La edad del azúcar
La edad del azúcar
Siri Akbar lucía su sonrisa ambigua —entre zalamera e irónica— poniendo en manos del príncipe Taor un cofrecillo de sándalo con incrustaciones de marfil.
—Aquí tenéis, Señor, el último regalo que te hace el Occidente. Ha viajado tres meses para llegar hasta ti.
Taor cogió el cofrecillo, lo sospesó, lo observó y se lo acercó a la nariz.
—Es ligero, pero huele bien —sentenció.
Luego lo hizo girar entre sus manos, comprobó que un grueso sello de cera mantenía cerrada la tapa.
—Ábrelo —dijo, tendiéndolo a Siri.
Con el puño de la espada el joven dio varios golpecitos en el sello, que se partió y cayó convertido en polvo. La tapa pudo levantarse sin dificultad. La cajita volvió a las manos del príncipe. En el interior no había casi nada: en un recipiente cuadrado, un cubo de una sustancia blanda y glauca, cubierto por un polvo blanco. Taor lo cogió delicadamente entre el pulgar y el índice, lo levantó hacia la luz y por fin se lo acercó a la nariz.
—Evidentemente, el olor es el del cofrecillo, sándalo; el polvo es azúcar pulverizado; ese color verde recuerda al pistacho. ¿Y si lo probara?
—No es prudente —objetó Siri—. Deberías hacer que lo probase un esclavo.
Taor se encogió de hombros.
—No quedaría nada.
Luego abrió la boca e introdujo en ella la diminuta golosina. Con los ojos cerrados, esperó. Por fin la mandíbula se agitó lentamente. No podía hablar, pero sus manos se agitaban para expresar su sorpresa y su placer.
—Desde luego es pistacho —terminó por articular—. Llaman a eso un Rahat-lukum —precisó Siri—. Lo cual quiere decir en su lengua «felicidad de la garganta». Debe de tratarse, pues, de un Rahat-lukum de pistacho.
El príncipe Taor Malek apreciaba por encima de todo el arte de la pastelería, y de todos los ingredientes utilizados por sus reposteros prefería los granos de pistacho. Incluso había hecho plantar en sus jardines un bosque de alfóncigos al que dedicaba toda su solicitud.
Indiscutiblemente, el pistacho estaba allí, incorporado al espesor blando y de un verde turbio del cubito aderezado con azúcar en polvo. ¿Incorporado? ¡Más bien exaltado, magnificado! Aquel misterioso Rahat-lukum —puesto que tal era su nombre—, venido de los confines del poniente, era la última etapa del culto del pistacho, un pistacho llevado más allá de sí mismo, en resumen, la flor y nata del pistacho…
El cándido rostro de Taor delataba la más viva de las emociones.
—¡Hubiera tenido que enseñárselo a mi confitero mayor!
Tal vez hubiera sabido…
—No lo creo —dijo Siri, sin dejar de sonreír—. Es una clase de golosina que no se parece a nada de lo que hacen aquí, completamente nueva.
—Tienes razón —admitió el príncipe, consternado—. Pero ¿por qué sólo han enviado un único ejemplar? ¿Quieren exasperarme? —preguntó con un mohín de niño que estaba a punto de romper a llorar.
—No hay que desesperarse —dijo Siri, que de pronto se puso serio—. Podríamos reunir lo poco que sabemos de este cofrecillo y de su contenido, y enviar un mensajero a Occidente con la misión de que nos trajese la receta del Rahat-lukum de pistacho.
—¡Sí, muy bien, hagamos eso! —aprobó Taor rápidamente—. Pero que no traigan tan sólo una receta. Que vuelvan con todo un cargamento de… ¿cómo dices que se llama?
—Rahat-lukum de pistacho.
—Eso. Encuéntrame un hombre de confianza. No, dos hombres de confianza. Dales plata, oro, cartas de recomendación, todo lo que necesiten. Pero ¿cuánto tiempo van a necesitar?
—Hay que esperar al monzón de invierno para la ida, y aprovechar el monzón de verano para volver. Sí todo va bien, volveremos a verles dentro de catorce meses.
—¡Catorce meses! —exclamó Taor horrorizado—. Será mejor que vayamos nosotros mismos.
Taor tenía veinte años, pero el principado de Mangalore, situado en la costa de Malabar —parte sudoriental de la península del Decán— estaba gobernado por su madre desde la muerte del maharajá Taor Malar. Pero hubiérase dicho que en la maharaní Taor Mamoré la afición al poder iba en aumento a medida que se iba desvaneciendo su hermosura antaño radiante, y que lo que más la preocupaba era mantener al príncipe heredero apartado de los asuntos del reino, que ella aspiraba a gobernar sola. Para mejor conseguir sus fines, había elegido para su hijo un compañero cuyos padres eran hechuras suyas, y que cumplía celosamente la misión que ella le había asignado. Con el pretexto de acceder a los menores deseos del adolescente y de poner todo su empeño en que fuera feliz, le mantenía sumido en preocupaciones de una frivolidad total, todas propias para favorecer su pereza, su sensualidad y sobre todo la afición inmoderada por los dulces, que había manifestado desde su más tierna edad. Esclavo ambicioso que sólo se movía por la esperanza de convertirse en liberto y de tener una fulgurante ascensión en la corte, Siri Akbar era un joven frío e inteligente, pero seríamos injustos exagerando la parte de doblez que había en su docilidad respecto a la maharaní y su abnegación corruptora respecto a Taor. No carecía de sinceridad e incluso de cierta candidez, y a su manera amaba a la soberana y a su hijo, porque su mente no distinguía la voluntad de poder de la primera, la afición a las golosinas del segundo y su propia ambición, que le ordenaba someterse a la una y a la otra. En verdad el alma de los habitantes de Mangalore estaba extremadamente simplificada por el aislamiento en el que los confinaban el mar y los desiertos que formaban las fronteras del principado. Y así en el momento en que comienza esta historia, el príncipe Taor no sólo no había salido nunca de su reino, sino que raramente se había aventurado fuera de los límites de los jardines del palacio.
En cambio, Siri se dedicaba a mantener relaciones comerciales con lejanas factorías para satisfacer la curiosidad y el desmedido amor a la pastelería de su amo. Era él quien había comprado a unos navegantes árabes aquel cofrecillo que contenía un único Rahat-lukum, y no permitió que volviesen a hacerse a la mar sin haber hecho que embarcaran dos hombres suyos encargados de aclarar el misterio de aquel pequeño dulce oriental.
Pasaron meses. El monzón del noreste que se había llevado a los viajeros, dejó su lugar al monzón del suroeste, que los devolvió. No tardaron en presentarse en palacio. ¡Ay, no traían ni Rahat-lukum ni receta! Habían recorrido en vano la Caldea, la Asiría y la Mesopotamia. ¿Hubiera sido necesario ir más hacia el oeste, llegar hasta la Frigia, luego dirigirse hacia el norte, hacia la Bitinia, o por el contrario seguir decididamente el camino del sur, el de Egipto? La sujeción que les hacía depender del régimen de los monzones les había obligado a hacer una difícil elección. Prolongar sus búsquedas hubiera hecho que no llegaran a tiempo de aprovechar la única estación en la que los vientos son favorables para volver a la costa de Malabar. Aquello hubiese significado un año de retraso. Tal vez hubieran impuesto este plazo al príncipe Taor de encontrarse con las manos vacías. Pero no era tal el caso, ni mucho menos. Porque habían tenido extraños encuentros en las tierras áridas de Judea y en los montes desolados de Neftalí. Aquellos confines antaño vacíos de habitantes, desde hacía poco tiempo abundaban en anacoretas, estilitas y profetas solitarios, vestidos con pieles de camello y provistos de cayados de pastor. Se les veía salir de sus cavernas con la mirada ardiente en medio de la espesura de los cabellos y la barba, e increpar a los viajeros anunciando el fin del mundo, y ofreciéndose a orillas de los lagos y de los ríos para bañarles con objeto de limpiar sus pecados.
Taor, que había estado escuchando distraídamente aquellas noticias para él ininteligibles, empezó a impacientarse. ¿Qué tenían que ver aquellos salvajes del desierto con el Rahat-lukum su receta?
Precisamente, afirmaron los viajeros, había entre ellos quienes profetizaban la invención inminente de un manjar trascendente, tan bueno que saciaría para siempre, tan sabroso que aquél que lo probase una sola vez ya no querría comer nada más hasta el fin de sus días. ¿Se trataba del Rahat-lukum de pistacho? Sin duda no, puesto que el Divino Confitero que debía inventar ese plato sublime aún no había nacido. Se le esperaba incesantemente en el pueblo de Judea, y algunos pensaban, apoyándose en ciertos textos sagrados, que nacería en Belén, un pueblo situado a dos días de camino al sur de la capital, donde había visto la luz el rey David.
Taor opinaba que sus informadores estaban extraviándose en las arenas de la especulación religiosa. Demasiados discursos y conjeturas, él exigía pruebas concretas, testimonios fidedignos, en resumidas cuentas, algo que se viera, se tocase, o, mejor aún, que se comiese.
Entonces los dos hombres, después de consultarse con la mirada, sacaron de su talega un tarro bastante grande, pero de forma no poco rústica.
