Capítulo 31
Los músculos de Baraka se tensaron cuando llevó hacia atrás la flecha emplumada para lanzarla, rápido, como una ráfaga roja y dorada, al blanco colocado al otro extremo del patio.
—Bien hecho —lo felicitó Nakhtmin.
Baraka asintió, satisfecho, mirando la hierba. Era parecido a su padre. Tenía los mismos hombros, anchos. El pelo, oscuro y cortado al rape. Era difícil creer que sólo tenía nueve años. Podía ser un niño de once o doce.
—Ahora es tu turno —dijo Baraka, haciéndose a un lado para que Ankhesenamón pudiese apuntar al blanco.
—Seguro que le doy más cerca del blanco que Tut —presumió ella—. He practicado con Nakhtmin mientras tú estudiabas —se burló de Tutankamón. Llevó su pequeño brazo hacia atrás y la cuerda del arco se tensó.
—No lo muevas —le aconsejó Baraka.
La flecha salió volando y dio cerca del centro del blanco. Ankhesenamón dejó escapar un agudo grito de alegría. Baraka se tapó los oídos.
—Muy bien —dijo Nakhtmin, dándole su aprobación—. Te estás convirtiendo en un buen soldado, Ankhesenamón. Dentro de poco, tu madre tendrá que dejar que practiques con mis alumnos.
—¡Me gustaría ser soldado!
Nakhtmin me miró, desde el otro lado de la parra. No podía haber otra hija más distinta a su padre.
—Vamos —canturreó—, regresemos al palacio para mostrarle a mi madre lo que puedo hacer.
—¿Crees que a la reina va a gustarle? —preguntó Baraka, con sentido práctico.
Ankhesenamón se echó hacia atrás su mechón juvenil. Se lo afeitarían dentro de dos años, para convertirla en mujer.
—¿Y a quién le importa lo que piense Meritatón? Lo único que hace es leer rollos y recitar poesía. Es como Tutankamón. —Tut se dio por aludido.
—¡Yo no soy como la reina! —protestó—. ¡Salgo a cazar todos los días!
—También recitas poesía —le pinchó ella.
—¿Y qué? Nuestro padre escribía poesía.
Baraka se quedó helado. Ankhesenamón se tapó la boca con las manos.
—No hay problema —intervino enseguida Nakhtmin.
—Pero Tut dijo… —Ankhesenamón no terminó la frase.
—Lo que dijo no importa. —Nakhtmin le sonrió a nuestro hijo—. ¿Por qué no visitamos a tu madre ahora y le mostramos lo que puedes hacer? De todas maneras, nos espera.
El sol ya se ocultaba. Faltaba poco para que nos esperaran en el Gran Salón de Malkata. Dos sirvientes remaban para llevarnos a la otra orilla del río. Ankhesenamón se asomó fuera de la barca.
—No tendrías que haber dicho eso sobre nuestro padre.
—Déjalo en paz —dijo Baraka, defendiendo a Tut.
Ella apretó los labios.
—Seguro que a Mut-Najmat no le parece bien.
—¿No me parece bien, qué? —Sonreí inocentemente y los tres niños me miraron.
Ankhesenamón hizo lo que pudo para parecer moralmente superior.
—Hablar sobre el Faraón Hereje. Sé que no lo aprobarías —dijo—. Mi madre dice que no hay que nombrarlo, especialmente en público, y que él es la razón por la que hay rebelión en el Bajo Egipto. Si él no hubiese abandonado a los dioses y no hubiese creado a los sacerdotes de Atón, en el norte no habría luchas y nuestros sacerdotes de Tebas estarían a salvo por la noche, porque nadie los atacaría o encabezaría revueltas.
—¿Tu madre te ha dicho todo eso? —preguntó Nakhtmin, con curiosidad.
—Sí.
Pero Ankhesenamón aún me miraba, a la espera de una respuesta, y todos los que estaban en la barca me miraron para ver qué decía.
