2

Algo fuerte le puso un saco en la cabeza violentamente y lo bajó con brusquedad hasta cubrirle los hombros. La basta arpillera le raspó la cara. Percibió un olor a patatas podridas. El aire le salió de los pulmones con un silbido y unos musculosos brazos le rodearon el pecho apretando como pitones. Le levantaron del suelo y se quedó con los pies colgando, como un niño en un columpio.

Notó una cara pegada a su espalda, entre los omóplatos. El hombre que le tenía agarrado no era muy alto, pero tenía la fuerza de un trol. Emmanuel se retorció para intentar soltarse. Los brazos apretaron un poco más, lo suficiente para hacerle sentir que le estaban machacando los huesos poco a poco. Dejó de resistirse y escuchó las voces que parloteaban en hindi con tono de enfado, interrumpiéndose mutuamente. No tenía ni idea de lo que estaban diciendo y el tono no le permitía juzgar si eran buenas o malas noticias para él.

—Cállate, Amal —espetó Parthiv en inglés—. Busca nuestra linterna y asegúrate de que no se nos ha caído nada. Yo voy a buscar el coche.

—Es policía —protestó Amal—. Tenemos que dejar que se vaya.

—Ni hablar. No ahora que le has soltado nuestros verdaderos nombres.

—¿Y qué pasa con el niño? —dijo Amal.

—Alguien lo encontrará por la mañana. Vamos, muévete.

Parthiv lanzó una serie de órdenes en hindi, la última de las cuales llegó desde lejos. Los pies de Emmanuel rozaron las piedras de la gravilla del suelo y la columna vertebral de acero de las vías. La oscuridad del interior del saco era agobiante. Resistió las ganas de intentar soltarse. Lo único que iba a conseguir era una costilla rota. Oyó la respiración acelerada de Amal, como si también a él le hubieran metido en un saco de arpillera. Un coche se detuvo y se quedó parado con el motor al ralentí.

Geldi, geldi! —ordenó Parthiv—. Rápido.

Abrieron una puerta y lanzaron a Emmanuel al asiento trasero. Su captor entró detrás y le puso un codo en la parte inferior de la espalda, un suave contacto que encerraba un grado considerable de amenaza. Emmanuel se quedó quieto y respiró pausadamente. ¿Pensaban tirarle al manglar, donde las aguas chapaleaban contra el puerto? ¿Enterrar su cuerpo entre la maleza de los alrededores de Umhlanga Rocks? Tendría que haber hecho caso a Van Niekerk. Involucrarse había sido un gran error.

—Como se entere Maataa… —dijo Amal, alternando las palabras con su respiración superficial.

—Entraremos por el lateral —contestó Parthiv, con un tono que sugería que no estaban discutiendo nada más importante que el hecho de que iban a llegar a casa después del toque de queda establecido por su familia.

—¿Y después?

La pregunta de Amal fue seguida de un silencio. Emmanuel se imaginó a Parthiv contrayendo las pobladas cejas con un gesto de concentración. Los delincuentes poco avispados siempre recurrían a la solución más obvia: librarse del problema rápidamente y esperar que todo saliera bien.

Doblaron una esquina y el coche rebotó. El matón le clavó el codo en la espalda a Emmanuel para que no rodara y se cayera del asiento. Aún no había dicho ni una palabra.

Madar-chod —maldijo Parthiv en hindi, pero después continuó en inglés—: Tranquilo, hermano. Solamente están pasando por aquí. No tienen motivos para pararnos.

—Dos coches —dijo Amal jadeando—. Dos coches.

—Tranquilo. Tranquilo —dijo Parthiv—. Van a otro sitio.

Unas luces azules parpadeantes recorrieron el interior del coche y atravesaron el tejido de arpillera del saco. Eran dos furgonetas de la policía. Quizá otra persona había llamado a la policía por el asesinato de Jolly. Las luces fueron perdiendo intensidad. Mejor. La policía recibiría la información de la libreta de Van Niekerk con porras y flagelos de piel de rinoceronte. Seguramente corría menos peligro con los indios.

—¿Lo ves? —dijo Parthiv, eufórico del alivio—. Facilísimo. Como una seda, sin problemas.

El coche fue cogiendo velocidad hasta que el motor se puso en cuarta. Emmanuel no intentó contar las curvas o escuchar el débil canto de alguna clase de pájaro que solo habitaba en un parque en toda la ciudad. Salvo en las películas, para un secuestrado todos los viajes forzosos en coche tenían la misma banda sonora: el ritmo de los neumáticos al contacto con la carretera y los latidos de su propio corazón.