—Esos anacoretas vestidos como osos —explicó uno de ellos— que afirman ser los precursores del Divino Confitero, se alimentan sobre todo de una mezcla original y muy sabrosa, que tal vez sea como el presentimiento del manjar sublime anunciado y esperado.
Taor cogió el tarro, lo sospesó y se lo acercó a la nariz. —Pesa mucho, pero huele mal— concluyó, tendiéndolo a Siti, —ábrelo.
El tosco disco de madera que obstruía el orificio del tarro cedió cuando Siri hizo fuerza con la punta de su espada.
—Que me traigan una cuchara —ordenó el príncipe. La sacó del tarro con una mezcla viscosa y dorada en la que estaban prisioneros unos animalillos angulosos.
—Miel —aseguró.
—Sí —confirmó uno de los viajeros—, miel silvestre. Se encuentra en pleno desierto en algunos huecos de las piedras o en tocones de árboles muertos. Las abejas liban de los bosques de acacias que durante unos breves períodos primaverales no son más que una masa de flores blancas muy perfumadas.
—Langostas —añadió Taor.
—Langostas, si quieres llamarlas así —concedió el viajero—, pero langostas de arena. Son unos insectos grandes que vuelan en nubes compactas y lo destruyen todo a su paso. Para los labradores son un terrible azote, pero los nómadas se alimentan con ellas, y reciben su llegada como un maná celestial. Les llaman saltamontes.
—Pues son saltamontes confitados en miel silvestre —concluyó el príncipe, antes de meterse la cuchara en la boca.
Hubo un silencio general hecho de expectativa y de degustación. Luego el príncipe Taor dio su veredicto.
—Es más original que sabroso, más sorprendente que suculento. Esta miel hermana curiosamente una especie de acritud con su dulzor original. En cuanto a las langostas —o saltamontes— aportan con sus crujidos un matiz salado que no puede ser más sorprendente en la miel.
Hubo un nuevo silencio durante el cual saboreó una segunda cucharada.
—Detesto la sal, pero la sinceridad me obliga a proferir esta asombrosa verdad: el azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado. ¡Qué paradoja! Tengo que oír eso de la boca de otros. Repetid la frase, os lo ruego.
Sus íntimos conocían las pequeñas manías del príncipe, y estaban acostumbrados a complacerle. Repitieron a coro con voz unánime:
—El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado.
—¡Qué paradoja! —repitió Taor—. ¡Éstas son maravillas que sólo se encuentran en el Occidente! Siri, ¿qué te parecería una expedición por esas regiones lejanas y bárbaras, para traer el secreto del Rahat-lukum, aprovechando la ocasión para traer algunos otros?
—Señor, soy vuestro esclavo —respondió Siri, con toda la ironía que sabía poner en sus declaraciones de fidelidad más incondicionales.
Sin embargo, no quedó poco sorprendido al enterarse unos días después que el príncipe había pedido una audiencia a su madre —era la única forma que tenía de verla— para hablarle de un proyecto de viaje, y se sintió completamente desbordado —hasta podría decirse que engañado, traicionado, escarnecido— cuando su amo le hizo saber, inmediatamente después de la entrevista, que la maharaní Mamoré aprobaba su idea, y ponía a disposición de su hijo, para que pudiera llevar a cabo sus propósitos, cinco navíos con sus tripulaciones, cinco elefantes, cada uno de ellos con su correspondiente cornac, ademas de un tesorero-contable llamado Draoma, un tesoro de talentos, siclos, bekas, minas y güeras, monedas que circulaban por toda el Asia anterior. Era todo su universo, y diez años de pacientes intrigas, lo que se derrumbaba en torno a él. ¿Cómo podía prever que el rabat-lukum de pistacho que había hecho probar al príncipe, añadiéndose al deseo de la maharaní de desembarazarse de su hijo —a cualquier precio— y a los imprevisibles impulsos que tienen los seres débiles, cándidos y sumisos, que todas esas circunstancias heterogéneas se conjugarían para desembocar en aquel resultado catastrófico? Catastrófico en efecto, porque estaba convencido de que para un intrigante de su especie sólo podía haber salvación estando muy cerca de la fuente del poder, pero era evidente, tanto para la maharaní como para el príncipe, que debería embarcarse con éste en tan extravagante aventura. Las semanas siguientes figuraron sin duda entre las más amargas que Siri Akbar había vivido.
Muy distinto era el estado de ánimo del príncipe Taor. Sacado bruscamente de su pasividad por los preparativos del viaje, se convirtió en otro hombre. Sus íntimos apenas le reconocían cuando le veían establecer con una competencia y una autoridad sorprendentes la lista de los hombres que debían acompañarle, la enumeración del material que había que disponer, la elección de los elefantes que iban a ser embarcados. En cambio, nada más propio de él que la decisión de las provisiones que iban a acumularse en las calas de los navíos. Porque el verdadero sentido del viaje se hacía evidente en las esportillas, sacos y fardos que rebosaban de guayabas, azufaifas, ajonjolí, canela, uva de Golconda, flores de azahar, harina de sorgo, clavo de especias, sin contar, desde luego, el azúcar, la vainilla, el jengibre y el anís. Todo un navío estaba dedicado a la fruta —seca o confitada—, mangos, plátanos, piñas tropicales, mandarinas, cocos, anacardos, limones verdes, higos y granadas. Estaba claro que la expedición se hacía con finalidades pasteleras, y ninguna otra. Además se había elegido un personal muy especializado, y se veía trabajar, en medio de embriagadores olores de caramelo, a confiteros nepaleses, turroneros cingaleses, reposteros bengalíes e incluso mantequeros bajados de las alturas de Cachemira, con pellejos conteniendo caseína líquida, decocciones de cebada, emulsiones de almendra y resinas balsámicas.
Sus amigos reconocieron también a Taor cuando le vieron insistir, oponiéndose al más elemental sentido común, en que Yasmina fuese una de las elefantas de la expedición. Oponiéndose al más elemental sentido común porque Yasmina era una joven elefanta blanca y de ojos azules, dulce, frágil y delicada, la que menos podía soportar la fatiga de una travesía tan larga, con las jornadas de camino por el desierto que seguirían a continuación. Pero Taor amaba a Yasmina, y el pequeño paquidermo de mirada lánguida le correspondía, y tenía una manera de pasarle la trompa alrededor del cuello cuando él le había dado un pastelillo de crema de coco, que hacía brotar lágrimas de emoción. Taor decidió que la elefanta viajaría en el mismo barco que él, junto con todo el cargamento de pétalos de rosa.
Los navíos estaban aparejados en la rada de Mangalore, y se dispuso una pesada pasarela, con una suave inclinación, para poder embarcar los elefantes. Pero la hora de zarpar dependía del capricho de los vientos, pues el monzón de verano ya había dejado de hacer sentir su influencia, y se encontraban en ese período de turbulencias y perturbaciones que precede al cambio de dirección del viento y del oleaje. Hubo tormentas y lluvias torrenciales, muchos empezaron a preocuparse, y algunos se preguntaron si no debían interpretar aquella cólera del cielo como un mal augurio para el viaje. Se dieron defecciones. Por fin, la calma, anunciando la instalación definitiva del monzón de invierno, limpió el cielo bajo un viento del este fresco y seco. Era la señal que esperaban. Se procedió a embarcar a los elefantes. Todo hubiera sido más fácil de haber podido empujarlos juntos por la pasarela, porque el instinto gregario hubiese ayudado a la maniobra. Pero ese mismo instinto se oponía a todos los esfuerzos, ya que cada animal tenía que embarcarse por separado, y había que recurrir a la astucia, a la violencia y a la seducción para separarlos y hacer que subieran a bordo. La situación pareció desesperada cuando le llegó el turno a Yasmina. Presa del pánico, soltaba espantosos barrí tos, y arrojaba al suelo a los hombres que se aferraban a ella. Tuvieron que ir a buscar a Taor. Él le habló durante largo rato, en voz baja, rascando con sus uñas la concavidad de su frente. Luego le anudó sobre los ojos un pañuelo de seda para cegarla, y con la trompa encima de su hombro pasó con ella la pasarela.
Como había un elefante por navío, dieron a cada navío el nombre del elefante que transportaba, y estos cinco nombres eran: Bohdi, Jina, Vahana, Asura y, claro está, Yasmina. Una hermosa tarde de otoño las cinco naves salieron sucesivamente de la rada con todo el velamen desplegado. De todos los que partían —hombres y animales— el príncipe Taor parecía ser el que manifestaba más alegría al lanzarse a aquella aventura, el que menos lamentaba lo que dejaba atrás. Lo cierto es que no dirigió ni una mirada a la ciudad de Mangalore, mientras sus casas de ladrillos rosados escalonadas en la colina se alejaban y parecían apartarse de la pequeña flotilla a medida que ésta ponía rumbo al oeste.
