Era la tarde del día siguiente en que el vizconde Trencavel había llegado a la ciudad y en aquel momento se encontraba reunido en consejo de guerra con sus nobles. Justo trataba con Hugo de Mataplana del reclutamiento de mercenarios cuando se oyeron gritos en el patio. Hizo subir al correo de inmediato y la noticia enmudeció a los asistentes. Se miraban unos a otros incrédulos.
Aquello era impensable; Béziers estaba preparada para resistir un largo asedio, todos contaban con ello.
El vizconde pidió detalles al hombre que le miraba con expresión de temor, pero éste sólo pudo confirmar que los cruzados habían entrado en la ciudad, que cuando él partió ya se luchaba en las almenas y que no había dejado de cabalgar, cambiando caballos en el sistema de postas del vizcondado.
–Los habitantes de Béziers nada pueden hacer contra un ejército tan numeroso. – Hugo vocalizó lo que estaba en el pensamiento de todos-. Si han conseguido entrar, la ciudad está perdida.
–Nuestra esperanza estaba antes en los muros de Béziers -dijo Peyre Roger, señor de Cabaret-. Ahora está en la misericordia del ejército del Papa.
En menos de una hora y contra la opinión del vizconde, Hugo salía al galope hacia Béziers. Calculaba que el asalto había empezado siete horas antes y que, si podía ver lo suficiente del ancho camino, llegaría antes del amanecer. No viajaba como juglar, sino como caballero, y llevaba un salvoconducto del vizconde Trencavel escondido en sus ropas que le confería poderes para cambio de caballos en las postas. Para camuflarse del enemigo, en el lado derecho de su sobrevesta mostraba una ostensible cruz roja bordada. Debajo vestía cota de malla, de su cinto colgaba espada, además de daga, y de la silla de montar, escudo y casco.
Rezaba por Bruna, para que nada le ocurriera, y se reprochaba no haber permanecido en la ciudad protegiéndola con su vida.
El ocaso ocurrió a sus espaldas mientras él continuaba galopando ansioso hacia la ciudad caída, por el camino que cruzaba campos de trigo ya segados, viñedos y bosques de pinos. La noche fue adueñándose del día, pero, antes de que desapareciera toda luz, una luna brillante en cuarto menguante, pero aún casi llena, fue elevándose en el horizonte este, frente a Hugo. Puso al caballo al trote. Sacó de su zurrón pan y queso, y cenó sobre su montura no tanto por hambre, sino porque su cuerpo necesitaría fuerza física para afrontar lo que la noche le deparara.
Lo primero que vio de la ciudad fue el resplandor rojo reflejado en cielo de humo. Faltaba más de una hora de camino, quizá dos, para llegar a Béziers, cuando Hugo supo que la villa estaba en llamas.
–¡Dios mío! – exclamó al convencerse de la procedencia del resplandor.
Sabía que cuando en un asalto una ciudad era presa del fuego, habitualmente sus habitantes perecían con ella. Azuzó su montura y al rato, desde un altozano, pudo ver como Béziers ardía por los cuatro costados.
Cruzó el Orb por el puente romano sin nadie que se lo impidiera. Era sobrecogedor ver las llamas elevándose por encima de su cabeza y las aguas reflejando el pavoroso espectáculo. Miles de pavesas ascendían al cielo ocultando las estrellas. Subió por el camino sur paralelo a los muros y quiso entrar por la puerta de Saint Jacques, que estaba abierta de par en par, pero no pudo. Aquella zona era un horno. Continuó siguiendo el lienzo de muralla y, cuando ésta giraba, vio a su derecha el campo de tiendas de los cruzados extendido frente a él. Miles de fuegos, música, risas, gritos, algarabía. Sin duda el vino que atesoraban las barricas de Béziers dejaba de envejecer aquel día para morir en las tripas de los vencedores y su consumo les alegraba, haciendo mejores los relatos de las hazañas del día y quizá acallando también las voces de alguna conciencia.
Hugo continuó su andar sin preocuparse de que le detuvieran. De hecho, tan confiados estaban los cruzados después de su victoria que no parecía haber guardias en vigilia y, si los había, nadie salió al paso del trovador. Su cruz en el pecho era salvoconducto suficiente para aquella tropa convertida en un nuevo Babel. Aquellas gentes hablaban en su mayoría lengua de oíl y sus distintos dialectos, pero también varias lenguas más, entre ellas alemán, borgoñés, flamenco y occitano.
Al llegar a la puerta de Saint Gilles, la más cercana al castillo vizcondal, Hugo vio que se había hundido y era impracticable, pero sin perder la esperanza continuó hasta la siguiente, la de Saint Saturnin. En su exterior varios soldados sentados en el suelo jugaban a los dados; serían los guardas de quizá la única entrada posible.
–Los hemos pasado a todos a cuchillo -le dijo uno de ellos cuando Hugo le interrogó-. Llegas tarde a la fiesta.
–¿Y las mujeres? ¿Y los niños?
–A todos -repuso el hombre enseñando unos dientes que fingían sonreír-. Nadie de los que estaban dentro cuando entramos vive.
Hugo ató su corcel en un arbolillo cercano; no lograría hacerle entrar en la ciudad en llamas.
–Guárdame el caballo -le pidió al soldado.
–No vas a encontrar nada ahí dentro -dijo otro guarda, un hombre grueso que parecía mandar-. Nos lo hemos llevado todo. Te avisamos de que llegabas tarde.
–No importa.
–No se puede entrar.
Por toda respuesta Hugo le lanzó una mirada torva, apoyó su mano en el puño de la espada y continuó su camino hacia la puerta iluminada por el fuego interior. Los guardas se miraron entre ellos y el gordo se encogió de hombros. Su guardia era absurda, pues no quedaba nada en la ciudad; sólo la muerte. No habían sobrevivido al asalto incólumes para ahora recibir una mala herida por detener a un loco suicida que buscaba pelea. El soldado que habló primero con Hugo miró el caballo y le gritó: -¿Te crees que soy tu escudero?
Ni Hugo le respondió, ni el guarda esperaba respuesta.
Era difícil orientarse dentro del horno en que se habían convertido las calles de la ciudad. Algunas casas eran ya sólo ruinas y rescoldos, otras continuaban lanzando llamaradas por puertas y ventanas. Todo era irreal; una versión del infierno donde el diablo estaba fuera, en las tiendas de los cruzados. Los cadáveres se mostraban por doquier, alguno desnudo, pues hasta la ropa les habían robado. Un tufo nauseabundo de carne y grasa asadas lo impregnaba todo y se mezclaba con el de la madera. Hugo sintió náuseas y deseos de vomitar el pan y el queso que cenó sobre el caballo. Aquello era la imagen del horror.
El trovador sudaba a mares bajo la camisa de fina lana sobre la que vestía cota de malla y sobrevesta, y sorteaba como podía los derrumbes ardientes que bloqueaban las calles. Respiraba con la boca abierta. A veces tragaba humo. Le faltaba el aire, pero quería a toda costa encontrar la casa fortaleza del senescal. Cuando llegó a ella, vio que continuaba en pie, pero ardiendo y sus puertas estaban abiertas de par en par. Cruzó sin dudarlo el umbral y se encontró en el patio rodeado de fuego y humo. No vio cadáveres allí y era imposible acceder a las habitaciones, pues la escalinata estaba cubierta de escombros. Del gran cerezo que crecía en uno de los extremos, el que tantas veces cantara Bruna, sólo quedaba el tronco y algunas ramas ennegrecidas; había ardido en su parte superior.
Hugo perdió toda esperanza. Veía el fuego, el humo a través de ojos llenos de lágrimas; todo el tiempo temió que fuera aquello lo que encontrara, pero no pudo hacer más que cerciorarse; era lo mínimo que le debía a su dama.
Clavó su espada en la tierra junto a los restos de aquel cerezo que meses atrás vio en flor y bajo el que había cantado, acompañado por Bruna, a la vida, al espíritu, a la belleza y al amor. Se arrodilló.
–Juro por la cruz de mi espada que os he de vengar, Bruna -dijo entrecortado por los sollozos.
Y allí, rodeado de fuego, entre hipos y con lágrimas resbalando por sus mejillas, se puso a rezar por el alma de su señora, de la dama a la que amaba, la Dama Ruiseñor.
«Que arseron la vila, las molhes e.ls efans e los velhs e los joves, e.ls cleros messa cantans que eran revestit, ins el mostier laians.»
[(«Quemaron la ciudad, a las mujeres y a los niños, a los viejos, a los jóvenes y a los curas cantando misa, engalanados con sus vestimentas litúrgicas.»)]
Cantar de la cruzada, III-23
Cerré los ojos y quise morir en la catedral, pero el caballero sólo elevó su espada amenazándome, sin embargo, al ver que la muerte era precisamente lo que yo deseaba, la enfundó pensativo. Quiso que reanudara la inútil búsqueda de mi propio cuerpo, pero volví a negarme y al fin comprendió que nada más lograría de mí por mucho que me amenazara. – Vamos -dijo.
Y agarrándome de un brazo, me arrastró hasta cruzar el pórtico de la catedral de Saint Nazaire y allí me vapuleó diciéndome:
–Soy tu señor y tú me obedecerás. ¿Entiendes?
Y continuó golpeándome hasta que, no pudiendo soportarlo más, le dije que sí con tal de evitar un dolor insufrible. Estaba desmadejada, casi no podía andar y, viéndolo él, me montó en la grupa de su caballo y así, prisionera y convertida en muchacho, abandoné la ciudad.
No se cómo sobreviví ni aquel día, ni aquella noche. No sentía deseo alguno de hacerlo, pero tampoco quería que aquel hombre que me gritaba, golpeándome cuando no le obedecía de inmediato, supiera que yo era a quien él buscaba. En realidad había dejado de serlo. Antes había sido brevemente Peyre de Maureilhan, ahora era Pierre de Montmorency, un franco que, se suponía, era primo del caballero. Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, había muerto junto a su prima y a su ama. Pensaba en ellas y en mi padre, mientras sollozaba en un rincón de la tienda donde él me había ordenado pasar la noche.
Antes de salir de la ciudad vomité en sus calles al ver más y más cadáveres. Mi amo ya no me golpeó; permitió que me limpiara la sangre con que me empapé en la iglesia en el río. Me lavé las manos, la cara, los brazos y la sobrevesta. Lo hice sin quitarme la camisa ni la cota de acero. El peso de ésta me aplastaba los senos, de forma que disimulaba mi condición de mujer, algo que bajo ningún concepto quería que el francés llegara a descubrir.
Oí que gritaban que la ciudad ardía, pero me estaba prohibido salir de la tienda y tampoco quería verlo. No lograba secar mis ojos, que se llenaban una y otra vez de lágrimas, hasta que al fin, no sé cuándo, desfallecí de puro agotamiento y caí en un sopor profundo, cercano a la muerte, pero misericordioso, pues me hundió en un pozo profundo más allá de la pena.
Guillermo de Montmorency sintió compasión por aquel joven adolescente al que ni siquiera le apuntaba aún la barba. ¿Cómo se habría sentido él, años atrás, si su familia hubiera sido masacrada como le ocurrió a ese chico? Pero no podía permitirse sentimentalismos; le salvó la vida porque, al hablar oíl y oc, le sería de mucha utilidad para su investigación. Y también para dar un escarmiento a aquella chusma ribalda. No podía consentirse que atacaran a un noble, aunque éste fuera enemigo; la conciencia del orden feudal para un caballero como Guillermo estaba por encima de los bandos en la batalla.
Pero Arnaldo, el abad del Císter, no vería su acción con buenos ojos. Guillermo estaba acostumbrado a seguir su propio criterio y no pensaba discutir con el legado papal. Por lo tanto, decidió ocultárselo; el fin justificaba los medios. Escondió al chico en su tienda, pidió a su escudero que no dejara entrar a nadie y se fue al consejo de guerra del abad.
Éste estaba exultante. La causa de Dios había demostrado su fuerza y la ira sagrada se había saciado temporalmente. Un escarmiento bíblico para los herejes y para quienes les apoyaban. Entre los nobles había distintas posturas, desde la del conde de Tolosa, silencioso y con cara de circunstancias, hasta los que disfrutaban plenamente de la victoria, pasando por algunos que no escondían su desagrado por la matanza. Sin embargo, la mayoría estaban más preocupados con el escarmiento que habría que darles a los ribaldos por su intencionado incendio de la ciudad.
Aquella chusma se había lanzado al saqueo sin respetar la parte del león que les correspondía a los nobles en el reparto y algunos se habían instalado en las casas cual genuinos propietarios, una vez se deshicieron de éstos. Los señores apostaron fuertes contingentes de sus tropas en las puertas de la villa que esquilmaban a todo ribaldo que salía, enviando sus mesnadas para que desocuparan las casas a varazos. Poco podían hacer los andrajosos contra soldados bien armados y perfectamente entrenados para actuar en equipo. De nada le valió a Renard, el proclamado Rey Ribaldo, argumentar que fueron ellos, y no los nobles, los que tomaron la ciudad y que fueron los suyos quienes murieron luchando en almenas y calles. Se decía que fue él quien dijo «fuego» y sus secuaces quienes pasaron la consigna a gritos y quemaron la ciudad, con todo lo que en ella quedaba, como represalia. Así como el abad del Císter quiso hacer de la masacre un ejemplo y advertencia para que el resto de ciudades se sometieran, así Renard quiso advertir a los nobles lo que ocurriría si sus ribaldos eran usados como fuerza de choque totalmente consumible y luego se les arrebataba el botín.
Unos opinaban que debían ahorcarlos; otros, que eso provocaría una revuelta ribalda y que convenía que la chusma fuera a la vanguardia y muriera, si luego ellos podían recuperar la mayor parte del botín, como acababa de ocurrir.
Pero eso poco le importaba a Guillermo de Montmorency, que, al igual que su primo Amaury, callaba y dejaba que su tío Simón de Montfort ejerciera la palabra en nombre de todo el clan. Sus pensamientos regresaban a su misión, a los tres enigmas que ocupaban su mente mientras planeaba lo siguiente a investigar ahora que tenía quien hablaba la lengua. Pero se dijo que conocía poco del chico y decidió interrogarle para saber más de él.
Cuando llegó a su tienda, vio al muchachito durmiendo en un rincón sobre una alfombra. Con frecuencia, medio suspiraba medio hipaba como hacían los niños en sueños después de un gran llanto. Sintió piedad, ternura, y observó la curva de las mejillas, los labios carnosos, la piel sonrosada y suave, y quiso acariciarle el pelo. Pero se contuvo. Odiaba a los caballeros que abusaban sexualmente de sus pajecillos y él no se permitiría muestra alguna de cariño con el suyo.
Se acomodó sobre su alfombra, apagó el candil y supo que no dormiría en un rato. Las imágenes de la muchacha saltando por la ventana en pos de su bebé defenestrado, la catedral vomitando raudales de sangre por la puerta, los sacerdotes vestidos de misa mayor tendidos a la entrada, masacrados queriendo proteger a sus fieles, los cuerpos de todas las edades amontonados contra las paredes, las huellas de manos ensangrentadas en los muros y pilares de la iglesia, el fuego… Ésa no era la guerra que él imaginaba, éste no era el tipo de batalla para la cual había aprendido a luchar.
Antes de retirarse a su tienda, Arnaldo contempló largo rato el espectáculo de la ciudad ardiendo bajo una luna casi llena y recordó cuando, predicando, sus habitantes se mofaban de él y como él les amenazaba con el fuego del infierno. Su palabra se había cumplido antes del juicio final.
Hizo llamar a un monje escriba a su tienda y, desde la entrada de ésta, contemplando el resplandor rojizo, dictó una carta para el Papa.
–Hoy, en el día de la Santa Oscura y de la luna menguante en el signo del macho cabrío, empieza el fin de los herejes y de aquellos que les apoyan. ¡Dios lo ha querido! Las puertas de la ciudad se abrieron a nuestras oraciones en el primer día de combate y todos sus habitantes perecieron a la espada y al fuego como ejemplo, como escarmiento para los insumisos a la Iglesia de Roma. ¡Qué gran victoria! ¡Qué hermosa venganza divina!
Tardó en dormirse y cuando lo hizo soñó que, cual Jacob, luchaba contra un bello ángel de facciones airadas y al preguntarle cómo se llamaba, él respondió: «Fe».
Después, el ángel se transformaba en un horrible diablo cuyo abultado estómago se abría como las fauces de un gran pez que quería tragarlo. No necesitaba preguntar, sabía que su nombre era Orgullo.