—Quizá lo mejor es no hablar del faraón Akenatón en público —admití, y Ankhesenamón miró a Tutankamón con ojos triunfantes—. De todas maneras, recordar las cosas buenas que hizo una persona no tiene nada de malo.
Ankhesenamón me miró. Nakhtmin arqueó las cejas, interesado en lo que yo iba a decir.
—Escribía poesía —vacilé—. Y era diestro con el arco y la flecha. Vosotros parecéis haber heredado eso de él.
—Mi madre era muy hábil con el arco —me contradijo Ankhesenamón.
—Es cierto, pero Akenatón era especialmente rápido.
Pensé, de inmediato, en aquella mujer de la Sala de Audiencias que quiso salvar a su hijo escapando de la plaga. Me cerré la capa sobre el pecho. Ankhesenamón se asomó por el borde de la barca, como si tuviese que hacer una pregunta importante.
—¿Mi padre era realmente un hereje? —me preguntó.
Me moví, incómoda, en mi almohadón. Evité la mirada de Nakhtmin.
—Era un gran seguidor de Atón —dije, con cautela.
—¿Por eso mi madre se reúne con sacerdotes de Atón aunque el visir Ay diga que es peligroso? ¿Porque nuestro padre creía en Atón y ella está apenada?
Mis ojos se encontraron con los de Nakhtmin.
—No lo sé —respondí—. No sé por qué se reúne con ellos aunque todos le digan que es peligroso. Quizá aún está triste.
—¿Por qué?
—Porque Atón la desilusionó, porque en realidad el gran dios de Egipto es Amón —declaró Baraka.
Nefertiti se reunía con los sacerdotes de Atón a pesar de las quejas de sus visires, contra el sentido común y las advertencias de mi padre.
—Voy a arreglar esto —juraba caminando por la nueva muralla que defendía Tebas.
Con los años, su belleza delicada se había endurecido y se había vuelto afilada como un cuchillo. Tenía todavía más personalidad a sus treinta y dos años.
—Pero ¿y si no hay manera de arreglarlo? —pregunté—. Son criminales. Quieren poder. Quieren matar para recuperarlo.
Negó, firmemente, con la cabeza.
—No permitiré que haya discordia en Egipto.
—Pero siempre habrá discordia. Siempre habrá desacuerdos.
—¡En mi Egipto no! Hablaré con ellos.
Se agarró al muro y miró más allá del Nilo. El sol daba en las piedras recién cortadas, cociéndolas con el calor de Mesore. Desde allí podíamos ver toda la ciudad: mi villa al otro lado del río, las imágenes imponentes de Amenhotep el Grande, el templo de Amón y cientos de estatuas reales.
—¿Qué puede lograrse hablando? Esos hombres han matado a algunos sacerdotes de Amón —dije—. Deberían enviarlos a las canteras.
—Soy la reina del pueblo. Mientras yo gobierne, en esta tierra tiene que haber paz.
—¿Y cómo puedes lograrla al reunirte con ellos?
—Quizá pueda convencerlos de la necesidad que se conviertan y crean en Amón. O al menos de que dejen de luchar. —Nefertiti me miró para asegurarse de que le prestaba atención—. Tengo tantas visiones, Mut-Najmat. Visiones de un Egipto que se extiende de nuevo desde el Eufrates a Sudán. De una tierra donde Amón y Atón puedan residir juntos. Mañana me reuniré con dos sacerdotes de Atón. Han solicitado un templo…
—Nefertiti —dije, con firmeza.
—No puedo otorgarles el uso de los templos de Amón. Pero ¿por qué no pueden tener sus propios templos?
—¡Porque querrán cada vez más!
Guardó silencio, mirando a Tebas.
—Haré la paz con ellos —prometió.
Entré, apurada, al Per Medjat. Mi padre, asombrado, levantó la vista.
—¿Has visto a Nefertiti? —pregunté.
—Está en la Sala de Audiencias. Con Meritatón.
—No. Tutmose la vio con dos sacerdotes de Atón. Me prometió que nos encontraríamos en el Gran Salón, ¡pero no está allí!
