes falsos con finas terminaciones en cuerina náutica con filtro antihongo, y fue a verlo.
Vargas le fabricó la documentación y le consiguió lugar en una galera donde debería pagarse el pasaje trabajando como galeote. Durante el viaje, el pasaporte se le mojó, y quedó inservible, por lo cual las autoridades migratorias del sitio de destino lo repatriaron. Este viaje de regreso, por suerte para el mancebo, fue en avión y en clase ejecutiva. Al llegar, la honorabilísima Mirage Miravalles Yaraví lo estaba esperando con los brazos abiertos, y él no se los pudo cerrar.
El silencio
Cuentan que Elvira Urtubey, la cantautora, antes de ser famosa, era muy poco conocida, y luego de fracasar en su intento de hacerse acompañar por muchos selectos instrumentistas (virtuosos algunos, mediocres otros, completos ineptos los restantes), fue a visitar al célebre contrabajista Demetrio. Durante días estuvo cantándole a capella las sucesivas estrofas de su más logrado poema épico (consagrado a la gloria de Pompeyo de Armas y Sotomayor, con un apéndice sobre Pompeyito, en quien depositaba sus esperanzas de un porvenir también glorioso, llamándolo «promesa»). Cuando terminó, Demetrio le dijo que no le interesaba el producto. Elvira se despidió y salió del apartamento del músico, pero se quedó en el edificio, llorando a mares en la oscuridad de la escalera. El portero tuvo que llamar a un plomero, y cuando éste detectó el origen del problema, condujo a Elvira al estudio de Orestes Ciacotti (compositor de la más conocida y lograda marcha nupcial), que había sido padrino de uno de los hijos del primo de su esposa. El compositor sometió a Elvira a un somero examen de teoría musical. Ella no aprobó, y él, que necesitaba dinero, se ofreció a darle lecciones, a lo que ella se rehusó. Ciacotti reofertó a mitad de precio, pero ella nada. Años después, la situación económica de Ciacotti había empeorado (las iglesias en las que se tocaba su marcha nupcial evadían el pago de los derechos autorales) y, al enterarse del reconocimiento internacional que empresas discográficas, prensa y público tributaban a Elvira Urtubey, la buscó para extorsionarla pidiéndole dinero a cambio de su silencio sobre el hecho de que hubiera reprobado ella el sencillo examen que él le había tomado aquella vez. Ciacotti le hizo escuchar la copia de una grabación que había hecho del mismo, no motivada en ese entonces por la idea de extorsionarla, sino para reescuchar las respuestas en caso de duda sobre la calificación a otorgarle. Elvira, irreflexivamente (pues las preguntas y ejercicios de aquel examen habrían sido los hazmerreíres de las academias de música a la luz de las modas que ahora imperaban), le pagó, pero cuando, poco después, contrajo matrimonio, en lugar de llegar al altar al ritmo de la marcha nupcial de Ciacotti, lo hizo en silencio.
Los iletrados
Si las páginas de «sociales» de las revistas dominicales muchachambiqueñas no mienten, el rey en persona extendió invitaciones, cierta vez, a Pompeyo De Armas y Sotomayor, a su heredera Verónica Símil, a Mantebra Sagach, a Cleopatria y a Don Asclepio Haras de Schultz, entre otros ilustres representantes de las élites más o menos gravitantes en la política, las artes, la moda y las ideas, en ciento veinte países (con sus respectivas colonias), a una recepción que su ministro de la corte organizó con motivo del inminente compromiso de su hija (la del ministro) con un eminente desconocido[21]. Ninguno de los invitados se presentó, pero unos pocos de ellos enviaron a sus albaceas. Algunos de estos albaceas, a sus veces, perecieron en diferentes accidentes aéreos, viales o navales, pero Otis Burgo, a la sazón presidente del sindicato de albaceas de un insignificante lord hawaiano, se presentó en el palacio real acompañado por su secretario de relaciones públicas, su jefa de logística y su asesor sonoro y olfativo (Otis Burgo había tenido asesor de imagen, pero había prescindido de sus servicios cierto día a partir del cual, debido a caprichos ópticos de su función de onda, se había vuelto invisible).
El lacayo que recibió a la comitiva se mostró reacio a completar la acción descrita en el comienzo de esta frase.
—Si no se presenta el invitado ni su albacea, no sé qué es lo que pretenden hacer ustedes aquí —dijo.
—Albaceas del señor hay muchos, pero ninguno como el presidente del sindicato que los agrupa —replicó el secretario de relaciones públicas, y señalando al vacío añadió—: me refiero al aquí presente Otis Burgo Maestre.
—Al aquí ausente, querrá decir —polemizó el lacayo.
El asesor sonoro y olfativo quiso recomendar entonces a Otis que se hiciera notar mediante emisiones vocales o, si lo prefería, pedos. Pero no quedaba rastro de Otis.
—¿Nos lo habremos dejado por el camino? —preguntó la jefa de logística.
Los tres decidieron posponer las tratativas para el ingreso a palacio, y volvieron sobre sus pasos en busca del activista gremial. Pero éste se había escabullido discretamente y ya se encontraba en la fiesta, bailando —sin que ella lo supiera— con la mismísima hija del ministro de la corte. Su prometido, Fermión[22], intuyó algo sospechoso y se convirtió en autor, director, protagonista y primer actor de reparto de una escena de celos.
—Pero querido, ¿de quién estás celoso? —le preguntó ella azorada.
—De nadie, de nadie —la tranquilizó él.
—Entonces ¿a qué viene toda esta mierda que me estás tirando?
Varios de los asistentes —que no invitados— a la recepción se acercaron para intentar enterarse de lo que ocasionaba la disputa, o para terciar, cuaternar, quintificar, sextuar o lo que fuerecer en ella.
Pronto se formaron dos bandos: uno que luchaba a favor de la novia, y otro que defendía, asistía y alentaba a su contraparte. Otis Burgo se mantenía neutral o, más bien, tomaba acciones de igual beligerancia en relación a una u otro, o les dedicaba a los dos, al oído, expresiones de afecto o adhesión de igual intensidad.