La navegación era sencilla y fácil. Singlaban por estribor, con todos sus recursos, bajo un viento fuerte y completamente regular, que además soplaba en la buena dirección. Como apenas hacerse a la mar se habían alejado de las costas, no tenían que temer ni arrecifes ni bancos de arena, y hasta los piratas, que sólo atacaban a los barcos de cabotaje, dejaron de constituir una amenaza después de unas cuantas horas de navegación. La travesía del mar de Omán hubiera carecido de historia de no ser porque los elefantes se rebelaron ya la primera noche. Hay que tener en cuenta que estos animales, que mientras no se les necesitaba vivían en libertad en un bosque real, tenían la costumbre de pasar el día adormilados bajo las frondas, y a la puesta de sol se dirigían en un rebaño compacto hacia las orillas del río. Por eso empezaron a agitarse apenas llegó el crepúsculo, y como los barcos navegaban muy juntos el uno del otro, el primer bramido que lanzó el viejo Bohdi provocó una enorme escandalera en los demás navíos. El estruendo no hubiese tenido importancia si al mismo tiempo los animales no se hubieran balanceado a derecha y a izquierda, golpeando fuertemente con la trompa los costados del navío. Se oía así un ruido de tam-tam, mientras los navíos adquirían un balanceo que se acentuó hasta llegar a ser inquietante.
Taor y Siri, que iban en la nave almirante Yasmina, podían ir a los demás barcos, ya fuera en botes de remo, ya, cuando los navíos estaban muy cerca, valiéndose de pasarelas. Pero también se comunicaban con los capitanes de los demás navíos por señales convenidas que transmitían agitando penachos de plumas de avestruz. Este último medio fue el que emplearon para dar una orden general de dispersión. En efecto, era importante que los animales dejaran de excitarse mutuamente con el ruido que hacían. Sólo Yasmina se había mantenido tranquila, pero el temblor de sus orejas manifestaba cuál era su emoción, indicando que sin eluda debía de considerar toda aquella algazara como una especie de homenaje para ella. Al día siguiente, al caer el día se reanudó la excitación, pero quedó limitada gracias a la distancia que los cinco veleros habían puesto entre sí.
Una nueva prueba esperaba a los viajeros el décimo día. El viento seguía soplando de forma muy regular y en la misma dirección, pero no tardó en verse que aumentaba poco a poco de fuerza, hasta el punto de que el capitán del Yasmina dio la orden, por medio de sus plumas, de recoger velas, Por la noche se hizo evidente que se acercaban a una tempestad de rara violencia, a juzgar por la negrura surcada de relámpagos que dominaba el horizonte hacia el que se dirigían. Una hora más tarde una noche cerrada cayó de pronto sobre los cinco navíos y los aisló totalmente unos de otros. Las horas siguientes fueron espantosas. Sólo habían dejado el mínimo de velamen para que el navío no se pusiera a través de las olas. Huía bajo las ráfagas, balanceándose a veces en la cresta de una ola, y entonces tomando una velocidad atroz antes de deslizarse por fin en un abismo glauco. Taor, que se había expuesto imprudentemente en el castillo de proa, casi perdió el conocimiento al ser sumergido por un golpe de mar. Por segunda vez aquel joven, dedicado al azúcar desde la niñez, entablaba así relación con el elemento salado en un bautismo de inolvidable brutalidad. ¡Su destino le reservaba una tercera prueba salada, y mucho más larga y dolorosa que ésta!
Por el momento lo que más le inquietaba era Yasmina. La elefantita albina, que había berreado de miedo al comienzo de la tormenta, al ser arrojada hacia adelante y hacia atrás, a la derecha y a la izquierda, finalmente renunció a mantenerse en pie. Estaba tendida sobre el costado en medio de una salmuera nauseabunda, con los párpados caídos sobre sus dulces ojos azules, y un débil gemido se escapaba de sus labios. Taor bajó varias veces para estar junto a ella, pero tuvo que renunciar a sus visitas después de que un sobresalto del navío le hiciera rodar por entre las deyecciones que emporcaban el suelo, y estuvo a punto de que le aplastase la masa de su amiga. Sin embargo, esta primera prueba no le hizo lamentar haber emprendido el viaje, porque, al alejarse de Mangalore en el espacio y en el tiempo, empezaba a medir la insignificancia de la vida a la que su madre le había confinado entre sus azufaifos y sus alfóncigos. Pero sentía remordimientos respecto a Yasmina, tan visiblemente inerme ante las pruebas de un largo viaje.
Por el contrario, Siri Akbar parecía transfigurado por la tempestad. Él, que hasta entonces se había encerrado en una reserva gruñona, ahora parecía volver a la vida. Daba órdenes y distribuía tareas con una sangre fría que no era incompatible con una especie de exaltación jubilosa. Taor comprobaba que su compañero y primer esclavo, que en el palacio se desvivía para medrar por medio de tortuosas intrigas, aparecía engrandecido y como purificado por el asalto de los elementos de la naturaleza, porque nada más cierto que siempre somos más o menos el reflejo de nuestras empresas y de nuestros tropiezos. Al descubrir su rostro por un breve instante a la luz de un relámpago, Taor quedó sorprendido por su extraña hermosura hecha de valor, de lucidez y de ardor juvenil.
La tempestad cesó tan rápidamente como había estallado, pero se necesitaron nada menos que dos días de navegación circular para volver a encontrar tres navíos. Se trataba del Bohdi, del Jina y del Asura. El cuarto, el Vahana, no apareció, y hubo que decidirse a continuar la ruta del oeste considerándolo perdido, al menos provisionalmente.
Debían de estar a menos de una semana de la isla de Dioscórides que anuncia el golfo de Adén, cuando los hombres del Bohdi, por medio de las plumas, hicieron las señales convenidas para pedir socorro. Taor y Siri se trasladaron rápidamente a aquel barco. ¿Le habían picado unos insectos, se había intoxicado con alimentos en malas condiciones, o sencillamente no podía soportar el balanceo y las cabezadas de su prisión? El viejo elefante parecía sufrir una locura agresiva. Se agitaba frenéticamente, atacaba con furia a cualquiera que se arriesgase a bajar a la cala, y cuando estaba solo embestía contra los costados de la embarcación. La situación se iba haciendo peligrosa, porque el peso, la fuerza y los temibles colmillos del animal podían hacer temer que causase graves daños en el navío. Atarlo o darle muerte parecían empresas en las que no cabía pensar, y como ya no comía nada tampoco podían narcotizarlo o envenenarlo. De todas formas, eso proporcionaba una remota esperanza, ya que sin duda acabaría por agotar sus fuerzas. ¿Pero resistiría el navío hasta entonces? Aun corriendo el riesgo de que Yasmina se asustase por el ruido que hacía el viejo macho, decidieron que el Bohdi siguiera navegando cerca de la nave almirante.
Al día siguiente, el elefante, que se había herido con un herraje de la cala, empezó a perder sangre en abundancia. Dos días después murió.
—Hay que darse mucha prisa en despedazar esta carroña y arrojar los pedazos por la borda, pues nos acercamos a tierra y corremos el riesgo de tener visitantes indeseables —dijo Siri.
—¿Qué visitantes? —preguntó Taor.
Siri escrutaba las profundidades del ciclo azul. Levantó la mano hacia una minúscula cruz negra suspendida, inmóvil, a una altura infinita.
—¡Aquí están! —dijo—. Mucho me temo que todos nuestros esfuerzos sean en vano.
En efecto, dos horas después un primer quebrantahuesos se posaba sobre el mastelero de gavia, y giraba en todas direcciones su cabeza blanca con perilla negra. Pronto se le unieron una docena de semejantes suyos. Después de haber observado largamente los lugares, los hombres atareados y el cadáver despanzurrado del elefante, se dejaron caer velozmente hasta el fondo de la cala. Los marineros que temían a esas aves sagradas pidieron que se les permitiera refugiarse en él Yasmina. El Bohdi fue abandonado a su suerte. Cuando el Yasmina lo perdió de vista, millares de quebrantahuesos se agolpaban en los palos, en las vergas, en las cubiertas, y un torbellino de vuelos llenaba la cala.
El Yasmina, el Jina y el Asura entraron en el estrecho de Bab-el-Mandeb. —La Puerta del Llanto— que comunica el mar Rojo con el océano índico, cuarenta y cinco días después de haber salido de Mangalore. La navegación había sido considerablemente rápida, pero de los cinco barcos dos se habían perdido. Ahora había que prever treinta días para remontar el mar Rojo hasta el puerto de Elat. Decidieron descansar en la isla de Dioscórides, que vela lo mismo que un centinela a la entrada del estrecho, para hacer una escala que tanto necesitaban los hombres, los animales y los navíos.
Era la primera tierra extranjera que pisaba Taor. Sentía como una embriaguez ligera y feliz trepando por las desnudas pendientes, sembradas de retama y de cardos, del monte Hadjar, seguido por los tres elefantes, que brincaban alegremente tras de él para desentumecer las piernas. Todo parecía nuevo a los viajeros, aquel calor seco y tónico, aquella vegetación espinosa y perfumada —mirtos, lentiscos, acantos, hisopos—, y hasta los rebaños de cabras de largo pelo, que huían en desorden al ver a los elefantes. Pero mucho mayor aún era el pavor de los pobres beduinos de la isla al ver desembarcar a aquellos señores acompañados de monstruos desconocidos. Pasaron ante tiendas herméticamente cerradas, en las que hasta los perros se habían refugiado, en una aldea aparentemente desierta, aunque estaba claro que cientos de ojos les observaban por las rendijas de la tela, las puertas y los postigos. Se acercaban ya a la cumbre de la montaña, barrida por una brisa tan fresca que tiritaban a pesar del esfuerzo de la ascensión, cuando les detuvo un hermoso niño vestido de negro que se había apostado intrépidamente en medio del camino.
