Capítulo 5

A pesar de que Isserley se había hecho el firme propósito de estar durmiendo tranquilamente cuando llegase la nave, a media noche seguía tumbada en la cama en medio de la oscuridad, atenta a su llegada.

No era que hubiese cambiado de actitud. Era la angustia lo que la mantenía despierta, la angustia de que la pudieran sacar de la cama los hombres, o, peor aún, el propio Amlis Vess.

Lo que más la preocupaba era no oírles llamar a la puerta y seguir durmiendo a pesar del ruido. Porque entonces entrarían por las buenas, subirían hasta su dormitorio y podrían echarle un buen vistazo a aquella criatura monstruosa y desnuda, a aquella mujer semejante a una gárgola que roncaba en su camastro. Al fin y al cabo, Ensel no era más que escoria destinada a los Estados Nuevos. Su idea de lo que era la intimidad no coincidía en lo más mínimo con la que tenía ella. Y, además, le había parecido que no la había oído bien cuando le dijo que no quería que la molestasen; no tardaría mucho en olvidarlo. ¡Con lo que le gustaría ver lo que le habían hecho los cirujanos por debajo de la cintura! Bueno, pues trataría de no darle aquella satisfacción.

Las horas iban pasando, los ojos se le habían hinchado y la arenilla imaginaria que provoca el insomnio hacía que le picaran. Cambió de postura moviéndose lentamente sobre el viejo colchón sucio y siguió a la escucha.

Poco antes de las dos de la madrugada aterrizó la nave; hizo tan poco ruido, que su llegada casi no se pudo distinguir del murmullo de las olas en el estuario de Moray. Pero Isserley supo que había llegado. Todos los meses llegaba a la misma hora, y ya estaba familiarizada con su olor, con los crujidos amortiguados de su aterrizaje y con el susurro metálico que acompañaba su entrada en la construcción más grande de la granja.

Siguió tumbada, despierta, esperando a que las nubes se disiparan y dejasen ver la luna, esperando a ver si los hombres o Amlis Vess se atrevían, a ver si tenían la osadía. Se imaginó a Amlis Vess diciendo: «Bueno, pues vamos a ver a la tal Isserley», y a los hombres saliendo a toda prisa a buscarla. «¡Que os jodan!», les gritaría.

Siguió despierta, tumbada en la cama, una hora más o menos, hecha un ovillo y con el «¡Que os jodan!» preparado en la punta de la lengua. El tembloroso resplandor de la luna se adentraba vacilante en el dormitorio, dibujaba una línea espectral alrededor de los escasos objetos que allí había y se detenía muy cerca de la cama. Fuera, una lechuza escandalosa empezó con su despliegue de lamentos y alaridos. Era un ave nada más, quieta e impávida, pero parecía una horda de criaturas de gran tamaño, aterradas y agonizantes.

Con aquella serenata, Isserley se quedó dormida.

Le pareció que sólo llevaba durmiendo unos minutos cuando se sobresaltó al oír unos golpes apremiantes en la puerta delantera de su casa.

Se incorporó en la cama presa del pánico, con la arrugada sábana apretada contra los pechos y las piernas muy juntas. Seguían llamando, y los golpes retumbaban entre los árboles desnudos como si fuesen docenas de llamadas fantasmales a las puertas de docenas de casas fantasmales.

Su dormitorio seguía con la puerta bien cerrada, pero a través de la ventana pudo ver que la oscuridad del mundo exterior empezaba a adquirir el tinte azulado previo al amanecer. Echó una mirada al reloj de la repisa de la chimenea: eran las cinco y media.

Se envolvió en la sábana y salió corriendo hasta el descansillo de la escalera, en el que había un ventanuco con cuatro cuarterones. Descorrió el pestillo, asomó la cabeza en medio de la noche y miró hacia abajo.

Aporreando enérgicamente la puerta delantera de la casa estaba Esswis, con su mejor atuendo de granjero, además de una gorra de cazador y una escopeta. Tenía un aspecto ridículo y a la vez aterrador, por el tinte lívido que le daba la luz de los faros delanteros del Land Rover, aparcado muy cerca.

—¡Deja de aporrear la puerta, Esswis! —dijo Isserley medio histérica, y luego añadió, en tono amenazador—: ¿Es que no podéis entender que no tengo ningún interés en ver a Amlis Vess?

Esswis dio unos pasos hacia atrás alejándose de la puerta y levantó el rostro para poder verla.

—Me parece muy bien —contestó con brusquedad—, pero será mejor que te pongas la ropa y salgas.

Se ajustó la bandolera de la escopeta, como para demostrar que tenía autorización para disparar contra ella en el caso de que se negara.

—Ya te he dicho… —empezó a decir Isserley.

—Olvida a Amlis Vess —dijo Esswis levantando la voz—. Eso puede esperar, pero hay cuatro vodsels que se han escapado.

Isserley, aún somnolienta, no entendió bien.

—¿Escapado? —repitió—. ¿Qué quieres decir con eso de que se han escapado?

Esswis, irritado, hizo un gesto con los brazos que abarcaba la Granja Ablach y todos los alrededores.

—¿Tú qué crees que quiero decir? —exclamó.

La cabeza de Isserley desapareció bruscamente del hueco de la ventana. Dando traspiés volvió a su dormitorio para vestirse. No empezó a caer en la cuenta de todas las implicaciones del hecho que acababa de anunciarle Esswis hasta el momento en que se puso a luchar para que los pies le entraran en los zapatos.

En menos de un minuto ya caminaba junto a Esswis hacia el coche por el suelo cubierto de escarcha. Él se sentó en el asiento del conductor y ella se colocó, de un brinco, en el del acompañante y cerró la puerta de un portazo. El coche estaba más frío que un témpano y el parabrisas tenía una capa opalescente de barrillo y escarcha. Sudorosa todavía por el calor de su metabolismo nocturno, bajó la ventanilla, sacó un brazo y lo dejó apoyado en el lateral helado del coche, dispuesta a escudriñar la oscuridad.