Su cuerpo se deslizó por el asiento hacia el respaldo de cuero cuando el coche empezó a subir una empinada cuesta. A continuación siguieron circulando por un terreno llano durante al menos otros quince minutos. El coche fue aminorando la velocidad hasta detenerse en una suave pendiente y el motor se apagó.

—Tú entra por delante sin hacer ruido —dijo Parthiv—. Si Maataa, las tías o las primas se despiertan, ponte a hablar con ellas y sé amable. «¿Qué tal estáis? Qué bonita está la casa». Yo voy a llevar a este a la kyaha de Giriraj por el lateral.

—Está bien —contestó Amal con escepticismo. Los fallos del plan eran evidentes hasta para un adolescente en pleno ataque de ansiedad.

—Pórtate como un hombre —dijo Parthiv—. Nos ocuparemos de este problema nosotros solos. Nada de mujeres.

Sacaron a Emmanuel por la puerta trasera del coche y le empujaron por un camino. El olor a flores, un aroma dulce con un ligero toque de abandono, atravesó el hedor a patatas podridas del saco. Los latidos de su corazón se fueron calmando. Estaba en un jardín y le estaban llevando a la habitación del servicio o kyaha. Una puerta metálica se abrió con un chirrido.

—Levanta los pies.

Emmanuel entró en la habitación y las manos del hombre de hierro le cogieron de los hombros y le empujaron a una silla. Encendieron una cerilla frotándola contra una caja y se oyó el breve silbido de dos mechas de algodón al prenderse. El intenso olor de las lámparas de queroseno llenó la habitación. Emmanuel esperó un minuto, hasta que estuvo más o menos seguro de que su voz sonaría relajada.

—Parthiv… —dijo—, ¿qué tal si dejas que me vaya antes de que venga tu madre y descubra el lío en el que te has metido?

—Átale —dijo Parthiv.

Le inmovilizaron las manos detrás de la silla y se las ataron con una tela áspera. Le arrancaron el saco de la cabeza y aspiró con fuerza para llenarse los pulmones de aire puro. Se encontraba en una casita de una sola habitación. El dormitorio era un catre individual encajonado en un rincón; la cocina, un pequeño quemador de gas que se mantenía en equilibrio sobre un cajón de madera con las palabras «Saris and All» estarcidas en un lado. De unos ganchos clavados en un lado del cajón colgaban dos afilados cuchillos de carnicero. Había un tercer gancho vacío. En medio de la habitación había dos sillas. Una bailarina india de ojos seductores lo observaba todo desde un recorte de periódico colgado en la pared del dormitorio.

Parthiv cogió una silla y suspiró con dramatismo. El matón se quedó detrás de Emmanuel, fuera del alcance de su vista.

—Tenemos un problema —anunció Parthiv—. ¿Sabes cuál es el problema?

—Me imagino que soy yo —dijo Emmanuel.

—Exacto.

—¿Se te da bien solucionar problemas, Parthiv?

La luz amarilla de las lámparas de queroseno lanzaba sombras oscuras sobre la cara del gánster indio, lo que le daba el aspecto amenazador de una calavera. Era su imaginación. Emmanuel conocía a hombres crueles, hombres malvados que mataban por placer y sin vacilar. Parthiv no pertenecía a esa categoría.

—Se me da fenomenal —el indio se inclinó hacia delante y se hizo crujir los nudillos—. Has entrado en el callejón de las almas perdidas, hombre blanco. En esta habitación es donde habita el peligro.

—¿Qué significa eso? —preguntó Emmanuel.

—Soy el enemigo público: nacido para matar. He vuelto a la vida y la fuerza bruta es mi mejor amiga.

Emmanuel estuvo a punto de sonreír. ¿Dónde sino en el cine podía aprender un joven indio a ser un gánster en la Sudáfrica subtropical?

—Sí que has visto películas, ¿eh? —dijo Emmanuel—. James Cagney en El enemigo público, Burt Lancaster en Al volver a la vida y no recuerdo quién en Fuerza bruta. La gran pregunta es: ¿quién eres en la vida real, Parthiv? ¿Robert Mitchum o Veronica Lake?

Parthiv volvió a inclinarse hacia delante y le propinó un fuerte golpe en un lado de la cabeza.

—Estás metido en un buen lío —dijo—. Mi socio te puede partir en dos como a un hueso de pollo.

—Parthiv, si dejas que me vaya ahora a lo mejor sales de esta sin ir a la cárcel y sin tener que hacerle la danza del vientre a tu compañero de celda.

—Giriraj.