Finalmente, todos (menos Otis Burgo, que no se expidió sobre esto) concordaron en que un compromiso de amor o de matrimonio entre dos personas tan enemistadas no era una cosa sensata, y que debía ser sustituido por un compromiso de animadversión. Y éste se celebró inmediatamente en la mayor concordia y sin contratiempos. Mientras esto sucedía, Otis Burgo se dedicó a comer. Había muchas mesas con bandejas de saladitos, dulcecitos, amarguitos y acidillos, y él dio cuenta de casi todo. Los camareros veían a las vituallas elevarse por el aire y desaparecer, y no entendían qué pasaba porque, perteneciendo a una clase social poco cultivada, no habían leído este libro.
La madre
Cuando el tribuno Salazar estableció la obligatoriedad del uso del cinturón de seguridad no solamente para los automovilistas, sino también para los peatones, recibió la visita del padre Pernambuco, que en nombre de la santa iglesia le solicitó, para todos los funcionarios eclesiásticos, la exención del mandato. El tribuno le escribió un billetito, que le entregó distraídamente.
—Entienda que la sotana no pega con esos cinturones —dijo el cura, con la entonación de quien apela al sentido común de un interlocutor.
—Sí, sí —dijo el tribuno con precipitación—, con ese billetito que acabo de firmarle, no serán ustedes molestados por ningún elemento policial.
—Pero tribuno —objetó Pernambuco en tono plañidero—, este billete es uno, y nosotros somos cuatro mil y la madre.
Durante los días siguientes, el tribuno debió mantenerse enfrascado en la tediosa tarea de firmar tres mil novecientos noventa y nueve billetitos de exención. Cuando, finalizada la tarea, convocó al padre Pernambuco a su despacho, y tuvo ante sí al sacerdote (que se presentó acompañado de un monaguillo de fuertes brazos), le dijo, mostrándole una gran tinaja en la que había ido vertiendo los papelitos:
—Aquí tiene las exenciones que pidió. Sólo me falta la de la madre, pero quiero ir a eximirla en persona. Deme su dirección y demás datos útiles para localizarla.
—Pero… Tribu… —balbuceó azorado el padre Pernambuco—, cuando le dije cuatro mil y la madre yo quería dar a entender que éramos más de cuatro mil. No es que la madre realmente tomara parte en el asunto…
—Pero ¿existe la madre o no? —tronó el tribuno.
—Sí, claro, alguna hay, pero…
—Entonces déjeme verla, o no hay exenciones.
—Excúseme un momento —dijo el padre, y salió del despacho arrastrando consigo al monaguillo, que no se había formado idea cabal de lo que ocurría y, renunciando a lograrlo, se entretenía con un jueguito electrónico de bolsillo.
—Dime, Oscarzucho —oyó este monaguillo que el padre, con voz meliflua, le decía—, ¿crees que tu madre podría condescender a un encuentro privado con el tribuno Salazar, en aras del bienestar de nuestra corporación?
—Shht, que me va a hacer perder —le espetó el muchacho, sin apartar la vista de la diminuta pantalla.
En eso se les acercó un guardia civil y los arrestó por no llevar cinturón de seguridad. Rápidamente procesados, fueron recluidos en una celda con tres camas, una de las cuales estaba ocupada por una mujer de semblante taciturno, que recostada sin almohada ni almohadones contra la pared, leía el tomo 3 de las Memorias de juventud, de Pompeyo De Armas y Sotomayor. El padre Pernambuco no prestó atención a eso.
—Si me disculpan, me voy a dormir ya. Tuve una jornada agotadora —dijo, y se apoderó de la cama que supuso le correspondía, por tener pegadas en un costado calcomanías de Joabatão dos Guararapes, populosa localidad pernambucana.
El monaguillo se tendió en la que quedaba libre, pero, no pudiendo conciliar el sueño y habiendo sido privado, por las autoridades carcelarias, de su jueguito electrónico, intentó entrar en conversación con su compañera de celda.
—Es ameno ese libro, ¿verdad? Me acuerdo que un tío mío, durante las vacaciones que yo pasé en su casa cierto verano en mi niñez, estaba leyendo el tomo 2 y se retorcía de risa con los infortunios de adolescencia de don Pompeyo, que en aquel entonces no tenía el temple ni la sabiduría que todos le conocemos hoy en día.
La mujer reflexionó durante unos momentos y luego, cerrando el libro, dijo con gravedad:
—Puede que sea ameno, pero yo no lo leo por eso. Las partes anecdóticas me tienen sin cuidado. Yo saco provecho de las reflexiones que sobre los hechos vividos no deja Sotomayor de regalarnos en ninguna página.
—Quizás don Pompeyo debió haber hecho como Cortázar en «Rayuela» —dijo el monaguillo— y poner las reflexiones filosóficas todas juntas en una segunda parte del libro, dejando pelado lo argumental en la primera, para los lectores frívolos o apurados.
—No conozco a ese autor, y por lo tanto no puedo opinar sobre si hizo o no lo que usted dice. Pero creo que el que escribió en un libro partes destinadas a distintos tipos de lectores fue un tal Fernández. Sí, Mesopotamio Fernández, o algo así.
—¿Se halla usted recluida por no usar cinturón de seguridad? —preguntó Oscarzucho, cambiando bruscamente de tema, o imprimiendo al mismo un viraje que escapa a la comprensión del narrador.
—No —respondió la mujer, que se había acostado y tapado con la manta hasta el cuello—. Yo estoy encerrada por haber desafiado al poder político. Soy luchadora sindical. ¿Y tú, jovenzuelo, en qué te ocupas?
—Soy monaguillo, pero… —empezó a decir Oscarzucho, pero ella lo interrumpió con vehemencia, desestimando toda posibilidad de que lo que él fuera a querer decir a continuación pudiera presentar la menor pizca de interés.
—Yo también fui monaguilla en una época —fue con lo que acometió—, pero duré poco. Una vez recibimos en nuestra grey la visita de un obispo, y yo le hice una pregunta que él no pudo contestar, por lo que se enojó y me hizo expulsar, no sin antes abusar de mí.
—¿Y qué pregunta fue ésa? —se interesó Oscarzucho.
—La memoria me la desdibujó con los años, pero no importa. Lo importante de la historia es destacar el hecho de que no siempre las autoridades detentan los conocimientos que puedan facultarlas para ejercer calificadamente sus poderes.