«Dieus receptia las armas, si.l platz, en paradis! C'anc mais tan fera mort del temps Sarrazinis no cuge que fos faita ni c'om la consentís.»
[(«¡Dios acogerá sus almas, si así lo desea, en el paraíso! Pues tan horrible matanza ni en tiempos de sarracenos se hizo no creo que se hiciera entonces, ni que nadie la hubiera consentido.»)]
Cantar de la cruzada, II-21
Guillermo quería saber más sobre Pierre para iniciarle como su ayudante y traductor, pero el chico se negaba a contestar cuando le hablaba. El francés empezó con buenos modos, pero se fue enfureciendo con tan obstinado silencio y, cuando quiso intimidarle a golpes, el muchachito se hizo un ovillo y persistió en su mutismo tozudo. A veces, le miraba con aquellos ojos verdes, grandes, hermosos y llenos de lágrimas, limitándose a exhalar un gemido ahogado cuando le golpeaba más fuerte. El caballero se sentía cada vez peor.
Salía de la tienda desconcertado y paseaba por el campamento, casi sin contestar a los que le saludaban, meditando cómo hacer entrar en razón al chico. Si no lograba su colaboración, tendría que matarle y no sabía si podría hacerlo. No le hubiera importado si se mostrara arrogante, si empuñara un arma amenazando, si fuera fuerte como él, si no tuviera ese aspecto indefenso que pedía protección. Quizá al rescatarle de aquella chusma y salvarle la vida, se había establecido un vínculo invisible por el cual él, Guillermo, por alguna ley divina cuya comprensión se le escapaba, se había convertido en su protector y no podía dañarle. Definitivamente, él sería incapaz de acabar con ese muchacho triste que parecía buscar, desear la muerte. Guillermo llegó a esa certeza cuando su escudero vino a informarle que el chico sólo bebía un poco de agua, pero que no había probado la comida que le dejó. Se sorprendió al darse cuenta de que inconscientemente rezaba, pidiéndole a Dios que Pierre comiera, que entrara en razón. De lo contrario, por mucho que le pesara, no tendría más opciones.
–Si hay que terminar con él, le diré a mi escudero que lo haga, lejos, donde yo no lo vea ni oiga -murmuraba apenado.
La hueste, después dos días de descanso recuperándose de la fiesta, honrando a los muertos y cuidando heridos, iniciaba los preparativos para la mudanza. Los soldados cargaban armas y equipajes, las tiendas se desmontaban, la avanzadilla del ejército había ya emprendido la marcha hacia Carcasona.
Guillermo no podía quedarse y, en esas condiciones, tampoco podía cargar con el chico. Le había contado a Amaury la aventura del rescate de Pierre y la mucha utilidad que éste tendría para la misión que el abad del Císter le había encargado. Su primo le advirtió de que, si el legado papal supiera de su desobediencia a la estricta orden de exterminio, se enfurecería. Tampoco se lo podría contar a su tío Simón, pues éste reaccionaría peor aún. El poliglotismo del chico no era buena excusa; otros habría que hablaran a la vez oc y oíl, y más útil aún sería un eclesiástico local que supiera latín.
El chico se estaba quedando en los huesos y continuaba mudo; sólo miraba sin responder con sus grandes ojos verdes rodeados de ojeras que contrastaban con su hermosa cabellera oscura. ¿Estaría haciendo una endura, como se decía de los cátaros cuando se dejaban morir por inanición? No le volvió a amenazar, sólo a ratos intentaba persuadirle sin éxito.
Cuando sus familiares levantaron las tiendas y partieron con las tropas, Guillermo se fingió enfermo ante su tío Simón y dijo que en un par de días estaría recuperado para reunirse con ellos. Al quedarse sólo con su mesnada en el llano arrasado por el campamento y con la siniestra silueta de la ciudad destruida y aún humeante al fondo, Guillermo tuvo que rendirse a la evidencia. Tenía que ejecutar al chico y seguir a los otros. Era el desenlace temido y, al fin, le dijo a su escudero:
–Llévate a Pierre al río. Busca un remanso tranquilo, un lugar bello y lo degüellas sin que sufra. – No podrá andar. – Carga con él, pesa poco.
Sentía una gran ternura por aquel muchacho; quiso verle por última vez y, acercándose a la tienda, oyó sorprendido que sonaba en su interior, queda, su vihuela. Espiando, vio a Pierre, que, a pesar de sus fuerzas menguadas, la tañía sentado en su rincón; era una melodía melancólica, pero muy bella. Guillermo era hombre de habilidades y la música era una de ellas, aunque habitualmente sólo la usara para entonar esas canciones en latín vulgar, llamado goliardo, picantes y burlonas, que cantaba con otros colegas estudiantes para acompañar el vino de las tabernas. Pero, aun así, era diestro con la vihuela; sabía apreciar la buena música y a los que la supieran tocar.
–Si aún ama la música, también amará la vida. Y con esa esperanza licenció a Jean de su misión de sicario y fue a pedirle a su sargento de armas que le prestara su salterio.
Cuando entró en la tienda, Pierre dejó de tocar y, como habitualmente hacía, no respondió al saludo ni a las preguntas. Guillermo se sentó a su lado y, sin hablar más, entonó con el salterio la misma melodía que había escuchado al muchacho, aunque variando intencionadamente un par de notas. Al principio Pierre no dio señales de reaccionar y Guillermo repitió la melodía una y otra vez con el mismo error. De cuando en cuando, miraba disimuladamente al joven escudero comprobando si llamaba su atención, con la esperanza de que reaccionara ante unos fallos tan obvios. Al fin, Pierre, sin poderse contener, tomó su vihuela para entonar la melodía correctamente. Guillermo, disimulando una sonrisa, agradeció la enmienda y pulsó las cuerdas de su salterio, esta vez con un solo error. Sólo tuvo que insistir un par de veces y Pierre, que parecía incapaz de soportar tal estropicio, corrigió de nuevo. Al fin, el caballero lo hizo bien.
–Pierre, a ver si sabes tocar mi canción -y se puso a tañer el salterio.
El muchacho titubeó, pero Guillermo le iba tentando. Hacía sonar su instrumento y luego esperaba a que el chico tocara. No obtuvo respuesta en la mañana, pero insistió en la tarde. Salvar al muchacho se había convertido en un reto para el de Montmorency.
Al fin, después de mucho insistir, Pierre tomó de nuevo la vihuela y obtuvo la canción sin ningún error. Guillermo se mostró asombrado y le pidió que la repitiera. El chico obedeció y el caballero se puso a hacer un contrapunto. Al poco, ambos tañían en una bella armonía de músicas cruzadas. Era hermoso y una sonrisa de placer acudió a los labios de Pierre. Era la primera vez que le veía sonreír; su rostro se iluminó y, a pesar de su delgadez, el caballero se dijo que era un bello rapaz. Guillermo se felicitó pensando que el chico se comportaba cual potrillo que precisaba doma y cariño para hacer de él un buen caballo.
Cuando fui capaz de entender aquel gran desastre, quise morir, desaparecer, no sólo como Dama Ruiseñor, sino físicamente. No tenía apetito y las imágenes de mis seres queridos acudían una y otra vez a mi pensamiento. También la de Hugo, al que creía perdido para siempre.
El caballero que me salvó de los ribaldos se enfurecía con mi silencio y al principio me golpeaba, pero luego empezó a hablarme dulcemente y parecía preocupado. No sé cuánto tiempo estuve sin comer. Me sentía débil y sólo obtenía placer en mis recuerdos. Por eso no pude evitar tocar en aquella vihuela que encontré en la tienda la Canción del Ruiseñor. Y me sorprendí cuando ese hombre vino con un salterio e intentó torpemente interpretarla. No podía soportar que mi canción sonara tan mal, así que tuve que corregirle. Después, él tocó una suya y yo no quise seguirle, pero insistió una y otra vez, mañana y tarde. Al fin, terminé haciéndolo y él se puso a acompañarme en contrapunto. ¡Qué hermosa sonaba entonces la música! Sin darme cuenta, me sentí muy cercana a aquel caballero que me sonreía y de pronto el mundo, antes pozo oscuro sin esperanza, me ofrecía algo bello, un rayo de luz. Cuando dejamos de tocar, tomó mi mano y me dijo:
–Pierre, sé cuan dolorosa ha sido la pérdida de tu familia y amigos -me hablaba dulcemente, mirándome a los ojos-, pero Dios quiso que sólo tú, de toda la ciudad, te salvaras y que fuera yo quien te salvara. Está claro que el Señor tiene designios para ti y no puedes ofenderle dejándote morir.
Acarició mi mejilla y yo estallé en llanto. Esta vez él me tomó en sus brazos, me acunó y yo me acurruqué en ellos, y entre sollozos oía que me decía:
–Yo te protegeré, Pierre. Te trataré bien, pero necesito tu ayuda.
Fue a por comida; insistió, me rogó y terminé comiendo en sus manos como un animalillo. Y poco a poco empecé a recuperarme, tanto por sus cuidados como por la música que juntos tocábamos.
Me pidió que habláramos sólo en occitano, que le enseñara. También canciones. Parece que vio un juglar en Saint Gilles y quedó impresionado al observar el cariño que las gentes sienten por ellos. No sabía aún por qué, pero fui entendiendo que quería que yo fuera juglar con él recorriendo pueblos y hablando con los paisanos. Pero cuando estuviéramos con el ejército cruzado, debía convertirme en Pierre, un primo lejano suyo. Sería su paje. Terminé aceptando. Tenía la esperanza de encontrarme por los caminos con otro juglar, uno llamado Hugo de Mataplana. Quería vivir para verle y llorar mi pena en sus brazos.
«Vinum bonum cum sapore,
bibit abbas cum priore.
Et conventus de peiore
bibit cum tristitia.»
[(«El vino de buen sabor bebe el abad y el prior. Y los frailes, el peor tragan de mal humor.»)]
Canción goliarda Monasterio de Fontfreda
–No me extraña que el lugar se llame así -me dijo mi amo al cruzar el puente que daba entrada al monasterio de Fontfreda.
Una vez me repuse lo suficiente para desear vivir, acepté la propuesta del caballero como única alternativa frente a la muerte y me resigné a seguirle como paje. En lugar de continuar con la cruzada hacia Carcasona, él quiso ir en dirección a Narbona y, después de muchas millas, siguiendo un camino a través de llanuras de campos de labranza y viñedos, nos desviamos hacia una zona montañosa de pinares. Cuando el camino se hizo más intrincado, prácticamente en un barranco umbroso y encajado entre montes arbolados, apareció el monasterio del difunto legado papal Peyre de Castelnou.
–Los fundadores del cenobio realmente querían apartarse del siglo -continuó Guillermo-. A nadie se le ocurriría que en un lugar tan aislado y rústico habitara una comunidad tan grande.
Nos habíamos cruzado con varios monjes de origen plebeyo, los llamados «conversos», que vistiendo hábitos grises y cortos de verano, descubrían sus rodillas. Eran poco más que siervos, trabajadores agrarios que tomaron descanso de sus labores para contemplar la poco habitual imagen de dos jinetes a caballo. Sin duda, habrían avisado, de alguna forma, al convento, pues nos esperaban con el puente levadizo bajado, pero con la puerta cerrada como medida de seguridad. No hizo falta que llamáramos, ya que de ésta se abrió un ventanuco y alguien dijo en latín:
–Dios esté con vosotros, hermanos. ¿Qué deseáis?
Guillermo se irguió orgulloso en su caballo.
–Quiero ver al abad de inmediato -repuso también en latín-. Traigo un salvoconducto del abad del Císter y legado papal, Arnaldo Amalric.
Esto pareció impresionar a los del otro lado de la puerta; no en vano, Arnaldo era la máxima autoridad de su Orden.
–Aguardad un momento, por favor.
–¿Qué deseáis de nosotros, maese Guillermo? – interrogó el abad, servicial pero cauto. Era un hombre de mediana edad, entrado en carnes y que vestía hábito largo como correspondía a su origen noble.
–Estoy buscando unos documentos que vuestro antecesor, en su calidad de legado papal, custodiaba cuando lo asesinaron. Los sicarios se los llevaron.
–¡La herencia del diablo! – exclamó el abad.
–¿La herencia del diablo? – se extrañó Guillermo.
–Si, así llamamos a lo que cargaba la séptima mula.
–Y ¿en qué consiste?
–No sé más -repuso el abad-. Sólo conozco detalles de lo ocurrido. Varios de nuestros monjes acompañaban al beato Peyre cuando fue asaltado.
–Quisiera entrevistarles.
–Se remitió un informe a nuestro abad general Arnaldo y otro al Papa.
–Ya los leí. Ahora quiero hablar con ellos.
–El abad Peyre se hizo acompañar por frailes conversos que conocieran el uso de las armas. Son antiguos soldados que apenas entienden algunas palabras en latín. Yo os traduciré.
–Gracias, abad, prefiero que lo haga mi paje; él habla oc. Quiero interrogarles a solas.
Fray Benet no ocultó que antes de «retirarse del siglo» había sido soldado de fortuna, aunque ésta no le hubiera sonreído en demasiadas ocasiones, pero sí las suficientes para conservar su pellejo, y con eso le bastaba. Con casi cuarenta años se sentía bastante mejor en un convento rezando a Dios que en el campo de batalla acuchillando al prójimo, con riesgo de viceversa. Por lo tanto, había escogido una vida santa, pero larga, frente a otra impía y corta. Ya no tenía edad para eso.
Era un tipo aún musculoso, nervudo, un filósofo del pueblo cargado de ironía. Socarrón, acogió con regocijo disimulado a aquel joven que necesitaba un traductor y que blandía un pergamino, en el que el fraile no dudaba pondría cosas muy importantes, aunque él no las supiera leer, lo cual no le preocupaba en absoluto puesto que nadie se dignaba a escribirle.
Cuando supo que le quería interrogar sobre Peyre de Castelnou, repuso que antes rezaría por el alma del santo abad. Sin darnos tiempo a responder, se cubrió la cabeza con la capucha, puso sus rodillas desnudas en el suelo, ya que vestía hábito corto, y recitó por lo bajo unas salmodias ininteligibles. Eso nos obligó a nosotros a bajar la cabeza y a rezar lo primero que se nos ocurrió.
–Ese hombre es un cateto absoluto -comentó sin disimular su desprecio Guillermo cuando el fraile terminó sus plegarias-. Dile que, si el abad es santo, no tenemos que rezar por su alma, ya que estará en el cielo; más bien habrá que pedirle que él interceda por nosotros.
Hice la traducción, sólo de la segunda parte del comentario, y Benet se encogió de hombros con una sonrisa enigmática. Intercambiamos una mirada con Guillermo y le comenté en oíl:
–Creo que ya sabe eso.
–Luego cuestiona el primer supuesto -concluyó repentinamente interesado el franco-. Dile que nos cuente cómo era el abad.
Pero Benet dijo que llevaba hábito de verano y que sentía frío en el claustro de la abadía hundida en aquel escarpado valle, sin sol ya, y pidió que saliéramos al exterior. Guillermo, que había observado miradas recelosas del fraile, pensó que el temor a ser oído habría contenido la locuacidad del hombre y aceptó encantado.
Subimos por un caminillo serpenteante que nos condujo por la ladera del monte hasta un pinar iluminado por el sol de la tarde. Desde aquella altura se divisaba a nuestros pies, hundida, toda la abadía y, una vez Benet comprobó que estábamos completamente solos, se sentó satisfecho en una piedra. Nosotros le imitamos y, al ver que sin ninguna preocupación el hombre exponía sus partes pudendas, que su corto hábito descubría al calorcillo del sol, decidí discretamente cambiar de asiento.
Estaba escandalizada; los verdaderos frailes, los nobles, apenas mostraban sus manos y cara. Aquel hombre era un impío que quizá buscara provocarnos.
–Dice que quiere saber por qué preguntáis, a quién se lo vais a contar y quién hará uso de lo que él diga -traduje para Guillermo.
Éste me hizo responder que el abad del Císter deseaba encontrar la carga de la séptima mula y que él no tenía por qué repetir a nadie lo que nos dijera.
–Prometedlo por la salvación de vuestras almas -disparó el fraile cuando oyó eso.
Guillermo estaba tan ansioso por saber lo que el hombre nos quería contar que me hizo prometer a mí también cuando él lo hizo.