—¿Y cómo han conseguido escapar? —preguntó mientras Esswis apretaba el acelerador.

—Nuestro distinguido visitante los ha soltado —gruñó Esswis al mismo tiempo que el coche se ponía en marcha haciendo crujir la nieve y la gravilla.

A Isserley le parecía raro, y hasta le daba miedo, ir sentada en el asiento del acompañante. Se puso a buscar a tientas por las hendiduras de la tapicería, pero, si el vehículo de Esswis tenía cinturones de seguridad, debían de estar bien escondidos. Pronto dejó de buscarlos, pues había grasa y porquería por todas partes.

Cuando llegaron a una zona plagada de baches, cercana al antiguo establo, Esswis no hizo el menor intento por evitarlos. La columna vertebral de Isserley sufrió varias sacudidas, como si unos agresores furiosos le estuvieran dando patadas a través del asiento; miró de reojo a Esswis preguntándose cómo podía soportar aquel castigo. Era obvio que no había aprendido a conducir como había hecho ella, dando vueltas y más vueltas por la granja a veinte kilómetros por hora. Iba inclinado sobre el volante, mostrando los dientes, y, a pesar de lo peligroso que era el terreno, de la oscuridad y de que el parabrisas estaba casi empañado, la aguja del velocímetro marcaba entre cincuenta y sesenta. De pronto Isserley notó que las ramas y las hojas le golpeaban el hombro, así que metió el brazo dentro.

—¿Y por qué no lo detuvo alguien? —preguntó alzando la voz sobre el ruido del motor. Se imaginaba a Amlis Vess, la mar de ceremonioso, concediendo la libertad a los vodsels mientras los hombres aplaudían nerviosos a su lado.

—Lo llevamos a hacer un recorrido por las instalaciones —gruñó Esswis—. Pareció impresionado. Luego dijo que estaba cansado y se iba a dormir un poco. Nadie sabe qué pasó después, pero la puerta del edificio principal estaba abierta y cuatro vodsels habían desaparecido.

El coche salió por la puerta de acceso a la granja y giró inmediatamente a la izquierda para meterse en la carretera sin aminorar en absoluto la velocidad. Era como si los intermitentes y el freno fuesen mecanismos desconocidos para Esswis. Menos mal que la caja de cambios era automática.

—Conduce por la izquierda, Esswis —le recordó Isserley mientras iban lanzados a través de la oscuridad.

—Tú mira a ver si ves a los vodsels —contestó él.

Isserley tragó saliva para aguantar el contraataque y se puso a escudriñar los prados y la maleza, tratando de vislumbrar algún animal de color rosado y sin pelo.

—¿En qué fase se encuentran los que estamos buscando? —preguntó.

—Son unimesinos —respondió Esswis—. Ya estaban casi a punto. Iban a ir en este cargamento.

—¡Oh, no! —dijo Isserley. La simple idea de que un vodsel químicamente depurado, con los intestinos modificados, engordado, castrado y afeitado se presentase en una comisaría de policía o en un hospital era como una pesadilla.

Embargados por la preocupación fueron bordeando todo el terreno de la granja que no lindaba con el mar y que era como un enorme trozo de tarta de unos cuatro kilómetros de perímetro. No vieron nada raro. La carretera y los dos caminitos de entrada y salida a Ablach estaban desiertos, o, por lo menos, no había en ellos ningún animal de mayor tamaño que los conejos y los gatos salvajes, lo cual significaba una de dos: o que los vodsels habían logrado escapar o que todavía se hallaban en algún punto dentro de la granja.

Lo más probable es que se hubieran escondido en las cuadras, en el establo o en el viejo granero, que estaban en ruinas. Esswis fue recorriendo todos aquellos lugares, uno tras otro, dirigiendo la luz de los potentes faros delanteros del Land Rover a las oscuras y sucias oquedades y a los espacios en los que resonaba el eco, confiando en descubrir allí dentro cuatro vodsels lívidos. Pero en las cuadras sólo había un vacío sobrecogedor y en el suelo no se veían más que restos del agua de la lluvia y de excrementos de vacas de hacía mucho tiempo. En el establo tampoco había nada extraño. Todo lo que contenía eran objetos inanimados. Amontonadas contra la pared del fondo había varias piezas de los coches anteriores de Isserley, como las puertas del Lada o el chasis y las ruedas del Nissan. La mayor parte del espacio restante lo ocupaba una máquina híbrida que Ensel había tratado de construir mezclando una cosechadora de heno Fahr Centipede y una carretilla elevadora Ripovator. Cuando Esswis la arrastró y la sacó fuera del edificio, aquel amasijo con apéndices soldados adquirió un aire entre cómico y grotesco; en la penumbra del establo las garras oxidadas y las púas relucientes parecían mucho más siniestras. Isserley escudriñó a fondo el interior de la cabina llena de grasa y de salpicaduras del soplete para estar segura de que allí dentro no había ningún vodsel.

El viejo granero era un lugar laberíntico, plagado de rincones y compartimientos en los que poder ocultarse, pero acceder a todos aquellos recovecos era algo reservado a criaturas que pudieran volar, saltar o trepar por escaleras. Los vodsels unimesinos, con sus doscientos cincuenta kilos de carne dura y consistente, no eran tan ágiles. Así que, si no estaban en el suelo, era que no estaban allí. No estaban allí.

Al volver al edificio principal, Esswis frenó en seco, salió del coche empujando la puerta con el codo y cogió la escopeta. Isserley y él no necesitaban hablar para saber adónde dirigirse a continuación. Subieron unos escalones que permitían pasar por encima de la cerca y empezaron a caminar a grandes zancadas entre los rastrojos congelados de un prado que iba a dar al bosque de Carboll.