Nuestros ojos se encontraron y después ya estábamos corriendo hacia el Gran Salón. La hora de las peticiones ya había terminado. Abrimos la puerta apresuradamente. Los guardias del palacio se pusieron tensos.
—¡Buscad a la faraona! —gritó mi padre, y el miedo de su voz hizo que los doce hombres se pusieran en movimiento, abriendo puertas, gritando el nombre de Nefertiti.
Podíamos oír los gritos de los hombres que llegaban por el pasillo.
—¡Majestad!
Abríamos todas las puertas, pero no había nadie.
Una sensación desagradable se apoderó de mi estómago. Era una sensación que no había tenido nunca.
Nakhtmin nos encontró en el Gran Salón.
—¿Qué pasa?
—¡Nefertiti! Nadie puede encontrarla. Tutmose dice que la vio hablando con dos sacerdotes de Atón.
Advirtió el miedo que había en mis ojos y se fue por el pasillo de inmediato, ordenando a sus hombres que cerraran todas las puertas del palacio.
—¡Que nadie salga! —gritó.
Ankhesenamón se presentó con Tutankamón.
—¿Qué pasa? ¿Quién ha desaparecido?
—Nefertiti y Meritatón. Id a la Sala de Audiencias y no salgáis de allí.
Pensé en la Ventana Pública, adonde Nefertiti llevaba a veces a los mensajeros para mostrarles la ciudad. Los niños dudaban.
—¡Id! —les dije.
Corrí por el palacio. El sudor corría debajo de mi peluca y se me metía en los ojos. Tiré el tocado sin importarme dónde aterrizaba o quién lo encontraría. «¡Nefertiti!», grité. «¡Meritatón!». ¿Cómo podían haberse ido? ¿Dónde estarían? Di la vuelta en un recodo para ir hacia la Ventana Pública y abrí la puerta.
La sangre ya se había extendido sobre las baldosas.
—¡Nefertiti! —grité, y mi voz retumbó en el palacio—. ¡Nefertiti! ¡No puede ser! —La tomé entre mis brazos—. ¡No puede ser! —Apreté el cuerpo de mi hermana contra mi pecho, pero estaba fría. Mi padre y Nakhtmin ya estaban de pie a mis espaldas.
—¡Registrad el palacio! —gritó Nakhtmin—. ¡Quiero que se registren todas las habitaciones! ¡Todos los gabinetes, todos los arcones, todas las puertas que dan a los sótanos!
Vio el cuchillo en el suelo. Vio lo profundo que era el corte de Meritatón.
Me desplomé sobre mi sobrina. «¡Akenatón!», grité para que Anubis pudiese oírme. Habían sido sus sacerdotes, su religión. Mi padre intentó apartarme de Nefertiti, pero yo no me separaba de ella. Se inclinó y los dos sostuvimos a nuestra reina, mi hermana, su hija, la mujer que había marcado nuestras vidas durante treinta y un años.
A pesar de mis órdenes, mi madre llegó corriendo, con Ankhesenamón y Tutankamón detrás.
—En el nombre de Amón… —susurró mi madre.
Era demasiado tarde para decirles a los niños que se fueran. Habían visto lo que hicieron los sacerdotes de Atón.
—¡Cuidado! —grité, pero ¿de qué había que cuidarse?
Ankhesenamón se agachó y tocó a su hermana. Le habían quitado la vida a los quince años. Me miró. Tutankamón le cerró los ojos a Meritatón.
Abracé el cuerpo de Nefertiti. Trataba de que su espíritu entrara en mí, quería hacerlo volver.
Pero el reino de Nefertiti había terminado. Se había ido de Egipto.
—Silencio. —Nakhtmin hablaba en susurro a nuestro hijo—, tu madre no está bien.
—¿Le traigo camomila? —preguntó Baraka.
—Sí —dijo Nakhtmin.
Mi marido se acercó a la cama. Me miró, se quitó la espada y se sentó a mi lado.
—Mut-Najmat —dijo, con suavidad—. Miw-sher. —Me acarició la mejilla—. Lo siento, miw-sher, pero traigo malas noticias. Prefiero dártelas yo antes de que te enteres por boca de cualquiera.