–El abad Peyre odiaba al conde de Tolosa por las disputas que mantenían a causa de las rentas y beneficios que según él pertenecían al monasterio y que le arrebataba. También decía que el conde era un hereje, que protegía a los judíos y que quería destruir a la Iglesia católica -soltó Benet con las ganas de quien se había contenido por mucho tiempo-. Tenía mal genio y, cuando se enfadaba, descargaba su vara en las espaldas de los frailes conversos.
–Entonces, el conde de Tolosa se cansó de él y lo hizo asesinar -repuso Guillermo-. Defendía a la Iglesia de Roma y murió mártir. Es un santo.
Yo me cuidé bien de traducir con énfasis lo último, sabía que mi amo quería provocar al monje. Yo disfrutaba aquello; allí había gato encerrado y me picaba la curiosidad.
–Si es santo, le harán patrón de los vareadores -repuso Benet con su sorna meridional-. Y su primer milagro sería que precisamente el conde de Tolosa le hiciera mártir a él gracias a verdugos franceses.
–¿Qué? – exclamó Guillermo.
La sonrisa del monje demostró la satisfacción que le causaba la sorpresa del joven y abrió y cerró las piernas golpeándose las rodillas una con otra, aireando aquello que tanto le gustaba mostrar, en señal de regocijo.
–Que he recorrido Occitania, desde la Aquitania a Montpellier y desde Albí a Narbona, esquilmando a campesinos y arrieros con los impuestos, primero, de nobles, en especial del conde de Tolosa, y después, de obispos y abades, por cuya gracia conseguí este santo retiro y conozco todos los acentos con los que las gentes de aquí se lamentan al pagar. Ellos no eran de los nuestros. Eran francos.
–¿Cómo lo supo? – preguntó Guillermo, que estaba en vilo-. ¿Es que hablaron?
–Sí, el que mandaba, que fue quien ensartó al mártir, ordenó a los suyos, cuando casi les teníamos encima, que nos apartaran. Me sonó a como habláis entre vosotros.
–Dicen que el asesino huyó a Beaucaire, pero nadie fue a detenerlo. Pensaba investigar allí.
–Ahorraos el viaje -dijo Benet sonriente-. No encontraréis nada; allí se habla occitano.
–Que me cuente cómo fue la acción -me pidió Guillermo.
El fraile, quizá añorando los viejos tiempos, relató con todo lujo de detalles, gesticulando, el ataque y cómo los monjes se vieron sobrepasados por los caballeros y la herida mortal del abad.
–¿Cómo era el jinete que lo mató?
–Era grande, tenía calada la celada del casco, sin insignias, con una capa de piel y montaba un poderoso destrer pinto.
–¿Y los otros cuatro?
–Obedecían y se notaba, por los caballos que montaban, por su aspecto y su actitud, que eran inferiores al primero.
–¿Qué tenéis que decir de la herida de Peyre? No parece normal.
–Así que la habéis visto…
–Sí.
–No pude ver cuando le hirieron. Fue muy rápido, pero me di cuenta después, cuando le sacamos la azcona.
Guillermo se quedó pensativo y yo no sabía de qué estaban hablando. ¿Qué tendría de particular esa herida?
–El abad Pons de Saint Gilles dice que el santo Peyre clamaba que hasta que uno de los legados no derramara su sangre no se podría abatir la herejía…
Mi amo cambió de repente de tema, sin duda con la intención de provocar de nuevo a Benet y que éste acabara de soltar su ya locuaz lengua. El monje bufó, para enseguida reírse de buena gana.
–El abad Pons no tiene ni idea de cómo es su «santo», ni creo que jamás le viera vivo y, naturalmente, tampoco saboreó su vara. Yo sí probé bien ese plato, no en vano anduve mucho camino con el buen abad Peyre y nunca le oí decir tal cosa.
–¿Que Pons de Saint Gilles no conoció a Peyre de Castelnou?
–¡Claro que no! – exclamó irritado el monje-. Cuando el «santo» vivía, él era Pons de Poblet y el abad de Saint Gilles era Rainier, un benedictino que murió de forma extraña al poco de llegar unos misteriosos monjes italianos que pasaban el tiempo en la botica y que se encargaron del cadáver del mártir, sin duda para hacerlo santo. ¿Y por qué creéis que siendo abad de Fontfreda el cuerpo recibió sepultura en Saint Gilles?
Le traduje a mi amo la verborrea excitada. Guillermo ocultaba la satisfacción que le producía lograr que ese fraile, que no había perdido sus modales de mercenario fanfarrón, soltara todo lo que guardaba y se encogió de hombros sabiendo que el hombre no podía callar ya.
–Pues porque Fontfreda está lejos de los caminos, encajada entre los montes y no es conveniente para la promoción de un santo. Saint Gilles es lugar de paso, de peregrinación, y con un mártir oliendo a santo y un abad bobo cantando las virtudes de éste sin haberle conocido y entregado por completo al servicio de abad del Císter, el negocio santero marchará bien… Y así estuvo despotricando hasta la puesta de sol.
«La ost fo meravilhosa e grans, si m'ajut fes: vint melia cavaliers armatz de totas res, e plus de docent melia, que vilas que pages.»
[(«Grande era el ejército, a fe mía, e inusitado; veinte mil caballeros completamente equipados y más de doscientos mil campesinos y villanos…»)]
Cantar de la cruzada, II-13
Al llegar a nuestro destino, el camino se empinó hasta la cima de una loma y me quedé boquiabierta contemplando el espectáculo que se extendía a nuestros pies. Miles de tiendas, vivaques y pequeños fuegos que alzaban sus columnas de humo se extendían por millas y millas de terreno ondulado, rodeando una impresionante ciudad amurallada; era muy grande y estaba encaramada en una colina que la situaba bastante por encima de sus sitiadores. Nosotros llegábamos por el camino de Narbona y más allá de la villa brillaban las aguas del río Aude. La ciudad era sin duda muy próspera, ya que, fuera de sus poderosos muros y fosos, se desparramaba en dos grandes burgos, uno al sur amurallado y otro al nordeste, hacia el río, más reciente y protegido sólo por terraplenes y empalizadas de piedra y madera con torres en sus puertas.
Llegamos a Carcasona el 2 de agosto, un día después que el ejército, ya que a pesar de nuestra salida tardía de Béziers y de la visita a Fontfreda, al cabalgar con escaso equipaje, habíamos recuperado casi todo el tiempo en relación a la lenta infantería y a los carros.
Era domingo y, respetando el día del Señor, ni sitiados ni sitiadores luchaban y allí, en los labrantíos, viñedos y bosquecillos, acampaban en mejores o peores condiciones más de doscientas mil almas. El espectáculo era asombroso, pero el despliegue no pareció impresionar a Guillermo, que azuzó a su caballo como si tuviera prisa y yo tuve que seguirle de inmediato. Preguntando, llegamos con relativa facilidad a la zona de los francos y a las tiendas de los Montfort, que alzaban sus estandartes con un altivo león rampante. El eficiente Jean se nos había adelantado con las tropas de Guillermo y las tiendas estaban montadas junto a las de la familia. Mi amo continuaba extraño y al atar nuestros caballos estuvo palpando y acariciando las monturas, pensativo. Me dijo que él tenía que hacer y que yo me fuera a dar una vuelta por el campamento. Sobre mi cota vestía una túnica con el león y la correspondiente cruz roja bordada.
–Con esos blasones y vuestro buen dominio de la lengua de oíl, nada tenéis que temer -me dijo.
Era extraño pasear sola entre hombres sintiendo la seguridad de ser uno más de ellos. Era un campamento variopinto y los nobles colgaban sus divisas en las tiendas, delimitando el terreno ocupado por sus tropas con sus colores. Los más ricos, como el conde de Nevers, de Saint Paul o el duque de Borgoña, tenían hermosos pabellones con mullidas alfombras, tapices y sedas. A mí me encantan las buenas monturas y disfrutaba deteniéndome en las caballerizas de los grandes nobles para contemplar el buen porte de los animales. Los había de distintos tipos, desde los destrers pesados y poderosos, entrenados para el choque en combate, a bellos y ligeros alazanes de paseo.
Sin embargo, pronto me di cuenta de que incluso en mi nueva condición debía cuidarme. Como joven efebo, también despertaba el interés de ciertos hombres y así lo demostraban con silbidos o comentarios. Un escudero llegó incluso a palparme la nalga y cuando eché mano a mi daga, se fue riéndose a carcajadas.
El campamento era como una ciudad gigantesca, plantada a distancia prudencial de las puertas de la ciudad para prevenir tanto las saetas como un ataque por sorpresa de la caballería occitana. Se habían empezado a construir algunas empalizadas y pequeños fosos en ciertos lugares en los que se montaba guardia y, aunque no se trabajara aquel día, los carpinteros lo tenían todo dispuesto para la fabricación de piezas y el ensamblaje de máquinas de guerra.
Pero la gente estaba alegre; era domingo, todos habían obtenido algún botín en Béziers y, convencidos de que habría combate el lunes, se apresuraban a gozar del momento. Sabían que de morir el día siguiente, como cruzados, irían al cielo por mucho que pecaran. Por lo tanto, intentaban disfrutar al máximo de los que quizá fueran sus últimos momentos en este valle de lágrimas, buscando risas y placer.
Los carromatos de taberneros y barraganas, establecidos en zonas estratégicas, no daban abasto con tanto negocio; el cobre, la plata e incluso el oro, aunque también distintas mercancías procedentes del expolio de Béziers, cambiaban de manos con rapidez. Había cánticos, danza y también algún tumulto. Vi a dos mujeres que por sus pinturas debían de ser prostitutas peleándose en el polvo, en medio de un corro de hombres riéndose, vociferando y apostando como si se tratara de gallos. De cuando en cuando, se arrancaban una pieza de ropa hasta terminar prácticamente desnudas y, a pesar de mi poca experiencia en esos asuntos, pronto colegí que ni se pegaban ni arañaban con la ferocidad que sus gritos y gestos proclamaban. Era una pelea amañada que, además, incitaba al negocio de la lujuria; alguien obtendría mucho dinero tanto de las apuestas como de los cuerpos.
Entonces me pregunté qué hacía yo allí. Cuando pensaba que era Pierre, sentía deseos de vivir, de aprender, de contemplar todo lo nuevo, bueno y malo. Pero cuando recordaba que antes fui Bruna, la Dama Ruiseñor, se me partía el corazón de pena y deseaba el fin de mis días.
Entonces, un ansia incontenible de llorar y rezar por los míos me invadió y quise refugiarme en la tienda de Guillermo. Pero me di cuenta de que no sabía regresar a ella y, después de orientarme con referencia a los muros de la ciudad, me puse a andar entre los vivaques hacia donde yo creía que estaban las tiendas de los nobles francos. Al poco, percibí que estaba cruzando por una zona de ribaldos. Se agrupaban alrededor de pequeñas lumbres y todas sus pertenencias consistían en hatillos de leña, cuencos con los que cocían sus legumbres y tocino, cazos para agua, pan y un macuto donde poca cosa cabía. Alrededor de los fuegos había mujeres e incluso niños; todos iban descalzos y vestían poco más que pieles. Era chusma que nada tenía en su lugar de origen, por lo que nada podía perder. La cruzada era su gran oportunidad de alimentarse sin mayores trabajos y, si eran afortunados, conseguir un botín que mejorara su suerte en la tierra. O la muerte, que sin duda los situaría en un cielo bastante más apetecible para ellos que para los ricos.
A pesar de que sólo llevaban dos días en el lugar, aquello era nauseabundo. La aglomeración de gentes, el calor y las heces humanas que se iban acumulando sólo dejaban respirar con la brisa. Los nobles y sus tropas hacían sus necesidades en las caballerizas, que se limpiaban cada día, transportándose el estiércol lejos. Nada de eso ocurría con los ribaldos, a quienes, acostumbrados a la promiscuidad en sus lugares de origen, no les importaba defecar e incluso hacer el amor delante de los demás y a pleno día. También allí corría el vino y me di cuenta de que yo, vistiendo ropas lujosas y calzando borceguíes, peligraba en aquel lugar. Incluso la daga que lucía al cinto era algo codiciado por aquellas gentes. De repente, se me ocurrió que podía encontrarme con los que me atacaron en Béziers; Guillermo no acudiría esta vez en mi ayuda y ellos tomarían venganza en mí por sus compañeros. Mucho había deseado la muerte, pero, cuando me vino el pensamiento de ésta en manos de aquellos individuos, sentí terror, incluso náuseas. Creía que todos me miraban y, sin querer correr, empecé a acelerar mi paso para salir de allí, pero en lugar de eso me adentraba cada vez más en aquella madriguera gigante. No entendía bien su jerga. Era lengua de oíl, aunque plagada de argot, pero supe que hablaban del paje. Se daban voces y silbaban para alertarse, para que sus vecinos se fijaran en mí. Estaba muy intranquila. Apresuré más mi marcha, deseaba ser invisible, pero ahora tenía la plena convicción de que todos me miraban, y se mofaban algunos entre risotadas. ¿Verían el miedo en mis ojos?
Entonces fue cuando me encontré de frente con un barbudo enorme, vestido sólo con un taparrabo de piel y una garrota al cinto, que me cortaba el camino. Empezó a increparme sobre mi aspecto pulido y afeminado. Se formó un corro de curiosos y la amenaza de mi puño sobre la daga no parecía intimidarle lo más mínimo. Al poco, me insultaba abiertamente entre las risas de los mirones y después pasó a empujarme. Miré a mi alrededor calculando dónde podría haber un hueco y de un empellón me escurrí entre aquellas gentes. Nadie me sujetó y empecé a correr tanto como pude.
Se formó una gran algarabía, los gritos crecieron, también las risas, y muchos se lanzaron a perseguirme. Poco duró mi carrera; enseguida me encontré a unos cuantos esperándome con los brazos abiertos. Era el fin. Entre risas y burlas fueron estrechando el cerco. Noté que una gran mano me asía por la nuca y vi cómo el hombretón que antes me detuvo se abría paso hasta mí.
–Primero nos vas a dar todo lo que llevas -dijo. Cuando fue a quitarme la sobrevesta con las armas de los Montfort, empecé a patear tratando de liberarme a toda costa de las muchas manos que me sujetaban. Sabía lo que me esperaba cuando vieran que era mujer. Había deseado la muerte, pero no la quería en aquel momento y menos de una forma tan humillante y horrible.
Perdí la daga, el cinto, los borceguíes. Desesperada, me debatía con todas mis fuerzas gritando socorro aun a sabiendas de que nadie acudiría en mi ayuda y que eso sólo les hacía reír más. Mil pezuñas me tocaban, olía su aliento, el tufo a vino, su sudor, el odio que sentían por los señores que les explotaban y a quienes yo recordaba con mi aspecto.
Sólo la cota de malla protegía el secreto de mi feminidad y vi la desdentada sonrisa de triunfo del tipo que primero me agredió cuando iba a sacármela. Pero de pronto alguien sujetó su mano mientras una voz profunda decía en un argot que apenas comprendí:
–¡Deteneos, estúpidos!
Era un hombre grande, de mediana edad y que parecía muy fuerte. Vestía telas caras, aunque desaliñadas y pensé que procedían de Béziers. Ceñía su pelo largo con una especie de aro de cobre que se asemejaba a una corona, llevaba espada y detrás de él aparecieron otros que parecían secundarle. Me soltaron y caí pesadamente al suelo. Sudaba y mi corazón latía desaforado.
–¡Estáis locos! – volvió a increpar el hombre con su vozarrón-. ¿Queréis que los nobles nos ataquen esta noche y maten a mil de los nuestros por culpa de ese miserable pajecillo?
–Nadie tiene por qué saberlo -dijo el que lideraba a los agresores.
–¡Desgraciado! – repuso el jefe-. Antes de que se ponga el sol, diez de los que están aquí ya habrán corrido a contárselo a los curas, y éstos a Simón de Montfort.
Medio incorporada en el suelo, pude ver la impresión que tal nombre causaba en aquellas gentes.
–Es el más duro y valiente de los cruzados -continuó el hombre- ¿No veis su león rampante en la túnica de este muchachito? Vendrá más por su honor que por vengar a este infeliz y hará una matanza. ¡Devolvedle todo al chico!
Se hizo un gran silencio mientras unos miraban a los otros y, poco a poco, obedientes, fueron depositando a mis pies todo lo robado. El hombre actuaba como rey y sin duda tenía poder de vida o muerte entre aquellas gentes.
–Vestios, señor -me dijo con ojos entornados de mirada astuta y un deje irónico.
Yo lo hice mientras unos y otros le cuchicheaban al oído. Cuando terminé, me cogió del brazo, me condujo entre aquellas gentes y empezó a hablarme.