Esswis alargó la mano y le dio a Isserley una linterna del tamaño de un termo. Mientras se dirigían a toda prisa hacia los árboles, enfocó el haz de luz a un lado y a otro por los prados.

—Una nevada nos hubiera venido bien —dijo jadeando al no descubrir ninguna huella en la oscura extensión de terreno lleno de barro y de restos de la siega.

—A ver si hay sangre —dijo Esswis en tono irritado—. Es roja —le aclaró, como si ella no fuese capaz de reconocerla sin aquella explicación adicional.

Isserley siguió caminando a su lado en silencio, sintiéndose humillada. ¿Acaso creía que iba a haber un ancho reguero de reluciente color carmesí brillando a lo largo de hectáreas y hectáreas de campo? El que estuviese representando el papel de granjero y propietario de tierras no quería decir que supiera más que ella. ¡Hombres! La mayoría no eran más que unos héroes de salón, mientras que a las mujeres siempre les tocaba hacer el trabajo sucio.

Por fin llegaron al bosque e Isserley fue enfocando de un lado a otro con la linterna para iluminar el denso abigarramiento de los árboles. La simple idea de encontrarlos iluminando una zona más o menos amplia de penumbra arbórea con un rayito de luz generado por una pila parecía imposible.

Sin embargo, antes de que hubiera transcurrido mucho rato, Isserley vio un reflejo de color rosa que se movía con rapidez entre las oscuras ramas.

—¡Allí! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó Esswis bizqueando de un modo grotesco.

—Confía en mí —dijo Isserley, encantada ante la deliciosa evidencia de que él tenía menos agudeza visual que ella.

Los dos, con Isserley a la cabeza, echaron a correr a través de los matorrales. Al cabo de unos instantes oyeron roturas y crujidos de helechos no ocasionados por ellos, y, un segundo más tarde, tenían a uno de aquellos seres ante la vista. Sus miradas se encontraron en medio del bosque: cuatro ojos grandes y humanos y dos ojillos pequeños y bestiales.

—Sólo uno, ¿eh? —dijo Esswis con una mueca que enmascaró con un gesto de decepción el alivio de haberlo encontrado.

Isserley respiraba pesadamente tratando de recobrar el aliento y sentía que el corazón le golpeaba el pecho. Le hubiera gustado que allí hubiese una palanca de icpathua que brotara del suelo como un arbolito para poder accionarla y que las agujas saltaran desde debajo de la tierra. De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de qué esperaba Esswis que hiciera.

El vodsel, tras efectuar algunos movimientos torpes, se había quedado quieto y encogido de miedo bajo la luz de la linterna. Estaba desnudo y medio aletargado. Como jadeaba, tenía la cabeza rodeada de remolinos de vaho brillante. Al haber abandonado el calor del corral, ya no era capaz de enfrentarse a las condiciones del exterior; sangraba por los cientos de arañazos que se había hecho y tenía ese color amoratado que produce el frío intenso. Tenía el mismo aspecto que todos los unimesinos: una cabeza calva asentada como el brote de una flor sobre un cuerpo desproporcionadamente grande. El escroto vacío le colgaba como una pálida hoja de roble bajo la oscura bellota del pene. Entre las piernas le caía un chorrito de excrementos oscuros, diarreicos, que formaba un charco en el suelo. Lanzaba sacudidas al aire con los puños y abría la boca dejando ver que le habían arrancado los dientes y le habían cortado la lengua.

Soltaba una especie de gemido gutural.

Esswis le disparó en la frente. Al caer hacía atrás rebotó contra el tronco de un árbol. En las inmediaciones se produjo un alboroto estridente que los hizo sobresaltarse: un par de faisanes que habían salido de su escondrijo.

—Bueno, uno que ha caído —musitó Esswis mientras se dirigía hacia él.

Isserley le ayudó a levantar el cadáver del suelo. Nada más agarrarlo por los tobillos sintió las manos pegajosas a causa de la sangre, y se le llenaron de minúsculos fragmentos de carne medio congelada. Amlis Vess no le había hecho ningún favor a aquel pobre animal dejándolo suelto.

Mientras se preparaban para cargar con el cadáver, tratando de ver cómo distribuirse el peso para poder manejarlo, Esswis e Isserley llegaron a la misma conclusión. Una leve claridad empezaba a ascender por la línea del horizonte y se mezclaba con el color cianótico del cielo. El tiempo se les estaba echando encima.

Escondieron el cadáver bajo unos arbustos para ocuparse de él más tarde y cruzaron a todo correr los prados en dirección adonde habían dejado el Land Rover. Casi sin esperar a que Isserley se sentara a su lado, Esswis puso el coche en marcha y arrancó haciendo un ruido espantoso y dejando atrás un pestilente olor a gasolina. Salió apretando el acelerador a fondo y con gesto de contrariedad porque el motor no respondía; poco después, se dio cuenta de que no había quitado el freno de mano.

Rodearon de nuevo la Granja Ablach y volvieron a encontrar desiertos la carretera y los caminillos de entrada y salida. Ya se podían distinguir los contornos de las montañas que había más allá de Dornoch, y, para mayor preocupación, les pareció ver los faros de otro vehículo parpadeando en la carretera que llevaba a Tain. Mientras regresaban, entre las tinieblas empezó a surgir el borroso perfil del mar abierto.

—¿Y si han ido al estuario? —sugirió Isserley cuando el coche se detuvo frente a la edificación principal.

—Allí no tienen escapatoria —replicó Esswis con desdén—. ¿Qué van a hacer, nadar hasta Noruega?

—Pero, hasta que lleguen, no pueden saber que están a la orilla del mar.

—Bueno, ya miraremos luego. Lo más importante son las carreteras.

—Si uno de esos vodsels se ahoga, la corriente lo puede devolver en cualquier punto.

—Si tienen algo en el cerebro, no se meterán en el agua.