El matón avanzó y se puso delante de Emmanuel. Apenas pasaba del metro sesenta y cinco, pero era ancho de hombros. Tenía una calva brillante y un bigote encerado con los extremos retorcidos y en punta sobre unos labios carnosos.

Parthiv hizo un gesto con la mano y el hombre se quitó la camisa de algodón y la colgó cuidadosamente de una percha a los pies de la cama. Volvió al centro de la habitación y se quedó de pie delante de Emmanuel. Unas cobras verdes luchaban en su pecho en una escena tatuada que parecía que le habían grabado en la oscura piel con un clavo oxidado: la obra de un artista de la cárcel con pocas herramientas, todo el tiempo del mundo y un sujeto capaz de soportar mucho dolor. Emmanuel se fijó en que tenía unos rasguños recientes en el antebrazo derecho. ¿Arañazos, quizá? El matón se acercó un poco más y tensó los bíceps.

Parthiv era todo palabrería, pero Giriraj era todo músculo. Había llegado la hora de confesar.

Emmanuel dijo:

—Bueno, tengo que deciros una cosa…

—Bien, porque…

La puerta se abrió con un chirrido antes de que Parthiv pudiera lanzarle otra de sus rimbombantes amenazas. El indio pegó un brinco como si su silla hubiera empezado a arder. Un torrente de palabras en hindi salió de su boca. Señaló a Emmanuel, después a Giriraj y después a sí mismo, intentando explicar la situación. Un sari de color rosa fuerte atravesó fugazmente el campo visual de Emmanuel, que oyó el repiqueteo de una docena de pulseras de cristal. Una mujer india de mediana edad con unos brazos nervudos como las patas de un galgo cogió a Parthiv de la oreja y se la retorció hasta que al joven se le doblaron las rodillas. La mujer farfulló una sarta de insultos y no le soltó ni siquiera cuando Parthiv estuvo en el suelo retorciéndose. Más cuerpos se apiñaron dentro de la habitación. Emmanuel perdió la cuenta después de llegar a doce. Los Dutta no eran simplemente una familia: eran una tribu en la que por cada hombre había tres mujeres. El número y el volumen de las voces de las mujeres hicieron temblar las chapas de hierro ondulado de las paredes de la kyaha.

Amal estaba embutido entre una mujer con la piel de color nogal y un anciano sin dientes. Miró a Parthiv a los ojos antes de bajar la mirada, avergonzado por no haber sabido comportarse como un hombre.

Giriraj retrocedió hasta la pared y una joven con una bata hasta los pies le siguió y le gritó a la cara:

—¿Habéis cogido a un policía? ¿Es que no hay ni medio cerebro dentro de esa cabezota que tienes?

La mujer nervuda del sari rosa le soltó la oreja a Parthiv y se desplomó sobre una silla.

—Vamos a perderlo todo —dijo—. Mis hijos. Mi tienda. Vamos a acabar en una chabola en el río Umgeni.

—No, tía —dijo la joven de la bata larga—. Todo irá bien. El niño ya estaba muerto cuando Amal y Parthiv lo encontraron. Son inocentes.

—Son indios —dijo una voz desde la entrada—. Ya se encargará la policía de que sean culpables.

—Es verdad —contestó la mujer del sari rosa—. Los van a colgar.

Todo el ruido de la habitación quedó apagado. Una vida se pagaba con una vida: esa era la ley en Sudáfrica. A dos hombres indios a los que habían encontrado en el lugar donde había sido asesinado un niño blanco les iba a costar convencer de su inocencia a un jurado integrado exclusivamente por blancos. Con las nuevas leyes de segregación del Partido Nacional, los indios pertenecían a la categoría de la población «de color». Estaban por encima de los negros, pero por debajo de los «europeos».

La mujer con la piel de color nogal se puso la mano de Amal en la mejilla y empezó a susurrar. Emmanuel no hablaba hindi, pero entendió hasta la última palabra. El sonido de la oración era universal: lo había oído en los campos de batalla y en las ciudades arrasadas de Europa. Una plegaria a un Dios mudo y sordo. La mujer del sari rosa hundió la cara en las manos. Una niña morena, con un cuerpo diminuto y demasiado pequeña para entender lo que estaba pasando empezó a llorar. La familia Dutta había empezado a desmoronarse.

—No soy policía —dijo Emmanuel.

La mujer de la bata se dio la vuelta. No tendría más de veinticinco años y llevaba una gruesa trenza de pelo negro que le llegaba hasta la cintura. La luz hizo destellar los pétalos plateados del pendiente que llevaba en la nariz.