—Bueno —dijo el monaguillo, levantándose de la cama e introduciéndose en la de la mujer—. Por no haber podido contestar mi pregunta, correspondería que usted abusara de mí, pero en lugar de eso…
El monaguillo interrumpió su alocución porque vio que la mujer se había dormido, y se durmió también.
A la mañana siguiente, el guardia que despertó a los tres trayéndoles el desayuno, preguntó al padre Pernambuco si aceptaba dar la misa en la capilla de la cárcel, porque el párroco allí asignado había dado parte de enfermo.
—¿Van a reducirme la sentencia si acepto? —preguntó él.
—¿No le da vergüenza —preguntó indignado el guardia— anteponer su interés personal al cumplimiento de su misión sacerdotal?
—A mí no me sorprende nada —dijo la mujer—. Sé que son muchos los eclesiásticos de baja moralidad. Yo conocí un obispo que…
—Ya conozco tu historia, Mantebra —la interrumpió el guardia—. Y sé también lo mal que terminó tu «affaire» con Theodor Pérez.
—¿Cómo terminó? —preguntó el monaguillo.
—Pues en que el tal Theodor se inscribió en un curso de pantomima submarina.
—Sí —concedió la tal Mantebra, cuyo apellido era Sagach—, pero no pasó el examen final.
—Por qué, ¿se ahogó? —quiso saber el padre Pernambuco.
—No se me escape por la tangente —le advirtió el guardia—. ¿Va a dar misa, o no?
—Sí, creo que puedo improvisar un sermón que, partiendo de la experiencia de Theodor Pérez, realce los valores de autosuperación que todo el mundo debería tener, aunque su puesta en práctica pueda conducir a situaciones de alto riesgo.
Un empleado del juzgado hizo irrupción en la celda en ese momento, y anunció que el juez de turno había dispuesto la inmediata liberación de Mantebra Sagach, siempre que sus compañeros de celda aceptaran tomar para sí los años de condena todavía adeudados por ella.
—¿Cuántos años serían? —preguntó el monaguillo—. Si son pocos, tal vez…
—Son unos cuantos —dijo el empleado del juzgado—. Pero repartidos entre los dos, yo creo que pueden sobrellevarse bien. Además, esta cárcel es bastante confortable y divertida. Todos los días los reos se deleitan en la misa con los sermones del párroco.
—Sí —intervino Pernambuco—, justamente se me pidió suplirlo hoy, porque según parece se encuentra indispuesto.
—¡Ah, qué bien! Es muy saludable que soplen vientos nuevos en las misas. Entre nosotros, me enteré de que para los que ya conocen los clisés y caballitos de batalla de este hombre, los sermones ya se están volviendo un tanto espesos.
—Si quieren puedo intentar dar el sermón yo —dijo Oscarzucho—. Soy más joven que el padre, y aunque no tengo su experiencia, puedo aportar un punto de vista renovado.
—No, tú quédate escuchando, y aprende —replicó el padre.
En eso, el guardia recibió un mensaje de texto. Lo leyó y dijo:
—Oscarzucho, tu madre vino a visitarte.
Vamos.
El monaguillo fue conducido por largos corredores con muchos vericuetos. Al llegar al área de visitas, su madre, cansada de esperar, ya se había ido.
Postergación
Para remodelar su casa, Pompeyo De Armas y Sotomayor recurrió a los buenos oficios de Santa Roberta Espirala, que era a la vez albañila, carpintera, sanitaria, electricista, monja, decoradora, reportera, repostera, continuista de cine, discontinuista industrial, régisseuse y cantante de tangos.
—Creo que lo primero —dijo Santa Roberta examinando con lupa una pared que en el reverso tenía la colección de distinciones obtenida por Pompeyo De Armas y Sotomayor (medallas, escudos, palanganas, prendedores, colgantes, diplomas, copas, escarapelas, etc.) y en el anverso pósteres de Ersilia Chagas en bragas, la arquitectora Tangarini en bikini, y María José de Larra en hoja de parra— es cantar un tango, y ver qué tal resuena en este ambiente.
Con sentido lirismo, se puso a entonar el único tango compuesto en vida por Orestes Ciacotti. Pero se interrumpió cuando estaba llegando a la parte «D».
—¿Qué sucede? —preguntó Pompeyo alarmado.
—Estoy sufriendo lagunas de memoria —confesó ella—. Y la mayoría escapa a mis recuerdos; caen dentro de sí mismas, es horrible. Otro día seguiré estudiando su casa. Ahora tengo que ver al doctor Marón.
Pompeyo se ofreció a acompañarla, pero ella lo despreció con plasticidad y garbo sin igual. Partió y caminó por calles que por momentos creía conocer al dedillo, revelándosele luego que las desconocía al cabestrillo. No pudiendo llegar al consultorio del doctor Marón, detuvo (valiéndose de los poderes especiales que le confería su santidad) el primer auto con matrícula de médico que se le cruzó. Con desparpajo, abrió la portezuela y se sentó junto a la que conducía. Se hizo revisar minuciosamente, y le fue encontrado, además de las lagunas que le preocupaban, un paquete de dolencias de poca monta. La doctora-conductora creyó conveniente (tanto para ella como para Santa Roberta) dejar a ésta en el Hospicio de las Hermanas Hipostasiadas.
La llegada de Santa Roberta al hospicio causó sensación. Las hermanas hipostasiadas iban varias veces por día a su pabellón para pedirle autógrafos y dedicatorias para los numerosos volúmenes de autoría de la santa que había en la biblioteca de la institución o en la colección particular de cada una.
Pese a todo, Santa Roberta no mejoraba.
—Debemos concentrar todas nuestras plegarias en su recuperación —dijo una noche Asclepio Haras de Schulz, quien, habiendo recibido un trasplante de cabeza, se desempeñaba como madre superiora del hospicio (sacando provecho de que la cabeza recibida era de mujer)—, pero, para que ella salga verdaderamente adelante, es menester que ejerza lo más plenamente posible sus diversos potenciales. Sabemos que Santa Roberta es albañila. Muy bien: hagámosla levantar todas las paredes que hagan falta. Sabemos que es carpintera: ¿qué esperamos, entonces, para ponerla a reparar las sillas rotas y a fabricar estanterías donde guardar, entre otros, los libros que ella misma, en ejercicio de otras de sus facultades, escribió? Y así, no debe quedar aptitud de esta insigne mujer que no sea puesta fecundamente en práctica.
