CAPÍTULO 1

No había debajo más que nubes y encima sólo el firmamento. Joe Kenmore miró por la ventana del aeroplano, sobre el hombro del copiloto. Mantuvo la vista fija al frente, donde las nubes se unían con el firmamento, a muchos kilómetros de distancia..., y trató de imaginar el trabajo que le esperaba. En la sección de la cola del aeroplano, en el compartimiento de carga, había cuatro grandes cajas que contenían los giróscopos pilotos para el objeto más importante de cuantos estaban siendo construidos en la Tierra; un objeto que no podría funcionar sin ellos. El trabajo de Joe consistía en llevar a su destino esta maquinaria altamente especializada y extraordinariamente precisa, ayudar a instalarla y probarla una vez instalada.

Se sintió inquieto. Por supuesto, el piloto y el copiloto, las únicas personas que se encontraban en el avión de transporte, además de él, eran competentes. Todas las precauciones imaginables serían tomadas para asegurar que un aparato tan absolutamente esencial como el giróscopo piloto llegara a su destino sin contratiempos. El cuidado con que lo trataban haría pensar que contenía huevos, en lugar de metal macizo, pulido, alisado y repulido hasta llegar a una precisión nunca antes lograda. Pero, de todas formas, Joe estaba preocupado. Había visto cómo se hacía el giróscopo piloto y había ayudado a hacerlo. Sabía las veces que se había dividido una milésima de centímetro en la fabricación de sus componentes y el equilibrio de sus partes móviles, sensible incluso a la respiración. Le hubiera gustado estar atrás, en el compartimiento de carga, con los aparatos, pero sólo la cabina de pilotaje estaba acondicionada para la presión, y la nave viajaba a seis mil metros de altura, volando hacia el oeste por el sur.

Trató de tomarlo con calma. A seis mil metros, más de la mitad de la atmósfera terrestre se encontraba bajo él. Esperaba que el resto sería igualmente sencillo de superar, cuando los giróscopos estuvieran instalados y comenzara el movimiento hacia el vacío. Los giróscopos, naturalmente, iban a ser instalados en el primer satélite artificial habitado de la Tierra, permanente y verdaderamente decisivo. Había ya otros satélites fabricados por el hombre, se suponía que había más de doscientos objetos en órbita alrededor de la Tierra y fuera de la atmósfera. Algunos de ellos tenían cierta utilidad, pues informaban sobre los niveles de radiación solar y las formaciones de nubes terrestres, tal y como se veían desde el espacio; otros retransmitían los programas de televisión por todo el planeta, hogar de la humanidad. Pero la plataforma espacial iba a ser otra cosa. Iba a ser el peldaño inicial, verdaderamente el primero de una escalera imaginaria, por la cual comenzaría el hombre a trepar hacia las estrellas.

Los astronautas habían rodeado la Tierra por el espacio exterior; algunos habían dado varias vueltas al planeta, pero todos habían regresado de nuevo a la Tierra, llevando consigo su cápsula espacial. La plataforma espacial no regresaría; sería habitada por hombres protegidos por enormes cubiertas que les servirían de escudo cuando pasaran a través de las radiaciones mortales del cinturón de Van Allen. Tendrían que refugiarse en superficies protegidas cuando los rayos solares convirtieran el espacio exterior en algo mortal para todas las formas conocidas de vida. Pero entre una cosa y la otra, podrían resolver problemas que nadie había podido atacar, debido a la falta de un satélite habitable en el espacio, y, por supuesto, desde el principio, sería la respuesta a la agresión y a las amenazas de guerra atómica.

El copiloto del aeroplano se recostó en el respaldo de su asiento y se estiró perezosamente. En seguida, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de pie. Caminó cuidadosamente al pasar junto a la columna entre los asientos del piloto y el copiloto, que contenía parte de las innumerables esferas y controles que los conductores de un moderno aeroplano multimotor deben vigilar y manejar. El copiloto fue a la cafetera y accionó un conmutador. Joe se agitó inquieto, deseando que fuera posible viajar atrás, al lado de las cajas de embalaje, pero su temor parecía absurdo.