—¿Cómo dice? —preguntó.

—No soy de la policía judicial —dijo Emmanuel—. Lo era, pero ya no.

—No —dijo Parthiv—. Es poli. Oficial de la policía judicial. Se lo he notado en la voz.

—Silencio.

La mujer de la bata hizo un gesto a cuatro ancianas para que se acercaran a ella. Se inclinaron, juntando las cabezas, y se pusieron a hablar en voz baja. El corrillo se deshizo, pero las integrantes de aquel consejo de mujeres permanecieron bien juntas. Dirigieron su atención a Emmanuel. La joven de la bata dio un paso adelante.

—Yo soy Lakshmi —dijo educadamente—. ¿Y usted es…?

—Emmanuel Cooper.

—¿Es usted policía?

—Ya no.

—¿A qué se dedica ahora?

—Trabajo en los astilleros de la Victoria, en Maydon Wharf —contestó. En parte era verdad. No podía contarles que también estaba involucrado en una misión de vigilancia para el inspector Van Niekerk, llevando a cabo una investigación extraoficial de la corrupción de la policía en la zona de carga de Point. Aquel no era un tema para discutir en público—. Me dedico al desguace de barcos.

En los astilleros de la Victoria solo contrataban a veteranos del ejército. Todos los colores de piel se incorporaban a las filas de los astilleros y juntos constituían toda la formación de las fuerzas del Imperio británico. Soldados mestizos de los cuerpos Malayo y del Cabo. Soldados hindúes y musulmanes del ejército indio, soldados europeos de la infantería de marina británica y la infantería galesa, todos ellos innecesarios ahora que el mundo estaba en paz y privados de los recursos de un imperio en decadencia.

—Ah…

Una de las tías pidió a Lakshmi que se acercara y las mujeres se pusieron a cotorrear en voz baja, acompañando sus susurros con aspavientos de las manos y movimientos enérgicos de las cabezas.

—Entonces usted fue soldado —dijo Lakshmi cuando el consejo llegó a una conclusión—. Mi tía conoce los astilleros esos, la Victoria. Su hermano estuvo en la Cuarta División India.

Alguien gritó una interjección desde la galería y Lakshmi exhaló un leve suspiro antes de transmitir el mensaje:

—Mi tío luchó en la batalla de Montecassino, ¿ha oído hablar de ella?

—Claro —contestó Emmanuel—. Los indios lucharon como jabatos para echar a los alemanes de esa colina.

Las tías asintieron con gestos de aprobación y le indicaron a Lakshmi que continuara.

—¿Qué hacía usted en el puerto? —preguntó.

—Me sentía solo. Estaba buscando a una mujer que me hiciera compañía.

Emmanuel utilizó la excusa que tenía preparada. Era la única explicación creíble de qué hacía en la zona de carga del puerto después del anochecer.

—Ah…

La respuesta desconcertó a Lakshmi, que miró a las ancianas en busca de ayuda.

La mujer del sari rosa levantó la cara de las manos.

—Fuera, fuera, fuera —dijo—. Lakshmi, tú quédate.

Tíos, tías, primos y primas salieron de la habitación en fila. Parthiv intentó salir con ellos, pero un dedo le señaló y le hizo pararse en seco. Retrocedió y se sentó al borde del catre. Giriraj se desplomó a su lado y los dos se quedaron allí con gestos de abatimiento.

—Usted ha dicho que era oficial de la policía judicial —dijo Lakshmi frunciendo el ceño—, ¿por qué ha mentido a Amal y a Parthiv?

—La costumbre —contestó Emmanuel.

Y el deseo de volver a serlo. Seis meses antes, su trabajo era hablar en nombre de los muertos. Otras profesiones parecían triviales. En lo más profundo de su ser seguía siendo policía.

—¿Le echaron de la policía? —preguntó Lakshmi.

—Me dieron de baja.

—¿Por qué?

—No tuve elección —dijo Emmanuel. En el último caso que había investigado oficialmente se había enfrentado al poderoso Departamento de Seguridad de la policía y había logrado vivir para contarlo. Eso tendría que haber bastado. Tendría que haber dado gracias por haber recuperado su vida, casi intacta.

Lakshmi asintió y esperó a que dijera algo más. Emmanuel se movió contra el respaldo de madera de su silla. No quería recordar lo descuidado que había sido. El inspector Van Niekerk tenía razón cuando le había dicho: «Cooper, una cosa es tocarles los cojones a los del Departamento de Seguridad en un pueblucho en el culo del mundo. Tocarles los cojones aquí en Jo’burgo, a la vista de todos… Eso es pegarles una bofetada en toda la cara».