–Yo os devolveré sano y salvo al lugar de los nobles.
Emprendimos la marcha escoltados por los que parecían su guardia y al rato me dijo:
–Dad gracias a Renard, el Rey Ribaldo, de vuestra fortuna. Y hacédselo saber a vuestro señor, Simón de Montfort.
–Gracias -musité.
–Pero sabed que me debéis la vida -dijo en voz más baja- y todo el mundo tiene que pagar sus deudas con el Rey Ribaldo.
Yo no discutí, sólo deseaba encontrarme dentro de la tienda de Guillermo.
–Me han dicho dos cosas muy interesantes -bajó más la voz y se detuvo susurrándome al oído-, la primera es que vos sois de Béziers, quizá el único de sus habitantes que salvó la vida.
Le miré sorprendida. Me habían reconocido y sin duda sabría ya la historia de Guillermo rescatándome a costa de la vida de dos de los suyos.
–Así que fue uno de los Montfort el que desobedeció al abad del Císter… Vaya, vaya. Y además, hay otra cosa…
Callé de nuevo y miré los ojos azul desvaído, fríos, del hombre.
–Uno quiso retorceros las partes hace un momento, durante el tumulto. Y no las encontró.
Soltó una carcajada y sus labios susurraron entre los cabellos que cubrían mi oreja:
–Renard sabe ya tres secretos: sois mujer, escapasteis con vida de Béziers y fue gracias a un Montfort.
«Cant Papostolis saub, cui hom ditz la novela que sos legatz fo mortz, sapehatz que no'lh fo bela.»
[(«Cuando al Papa dieron la noticia de que su legado (Peyre de Castelnou) había sido asesinado, quedó muy consternado.»)]
Cantar de la cruzada, I-5
Durante el camino de Fontfreda a Carcasona, Guillermo de Portmorency, taciturno, iba rezando en silencio, pidiendo equivocarse.
Su investigación le recordaba un sueño angustioso en el cual él se adentraba en una densa niebla para cazar un jabalí y cuando, creyendo tener al animal a tiro, iba a clavarle su pica, descubría que era la grupa de su caballo y que estaba a punto de ensartar su propia espalda.
Aquel endiablado asunto de la búsqueda de los legajos de la séptima mula se había convertido en una pesadilla idéntica al sueño. Las conclusiones de su investigación le abrumaban.
A su llegada, tomó un refrigerio rápido en la tienda que tan eficientemente había hecho montar Jean y después envió a Pierre a que curioseara por el campamento. Fue a rendir sus respetos a su tío Simón y tan pronto se encontró con su primo le dijo que le acompañara a su tienda, que le tenía que hablar.
–Ya hace varios años que montas ese hermoso destrer bretón pinto -le dijo tan pronto se aseguró de que nadie les oía.
–¡Claro, primo! – repuso éste sonriente-. Es un buen bruto de seis años y nos ha acompañado en nuestras aventuras. ¿Por qué preguntas eso?
Guillermo le miró, muy serio, a los ojos.
–Porque eres zurdo como el caballero que ensartó por la espalda al legado Peyre de Castelnou. No hablaba occitano y montaba un caballo igual al tuyo. Y precisamente el asesinato ocurrió aquel enero, hace año y medio, cuando tú ibas de camino a una descabellada peregrinación a Santiago de Compostela. Te dije que no fueras, no en invierno, pero tú insististe para luego regresar diciendo que los puertos de las montañas estaban intransitables. Yo me estuve lamentando de cómo mi primo podía cometer tal simpleza. No era simpleza, era una excusa.
Amaury de Montfort le sostuvo la mirada en silencio.
–Tú le mataste -acusó Guillermo tratando de encontrar respuesta en el azul profundo de los ojos de su primo.
–Sí, fui yo -repuso éste sin alterarse.
Guillermo hubiera esperado que su primo lo negara, que le persuadiera de que estaba equivocado, pero éste aceptaba serenamente la culpa de aquella monstruosidad. Sorprendido por la aparente calma de Amaury, se mantuvo en silencio por unos instantes mientras los pensamientos se agolpaban en su mente. ¿Cómo podía estar tan tranquilo siendo responsable de semejante crimen y de las terribles consecuencias que éste provocó?
Había crecido junto a su primo, pensaba conocerle y se dijo que aquello no era propio de él.
–¡Pero, entonces, toda esa gente de Béziers ha muerto por una mentira, ha muerto por nada! – exclamó.
–¿Y si el sicario hubiera trabajado para el conde de Tolosa, habrían muerto por algo? – repuso Amaury, que sin duda se había planteado ese asunto antes.
Guillermo le miró atónito, mudo. Su primo no acostumbraba a ser muy sutil, pero en aquel momento le parecía, incluso, cínico. Estaban hablando de más de veinte mil personas masacradas sólo unos días antes. Y no serían las últimas.
–Yo sólo he matado a un hombre, primo -parecía como si le leyera los pensamientos-. Yo sólo respondo por uno ante Dios -sonreía- y además, gracias a mí, le harán santo.
–Pero…
–Y eso ocurrió antes de la cruzada -Amaury amplió su sonrisa- y como todos nuestros pecados nos son perdonados…
–Esas palabras no son tuyas.
–Qué importa de quién sean. Vivimos tiempos excepcionales y nosotros somos instrumentos de Dios.
–O del diablo.
–De Dios, primo. Nosotros estamos con Dios.
–¿Y en qué planes de Dios entró el asesinato de Peyre de Castelnou?
–Él es ya un mártir de la Iglesia. Su muerte fructificará en grandes bienes para la cristiandad.
–Eso es lo que dice el abad del Císter… ¿verdad?
–Sí, eso dice -repuso Amaury convencido.
Guillermo miró esta vez con curiosidad la faz de su primo. Estaba seguro de lo que decía; no sentía remordimientos; él sólo ejecutaba parte de un plan mucho más amplio, de una trascendencia inmensa, que ni siquiera era capaz de vislumbrar. Tenía eso llamado fe.
Fe en el clan Montfort, fe en su padre Simón, fe en el abad Arnaldo, fe en lo que éste representaba y, por supuesto, fe en Dios. Un Dios que otros le dibujaban.
Ahora encajaban muchas de las piezas del rompecabezas. Arnaldo le encargó que encontrara los documentos, pero no al instigador del asesinato, porque el propio abad del Císter lo era Aunque tampoco parecía preocuparle si, en buena lógica, al investigar buscando el objeto, encontraba al ejecutor. Porque éste era su propio primo y Arnaldo sabía cuan unido estaba el clan Montfort y en especial ambos jóvenes. Sin el asesinato de Peyre de Castelnou y la culpa atribuida al conde Raimon de Tolosa; sin ese «casus belli» jamás hubiera logrado las adhesiones para conseguir un ejército cruzado de aquel tamaño. Seguramente, ni siquiera el papa Inocencio III hubiese lanzado el anatema sobre el conde, proclamando la cruzada. La santidad de Peyre de Castelnou había sido determinante para conseguir apoyos y ésta se basaba en las circunstancias mártires de su muerte y en que «casualmente», al mover su cuerpo meses después, éste estaba incorrupto, despidiendo «olor de santidad». Recordó a los frailes italianos que, también «casualmente» y en una fecha tan extraña como enero, pasaban por Saint Gilles para que el abad les encargara preparar el cadáver. Y, como apuntó el fraile Benet, fue casual que el abad de Saint Gilles, que en enero disfrutaba de excelente salud, muriera de repente en febrero coincidiendo con una visita de Arnaldo a la abadía. Cuanto más lo pensaba, más se maravillaba Guillermo de lo grandioso del plan. Era una sarta de pequeños acontecimientos que a su vez provocaban otros mayores y que estaban cambiando el mundo conocido.
–¿Y qué hay para los Montfort en todo eso? – quiso saber Guillermo-. Ahora ya me lo puedes contar todo. ¿Qué nos ofrece el abad del Císter?
–El vizcondado de los Trencavel: Carcasona, Béziers y Albí y posiblemente los condados de Tolosa y Foix.
Guillermo le miró sorprendido. La excomunión de un noble llevaba aparejada su desposesión y que sus propiedades pasaran a pertenecer a uno digno a ojos de la Iglesia, autorizado y apoyado por ésta. Pero generalmente era sólo un arma para doblegar a los nobles; no se llevaba a sus últimas consecuencias y terminaba en una negociación cuyo resultado era el regreso de las ovejas descarriadas al redil. Y su primo hablaba de territorios inmensos que incluían los del conde de Tolosa, recién reconciliado con Roma y que acompañaba a la cruzada. Los planes del legado eran a largo plazo; pronto volvería a excomulgar al conde Raimon VI.
–¿Pero no les correspondería antes a los grandes, al duque de Borgoña, al conde de Nevers, o al de Saint Pol?
–Todo está pensado -se sonrió Amaury-. Ésos son muy ricos y están aquí con bastante disgusto. En realidad, no les hace ninguna gracia ver que se desposee a un noble tan grande como ellos así, tan fácilmente. Les hace sentirse pequeños y consideran que va contra el derecho feudal. Volverán a vigilar sus posesiones tan pronto termine su compromiso de cuarentena. Además, el legado papal exigirá al nuevo vizconde que se quede en Carcasona personalmente con sus tropas y con quienes pueda reclutar, resistiendo todo el invierno hasta que los cruzados regresen de nuevo en verano.
–Parece pensado a medida de tu padre.
–Sí, de mi padre y de su heredero.
–Tú, Amaury de Montfort.
–Sí, y también para el futuro obispo de Tolosa: Guillermo de Montmorency – sonriente, Amaury puso su mano derecha en el hombro de su primo-, el hijo del hermano de mi madre. El más listo, el más culto de la familia, el mejor jugador de dados…
Amaury se puso a reír, sin duda recordando aventuras pasadas.
–Creo que el abad del Císter es mejor jugador que yo -dijo pensativo Guillermo-. Él también usa dados trucados.
Su primo se encogió de hombros, divertido, para volver a reír a carcajadas.
–¿Te imaginas que le invitemos a una partida?
–¿Qué es lo que contienen esos documentos que le quitaste a Peyre? – preguntó sin unirse a las risas. Amaury le miró aprensivo. – No lo sé -repuso-. El abad del Císter nunca quiso hablar de ello.
–¿Por qué quería matar a la Dama Ruiseñor?
–Tampoco lo sé.
Ambos quedaron en un silencio taciturno y al poco Amaury, poniendo esta vez ambas manos en los hombros de su primo, le dijo:
–Guillermo, siempre has sido rebelde e inquisitivo. Basta de preguntas, no voy a responder nada más por hoy. Los Montfort tenemos un trato con Arnaldo Amalric, abad del Císter y legado papal. Es un muy buen trato y ahora nos toca obedecer. Se arriesga mucho; es un juego peligroso, pero el premio es grande. El abad dice: «Aquello que no debas saber y no sepas nunca te hará daño». Yo no soy tan listo como tú, pero puedo leer una amenaza en esa frase. Cumple tu parte, obedece y no hagas más preguntas; ya sabes demasiado. Relájate y descansa, mañana entraremos en combate y los Montfort debemos demostrar que somos dignos de nuestro destino.
–Yo no combatiré mañana.
–¿Por qué? ¡Es la gran batalla que hemos esperado desde que éramos niños! – Ésta no es una guerra justa. – ¿Y qué es una guerra justa? Guillermo era bueno en derecho y dialéctica, podía responder, pero no lo hizo. Ni
siquiera sabía si su primo preguntaba cándidamente o sólo para que la cuestión quedara flotando en el aire. Ante su silencio, Amaury tiró de él, le dio uno de sus abrazos de oso y un beso en cada mejilla.
–No te enfrentes al abad, Guillermo -le dijo-. Sabes demasiado y debes serle fiel. Te quiero, primo, y no deseo que te ocurra nada malo.
«Mais li barón de l'ost se son tant esforsetz que lo borc lor an ars trastot tro la ciptetz que Taiga lora n touta, qu'es Audes apeletz.»
[(«Mas los barones de la hueste tanto se esforzaron
que incendiaron el burgo, reduciéndolo a cenizas
y del río llamado Aude las aguas les quitaron.»)]
Cantar de la cruzada, III-28
Mi encuentro con los ribaldos me agotó tanto que dormí con una profundidad absoluta, sin recordar penas, miedos ni esperanzas, pero de madrugada me despertaron los gritos, el ruido de herrajes, el relincho de los caballos. Amanecía y el campamento se preparaba para el ataque. Vi que mi señor se lavaba la cara con el agua de un barreño que había dentro de la tienda y, levantándome de un salto, fui a ayudarle con su equipo; la cota de malla, las espuelas y la sobrevesta con el rojo león rampante de los Montfort, ya que, pese a ser él un Montmorency, obedecía a su tío Simón y luchaba con sus insignias. No se le veía alegre y, aunque ciñó espada y daga, me dijo:
–Hoy, tú y yo veremos la batalla desde una colina.
Se fue a desayunar con los líderes del clan y dio las instrucciones a sus hombres para que lucharan bajo las órdenes de Amaury.
A su regreso, montamos nuestros caballos, pero en lugar de dirigirnos al llano, donde desde varios estrados los curas cantaban misa para los distintos grupos del ejército, fuimos hacia una colina que ofrecía una excelente vista sobre el burgo de San Vicente.
Ése era el arrabal que se había extendido hacia el nordeste, fuera de las grandes murallas. Estaba protegido sólo con un foso y un terraplén coronado con muretes de piedra y empalizadas de madera que se elevaban pocos metros. Se notaba que habían sido reforzadas a toda prisa.
El ataque ya había empezado; las petrarias lanzaban decenas de cascotes y cantos rodados sobre las defensas del burgo, obligando a los de Carcasona a esconderse, y hacían saltar en pedazos sus defensas de madera. También las catapultas, que alcanzaban mayor distancia, vomitaban fuego griego sobre las techumbres de las casas, más allá de las empalizadas, provocando los primeros fuegos. Me di cuenta de que todos esos artilugios estaban colocados en la parte este y así se lo hice notar a Guillermo.
–El ataque será por ese lado -me dijo-. Aprovecharemos que el sol, al elevarse, les dará en los ojos. Además, es el lugar más alejado de los altos muros de la ciudad; los ballesteros de ésta no nos podrán herir y el terreno es llano. Sólo hay que vencer sus defensas.
Vi que las misas habían terminado y que desde sus altas tarimas los sacerdotes ya hisopaban con agua bendita a los combatientes. Grupos de frailes en formación, que portaban cruces sobre altas picas, se dirigían hacia el burgo cantando a coro Veni creator spiritus, los soldados se unieron a la salmodia, siguiéndoles. Los frailes se detuvieron poco antes de la zona de alcance de los dardos de las empalizadas, pero desde allí continuaron con sus cantos cada vez más potentes. Lo hacían con furia, con rabia y conferían un coraje fanático a los asaltantes. Acto seguido, cientos de arqueros con los colores de los nobles se les adelantaron y unieron sus dardos a la lluvia de piedras de la artillería. ¿Cómo alguien podría atreverse a asomar la cabeza entre las empalizadas del burgo?
Fue entonces cuando sonaron las chirimías, los tambores, las gaitas y las trompetas en una estruendosa algarabía que se mezcló con las salmodias. Era la orden de ataque.
Decenas de grupos de ribaldos portando largas escaleras se lanzaron hacia el foso con gran griterío y, apoyándolas sobre las paredes, empezaron a escalar mientras rocas y dardos continuaban cayendo sobre los defensores. Éstos empujaban las escaleras con largas pértigas para hacerles caer, repeliéndoles con piedras, lanzas y flechas, pero, al exponerse a los arqueros cruzados, se desplomaban heridos. Muchos ribaldos también se precipitaban a los fosos, aunque muchos más conseguían alcanzar las almenas y luchar cuerpo a cuerpo con los de adentro.
Pero al tiempo, los zapadores extendían caminos de tierra y piedras sobre el pequeño foso en múltiples lugares, entre ellos la puerta sur. Los defensores ocupados con los asaltantes no podían atender a ese nuevo peligro. En pocos minutos grupos de soldados, cubriéndose con sus escudos, corrían empujando gruesos troncos a modo de ariete que iban reventando paredes y puertas.
–Fíjate en esos grupos de caballeros escondidos en el bosquecillo -Guillermo señalaba hacia un enclave en el camino de la llamada puerta de Narbona-. Están esperando a que el vizconde Trencavel salga en ayuda de los sitiados y ataque a los cruzados por la retaguardia. Dicen que es modelo de caballeros. Seguro que liderará la carga. Su objetivo es matarlo.
