CAPÍTULO XV

El proceso contra la joven acusada de asesinato no había suscitado interés especial por parte del gran público. Los palcos de la sala donde se le seguía juicio se veían casi desiertos. La aparición de los miembros del jurado —todos ellos hombres— con el veredicto, se esperaba de un momento para otro. La acusación era homicidio, pero había atenuantes tales como defensa propia y demencia momentánea. Solamente la homicida conocía la verdad, y la víctima por supuesto, todavía debatiéndose entre la vida y la muerte en un hospital de Urbis. La homicida vio entrar a los miembros del jurado, los precedía su portavoz, esgrimiendo un sobre que entregó al juez. Como en un rayo de la memoria, la acusada recordó todo lo sucedido e hizo un último examen de conciencia.

«Yo intenté matar a mi compatriota LKJS, pero nunca diré por qué. Si hay justicia en este mundo me dejarán en libertad, y en caso contrario prefiero ir a la cárcel en vez de ser colocada bajo el microscopio como una bacteria recién descubierta. Si algo he aprendido de toda esta historia es que en primer término está mi dignidad. Mi dignidad… aunque no sepa muy bien lo que esa palabra significa. Qué extraño fue verlo allí indefenso en mi monohabitación, yo había aprovechado sus minutos de atolondramiento, efecto del tubo azul, para sentarlo en una silla y atarlo de pies y manos, además de amordazarlo. Mi propósito era seguir escuchando la voz de su pensamiento, que él no podía acallar… “Cómo me equivoqué con esta muchacha, la creí hueca y snob, y vaya la sorpresa. ¿Por qué la supuse así? ¿será porque en el fondo de mí mismo desprecio a quien me quiere bien? lo cual significa que me considero indigno de un buen trato, que me desprecio, que ansío la condena reclamada por mi mediocridad. Ella se enamoró de mí, sí, excepción hecha del falso verde de mis ojos, fue de mí que se enamoró. También hubo otros trucos a mi favor, mas no fundamentales. Pero la odié por quererme bien. Sí, ella me lo dijo alguna vez, mi espíritu de sacrificio es enfermizo. Ella en cambio si la tratan bien reacciona favorablemente, y, punto importante, no es desconfiada, espera siempre lo mejor de la gente. Eso denota profundo sentido democrático, ya que no desea que los demás estén por debajo de su nivel; ella, todo lo contrario, se deleita en el ejercicio de la igualdad. Pero que no se llegue a dar cuenta de que la engañan, porque allí hierve su sangre de rabia, y qué mejor muestra de ello que mi actual condición de monigote amarrado a un sillón. Y vaya a saber qué piensa hacer conmigo… ¡si tan sólo pudiese leer su pensamiento! Cómo diablos habrá ella descubierto mi impostura no lo sé, lo achaco al tonto descuido de los lentes de contacto. Si tan sólo pudiera yo hacer retroceder las manecillas del reloj, entonces le confesaría todo a tiempo y ella me perdonaría: sin interrumpir mis arremetidas allí empapados por esa catarata incesante de nuestro placer yo le confesaría todo y ella sin interrumpir sus gemidos me perdonaría. Pero ya es tarde, imposible que ella ahora se percate del vuelco que ha dado mi corazón. Solamente si fuera capaz de leerme el pensamiento, pero para eso faltan muchos años, aunque no deja de ser un consuelo, saber que un día lejano ella descubrirá que la admiro y la respeto.”… Y esas últimas palabras de él fueron las causantes de mi arranque, no pude detenerme, corrí a buscar un cuchillo y… nerviosamente, jadeante, corté sus ataduras. Dejé caer el cuchillo sobre la alfombra. Qué impulsiva y tonta, creí que de ese modo daba comienzo a una verdadera historia de amor correspondido. Por desgracia lo que entonces leí en su mente acabó con mi última ilusión, sí, ahora lo sé, esa brevísima ilusión, de pocos segundos, fue la última de mi vida. Ni bien él recuperó la libertad su alma exclamó lo inevitable, “No puedo traicionar a mi país y a mis hijos, debo escapar ya de aquí”, y no, ni escapó ni escapará, porque a pesar de su salto de tigre —para empuñar el arma oculta entre sus ropas— yo seguía llevando las de ganar: a mis pies yacía el cuchillo y antes de que él pudiera volverme la cara le había hundido yo la mellada hoja en la espalda. ¿Despecho? ¿defensa propia? ¿demencia momentánea? ¿quién descifraría el enigma? vaya jeroglífico el de este mi corazón de mujer…».