Se oía un constante rugido en la cabina. Al acostumbrarse al ruido de los motores, se percibía como a través de un cojín. El café estaba hirviendo. El copiloto sirvió el café en una taza de papel y se lo dio al piloto, que empezó a beberlo. El copiloto preguntó:

—¿Quiere café?

—No, gracias —replicó Joe.

—¿Todo va bien?

—Me encuentro muy bien —dijo Joe, comprendiendo que el copiloto deseaba conversar—. Esos aparatos con los que viajo..., la empresa de la familia ha estado trabajando en esa maquinaria durante varios meses. El terminado se hizo prácticamente con gran suavidad, como si se hubiera hecho con plumeros. Estuvieron durante cuatro meses solamente puliendo los ejes y equilibrando los rotores. En una ocasión, montamos un telescopio, pero aquello, comparado con este trabajo, era un juego de niños.

—Además, tuvieron que estar vigilando para evitar los sabotajes, ¿no es así?

—No —dijo Joe, sorprendido—. ¿Por qué?

—No todo el mundo ansía que la plataforma sea lanzada —dijo el copiloto, torciendo la boca—. ¿Cuál cree usted que es el problema principal para los que la están construyendo?

Sorbió un poco de café e hizo un gesto de enfado. Estaba demasiado caliente.

—El problema principal es impedir que la hagan saltar —observó—. Hay infinidad de sputniks y objetos parecidos rondando, pero en cuanto la plataforma se encuentre en órbita, cargada con un buen número de cohetes de cabeza nuclear, muchos camorristas tendrán que andarse con cuidado. Por ello están haciendo todo lo posible por un mundo seguro para la política del poder.

—He oído decir... —comenzó Joe.

—No ha oído ni la mitad todavía —dijo el copiloto—. Los transportes aéreos han perdido en este trabajo casi tantos aviones como en Asia, cuando ése era el gran trabajo de transporte. Es una verdadera guerra local. ¡Nada los detiene! ¿No ha oído usted lo que se dice de eso?

—Oh, supe que había algo de capa y espada en este asunto —dijo Joe cortésmente.

El piloto bajó su vaso de papel y se lo dio, diciendo:

—Cree que te estás burlando de él.

Se volvió, para concentrarse nuevamente en la contemplación de los instrumentos que se encontraban ante él y del exterior a través del plástico de las ventanillas.

—¿Eso cree? —dijo el copiloto escépticamente—. ¿No tienen cercas de alambre de púas en torno a su fábrica? ¿Ni placas de identidad, ni oficial de seguridad que grita como loco cada cinco minutos? ¿No tienen nada de eso? ¿O sí?

—No —dijo Joe—; conocemos a todos los que trabajan en la fábrica. Los conocemos de toda la vida, porque la fábrica está en el mismo pueblo desde hace ochenta años. Comenzó produciendo carretas y arados, pero ahora se hacen herramientas y maquinaria de precisión. Es la única fábrica de las inmediaciones y todos los que trabajamos allí hemos sido compañeros de escuela, lo mismo que lo fueron nuestros padres. Por ello nos conocemos bien.

El copiloto no estaba convencido.

—¿No bromea?

—No; lo digo en serio —le aseguró Joe.

—Imagino que deben existir lugares así —dijo el copiloto con envidia—. ¡Si ustedes hubieran construido la plataforma! ¡Este trabajo es muy distinto! Ni siquiera podemos hablar con una muchacha sin darle explicaciones al servicio de seguridad y tenemos prohibido hablar con extraños y salir después de la caída de la noche.

El piloto gruñó. El copiloto cambió de tono.