–¿A él sólo?
–Si cae Trencavel, la ciudad se rendirá.
–No parece un plan muy caballeroso -repuse-, ¿verdad?
Guillermo sonrió triste, se encogió de hombros y dirigió su atención de nuevo al burgo. Aproveché su concentración para mirarle; ése era el hombre que quería matarme, que lo haría de saber quién fui, y, sin embargo, su compañía me tranquilizaba, en especial después de mi nuevo encuentro con los ribaldos. Era un muchacho atractivo, de pelo rubio ensortijado y ojos azules, curiosos a veces, apasionados otras. ¡Era tan extraño que me sintiera segura a su lado…! Pero yo no tenía a nadie en quien apoyarme, con quien compartir mi angustia y pensé que en otras circunstancias Guillermo hubiera sido un buen confidente, pero ni siquiera a él me atreví a contarle el incidente del día anterior. ¡Tenía tanto que ocultar!
–¡Mira! – su grito me sobresaltó-. ¡Los Montfort serán los primeros en entrar en el burgo! – señalaba con el dedo y brincaba de alegría como un chiquillo.
En efecto, un grupo de caballeros que lucían en sus pendones el león rojo rampante de Montfort se lanzaba al galope, saltando entre cascotes por una de las brechas en las defensas. Les seguía un nutrido grupo de lanceros a pie. Cuando los muros ocultaron la lucha en su interior, Guillermo se impacientó.
–¡Dios mío, cuánto daría por estar allí! – murmuraba.
Mientras, el resto de cruzados penetraban en el burgo por otras brechas. Era obvio que los de dentro no podrían aguantar.
–¿Vais a matar a todos, como se hizo en Béziers? – pregunté horrorizada.
–No, hoy no.
–¿Por qué? – quise saber inquisitiva-. ¿Es que algo cambió en vuestro corazón?
El caballero me miró sonriéndose por la audacia de mi reproche.
–No, no creas -repuso-. Los defensores del burgo de San Vicente nos sirven más vivos, encerrados en las murallas de Carcasona, que muertos afuera.
No entendí y le interrogué con la mirada.
–Yo aprenderé occitano contigo, pero tú tienes que aprender mucho de guerra conmigo. Lo que queremos es que la ciudad de altas murallas se abarrote de gente, y si están heridos, mejor. Tomando ese burgo, les cortaremos el acceso al río Aude y a los pozos de San Vicente. En el interior sólo hay agua de cisterna y pronto tendrán cuarenta mil almas encerradas ahí. En unos días no podrán ni lavar las heridas; las moscas se les comerán, el tufo será insoportable, enfermarán de alguna peste y poco después morirán de sed. Sólo una gran lluvia podría salvarles.
Entonces lo comprendí. Imaginé con horror a los niños pequeños sedientos. Quise olvidarlo y concentrarme en la batalla. Las puertas del burgo estaban abiertas y por ellas salían y entraban tranquilamente ribaldos y soldados cargando bultos. Habría poco que saquear, me dijo Guillermo, ya que lo de valor estaría en la ciudad. Los caballeros salieron también y galoparon hacia el río para terminar de doblegar cualquier resistencia. Sin duda, muchos habían muerto de ambos lados, pero la batalla estaba ganada y el burgo, casi todo de madera, empezaba a ser pasto de las llamas.
Entonces, me inquieté por Guillermo. ¿Por qué no quiso combatir con los suyos? Me daba la impresión de que lo hizo por algún arrebato de orgullo. En realidad, él estaba deseando entrar en batalla. ¿Cómo reaccionaría el fiero Simón de Montfort a eso? ¿Lo consideraría traición?
Recé para que saliera bien de ese aprieto; mi vida dependía de él. Y extrañamente, me di cuenta, en aquel momento, de que deseaba vivir.
«A un riche barón, qui fu pros e valent ardit e combatant savi e conoisent senher fo de Montfort, de la honor que i apent e fo cons de Guinsestre si gesta no ment.»
[(«Había un barón virtuoso, valiente y recto, atrevido, batallador, sabio y conocedor de Montfort, de sus tierras y honores era señor y era conde de Leicester, si el rumor es cierto.»)]
Cantar de la cruzada, IV-35
Guillermo estaba ya en el campamento cuando regresaron las tropas. Al ver a Jean, su fiel escudero, herido, se arrepintió de no haber luchado. Aquél era su clan y debía haber estado con ellos en el peligro; no importaba si la causa era justa o no, no importaba si eran santos o asesinos. Su lugar estaba a su lado.
–Mi padre te quiere ver -le dijo Amaury-. Está furioso contigo.
Si con alguien no quería enfrentarse Guillermo, ése era Simón de Montfort, pero se dirigió a su tienda; era el jefe del clan y le debía obediencia. Rumiaba qué decirle cuando le gritara que había deshonrado a la familia quedándose en retaguardia. ¿Le contaría sus escrúpulos morales arriesgándose a que el viejo desconfiara?
Al fin, Guillermo decidió no improvisar y decirle la verdad. Simón entendería mejor eso que cualquier otra sandez que se le pudiera ocurrir, pero era un hombre colérico y había que ir con cuidado. Si le pillaba mal, si presumía que actuando cobardemente había manchado el nombre de los Montfort, le enviaría de regreso a la íle de France de inmediato. Y eso era lo último que el joven deseaba.
El viejo Montfort estaba desnudo de cintura para arriba y su escudero le lavaba algunas magulladuras, rasguños y pequeñas heridas que había sufrido en el combate. A pesar de superar en varios años los cuarenta, mostraba la figura poderosa de quien, robusto de naturaleza, se ejercita habitualmente para la guerra. Su prestigio de rectitud y valor aumentaba día a día. Participó en la desastrosa cruzada organizada pocos años antes por Inocencio III en la que los venecianos pusieron un precio tan alto al transporte marítimo que para pagarlo los cruzados tuvieron que saquear la católica ciudad de Zara, enemiga comercial de Venecia. Después, los astutos marinos les desembarcaron en Constantinopla, también rival de la República, la cual fue, asimismo, asaltada y saqueada con la excusa de deponer la ortodoxia e instalar un obispo católico. Simón consideró aquello una infamia y negándose a secundar el plan, pagó de su menguado bolsillo el transporte por otros medios de sus tropas a Tierra Santa, de donde regresó más honrado y prestigioso, pero aún más pobre.
A Guillermo le disgustó encontrarlo con varios nobles menores, que sin duda acudían a felicitarle por haber sido el primero en entrar al burgo, y con nada menos que el abad del Císter, Arnaldo. No podía contarle a su tío la verdad delante de ésos y cualquier historia que el viejo sospechara inventada le haría estallar en cólera. Siempre que tenía espectadores se mostraba más duro y aquel día parecía dispuesto a que los mirones proclamaran en el campamento su contundencia resolviendo asuntos internos de familia.
–Veo que estáis ocupado, tío -le dijo-. Hablaremos luego.
Y dio media vuelta aparentando discreción. Toda la que le faltó al viejo.
–¡Guillermo! – aulló al verle-. ¡Venid aquí! El de Montmorency se giró para ver el imponente torso desnudo y la barbuda faz de Simón coloreada por la furia.
–¡Quiero que me digáis ahora por qué no salisteis a combatir!
Y Guillermo supo de inmediato que las cosas irían mal, muy mal. Se puso a pensar con rapidez. ¿Cómo salir del atolladero?
–Porque yo le ordené que se quedara -todos miraron asombrados al abad del Císter-. El chico estaba ansioso por entrar en batalla, pero demostró una gran entereza honrándonos al Papa y a mí, obedeciendo.
–¿Por qué no le dejasteis combatir, Arnaldo? – quiso saber Simón.
–Vos ya conocéis parte de la respuesta, pero estos señores no -dijo señalando a los invitados-. Este muchacho tiene una misión clave para el Papa y su consecución será muy grata al Señor. Eso es lo más importante. Si mañana morimos uno de nosotros, será un infortunio, pero si algo le ocurriera a él antes de culminar su misión, sería trágico.
–¿De qué se trata? – preguntó uno de los nobles.
–Ni vos ni nadie aquí, fuera de él, puede saberlo. Es muy importante.
Guillermo miró a su tío de reojo; se había calmado y sonreía levemente elevando la barbilla. Aquello honraba mucho al clan de los Montfort.
El joven caballero se dijo que el legado papal conocía muy bien qué resortes mover para hacer cumplir su voluntad.
«Si non o volon faire aremandrant tot nu, ilh serán detrenchetz am bram d'acer molu.»
[(«De no obedecer, les despojarán de sus ropas, y degollados serán, con espada de acero afilado.»)]
Cantar de la cruzada, II-16
Ese hombre es muy hábil -repuso Amaury cuando su primo le contó cómo el abad del Císter le había sacado del apuro frente a Simón-. Te necesita; sospecha lo que sabes y por eso te protege. Pero ve con cuidado. Puede ser generoso si estás con él, pero no tiene escrúpulos y, si te cruzas en su camino, conocerás su parte oscura. Cuídate, primo.
Guillermo se impacientó. No visitaba a Amaury para que le aconsejara cómo tratar al legado papal o le diera otro de sus abrazos cariñosos, sino para sonsacarle toda la información posible sobre la séptima mula robada a Peyre de Castelnou. Su encuentro a solas con el abad Arnaldo era inevitable y quería mostrarse eficiente.
–Éramos cinco; tres mercenarios contratados en Lyon, Paul y yo. Cumplimos con éxito nuestra misión. Matamos a Peyre y emprendimos camino a Montpellier haciendo trotar los caballos, pero sin agotar demasiado a la séptima mula cuya carga Arnaldo quería -empezó a contar Amaury-. Varias millas más allá, nos detuvimos en una posada que está en un cruce de caminos para dar descanso y comida a las bestias. Había un par de escuderos cuidando otros caballos y les pedí a los nuestros que no entablaran conversación. Entré sólo para encargar vino caliente para mis hombres y noté como varios tipos sentados en una mesa callaban al advertir mi presencia; pensaba que serían los jinetes de las monturas de fuera. Yo no quería entretenerme, pero el tabernero me preguntó que de dónde éramos. Dije que de Lyon, pero creo que mi hablar de la íle de France delató mi mentira. Sacaron varias jarras y una vez apuradas, sin dar tiempo a que los míos entraran en la posada a calentarse, di orden de partida. Nos pusimos al trote, que era todo lo que podía soportar la mula, pero al poco Paul advirtió que alguien venía al galope por detrás. Aquello no podían ser buenas noticias y nos refugiamos a toda prisa en un bosquecillo al lado del camino. Llegamos tarde y nos vieron. Con las celadas caladas y sin mediar palabra, cargaron contra nosotros. Eran ocho. Por su aspecto, cuatro eran caballeros y los otros, sus escuderos. No mostraban divisa alguna y de inmediato derribaron a uno de los mercenarios. Paul y yo apenas tuvimos tiempo de desenvainar espadas y resistir el primer choque, pero los otros dos de Lyon escaparon sin ni siquiera mostrar sus armas. Yo estaba confundido, no parecían salteadores de caminos y era imposible que fuera una expedición llegada de Saint Gilles para prender a los asesinos de Peyre de Castelnou. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Pero resultaba obvio que, si combatíamos, nos matarían. Así que le grité a Paul que se viniera conmigo y galopamos hasta el camino para observarles a una distancia prudente. Al entrar en combate, la séptima mula había quedado suelta en el bosquecillo. Ellos la cogieron y sin molestarse en ver qué ocurría con el caído, subieron al camino y se fueron por donde llegaron. Intentamos seguirles, pero cuatro de ellos se habían quedado esperándonos en un recodo y cargaron en cuanto nos vieron. Al final tuvimos que desistir.
–¿Y qué ocurrió después? – preguntó Guillermo.
–Volvimos donde el herido; ya estaba siendo atendido por los huidos que habían regresado. El asunto era demasiado serio para dejar testigos, así que tan pronto descabalgamos, aparentando interesarnos por el caído, les rebanamos el gaznate. Les quitamos las ropas para dificultar su identificación y echamos sus cadáveres desnudos al Ródano. Continuamos a toda prisa hacia Lyon, alternando monturas para parar lo imprescindible. Allí enterramos sus enseres en una loma.
–No eran salteadores -murmuró Guillermo pensativo.
–No, claro que no -repuso Amaury-. No les preocupó ni el caballo ni lo que el herido pudiera llevar encima. Buscaban la séptima mula.
–Tampoco venían de Saint Gilles.
–Imposible, no daba tiempo.
–¿Os seguían de antes?
–Si lo hicieron, serían como máximo un par; si no, nos hubiéramos fijado -repuso Amaury pensativo-. En todo caso, eran los de la taberna. ¿Tú crees que nos esperaban?
–¿Pero cómo diablos podrían saber…?
–¿El abad del Císter? Él sabía que regresaríamos por ese camino.
–No, no fue él.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porque no necesitaba robar lo que tú igualmente le traías. Su único motivo para ordenar emboscaros hubiera sido hacerte matar y ocultar así la autoría de los hechos.
–¿A mí? – se sorprendió Amaury-. Nunca lo haría, no porque me aprecie, sino porque formo parte de sus planes.
–Sí, es cierto -admitió su primo-. Los Montfort le somos demasiado fieles y el celo y prestigio de tu padre le hacen el jefe cruzado perfecto y a ti, su sucesor. Está seguro de que no hablaremos. Además, si supiera dónde está esa carga, no me hubiera obligado a buscarla. Por cierto, ¿de qué se trata? ¿Sabes que Peyre de Castelnou la llamaba «la herencia del diablo»?
–Curioseé unos minutos al parar en la taberna. Eran rollos de cuero que protegían a otros cueros que contenían grupos de pergaminos y papiros enrollados. No me dio tiempo de ver más, pero pesaban mucho, por eso tuve que conservar el mulo.
–Pergaminos… -murmuró pensativo Guillermo.
Y se preguntó qué contendrían esos escritos que los hacía tan poderosos. ¿Eran ellos el motivo del exterminio de tanta gente?
«"Frayre", so diz lo Papa, "tu vais vas Carcassona e conduiras las ostz sobre la gent felona. De part de Jhesu Crist lor pecatz lor perdona".» [(«"Fraile", le dijo el Papa (al abad del Císter), "tú irás a Carcasona y conducirás el ejército contra esos felones, en nombre de Jesucristo que los pecados perdona".»)]
Cantar de la cruzada, I-7
Oscurecía cuando Guillermo acudió al requerimiento del legado papal, el abad Arnaldo. El joven caballero observó que el campamento de los monjes del Císter estaba mucho mejor organizado que el de cualquiera de los grandes nobles de la hueste. En la entrada, un monje converso de hábito corto le preguntó en latín qué deseaba y, cuando Guillermo se lo dijo, le acompañó a la zona de tiendas. Los frailes conversos dormían a la intemperie como la soldadesca feudal y los ribaldos; las tiendas se destinaban a los frailes de origen noble, muchos de los cuales vestían cota de malla bajo el hábito y ceñían espada.
Allí le atendió uno de esas características que le condujo a través de calles entre tiendas de limpieza impoluta hasta el pabellón central. Guillermo esperó en la puerta mientras observaba a los monjes guardianes que, con casco, lanza y espada al cinto, rodeaban aquel gran aposento y pensó que el abad tenía tantos enemigos que hacía bien en proteger su vida.
–¡Bienvenido! – le dijo Arnaldo en latín al verle entrar-. Pasad, hijo.
En el centro del pabellón se alzaba una imponente cruz de madera con un cristo doliente y ensangrentado de tamaño mayor al real. Estaba clavada firmemente en el suelo y se elevaba casi tres metros tocando su extremo superior la tela del techo.
El abad del Císter estaba sentado frente a una mesilla, bajo la cruz, donde se extendía un tablero de ajedrez y jugaba con uno de sus monjes, que se levantó, inclinando la cabeza en silencio, para abandonar discretamente la estancia. Guillermo hizo una genuflexión y besó la mano del abad.
–Sentaos -con un gesto Arnaldo le mostró, al otro lado del tablero, el taburete plegable que acababa de abandonar el monje. El caballero obedeció silencioso.
–Ya sé que habéis investigado en las abadías de Saint Gilles y Fontfreda – continuó el legado papal-. Más de lo que debierais, en algún caso. Pues bien, ahora es el momento de que me informéis de hasta dónde habéis avanzado en la recuperación de lo robado.
Pero cuando Guillermo iba a hablar, le interrumpió.