Isserley apretó los puños en el regazo, intentando no estallar. Pero, de pronto, algo le llamó la atención. Frunciendo el ceño, intentó escuchar qué era lo que oía aparte del ruido del coche.

—Para el motor un segundo —dijo.

Esswis obedeció, aunque su mano titubeó unos instantes alrededor del volante, como si su diseño no le resultase familiar. Luego detuvo el coche bruscamente.

—Escucha —susurró Isserley.

A ráfagas, a través del aire helado, llegaba el retumbar, distante, pero inequívoco, de una manada de animales corriendo.

—Es en el prado del lado de Geanies —dijo Esswis.

—En la colina de los Conejos —confirmó Isserley casi al mismo tiempo.

Se dirigieron inmediatamente hacia allí, y, al llegar, se encontraron a dos vodsels intentando salir del prado para librarse de unos bueyes que bufaban y mugían tras ellos.

Tenían los ojos desorbitados por el miedo, y, aunque la alambrada de espino no les llegaba más que a la cintura, sus piernas ateridas de frío, llenas de arañazos y con el lastre de la carne y de la grasa adquiridas tras haber sido cebados durante un mes en el corral, se negaban a levantarse del suelo helado, de modo que parecía que estuvieran haciendo gimnasia sueca o ejercicios de calentamiento antes de bailar ballet, aunque sin demasiado entusiasmo.

Cuando vieron el Land Rover, se quedaron paralizados. Pero, al ver el desconocido rostro barbudo de Esswis saliendo por la ventanilla, les entró una gran agitación y empezaron a mover los brazos y a aullar. Los bueyes, asustados por la luz de los faros, ya habían iniciado el trote para ir a refugiarse en la oscuridad.

La primera en salir del coche fue Isserley. Al verla, los vodsels dejaron inmediatamente de gritar. Uno empezó a retroceder por el prado, y el otro se agachó para coger un puñado de tierra y lanzarlo hacia ella. Pero tenía ya tal cantidad de carne acumulada en los brazos y en el pecho, que balanceó el brazo con una torpeza cómica y el puñado de tierra cayó ante sus pies, sobre el sendero de cemento, con un ¡paf! de impotencia.

Esswis apuntó y disparó primero a uno y luego al otro. Estaba claro que la habilidad que le faltaba para conducir la compensaba con la buena puntería.

Isserley pasó por encima de la alambrada y fue hasta donde estaban los cuerpos. Arrastró el cadáver del que se hallaba más cerca y le levantó los brazos hasta colocárselos por encima del alambre de espino para que Esswis pudiera agarrarlo. Era el que había lanzado la tierra, y tenía unos tatuajes muy particulares por todo el pecho y por los brazos. Mientras estaba tirando de él con gran esfuerzo a fin de colocarlo sobre la alambrada para que Esswis lo agarrara, recordó algo curioso sobre aquellos tatuajes. El vodsel le había contado que se los había hecho un «hijo de puta genial» en Seattle. La palabra «Seattle» le había llamado mucho la atención. Entonces le había parecido una palabra muy bonita, y en aquel momento volvió a parecérselo.

A pesar de todos sus esfuerzos, la carne de la espalda del vodsel se les enganchó en la alambrada y tuvieron que tirar de ella con mucho cuidado para que sufriera el menor destrozo posible. De la cabeza, cuya mandíbula colgaba, hecha pedazos, como una bisagra suelta y sanguinolenta, caía entretanto un chorro de sangre sobre el cemento del sendero.

—Una vez limpios, quedarán bien —dijo Esswis, refunfuñando con estoicismo.

El otro vodsel no pesaba tanto, pero, al tratar de levantarle el tronco y colocarlo por encima de la cerca sin tocar los alambres de espino, Isserley estuvo a punto de hacerse un esguince.

—No hagas estupideces —le dijo Esswis—. Luego lo lamentarás.

Pero también él se hizo daño al tratar de levantar solo aquel peso, para no quedar mal ante una mujer.

Cuando ya tenían a los dos vodsels en la parte de atrás del Land Rover, Isserley y Esswis se miraron el uno al otro y soltaron una carcajada. Recuperar aquellos animales había sido muchísimo más asqueroso de lo que ninguno de los dos hubiera podido imaginar. Una especie de sopa gelatinosa, mezcla de excrementos de vaca, sangre y tierra, les resbalaba por los brazos y la ropa. Tenían churretes hasta en la cara. Parecía como si llevaran pintura militar de camuflaje.

—Bueno, ya han caído tres —le dijo Esswis a Isserley con un tono nuevo de respeto, mientras le abría la puerta del coche para que entrara.

Volvieron a hacer el mismo recorrido alrededor de la granja sin encontrar nada en las carreteras. Todo había adquirido un aire diferente al del recorrido anterior, ya que en algún punto de la zona costera de Ablach, invisible bajo los acantilados, el sol estaba saliendo del mar. La oscuridad se iba desvaneciendo por momentos y dejaba al descubierto un cielo que prometía ser claro y benévolo, como si quisiera invitar a otros automovilistas a salir a la carretera lo más temprano posible. Las vacas y ovejas que, innumerables e invisibles, habían ido de acá para allá toda la noche, se iban materializando. Ya se podían distinguir algunos animales a cuatrocientos metros.

Alguno de ellos bien podía ser el vodsel que faltaba, si es que había conseguido llegar al sitio adecuado en el momento adecuado.

Cuando ya iban de vuelta subiendo por el sendero de Ablach, Esswis echó una ojeada a lo lejos, más allá de los prados, y vio en el estuario un barquito de pesca que se acercaba a la orilla. Mortificado, apretó el volante con fuerza. Isserley supuso que se estaría imaginando exactamente lo mismo que ella se había imaginado antes: una criatura de dos patas, desnuda, haciendo señas frenéticas en la orilla.