Santa Roberta Espirala fue sometida, en los días sucesivos, a diferentes tipos de trabajos forzados. Ya una hermana hipostasiada le pedía colocar una llave diferencial, ya otra le ordenaba hornear una torta mientras una tercera la llevaba a desobstruir la cloaca y una cuarta reclamaba su presencia para registrar el estado de las personas y cosas que tomaban parte en cierta escena que estaban filmando en algún patio. La esclavitud de la santa duró hasta que una tarde, las hermanas y todas las personas recluidas en el hospicio fueron conminadas a congregarse en el pabellón principal, para asistir a la conferencia que tan gentilmente se había ofrecido a dar nada menos que Pompeyo De Armas y Sotomayor (de quien se rumoreaba que había sido regente del hospicio en su época de máximo esplendor).
El conferenciante fue exponiendo sus conceptos con ardor y convicción hasta que, en medio de la pronunciación de una palabra difícil que había acometido con valentía, debió callar. Había visto que en la quincuagésima fila de su atentísimo auditorio se encontraba —cosiendo un vestido que se le había dado para reformar y hacer caber en él a una hermana cuya hipóstasis estaba creciendo demasiado— la mismísima Santa Roberta Espirala. Esta visión tuvo en Pompeyo De Armas y Sotomayor un efecto similar al que habría tenido la audición sorpresiva y simultánea de los dieciséis tangos que Orestes Ciacotti había compuesto después de muerto.
Salió del pabellón y fue al encuentro de la madre superiora, para exigir que se le permitiera retirarse en compañía de Santa Roberta, que debía retomar las labores en su residencia. Era crucial para Pompeyo la remodelación porque, buscado por la policía, se le había ocurrido, en vez de huir, modificar su casa, de manera que la policía no pudiera encontrarla, o que al encontrarla pensara que se trataba de la casa de otra persona.
Don Asclepio Haras de Schulz, en su calidad de madre superiora (que no había querido asistir a la conferencia para no exponerse a ser reconocido por Pompeyo, a quien debía unas bagatelas) se opuso terminantemente a entregar a la santa, alegando cosas y cosas.
Pompeyo, ofuscado, retomó su conferencia, pero en términos veladamente cambiados, de tal modo que introdujo entre las hermanas conceptos gracias a los cuales, un tiempo después, se amotinaron y, tomando el control del hospicio, cortaron la cabeza a la madre superiora y convirtieron el edificio en un lunárium.
Pompeyo De Armas y Sotomayor fue encontrado por la policía pero, afortunadamente para él, no se trataba de arrestarlo.
—Señor Don Pompeyo, ¡cómo nos costó encontrarlo! —le dijo campechanamente el sargento que comandaba el pelotón—. Lo buscamos en el hotel Ellamouse, lo buscamos en el Parque de Vida y Esperanza, lo buscamos en el Colegio Elemental Superior, lo buscamos en cuanta kermesse supimos que se estaba desarrollando en alguna parte… ¡Seguro que si se hubiera querido esconder de nosotros, lo encontrábamos más fácil! —El sargento rió de su propio chiste a mandíbula batiente, y luego se la sujetó con seriedad para decir—: Queríamos pedirle que viniera a dar una conferencia al Círculo Policial, ya que nos enteramos de que estaba por dar una (o capaz que ya la dio) en lo de las hermanas hipotérmicas. ¿Es así o no?
—Algo de eso hay —Pompeyo agarró viaje, y como en el Círculo Policial nadie lo contrarió, no deslizó en su conferencia velados conceptos subversivos. Por el contrario, se esforzó por fortalecer o inculcar en sus oyentes el deseo de trabajar por la mantención del orden establecido, lo que frustró, al menos por varios lustros, el advenimiento de la revolución que la sociedad pedía a gritos, aunque ninguno de sus componentes estuviera siendo partícipe del pedido tan siquiera con un hilito de voz.
Reality show
En algunos círculos, Soledado gozaba de ciertas prerrogativas en razón de su parentesco con Pompeyo De Armas y Sotomayor. Pero en otros no. Tal era el caso del círculo de lectores «Beth Pedragosa de Toulon», donde siempre le tocaban los peores libros. Los de la poetisa que —sin saberlo ella— daba nombre al círculo, por ejemplo, le habían tocado todos. En cambio, las Travesuras de un párroco insolente, de Otis Burgo (pero escritas en cierto período de alienación, durante el cual Otis creía ser el padre Pernambuco) le estaban siempre vedadas. Los Nuevos Comentarios bíblicos del padre Pernambuco sí le habían tocado, y varias veces, pero su lectura le había resultado siempre igualmente tediosa, como no podía ser de otro modo puesto que el padre había escrito aquel mamotreto durante un período de honda depresión (que la escritura no le había ayudado a superar) y bajo la profunda convicción de que no había nada de interés en la Biblia y de que la adopción de sus contenidos como textos sagrados por distintas colectividades a lo largo del tiempo había obedecido a una sucesión (o a varias) de decisiones políticas desafortunadas.
Finalmente, Soledado, hastiado, fue a pedir su baja de la nómina del círculo de lectores, y se asoció a un club de teatro. Había un elenco fijo, que se comprometía, por una módica cuota mensual, a preparar una obra de teatro por mes. La primera que vio se llamaba «El descreído», y trataba de un individuo que negaba la existencia de Pompeyo De Armas y Sotomayor. Los otros personajes querían hacerlo entrar en razón, pero no había caso, y debían hacer intervenir a la justicia. El personaje protagónico era acusado, juzgado, procesado y ejecutado. Sin embargo, lo hacían quedar como una especie de mártir, que había embanderado una verdad inaceptable para la sociedad de su tiempo, pero que algún día podría prevalecer, como antaño las ideas revolucionarias de Galénico y Percilao.
Soledado fue a quejarse a la oficina de contralor de espectáculos públicos. Fue recibido por el inspector Porcentis, que lo invitó cortésmente a sentarse y a servirse pop corn de una gran bolsa de papel ilustración. Soledado expuso su caso y, en su calidad de cuñado del primo de Pompeyo De Armas y Sotomayor, exigió que se censurara la obra y que el club de teatro fuera demandado en favor de su familia.