—Mi padre, el rabí Rizza, os espera —se limitó a decir.
Y dando media vuelta se constituyó en guía de la columna. En un circo rocoso esmaltado de asfódelos las tiendas bajas de los nómadas formaban un solo caparazón violeta y abollado que el viento, al precipitarse en su interior, levantaba de vez en cuando como un pecho al respirar.
El rabí Rizza, vestido de velos azules y calzado con sandalias de correas, acogió a los viajeros cerca de una hoguera de eucalipto. Tras los saludos, se acuclillaron en torno al fuego. Taor sabía que estaba ante un jefe, un señor, es decir, ante un igual. Pero al mismo tiempo no acertaba a comprender tanta pobreza. Porque para él, miseria y esclavitud, riqueza y aristocracia, formaban una sola idea, y se esforzaba trabajosamente por distinguirlas. Rizza se guardó mucho de hacer preguntas acerca del origen y del destino de sus huéspedes. Las frases que intercambiaron se limitaron a buenos deseos y a palabras de cortesía. La sorpresa de Taor fue mayúscula cuando vio que un niño llevaba a Rizza un cuenco de grosera harina de trigo, con un caneco de agua y un tarrito de sal. El jefe amasó con sus propias manos una pasta, y sobre una piedra plana dio a aquella especie de hogaza la forma de una torta redonda y bastante gruesa. Hizo un pequeño hoyo en la arena, y con una pala arrojó allí cenizas y brasas de la hoguera, poniendo encima la torta. Luego la recubrió con un montón de ramaje al que prendió fuego. Cuando se apagó la primera llamarada, dio la vuelta a la torta y volvió a cubrirla con ramas. Por fin la retiró del hoyo y la limpió con retama para quitarle la ceniza que la manchaba. A continuación la partió en tres pedazos y ofreció una parte a Taor y otra a Siri.
Acostumbrado a los fastos de una refinada cocina, en la que trabajaba una multitud de cocineros y marmitones, el príncipe de Mangalore, sentado en el suelo, comió un pan ardiente y gris, con granos de arena que crujían entre los dientes.
Un té verde con menta saturado de azúcar, que vertieron desde muy arriba en tazas minúsculas, le devolvió a costumbres más familiares. Pero después de un prolongado silencio Rízza empezó a hablar. La vaga sonrisa que acompañaba sus palabras y las cosas sencillas e inmediatas a las que aludía —el viaje, la comida, la bebida— podían hacer creer que reanudaba el hilo de las trivialidades que les habían ocupado hasta entonces. Pero Taor no tardó en comprender que se trataba de algo muy distinto. El rabí contaba una historia, una fábula, un apólogo que Taor entendía a medias, como si distinguiese mal, en su glauco espesor, una enseñanza que se aplicaba de un modo muy preciso a su caso, aunque el narrador lo ignorase casi todo de él.
—Nuestros antepasados, los primeros beduinos —comenzó—, no eran nómadas como lo somos hoy en día. ¿Cómo iban a serlo? ¿Cómo iban a abandonar el suntuoso y suculento vergel en el que Dios les había puesto? No tenían más que alargar la mano para coger los frutos más sabrosos que hacían doblegar las ramas de árboles de una variedad infinita. Porque en ese vergel sin fin no había dos árboles idénticos que diesen frutos semejantes.
»Tal vez me dirás: aún hay en ciertas ciudades u oasis jardines de delicias como éste del que te hablo. ¿Por qué en vez de conquistarlos e instalarnos allí preferimos correr sin cesar por el desierto detrás de nuestros rebaños? Sí, ¿por qué? Es la inmensa pregunta cuya respuesta contiene toda la sabiduría. Y esta respuesta es la siguiente: los frutos de estos jardines de ahora no se parecen en nada a aquellos de los que se alimentaban nuestros antepasados. Estos frutos de ahora son oscuros y pesados. Los de los primeros beduinos eran luminosos y sin peso. ¿Qué significa eso? Nos es muy difícil imaginar lo que pudo ser la vida de nuestros antepasados, porque hemos decaído y degenerado. Piensa que hemos llegado a admitir como obvio ese horrible proverbio: “Barriga hambrienta no tiene orejas”. Pues bien, en los tiempos de que hablo, barriga hambrienta de comida y orejas hambrientas de saber eran una misma cosa, porque los mismos frutos satisfacían a la vez esas dos clases de hambre. En efecto, esos frutos no sólo eran diferentes por la forma, el color y el sabor. Se distinguían también por la ciencia que otorgaban. Algunos aportaban el conocimiento de las plantas y los animales, otros el de las matemáticas, había el fruto de la geografía, el de las artes musicales, el de la arquitectura, la danza, la astronomía, y muchos más. Y con tales conocimientos daban a quienes los comían las virtudes correspondientes, el valor a los navegantes, la habilidad a los barberos-cirujanos, la honradez a los historiadores, la fe a los teólogos, la solicitud a los médicos, la paciencia a los pedagogos. En aquellos tiempos el hombre participaba de la simplicidad divina. El cuerpo y el alma estaban fundidos en un único bloque. La boca servía de templo viviente —tapizado de púrpura, con su doble semicírculo de escabeles de esmalte, sus fuentes de saliva y sus chimeneas nasales— a la palabra que alimenta y al alimento que enseña, a la verdad que se come y se bebe, y a los frutos que se funden en ideas, preceptos y evidencias…
»La caída del hombre ha roto la verdad en dos pedazos: una palabra vacía, hueca, mentirosa, sin valor nutritivo. Y un alimento compacto, pesado, opaco y graso, que oscurece la mente y se transforma en mofletes y en panzas.
»¿Qué hacer? Nosotros, nómadas del desierto, hemos elegido la más extremada frugalidad, unida a la más espiritual de las actividades físicas: andar. Comemos pan, higos, dátiles, productos de nuestros rebaños, leche, manteca clarificada, quesos en muy raras ocasiones, carne aún más raramente. Y andamos. Pensamos con nuestras piernas. El ritmo de nuestros pasos impulsa nuestra meditación. Nuestros pies imitan el avance de una mente en busca de la verdad, una verdad desde luego modesta, tan frugal como nuestra alimentación. Remediamos la fractura entre alimento y conocimiento esforzándonos por mantener uno y otro en su simplicidad más extremada, convencidos de que elaborándolos a los dos no se hace más que agravar su divorcio. Claro está que no esperamos reconciliarlos con nuestras únicas fuerzas. No. Para esta regeneración se necesitaría un poder más que humano, en verdad divino. Pero precisamente esperamos esta revolución, y con nuestra frugalidad y nuestras caminatas a través del desierto, nos ponemos, o así nos lo parece, en la disposición más adecuada para comprenderla, para acogerla y hacerla nuestra, si se produce mañana o dentro de veinte siglos.
Taor no comprendió todo aquel discurso, ni mucho menos. Para él era como un amontonamiento de nubes negras, amenazadoras e impenetrables, pero surcadas por relámpagos que durante breves instantes permitían ver fragmentos de paisajes, perspectivas abisales. No comprendió lo esencial de aquel discurso, pero lo conservó entero en su corazón, sospechando que adquiriría para él un sentido profético a medida que se desarrollara su viaje. En cualquier caso ya no podía dudar de que la receta del Rahat-lukum con pistacho —por la cual en principio había abandonado su palacio de Mangalore— se difuminaba, adquiría el aire de un engaño —que le había sacado de su paraíso pueril— o se convertía en una especie de símbolo cuyo significado aún estaba por descifrar.
Por su parte, el ambicioso Siri Akbar, completamente ajeno a las preocupaciones alimenticias de su amo, de su encuentro con el rabí Rizza sólo había sacado una lección, pero ésta hacía que se tambalease todo su edificio mental. Había descubierto la posibilidad de reunir la movilidad —con la ligereza y la desnudez que exige— y una encarnizada voluntad de poder y de predación. Desde luego, Rizza no había dicho ni una palabra de aquel asunto. Pero Siri había escrutado apasionadamente el rigor ascético de su cara, el aspecto feroz de sus compañeros, la delgadez de sus cuerpos —que se adivinaban infatigables y capaces de soportar cualquier sufrimiento—, había entrevisto en la oscuridad de las tiendas la silueta velada de las mujeres y el brillo apagado de las armas. Todo aquí hablaba de fuerza, de velocidad, de una avidez tanto más temible cuando que iba acompañada por un absoluto desdén por las riquezas y sus comodidades.
Así, Taor y Siri se sorprendieron cuando al intercambiar sus reflexiones a bordo del Yasmina, se dieron cuenta de que se llevaban de la isla de Dioscórides —en la que no se habían separado ni un instante—, ideas, imágenes e impresiones muy diferentes. Haciendo aparentemente el mismo viaje, cada día se iban apartando más el uno del otro.