–No necesito que me contéis otros asuntos que sin duda ya habéis averiguado y que vuestro primo os confirmó. Pero quiero saber si os turban el espíritu.
–Señor -dijo Guillermo vacilando-, la muerte de Peyre de Castelnou…
–¿Por eso no entrasteis en batalla hoy?
El joven calló al tiempo que miraba los ojos azules, duros, del abad.
–¿Eso os angustia? – esta vez Arnaldo bajó la voz; su tono era confidencial.
–Sí. – reconoció sin apartar sus ojos de los del legado.
–¡Guillermo!
La potencia con que pronunció su nombre sobresaltó al caballero. Y levantándose de su asiento, el abad extendió sus brazos en cruz, como Cristo, sólo que él vestía un amplio hábito blanco de anchas mangas, que le llegaba a los pies. Un bordado de pedrería brillaba en el ribete inferior, en el del cuello y las mangas. Estaba impresionante.
–¡Guillermo! – volvió a gritar el abad sin cambiar su gesto, que le hacía enorme, profético-. Vos sois grande. Simón de Montfort es grande. Yo soy grande. Éstos son tiempos únicos, críticos, y nosotros somos la gente que la Santa Madre Iglesia necesita ahora. Estamos predestinados para esta misión, para salvar la verdadera palabra divina de las turbas que la empañan. Peyre de Castelnou murió en el momento que la Santa Madre Iglesia necesitaba que muriera. Él quería morir, quería dar su sangre por la causa de Dios. Él era un buen siervo de la Iglesia y hoy contempla dichoso nuestras acciones sentado a la diestra de Dios padre. Él es el santo que nos abre el camino para santificar esta tierra de herejes.
Guillermo sabía bien que lo que clamaba el legado sobre Peyre no era cierto, sólo la versión que le convenía, pero, prudente, decidió no interrumpir. A Arnaldo no le importaba la verdad, ni que el de Montmorency la conociera. Él imponía los hechos que los demás creerían.
–En este lugar siempre ha crecido la semilla del Maligno. Valdenses, cátaros, incluso retornan los arríanos -continuó Arnaldo abandonando su ampulosa postura para adoptar un tono confidencial-. Y los señores locales han dejado que la mala hierba crezca junto con el trigo. Al no combatir a los herejes permiten la contaminación de buenos cristianos, por lo tanto, son sus cómplices. Los occitanos ya no saben distinguir lo bueno de lo malo. Hacía falta extirpar el mal de raíz.
–Pero Béziers… -murmuró Guillermo. – Dejad crecer la mala hierba y segadla junto con el trigo, dijo el Señor. Nosotros lo segamos todo en Béziers y el Señor escogió a los suyos en el cielo -el prior se había erguido de nuevo, declamaba-. Béziers fue cuna de arrianos, incluso tuvo su concilio herético. Nosotros repoblaremos esa ciudad con creyentes limpios y lo mismo haremos con Carcasona. No les sirvieron nuestras prédicas, no escucharon nuestras súplicas, se mofaron de ellas. Ahora es tiempo de hierro y fuego.
El joven caballero escuchaba boquiabierto el discurso del legado papal y empezó a notar que su corazón latía con el mesianismo inflamado del abad. Dios estaba con Arnaldo y su éxito era la prueba. Podía imaginarle predicando a voz en grito por las calles de un pueblo de Occitania o llamando a la cruzada en París. Dijo que no importaban Peyre de Castelnou, los veinte mil de Béziers o los cuarenta mil de Carcasona; todos eran instrumentos del Señor, granos de arena en el camino que pisaba el legado papal. Ni siquiera importaba el propio legado, ni Simón ni Guillermo. Sólo la palabra de Dios a través de su esposa; la comunidad de cristianos acerados por el Papa, la Santa Iglesia de Roma. El fin último era la preeminencia del Santo Pontífice, de su Iglesia y ese fin justificaba cualquier medio.
El muchacho se admiraba del poder, de la fuerza de la palabra de aquel hombre, cuya arenga había dispersado sus reparos como el viento de tormenta las hojas en otoño. Guillermo decidió que su lugar estaba junto al legado papal, pero la fascinación que el abad le producía no enturbiaba el pensamiento del muchacho; su obispado dependía de aquel hombre. El legado era impresionante, convincente, pero bien era cierto que a él le convenía dejarse convencer.
–Abad -preguntó cuando éste tomaba aliento en su sermón tantas veces repetido-. ¿Qué contiene la carga de la séptima mula?
–La obra del diablo; algo que los enemigos del Papa quieren usar para destruir nuestra Iglesia. Es un testamento del Maligno para sus fieles, es la semilla del mal que Satán espera que algún día fructifique.
–¿Qué es?
–Vos encontradla -repuso el abad bajando la voz- y no os preocupéis por lo que no precisáis saber. Ignorarlo no os hará daño.
«Lo reís Peyr' d'Arago i es vengutz mot tost, Ab lui cent cavaliers qu'amena a son cost.»
[(«El rey Pedro de Aragón muy presto ha llegado con cien caballeros a su costa bien pertrechados.»)]
Cantar de la cruzada, III-26
¡Es el rey de Aragón! – gritó alguien.
Y la soldadesca se apresuró al camino para verle. Aquél no era un espectáculo corriente. Yo también corrí, porque nunca antes había visto a un rey y, como el vizconde Trencavel era vasallo de Pedro II de Aragón, ése también era mi Rey.
Y lo vi acercarse, las barras rojas sobre gualda bordadas en púrpura y oro en su túnica, sin casco, luciendo su pelo rubio al sol y su gran altura sobre un hermoso palafrén. Era un hombre bello, impresionante. Pero más impresionada quedé al reconocer quién le acompañaba. Junto a él, seguidos por un par de jinetes, cabalgaba Hugo de Mataplana. Por un momento vacilé y creí que el deseo de verle me había jugado una mala pasada, pero enseguida, al girarse para comentar algo al Rey, le vi un movimiento tan suyo que era inconfundible. Aun así costaba creerlo; no vestía de juglar, sino de caballero; cota de malla y en su túnica un escudo bordado con un águila negra bicéfala sobre fondo amarillo, que luego supe que era el de los Mataplana. A la guisa de su señor, llevaba la cabeza descubierta y no vi en su boca la sonrisa que yo tanto amaba, ya que su gesto, al igual que el del Rey, era serio y preocupado. Me costó reaccionar y cuando a media voz exclamé: «¡Hugo!», ya sólo veía la grupa de los caballos y la polvareda que levantaban. Era imposible que me oyera.
Aquello me perturbó; mi corazón latía alocado. ¡Tenerle tan cerca y no poder hablarle! Quería que supiera que estaba viva, que me rescatara de mi cautiverio. De repente, cuando ya empezaba a habituarme a mi nueva condición, aparecía él y mis deseos de amarle, de ser libre, de conocer la felicidad rebrotaban y me hacían odiar la cota de malla, que había sido mi refugio durante los últimos días, y las insignias de los Montfort sobre mi cuerpo. Me parecían insoportables.
Me inquietaba que él me viera con el pelo corto, la piel curtida por la intemperie y aquel indumento tan impropio de mi condición. Pero aun así, decidí esperar a que saliera de la ciudad sitiada.
Pronto me di cuenta de que no podría permanecer horas y horas bajo el sol y que para un desconocido abordar a un caballero que trotaba junto al Rey, desde el camino, sería casi imposible. Tampoco la idea de quedar allí expuesta a los ribaldos me seducía, así que decidí regresar a la base de los Montfort en busca de información para, una vez supiera dónde acampaban, reunirme allí con mi trovador. ¡Deseaba tanto que nos encontráramos, que tomara mis manos en la suyas, ver su sonrisa!
Me enteré de que aquel día no se luchaba debido a la presencia del Rey y que eso había disgustado al abad del Císter. Pedro de Aragón había llegado con cien caballeros engalanados con sus divisas rojigualdas y los grandes nobles interrumpieron su comida para saludarle con respeto. Invocó la ley feudal exigiendo que se detuviera la ofensiva, ya que el vizconde Trencavel era su vasallo y que agredirle era atacar los derechos reales. Esos argumentos fueron aceptados por los nobles franceses, pero el legado papal Arnaldo recordó que el propio Pedro II era vasallo del Papa y como tal debía someterse a su voluntad. Se trataba de una cruzada y Trencavel era protector de herejes. Aun así, el rey de Aragón exigió que se suspendiera el ataque mientras él hablaba con su vasallo, y así se hizo. Fue entonces cuando los vi. También supe que sus acompañantes se habían instalado en un bosquecillo lejano, cercano al río Aude, donde el conde de Tolosa, cuñado del rey de Aragón, tenía su campamento y su mirador para contemplar los asaltos, ya que, a pesar de unirse a la cruzada, aún no había luchado. Allí el Rey, después de tratar la situación con el conde, había cambiado su destrer de combate por un caballo de paseo y con sólo tres de sus caballeros, desarmado, había partido hacia la ciudad. Me dijeron que ese campamento estaba muy lejos, imposible ir andando. Pero yo tenía que llegar, tenía que encontrar a Hugo. Empecé a planear cómo robar un caballo e ir en su busca.
A mi llegada me esperaba Guillermo, que estaba de buen humor y, después de reprocharme la tardanza, me dio un coscorrón. Yo me puse a llorar no por el golpe, sino por la angustia, por la tensión de tener a Hugo tan cerca, pero a la vez tan lejos. Eso le enfureció y yo me escondí en la tienda.
No cené ni deseaba hacerlo. ¿Cómo podría llegar hasta Hugo? ¿Continuaría queriéndome como a su dama en mi miserable condición actual?
«Lo Reis ditz entre dens "Aiso s'acabara aisi tot co us azes sus el cel volara".»
[(«El Rey repuso entre dientes: "Antes veréis a los asnos por el cielo volando".»)]
Cantar de la cruzada, III-29
Hugo de Mataplana cabalgaba al lado de su señor hacia la llamada puerta de Narbona, de la ciudad de Carcasona. Ese lugar de honor mostraba la confianza que Pedro II tenía en él, sobre todo en asuntos occitanos, y era envidia de muchos nobles catalanes y aragoneses. No en balde, el joven heredero de la casa de los Mataplana se vestía de juglar y andaba los caminos cantando en tabernas, palacios, ciudades y casas de labranza. Era querido en todos los estamentos sociales, conversaba, transmitía noticias y encargos. Con él llegaba la diversión. Pero también hacía circular rumores e ignoraba otros según le interesaba y recogía información, que reportaba tanto al Rey como a los grandes señores occitanos vasallos de éste. Hugo iba pensando en las difíciles circunstancias de su amigo el vizconde Trencavel y en cómo ayudarlo, sin reparar en aquel paje que, portando la insignia de los Montfort, se quedó mudo de asombro al reconocerlo. En su corazón anidaba un fiero deseo de venganza contra aquellos cruzados que asesinaron a sus amigos de Béziers, entre los que se encontraba su señora en el amor, la Dama Ruiseñor, cuyo bello recuerdo le llenaba los ojos de lágrimas torturándolo día y noche.
–¡El rey de Aragón! – gritaron los soldados desde las almenas, y el vizconde corrió hasta una aspillera, desde donde se divisaba el camino que terminaba en la puerta principal, para verle.
–¡Abrid la puerta! – ordenó ocupándose de organizar un pequeño comité de bienvenida.
Cuando el Rey descabalgó, Raimon Roger Trencavel lo recibió hincando la rodilla, pero Pedro II le hizo incorporarse y le abrazó.
–Vayamos al castillo -le dijo.
Y montando al lado del Rey, el vizconde les condujo al poderoso castillo pegado al recinto amurallado y que se erguía en el extremo opuesto a la puerta de Narbona. Las gentes vitoreaban a Pedro; la esperanza llenaba los corazones. ¡El Rey nos salvará!
Tan pronto estuvieron en la sala de audiencias del castillo, el vizconde Trencavel relató al Rey la matanza de Béziers y las barbaridades cometidas por los cruzados. Aquello no era sorpresa para Pedro, pues bien conocía la tragedia que, junto a su sentimiento de responsabilidad por su vasallo y sus súbditos, motivaban su presencia en Carcasona. Pero tenía palabras duras para el vizconde y así le habló:
–En nombre de Jesús, no podéis culparme por esto, pues os lo advertí con tiempo. Os ordené que expulsarais a esos herejes de vuestras tierras o al menos que pareciera que los perseguíais. Que estuvierais a bien con los legados papales, vizconde, estoy muy triste por vos, ya que esos insensatos os han traído tanto peligro y aflicción. Todo lo que puedo hacer es buscar un acuerdo con los señores francos, pues estoy seguro, y Dios lo sabe, de que ninguna batalla con lanzas y escudos os da esperanza alguna, ya que son mucho mayores en número. No podréis resistir hasta el final. Confiáis en la fuerza de los muros de vuestra ciudad, pero está atestada de gente, llena de mujeres y niños; os faltará el agua. Realmente, lo siento mucho. Estoy terriblemente apenado y por el afecto que os tengo y por nuestra vieja amistad, si me dejáis intentar mediar, haré todo lo que pueda por vos, menos cometer deshonor.
Todos quedaron en un silencio que contrastaba con la algarabía de las gentes que fuera del castillo continuaban vitoreando al Rey como salvador. Hugo observó la expresión de los asistentes; allí estaban los nobles montañeses, todos los de la Montaña Negra, encabezados por Peyre Roger de Cabaret, también muchos de los de Corbieres y el Minervoise. Ésos habían acudido en ayuda de su señor mientras que los de las tierras llanas, los que estaban en el camino de la cruzada desde Beziers a Carcasona, no teniendo la menor posibilidad de resistencia, se apresuraron a mostrar su sumisión al abad Arnaldo tan pronto conocieron que Béziers había sido arrasado. Sabían que el rey Pedro nada podía hacer militarmente en ayuda del vizconde; los cien caballeros que trajo consigo, unidos a los quince mil combatientes efectivos de Carcasona, no eran cifras contra un ejército de doscientos mil.
La respuesta del vizconde no podía ser otra:
–Señor, podéis hacer de la ciudad y de lo que en ella hay lo que mejor consideréis, pues somos vuestros como lo fuimos de vuestro padre, que tanto nos quiso.
El Rey regresó, junto a sus caballeros, al campamento y, dirigiéndose al duque de Borgoña, requirió que se congregara el consejo de los altos nobles. Al poco se reunían el conde de Nevers, el de Saint Pol, el senescal de Anjou y el propio duque.
Pedro les pidió condiciones favorables para que su vasallo pudiera someterse a la autoridad de la cruzada. Ellos respondieron que, como señores feudales ligados a un juramento y a unas reglas de fidelidad, admiraban sus esfuerzos por el vizconde y que contaba con todas sus simpatías, pero que estaban sometidos a la autoridad del Papa, a través de su legado el abad del Císter, y que nada podían decidir.
Hicieron llamar al legado Arnaldo, viejo conocido del Rey, por haber sido antiguo abad de Poblet. Pedro hubiera querido evitarle como interlocutor en la negociación; no le apreciaba personalmente, conocía su talante rígido y ya habían chocado con anterioridad por asuntos relativos a Poblet, pero no tenía otra alternativa.
Al cabo de horas de discusión en las que el abad exigía una rendición sin condiciones, éste, ante la presión de Pedro, que era un soberano bien visto por el papa Inocencio III, cedió, aunque sólo en lo mínimo.
–El vizconde de Carcasona y doce de sus caballeros podrán salir de la ciudad con todo lo que quieran llevar con ellos -sentenció el abad-. Todo lo demás quedará a merced de la cruzada.
Pedro, resentido, clavó sus ojos en el legado. Ésa era una concesión que, por lo humillante, insultaba al vizconde y al propio Rey que negociaba por él. ¿Quién podría creer que un caballero como Raimon Roger Trencavel se salvaría a costa de abandonar a los suyos?
–Antes veréis los asnos por el cielo volando -repuso Pedro airado-, a que el vizconde acepte tal felonía.
Y continuó porfiando por unas condiciones mejores, más allá de lo que su dignidad le aconsejaba, hasta que entrada la noche tuvo que retirarse al campamento del conde de Tolosa. No logró nada más para su vasallo.
El Rey se sentía vencido. Estaba triste y profundamente enojado. Hugo lo estaba mucho más.
«Trastotes vius escorgar e el eis s'aucira; ja al jorn de sa vida aicel plait no pendra ni.l pejor hom que aia no dezamparara.»