Los miembros del jurado estaban ya sentados en sus puestos, el juez hizo crujir el sobre innecesariamente al abrirlo, pidió a la acusada que se pusiera de pie. Ésta bajó la vista, repudiaba los sucios pensamientos que podían guarecerse bajo canas venerables. La sentencia no sorprendió a W218, se la condenaba a cadena perpetua pero se le concedía el pedido de ser trasladada a los lejanos hospitales de Hielos Eternos como conscripta voluntaria, en vez de cumplir la pena en una cárcel común. La voz del juez sonaba seca y altanera, terminando de leer la voluntad de los jurados ordenó a la muchacha que levantara la vista. Ésta se negó, dijo que le bastaba con oír. La voz del juez cambió, de pronto era compasiva y cascada, «Muchacha de Dios, es tan insólito su pedido que me veo obligado a preguntarle si usted sabe realmente lo que le espera en las desoladas comarcas de Hielos Eternos. Allí solamente se confinan seres que han sido maldecidos para siempre por la sociedad o por la naturaleza. Me refiero respectivamente a presos políticos peligrosísimos y a enfermos altamente contagiosos. Lo que usted nos propone es continuar su servicio civil obligatorio en un pabellón de estos últimos, pero cabe la pregunta ¿se da cuenta usted, desventurada criatura, que de ese modo se está condenando a una muerte inminente?». W218, sin levantar la vista del suelo, dejó oír un débil sí.

La estación de trenes se veía severamente patrullada, lluvia torrencial caía esa mañana del perenne invierno urbisano. Una de las salas de espera estaba cerrada al público; en un rincón, vigilada por dos guardias, languidecía W218 como única prisionera. Se oyeron pasos marciales, precedido por innumerables guardias entró un grupo de presos políticos, también destinados a Hielos Eternos. Lo componían hombres de diferentes edades pero de igual mirada, sin esperanza, sus ojos eran plantas secas. Uno de ellos en el pasado había tenido ojos verdes, ahora eran del color de la tierra yerma de algunas plazas de Urbis. Todo parecía gris oscuro en Urbis, todo lo que lograba emerger del cemento, el suelo rocoso y los troncos de los antiguos árboles quemados por la escarcha.

Uno de los guardias empezó a distribuir antiparras color azul, otro explicó a los condenados que a la mañana siguiente entrarían en la zona helada y no se podía mirar el paisaje sin protección, puesto que todo era blanco enceguecedor durante ese mes, el resto del año no había más que noche. Un mes de color azul y once de color negro. El guardia que repartía las antiparras se encontró con un par de sobra y solamente entonces recordó que estaban destinadas a otro condenado. Le bastó dar una ojeada para individualizar al destinatario, semioculto por sus dos cancerberos. Tuvo que atravesar toda la sala para llegar hasta W218, el piso de tablones crujía bajo las botas militares. Todos lo siguieron con la mirada, se alborotaron como padrillos al descubrir a la yegua. LKJS, un condenado más, la reconoció de inmediato, pese a estar ella rapada y sumidos los ojos por el sufrimiento. Los condenados empezaron a lanzar obscenidades, de gesto y de palabra; los guardias celebraron con risotadas cada barbaridad. Uno de los prisioneros, el de más edad, susurró al oído de un guardia que bien estaría permitirles un adiós a la carne, faltaba una hora para salir el tren y podrían gozar de la moza uno por uno, incluso los encargados del orden. El guardia contestó con una negativa poco definida, miró al colega que tenía a su lado, se le dibujó una sonrisa en los labios partidos por el frío. Tras rápida reflexión se llevó la mano a la bragueta y en voz alta refirió al colega la deshonesta proposición.

