ARMINIO
JOSEFO
DECÉBALO
Aunque era un consumado político, Augusto no tenía tanta habilidad como general, por lo que siempre prefirió dirigir sus ejércitos por poderes. Augusto adoptó el nombre por el que los soldados saludaban a un general victorioso (imperator, de donde procede nuestra palabra «emperador»), y se mostró celoso respecto a aquellos que alcanzaban la gloria militar en la tradición de la República.
Cuando el general Craso logró una magnífica victoria en Macedonia, Augusto bloqueó algunos de los honores concedidos a éste y lo expulsó de la vida pública. Otro general que alcanzó un éxito militar extraordinario en Egipto provocó tal sentimiento de desagrado en Augusto que el desafortunado comandante se vio obligado a suicidarse. El mensaje a los generales romanos era claro. El éxito y el prestigio eran del emperador. El fracaso y la vergüenza serían suyos.
El primero que fracasó fue Varo, familiar de Augusto por matrimonio y gobernador de la parte de Germania que los romanos habían sometido a su control. Varo creía que su provincia era pacífica, y se equivocó por completo al calibrar el resentimiento de los germanos por haber perdido su libertad. Los romanos intentaron conquistar Germania por dos motivos principales. El primero, porque incluso los mapas más primitivos de los antiguos geógrafos demostraban que la frontera romana sería considerablemente más reducida si se extendía a lo largo del río Elba en lugar de hacerlo en el Rin. El segundo, porque mientras los pueblos germánicos permanecieran fuera del Imperio supondrían una amenaza no sólo para las nuevas provincias conquistadas en la Galia, sino para la propia Italia.
Las fases iniciales de la conquista romana transcurrieron razonablemente bien, lo que provocó en los romanos una falsa sensación de seguridad. Varo creía que contaba con el apoyo de un noble germano llamado Arminio (Capítulo 10) que había servido en su día en el ejército romano. De hecho, la experiencia de Arminio como soldado de Roma fue probablemente el catalizador que lo convirtió en un ardiente defensor de la libertad de Germania. Arminio conservó la confianza de Varo mientras urdía a su alrededor una conspiración que iba a suponer una de las mayores debacles de la historia militar romana.
Los romanos realizaron numerosas campañas para vengar la traición de Arminio, pero poco a poco se dieron cuenta de que la conquista de Germania debería posponerse de forma indefinida. Una de las razones era económica. La mayoría de guerras romanas de conquista se financiaban a sí mismas con el botín y los posteriores impuestos con que se gravaba a los pueblos conquistados. Los bosques de Germania y sus feroces guerreros ofrecían una tenaz resistencia a cambio de una mínima compensación económica. Uno de los primeros en darse cuenta fue Tiberio Claudio, el lúgubre pero eficaz administrador que Augusto eligió para sucederle. Tiberio había participado en varias campañas en Germania, y cuando llegó a la conclusión de que su sobrino Germánico estaba gastando una gran cantidad de hombres y dinero con un resultado más que discreto, ordenó que regresara a Roma.
Con la ascensión al poder de Tiberio, en seguida saltó a la vista un defecto en el sistema ideado por Augusto. Este sistema requería un genio político de su talla para que lo controlase adecuadamente. Los senadores comenzaron a comprender que la pérdida de su poder hereditario era permanente, y se sintieron muy molestos por ello. Tiberio se retiró a la isla de Capri, cerca de Nápoles, y desde allí aterrorizó al senado romano por medio de una serie de juicios por traición que acabaron eliminando a cualquier enemigo potencial que tuviera.
Uno de los supervivientes de estas purgas fue un hombre llamado Gayo, el hijo del gran general Germánico. Gayo se había criado en los campamentos de su padre, y los soldados le habían impuesto el cariñoso apelativo de «Botitas» o «Calígula». Este perdió a gran parte de su familia durante las purgas de Tiberio, y debió de sentir que su vida corría peligro cuando Tiberio ordenó que acudiera a Capri. Pero Calígula consiguió ganarse el favor del emperador, y finalmente se convirtió en su heredero.
Calígula carecía tanto de la experiencia política de Augusto como de la reputación militar de Tiberio. Intuyó con acierto la hostilidad del senado e intentó ganarse su respeto por medio del terror. Puesto que la mayor parte de los historiadores de la época eran senadores, no resulta sorprendente que transmitieran a la posteridad una imagen de Calígula como un monstruo. Sin duda, fue un sádico con un retorcido sentido del humor que acabó con la vida de muchas personas inocentes, pero algunas de las acusaciones vertidas contra él son discutibles o falsas, entre ellas la de locura total, el incesto con sus hermanas, el asesinato de Tiberio y el nombramiento de su caballo como cónsul.