—Puede que éste sea el momento de dar ese paseo por la playa que proponías —dijo Esswis en tono de broma, intentando que pareciera una concesión. Por supuesto que aquel cambio en su actitud no era, como pretendía aparentar, una deferencia: si no encontraban nada en el estuario, podría rezongar que hacer caso de su sugerencia no había sido más que una pérdida de su valioso tiempo.

—No —dijo Isserley—. Tengo una corazonada. Vamos a hacer el mismo recorrido otra vez.

—Como quieras —contestó irritado. La culpa sería de ella cuando los titulares de los periódicos dijesen: UNOS PESCADORES ENCUENTRAN UN MONSTRUO.

Fueron hasta la colina de los Conejos en silencio. Al pasar una y otra vez sobre el cemento del sendero, los neumáticos habían ido dispersando la sangre, diluyéndola con la suciedad y haciendo que se colara por las grietas. Pero aún seguía necesitando una buena limpieza. Más tarde.

Si es que había un más tarde.

En el trecho de la carretera al que daban los senderos de entrada y salida de Ablach, Isserley se inclinó hacia adelante. El sudor le caía por la espalda y sentía el aguijoneo del instinto.

—¡Allí! —gritó cuando ya habían coronado la cima de la colina y empezaban a bajar hacia el cruce.

La verdad era que no se necesitaba tener unos poderes especiales de observación. El cruce de carreteras era un espacio amplio, y el vodsel estaba en su mismísimo centro. Su cuerpo carnoso brillaba bajo la luz del amanecer con un tono entre azul y dorado, como si fuese una atracción turística de fibra de vidrio de color chillón. Al oír que un vehículo se aproximaba por su espalda, se volvió rígidamente y levantó un brazo señalando hacia Tain.

En el paroxismo de la agitación, Isserley se levantó anticipadamente del asiento, pero, ante su incredulidad, cuando llegaron al cruce, Esswis no se detuvo. Siguió conduciendo por el camino que bordeaba la granja en dirección a Portmahomack.

—Pero ¿qué estás haciendo? —chilló.

Esswis dio un respingo como si lo hubieran arañado o hubieran intentado arrancarle el volante de las manos.

—He visto unos faros que venían por la carretera de Tain —contestó gruñendo.

Isserley intentó verlos, pero ya habían pasado el cruce y los árboles ocultaban la carretera de Tain.

—Yo no he visto ningún faro —protestó.

—Pues estaban allí.

—¡Por Dios bendito! ¿A qué distancia?

—¡Cerca, muy cerca! —gritó Esswis al mismo tiempo que golpeaba el volante con una mano, lo cual provocó que el coche diera un bandazo brusco y peligroso.

—Bueno, pues no sigas adelante —dijo Isserley entre dientes—. Vuelve y echemos un vistazo.

Esswis se detuvo en la entrada de la Granja Petley y efectuó un giro que necesitaba tres maniobras haciendo seis por lo menos. Isserley, impotente y desesperada en su asiento, no podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo.

—¡Date prisa! —dijo gimiendo casi y agitando los puños cerrados bajo la barbilla.

Pero parecía como si de pronto Esswis acabara de descubrir lo que era la prudencia, pues condujo muy despacio y con mucho cuidado. Un poco antes de llegar al cruce se detuvo en un lugar protegido por los árboles. A través del follaje los dos vieron claramente al vodsel, que seguía allí, de pie, expectante sobre el asfalto. No había rastros de coches por ningún lado.

—Estoy seguro de que venía un coche —insistió tercamente Esswis—. Como a la altura de la Granja Easter.

—Puede que haya ido a la Granja Easter, que, como muy bien sabes, está deshabitada —sugirió Isserley, que se esforzaba por no ponerse a gritar.

—Las probabilidades de que…

—¡Por Dios bendito, Esswis! —dijo levantando la voz—. ¿Qué te pasa? Está ahí mismo. ¡Ponte en movimiento!

—¿Y cómo vamos a meterlo en el coche?

—Tú, simplemente, dispara.

—Ya es de día y estamos en un cruce. En cualquier momento podría venir un coche.

—Pues dispara antes de que venga.

—Si alguien nos ve dispararle o meterlo en el coche, estamos perdidos. Incluso con que quede un charco de sangre bastaría.

—Si lo recoge otro coche, también estaremos perdidos.

Llevaban unos segundos allí quietos, como atrapados en un callejón sin salida, cuando el sol empezó a entrar a través del sucio parabrisas y sus cuerpos comenzaron a exhalar un hedor casi insoportable a excrementos. Entonces Esswis apretó el acelerador y se dirigió hacia el cruce.

El vodsel fue a su encuentro dando traspiés. Levantó un brazo e intentó señalar hacia Tain con el pulgar amoratado de una mano hinchada. Al verlo de cerca comprobaron que estaba casi muerto de frío y que sólo una gran determinación lo hacía mantenerse sobre sus carnosos pies como en un trance vegetativo.

Aun así, al ver que un coche aminoraba la velocidad para detenerse, un atisbo de sensibilidad cruzó por su mirada. Movió la boca, demasiado rígida por el frío y la sobrealimentación para sonreír, pero en la que se adivinaba su intención de hacerlo.

Esswis estiró el brazo hacia el asiento de atrás y buscó a tientas la escopeta, que había resbalado al suelo. El vodsel se dirigió dando tumbos hacia el coche.

—Olvida la escopeta —dijo Isserley, y se giró para abrir la puerta de atrás.

El vodsel agachó la cabeza, logró meter el cuerpo en el coche y cayó exhausto sobre el asiento. Isserley, resoplando por el esfuerzo, cerró la puerta tirando de ella con un solo dedo.

—Ya están los cuatro —dijo.

De vuelta ante el edificio principal, sin que a Esswis le hubiera dado casi tiempo de decir su nombre en el interfono, la puerta empezó a abrirse girando sobre sus goznes. En el hueco aparecieron cuatro hombres empujándose, estirando los hocicos con ansiedad y pateando el suelo.