—No es tan malo —admitió—, pero tampoco es divertido. La semana pasada fue mala; perdimos tres aviones. Uno explotó en el aire: sabotaje; llevaba materiales importantes. Otro se estrelló al despegar; llevaba instrumentos irreemplazables y alguien había colocado un detonador en uno de los servomotores. El tercero se paralizó en el aire cuando se disponía a aterrizar y se estrelló en el suelo. Tuvieron que raspar al recoger los pedazos. A este aparato le hicieron una reparación importante hace dos semanas. Los primeros tres viajes los hicimos con los dedos cruzados. Puede ser que todo vaya bien, pero yo no miraré con serenidad hacia el futuro, esperando llegar a una edad avanzada, mientras no hayan lanzado la plataforma. ¡Le aseguro que no!

Fue a tirar el vaso de papel del piloto por una ranura.

El aeroplano continuó su vuelo. No había sino nubes bajo él, y sobre él solamente el cielo. Las nubes estaban muy abajo y el cielo estaba simplemente arriba. Joe miró la sombra del avión, rodeada de un arco iris, que corría locamente por la irregular superficie de la capa de nubes. El aeroplano volaba sin cesar. Nada sucedía. Dos horas antes, habían abandonado el lugar donde recogieran los giróscopos pilotos en un trabajo más de transporte, el último. Joe recordaba con qué ahínco habían impedido los dos tripulantes que alguien se acercara al aparato en tierra, excepto los hombres que se encargaban de cargar las cajas, e incluso esos trabajadores habían sido vigilados sin cesar.

Joe se agitó nerviosamente, sin saber cómo interpretar lo que le estaba diciendo el copiloto. La fábrica de Herramientas de Precisión Kenmore era propiedad de su familia, pero era más una empresa cívica que familiar. Los jóvenes del pueblo crecían con un dogma: lo más importante en la vida era el trabajo bien hecho, del mismo modo como se consideraba en otras partes el arado o la pesca marítima de profundidad. El padre de Joe era el propietario de la empresa y quizá Joe tuviera que dirigirla en el futuro, pero no podía esperar ser respetado por los hombres a menos que fuera capaz de manejar todas las herramientas de trabajo, así como de afinar una milésima al menos de cinco modos diferentes. Diez sería todavía mejor. Pero mientras el sentimiento de la gente de la fábrica no cambiara, no habría jamás algún problema de seguridad.

Si el copiloto decía la verdad...

Joe sintió que una ligera angustia interior se apoderaba lentamente de él. En su mente había una imagen, que parecía un sueño. Se trataba de algo grande y brillante, que flotaba silenciosamente en el vacío, con un fondo de estrellas detrás. Era la plataforma espacial.

Otros satélites artificiales menores refulgirían al pasar junto a ella, llenos de envidia. Formarían un conjunto extraño y abigarrado: algunos de ellos en forma de cono; otros, parecidos a pelotas; otros, como pirámides, y de algunos brotarían antenas, semejantes a látigos, hacia todas las direcciones. Unos llevarían palas; otros parecerían objetos de pesadilla. Pero todos serían infinitamente más pequeños que la plataforma y estarían muy por debajo.

Desde la plataforma, las estrellas se verían como claros puntos luminosos del tamaño de una cabeza de alfiler, sin cintilar, pues no habría atmósfera allí, y la oscuridad entre ellas sería absoluta, porque las separaría el espacio mismo. La plataforma era una luna. Una luna hecha por los hombres, en la que éstos podrían vivir y trabajar. Era un sueño, que parecía ser muy real, cuando Joe pensó en él. Tendría un brillo insoportable cuando el Sol se reflejara en ella y sería abrumadoramente negra en las sombras..., excepto cuando la luz reflejada de la Tierra la delineara, a veces, de modo irreal y fantástico.

Lo más importante de todo consistía en que habría hombres en el interior, trabajando, mientras se recorría la órbita alrededor del mundo que la había creado. A veces, llegarían naves más pequeñas, supuso Joe, abriéndose camino y dejando detrás estelas de vapor, para llevarles alimentos a los tripulantes, además de aire y combustible. Y, eventualmente, alguna nave no regresaría de nuevo al enorme y cercano mundo. Llenaría sus tanques del combustible llevado por las otras naves..., y no pesaría nada en absoluto. Así, podría elevarse de la plataforma y, de repente, se encenderían los propulsores, arrojarían llamas y gases y se dirigiría, triunfante, hacia el exterior, alejándose de la Tierra. Y sería el primer navío espacial que se dirigiera hacia una estrella.