El inspector Porcentis se mostró —a cambio de la promesa de un porcentaje de lo generado por la demanda si ésta llegaba a buen puerto— complaciente y, pocos días después, fue a ver la obra. Pero no pudo censurar nada. A esa misma función había concurrido nadie menos que Pompeyo De Armas y Sotomayor[23], y se hallaba sentado en primera fila cuando el actor principal, al reparar en él, modificó los parlamentos de la obra, y abjuró de su descreimiento. El resto de los actores lo aplaudió con entusiasmo, y el director, subiéndose al estrado, invitó a Pompeyo[24] a decir unas palabras. Él así lo hizo, pero sus palabras consistieron en una disculpa por no poder hablar sino para disculparse y explicar que no podía quedarse pues debía dictar una conferencia en la sede de la Sociedad de Damas Sin Compañía.
El inspector Porcentis informó luego a Soledado de lo ocurrido, y la demanda no se inició, ya que el club de teatro, por decisión unánime de sus integrantes, fue disuelto. El autor de «El descreído» modificó su argumento, insertando una escena en la que aparecía Pompeyo De Armas y Sotomayor y todos los personajes se mostraban muy satisfechos por poder demostrar al descreído que estaba equivocado, pero él daba un viraje a su descreimiento, de tal modo de no dudar de la existencia del individuo que había aparecido, pero impugnando, sí, que se tratara de Pompeyo De Armas y Sotomayor, y exigiendo pruebas de que lo fuera. Este autor consiguió otro elenco que representara la obra, pero la temporada fracasó por falta de público (a nadie interesaba esta línea de acontecimientos). Para peor, a las únicas funciones que tuvieron lugar asistió, entre solamente dos o tres otros espectadores, nadie menos que Pompeyo De Armas y Sotomayor, quien, ante la aparición del actor que lo representaba, se ponía a vociferar acusándolo de ser un impostor[25], y esto dificultaba al resto de los espectadores la comprensión de lo que el autor quería decir (algunos pensaban que podía no tratarse de Pompeyo De Armas y Sotomayor, sino de otro actor que lo estuviese representando en segundo grado).
Soledado, por su parte, se inscribió en un taller de escritura, y en su primera sesión, dando rienda suelta a su imaginación, escribió un cuento donde él negaba su parentesco con Pompeyo De Armas y Sotomayor.
Denunciado por el coordinador del taller (que había hecho averiguaciones sobre el linaje de los inscriptos), Soledado fue recluido en una cárcel privada, que en la fachada principal tenía un cartel que declaraba orgullosamente «atendida por sus propios dueños». En la celda de al lado había, entre otra gente de baja estofa, un monaguillo que se pasaba estudiando para poder algún día recibirse de mónago.
El propietario de la cárcel conseguía buenos réditos organizando visitas guiadas (pagas) a turistas y residentes locales interesados en observar a los reclusos a través de las rejas, y enterarse de los pormenores del caso de cada uno.
Un día Soledado empezó a ser observado por una acaudalada dama que había pagado un suplemento por permanecer allí de corrido.
—Usted paga por verme a mí —le dijo Soledado a través de los barrotes, el tercer día— pero yo a usted la miro gratis.
La dama, comprendiendo esto, salió de la cárcel y fue a clamar por justicia a lo de su amiga de jardín preescolar, Mirage Miravalles Yaraví, que se había convertido, con los años, en jueza. Mirage Miravalles Yaraví le confeccionó un biombo con agujeritos, que permitió a la dama, situada tras él, seguir observando al preso sin que él la viera.
Pero, con el tiempo, y con los intereses del dinero que había depositado en el banco de la prisión, Soledado pudo comprar un proyector de cine y películas, que proyectaba en la tela del biombo. La dama se murió de aburrimiento mirando a Soledado mirar películas con cara de bobo.
El infiel
El rey de Muchachambique hizo venir a su palacio, cierta vez, a Otis Burgo (un líder sindical en decadencia que estaba tratando de asegurar su futuro poniendo un quiosco de caramelos, en ocasión de cuya inauguración había dispuesto una jornada de degustación, para la que había cursado invitación al monarca, recibiendo a cambio una carta de disculpa por no poder éste asistir, debido a razones de estado, por una parte, y a razones de destrucción de estado e implantación de un modelo anarquista, por otra), pero cuando Otis iba por la mitad del camino este rey se arrepintió, le mandó decir que no fuera, y ordenó a sus alcahuetes que hicieran venir, en lugar de Otis, a Pompeyo De Armas y Sotomayor. Pompeyo De Armas y Sotomayor no pudo ir, y envió en su lugar a Jijón O’Neanderthal, que para no aburrirse en el camino llevó su ejemplar del Vivificón, de Felipe de Testanave. La exhibición del volumen ante el resto de los pasajeros (en los sucesivos y diversos medios de transporte que debería abordar para cubrir el trayecto) le permitiría vanagloriarse a sus anchas, pues se trataba de una pieza más que codiciada por los bibliófilos. Sin embargo, no hubo bibliófilos entre los pasajeros, y nadie le dio bola, pobrecito. Estaba Jijón por guardar, fastidiado, el libro en un bolso de manompié (no habría cabido en un simple bolso de mano), cuando un individuo de cara huesuda se le sentó enfrente y le preguntó:
—¿Y? ¿Le resultó de provecho la lectura? Jijón quedó turbado y no atinó a contestar enseguida; en verdad no había leído nada, y se había limitado a sostener el libro abierto en la posición que parecía darle mejores posibilidades de ser apreciado por el entorno.
—¿Por qué lo pregunta? —articuló finalmente, logrando establecer qué actitud tomar—. ¿Acaso quiere saber si comprárselo o no? Le advierto que un libro como éste no se consigue por bicocas. ¿Es usted un hombre de recursos? Pecuniarios, quiero decir —Jijón frotó repetidas veces la yema del pulgar de su mano derecha con la de su índice, invocando el concepto de dinero.
—Le pregunto —contestó el otro con tal aire de suficiencia que varios pasajeros de las inmediaciones se volvieron superfluos y se desvanecieron— porque quiero ver qué tal me salió. Yo soy el autor.