—¿Los habéis encontrado? ¿Los habéis encontrado? —gritaban.

—Sí, sí —gruñó Esswis, exhausto, y señaló hacia el Land Rover.

Los hombres se abalanzaron hacia fuera para ayudar a descargar, respirando pesadamente y dejando una estela de vaho tras de sí. Isserley y Esswis no fueron con ellos, sino que se quedaron plantados en medio de la entrada, como para impedir la vista a cualquier intruso que pudiera haberse extraviado por allí. Después de todo, había una nave de carga aparcada dentro del edificio. Era un objeto insólito, imposible de confundir con un tractor.

Isserley se quedó mirando cómo abrían los hombres una de las puertas laterales del Land Rover y vio caer las piernas hinchadas y ensangrentadas del último vodsel igual que si fuesen un par de salmones gigantes. Apartó la vista. Bajo la luz del sol el color blanco de los muros parecía tan luminoso, que la luz amarillenta de las lámparas de volframio que había en el interior resultaba escasa y horrible.

De pronto, Esswis se encogió como si se le hubiera soltado algún resorte de los hombros, se volvió contra la pared y apoyó una mano peluda y temblorosa bajo el cartel de la calavera y los dos huesos cruzados.

—Me vuelvo a casa —dijo entre suspiros.

Dado que estaba de espaldas, Isserley no podía saber qué alcance había que suponerle a aquella afirmación. Pero, evidentemente, Esswis se refería a la casa de la granja y hacia allí se dirigió arrastrando los pies.

—¿Y qué pasa con tu coche? —le preguntó Isserley mientras se alejaba.

—Vendré a recogerlo después —contestó con voz quejumbrosa y sin darse la vuelta siquiera.

—Si quieres, puedo acercártelo a tu casa —se ofreció.

Sin dejar de caminar, y sin volverse, Esswis levantó un brazo y lo dejó caer con aire cansino. Isserley no logró saber si era un gesto de agradecimiento o de rechazo.

Desde las inmediaciones del Land Rover llegó a sus oídos una palabrota de asombro, dicha en su idioma natal. Al abrir la parte de atrás, los hombres se habían encontrado con el revoltijo de los otros tres vodsels apretujados. Isserley no tenía el menor interés en escuchar sus expresiones de asco. Esswis y ella habían hecho todo lo posible para volver con los animales en una sola pieza. ¿Qué esperaban?

Para ahorrarse las quejas de los hombres y no tener que ofrecerse a ayudarlos a meter los cadáveres, se deslizó dentro del edificio en busca del verdadero causante de todo el problema: Amlis Vess.

La planta baja se hallaba tan llena de ecos como vacía de objetos móviles, a excepción de la gran mole negra con forma elíptica de la nave de carga, aparcada directamente bajo la escotilla abierta en el tejado del edificio. Hasta las máquinas agrícolas, que había que tener para salvar las apariencias, y que habitualmente estaban desperdigadas por allí por si había una inspección, habían sido retiradas para que no obstaculizaran las maniobras de carga. Si todo hubiera ido bien, a aquella hora los hombres tendrían que haber estado ocupados cargando la mercancía en la nave, pero Isserley se olió que aquel día no habían hecho nada.

En un ángulo había un bidón grande de acero de unos dos metros de alto y alrededor de metro y medio de diámetro, con un dibujo oxidado y borroso de una vaca y una oveja en relieve. A un lado sobresalía una espita de latón. Isserley la giró y el bidón se abrió por una juntura invisible con la delicadeza de un párpado vertical.

Entró, el metal la envolvió y empezó a descender.

Las puertas del ascensor se abrieron automáticamente al llegar a un nivel inferior, en el que estaban la cocina, el comedor de los trabajadores y la sala de recreo. Era un lugar de esos que hacen daño a la vista, de techo bajo, con una luz estridente como las de las gasolineras de carretera, donde siempre olía a patatas fritas, hombres sin lavar y mermelada de mussanta.

Allí no había nadie, así que Isserley siguió bajando. Esperaba que Amlis Vess no estuviese escondido en la zona más profunda, donde se sacrificaban los animales y se procesaba la carne. Nunca había estado allí y tampoco tenía ganas de ir en aquel momento. No era un lugar adecuado para nadie que tuviera claustrofobia.

El ascensor volvió a pararse. Esta vez en la planta en la que estaban las habitaciones de los hombres, donde —pensándolo bien— era lo más probable que estuviera Amlis Vess. Isserley sólo había estado allí una vez, cuando acababa de llegar a la Granja Ablach. Nunca había encontrado ningún motivo para volver a aquella madriguera masculina con olor a moho y a sudor que le recordaba los Estados Nuevos. Pero ahora sí que tenía un motivo. Cuando la puerta abrió sus hojas metálicas, Isserley se preparó para un enfrentamiento tormentoso.

Lo primero que vio fue al propio Amlis Vess justo al lado del ascensor. No había contado con que estuviera tan cerca. Era como si fuese a entrar en la cabina. Sin embargo, se quedó absolutamente inmóvil. La verdad es que a Isserley le pareció que absolutamente todo se había quedado inmóvil. Era como si el tiempo no hubiera tenido el menor reparo en detenerse para que pudiera observar a Amlis a sus anchas. Iba dispuesta a empezar a soltar insultos. Pero se quedó con la boca abierta.

Era el hombre más guapo que había visto en su vida.

Le pareció inquietantemente familiar, como ocurre con los famosos, al tiempo que le resultaba absolutamente desconocido, igual que si no le hubiera visto en su vida. La imagen que proporcionaban los medios de comunicación, y que ella recordaba sólo a medias, no transmitía, en absoluto, su atractivo.