Lo que resulta llamativo, tanto en el caso de Calígula como en el de otros «tiranos» posteriores, es que el peso de su tiranía cayó directamente sobre el senado. El pueblo llano disfrutó de los juegos del circo, los cotilleos y las extravagancias imperiales mientras las provincias continuaron enviando sus recaudaciones de impuestos a cambio de un gobierno razonablemente competente. Cuando Calígula fue asesinado, el pueblo llano lamentó sinceramente su desaparición. El senado estaba a favor de volver a la República, pero la opinión pública demandó un emperador, y Claudio, tío de Calígula, tuvo que aceptar el cargo.
Sorprendentemente, Claudio fue un emperador bastante bueno. Mantuvo relaciones cordiales con el senado, e incluso alcanzó cierto prestigio militar con la invasión de la lejana y legendaria isla de Britania. Igual que ocurrió con los germanos antes de ellos, los britanos tampoco quedaron demasiado impresionados por los beneficios de la romanización y se alzaron en rebelión durante el reinado de Nerón, el sucesor de Claudio. Contamos únicamente con testimonios de esta rebelión procedentes de historiadores romanos, pero muestran muy claramente cuáles fueron las motivaciones de los rebeldes. El problema fue, en parte, la arrogancia y el mal gobierno de los romanos. En muchas áreas fronterizas, los romanos gobernaban por poderes a través de reyes que dependían de ellos. Cuando murió el rey de los icenos en East Anglia, los romanos decidieron ejercer el poder directamente, y lo hicieron de la forma más brutal y carente de tacto posible.
La revuelta fue liderada por la reina de los icenos, Boudicca (Capítulo 11), reina guerrera y sacerdotisa. Que una mujer llena de rencor fuese capaz de alzar en armas a casi la totalidad de la población nativa de Britania sudoriental a favor de su causa dice mucho acerca de hasta qué punto odiaban los britanos a los romanos. Como ocurrió con Espartaco un siglo antes, lo que debería haber sido una dificultad menor para las autoridades locales se convirtió en un foco de ardiente resentimiento popular hacia el gobierno romano. Los britanos destruyeron las ciudades de Londres, Colchester y St Albans, y durante casi un año pareció que Boudicca podría expulsar a los romanos de Britania. Igual que Espartaco, la fracasada revuelta de Boudicca contra la tiranía la convirtió en un icono para las épocas posteriores. En parte debido a la inquietud provocada por la rebelión, en los siglos siguientes Britania fue una de las provincias con mayores guarniciones de todo el Imperio Romano.
Apenas se había sofocado la rebelión en Britania cuando estalló otra en Judea. Los hebreos nunca habían sido unos súbditos sumisos de Roma, y lo que los romanos conocían de su idiosincrásica religión los hacía especialmente difíciles de gobernar. Judea contaba con la frontera, estratégicamente muy importante, de Siria. Con los enemigos partos al otro lado de la misma, los romanos estaban decididos a mantener Judea en paz. Cualquier signo de rebelión era brutalmente sofocado por las autoridades, y esta brutalidad provocaba un mayor resentimiento que, a su vez, fomentaba una mayor brutalidad romana. Los elevados impuestos y el bandidaje de las regiones montañosas dañaban la agricultura, y el debilitamiento de la economía provocó una mayor inestabilidad.
La revuelta que estalló finalmente en el año 66 d. C. fue menos sorprendente que el fanatismo de los rebeldes que la protagonizaron. Los celotes defendían una embriagadora mezcla de extremismo político y religioso, aunque incluso ellos palidecían ante los excesos de los sicarios, un grupo cuyas prácticas eran básicamente las de los terroristas. Los judíos más moderados como Josefo (Capítulo 12), que dominaban la provincia de Galilea, decidieron finalmente que incluso los romanos eran preferibles a los sicarios o celotes, y aprovecharon la primera oportunidad para rendirse al ejército romano de reconquista. La guerra se inclinó definitivamente del lado romano gracias a dos famosos asedios. El primero fue el de la propia Jerusalén, donde los rebeldes lucharon contra los romanos y contra las facciones judías rivales con igual vigor. Al final, Jerusalén cayó y los romanos asaltaron y destruyeron el templo donde se habían refugiado los últimos celotes.
