CAPÍTULO 4

LA luz del mediodía empezaba a declinar cuando los cuatro jóvenes tomaron posiciones junto a la entrada del caserío. Habían sacado el coche del jardín y esperaban la señal de David para comenzar el rodaje. Esta llegó tras comprobar por enésima vez el encuadre, la luz y la actitud de sus actores. Entonces David, convertido en doctor en parapsicología, corrió para situarse junto a Diego, redactor de una importante revista científica, y junto a Paula, conocida médium sensitiva.

—¡Acción!

Filmaron la llegada de los investigadores a la casa, la primera reunión en el salón principal y los preparativos para la sesión de espiritismo que los tres protagonistas planeaban llevar a cabo a continuación. Esa iba a ser la siguiente escena. Paula se estaba cambiando de ropa mientras David y Diego ultimaban sin hablarse el maniquí que haría las veces de espectro en la primera aparición de Lorena. De pronto, Nico entró en la habitación cargando la cámara y unos rollos de cable al hombro.

—Chicos, se acabó por hoy —dijo.

David dejó a Diego vistiendo al muñeco y se dirigió hacia Nico consultando su reloj.

—¿Por qué has recogido todo?

—Asómate afuera, Sam Raimi —respondió dejando los trastos en el suelo—. Está empezando a llover.

David salió hasta las escaleras del porche, pero no porque desconfiase de la información de Nico, sino porque no podía creer la mala suerte que habían tenido. Esa llovizna acababa de arruinar las últimas tomas de la tarde.

—La madre que...

Paula se asomó a su lado.

—Bueno, tal vez escampe pronto.

Un relámpago azul azotó el cielo y entonces empezó a llover de verdad.

—Bien, y ahora qué hacemos —preguntó Diego.

La tromba de agua arrancó dispuesta a barrer el jardín de hojas secas y ramas caídas.

—Me parece que el corto termina aquí —sentenció David—. Intentemos llegar al coche.

El sufrido Clío esaba esperándoloes al otro lado de la verja de la entrada, cuarenta metros al final de un sendero completamente embarrado.

—Debes de estar bromeando —intervino Nico—. No podemos mojar el equipo.

—Tienes razón —respondió David—, iré yo y traeré el coche lo más cerca que pueda de la puerta.

Paula empezó a ponerse la chaqueta y se caló la capucha.

—Te acompaño.

Aún sin la conformidad de David, los dos echaron a correr hacia la verja de entrada. La tormenta había arreciado. Era imposible ver dónde pisaban. Desde la puerta Nico y Diego loes perdieron de vista cuando apenas habían recorrido unos pocos metros. Aunque escuchaban las maldiciones de Paula y las arengas de David, la tempestad parecía haberlos engullido.

En el corazón del diluvio, Paula sujetaba la mano de David intentando no perderle. Tenía la sensación de que cada vez estaban más lejos del coche. Sin embargo, de pronto escuchó el golpe de la mano de David contra la carrocería. El tintineo metálico de las llaves quedó apagado por el repicar del agua sobre el techo.

—¡Vamos, entra! —gritó David.

Paula le hizo caso y abrió rápidamente la puerta del copiloto para sentarse a su lado.

El chico introdujo la llave en el contacto y accionó el mecanismo de arranque, pero el motor apenas exhaló un débil quejido afónico. David lo intentó varias veces más, aunque fue inútil. Aquellos circuitos estaban muertos.

—¿Qué pasa? —preguntó Paula.

—Pues que no arranca, ¿no lo ves?

—Oye, no hace falta que te pongas borde conmigo.

David maldijo en voz baja y empezó a salir del coche.

—No es eso...

Antes de que Paula pudiera interpretar sus gruñidos, David había desaparecido en la tormenta, así que salió del coche detrás de él. Lo encontró junto al capó del Clío con las manos en la cabeza, pero no para protegerse de la lluvia, sino como parte de una expresión de desconcierto que, por alguna razón, le transmitió un escalofrío.

—¿Qué... qué le pasa al coche?

David señaló con la mano hacia el interior del capó. Alguien lo había abierto y llenado de piedras y hojas, y una roca que no hubiera podido levantar él solo descansaba incrustada sobre el amasijo deforme en que se había convertido el motor. Si en el rostro de Paula se reflejaba una mezcla de confusión e incredulidad, en el de David solo se podía percibir el pánico. Aquella piedra no había llegado allí sola.

—¡¡¡Corre, Paula!!!

Regresaron al caserón empapado. Diego y Nico loes esperaban en la entrada.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el coche? —preguntó el técnico.

Paula entró a trompicones en el recibidor; su pelo y las mangas de su sudadera estaban chorreando. David la seguía de cerca, encogido, como si escondiendo la cabeza entre los hombros pudiera evitar el chaparrón.

—¡Alguien lo ha saboteado! —gritó ella.