Como todos los de su raza —excepto ella y Esswis, por supuesto—, estaba desnudo, iba a cuatro patas y tenía todos los miembros exactamente igual de largos. Tenía un rabo prensil que podía utilizar a manera de trípode como otro miembro en el que apoyarse, si es que necesitaba tener las patas delanteras libres. El pecho se le iba estrechando con absoluta perfección hasta convertirse en un cuello largo sobre el que se alzaba la cabeza como un trofeo. En ella sobresalían tres puntos: las orejas, largas y puntiagudas, y el hocico vulpino. Tenía unos ojos grandes, de una redondez perfecta, en la parte frontal, la cual, al igual que el resto del cuerpo, se hallaba cubierta de un sedoso pelaje.

Todos sus rasgos eran los de un ser humano normal y corriente, no había en él nada diferente de los obreros que estaban detrás mirándolo nerviosos.

Pero era diferente.

Para empezar, era sorprendentemente alto. Su cabeza quedaba a la altura del pecho de Isserley. Si lo pusieran vertical mediante una intervención quirúrgica, como habían hecho con ella, sería ostensiblemente más alto que ella. La riqueza y los privilegios debían de haberlo librado de la típica atrofia en el crecimiento que afectaba a los hombres de los Estados Nuevos, como le ocurría al que le estaba vigilando en aquel momento. A su lado era como un gigante, pero resultaba esbelto, nada desproporcionado ni torpe. Tenía el pelo de varios colores (las malas lenguas decían que no era natural): el de la espalda, los hombros y los flancos era pardo oscuro; el de la cara y las patas era totalmente negro, y el del pecho, de un blanco inmaculado. Y, además, le brillaba de un modo increíble; sobre todo, el del pecho, que era más espeso y casi encrespado. No era excesivamente musculoso, sólo lo justo para su esqueleto. Las paletillas apenas se le marcaban bajo la capa satinada del pelo. Lo que más llamaba la atención en él era su rostro: entre todos los hombres con los que Isserley trabajaba no había ninguno que no tuviera pelos ásperos, calvas y cicatrices antiestéticas en la cara. Pero Amlis Vess tenía una capa continua de vello negro, suave y sin un solo defecto desde la punta de las orejas hasta la curva del cuello, que parecía una fina pieza de ante negro labrada con todo esmero por un artesano meticuloso. Clavados en aquella negrura perfecta, sus ojos leonados brillaban como el ámbar bajo la luz. Tomó aire y se dispuso a empezar a hablar.

Pero, de pronto, como cuando se corre el telón tras un espectáculo, las hojas de la puerta metálica se deslizaron hasta cerrarse. En ese momento fue cuando Isserley se dio cuenta de que habían transcurrido varios segundos y ella no había salido del ascensor. La puerta se había cerrado y Amlis había desaparecido. El suelo empezó a moverse suavemente bajo sus pies.

El ascensor estaba bajando al sótano donde se encontraban los corrales de los vodsels y se procesaba la carne, exactamente al lugar al que Isserley no quería ir. Furiosa, apretó con la palma de la mano el botón para subir.

El ascensor se paró y las hojas de la puerta empezaron a moverse como si fueran a abrirse, pero tras separarse unos dos centímetros, la cabina volvió a ponerse en movimiento y empezó a subir. Sólo había entrado un tufillo a humedad y a animales encerrados; nada más.

Al llegar a la planta de las habitaciones de los hombres, el ascensor volvió a abrirse.

Amlis Vess se había alejado un poco de la puerta y estaba más cerca del hombre que lo estaba vigilando. A Isserley le seguía pareciendo que era guapísimo, pero aquellos instantes de separación le habían servido para recobrar la sensación de furia. Fuera guapo o feo, era el responsable de un acto de sabotaje, una proeza juvenil que a ella le había hecho pasar un infierno. El que su apariencia la hubiese deslumbrado no cambiaba nada. Era, simplemente, que había supuesto que sería alguien que no destacaría más que por las estupideces que cometía y se había encontrado con un ser que no era anodino en absoluto. Sólo tenía que cambiar de enfoque.

—Ah, bueno, creí que no querías nada con nosotros —dijo Amlis con una voz cálida y musical y con una tremenda entonación de niño bien. Isserley tuvo que echar mano del resentimiento que le provocaba aquel detalle para poder contestar con determinación.

—Ahórrese los comentarios graciosos, señor Vess —dijo mientras salía del ascensor—. Estoy muy cansada.

Deliberadamente, intencionadamente, se volvió hacia el otro hombre, al que tras unos instantes reconoció. Era Yns, el ingeniero.

—¿Qué te parece, Yns? —dijo, satisfecha de haber recordado su nombre justo a tiempo—. ¿Será peligroso que el señor Vess vaya a la planta baja?

Yns, un vejete de pelaje negruzco y más feo que Picio, abrió la boca dejando al descubierto unos dientes sucios y cruzó una mirada fugaz con Amlis. Era evidente que habían tenido oportunidad de charlar ampliamente mientras en el exterior se llevaba a cabo la persecución de los vodsels y habían llegado a comprender lo absurdo y artificial de establecer una relación de vigilante y vigilado.

—Bueno…, ya no puede hacer nada más, ¿no? —contestó haciendo una mueca.

—Pues entonces me parece que el señor Vess debería ir a la planta baja —dijo Isserley—, a echar un vistazo a lo que están descargando los hombres.

Sin apartar la mirada de Amlis Vess, giró un brazo hacia atrás y apretó el botón para llamar al ascensor. Al hacer aquel movimiento sintió un latigazo de dolor y se dio cuenta de que él lo había notado. ¡Maldita sea! Eran tan raras las oportunidades que tenía de utilizar sus múltiples articulaciones naturales, y tenía siempre tanto cuidado de hacer sólo los torpes movimientos de los vodsels, que se estaba agarrotando. ¡Seguro que a aquel niño bien le gustaría saber todo lo que su cuerpo era capaz de hacer, y también todo lo que no estaba a su alcance!

El ascensor llegó y, obediente, Amlis Vess entró en él. Movía los huesos y los músculos sin brusquedad bajo la piel, tan sutil como si fuera un bailarín. Era probable que fuera bisexual, como todos los ricos y los famosos.