Y eso era lo que había hecho Emmanuel. Había difamado al departamento más poderoso de la policía de Sudáfrica entregando una carta a la madre de un hombre negro acusado injustamente de haber asesinado a un comisario de policía afrikáner. El joven, miembro del ilegalizado Partido Comunista, se había ahorcado en su celda la víspera del juicio. O eso dijeron los periódicos.

—¿Y cuál era el contenido de esa carta? —le había preguntado el inspector Van Niekerk al convocarle en su despacho de la policía judicial de Marshall Square en Jo’burgo seis meses antes. Uno de los espías del astuto inspector holandés le había alertado sobre una investigación del Departamento de Seguridad en la que se mencionaba a un tal Emmanuel Cooper, oficial de la policía judicial.

Emmanuel le dijo la verdad. Mentir al inspector era malgastar tiempo y saliva.

—Escribí que sentía su pérdida, que su hijo era inocente de todos los cargos de los que le habían acusado y que los del Departamento de Seguridad le habían sacado una confesión a golpes.

Van Niekerk asimiló la información y calculó el alcance de los daños.

—Esa carta es suficiente para que te declaren no apto para servir en el cuerpo de policía, Cooper.

—Lo entiendo, inspector.

—¿También entiendes que, mientras los del Departamento de Seguridad tengan esa carta en su poder, pueden hacer lo que quieran contigo? Y yo no puedo ayudarte.

—Sí —dijo Emmanuel.

Había sido negligente y desagradecido. Al volver de Jacob’s Rest con varias costillas rotas y sin ningún detenido por el asesinato del comisario Pretorius, el inspector le había protegido de las críticas y de las preguntas. Emmanuel había vuelto a la ciudad y había desaprovechado esa protección al albergar la falsa creencia de que una carta anónima, aunque contara la verdad, podría borrar las brutales consecuencias de la investigación de Jacob’s Rest.

—Y otra cosa —dijo el inspector—: también se menciona un expediente que va a enviar la policía de Sophiatown sobre un asesinato.

Sophiatown, una maraña caótica de casas y chabolas de ladrillo y hierro ondulado al oeste de Johannesburgo, daba hogar a una mezcla de blancos pobres, negros, mestizos, indios y chinos. Superpoblado, sumido en la pobreza y azotado por la violencia, con una comunidad unida y rebosante de vida y de música, Sophiatown era un arrabal feo y hermoso. Y, hasta los doce años, había sido el hogar de Emmanuel.

Le retumbaron los oídos con un ruido constante. El sonido que se imaginaba que oían los ahogados justo antes de hundirse por última vez.

—El Departamento de Seguridad ha debido de pedir el expediente policial del asesinato de mi madre —dijo. Estaba seguro de que se trataba de eso—. Van a utilizar el procedimiento disciplinario para hacer pública la información del expediente.

El expediente policial planteaba algunas preguntas incómodas. ¿Era el padre de Emmanuel el afrikáner al que había crecido llamando Vader o el dueño malayo de All Hours Traders, la tienda en la que trabajaba su madre seis días a la semana?

El inspector observó un paisaje de bajas colinas verdes que colgaba de la pared beige y dijo:

—Los del Departamento de Seguridad van a conseguir que te despidan y después van a hacer que te reclasifiquen de europeo a mestizo. Y lo van a hacer públicamente para causar el mayor daño posible.

Emmanuel sabía que los daños no se limitarían a él. La atención que iba a atraer el caso salpicaría a todo el mundo. Su hermana tenía todas las papeletas para perder su trabajo de profesora en el Dewfield College, un colegio para alumnas «europeas» con personal «europeo». El nombre del inspector Van Niekerk desaparecería de las listas de candidatos a un ascenso por haber dejado que un hombre de origen racial dudoso pasara del rango de agente de policía. Incluso la policía judicial de Marshall Square quedaría expuesta a los ataques. El buen nombre de todo el departamento podría quedar manchado. Emmanuel sospechaba que la humillación y el castigo públicos era exactamente lo que quería el subinspector Piet Lapping del Departamento de Seguridad.

Emmanuel sabía que el único culpable de aquella situación era él mismo. Había planeado, él solo y con gran deliberación, una misión que hasta el más inocente de los soldados yanquis habría sabido que iba a acabar en desastre.

—Recibiré el castigo antes de que a ellos les dé tiempo a ordenarlo —dijo—. Solicitaré mi propia baja y pediré que me reclasifiquen antes de que lo hagan ellos.