Esta era la imagen que tenía Joe de la plataforma espacial. Era quizá un poco romántica, pero los hombres estaban actualmente trabajando para convertirla en realidad. El aparato de transporte se dirigía hacia una ciudad pequeña llamada Bootstrap, llevando uno de los artefactos más esenciales de la plataforma. En el desierto, cerca de Bootstrap, había una gigantesca construcción en forma de cobertizo y, en su interior, los hombres construían exactamente el monstruoso objeto que imaginaba Joe. Trataban de realizar el sueño de muchos hombres a lo largo de muchas décadas..., la plataforma necesaria, el punto de llegada y descanso de las naves; la plataforma de despegue, el punto de partida desde donde los exploradores del espacio iniciarían la marcha del hombre hacia el infinito.

La idea que alguien intentara detener y obstaculizar una empresa de esa envergadura, le indignaba.

El copiloto aplastó cuidadosamente su cigarrillo. El aeroplano volaba con una estabilidad mayor que la de un vagón de ferrocarril sobre la vía. Continuaba el constante ruido de los motores, inexplicablemente amortiguado. Todo era normal.

—¡Escuche! —dijo Joe con enojo—. ¿Algo de lo que ha dicho es... para tomarme el pelo?

—Desearía que así fuera, amigo —contestó el copiloto—. A usted puedo contárselo, aunque oficialmente sea secreto. Le diré...

—¿Por qué a mí sí puede usted contármelo? —le preguntó Joe suspicazmente—. ¿Qué le hace creer que puede hablar libremente conmigo?

—¡Le han dado pasaje en este aparato, y eso es muy significativo!

—¿De veras?

El piloto se volvió en su asiento para mirar a Joe.

—¿Cree usted que transportamos pasajeros regularmente? —le preguntó con suavidad.

—¿Por qué no?

El piloto y el copiloto se miraron.

—Explícale —dijo el piloto.

—Hace aproximadamente cinco meses —dijo el copiloto—, un coronel del ejército emprendió un viaje hacia Bootstrap en un avión de carga. El aparato despegó y voló normalmente hasta encontrarse a unos treinta kilómetros de Bootstrap. Entonces cesó de comunicarse y se dirigió en línea recta hacia el edificio donde se fabrica la plataforma. Lo derribaron. Cuando se estrelló, produjo una explosión —el copiloto se encogió de hombros—. Tal vez no lo crea, pero, una semana después, encontraron en una ciudad del este el cadáver del coronel; lo habían asesinado.

Joe parpadeó.

—No fue el coronel quien viajó como pasajero —aclaró el copiloto innecesariamente—; era otra persona que, a treinta kilómetros de Bootstrap, debió haber matado al piloto para apoderarse de los controles. Suponen que quiso estrellarse contra los edificios. A bordo llevaba una bomba atómica. El detonador no funcionó.

Joe comprendió lo que esto significaba. Locos y maniáticos podrían odiar la plataforma, pero ninguno podría disponer de una bomba atómica. Era preciso que detrás de él se encontrara una gran nación. De modo que no eran solamente los maniáticos quienes estaban contra la fabricación de la plataforma. Podía tratarse de naciones que no deseaban entrar en guerra, pero que estaban dispuestas a intentar cualquier cosa de menor gravedad. Y el resultado sería tan parecido a una guerra como fuera posible.

El piloto dijo abruptamente:

—¡Hay algo ahí abajo!

El copiloto se precipitó sobre el asiento de la derecha. Estuvo en su lugar, con el cinturón de seguridad abrochado, en una fracción de segundo.

—Verifica —dijo en un tono diferente—. ¿Dónde?

El piloto señaló.

—Vi algo oscuro en el hueco de esa nube.