—¡Ja, ja, ja! —rió Jijón O’Neanderthal, bajando la guardia al pensar que su interlocutor no era más que un pobre delirante o un débil mental—. No, señor mío: Felipe de Testanave pasó a mejor vida hace más de cuatrocientos años.
—Eso es verdad —concedió el otro—, pero si usted hubiera leído mi libro, se habría enterado de que eso no es ningún obstáculo para que yo me presente aquí ahora. Es más: es lo que me permite hacer eso y muchas cosas más.
Ejemplificando de qué otras cosas hablaba, Felipe de Testanave —si tal era— se puso a bailar malambo. Los pasajeros que se habían desvanecido, volviendo a ser necesarios, reaparecieron y se pusieron a aplaudir. Pero, como eran necesarios pero no suficientes, aparecieron algunos otros más, y engrosaron el aplauso. Felipe de Testanave —que tal era— bailó algunos pasos más (más que los que había bailado hasta entonces) y efectuó luego repetidas reverencias, agradeciendo el reconocimiento que le prodigaban. Jijón O’Neanderthal, despechado por no haber cosechado él ni un mínimo de gloria durante horas y horas de sostenido esfuerzo por sostener el libro, y viendo que el primer advenedizo era capaz de llenar así el ojo a los pasajeros, se colgó en los hombros el bolso de manompié y, desestimando el resto de su equipaje, se lanzó por la ventana del vehículo, a la voz de «yo no voy nada, andá vos a ver al rey de Muchachambique».
Felipe de Testanave no oyó esas palabras; pero otro pasajero sí, y las creyó dirigidas a él (porque Jijón, no alcanzando con la vista a Felipe en el momento de lanzarse al vacío —pues estaba rodeado de fans que le pedían autógrafos, no por ser el autor del Vivificón, sino por haber bailado del modo en que lo había hecho— lo había mirado), decidió modificar su plan de llevar a término la misión que le había encomendado el Foro Regional para el Desafuero del Tesoro (que consistía en buscar un lugar donde enterrar una gran cantidad de dinero que sólo había traído desgracias a su país) y se presentó, luego de algunos días más de viaje en diferentes medios de transporte (pasando parte de ese tiempo en salas de espera, salas de preembarque, salas de embarque, salas de desembarque, etc.), en palacio.
—Se me pidió de venir a ver al rey —dijo.
Le preguntaron si él era Pompeyo De Armas y Sotomayor, que era a quien el rey esperaba, y él creyó entonces que Jijón O’Neanderthal, el que le había dicho de ir allí, era Pompeyo, lo cual le llenó de orgullo y le hizo felicitarse por haber dejado de lado la misión encomendada por el Foro Regional[26].
El nupcio (que tal era el visitante), pese a no ser aquél cuya llegada se esperaba, fue conducido ante el rey. Éste confesó no recordar la razón de haber querido hacer venir a Pompeyo (y, antes que a él, a Otis Burgo).
—Es que estoy atribulado —dijo para justificarse— por el caos que impera aquí. El Estado, tal como yo lo entiendo, fue casi completamente desmantelado, y la anarquía reina más que yo. Venga, voy a mostrarle lo poco que quedó de mi reino.
El rey condujo al nupcio, por una larga escalera en caracol, a un subsuelo donde, sobre una superficie de menos de dos metros cuadrados, un individuo trabajaba a la vez en una máquina de coser, una imprenta, una computadora con un programa de contabilidad, una hormigonera y un banco con instrumental para trabajos de electrónica.
—Éste es el único súbdito que me queda, además de los inútiles que pueblan el palacio y conforman mi corte —el monarca dijo esto mientras se inclinaba a mirar si los datos exhibidos en el monitor de la computadora eran satisfactorios.
—¿Y es fiel? —preguntó el nupcio, aludiendo al trabajador.
—Creo que gran parte del tiempo sí —le contestó el rey hablándole bajito y al oído—, pero tengo la sospecha de que, en alguno de sus ratos libres (que se dará él mismo aprovechando el cambio de guardia de quienes lo vigilan, a los que, dicho sea de paso, no veo por acá; se deben haber escondido para siestear) hace algún trabajito para la corona de alguna nación vecina.
Ecología civil[27]
—¡Esto es vida! —exclamó doña Beth Pedragosa de Toulon, que no estaba (como algunos, bajo la influencia de literatura tendenciosa o de fármacos inadecuados, podrían suponer) de pícnic en un bosque, ni frente a ningún mar azul, ni en un espacio verde citadino acondicionado por empleados públicos asignados al cumplimiento de caprichos ecologistas súbitamente eclosionados en el hipotálamo de algún jerarca. No. Doña Beth se encontraba frente a una criatura monstruosa, a cuyo lado cualquier dragón, arpía o basilisco habría parecido un bebé hámster de pecho.
—Sin duda alguna —respaldó Melchora Gasparri, la domadora, que mantenía a raya a la criatura con su látigo pentagramado—. Es vida y, como puede ver usted, es también, al igual que yo, fuente de vida.
Melchora mostró a doña Beth cómo varios de sus hijitos, con sus respectivos latiguitos, mantenían a rayitas a las crías de la criatura.
—Con los debidos controles —siguió explicando la domadora— yo creo que la vida debe ser preservada en todas sus formas. Es más, por medio de la ingeniería genética podemos (y yo creo que debemos) ensanchar el espectro actual de formas.
Una ráfaga de inspiración iluminó algunas de las facciones de Doña Beth.
—¡Yo fracasé como diseñadora de modas, pero quizá pueda dedicarme a diseñar formas de vida! —exclamó en triunfal melodía.
—Podría probar… —contestó con cierta desconfianza Melchora—, pero hay que tener cuidado. Lo importante es que las formas de vida propaguen vida —al decir esto señaló a sus hijos y a las crías de la criatura— y que no se conviertan en heraldos de muerte. Bah —se corrigió enseguida—; si fueran sólo heraldos no habría problema. La comunicación siempre debe ser permitida y alentada. Pero el riesgo que corremos es el de que usted, en vez de diseñar formas de vida, por inexperiencia, impericia o simple equivocación, diseñe muertes.