Naturalmente, la observación aún era más cierta por lo que se refería a Yasmina, la elefantita albina de ojos azules. Encerrada durante cuarenta días en la movediza cala del navío que llevaba su nombre, había creído estar a punto de morir más de una vez, sobre todo cuando estalló la gran tempestad. Luego sintió bajo sus patas la pasarela que le permitía salir, y se vio, llena de estupor, al lado de Jina y de Asura, sus compañeros de siempre. Pero ¿dónde estaban los otros dos, Bohdi y Vahana? ¡Y qué extraña, reseca, arenosa, escarpada, era aquella tierra, que tenía además una escasa vegetación espinosa! Más raros aún eran los habitantes con los que se había tropezado, no sólo por sus ropas, su cuerpo o su cara, sino también por la mirada sorprendida, temerosa, admirativa que dirigían a los elefantes, animales desconocidos en la isla de Dioscórides. Los tres paquidermos habían causado sensación en todos los pueblos que habían atravesado. Las mujeres habían huido precipitadamente y se habían atrancado en sus casas con los niños. Los hombres habían permanecido impasibles. Pero una escolta de adolescentes había acompañado aquel pesado cortejo, en ocasiones con instrumentos de música. Y como era listísima, Yasmina no había dejado de observar que, aun siendo más pequeña que sus compañeros, no suscitaba menos curiosidad que ellos, e incluso una curiosidad más respetuosa, más espiritual, provocada por la blancura nívea de su pelaje, conmovida por el iris azulado de sus ojos, profundizada por el rubí ardiente de su pupila. Menos maciza, más ligera, pero blanca, azul y roja, recibía el homenaje de una clientela selecta. Entonces nació en su ingenuo corazón un sentimiento nuevo y embriagador, el orgullo, que debía llevarla lejos, muy lejos, más lejos de lo que era razonable.
La travesía duró veintinueve días, y ningún hecho notable turbó el lento desfilar de las costas ocres e inmóviles bajo un sol tórrido que se veía de vez en cuando —a estribor Arabia, a babor África—, y que animaban alturas volcánicas, bahías profundas o la desembocadura de ríos secos.
Se acercaron por fin a Elat, puerto idumeo situado en el fondo del golfo de Akaba, donde les esperaba una sorpresa verdaderamente sensacional. Fue el grumete de Jina, encaramado en la cofa del palo mayor, quien creyó ser el primero en reconocer una silueta familiar entre los navíos andados en el puerto. Se agolparon en grupos febriles en la proa de los tres barcos. Poco a poco la evidencia disipó todas las dudas: era sin duda el Vahana, que habían perdido de vista durante la gran tempestad, y que esperaba allí, intacto y juicioso, la llegada de sus compañeros. El reencuentro fue jubiloso. Los hombres del Vahana, convencidos de que el resto de la flota les precedía, habían navegado lo más rápidamente posible para tratar de alcanzarlos. En realidad eran ellos los que se habían adelantado; hacía tres días que esperaban en Elat, y empezaban a preguntarse sí por desgracia los otros cuatro navíos no habían sucumbido a la tempestad.
Hubo que poner término a los abrazos y a los relatos para desembarcar los elefantes y las mercancías. De nuevo aquel cortejo tan poco habitual provocó una gran aglomeración de mirones, y fué también Yasmina —reservada, pero secretamente radiante— la que tuvo los mejores elogios. Se estableció un campamento a las puertas de la ciudad para pasar allí el tiempo necesario de un indispensable reposo. En el curso de esa breve estancia, una primera diferencia entre el príncipe Taor y Siri Akbar mostró al príncipe hasta qué punto su esclavo —pero ¿acaso no había que decir ya: su antiguo esclavo?— había cambiado desde que salieron de Mangalore. Sin duda las urgencias de la navegación y la dispersión de los barcos habían justificado ciertas libertades que se tomó, y que cada día hubiese dado órdenes sin consultar, ni siquiera informar, a Taor. Pero una vez reunidos en tierra, los hombres y los animales, para formar una caravana y dirigirse hacía el norte —había que contar veinte días hasta Belén, el pueblo mencionado por los profetas del desierto—, estaba claro que toda la autoridad tenía que corresponder a una sola persona, evidentemente al príncipe Taor. Esto era lo que pensaba todo el mundo, y Siri Akbar el primero, pero sin duda tal cosa le contrariaba mucho. Por eso se presentó ante Taor a los dos días de su llegada, y le hizo una proposición que sumió al príncipe en abismos de perplejidad. Los cuatro navíos tenían que esperar varias semanas —si no eran varios meses— a que volviese la caravana. Su importancia era vital para garantizar el retorno de la expedición a Mangalore apenas empezase a soplar el monzón de verano.
Era preciso que un pequeño grupo se quedase a bordo para custodiarlos. Hasta ahí Taor no oía nada que no supiese y que él mismo no hubiera previsto. Pero se sobresaltó cuando Siri le propuso que fuera él quien tomase el mando de aquellos hombres, y que por lo tanto se quedara en Elat. Se trataba de una misión de confianza, desde luego, pero que no exigía ninguna iniciativa, ninguna cualidad especial de autoridad o de inteligencia, una simple misión de vigilancia. Mientras que el viaje hacia el norte estaría necesariamente jalonado de riesgos y sorpresas. ¿Cómo era posible que Siri, el fiel servidor siempre pendiente de la persona de su príncipe, pudiese concebir la idea de no acompañarle?
La sorpresa y la pena de Taor fueron tan evidentes que Siri tuvo que batirse en retirada. Alegó débilmente que el peor de todos los riesgos seria para el príncipe y sus compañeros no encontrar a su regreso aquellos navíos esperándoles en Elat, que todas las precauciones eran pocas para evitar este peligro. Taor le hizo ver que la fidelidad y el valor de la guardia que dejaría en el puerto bastarían para que no hubiese nada que temer, y que nunca aceptaría que Siri se separase de él.
Cuando su esclavo se alejó, la contrariedad era tan visible en su rostro que llegaba hasta desfigurarlo.
Este incidente hizo reflexionar a Taor, quien decididamente desde que salió de la corte se apartaba cada vez más de su candidez. Día a día se ejercitaba en una operación en la que nunca se le hubiera ocurrido pensar en Mangalore, y que por otra parte es completamente ajena a los grandes de este mundo: ponerse en lugar de los demás, y adivinar así lo que sienten, piensan y proyectan. Ahora bien, ello aplicado al caso de Siri había revelado abismos a los ojos de Taor. Se había dado cuenta de que la abnegación y la fidelidad absolutas de Siri para con él no eran necesariamente una consecuencia de su naturaleza —como lo había admitido, al menos implícitamente, hasta entonces—, sino que también podía haber en él cálculo, titubeos, incluso traición. Al expresar su proyecto de quedarse en Elat con los navíos, Siri acabó de despabilar a su amo. Taor, ya desconfiado e imaginativo, se preguntó si Siri no quería quedarse como dueño y señor de los navíos para rearmarlos por cuenta propia, y explotarlos como barcos de cabotaje en espera del regreso de la caravana. Tal vez incluso pensaba en dedicarse a la piratería, extraordinariamente fructífera en el mar Rojo. ¿Y quién podía asegurar que Taor, a su regreso de Belén, iba a encontrar su hermosa flotilla fielmente amarrada en el puerto de Elat?
Por fin partieron. Pero Taor, mecido por el ritmo suave del paso de los elefantes, seguía agitando en su mente tan siniestras suposiciones. Sus relaciones con Siri habían cambiado, sin duda más que alteradas habían madurado, eran más adultas, más clarividentes, con una mezcla de rencor y de indulgencia, amenazadas ya por la parte de libertad y de misterio que hay en todos los seres, verdaderas relaciones de hombre a hombre.
Los primeros días de su lento avance hacia el norte no tuvieron ningún incidente notable. No había ni un ser vivo ni rastros de vegetación en la tierra rojiza, esculpida por aguas evaporadas desde hacía milenios, que los elefantes aplastaban con sus anchas patas. Luego aquella tierra se fue haciendo poco a poco verde, mientras que relieves más atormentados obligaban a la columna a serpear, a meterse en desfiladeros o a seguir el cauce reseco de un río. Lo más impresionante era las figuras monumentales y sugestivas que adoptaban los acantilados, los picos, las peñas suspendidas en la altura. Al principio los hombres señalaban riendo caballos encabritados, avestruces con las alas desplegadas, cocodrilos. Luego, al caer la noche enmudecieron bajo el peso de la angustia, al pasar bajo dragones, esfinges, sarcófagos gigantescos. Al día siguiente se despertaron en un valle de malaquita de un verde bellísimo, mate y profundo, que no era otro que el famoso «valle de los herreros», donde, según la Escritura, ochenta mil hombres extrajeron el mineral destinado a la construcción del Templo de Jerusalén. Este valle conducía a un circo cerrado, las célebres minas de cobre del rey Salomón. Estaban desiertas, y los compañeros de Taor pudieron meterse en el dédalo de galerías, correr por las escaleras talladas en la piedra, descender gracias a carcomidas escalas a pozos sin fondo, y encontrarse finalmente a fuerza de gritos en inmensas salas cuyas bóvedas, iluminadas fantasmagóricamente por las antorchas, resonaban con ecos.
Taor no comprendió por qué esa visita a un mundo subterráneo en el que habían trabajado y sufrido generaciones enteras de hombres, llenaba su corazón de sombríos presentimientos.