El copiloto hizo girar un conmutador y a los pocos instantes, un sonido nuevo se oyó en la cabina: Bip..., bip..., bip..., bip. Era débil, una especie de chirrido, como el ruido que hacen los murciélagos, que aumentaba de tono durante el breve espacio de tiempo en que eran audibles. El copiloto descolgó un micrófono de mano de la pared, por encima de su cabeza, y se lo acercó a los labios.

—Llama el vuelo dos-veinte —dijo con voz tensa—. Alguien nos está vigilando por radar. Lo vemos nosotros. Estamos a seis mil metros y...

En ese punto, el suelo de la cabina se inclinó notablemente.

—Estamos ascendiendo. ¡No nos pierdan de vista y vengan pronto! ¡Corte!

Apartó el micrófono de sus labios, y dijo, sereno:

—Están usando el radar. Eso quiere decir que en la encrucijada hay algún trabajo sucio. ¡Alguien se está arriesgando!

Joe apretó los puños. El piloto accionó algunas palancas de la columna que se encontraba entre los dos asientos de pilotaje, y dijo rápidamente:

—Prepara los propulsores.

El copiloto bajó una palanca, y dijo:

—¡Listo!

Todo sucedió en pocos segundos. El piloto había dicho «veo algo», e inmediatamente se había puesto a trabajar un equipo eficaz y rápido. Una llamada por radio pidiendo ayuda. El avión empezó a ganar altura para obtener una mayor claridad entre ellos y las nubes. Los propulsores estaban listos para encenderse. Eran estos propulsores de cohetes los que servían, con la ayuda de los jets, para doblar el impulso de los motores en el momento de despegar de terrenos cortos o desiguales en unos cuantos segundos. En el vuelo de línea recta, harían dar un salto al aparato como si se tratara de un conejo asustado. Pero no resistirían durante mucho tiempo.

—No me agrada esto —dijo el copiloto con voz inexpresiva—. No veo que...

Entonces se detuvo. Algo ascendió saliendo de las nubes. Era algo increíble y trivial a la vez: un aeroplano particular con alas plateadas, de dos motores, del tipo capaz de desarrollar una velocidad de quinientos kilómetros por hora en crucero y que llega casi a ochocientos si se le fuerza. Era un aparato costoso, pero no grande. Salió en línea recta de las nubes, se volvió perezosamente sobre su vientre y descendió, introduciéndose en la capa de nubes de nuevo. Parecía hacer piruetas entre las nubes..., donde nadie sensato las haría. Parecía una de esas cosas tontas para las que no se encuentra explicación.

Pero en este caso sí había una explicación.

En la parte más alta del lazo que había trazado, aparecieron líneas de humo blanco. No hubiera sido posible verlas contra las nubes, pero durante una fracción de segundo se distinguieron claramente contra las propias alas plateadas del aparato. Y no se trataba de vapor ligero. Era denso, una estela bien definida de propulsión a chorro.

Subieron, dejando tras ellos una estela de humo serpenteante. Aumentaban su velocidad a cada instante.

El piloto golpeó algo con la palma de la mano, hubo un angustioso momento de espera y luego el avión de transporte fue impulsado hacia delante, de tal forma que les cortó la respiración. Los propulsores bramaron y el aeroplano saltó. El sonido de los motores era cubierto por el rugido de los propulsores. Joe fue aplastado contra el respaldo de su asiento. Se debatió para tratar de vencer la fuerza que lo empujaba hacia atrás y oyó al piloto, que decía tranquilamente:

—...cohetes. Si son dirigidos o de cabeza magnética, ¡nos derribarán!