Van Niekerk estuvo un buen rato dando vueltas a la propuesta en su cabeza. A continuación le miró.

—Reconocer tu propio error y pedir la baja… Podría funcionar —dijo—. Además, en tu expediente figuraría una baja voluntaria, no un despido. Así quizá tengas la puerta abierta para volver cuando las cosas se hayan calmado.

El optimismo de Van Niekerk era desconcertante. Ninguno de los dos viviría lo suficiente para ver al Departamento de Seguridad aprender a perdonar y a olvidar. El inspector sacó un folio de un cajón y se lo dio a Emmanuel deslizándolo por el tablero del escritorio, tapizado con piel. Sacó una pluma del bolsillo y la puso al lado del papel. Emmanuel redactó una solicitud de baja y le puso fecha del viernes anterior, dos días antes de que la madre del joven negro recibiera la carta.

Van Niekerk garabateó una firma al final de la solicitud y dijo:

—De todas formas, Cooper, te iba a pedir que vinieras a verme para darte una noticia. El mes que viene me trasladan a Durban. Deberías plantearte irte a vivir fuera de Jo’burgo una temporada.

Y allí estaba ahora, en Durban…, atado a una silla en la habitación del servicio de una casa situada en algún barrio de las afueras de la ciudad. El inspector Van Niekerk le había dado otra oportunidad y él no había sido capaz de obedecer una orden muy sencilla: «No te involucres».

—Me dedico al desguace de barcos —le repitió a Lakshmi—. He ido al puerto a buscar una prostituta. Fin de la historia.

—Está mintiendo, Maataa —le dijo Parthiv a la mujer mayor—. Es policía. Lo juro.

—Registradme —dijo Emmanuel—. No llevo pistola ni placa.

Lakshmi juntó las manos y retorció los dedos. Tocar a un hombre sudado que se dedicaba a merodear por el puerto en busca de prostitutas era como meter la mano en una alcantarilla.

—Déjame ver —dijo la mujer del sari rosa mientras se levantaba.

Lakshmi retrocedió hacia la «cocina». Emmanuel estaba seguro de que «Maataa» quería decir «madre» en hindi, pero aquella mujer era menos delicada que la piel de rinoceronte. Sus ojos negros estaban perfilados con kohl y vacíos de todo sentimiento. Emmanuel se movió con inquietud en su silla, consciente de que estaba sudando y de que su traje, que parecía viejo hasta cuando estaba limpio, había quedado impregnado de una peste a patatas podridas. Aquel traje era la prenda más decente que tenía; todos los botones eran iguales. Maataa le abrió la chaqueta y dejó a la vista una camisa azul clara y unos pantalones oscuros.

—Mira —le dijo a su hijo—. Ni pistola, ni placa, ni nada.

—Pero… —empezó a decir Parthiv, pero se lo pensó mejor. Ahora mandaba su madre. Maataa buscó en los otros bolsillos y solo encontró la pequeña petaca de café y un lápiz. La libreta de Van Niekerk estaba a salvo en el bolsillo trasero de los pantalones. Su permiso de conducir y el carné de identidad con su edad y su raza estaban en un cajón en su apartamento. Ya nunca los sacaba de casa. Que los conductores de los tranvías descifraran ellos solos a qué grupo pertenecía. Él ya había dejado de intentarlo.

—El niño muerto del patio de maniobras… —le dijo Maataa a Emmanuel—, ¿era blanco?

—Debajo de toda la mugre, sí, era blanco.

—¿Conoce usted a ese niño?

—No somos parientes —dijo Emmanuel—. Le he visto por la zona del puerto, nada más.

—Menuda historia —la mujer india entornó los ojos—. ¿Va a avisar a la policía?

—No voy a avisar a la policía —contestó—. Ha sido un error involucrarme.

La cara angulosa de Maataa se le acercó. Despedía un aroma a clavos de olor y a una fragancia que olía como un templo y cuyo nombre Emmanuel ignoraba.

—Usted tiene miedo —dijo la mujer india.

—Sí.

Era mejor no tener nada que ver con el Departamento de Seguridad.

—Eso está muy bien.

Maataa le hizo una seña con el dedo a Giriraj. Este le desató las manos a Emmanuel y después volvió a la zona del dormitorio y esperó a la siguiente orden.

—¿Puedo irme? —preguntó Emmanuel. No quería que hubiera ningún malentendido.

—Usted mantendrá su palabra. Lo veo.

La mujer observó las facciones de Emmanuel y frunció el ceño.

—¿Qué es usted? ¿Europeo? ¿Mestizo? ¿O quizá nació usted en la India?