Al darse cuenta de que en la cabina del ascensor no cabían los tres, Amlis dirigió una mirada a Isserley, pero ésta hizo un gesto para dejar absolutamente claro que subiera él primero con Yns y que ella subiría después. Intentaba demostrar con su actitud el rechazo que le producía Amlis Vess, como si se tratara de un animal enorme que fuera a ensuciarla justo en un momento en que estaba demasiado cansada para lavarse.

En cuanto el ascensor comenzó a subir, Isserley empezó a sentirse mal, como si la hubiera cubierto la tierra y estuviera inhalando las miasmas de un aire viciado. Sin embargo, contaba con que se sentiría de aquel modo, así que se dio ánimos para soportarlo. Estar bajo tierra siempre era una pesadilla para ella, y más aún si se trataba de un lugar como aquél. Le parecía que había que ser muy bruto para vivir allí sin volverse loco.

—Venga, baja ya —susurró ansiosa por que el ascensor viniese a rescatarla.

Cuando por fin todos —Isserley, Amlis Vess y cinco operarios de la granja— se encontraron en la planta baja, se toparon con un despliegue de una solemnidad surrealista. Los vodsels habían sido introducidos en el edificio: primero el que aún vivía y a continuación los tres cadáveres ensangrentados. En realidad, el que había llegado vivo ya estaba muerto: por precaución, Ensel le había administrado una dosis de icpathua que, desgraciadamente, parecía haber sido la causa de que se parara aquel corazón ya exhausto.

Los cuerpos estaban colocados en fila en el centro de la planta, sobre el pavimento de hormigón. Por las piernas del que estaba en mejor estado aún se deslizaban algunos coágulos de sangre; las cabezas de los que habían recibido los disparos habían dejado casi de sangrar. Pálidos y relucientes por la escarcha, parecían cuatro figuras de cera imponentes, una especie de velas enormes que se hubieran derretido de un modo desigual desde la mecha.

Isserley dirigió la mirada primero a los cuerpos, luego a Amlis Vess y de nuevo a los cuerpos, como para trazar una línea imaginaria a la que él debía dirigir su atención.

—Bueno, ¿qué? —le dijo desafiante—. ¿Satisfecho?

Amlis Vess la miró enseñando los dientes con un gesto de pena y asco a la vez.

—Es muy raro, ¿sabes?, pero no recuerdo haber sido yo el que les ha descerrajado un disparo en la cabeza a estos pobres animales.

—Pues es como si lo hubiera hecho —respondió Isserley con acritud, molesta por las inoportunas risitas que Yns estaba emitiendo justo detrás de ella.

—Si a ti te lo parece… —contestó Amlis Vess con el mismo tono, aunque no con el mismo acento, que ella habría utilizado para seguirle la corriente a algún autoestopista chiflado y peligroso.

Isserley se puso tensa de rabia. ¡Qué hijo de puta! Se comportaba como si sus meteduras de pata no necesitasen justificación. Un típico niño rico, un típico hijo de papá malcriado. Nunca necesitaban justificar sus actos.

—¿Por qué lo hizo? —le espetó sin rodeos.

—Estoy en contra de que se mate a los animales —replicó sin alzar la voz—. Simplemente.

Isserley se quedó mirándolo estupefacta, sin poder creérselo. Luego, indignada, señaló los pies de los vodsels muertos. Una fila desordenada de unos cuarenta dedos hinchados se desplegaba ante ellos sobre el pavimento de hormigón.

—¿Ve usted eso? —dijo echando chispas mientras señalaba los dedos que estaban más afectados—. ¿Ve lo grises y reblandecidos que están? Es consecuencia de la congelación. Se lo ha causado el frío. Son trozos de carne muerta, señor Vess. Estos animales habrían muerto, simplemente, por estar a la intemperie.

Amlis Vess se removió inquieto. Fue su primer signo de flaqueza.

—Me parece difícil de creer —dijo frunciendo el ceño—. Después de todo, ahí fuera están en su elemento.

—¿Está usted de broma? ¿Le parece que esto se lo han hecho al estar correteando en su elemento? —le contestó agarrando uno de aquellos dedos congelados, con lo que le causó, sin querer, una perforación adicional—. ¿Le parece que han estado en una… fiestecita?

Amlis Vess abrió la boca como si fuera a hablar, pero luego debió de pensarlo mejor. Solamente suspiró. Y, al suspirar, el vello blanco de su pecho se esponjó.

—Lo que me parece es que estás furiosa conmigo —dijo con voz grave—, muy furiosa. Y lo extraño del asunto es que no creo que sea porque yo les haya causado daño a estos animales. Quiero decir que estabais a punto de matarlos vosotros, ¿o no?

Con una crueldad inconsciente, solidarizándose con Vess, todos los hombres se quedaron mirando a Isserley a ver qué respondía. Ella se quedó callada, apretando los puños. De pronto, se dio cuenta de por qué no debía cerrarlos: le producía un dolor horrible en el punto en el que le habían amputado el sexto dedo. Y aquello le hizo recordar todas las diferencias que había entre ella y los hombres que tenía enfrente, colocados en semicírculo al otro lado de la línea divisoria que formaban los cadáveres. Se encogió instintivamente, inclinando el cuerpo como para ponerse a cuatro patas, pero lo único que hizo fue cruzar los brazos por delante del pecho.

—Sugiero que se mantenga al señor Vess lejos de donde pueda causar problemas hasta que embarque y vuelva al sitio del que ha venido —dijo fríamente, sin dar aquella orden a nadie en particular. Y, a continuación, dando un corto paso tras otro con mucho dolor, pero con dignidad, salió del edificio.

Los hombres permanecieron un rato en silencio.

Y, luego, Yns le dijo a Amlis Vess:

—Le has gustado. Te lo aseguro.