Me tragué el miedo. «Dios, no dejes que sean mi madre o mi padre».
—Han profanado el cuerpo de tu hermana. Los sacerdotes de Atón asaltaron la cripta y trataron de destruirlo.
Retiré las sábanas y traté de incorporarme.
—¡Tengo que verla! —grité.
—No. —Me tomó del brazo—. El daño es… muy grande.
Me tapé la boca.
—¿Han tocado su cara?
Bajó la vista.
—Y su pecho.
Los lugares donde residía el ka. Habían tratado de borrar su alma. ¡Habían tratado de matarla en la muerte, como en la vida!
—Pero ¿por qué? —grité, saliendo a duras penas de la cama—. ¿Por qué?
—Los embalsamadores van a arreglarla —me juró.
Pero yo estaba furiosa.
—¿Cómo van a arreglarla? ¡Era hermosa! —Caí en sus brazos—. Tan hermosa.
—Los embalsamadores saben hacerlo, y luego la dejarán en una nueva tumba, en secreto, esta noche. Ya han hecho un sarcófago nuevo. Tut podrá usar el de ella algún día. Será el próximo faraón de Egipto.
«¿Nuestro Tut, con sólo nueve años?», pensé.
—Pero ¿cómo va a reconocer Osiris su cara? —pregunté, llorando.
—Tienen sus estatuas de Amarna. Esculpirán su nombre en todas las paredes de la tumba nueva. Osiris la encontrará.
Pero yo lloraba cada vez más. No podía controlarme. Miré a Nakhtmin desde mi dolor, dándome plena cuenta, por primera vez, de la realidad.
—¿Y el funeral?
—Esta noche. Sólo irán tu padre y el sumo sacerdote de Amón. Es demasiado peligroso, podrían encontrarla y destruirla por segunda vez.
Me abrazó.
—Lo siento, Mut-Najmat.
En las calles lloraban por ella. Era la reina del pueblo, la faraona de Egipto. Le había devuelto Tebas y había reconstruido los templos resplandecientes de Amón. Me quedé en la ventana de la Sala de Audiencias, mirando la masa que se apretujaba contra las puertas, echando flores y amuletos. Algunos estaban histéricos, otros avanzaban en silencio y sentí que mi corazón se convertía en piedra. ¡Pesaba tanto en mi pecho!
Nefertiti se había ido.
Había enviado a nuestro ejército a triunfar en Rodas y Lakisa, pero ya no llevaría el tocado de Nekhbet ni levantaría los brazos para saludar a la gente. Ya no oiría su risa ni la vería entornar los ojos, disgustada. Oí los pasos de mi padre por el pasillo y pensé: «Viene a buscarme». La puerta chirrió al abrirse y el golpeteo fuerte de sus sandalias rompió el silencio.
—Mut-Najmat.
No me di la vuelta.
—Mut-Najmat, nos reuniremos en el Per Medjat. Tienes que venir, vamos a hablar sobre Tutankamón.
No respondí, y él se quedó a mis espaldas.
—Fue enterrada con cuidado —me informó—, con todas las estatuas de Amarna y las riquezas de Tebas.
Su voz delataba un profundo dolor. Giré sobre mis talones. El amor que le había tenido a mi hermana estaba grabado en las arrugas de su rostro. Parecía mucho más viejo, pero aún había que gobernar Egipto. Siempre estaría Egipto, con o sin Nefertiti.
—No es justo. —Contuve el llanto—. El tiempo tendría que detenerse. Tendría que quedarse quieto. No debería avanzar. —Me miró, en silencio—. Hubiera sido mejor que se desmoronara todo Egipto, y no que ella muriera. Y tampoco Meritatón. Sólo tenía quince años.
Asintió.
—¿Qué haremos? —grité—. ¿Qué haremos?
—Nos prepararemos para un nuevo reinado en Egipto —dijo—. Y nos reuniremos en el Per Medjat cuando estés lista.