—No se preocupe —dijo Beth, sacando de entre sus ropas un diploma obtenido en la Escuela Panamericana de Arte, y batiendo luego los dedos de sus manos como si hubiesen sido alas de colibrí—, sé dibujar, y no me van a salir calaveras ni hoces por equivocación, si lo que quiero es dibujar variedades de intestinos o ensamblajes de simbiontes.
—Ya veo que no conoce usted bien el tema, y le confieso —la domadora enarcó las cejas como si se hubiera estado preparando para disparar con ellas una flecha— que estoy sorprendida, puesto que… corríjame si me equivoco, pero… usted es finadita, ¿no?
—Sí, pero estoy cansada de ser discriminada por ello —Beth Pedragosa de Toulon levantó la voz hasta hacerla sacudir la copa de una secuoya a cuyo pie tenía la domadora su residencia—. ¡No podremos votar, pero tenemos derecho a circular a la par de cualquiera que tenga cualquier otro estado civil!
—Me malinterpreta usted, buena señora. —Melchora Gasparri entró a su choza y volvió a salir con un frasco de perfume de mujer, que obsequió a su interlocutora como indemnización por el mal rato que le había hecho padecer la última fase de su interlocución—. Lo que quise decir es que además de esa muerte esquelética que anda con la hoz, que no sé si fue la que le tocó a usted, hay…
—Ahora que lo dice —la interrumpió Beth—, esa no era nada esquelética. Recuerdo que cuando vino a por mí, la confundí con mi nodriza.
—Cada caso requiere de una muerte capaz de afrontarlo. No da el mismo trabajo una explosión súbita que una larga agonía por alguna enfermedad degenerativa… ¡Ah! —suspiró la domadora—, ¡si supiera qué es lo que me va a tocar a mí!
Ensimismada en la develación de esa incógnita, la domadora descuidó su trabajo con el látigo, y la criatura monstruosa la reventó de un seudopodazo. Y se disponía a asimilarla, cuando una parca con aspecto de activista ecologista que brotó de la nada se la arrebató. Los latiguitos de los niños redoblaron su ir y venir por los aires sibilantes.
Manos a la obra
Verónica Símil se arrellanó en el sillón de su habitáculo y, lapicera en mano y cuaderno en falda, se repitió lo que hacía días que se venía diciendo: «quiero ser escritora, quiero ser escritora». Decidió contar su propia historia, o sea, la de una mujer que, llegada a cierta edad y habiéndose destacado en múltiples esferas de la sociedad pero sin haber brillado en el firmamento literario, decide incursionar en las letras. Empezó a llenar con febril entusiasmo página tras página del cuaderno. La protagonista de su historia hacía lo mismo. «Qué placentero es esto», se decía Verónica, y su personaje lo repetía. Sin embargo, cuando éste finalizó su opera prima, Verónica debió continuar escribiendo, para contar lo que sucedería con esa obra. El personaje la llevaba a una importante casa editora, donde era recibido (por el director de la sección narrativa) primero con fría cautela, y luego, al leer las primeras páginas del manuscrito, con hurras, petardos y estentóreos vaticinios de éxito. Sin embargo, cuando, después de una noche durante la que no pudiendo pegar un ojo a causa de la ansiedad, se presentó Verónica en la casa editora, no fue recibida enseguida, ya que una recepcionista con cara de foca embalsamada la conminó a tomar asiento y aguardar. Otras personas, con carpetas, libros en ediciones caseras o soportes digitales, parecían estar a la espera de la formación de un agujerito en la puerta del éxito. Verónica, abriendo el cuaderno, se apresuró a intercalar en su relato los pormenores de ese episodio dilatorio. Pocas horas después estaba frente al director de la sección narrativa, que pasó revista al cuaderno, salteándose algunas páginas, leyendo detenidamente otras y ojeando otras más, y dijo, mirando a Verónica con una mezcla de admiración y pardaflorez[28]:
—No está mal, no está mal… pero esta parte… esta parte sí está mal. Eso no sucede así, y es necesario que usted lo modifique.
Con su dedo índice, que parecía el fósil del de una antigua mecanógrafa, señaló la página de los petardos y los estentóreos vaticinios de éxito.
Verónica se dio cuenta de que el director tenía razón. Fue a una papelería y compró un cuaderno más gordo que el que había venido usando, y trabajó toda la noche copiando ahí todo su relato, postergando la parte en que la protagonista era catapultada a la fama porque su primera visita a la editorial la obligaba a afrontar las deficiencias de su obra, y a hacerle importantes correcciones.
Se presentó al día siguiente de nuevo en la editorial. El director examinó el estado del trabajo y dijo:
—Bueno, falta la parte en que el de la editorial estudia las correcciones hechas por la autora, pero… si dejamos pasar esa omisión como una licencia literaria, creo que podremos llegar a un acuerdo. Pediré a mi secretaria que vaya preparando el contrato. Ya le avisaremos cuando deba venir a firmarlo; pero tenga en cuenta que, por normas de nuestra casa, el contrato es por dos libros, así que vaya pensando en el próximo.
Verónica se fue de allí rebosando de alegría y entusiasmo. Y no tardó en sentir que las musas inspiradoras hacían nacer en su espíritu el germen argumental de una segunda novela: la de una escritora que, a punto de lograr un acuerdo con una editorial, que dará a conocer al mundo su primera obra, se entera de que el contrato no se hace por un libro, sino por dos y, rebosante de alegría y entusiasmo, se pone nuevamente manos a la obra.
El aula
—Cuando Pompeyo De Armas —dijo el profesor Lontananza, y se aclaró la garganta en señal de que cuanto diría a continuación era de extrema importancia, pero uno de los alumnos de la primera fila lo interrumpió, preguntando con una vocecita de corneta infantil, bastante poco apropiada para la magnanimidad de las palabras que articuló:
—¿Y Sotomayor?