LKJS alcanzó a oírlo y de inmediato cayó de rodillas, poniéndose a sollozar con la cabeza gacha. Hasta ese momento la algazara había ido en aumento, el gemir resultaba inaudible. Uno de los vociferantes condenados se agachó junto a LKJS para cerciorarse de lo que le parecía imposible, ¿un hombre llorando? hizo seña a otro de los forajidos y calló. Poco a poco los improperios disminuyeron, en la sala resonó el llanto de un hombre arrepentido. La muchacha, que hasta entonces no se había atrevido a mirar al grupo, descubrió por fin a quién pertenecía esa frente inclinada. Uno de los guardias tomó de un brazo al condenado y respetuosamente lo invitó a ponerse de pie. Él se desligó, elevó la mirada hacia ella y continuó de rodillas su plegaria silenciosa.

Solamente W218 pudo oírla, pese a ser la más distante, «No me atrevo a pedir perdón, porque sé que no lo merezco. Lo que pido es un poco de lucidez en este instante, para decirle a la pobre muchacha alguna palabra… que la ayude, a sobrellevar su carga. Yo voy a recibir mi castigo, una condena que me alcanzará hasta el último día de vida, pero sé que ella, generosa como es, no se aliviará con saberlo. Además si mi vida está acabada es porque me lo busqué, pero ella en cambio fue víctima del destino. ¿Qué palabra podría yo extraer de mi corazón amargo, que le hiciese olvidar aunque sea una sola de mis maldades? ¿qué puedo ofrecerle además de mi arrepentimiento? Es cierto que no la delaté a sus autoridades, que no mencioné sus poderes extrahumanos, pero eso fue simplemente para no implicar a mi país en el caso, a toda una red de espionaje. Me sacrifiqué porque mis superiores me lo ordenaron, y no por ella. Por esa razón y no por otra aparenté un drama pasional sin más móviles que el despecho de una joven burlada y la violencia de un turista donjuanesco. Y no hay lugar para despecho y violencia en esta sociedad moderna. De ahí mi enorme deuda, con mi pobrecita, querida, víctima. Por ella no he hecho nada, que no sea conducirla a su martirio. Una palabra, si tan sólo una palabra se me ocurriera, una palabra acertada, una palabra dulce, ya que va a ser la última entre nosotros. No puedo decirle mentiras, no puedo decirle que la amé más que a nadie, porque más amo a mi esposa y a mis hijos, y a mi país. Por ella lo que experimento es otra cosa, el sentimiento que más denigra, tanto a ella como a mí… la lástima. Me da infinita lástima verla reducida de este modo, me da infinita lástima saber lo que ya lleva sufrido, me da infinita lástima lo que le espera todavía, y recordar su pena día y noche es volver a sentir la hoja del cuchillo hundírseme en la espalda, el golpe que ahoga y desangra, tal como ella me lo asestó. Aunque ahora ya no soy el hombre de entonces, he cambiado, no me alivia saber que también ella está condenada por siempre, no me alivia más como antes saber que otros sufren, algo en mí ha cambiado, no quiero estar por encima de nadie, no quiero que se alivie mi sufrimiento si el de los demás no se alivia, no quiero hacer más mal a nadie, no quiero explotar a nadie, no quiero ser superior a nadie, y eso, de algún extraño modo, ella me lo enseñó, ella fue la que me cambió. Pero si se lo dijese… no me creería…».

Los sollozos parecían aquietarse, pero no se sabía si él tenía conciencia de lo que había logrado, amansar a las fieras. Implorante la muchacha miró a sus dos guardias, éstos bajaron la cabeza como toda respuesta. Se acercó al hombre hincado, acarició su frente, le secó las lágrimas y al oído le susurró palabras en las que no creía enteramente. «No te culpo, hemos sido juguete de fuerzas superiores a las nuestras. Tú no eres responsable de las órdenes crueles que debiste obedecer…» y después agregó, esta vez sí con total convicción, «A pesar de todo, sigo recordándote como parte de la mejor época de mi vida, cuando trabajaba y esperaba al hombre ideal. Y si fui yo quien logró cambiar algo en tu alma, si crees que yo logré darte algo importante…». La muchacha no pudo terminar la frase, los guardias habían decidido restablecer el orden, separaron a la pareja por última vez.