[(«Antes se dejara arrancar la piel en vivo o se matara ya que tal plato jamás probaría en su vida pues ni al peor de los suyos desamparara.»)]
Cantar de la cruzada, III-29
Pronto, en la mañana siguiente, tragando hiel, el Rey entró en Carcasona otra vez entre vítores de la ciudadanía que pronto se extinguieron al ver la expresión real.
El vizconde, rodeado de sus nobles, escuchó en silencio a su soberano. Al terminar éste, dijo:
–Señor, antes de abandonar a los míos, me dejaría arrancar la piel a tiras.
Los ojos de Hugo se llenaron de lágrimas. No por esperada la respuesta de su amigo dejaba de ser gallarda y admirable.
–De ese plato no probaré, puesto que jamás desampararía ni al peor de mis hombres -continuó el noble-. Idos, señor, que ya sabré defenderme.
Pedro apretó las mandíbulas, impotente. Su corazón le pedía quedarse allí, pero estaba obligado con el resto de sus vasallos y, aun deseándolo, no podía en aquel momento enfrentarse al legado del Papa. Abrazó a Raimon Roger Trencavel, sabiendo que era la última vez que vería vivo a aquel caballero modélico y, sin decir más, salió de la ciudad rodeado de un silencio que contenía mil reproches.
No se detuvo para despedirse de los cruzados, sólo lo hizo de su cuñado el conde de Tolosa y junto a sus cien caballeros, entre ellos Hugo de Mataplana, emprendió un amargo camino hacia sus tierras rezando por el vizconde, por sus vasallos y rumiando venganza. No era el único en su comitiva con ese deseo.
Desde el momento en que Bruna vio a Hugo, no dejó de pensar en cómo reunirse con él. Era imposible entrar en Carcasona, pero se dijo que tarde o temprano regresaría al campamento del conde de Tolosa, donde se encontraban los caballeros del Rey. Bruna pasó la noche en un duermevela angustioso. Había guardias en las caballerizas, Guillermo dormía en su misma tienda y Jean, el escudero, siempre estaba cerca. Tampoco parecía factible robar un caballo en la noche, porque, aparte de los centinelas, le sería difícil orientarse en la oscuridad sin tener a quien preguntar.
Al día siguiente, los cruzados se levantaron perezosos. La tregua decretada por el rey de Aragón continuaba, pero a media mañana el duque de Borgoña convocó asamblea de nobles y tanto Guillermo como Amaury se apresuraron a acudir.
Bruna aguardó un tiempo prudente, esperó a que Jean se ausentara, fue a los establos y pidió el destrer de Guillermo diciendo que éste le había ordenado que se lo llevara hasta la tienda del conde de Nevers. Los mozos no sospecharon nada; sabían que Bruna era paje de Guillermo y ésta lucía en su sobrevesta el león de los Montfort.
Condujo el caballo por las bridas hasta alejarse lo suficiente, para entonces montarlo y dirigirse al camino de Narbona y preguntar por el campamento de Tolosa. Lo encontró a la orilla del Aude y cuando los centinelas le detuvieron, dijo llevar un mensaje para Hugo de Mataplana, caballero del Rey.
–Todos los caballeros de Aragón se fueron hace horas con su Rey -respondió el guarda-. Llegáis tarde.
Un nudo se formó en la garganta de Bruna. ¡No podía ser! ¡No podía perderle ahora que estaban tan cerca!
Preguntó hacia dónde fueron, sin que supieran indicarle si habían tomado el camino de Narbona o el de Limoux, o si decidieron regresar por Foix. Insistió en que su mensaje era muy urgente e importante y que alguien debía de saber en el campamento hacia dónde fueron. Tuvo que esperar y al fin la llevaron ante el mismísimo conde de Tolosa, que la recibió sin duda curioso por un mensajero de los Montfort que hablaba occitano oriental y que tenía misiva urgente para un caballero del rey de Aragón.
–El recado es muy importante, señor -afirmó Bruna decidida a llegar hasta donde fuera preciso con tal de encontrarse con Hugo-. Es urgente que lo entregue.
–Mucho camino tendréis que recorrer -afirmó el conde-. Mi cuñado, el Rey, partió ofendido, triste y furioso, al galope con sus caballeros. Dijo que regresaba a sus dominios, pero tanto podía dirigirse a Montpellier, a Perpiñán o a Huesca. ¿De qué se trata eso tan urgente?
Se trata de amor, estuvo a punto de responder Bruna al taimado conde, pero al fin lo hizo con una evasiva dejándole pensativo tejiendo hipótesis e intrigas.
Ella regresó al camino y, al llegar a la encrucijada que le conducía al campamento, sopesó la posibilidad buscar a Hugo en aquel país en guerra. Al fin, comprendiendo que no tenía los medios y que sería una locura, estalló en llanto. Había perdido a Hugo de nuevo.
«Peireiras e calabres n contra'l mur dressetz, que'l feron noit e jorn, e de lonc e de letz.»
[(«Petrarias y catapultas disparan contra los muros hiriéndolos día y noche, a lo largo y al través.»)]
Cantar de la cruzada, III-25
La rutina guerrera se restableció al día siguiente de la partida del Rey. Desayuno, misa; los monjes cubiertos de capucha cantando el Vera creator spiritus mientras portaban sus largas cruces en procesión hasta las cercanías de la ciudad, las catapultas y petrarias a pleno rendimiento sobre los muros enemigos mientras los ribaldos y mercenarios se preparaban para el asalto. Los frailes iban aumentando el vigor y potencia de su canto hasta llegar a un verdadero éxtasis, al paroxismo. Los combatientes, contagiados por la fuerza, cantaban con ellos.
Guillermo premió mi escapada sólo con un coscorrón, interpretando que había salido a dar un paseo con su caballo cual paje audaz que desea experimentar un destrer, caballo poderoso entrenado para el combate. Estaba de buen humor y, sonriente, puso su mano en mi hombro y me dijo que lo entendía, pero que la próxima vez debía pedirle permiso.
La actitud de Guillermo había cambiado de forma sorprendente desde su encuentro con el abad del Císter y esta vez se preparó para la batalla. Jean estaba aún convaleciente y fui yo quien le ayudé como pude. Me dijo que podía ver el combate desde lejos; él lucharía sin escudero, puesto que a mí me faltaba aún mucho para serlo.
El burgo de San Miguel estaba colocado al sur de la ciudad. Era más antiguo y sus defensas estaban bastante mejor consolidadas que el de San Vicente. Tenía un foso seco mucho más amplio y profundo, sus muros eran de piedra con saeteras colocadas estratégicamente y rematados con aspilleras de madera. Incluso muchas de sus casas estaban construidas con sólidos sillares. Tenía una única puerta exterior que daba al sur con puente levadizo, la del camino de Foix, y otras que comunicaban, a través de una rampa pronunciada, a la ciudad, situada en posición más elevada. Me dije que no sería tan fácil apoderarse de ese suburbio.
Pero los asaltantes, envalentonados con su éxito anterior, lanzaron el mismo ataque. Los arqueros apoyaron a las máquinas de guerra que castigaban las defensas. Sonaron chirimías, tambores, trompetas y gaitas, y entonando la misma melopeya enardecida que los monjes, los ribaldos y mercenarios se lanzaron a la carrera hacia el foso con sus largas escaleras de asalto, mientras otros intentaban cubrir parte de éste con tierra y maderas para poder usar los arietes.
Pero la consistencia de los muros y la lluvia de piedras y flechas lograron derrotar una vez y otra a los asaltantes, dejando atrás cientos de muertos y heridos.
Los caballeros, listos para el combate ante la improbable circunstancia de que el vizconde intentara un asalto de caballería e impacientes a la espera de que las defensas del burgo ofrecieran una brecha para entrar, intentaron un par de cargas inútiles para apoyar a los infantes y distraer a los defensores, desde los fosos.
En la última, la montura de uno de los jinetes fue alcanzada por varios dardos, se derrumbó aparatosamente y arrastró al caballero al fondo de la zanja. Éste, herido en una pierna, intentaba salir de allí sin que la pendiente se lo permitiera. A esa distancia de las saeteras de la muralla estaba perdido. Uno de los arcos largos tipo inglés, o una ballesta, traspasarían su malla y lo clavaría contra el suelo sin ningún problema. Los del burgo empezaron a disparar a un blanco tan fácil y la angustia se apoderó de los asaltantes, que se habían resguardado fuera del alcance de los dardos. Los arqueros cruzados intentaron cubrirle, pero los de las almenas, bien parapetados, les hicieron retroceder con varias bajas. El caballero estaba condenado a muerte.
Entonces, otro jinete se lanzó al galope desde las líneas cruzadas, bajó al foso por un lugar practicable, a través de una lluvia de flechas y rocas, y al llegar al herido saltó de su caballo con la única protección de su escudo. El animal continuó su galope hasta ponerse a salvo y quedaron los dos caballeros. Uno intentaba arrastrar al otro por el empinado talud y ambos trataban de cubrirse de las flechas que caían a su alrededor con unos escudos ya horadados en varias ocasiones.
La situación era angustiosa. El audaz que había acudido al socorro del herido a duras penas podía arrastrarle cuesta arriba y ambos parecían condenados a muerte. Sólo se precisaba un dardo bien atinado. Entonces, corrió la voz con el nombre del héroe. ¡Era el viejo Montfort! ¡Simón de Montfort!
En ese momento, una flecha emplumada alcanzó el hombro del hombre herido haciendo la situación imposible, ya que éste, incapaz de gatear, pasó a ser peso muerto.
Pero un tercer caballero se lanzó a tumba abierta por el mismo camino que tomó el anterior y entre los vítores de los cruzados repitió el salto. Me quedé helada al ver que se trataba de Guillermo. Y temí, temí por él y por mí misma si él moría. Me puse a rezar. ¡Qué locura! El viejo Simón se había metido en una trampa sin salida y ahora Guillermo, para demostrar su valor, hacía lo mismo. En aquel momento estaban los tres cubriéndose con unos escudos que para las saetas emplomadas de las ballestas eran poco más sólidos que pergamino. Pero algo ocurría. El valor es tan contagioso como el miedo y los cruzados se pusieron a gritar ¡Montfort! ¡Montfort! Los soldados se acercaron al foso para cubrir con sus escudos a los arqueros, que se les unieron, acosando con sus saetas a los sitiados que disparaban desde las almenas. Entonces, vi que Guillermo tenía atada a su cinto una cuerda cuyo otro extremo debía de estar anudado a la silla de su caballo, que, azuzado por Amaury, iba tirando de ellos y sacándoles del foso.
El clamor fue creciendo hasta hacerse inmenso cuando los tres caballeros lograron alcanzar una zona a salvo de las saetas del burgo.
Mi pecho exhaló un suspiro de alivio y mis ojos se cubrieron de lágrimas. ¿Tanto temía por Guillermo? ¿Por qué ese deseo angustioso de que se salvase? ¿Por qué dependía tanto de él? Me inquietaba pensar que hubiera algo más.
«Mais l'aiga lor an touta e los potz son secatz per la granda calor e per los fortz estatz per la pudor deis homes que son malaus tornatz…»
[(«Perdido el acceso al río y con los pozos secos y con el gran calor del riguroso verano y con el hedor de los que enfermaban…»)]
Cantar de la cruzada, III-30
Aquella noche el abad del Císter citó a Guillermo en su pabellón. No era para felicitarle.
–Guillermo de Montmorency -le increpó tan pronto entró en su tienda-, tenéis una misión que cumplir y ésta no es dejaros matar bajo los muros de Carcasona.
El caballero calló y, acercándose al abad Arnaldo, hizo una genuflexión para besarle la mano.
–Debéis recuperar los documentos de la séptima mula. Dejad para otros el asalto de la ciudad. Todos saben que sois un valiente digno de los Montfort. No más locuras.
El legado papal se sentó y con un gesto invitó a que Guillermo hiciera lo mismo. Los asientos continuaban separados por una mesilla colocada bajo el enorme crucifijo con el Cristo doliente.
–Decidme -continuó el abad-, ¿qué pistas hay sobre los que robaron la mula?
Guillermo le mantuvo la mirada antes de contestarle.
–Vos los conocéis, legado. Sabéis quiénes fueron y también que su botín les fue arrebatado.
–Os recuerdo que estáis bajo juramento y que nada podéis comentar a otros de lo que descubráis en vuestra misión.
–Mi primo sabe de ella, le interrogué.
–¿Y habló?
–¡Claro que sí! – exclamó Guillermo intentando proteger a Amaury-. No hay secretos entre nosotros y no tuvo más remedio; las pruebas son abrumadoras.
–Bien -dijo el legado pensativo-. Esperaba que tarde o temprano lo supierais. Que sea pronto habla bien de vos y os hace digno de la misión. ¿Qué más habéis descubierto?
–Poco más de lo que os he dicho, señor -y calló un momento para que creciera la expectación-. Y poco más sabré si vos continuáis ocultando lo que debo saber. Investigo a ciegas. ¿Qué es eso de «el testamento del diablo»?
–Decidme antes qué habéis averiguado.
–Que alguien arrebató la séptima mula a los asesinos de Peyre de Castelnou.
–Eso lo sé -gruñó el abad impaciente-. ¿Qué más?
–Que no eran ladrones vulgares, ya que ni se llevaron los caballos ni querían las pertenencias de los asaltados. Conocían el contenido de los fardos.
–De acuerdo. ¿Qué más?
–Los que abordaron a mi primo estaban siguiendo a Peyre de Castelnou a cierta distancia. No creo que pretendieran matarlo, pero sí arrebatarle la carga de la séptima mula. Se vieron sorprendidos y reaccionaron asaltando a los asesinos. Al principio, pensé que serían agentes del conde de Tolosa.
–Tengo al conde tan asustado con la cruzada que nos hubiera devuelto los fardos de tenerlos. Acusó a su sobrino el vizconde Trencavel.
–No fue el vizconde.
–¿Quién, pues?
–Las huellas de algunos caballos de los asaltantes tenían una marca muy curiosa.
–¿Cuál?
–La de los templarios.
–¿Templarios? ¡No puede ser! – exclamó asombrado el abad-. El Temple apoya la cruzada.
–Pero no participa.
–Su misión está en Tierra Santa. Aquí sólo tienen encomiendas que generan recursos económicos para sostener el esfuerzo en Oriente. ¿Quién os ha dicho eso? ¿Cómo sabéis que no os engañan?
–Algunos de los frailes que acompañaban al abad Peyre siguieron el rastro de los atacantes y llegaron hasta donde éstos habían sido a su vez asaltados. Entre las nuevas improntas de herraduras estaban las de los templarios. Seguramente iban en dos grupos, pero dado el inesperado cambio de dueños de la séptima mula, los del segundo grupo, que no esperaban intervenir, sólo apoyar, los de las herraduras marcadas, se vieron obligados a hacerlo. Por eso dejaron las huellas del Temple muy a su pesar. Esas marcas tienen por objeto evitar robos, y lo hacen tan bien que uno de los frailes de Fontfreda, antiguo hombre de armas que ha recorrido toda Occitania, pudo, incluso, reconocer el signo que las diferencia. Pertenecen a la encomienda de Douzens.
–¡Douzens! – exclamó Arnaldo como si de repente viera la luz.
–¿Qué hacían templarios de Douzens en una ruta tan apartada? – insistió Guillermo-. Ésa es zona de la encomienda templaria de Saint Gilles o, incluso, de la de Montpellier. Hasta la de Pézenas está más cercana. Los de Douzens tenían una misión que cumplir.
–¡Douzens! – repitió el abad del Císter.
Percibiendo que la noticia tenía para el legado un significado que a él se le escapaba, Guillermo se mantuvo callado y expectante. El abad se levantó de su asiento para pasear pensativo por la tienda. El joven se puso en pie respetuoso.
–Douzens es quizá la encomienda templaria más antigua de Occitania. Fue donada al Temple por las familias Barbaira y Canet a instancias e imitación de Roger de Béziers, tío abuelo del vizconde Trencavel que tenemos tras los muros de Carcasona -informó el abad-. Conozco al comendador actual, Aymeric, que es nieto de los Canet donantes. Estuvo en Tierra Santa y hay rumores de que es uno de esos templarios herejes.
–¿Templarios herejes?
–Sí. A raíz de la gran derrota de Hattin, en Palestina, una facción del Temple consideró traidor al Gran Maestre, acusándole de temerario y de debilitar con su acción a la cristiandad. Al año siguiente se consumó la ruptura entre esos templarios disidentes, que se creen iniciados en un mayor saber, con los que obedecen al Papa, pero muchos de esos herejes continúan en la Orden, ocultos, en secreto, y parece que ese tal Aymeric es uno de ellos. La conjura admite a seglares y Trencavel la apoya.