—Sí, caballero. Y Sotomayor —confirmó el profesor, y mientras tomaba mentalmente nota de premiar con buena nota la lucidez de ese alumno, retomó—: cuando Pompeyo De Armas y Sotomayor entró al supermercado, fue recibido con los máximos honores. El gerente de turno se apresuró a salir de su oficina y, prosternándose primero ante él, corrió luego a ocuparse personalmente de conseguirle el mejor carrito, encomendando a su mejor empleado la localización del mejor canasto, como para presentar a Pompeyo ambos adminículos y que él optara por el que mejor se adecuara a su necesidad…
El profesor se interrumpió porque estaba sonando el timbre del recreo. Pero los alumnos decidieron, en asamblea, renunciar a ese recreo para no diferir la adquisición del tan codiciado conocimiento que el profesor se había preparado para transmitirles.
—Estoy cansado —les dijo él— y necesito el recreo; ¿no podemos seguir en un rato?
Ninguno de los alumnos respondió. Era como si sus oídos no pudieran registrar nada que no siguiera el hilo de aquella lección.
—Bueno, habrá que seguir —dijo Lontananza derrotado—. Sotomayor eligió un canasto, porque no pensaba llevar mucha cosa.
—¿Estaba él en esa época sufriendo penurias económicas? —preguntó un alumno ansioso por extraer del profesor la mayor cantidad posible de datos sobre aquel episodio.
—No; o sí, pero eso no es relevante ahora. El caso es que Pompeyo —retomó— iba caminando distraídamente entre dos góndolas, cuando vio venir al perito Terracotti, que se había desempeñado durante cinco años como tenedor de libros de uno de los astilleros de Theodor Pérez.
—¿Y los dos se conocían? —preguntó otro alumno, no menos ansioso que su compañerito, y quizá un poco más avispado que él.
—No, no se conocían —contestó Lontananza, escribiendo en un rincón del pizarrón dos rápidos garabatos, que en su sistema taquigráfico personal tenían respectivamente los significados de instarse a recordar poner una buena calificación al alumno por la agudeza demostrada, y una mala por haberlo interrumpido—, pero se conocieron entonces, a partir de una observación hecha en voz alta por el perito Terracotti sobre las ventajas y desventajas que una marca de arvejas envasadas en latas con el sistema «abrefácil» tenían sobre otras de otra marca, envasadas en latas de conformación tradicional. Pompeyo tuvo en alta estima la opinión del perito, y eligió la lata tradicional (quería llevar arvejas para formar con ellas la guarnición que acompañara la carne con que se proponía almorzar ese día). Pero fue a buscar entonces, en la sección de utensilios de cocina, un abrelatas. Ante la duda de si el elegido tenía la calidad necesaria como para operar correctamente, se puso a abrir con él la lata allí mismo. La maniobra fue exitosa, y Pompeyo De Armas y Sotomayor quiso festejar eso vaciando parte del contenido de la lata en un cuenco formado por la mano con que no estaba sosteniéndola, y comió arvejas como quien come maní. El perito Terracotti, que había acompañado a Pompeyo con la intención de seguir asesorándolo, no aprobó este tipo de conducta, y se puso a vociferar clamando por un agente de seguridad. Acudieron varios al llamado, y también se apersonó el gerente, que modificó su actitud hacia Pompeyo. En vez de seguir reverenciándolo, ordenó a los guardias recluirlo en uno de los calabozos del supermercado, y llamó a un empleado para ordenarle recompensar al perito Terracotti permitiéndole llevarse gratuitamente todo lo que pudiera introducir en un carrito durante veinte segundos. Pero Pompeyo de Armas y Sotomayor no iba a dejarse capturar así como así. Poniendo el canasto como sombrero al gerente, empezó a vaciar la góndola de utensilios de cocina proyectando la mercadería en dirección a las caras de los guardias de seguridad. Dejó fuera de combate a varios de ellos y ganó tiempo como para llegar a la góndola de caviar importado, amenazando con tirar todo si no dejaban de importunarlo. «Lo tenemos rodeado», le dijo el gerente, «no tiene escapatoria; entréguese». Pero el gerente no contaba con que por casualidad se encontraba comprando allí también el señor Basilio De Armas Tomar, pupilo, aprendiz, confesor y dador (tenía su mismo tipo de sangre) de Pompeyo De Armas y Sotomayor. Armándose de una escoba, se puso alternativamente a vaciar góndolas y a jugar al billar con las cabezas de los guardias, al tiempo que instaba al resto de la clientela a llevarse gratuitamente lo que quisiera, disfrazando la voz de modo de parecer una promotora contratada por el supermercado para difundir esa supuesta franquicia. Pompeyo no se quedó atrás, y mientras lanzaba una lluvia de frascos de caviar contra sus perseguidores, pregonaba con voz cantarina «¡sí, señoras y señores, La Monopólica, su cadena de supermercados de confianza, regala todo, hasta agotar stock! ¡Aproveche, porque mañana suben los precios!». La gente, enloquecida, empezó a cosechar frenéticamente todo cuanto tenía a mano. El perito Terracotti, viendo que lo que le había ofrecido el gerente era insignificante al lado de las nuevas posibilidades que se abrían, se cambió de bando y empezó también a acaparar artículos a diestra y siniestra, pero el gerente se le colgó del cuello y lo embadurnó con harina de una bolsa rota, vaciándole encima una botella de limpiador cremoso. Basilio De Armas Tomar, por su parte, se había pertrechado con…
—Perdone, profesor —lo interrumpió el alumno que tenía voz de cornetita—, pero no entiendo una cosa: ¿cómo puede ser que si, como usted dice, Basilio De Armas Tomar era pupilo de Sotomayor, y por lo tanto es presumible que viviera con él, no lo mencionara usted antes en este curso, durante el cual se refirió a tantos aspectos de la vida pública y privada del prohombre que es nuestro objeto de estudio?
—Bueno… —El profesor Lontananza se sentó y respiró hondamente— fue por… modestia.
—¿Cómo es eso? ¡Explíquese! —Lo instaron dos alumnitas cuyos cuadernos estaban engalanados con calcomanías representativas de Micer Lelo y de Tula Mongapietra de Tumbé.
—Es que antes de empezar a dar clases aquí bajo el nombre de profesor Lontananza —dijo él, mirando por la ventana hacia el cielo remoto—, yo no era otro que ese tal Basilio De Armas Tomar.
Y abriendo un cajón de su escritorio, empezó a partir en trozos su reserva de tizas y a lanzarlos con insospechada velocidad y puntería hacia el alumnado, al grito de «¡vamo arriba Pompeyo, que no ni no!».