El tren blindado se abría paso entre la nieve, persiguiendo una noche que no lograba alcanzar. Por el contrario, el resplandor blanco aumentaba implacablemente. W218 había sido confiada a una carcelera especializada en transportes ferroviarios, y no debió temer más el ataque de los presos, apiñados en otro vagón. A medianoche se les ordenó colocarse las antiparras y todo se les volvió azul, como la piel de aquellos compañeros de lucha que quedaban atrás en Urbis, extendidos sobre mármoles de la morgue. A poco más de veinticuatro horas de viaje el convoy se detuvo en una pampa azul, a la vista se presentaba solamente la plataforma de descenso, el resto de la estación era subterráneo. Por la misma razón tampoco se veía la cárcel, a pocos kilómetros de allí. El contingente de presos bajó a la plataforma, custodiado por sus guardias.

Los hombres miraron el tren azul que ya partía. W218 agitó la mano por detrás de la ventanilla, la carcelera no le había permitido bajarla debido al frío reinante. Todos los prisioneros allí en la plataforma se parecían, cubiertos como estaban con sus capuchas y abrigos. Algunos divisaron a la muchacha en su compartimento y la saludaron con la mano voluminosa que el guante les aparentaba. Uno de ellos se llevó la mano al corazón como expresando ternura, W218 pensó que tal vez ése era su conocido. No se atrevió a llamarlo de otro modo, ni amigo, ni amante, ni gran amor. ¿Pero por qué estaba él entre presos políticos? ¿no había sido condenado acaso como criminal común? W218 supo entonces que nunca habría de estar segura de lo ocurrido con él. Los hombres azules se empequeñecieron con la distancia, la carcelera se apiadó y bajó la ventanilla para que la prisionera pudiese asomarse, los hombres ya eran puntos apenas, azul oscuro, y en un instante más se disolvieron en la inmensidad azul clara. ¿Qué tono de azul? W218 no pensó en el azul de la piel de los muertos, no podía permitírselo, su corazón no habría podido resistir una pena más, por eso respiró hondo y apoyó la cabeza contra algo confortable, el respaldo de su asiento. Entonces decidió que eran del mismo tono los ojos de algunos niños de Urbis, y por primera vez en muchos años recordó las hortensias vivas de su más tierna infancia, y se le ocurrió por fin que su madre desconocida alguna vez la habría levantado de la cuna para adormecerla sobre su regazo, su madre vestida del mismo azul.

La dirección del Hospital de Contagiosos se vio frente a serios problemas, con la llegada de W218. La presencia allí de una condenada a cadena perpetua, además de exconscripta de servicios especiales, y por añadidura destinada a contactos vanguardistas con los pacientes, exigía adoptar medidas tan insólitas como delicadas. Ante todo se decidió no declarar su carácter de prisionera, W218 sería considerada como una enfermera más, el hecho de que el hospital estuviese totalmente aislado en pleno témpano solucionaba cualquier problema de vigilancia y de posible fuga. En cuanto a la naturaleza de sus encuentros con los enfermos, unos pocos empleados fuera de la Dirección fueron notificados del carácter experimental que revestían. Por último, la Dirección ordenó que a los enfermos beneficiados se les diría que la muchacha había sido vacunada de modo especial y que por ende no deberían albergar sentimientos de culpa a su respecto. Tal vacuna no existía.

Una complicación extra la constituyó el hecho de que la salud de W218 estaba quebrantada. Antes de entrar en actividades se le ordenó un reposo completo de tres semanas. Su cuarto estaba bajo tierra, como el resto de la construcción. La luz solar, con la que se contaba un solo mes por año, había sido excluida de todo cálculo ecológico. Buena alimentación y descanso devolvieron las fuerzas a la conscripta, y una hora antes de poner fin a su vacación obligatoria, pidió salir a la superficie de la tierra. Ya había pasado el mes de luz y quería ver cómo era el día negro polar, sentía miedo visceral por el paisaje desconocido pero la curiosidad prevalecía. Una enfermera la acompañó, debieron atravesar largos pasillos y tomar más de un ascensor. La enfermera la trataba con simpatía y sentido del compañerismo, ignoraba los motivos de la presencia allí de W218. Le contó sus experiencias de tres años en el sanatorio, y los planes para su traslado un año más tarde. En un año de estadía en Hielos Eternos se ganaba cinco veces lo que en un lugar normal, y sus importantes ahorros los emplearía para la educación de sus hijos, a los que había visto tan poco esos años, de sacrificios no vanos. Añadió que su marido había sufrido un accidente y no podía trabajar normalmente, él se ocupaba del cuidado del hogar. Por último dijo que el accidente los había unido más que los hijos incluso y contaba los días que la separaban de la feliz reunión familiar. W218 no hizo comentario alguno, comprendió que la enfermera no podía medir el alcance de sus palabras.