Siguieron su camino hacia el norte. Los accidentes del terreno iban borrándose a medida que la tierra recobraba su tonalidad gris. Rocas planas como baldosas se multiplicaron hasta el punto de que el suelo no tardó en parecer uniformemente cubierto de un cascajo liso y plano. Por fin la silueta de un árbol se dibujó en el horizonte. Taor y sus compañeros nunca habían visto árboles así. El tronco, lleno de profundos surcos, parecía enorme en relación a la modesta altura del árbol. Lo midieron por curiosidad, y comprobaron que tenía cien pies de circunferencia. Además, su corteza, color de ceniza, muy arrugada, resultaba extrañamente blanda y tierna si se le clavaba una hoja de metal, que penetraba en la madera sin encontrar la menor resistencia. Las ramas, desnudas en aquella estación, se alzaban, cortas y gruesas, hacia el cielo, como muñones suplicantes. El conjunto tenía algo de simpático y de feo, un monstruo manso y desgraciado que mejoraba al ser conocido. Más tarde se enteraron de que se trataba de un baobab, árbol africano cuyo nombre significa «mil años», porque su longevidad es fabulosa.
Y aquel baobab era el centinela avanzado de un bosque de la misma especie en el que la caravana penetró en los días siguientes, un bosque poco tupido, sin árboles jóvenes ni maleza, y cuyo único misterio consistía en las enigmáticas inscripciones que se veían en los troncos de algunos árboles, generalmente los más impresionantes por el volumen y la edad. Habían hecho muescas en la corteza blanda, y cada una de ellas se había reforzado con un tinte negro, ocre o amarillo, y piedrecitas multicolores incrustadas en la madera fingían mosaicos que rodeaban el tronco o se elevaban en espirales hasta su parte superior. En ninguna de ellas podía reconocerse ni un rostro, ni una silueta humana o animal. Era un grafismo puramente abstracto, pero tan elaborado, tan perfecto, que uno podía preguntarse si tenía algún sentido que no fuese su belleza.
Un árbol verdaderamente impresionante que surgió de pronto en medio de su camino les obligó por su mismo esplendor a hacer un alto. Su decoración, muy reciente, consistía en follajes, lianas, flores hábilmente entrelazadas que vestían suntuosamente el tronco y se prolongaban en las ramas. La significación religiosa de aquellos adornos parecía evidente, porque algo había de templo, de altar, de catafalco en aquel árbol gigantesco, adornado como un ídolo, que alzaba al cielo sus ramas de mil dedos, como otros tantos espantados brazos.
—Creo comprender —murmuró Siri.
—¿Qué es lo que has comprendido? —le preguntó el príncipe.
—No es más que una hipótesis, pero vamos a comprobarla.
Llamó a un joven cornac, delgado y ágil como un mono, y le habló en voz baja señalándole la parte superior del árbol. El joven dijo que sí con un movimiento de la cabeza, y enseguida se dirigió hacía el tronco, por el que se puso a trepar valiéndose de todas las rugosidades de la corteza. Así fue como una analogía se impuso al mismo tiempo a todos los hombres de la caravana que asistían silenciosos a la operación: el cornac subía a aquél árbol como si subiese al lomo de su elefante, porque lo cierto es que nada se parecía más a un elefantes que aquel baobab con su tronco gris enorme y sus ramas delgadas y erguidas como tropas, un elefante vegetal, del mismo modo que el elefante sólo era un baobab animal.
El hombre llegó a la parte más alta del tronco, de donde salían todas las ramas. Pareció desaparecer en una concavidad. No tardó en volver a salir, y empezó a bajar del árbol, visiblemente con prisa de huir de lo que había podido ver allí. Saltó a tierra, corrió hacia Siri y le habló al oído. Siri aprobó con la cabeza.
—Es tal como yo suponía —dijo a Taor—. El tronco está hueco como una chimenea, y sirve de sepulcro a los hombres de esta tierra. Si este árbol está adornado de esa forma, es porque dentro han metido hace poco un cadáver, como una espada en su vaina. Desde lo alto del tronco se ve su cara mirando al cielo. Los baobabs decorados que hemos ido encontrando hasta ahora son otros tantos sepulcros vivos de una tribu de la que me hablaron en Elat, los baobalíes, lo cual significa «hijos del baobab». Rinden culto a este árbol, que consideran como su antepasado, y al seno del cual creen volver después de la muerte. El hecho es que al corazón del árbol, en su lento crecimiento se incorpora la carne y los huesos del muerto, quien continúa así viviendo de forma vegetal.
Aquel día ya no fueron más lejos, y levantaron el campamento al pie del gigante necróforo. Y toda la noche, aquel extraño bosque de tumbas vivientes y erguidas rodeó a los durmientes con una paz negra, pesada, sepulcral, de la que salieron con las primeras luces del alba pálidos y temblorosos como resucitados. En seguida empezó a correr la noticia de una desgracia que dejó consternado a Taor: ¡Yasmina había desaparecido!
Al principio creyeron que había huido, pues, por orden de Taor, durante la noche estaba libre de toda atadura, y el apego gregario era lo único que la retenía junto a los demás elefantes. Por otra parte, costaba imaginar que unos extraños hubieran podido llevarse por la fuerza y sin hacer ruido a la joven elefanta. Indiscutiblemente, ella había tenido que consentir. Pero hubo que admitir la intervención de unos secuestradores, porque los dos enormes cestos de pétalos de rosas que transportaba durante el día, y de los que la descargaban al llegar la noche, habían desaparecido con ella. Se imponía una conclusión: se habían llevado a Yasmina, pero con su complicidad y consentimiento.
Se hicieron búsquedas en círculos concéntricos alrededor del lugar donde se encontraban los elefantes, pero el suelo duro y pedregoso no mostraba ninguna huella. Sin embargo, tal como debía ser, fue el propio príncipe quien descubrió el primer indicio. De pronto se le vio gritar corriendo, luego se agachó y recogió entre el pulgar y el índice algo ligero y frágil como una mariposa: un pétalo de rosa. Lo levantó por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viese.
—La dulce Yasmina —dijo— para que la encontremos nos ha dejado la pista más suave y perfumada del mundo. ¡Buscad, buscad, amigos míos, pétalos de rosa! Son otros tantos mensajes de mi elefantita blanca de ojos azules. Ofrezco una recompensa por cada pétalo que encontréis.
A partir de entonces todos se pusieron a buscar con la nariz pegada al suelo, y de vez en cuando se oía un grito de triunfo y se veía a alguien que corría hacia el príncipe para entregarle su hallazgo a cambio de una monedita. No obstante, se avanzaba con gran lentitud, y al caer la noche resultó que estaban a menos de dos horas del campamento donde se encontraba el grueso de la expedición con la impedimenta y los elefantes.
Al agacharse para recoger el segundo pétalo encontrado por él, Taor oyó silbar por encima de su cabeza una flecha que fue a clavarse vibrando en el tronco de una higuera. Dio la orden de detenerse y de que todo el mundo se juntara. Poco después las hierbas y los árboles se animaron en torno a los viajeros, y se vieron rodeados por una multitud de hombres con el cuerpo pintado de verde, vestidos con hojas y coronados de flores y frutos. «¡Los baobalíes!», murmuró Siri. Debían de ser cerca de quinientos, y todos apuntaban con sus arcos y sus flechas a los intrusos. Cualquier resistencia era inútil. Taor levantó la mano derecha, gesto universal que significa paz y negociación. Después Siri, acompañado por uno de los guías reclutados en Elat, avanzó hacia los arqueros, cuyas filas se abrieron a su paso. Así desaparecieron para no regresar hasta después de dos largas horas.
—Es extraordinario —contó Siri—. He visto a uno de sus jefes, que debe de ser también sumo sacerdote. La organización de su tribu me ha parecido bastante laxa. No somos muy mal acogidos porque nuestra llegada coincide providencialmente con la resurrección de la diosa Baobama, madre de los baobabs y abuela de los baobalíes. Tal vez se trate de una coincidencia. A menos que la desaparición de nuestra Yasmina no tenga algo que ver con esa supuesta resurrección. No tardaremos en saberlo. He solicitado que acepten que rindamos homenaje a Baobama. Su templo se encuentra a dos horas de camino.
—Pero ¿y Yasmina? —se inquietó el príncipe Taor.
—Precisamente —respondió no sin misterio Siri—, no me sorprendería encontrarla dentro de poco.
Cuando el grupo se puso en marcha, rodeado, seguido y precedido por un ejército de hombres verdes con arcos siempre amenazadores, se parecía tristemente a un puñado de prisioneros a quienes unos vencedores se llevaban a viva fuerza, y así era como Taor y sus compañeros veían la situación.
