VIII

El gran reloj del Cabildo marca las diez de la mañana. Guillermo Brown cruza la plaza de la Victoria apoyándose en su bastón. Algunos durazneros florecen bajo el sol de septiembre. Los carros se desplazan con pereza, regocijados con la caricia de la luz. Brown mira hacia abajo, pensativo. Le preocupa la lenta reparación de las naves y la increíble morosidad en el pago a los hombres de su escuadra. Le consta cuán vacías están las arcas, pero más vacíos están los hogares de quienes murieron, quedaron inválidos o simplemente lucharon para salvar el país.

El sol calienta la nuca, reverbera sobre su cabellera dorada, se extiende sobre su espalda recta. Un saludo en inglés, susurrado, casi evasivo, lo arranca de la cavilación. Es Guillermo Pío White. El almirante lo detiene. White hesita, carraspea, ha recibido a varios marinos que Brown le manda para cobrar. Se estira los puños de, encaje, no puede sostener la mirada de su ex socio. Con leal desprendimiento invirtió sus bienes en la construcción de la escuadra y, a pesar de su astucia financiera, no consigue cumplir con las obligaciones contraídas; no tiene la culpa por la dilación en los pagos.

Brown le replica con dureza: no es justo hacer esperar a quienes más se han sacrificado.

White está de acuerdo, pero aún no dispone de fondos, la escuadra será su ruina.

—No me interesa su ruina, sino mis hombres.

White no tolera el tono seco y belicoso del almirante; el corazón le late en la garganta, ojalá que se vaya. Pero no se va, continúa reprobándole con los ojos, con los puños apretados, con los labios trémulos:

—Usted es indigno de la confianza que le brindó el Gobierno.

—¡Cállese! —grita el norteamericano.

—¡Pícaro! ¡Ladrón! —responde el almirante con la cara enrojecida.

White se descontrola y le asesta una bofetada en pleno rostro. La gente que se estaba aglomerando al oír la estentórea discusión, queda atónita. El armador huye al instante, perseguido a zancadas por Brown, cuya pierna fracturada le impide correr. Se refugia en un almacén y busca un arma para defenderse del bastón que agita el marino; sólo encuentra un largo palo con un plumero atado en la punta, que asoma por la reja. La afrenta es mayúscula. El almirante recapacita y se abstiene de ingresar donde su agresor. Se arregla la ancha corbata, alisa el cabello y, retornando su hidalga apostura, camina lentamente hacia la calle Reconquista, donde visitará a un amigo.

Guillermo Pío White es arrestado y confinado en la goleta Santa Cruz. El incidente mortifica a Brown. Pero como tiene noción de las proporciones, le dice al Director Supremo que, siendo su «empleo de autoridad y jurisdicción firme, estaba facultado para refrenar y escarmentar a un delincuente que los ultrajaba (…). Para que se vea que no es de mi interés, sino únicamente de mi honor y el de todas las autoridades castigar este atentado, me desprendo de la causa y reo, y todo lo pongo a disposición de V.E. Si es de su Supremo agrado que se lo ponga en libertad, como me dice el señor secretario de Guerra, creo que debo obedecer, pero también puedo suplicar que continúe en prisión hasta que V.E. determine la satisfacción que el delincuente deba darme». Termina la carta aclarando que no se vea su pedido como «intento de faltar a la subordinación y obediencia a que estoy obligado».

Pronto Guillermo Brown romperá esta obediencia en un acto pleno de temeridad que le ocasionará disgustos muchísimo más graves que el incidente con el atribulado armador.