Finalmente llegaron a la faz de la tierra. El día no era el pozo ciego que se había imaginado, el día era negro pero brillaban las estrellas, a las diez de la mañana, y ese brillo alcanzaba a otorgar una suave fosforescencia a la costra de hielo que cubría totalmente la zona. La enfermera le explicó que cuando había luna llena la fosforescencia aumentaba, en dos semanas debían volver a asomarse.

El lugar de la primera cita fue un cuarto igual a los demás, con cama, mesa de luz y lavabo como todo moblaje. W218 temblaba igual que el primer día de su conscripción en Urbis, de un momento para otro entraría allí su paciente inicial. Pidió que enfermera ayudanta fuera cualquiera menos aquella que la había acompañado en el paseo. La elegida entró con el paciente, sólo entonces W218 pensó en el exceso de luz que daba esa única lámpara. No volvió a mirar al paciente, pidió a la enfermera que la cambiase por otra más tenue. Según la enfermera el médico había ordenado que la luz quedase encendida, porque así el paciente podría beneficiarse con la contemplación de su belleza extraordinaria. La enfermera se retiró, W218 empezó a desvestirse y colocó una de sus prendas sobre la pantalla. Una mano callosa la acarició. Un breve cruce de miradas le bastó para escuchar el pensamiento del hombre. Era una oración religiosa, en acción de gracias por los bienes recibidos, que terminaba con un pedido a su vez, «Ruego porque esta muchacha tan bella como generosa acepte mi pedido y no abra los ojos mientras esté junto a ella, no quiero importunarla más todavía, quiero ayudarla en lo posible, y si no me ve todo le será más fácil, porque lo único que en mí no da repulsión es el tacto de la piel y así podrá pretender que está junto a alguien sano…».

La muchacha estiró la mano y alcanzó un lienzo destinado al aseo personal, con él se vendó los ojos. El enfermo la besó en la mejilla tiernamente y se colocó sobre ella, sin interrumpir su rezo mudo, «El médico me lo había dicho, que se trataba de una criatura excepcional, pero me era difícil creerlo. Ahora está ante mis ojos y vuelvo a pensar que Dios me trajo al mundo para gozar de deleites supremos. Este momento que estoy viviendo, junto a la criatura más bella del mundo, y emblema de todo lo deseable, justifica todas las penurias y sinsabores que marcaron mi existencia. Gracias, Señor, por haberme dado la vida, por haberme permitido saber hasta qué grado es sublime tu creación… Y perdóname si cada vez que te doy gracias por algo… de paso… me atrevo a hacerte otro pedido. Esta vez no es para mí… es para ella… Te pido, aunque sea seguramente innecesario, que repares en la grandeza de su alma, y la premies merecidamente. Yo para mí no pido más nada, pronto moriré, como todos los afectados por este mal, pero será con mi corazón restaurado por la miel de esta ofrenda que estoy recibiendo. Es por ella que pido, que la ampares, que la asistas en su arduo camino, que le permitas encontrar el compañero que merece, un hombre de los mismos quilates que ella. Porque toda mujer necesita de un compañero, y el suyo deberá ser noble y generoso como ella, fuerte, para que la sostenga en los inevitables tropiezos de una vida. Él debería ser… un hombre ideal, así como ella es una mujer ideal. Pero quién soy yo para decirte a ti, mi Señor, lo que debes hacer. Tal vez ya le has otorgado lo que merece. Tal vez ella no necesite de nadie, su valor, su entereza, su generosidad, tal vez ya le hayan demostrado que ese hombre ideal que espera… lo lleva dentro suyo, ese alguien capaz de todos los sacrificios y de todas las demostraciones de coraje, es ella misma, aunque no se anime a reconocerlo, acostumbrada como está a su humilde rincón de las penumbras».

W218, vendada, no pudo leer el pensamiento de su compañero.