El templo de Baobama ocupaba el espacio delimitado por cuatro baobabs dispuestos en un rectángulo perfecto y constituyendo los pilares del edificio. Era una choza bastante grande abundantemente decorada con motivos parecidos a los que Taor y sus compañeros habían visto anteriormente en los árboles-sepulcros. La espesa techumbre de bálago y las paredes de tablas ligeras, sin ventanas, el amasijo de plantas trepadoras que las cubrían —jazmines, ipomaeas, aristoloquias, pasionarias—, todo conspiraba visiblemente a crear y a mantener en el interior una sombra de exquisito frescor. Los hombres armados se mantenían a distancia, a fin de que los alrededores del templo sólo fuesen ocupados por músicos, tañedores de caramillos, tamborileros que golpeaban con sus dedos secos como palillos de tambor una piel de antílope tensada sobre una calabaza, u hombres-orquesta que agitaban furiosamente los brazos y las piernas con cascabeles, llevando la cabeza coronada por discos de cobre, con las manos crepitantes de crótalos. Taor y su escolta avanzaron bajo un baldaquino de bambú vestido de buganvillas que precedía a la entrada del templo. En el interior, primero se encontraba una especie de vestíbulo que servía de tesoro y de guardarropa sagrado. Allí se veían colgados en las paredes o puestos sobre caballetes, inmensos collares, tapices bordados de silla de montar, campanas de oro, doseles con flecos, teteras de plata, arreos suntuosos y gigantescos que debían de convertir a la diosa, una vez adornada, en un relicario viviente. Pero en aquel momento Baobama estaba completamente desnuda, y los visitantes, después de subir tres escalones para acceder a otra zona un poco más alta, quedaron no poco sofocados al descubrir a la propia Yasmina, aposentada en un lecho de rosas, con los ojos en blanco de pura voluptuosidad. Hubiérase dicho que les esperaba, porque había en su mirada azul como un matiz de desafío y de ironía. Lo único que se movía en la sombra dorada del pueblo eran dos grandes esteras de esparto accionadas desde fuera que se balanceaban lentamente en el techo para refrescar la atmósfera. Hubo un largo y respetuoso silencio. Luego Yasmina desenrolló su trompa, y con su extremidad, fina y precisa como una manita, cogió de un cesto un dátil relleno de miel que a continuación depositó sobre su inquieta lengua. Entonces el príncipe se acercó, abrió una bolsa de seda y vertió sobre su lecho un puñado de pétalos de rosa, los que sus compañeros y él mismo habían recogido y que les habían guiado hasta allí. Era un acto de homenaje y de sumisión. Así lo interpretó Yasmina. Como Taor se encontraba a su alcance, alargó su trompa hacia él y le acarició la mejilla con su extremidad, gesto tierno y desenvuelto a la vez, en el que había afecto, despedida, un dulcísimo abandono al destino. Taor comprendió que su elefanta favorita, divinizada en razón de la afinidad que tenían los paquidermos con los baobabs, elevada a una dignidad sobrehumana, adorada por todo un pueblo como la madre de los árboles sagrados y la abuela de los hombres, comprendió, pues, que Yasmina estaba definitivamente perdida para él y para los suyos.
Al día siguiente reemprendieron el camino de Belén con los tres elefantes machos.
El encuentro era fatídico, necesario, estaba inscrito desde el principio de los tiempos en las estrellas y en el fondo de las cosas: se produjo en Etam, una tierra extraña, con murmullo de fuentes, agrietada por cuevas, erizada de ruinas, una tierra por la que ha pasado la Historia, arrollándolo todo a su paso, pero sin dejar ningún signo inteligible, como esos heridos en la cara, horriblemente desfigurados, pero que no pueden contar nada. Entre los tres que volvían de Belén —a pie, a caballo y a lomos de camello—, y el que subía hacia el pueblo inspirado con sus elefantes, la entrevista, sin embargo, estuvo bañada por una luz tranquila y penetrante. Se encontraron con toda naturalidad al borde de tres estanques artificiales conocidos por el nombre de pilones de Salomón, cuando se disponían, después de una jornada calurosa y polvorienta, a descender hasta el agua por las escaleras talladas en la misma piedra. Y en seguida, por la fuerza de la afinidad secreta de los cuatro viajes, se reconocieron. Se saludaron, luego se ayudaron en sus abluciones, como si se bautizaran el uno al otro. Después se separaron para volver a reunirse aquella noche, de común acuerdo, en torno a una hoguera de acacia.
—¿Le habéis visto? —fue lo primero que preguntó Taor.
—Le hemos visto —dijeron a la vez Gaspar, Melchor y Baltasar.
—¿Es un príncipe, un rey, un emperador rodeado de un magnífico séquito? —quiso saber Taor.
—Es un niño muy pequeño nacido sobre la paja de un establo, entre un buey y un asno —respondieron los tres.
El príncipe de Mangalore calló, petrificado de asombro. Debía de tratarse de un equívoco. El que él había ido a buscar era el Divino Confitero, dispensador de dulces tan exquisitos que después de probarlos ya no podía gustar ningún otro alimento.
—No habléis todos a la vez —les dijo—, porque si no, no me aclararé nunca.
Luego se volvió hacia el más viejo y le rogó que fuese el primero en explicarse.
—Mi historia es larga, y no sé por dónde empezar —dijo Baltasar acariciándose la barba blanca con ademán perplejo.
Podría hablarte de cierta mariposa de mi niñez que creía reconocer en el cielo, una vez ya llegado al otro extremo de mi vida. Los sacerdotes la destruyeron, pero hay que creer que ha resucitado. Está también Adán, dos Adanes, no sé si me entiendes, el blanco de después de la caída cuya piel virgen se parece a un pergamino lavado, y el Adán negro de antes de la caída, cubierto de signos y de dibujos como un libro ilustrado. Está también el arte griego enteramente consagrado a los dioses y a los héroes, y un arte más humano, más próximo, que esperamos todos, y del que mi joven amigo, el pintor babilonio Asur será sin duda el precursor…
»Todo eso debe de parecerte muy embrollado, a ti, que vienes de tan lejos con tus elefantes cargados de golosinas. Por lo tanto me limitaré a lo esencial. Has de saber, pues, que, apasionado por el dibujo, la pintura y la escultura desde mi niñez, siempre he chocado con la hostilidad irreductible de los hombres de religión, que odian toda imagen o representación artística. No soy el único. Estuvimos en el palacio de Herodes el Grande. Precisamente acababa de ahogar en sangre una revuelta fomentada por sus sacerdotes a propósito de un águila de oro que había hecho poner encima de la puerta principal del Templo de Jerusalén. El águila pereció. Los sacerdotes también. Tal es la terrible lógica de la tiranía. Siempre he alimentado la esperanza de escapar a ella. Me remonté a las fuentes de este drama, a la fuente única que se encuentra en las primeras líneas de la Biblia. Cuando se escribió que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, comprendí muy bien que no se trataba de una vana redundancia verbal, sino que estas dos palabras indicaban —como en punteado— la línea de un desgarrón posible, amenazador, fatal, que en efecto se produjo después del pecado. Como Adán y Eva desobedecieron, su profundo parecido con Dios quedó abolido, pero no por eso dejan de conservar como un vestigio suyo, un rostro y una carne que siguen siendo el reflejo indeleble de la realidad divina. Desde entonces pesó una maldición sobre esa imagen mentirosa que exhibe el hombre caído, como un rey destronado que siguiera jugando con su cetro, que ya es tan sólo un sonajero ridículo. Sí, es esta imagen sin semejanza la que condena la segunda ley del Decálogo, y con la que se encarniza mi clero, lo mismo que el de Herodes. Pero yo no pienso como Heródes que los baños de sangre resuelven rodas las dificultades. Mi amor por las artes no me ciega hasta el punto de borrar la religión en la que nací y en la que me educaron. Los textos sagrados están ahí, ellos han sido mi alimento, y no puedo ignorarlos. Es cierto que la imagen puede ser mendaz y el arce impostor, y la encarnizada guerra que libran los idólatras contra los iconoclastas continúa en mi corazón.
»Llegué, pues, a Belén dividido entre el desgarramiento y la esperanza.
—¿Y qué has encontrado en Belén?
—Un niño recién nacido en la paja de un establo, ya te lo hemos dicho, y mis compañeros y todos los testigos de aquella noche —la más larga del año— no cesarán de repetir este testimonio. Pero aquel establo era también un templo, el carpintero, padre del niño, un patriarca, su madre una virgen, el mismo niño un dios encarnado en lo más espeso de la pobre humanidad, y una columna de luz atravesaba la techumbre de bálago de tan miserable refugio. Todo aquello tenía un profundo significado para mí, era la respuesta a la pregunta de toda mi vida, y esa respuesta consistía en el imposible hermanamiento de contrarios inconciliables. «Quien escudriñe demasiado los secretos de la divina Majestad, será abrumado por su gloria», dijo el Profeta[10]. Por eso en el Sinaí Yahvé se ocultó a los ojos de Moisés tras una nube. Pero esa nube acababa de disiparse, y Dios, encarnado en un niño recién nacido, se había hecho visible. Me bastaba mirar a Asur para ver reflejarse en el rostro de un artista la aurora de un arte nuevo. Mi joven pintor babilonio estaba transfigurado por la revolución que se producía ante sus ojos: el simple gesto de una madre joven y pobre, inclinándose sobre su recién nacido, súbitamente elevado al poder divino. La vida cotidiana más humilde —aquellos animales, aquellas herramientas, aquel henil— bañada de eternidad por un rayo caído del cielo…
»Me preguntas qué he encontrado en Belén: he encontrado la reconciliación de la imagen y de la semejanza, la regeneración de la imagen gracias al renacer de una semejanza subyacente.
—¿Y qué hiciste?
—Me arrodillé en medio de los demás, artesanos, campesinos, maravillados, mozas de hostería. Pero has de saber que lo más prodigioso es que cada uno de aquellos arrodillamientos tenía un sentido diferente. Mi adoración se dirigía a la carne —visible, tangible, ruidosa, con olor— transfigurada por el espíritu. Porque todo arte es carnal. La belleza sólo existe para los ojos, los oídos, la mano. Y mientras la carne fuese maldita, los artistas eran también malditos con ella.
