SE LLAMABA MOLINA
A Eulalia y Dámaso Alonso
HAY AÑOS QUE SE JUNTAN EN CIELOS SIMULTÁNEOS,
y entonces acontece lo imprevisto
pues se pueden vivir al mismo tiempo sucesos que no tienen la menor relación,
llagas que a veces se transmiten,
amores entre huesos paralelos,
hijos que no has tenido y otras temeridades.
Hay una aurora boreal que sólo puede verse una vez en la vida,
no siempre la hemos visto cuando llega a nosotros,
sin embargo te ayuda,
sentimos su alegría como una luz que no te puede despertar,
ilumina tu esqueleto imprevisto,
y entonces ¡ay! entonces,
hay ojos que recuerdan lo que otros ojos vieron,
bocas que estando solas se han sentido besadas,
y aun aquellos amantes que no se amaron nunca
pueden sentir de tal manera su reciprocidad
que sus cuerpos se acuñan uno en otro como el haz y el envés de una moneda.
Los besos venideros y los besos que diste se juntan de repente sobre un labio,
y todo se hace mutuo cuando llega esa aurora,
solo es preciso verla, pero nadie la ve,
hay que haberla esperado durante mucho tiempo y el corazón entonces se vive de repente,
y en su abrazo de sílabas contadas
funde el presente y el pasado vivo:
nudos, números,
muertes que ya tuvimos y hermandades,
dolores con su propia plusvalía,
castraciones,
discursos.
Hasta mañana, amor, hasta mañana;
tengo algo que decirte:
mientras existas todo es mío.
AHORA TENGO UN RECUERDO QUE ME PUEDE SERVIR PARA IDENTIFICARME.
Hace ya muchos años había un hombre;
se llamaba Molina,
nació en Extremadura y había vivido andando.
Era lo que se llama un pordiosero,
un mendigo de pronto que andaba por la tierra
como una astilla vagabunda, alguna vez he visto
la circunvalación del mundo en su manera de estrecharme la mano.
Tenía los ojos negros, nictálopes y averiguados,
con una nube alternativa que cubría su mitad inferior, de manera excrecente,
con aquella pululación de carne blanquecina y rosada
que era el arranque de la noche.
Miraba recogiendo la vista desde atrás,
—no podía hacerlo de otro modo
tal vez distante, atento y frío
igual que si estuviera cambiándote un billete con los ojos,
y el cambio no le interesara.
Las manos grandes y apercibidas,
los movimientos enterizos,
el cuerpo súbito y tan brusco que el traje apenas lo ocultaba,
y un rostro atestiguado, coherente, lleno de sobriedad,
sin gesto alguno que lo disminuyera,
ni un asomo de júbilo,
ni ese garrapateo que dan los cambios de expresión
en la boca silente y regularizada.
Era experimentado, terne y sabidor,
fumaba como un indio
—parecía distenderse fumando—,
le gustaba probarse mis trajes pero nunca aceptó que le diera ninguno,
tenía un gran atractivo general,
un talante de tierra fronteriza
y ese color moreno que en algunas personas es igual que una huella.
Cuando me tomó ley
me contaba su vida de mendigo testamentario en diversos países,
había vivido siempre como externo,
sin apagones afectivos,
sin sedimentación,
nunca durmió a cubierto en treinta años:
—¡Qué me dice!
Las mujeres me han refrescado el cuerpo alguna vez y son como la lluvia,
pero nadie se queda con el agua en el cuerpo,
yo duermo poco y solo mirando las estrellas,
paso por pueblos en donde nadie me conoce,
pido trabajo cuando lo necesito y nada más,
ya sabes que el trabajo te clava en un lugar y yo no quiero
convertirme en espina,
lo que me gusta es alejarme,
alejarme de todo y andar, andar, andar,
sólo estando de pie me siento hombre,
pisar la tierra es un orgasmo—.
LE CONOCÍ UNA TARDE ENTERRADORA DEL VERANO ANDALUZ
en que dormía de pie
y arrebujándose en la sombra del zaguán de mi casa;
me extrañó su postura tal vez un poco demasiado incrédula,
y me acerqué al rincón donde dormía;
sintió mi paso y despertó al momento,
con la cabeza atenta,
tenso, ciego e inquisidor.
—Venga conmigo, entre —le dije aligerando las palabras,
y entonces comprendí que el silencio llega a ser un esfuerzo,
pues, sin pregunta ni respuesta,
pasó conmigo al cenador donde me fui sintiendo incómodo,
hasta que comprendí que estábamos viviendo anticipados,
y sólo era preciso para empezar que calláramos juntos.
Así callé con él durante varias horas
y así pasaron varios días
hasta que fue conmigo a un oculista que le operó de cataratas,
no demasiado bien.
Conviene que sepáis que Molina llevaba todas las cosas, hasta el dolor, de una manera displicente,
ya que la dignidad sostiene más que la resignación
y él al callar se endurecía.
A partir de la operación vino todas las tardes,
casi un mes,
y se quedaba en el zaguán sin llamar,
durante el tiempo que fuera necesario
hasta que alguno de nosotros,
—nosotros éramos Esperanza, Gerardo y yo—
bajaba para darle compañía.
De momento no pudo proseguir sus aventuras
pues después de operado se encontraba peor
—le manaban los ojos con un flujo continuo
como si se estuviera desecando—
y mi hermano Gerardo se encargó de la cura.
Los ojos de algodón, la suciedad y los impedimentos naturales,
el desamparo aquél de quedarse en el patio sin vivir ni morir,
mientras que le lavábamos los ojos con manzanilla recién hecha,
lentitud,
y esa fraternidad tiritando por alguien que Gerardo tenía.
En cuanto mejoró no volvimos a verle;
se fue sin despedirse;
todo lo había vivido de una manera póstuma;
nosotros no pudimos olvidarle.
LA MEMORIA UNIFICA LOS MUERTOS Y LOS VIVOS,
las distintas ciudades donde ha estribado este recuerdo,
la edad que se va haciendo disuasoria,
y esta continua dislaceración
del tiempo irrestañable y el cuerpo dirimente.
Hasta mañana, amor, hasta mañana.
Pero debo decirte,
antes de que se pierda nuestra conciencia simultanea,
que nunca quise convertir la tristeza en resignación;
hubiera sido un modo estúpido de perderme y además endeudarme.
Hasta mañana, amor, hasta mañana.
Y por última vez,
si es que existe algo último que se pueda vivir,
quiero que hagamos nuestra la lección de Molina,
la lección que consiste en no mirar atrás para no gangrenarse en el recuerdo,
y antes que nada,
amiga mía,
ese modo de vivir desclavándose
de quien pierde un amor sin sentirse desheredado,
de quien lo pierde todo sin angustia,
simplemente
porque lo fue dejando atrás.
Hasta mañana, amor, hasta mañana.
27 de agosto de 1977