Pero no se trataba de una operación al descubierto; tenían la intención de asesinar. Definitivamente, querían sabotear la plataforma espacial. Y tanto los saboteadores, como los criminales y, en general, todos aquellos que operan en forma oculta, tienen una desventaja concreta: no pueden utilizar material que el personal autorizado encuentra útil. Si un saboteador emplea cohetes, no puede ensayar un complicado sistema de dirección para asegurarse que éste va a funcionar debidamente. No puede haber cuentas regresivas en la preparación de un crimen; es preciso ejecutarlo cuando se presenta la oportunidad. Por consiguiente, los medios empleados para atacar al avión de transporte debían ser, en cierto modo, primitivos: un aparato particular de dos motores y cohetes que podían seguir al blanco por medio del calor de sus escapes. Un aparato realmente de combate hubiera tenido a Joe y los otros absolutamente a su disposición. Pero no un aparato como aquél.

El copiloto dijo, entre dientes:

—No tienen cohetes de cabeza magnética. Pero tendrán fusibles de proximidad...

Entonces el aparato pareció encabritarse. Probablemente ya había sobrepasado el límite de tensión para el que había sido diseñado. Sólo un cohete explotó con detonador. Los otros estallaron instantes después. Los detonadores eran de proximidad. Si hubieran rodeado al aparato, habrían volado junto con él; sólo habría quedado un confuso montón de despojos. Pero los propulsores lo habían empujado fuera del alcance de los cohetes. Se apagaron y pareció que el avión frenaba. El piloto lo puso en picada para ganar velocidad.

El copiloto estaba diciendo fríamente por el micrófono:

—Nos dispararon cohetes. Parecían ser como los tres punto cinco del ejército, con detonadores de proximidad. Fallaron, pero estamos muy solos.

El aeroplano prosiguió su viaje a toda velocidad, mientras los dos pilotos vigilaban la capa de nubes que estaba bajo ellos. Movían sus cuerpos mientras miraban al exterior por las ventanillas, para que no les obstruyeran la vista.

Al mismo tiempo que vigilaban, el copiloto continuó hablando por el micrófono.

—No debe tener más de cuatro cohetes y está arrojando ahora su dispositivo de disparo. Pero es posible que tenga un compañero. ¡Será mejor que vengan aquí cuanto antes, si quieren atraparlo! ¡Seguramente, será el más inocente de los pilotos particulares que hayan visto nunca!

Entonces, el piloto gruñó. Algo se destacaba sobre la formación de nubes, muy lejos hacia delante. Tres objetos. Eran aviones de combate, de reacción a chorro, que no daban la impresión de aproximarse, sino de aumentar de tamaño. Iban a más de quinientos nudos (dieciséis kilómetros por minuto) y el transporte se dirigía hacia ellos a su velocidad máxima. Los jets y el transporte se aproximaban uno a los otros a una velocidad que hubiera sido alarmante de no ser tan satisfactoria.

El copiloto dijo con voz aguda por el micrófono que se encontraba sobre su cabeza:

—Un Messner plateado, con signos rojos sobre las alas. El número comienza...

Dio la letra y las primeras cifras del número del desaparecido aparato particular, que sin la citada designación no podría despegar ni ser servido en ningún aeropuerto. Joe oyó un insistente bip-bip-bip-bip, que era sin duda un radar en alguno de los aparatos de combate. No podía oír qué era lo que el copiloto recibía como respuesta a sus mensajes breves.

Uno de los jets picó y se introdujo en la capa de nubes. Los demás continuaron acercándose. Trazaban grandes círculos cerca del transporte, cruzando delante, por encima y alrededor de él. Parecían estar dando vueltas alrededor de un objeto absolutamente inmóvil.

El piloto continuó volando, con el entrecejo fruncido. El copiloto dijo:

—¡Por supuesto que estoy a la escucha!... —hizo una pausa, y luego dijo—: Comprendido, gracias.

Volvió a colocar el micrófono en su lugar, se secó la frente pensativamente y miró a Joe.

—Quizá me crea ahora —observó—, cuando le diga que es una pequeña guerra la que han desencadenado para evitar que la plataforma sea lanzada.

—He aquí el tercer jet que se eleva de nuevo.

Era cierto. El jet que se había introducido entre la capa de nubes ascendía ahora saliendo de lo que parecía ser algodón con aire de gran satisfacción.