Emmanuel dijo:

—Usted elige.

Maataa se echó a reír al pensar en la idea de tener ese poder.

—Aaah, está usted hecho un pillo. Vaya con Parthiv, pero no vuelva al puerto. Hay muchas mujeres decentes en Durban, muchas.

—Me iré directo a casa —dijo Emmanuel.

Parthiv le acompañó fuera de la pequeña habitación. El jardín despedía un agradable olor y la brisa nocturna agitaba las flores de color crema, que tenían el tamaño de puños de bebé. Ahora podía trabajar un par de horas en la misión de Van Niekerk y olvidar que había intentado volver a representar el papel de oficial de la policía judicial. El recuerdo de los dedos agarrotados de Jolly no se le iba de la cabeza.

—¿Qué hacíais en la zona de carga del puerto? —le preguntó a Parthiv cuando llegaron a una estrecha entrada para vehículos en la parte delantera de la casa. La ciudad de Durban resplandecía bajo ellos. A lo lejos, en la oscura masa del océano Índico, brillaban las luces de los cargueros que esperaban anclados a que les permitieran el acceso al puerto. Emmanuel supuso que estaban en Reservoir Hills, un barrio residencial construido especialmente para la población india. Algo más alejado del centro de la ciudad estaba Cato Manor, el distrito de casas de estaño y adobe creado para la población negra en crecimiento.

—Yo también estaba buscando una mujer —confesó Parthiv, que abrió el coche en el que le habían metido al secuestrarle, un Cadillac negro azulado con el chasis pegado al suelo y pintado con reluciente pintura cromada—. Mi madre quiere que Amal solo se dedique a estudiar sin parar. Eso no es bueno. Es listo, pero no es un hombre.

Emmanuel se sentó en el asiento del copiloto y esperó a que Parthiv encendiera el motor. Giriraj salió del camino lateral de la casa y se metió en la parte trasera del coche. Sus movimientos eran sorprendentemente silenciosos para un hombre de su tamaño. Salieron de la entrada en cuesta marcha atrás y tomaron una carretera sin iluminación bordeada de jacarandas.

—¿Por qué en el puerto? —preguntó Emmanuel. En el puerto y en los vagones de carga vacíos trabajaba lo más bajo de la prostitución. Parthiv conducía un flamante Caddy.

—No me quedaba otra —contestó Parthiv—. Si llevara a Amal a una de esas casas con mujeres indias que cobran, mi madre se enteraría. Ella solo quiere que saque buenas notas y se haga abogado.

—Entonces —aclaró Emmanuel—, has llevado a tu hermano pequeño al puerto para buscarle una mujer. Incluso puede que una mujer blanca. Como un regalo.

—Exacto.

Parthiv sonrió, contento de que Emmanuel comprendiera y apreciara su motivación desinteresada. A Emmanuel le entraron ganas de dar la vuelta, volver a la casa, buscar a Amal y decirle: «Jamás hagas caso a Parthiv. A menos que quieras pasar unos años en una celda diminuta teniendo que cagar en un cubo, sigue estudiando. La virginidad se cura en un momento; la cárcel es para siempre».

—Todavía es un niño —dijo Emmanuel—. Ya encontrará su camino dentro de unos años.

—Lo que le ha pasado al niño del callejón también le puede pasar a Amal —dijo Parthiv—. En un momento estás muerto, como si nada. Mejor morir siendo un hombre.

—Mejor no morir de ninguna manera —contestó Emmanuel, que intentó borrar de su mente la imagen de Jolly Marks tirado en el suelo. Recoger pruebas era lo que hacía la policía y Emmanuel ya no formaba parte de ella. Era un civil que trabajaba para el inspector Van Niekerk. Aun así, la escena del crimen le tenía intranquilo—. ¿Dónde estaba el niño cuando le habéis visto por primera vez?

Una vez que tuviera claros unos cuantos detalles del asesinato, pararía y dejaría que la policía de Durban hiciera su trabajo. La muerte de un niño blanco encabezaba la lista de los «asesinatos que importan». La policía judicial dedicaría personal y costosas horas extras a la resolución del caso.

—El niño estaba ahí tirado —dijo Parthiv—. Había sangre por todas partes.

—¿Eso ha sido cuando estabais buscando una prostituta?

Ja, igual que usted. Hemos encontrado una, una pelirroja con un vestido morado brillante y las tetas pequeñas, pero ha dicho que no pensaba hacerlo con un charra, un indio —Parthiv volvió a ofenderse al recordarlo—. Yo le he dicho: «Es solo para uno de nosotros. Pagamos bien. La policía no nos va a ver». La puta ha dicho que no. Hemos seguido andando y el niño estaba ahí, en el callejón, más muerto que una piedra.