–¿Pero qué contienen esos documentos?
–La obra del diablo.
–¿Qué dicen?
–La mayor de las herejías.
–¿Cátaros?
El abad Arnaldo rió de mala gana.
–¡No! – exclamó después-. Es mucho más peligrosa; es una variante de la herejía arriana -y el legado bajó la voz para continuar- y esos documentos pretender demostrar, dar legitimidad escrita, a esas ideas diabólicas.
–Los arríanos niegan la consustancialidad del Hijo y el Padre.
–¡Exacto! – el abad volvió a levantar su voz-. Consideran a Cristo superior a un profeta mortal, pero sin alcanzar la divinidad. Y eso les iguala a judíos y mahometanos. Lo que hace única nuestra fe es la divinidad de Jesucristo, su muerte física en la cruz, su resurrección y ascensión a los cielos. Occitania es tierra de arrianos, siempre lo ha sido. Béziers fue incluso sede de concilio herético. La lucha contra ellos ha sido constante en estos lugares y esa herejía del diablo siempre vuelve a rebrotar. Ése es el verdadero peligro y es por ello que debéis recuperar esos documentos, ya que con ellos Trencavel y los demás conjurados quieren destruir nuestra Iglesia. Id a ver al templario Aymeric y averiguad dónde los oculta. Hacedle entrar en razón. Si no lo hace por las buenas, lo hará muy a su pesar.
–Dejadme unos días para ver el final del sitio -suplicó Guillermo.
–Carcasona caerá muy pronto -afirmó el abad-. Sin el apoyo del rey de Aragón, nada pueden hacer. Cuando tomemos el burgo de San Vicente, nos limitaremos a esperar. Con este calor y sin agua se rendirán en pocos días.
–Cuando caiga el burgo, saldré para Douzens.
–Recordad, Guillermo, cuan importante es vuestra misión -dijo solemnemente el abad-. Os confiaré un secreto.
El legado bajó la voz y Guillermo se acercó para oír la confidencia.
–Aunque la cruzada es contra los cátaros, su fin último es otro. El joven contuvo el aliento a la espera de la revelación. – El objetivo es recuperar esos legajos del diablo y acabar con los nobles y eclesiásticos que están tras ese complot arriano que pretende destruir nuestra Iglesia. Ese peligro es cien veces mayor que el de los cátaros. Id, hablad al templario Aymeric en mi nombre, que es el del Papa, y que os diga dónde están los documentos. Tenéis mi autoridad.
Guillermo se despidió ofreciendo todas las muestras de respeto y sumisión que el legado esperaba, pero se dijo que forzosamente tenía que haber mucho más en aquellos documentos de lo que el abad le contó. Arnaldo continuaba ocultándole información.
Aquella noche no pudo dormir bien. ¡Qué terrible sería la carga de la séptima mula! Recordaba la sangre de Béziers y sabía que la carnicería sólo había empezado. ¿Cuántas muertes se precisaban para acallar al diablo?
«Bien salieron den ciento que non parecen mal, en buenos cavallos a cuberturas de cendales e en las manos lancas que pendones traen.»
[(«Cien caballeros partieron que no lucían mal, portando lanzas que ondeaban sus pendones en buenos caballos con gualdrapas de cendal.»)]
Poema de Mío Cid
La cabalgata de los cien caballeros engalanados con gallardetes y oriflamas regresó tan triste como el Rey al que escoltaba. La ruta hacia Cataluña se hizo por el camino de Narbona, entre largos silencios.
Pedro lo había intentado todo, traspasando incluso el límite de su propia honra, para salvar a su vasallo, el vizconde, y había fracasado. Su corazón le pidió incluso suplicar: casi lo hizo, pero la convicción de la inutilidad del intento se lo prohibió. Sentía una profunda frustración por no haber podido hacer más por su gentil vasallo, el vizconde Trencavel.
Si bien reprochó en público al vizconde no haber complacido a los legados papales, sabía que la actitud despreocupada y generosa de éste con sus vasallos, incluida la permisividad religiosa, era la propia de su ideal caballeresco. Además, la dureza del legado papal había sido excesiva y desproporcionada en opinión del Rey. Rayaba en el insulto personal. Aunque no debiera haber esperado mucho más de Arnaldo, al que bien conocía del tiempo en que fue abad de Poblet.
Hugo de Mataplana se sentía mucho peor. En las noches, tendido mirando las estrellas, en las nubes del cielo diurno, en el agua del río, en todos los lugares veía los ojos verdes y la melena negra de aquella damita que le enamoró. Recordaba su risa, el tañer de su vihuela, la voz con la que cantaba, su mirada picara, su determinación en hacerle a él su caballero y la audacia con la que lo consiguió.
Si al principio sólo era desdén lo que le producían aquellas gentes altaneras venidas del norte que, luciendo cruces en el pecho, destrozaban la civilización occitana, ese sentimiento se había convertido en algo sólido que le oprimía la boca del estómago, como si se hubiera tragado una piedra y la tuviera clavada justo allí.
Su corazón estaba en duelo por su dama y aquella pena se transmutaba en un odio feroz hacia los cruzados que crecía por momentos. Apretaba los puños con rabia al pensar en ellos, y sus ojos se humedecían al hacerlo en ella. Aquéllos eran motivos más que suficientes para que Hugo consagrara su vida a luchar contra los invasores, pero había más…
La forma en que el abad del Císter trató a su señor, el Rey, la certeza de la ruina de Carcasona y la muerte inevitable de su amigo el vizconde exasperaban hasta el límite ese sentimiento desesperado que le hacía enloquecer de rencor. E impotencia.
Al segundo día de camino, por la mañana, no pudo resistir más. Puso, entonces, su montura junto a la de Pedro II y le abordó sin ningún protocolo, con la confianza de un compañero de armas.
–Formemos un ejército, mi señor -le dijo-. Vayamos al socorro de vuestros vasallos. Entremos en guerra contra los cruzados. Pongo a vuestra disposición mi herencia de Mataplana.
El Rey, que contra su natural expansivo se había mantenido extrañamente callado desde la salida de Carcasona mostrando disgusto y rencor, le miró con sonrisa triste.
–Bien quisiera poder hacer lo que decís, Huget. – Pedro usaba el diminutivo cariñoso que se aplicaba al heredero de los Mataplana-, pero como rey de Aragón y conde soberano de Barcelona, debo responder a razones de Estado y no a lo que dictan mis sentimientos.
–Los señores franceses y ese maldito Arnaldo han despreciado vuestro rango y valor -Hugo dejó que su emoción se desbordara. Deseaba que el Rey sintiera como él-. Hemos hecho el ridículo.
–No, Huget. Los grandes señores franceses mostraron su cortesía y respeto hacia mi persona; detuvieron los ataques contra Carcasona cuando yo lo requerí. Fue el abad del Císter, el legado papal, quien, en nombre de mi señor, Inocencio III, impuso su voluntad. Y yo no puedo hacer nada contra eso.
–¡Usad vuestras armas!
–¿Contra el Papa? Soy su vasallo, le juré fidelidad en Roma.
–¡Sí! – repuso Hugo con pasión-. Deponed vuestro vasallaje, independizaros. Vuestros nobles os apoyaremos.
El silencio pensativo con que acogió el Rey la soflama de Hugo le hizo pensar a éste que la idea no le era nueva a su señor y que esa posibilidad frecuentaba sus silencios desde la salida de Carcasona.
–No, Huget. Tengo una obligación mayor aún que la que debo a mis vasallos de Occitania.
–¿Cuál?
–Con el rey Alfonso de Castilla.
–¿Vuestro primo?
–Desde que solventamos nuestras disputas, siempre hemos cabalgado juntos y tenemos un pacto de sangre. Hay noticias de que los almohades están reuniendo en el norte de África fuerzas ingentes para invadir Al-Ándalus y después los reinos cristianos. El pacto y la convivencia han sido posibles con los sarracenos, pero los almohades, aunque también musulmanes, son fanáticos e intransigentes y no quieren más que imponer su religión por la fuerza de sus armas. Tardarán un año, quizá dos, pero caerán sobre Castilla y, si el reino se hunde, continuarán hacia León, Navarra, Aragón y Cataluña. Le he prometido a mi primo que cuando eso ocurra acudiré con mis ejércitos y nos enfrentaremos a ellos, los dos juntos y en territorio musulmán, sin dejarles penetrar en Castilla. Entonces precisaremos que el Papa declare nuestra lucha cruzada y que vengan a ayudarnos gentes del norte. ¿Os dais cuenta? Si entro en conflicto abierto contra los cruzados del Papa, los guerreros de Cristo, como ellos se hacen llamar, seré excomulgado, como lo fue el conde de Tolosa, y nos atacarán. La guerra durará años, Aragón y Cataluña se debilitarán y no tendré fuerzas para detener a los almohades. Si lucho contra los del norte, haré que los del sur nos arrasen.
–¿Preferís a vuestro primo de Castilla antes que a vuestros vasallos de Occitania?
–Prefiero que la cristiandad derrote a la media luna.
Ambos continuaron el camino, uno al lado del otro, en un silencio pensativo por unos momentos. Después, el Rey añadió:
–Vos, Huget, sabéis mejor que nadie que hoy, y en especial a causa de los últimos sucesos, no me puedo enfrentar al Papa.
Hugo apretó sus mandíbulas con rabia. Lo sabía, pero él no era Rey y sí podía buscar venganza contra los que tanto daño le causaban.
«Cel de la ost s'acesman per umplir les valatz e fan franher las brancas e far gatas e gatz.»
[(«Los de la hueste se afanan para los fosos llenar y hacen cortar troncos y gatas y gatos montar.»)]
Cantar de la cruzada, III-30
A la vista del fracaso del día anterior asaltando el burgo de San Miguel de Carcasona, el consejo de los grandes señores que se reunía en el pabellón del conde de Nevers acordó una nueva estrategia. El día siguiente empezó en apariencia con la misma rutina, bendiciones, cánticos, tambores, chirimías y las petrarias golpeando los muros mientras los arqueros trataban de dificultar la labor de los defensores para que los ribaldos y mercenarios pudieran escalar los muros. Pero la atención de los nobles estaba puesta en varios puntos del foso del burgo, lejanos a las altas murallas de la ciudad y de las torres que flanqueaban la puerta del camino a Foix. Allí, los zapadores se esforzaban en rellenar el hueco y afianzar caminos sobre el foso hasta los lugares que parecían más vulnerables, mientras los carpinteros trabajaban incansablemente desde la tarde anterior construyendo una gata.
Una gata es un gran cobertizo sobre ruedas que protege a los soldados contra las piedras, flechas y fuego que se les lanza desde lo alto de las murallas. Tiene un pronunciado tejado a dos aguas para que reboten las rocas sin que causen grandes daños a su estructura y a veces esconde un ariete que revienta una puerta o muros si no son muy fuertes, o un gran punzón metálico que, haciéndolo bascular, ayuda a horadar las paredes de piedra. La que se preparaba contra las defensas del burgo de San Miguel, también llamado Castellar, era de las de punzón y muy grande, tanto que cabían treinta zapadores bajo su protección. Se habían sacrificado caballos heridos el día anterior, se habían despellejado sus cadáveres y con los cueros sangrientos se cubrió el tejado y los laterales de la gata. Además, la rociaron de orines fermentados y de esta forma la gata quedaba protegida del fuego.
Consolidados un par de pasos sobre el foso, se eligió el que ofrecía mejores posibilidades y, entre chirridos, maldiciones y cánticos, aquel enorme monstruo sangriento y maloliente se puso a andar. Primero, tirado por caballos hasta llegar al radio de acción de los ballesteros enemigos. Allí se recubrió el tejado con una nueva provisión de pellejos frescos y líquido nauseabundo. A partir de aquel punto, fueron los zapadores desde el interior los que hicieron mover el artilugio. Y así empezó a andar aquel monstruoso ciempiés sobre toscas ruedas, que dejaban un reguero de sangre y orina, hacia los muros del Castellar.
Parecía como si todo se detuviera en la batalla para ver aquello. Los defensores concentraron en la zona sus mejores arqueros y máquinas de guerra y lo mismo hicieron los atacantes. Piedras, flechas, teas encendidas llovían sobre aquel animal apocalíptico que de cuando en cuando soltaba un muerto o un herido cual si defecara y de inmediato otro corría a sustituirlo. Los dardos emplomados de las ballestas eran tan potentes que en ocasiones atravesaban los tablones cubiertos de cuero que defendían el frontal de la gata, ensartando a sus porteadores, mientras los arqueros atacantes, que seguían al artilugio cubriéndose tras él, efectuaban breves salidas para disparar a las almenas.
Al fin, traqueteando, suspirando como un animal vivo, el ingenio tocó el muro del burgo y la actividad se hizo frenética. Era una lucha contra el tiempo. Los zapadores, para hacer un hueco bajo la pared y los defensores, para quemar el artilugio y abrasar a los topos. Los asediados lanzaban ganchos que, unidos a cuerdas movidas con mecanismos de poleas, pretendían tumbar la gata y así privar de protección a los que cavaban. Sin embargo, no por eso cesaban de arrojar rocas, teas encendidas y cubos de sebo y aceite ardiendo que se desparramaba en llamas por el tejado cubierto de pieles, goteando fuego por los lados.
Los de abajo golpeaban la pared con su enorme lanza y cavaban después con picos y palas. Su única salvación era hacer un hueco donde esconderse bajo el lienzo de muralla antes de que la gata se colapsara hecha una bola de fuego sobre sus cuerpos. Mientras, los arqueros de uno y otro bando se ensartaban entre sí tratando de entorpecer las acciones enemigas.
Yo contemplaba con horrorizada fascinación aquel espectáculo sobrecogedor. Se me antojaba salido de una pesadilla horrible, pero a mi lado Guillermo gritaba y vitoreaba entusiasmado con cada lance. El hecho de que el abad del Císter le hubiera prohibido entrar en acción no le impedía disfrutarla. Al caer la tarde, la gata se derrumbó definitivamente, hecha una bola de fuego, entre los vítores de los defensores. Miré a Guillermo y me sonrió satisfecho.
–Demasiado tarde -dijo-. El gusano ya entró en la manzana.
Fue una noche de actividad intensa. Se oía el repiqueteo de los zapadores desde las entrañas de los muros, pero el trabajo peligroso estaba fuera, transportando vigas y riostras para apuntalar los techos de las minas que iban abriendo bajo las defensas. Docenas de porteadores caían bajo las flechas lanzadas desde arriba, pero a los nobles no les importaba; la suerte del burgo estaba decidida.
Al amanecer, los zapadores habían horadado la base de una zona muy amplia de murallas que ahora se sostenían precariamente sobre maderos untados de sebo, grasa de cerdo, aceite de oliva y otros materiales inflamables. Cuando los huecos estuvieron llenos de ramas secas y paja, los incendiaron y en cuestión de segundos surgió una intensa humareda. Al poco, brotaron las llamas y el rugido del fuego fue elevándose entre un silencio expectante. Después de varios siniestros crujidos, sonó el gran estruendo y las murallas se vinieron abajo sobre el foso, mientras los cruzados gritaban jubilosos. Ya se veía el interior del burgo y la caballería cargó de inmediato seguida por los infantes, mientras los cánticos de Venites creatiorium spiritus se elevaron al cielo.
–Mañana nos vamos de aquí -me dijo Guillermo-. La caída de Carcasona es cosa de pocos días.
Aunque los occitanos presentaron una fiera batalla y hubo gran mortandad, los supervivientes del burgo tuvieron que retroceder y encerrarse tras los altos muros de la ciudad. Pero por la noche tomaron su venganza y saliendo por sorpresa, cayeron sobre la guarnición que los cruzados habían dejado en el arrabal conquistado, exterminando a casi todos. Sus gritos despertaron a los del campamento, que contraatacaron a toda prisa, encontrando poca resistencia, al refugiarse los de Carcasona tras los muros para evitar pérdidas. Los invasores se aseguraron de fortalecer la guarnición en previsión de nuevas incursiones.
–Están donde queríamos -me comentó mi amo-; cuarenta mil hacinados tras los muros, muchos heridos y sin espacio ni agua. Y en pleno agosto.
«Judex ergo cum sensebit quidquid latet apparebit.»
[(«Cuando el juez haya juzgado, todo lo oculto saldrá a la luz.»)
Dies irae (El día de la ira)]