—¿Hallaron al tipo ése?

—Sí —dijo el copiloto—. Debió haber oído mi informe y no arrojó su radar. Permaneció entre las nubes y, cuando el jet fue en su busca, trató de chocar contra él. El jet lo hizo estallar. Quizá encuentren algo entre los despojos.

Joe se humedeció los labios.

—Trataba de destruirnos —protestó—. ¡Trató de destruirnos con cohetes! ¿Dónde los consiguió?

El copiloto se encogió de hombros.

—Puede que los haya pasado de contrabando o que los haya robado. Pudieron ser transportados a cualquier lugar en una camioneta. El aeroplano era un aparato particular y hay muchos que vuelan por todas partes. Pudo haber sido comprado con toda facilidad. Todo lo que necesitaba era una granja en algún sitio, donde pudiera colocar y sujetar un dispositivo para disparar los cohetes. El problema más importante es el de los informes. ¿Cómo sabía qué era lo que contenía este aparato?

Una sombra pasó sobre el transporte. Era un jet que pasaba por encima y los dejaba atrás rápidamente. Movió las alas y cambió de curso.

—Tenemos que aterrizar para revisar los daños —gruñó el piloto—. Los jets nos mostrarán el camino... ¡Como si tuviéramos necesidad de ello!

Joe se apoyó en el respaldo del asiento. Todavía conservaba en su mente la imagen fascinante y encantadora de la plataforma espacial, terminada, flotando en su órbita, con el reflejo ardiente del Sol sobre ella y una multitud de estrellas más allá como fondo, envidiada y admirada por todos los satélites menores de forma extraña, que recorrían sus órbitas a un nivel más bajo en el espacio.

Había estado relacionado con la manufactura de ciertos aparatos que debían formar parte del equipo de la plataforma, pero había pensado siempre en la plataforma en términos dramáticos y fascinantes, en relación con lo que lograría. Ahora la veía desde otra perspectiva. Cuando debe llevarse a cabo algo importante, las nueve décimas partes del trabajo de realización consisten en enfrentarse a los obstáculos creados por personas que no tienen nada que ver con ello. Comenzó a sentir un profundo respeto por aquella gente sobre la que nunca había pensado antes; las personas que realizaban el trabajo sencilla y tenazmente, a pesar de aquellos que se oponían a cualquier cambio.

En aquel momento, la nave comenzó a descender hacia las nubes. Las atravesaron a ciegas, entre la niebla, y, de pronto, vieron la tierra firme y un campo de aterrizaje notablemente pequeño. El piloto y el copiloto iniciaron lo que parecía ser una conversación ritual y Joe comprendió confusamente que era tan esencial como todo lo demás.

—¿Aceleración? —dijo el piloto.

—Apagada.

—¿Sopladores?

—Bajos —dijo el copiloto.

—¿Selectores de carburante?

El copiloto movió las manos hacia los controles apropiados, verificando cada cosa.

—Conectado el principal —dijo con naturalidad—. Alimentación cruzada, suprimida.

El transporte se inclinó hacia abajo pronunciadamente, dirigiéndose hacia la pista de aterrizaje que había parecido tan pequeña antes, pero que se ampliaba considerablemente mientras se acercaban a ella.

Joe se sintió abatido. Comenzó a comprender cuán complejo era el trabajo de preparar la plataforma para iniciar un viaje que en teoría debía durar una eternidad. Era desalentador pensar que, antes que una luna artificial pudiera ser construida y enviada al espacio, sucedían cosas tan triviales y salvajes como encontrar un avión particular en una capa de nubes y tener una lista de cosas que verificar sobre un avión de transporte antes de despegar y aterrizar..., tan sólo para asegurar que las partes necesarias, preciosas y precisas, podrían ser llevadas por el aire hasta el lugar de trabajo. Los detalles que formaban parte de la construcción de la plataforma comenzaron a parecerle una tarea enorme y quizá imposible.

Pero el trabajo era valioso y Joe estaba contento de tomar parte en él.