El zumbido sonó fugaz como un latigazo, pero pesado, igual que un yunque que cae desde cierta altura. Un segundo después, David se desplomó entre Nico y Paula. Tenía la hoja de un hacha incrustada en el cráneo. De pronto, cuando los gritos de los tres todavía no habían cesado, alguien cerró las puertas de la casona y las atrancó desde fuera con la cadena.

Una sombra pasó en ese momento por delante de una de las ventanas. Y entonces, en alguna otra habitación, estalló un ruido de cristales rotos.

—¡Está dentro! —gritó Diego.

Nico se abalanzó contra la puerta y trató de forzar los tablones. Sin embargo, de algún modo habían conseguido utilizar la cadena rota para afirmarlos. Entendieron que por ahí no podrían salir y decidieron buscar otra vía, dieron media vuelta y encontraron la figura de un tipo enorme a su lado. Fuerte, rudo, se agachó junto al cuerpo de David para recuperar su hacha. El metal se separó de la cabeza del chico emitiendo un sonido pastoso. A continuación, el hombre se incorporó y sopesó el arma entre sus manos, después levantó la mirada hacia los tres jóvenes, atrapados entre esta y la puerta, y les dedicó una sonrisa.

Con la facilidad de un ligero puñal el hacha dibujó un arco a la altura de sus cinturas. Diego y Paula consiguieron saltar, pero Nico recibió el impacto en pleno abdomen. La mitad superior de su cuerpo quedó literalmente colgando, mientras se doblaba hacia delante vomitando sangre. La chica acertó a escabullirse entre los brazos del hombre y salió disparada escaleras arriba, incapaz de oír los gritos de Diego, que había esquivado un segundo ataque y corría hacia la ventana rota que el asesino había utilizado para entrar.

Los tramos de escalones se le hacían cortos e inútiles; aun desde ahí sentía los pasos de aquel hombre retumbar en sus oídos. Siguió subiendo cuanto pudo y en la oscuridad del tercer piso se encogió como un ratón agazapado. No podía dejar de llorar. Entonces escuchó unas tímidas pisadas y tuvo que levantar los ojos del suelo. Al hacerlo descubrió a una niña que la observaba desde la ventana con la cara vacía y el cuerpo desnudo. Fue como si la oscuridad de sus cuencas la engullera.

Paula gritó y se levantó de un salto, aunque para entonces la aparición ya se había disipado. Corrió hacia uno de los ventanales y trató de separar ambas hojas, pero fue inútil. Escuchó los gritos de Diego y le recordaron los chillidos de los animales en un matadero. Mucho más abajo, en la maraña del jardín, su exnovio corría en dirección al coche con un tremendo óvalo de sangre empapando su espalda. Cuando la figura de aquel hombre apareció caminando sin prisa hacia él, Paula no pudo más que contener la respiración. El hacha silbó en el aire y cercenó de un tajo la pierna izquierda de Diego. El chico cayó al suelo con el muslo convertido en una bolsa sanguinolenta y palpitante. Los alaridos de Paula alertaron al asesino y sus golpes en la ventana le indicaron dónde encontrarla.

Él subía y ella bajaba. En el rellano del segundo piso la hoja del hacha y la cabeza de Paula estuvieron a punto de encontrarse. La joven, sin saber cómo, se vio de espaldas a él, corriendo por un oscuro pasillo que la conduciría al otro lado de la casa. Al final del corredor su cuerpo encontró una puerta cerrada, sin embargo el propio choque contribuyó a vencer la carcomida cerradura. El frío de la noche sacudió a Paula en el rostro. La lluvia incesante y un viento helado disimulaban el recorrido de un callejón que de una manera similar a un foso parecía rodear la casa y se internaba en una zona del jardín lindante con el bosque. La oscuridad y la vegetación se cernieron sobre ella.

Jamás olvidaría el ruido de aquellas pisadas, el temblor que experimentó bajo sus pies cuando el leñador saltó desde la ventana al foso detrás de ella. Mientras brincaba y aceleraba el paso entre gritos ahogados, supo que, en realidad, no le quedaba demasiado tiempo para recordarlo. El pánico guiaba sus pies, haciéndola rebotar de un lado a otro del murete de ladrillo. Corría casi a ciegas, aturullada entre la lluvia, las lágrimas y los rizos que se le pegaban a la cara. Las manos por delante, los ojos buscando constantemente aquella sombra que poco a poco, sin prisa, le iba dando alcance. Hasta que vio la puerta de aluminio verde.

Pero estaba cerrada.

* * *

El cuerpo de la chica no pesaba demasiado. Los otros dos ya estaban apilados en la entrada cuando llegó con ella a cuestas. Sin embargo, en mitad del jardín debía haber un cuarto cadáver. Cuando dejó a Paula y se acercó al charco de sangre solo encontró un pedazo de pierna. Un débil reguero rojo se perdía más allá de la verja de la entrada y desaparecía ladera abajo.