—¿Ha salido alguien del callejón?

—No.

—¿Habéis oído algo? ¿Voces? ¿Una discusión?

—Nada. Estábamos en silencio, por la policía; siempre ven a los indios antes que a los blancos.

—¿Habéis visto a alguien más por la zona?

¿Estaba relacionado el asesinato con algún trato que había salido mal? ¿Había visto Jolly algo que no debía?

—No, a nadie —dijo Parthiv, que empezó a juguetear con el dial de la radio a pesar de que todas las emisoras interrumpían la emisión durante la noche.

—Pero conocíais al niño —le presionó Emmanuel—. Esta noche no era la primera vez que le veíais, ¿verdad?

—Tú eres poli —dijo Parthiv—. Seguro.

—No —Emmanuel sabía que se había pasado—. Era simple curiosidad.

Parthiv levantó la voz por el pánico:

—Estás trabajando de incógnito, ¿verdad?

—No soy de la policía secreta —dijo Emmanuel. Ni de ningún otro departamento de la policía, se recordó a sí mismo—. Cuando me dejes en la zona de carga del puerto, tú y yo no volveremos a vernos nunca más.

—¿Seguro? —dijo Parthiv.

—Seguro.

El Cadillac atravesó las calles desiertas a toda velocidad y pasó como una flecha por delante de parques municipales con columpios vacíos y campos de cricket mal cuidados. Enseguida llegaron a la zona de carga de Point. Un borracho caminaba por la acera haciendo eses y un perro callejero revolvía con las patas en el contenido de un cubo de basura volcado. No se veían furgones policiales, el lugar del crimen no estaba acordonado y no había vigilantes apostados en la entrada del callejón en el que Jolly Marks seguía tendido solo sin ser descubierto.

—Gracias por traerme —dijo Emmanuel.

Parthiv contestó dando un resoplido con un gesto serio, dio la vuelta y se alejó en dirección al centro de la ciudad. Las luces traseras rojas se fueron atenuando hasta desaparecer. Emmanuel se sacó unas monedas del bolsillo. La cabina telefónica más cercana se veía desde la comisaría de Point. Una posición arriesgada para lo que tenía en mente.

Se subió el cuello de la chaqueta, como uno de esos matones de medio pelo de las películas de gánsteres de Parthiv, y se metió rápidamente en la cabina circular roja y beige. Una guía telefónica destrozada colgaba de una cadena metálica. Pasó las hojas hasta llegar a la lista de comisarías y metió unas cuantas monedas en la ranura.

—Oficial Whitlam —contestó alguien con voz bronca al otro lado de la línea. Aún faltaban horas para que acabara el turno de noche y para poder acostarse en una cama mullida—. Policía de Point.

—Hay un cadáver en el callejón de detrás de las oficinas de Trident Shipping.

—¿Cómo?

—Escúcheme con atención, oficial Whitlam. Esto no es un bulo ni una broma. Envíe a alguien al callejón de detrás de Trident Shipping. Un niño ha sido asesinado.

—¿Con quién hablo, por favor?

Emmanuel colgó. Así era como había acabado: haciendo llamadas anónimas en plena noche para acelerar los mecanismos de la justicia. Se ocultó entre las sombras y se quedó agachado frente a la entrada del callejón, como un ladrón. Pasaron cinco, diez minutos. Cada segundo hacía aumentar lo absurdo de la situación. Era un hombre adulto escondido en la oscuridad y no podía hacer otra cosa que observar y esperar. Lo más sensato sería levantarse e irse de allí.

Un cuarto de hora más tarde apareció un policía de a pie desgarbado con el pelo alborotado, como si se acabara de levantar, para inspeccionar la zona. Veinte años como máximo, pensó Emmanuel. Aún no estaría desencantado, pero sí convencido de que el oficial del departamento de acusaciones le había mandado a investigar un soplo que solo iba a ser una pérdida de tiempo. El agente entró en el estrecho callejón con la linterna en posición de máxima intensidad y volvió a salir enseguida, jadeando. En el silencio de la noche subtropical, la áspera respiración del policía se oyó desde el otro lado de la calle. Náuseas, shock e incredulidad… Emmanuel esperó a que el joven pasara por los distintos sentimientos que acompañaban el hallazgo de una víctima de homicidio. El agente se limpió la nariz con la manga y sacó un silbato de policía. Un pitido largo y lastimero resonó por todo Point.