El segundo asedio fue el de la supuestamente inexpugnable fortaleza de Masada a la que se habían retirado los sicarios. El general encargado de la reconquista romana se llamaba Vespasiano. En el año 69 d. C. Vespasiano tuvo conocimiento de la muerte de Nerón y de que se había producido un gran desconcierto en torno a la sucesión imperial. Animado por sus soldados, decidió reclamar la púrpura imperial y dejó su ejército en Judea bajo el mando de su hijo.
Vespasiano fue el primer emperador que accedió al poder con el apoyo de un ejército provincial. El historiador Tácito denomina «un secreto de Imperio» al hecho de que los emperadores pudiesen ser nombrados en un lugar que no fuese Roma. Una vez que se desveló el secreto, la hazaña de Vespasiano sirvió de motivación a otros muchos pretendientes al trono imperial durante el resto de la historia de Roma. En otra quiebra de la tradición, Vespasiano no pertenecía a la familia Julio-Claudia que había gobernado Roma desde la fundación del Imperio. De hecho, sus orígenes no eran particularmente aristocráticos. Estas dos rupturas de los precedentes significaban que cualquier senador podría soñar con ocupar él mismo o sus hijos el trono imperial, lo que, de alguna manera, reconcilió al emperador con el senado, a pesar incluso de algún brote de paranoia imperial.
Después del breve reinado de Tito, que sucedió a Vespasiano, el trono recayó en Domiciano, el hijo menor de éste. Domiciano fue, en muchos sentidos, un buen emperador. Bajo su gobierno, las provincias estuvieron administradas, y la visión económica de Domiciano estuvo, en algunos aspectos, por delante de su época. Cuando las incursiones de los dacios pusieron en peligro la provincia de Moesia en el 80 d. C, Domiciano pensó quizá que resultaría más barato sobornar a su rey, Decébalo (Capítulo 13), que librar una guerra contra él, especialmente cuando Roma ya se encontraba bajo presión en la frontera del Rin. Pero Decébalo no era un mero saqueador. Dacia se había visto sacudida a menudo por guerras civiles e invasiones procedentes del exterior, pese a lo cual era un estado poderoso con un espíritu guerrero. Decébalo y sus inmediatos predecesores habían conseguido unir gran parte del país bajo su liderazgo, y el poder dacio se extendía hacia el Mar Negro poniendo a prueba las defensas romanas a lo largo de la frontera del Danubio.
El acuerdo de Domiciano con Decébalo nunca fue más allá del mero hecho de ganar tiempo antes de la siguiente confrontación, y resultó muy impopular en el senado, que también detestaba a Domiciano por otras razones. Es un rasgo notable de la historia imperial que aquellos emperadores que ignoraron al senado no llegaron a viejos, y Domiciano no fue una excepción. Aunque purgó el senado de la forma más sangrienta que pudo, siguió sintiéndose inseguro. Se quejaba de que nadie creería que su vida estaba en peligro hasta que en efecto hubiera sido asesinado, y el asesinato, como estaba previsto, tuvo lugar en el año 96 d. C.
Aunque es probable que Domiciano no se hubiera alegrado, lo cierto es que su muerte trajo a Roma una edad de oro. El anciano Nerva que sucedió a Domiciano gobernó apenas dos años, y fue sucedido a su vez por el joven y vigoroso Trajano.
Trajano comenzó su reinado ajustando cuentas con Decébalo. Fue así, en parte, porque la confrontación era inevitable, y en parte porque el nuevo emperador quería comenzar su reinado en una explosión de gloria militar. Los dacios combatieron valientemente tanto en batallas convencionales como por medio de tácticas guerrilleras, pero la campaña bien planificada de Trajano fue irresistible. El reino de Decébalo se convirtió en una provincia romana. Contamos con una narración fragmentaria de la guerra obra de un historiador posterior, pero el mejor testimonio es visual. Se encuentra en una espiral de imágenes esculpidas sobre la columna que Trajano erigió en Roma, donde aún puede contemplarse hoy en día.
Trajano emprendió a continuación una campaña contra los partos, y extendió la frontera romana hasta más allá del Eufrates. Estos éxitos se combinaron con un sano gobierno en casa y unos presupuestos imperiales equilibrados. Fue una época de florecimiento artístico, y los historiadores Tácito y Plinio el Joven no tienen más que palabras de alabanza hacia el nuevo emperador.
Bajo Trajano, el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión. Adriano, el sucesor de Trajano, buscó reducir gastos de alguna manera, y durante su reinado el Imperio adoptó una postura más defensiva. Roma todavía disfrutaría de casi un siglo de paz ininterrumpida, pero la crisis que vino a continuación estuvo a punto de acabar con el Imperio.