»Por fin deposité a los pies de la Virgen aquel bloque de mirra que Maalek, el sabio de las mil mariposas, entregó al niño que fui hace medio siglo, como el símbolo del acceso de la carne a la eternidad.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Asur y yo volveremos a Nippur para llevar la buena noticia. Sabremos convencer al pueblo, pero también a los sacerdotes, y en primer lugar al viejo Cheddad, por muy endurecido que esté en sus rígidos dogmas: la imagen está salvada, el rostro y el cuerpo del hombre ya pueden celebrarse sin idolatría.
»Voy a reconstruir el Balthazareum, pero ya no para coleccionar en él vestigios del pasado grecolatino. No, serán obras modernas, las que encargaré como un rey Mecenas a mis artistas, las primeras obras maestras del arte cristiano…
—El arte cristiano —repitió pensativamente el príncipe Taor—. ¡Qué extraña asociación de palabras, y qué difícil es imaginar la creación futura!
—Pues no tiene nada de sorprendente. Imaginar una obra ya es empezar a crearla. Y lo mismo que tú, yo no imagino más, porque la sucesión de los siglos vírgenes se abre como un abismo ante mis pies. Salvo, quizá, la primera de esas obras, la primera pintura cristiana, la que nos afecta y nos concierne a todos aquí…
—¿Y qué será esa primera pintura cristiana?
—La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse de un miserable establo ante un niño recién nacido.
Hubo un silencio durante el cual Gaspar y Melchor se unieron a la visión de Baltasar. Los siglos venideros les parecían una inmensa galería de espejos en los que se reflejaban los tres, cada vez en la interpretación de una época de genio distinto, pero siempre reconocibles, un joven, un anciano y un negro de África.
Después la visión se borró, y Taor se volvió hacia el más joven.
—Príncipe Melchor —le dijo—, te siento próximo a mí por la edad. Además, tu tío te ha desposeído de tu reino, y yo no estoy seguro de que mí madre me deje reinar algún día. Por eso escucharé con atención fraternal tu relato sobre la noche de Belén.
—La de Belén —se apresuró a corregir Melchor con la fogosidad de su edad—, pero antes la noche de Jerusalén, porque estas dos etapas de mi destierro son inseparables.
»Yo salí de Palmira con ideas simples sobre la justicia y el poder. Había, según imaginaba, dos clases de soberanos, los buenos y los malos. Mi padre, Teodemo, era el prototipo del buen rey. Mi tío, Atmar, que había intentado asesinarme y se había apoderado de mi reino, era el tirano. Mi línea de conducta quedaba así trazada muy recta ante mí: buscar apoyos, aliados, reunir un ejército, reconquistar con la espada en la mano el reino de mi padre y naturalmente castigar al usurpador. En una sola noche —la del banquete de Herodes— todo ese hermoso programa cambió por completo. ¡A todos los príncipes que se preparan para gobernar haría yo que les leyesen la vida de Herodes! ¡Qué ejemplo! ¡Qué lección! Qué imagen contradictoria da ese soberano justo, pacífico y discreto, bendecido por los campesinos, los artesanos, toda la gente humilde de su reino, gran constructor, hábil diplomático, y que es, detrás de las paredes de su palacio, un déspota asesino, torturador, infanticida, un loco sanguinario. Y no es una casualidad o una coincidencia histórica lo que reúne en una misma cabeza las dos caras de ese Jano Bifronte. Es una fatalidad que exige que cada bendición que desciende sobre el pueblo se pague con una abominación perpetrada en el seno de la corte. Con Herodes descubrí que la violencia y el miedo son ingredientes inexorables del reino terrenal. Y no sólo la violencia y el miedo, sino una lepra del carácter temiblemente contagiosa que se llama bajeza, doblez y traición. Te diré, príncipe Taor, que por haber compartido un solo banquete con el rey Herodes y su corte, hemos quedado ya inficionados Gaspar, Baltasar y yo mismo…
—¿Inficionados los tres de bajeza, de doblez y de traición? Habla, príncipe Melchor, quiero oír eso, y que tus compañeros aquí presentes te contradigan si mientes.
—Es un secreto horrible, y lo llevaré toda la vida sangrando y supurando en mi corazón, porque no acierto a imaginar qué es lo que podría curarlo. ¡Éste es, y, en efecto, que mis compañeros me escupan a la cara si miento!
»Al llegar a la corte, cuando hablamos de nuestra estrella y de nuestra búsqueda, el rey Herodes, después de consultar con sus sacerdotes, nos señaló Belén como el objeto de nuestro viaje, en virtud de un versículo del profeta Miqueas que dice: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel[11]”. A las tres preguntas de las que somos respectivamente portadores, añadió la de su propia sucesión, que le tortura en el umbral de su muerte. También a ésta, nos dijo, Belén ha de responder. Y nos encargó, como plenipotenciarios suyos, reconocer a ese sucesor, honrarle, y luego regresar a Jerusalén a fin de decirle lo que habíamos visto. Estábamos dispuestos a acceder a su petición con toda lealtad, para que no pudiese decir que aquel tirano, constantemente engañado y escarnecido, de quien cada uno de cuyos crímenes puede explicarse —si no justificarse— por una felonía, también hubiera sido traicionado en su lecho de muerte por unos reyes extranjeros a los que había acogido con tanta liberalidad. Pero he ahí que el arcángel Gabriel, que hacía de gran mayordomo del Pesebre, nos recomendó que regresáramos sin pasar por Jerusalén, porque, nos dijo, Herodes albergaba intenciones criminales respecto al Niño. Discutimos mucho acerca de lo que debíamos hacer. Yo era partidario de cumplir nuestra promesa. No sólo por una cuestión de honor, sino también porque sabíamos sobradamente de lo que es capaz el rey de los judíos cuando se ve engañado. Volviendo a pasar por Jerusalén podíamos calmar su desconfianza y evitar desgracias mayores. Pero Gaspar y Baltasar insistieron en que siguiéramos las órdenes de Gabriel. ¡Por una vez que un arcángel ilumina nuestro camino!, exclamaban. Yo era uno contra dos, y era el más joven, el más pobre, y acabé por ceder ante ellos. Pero ahora lo lamento, y me parece que no me lo perdonaré nunca. Y así es, príncipe Taor, cómo por haber estado tan cerca del poder, me encuentro mancillado para siempre.
—Pero luego estuviste en Belén. ¿Qué enseñanza descubriste allí, precisamente respecto al poder?
—El arcángel Gabriel, que velaba a la cabecera del Niño, me enseñó por el Pesebre la fuerza de la debilidad, la mansedumbre irresistible de los no violentos, la ley del perdón que no suprime la del talión, pero que la trasciende infinitamente. Pues el talión prescribe que la venganza no sobrepase la ofensa. Aparece como una transición entre la cólera natural y la concordia perfecta. El reino de Dios nunca se dará una vez por todas aquí o allá. Hay que forjar lentamente su llave, y esta llave somos nosotros mismos. Así, pues, deposité a los pies del Niño la moneda de oro acuñada con la efigie de mi padre, el rey Teodemo. Era mi único tesoro, el único documento que atestiguaba mi calidad de heredero legítimo del trono de Palmira. Abandonándola, renuncié a ese reino para ir en busca de aquél que me prometió el Salvador. Me retiraré al desierto con mi fiel Baktiar. Fundaremos una comunidad con todos los que quieran unirse a nosotros. Será la primera ciudad de Dios, toda ella recogida en la espera del Advenimiento. Una comunidad de hombres libres cuya única ley común será la ley de amor…
Entonces se volvió hacia Gaspar, que estaba sentado a su izquierda.
—Acabo de pronunciar la palabra amor. Pero ahora me doy cuenta de hasta qué punto mi hermano africano tiene una vocación mejor, más pura y más fuerte que yo para evocar ese sentimiento tan grande y tan misterioso. Porque, ¿verdad, rey Gaspar, que por amor abandonaste tu capital y emprendiste un viaje hacia tierras tan remotas, en dirección al norte?
—Por amor, por el amor, sí, movido por una pena de amor, he atravesado desiertos —dijo Gaspar, rey de Meroe—. Pero no vayáis a creer que huía de una mujer que no me amaba o que quería olvidar un amor contrariado. Además, de haber creído tal cosa, Belén me hubiera convencido de lo contrario. Para entenderlo hay que volver a… al incienso, al uso que hice del incienso cierta noche en la que nos dimos un espectáculo de farsa la mujer a la que yo amaba, su amante y yo mismo. Nos habíamos pintado grotescamente, y unos pebeteros nos envolvían con el humo del incienso. Sin duda la coincidencia de ambas cosas, aquellos sahumerios de adoración y la escena degradante, contribuyó a abrirme los ojos. Comprendí… ¿Qué fue lo que comprendí? Que tenía que irme, estaba claro. El significado profundo de ese viaje sólo lo comprendí de veras al lado del Niño. La verdad es que tenía en el corazón un gran amor que concordaba con los pebeteros y el incienso porque aspiraba a alcanzar su plenitud como adoración. Sufrí durante todo el tiempo que no pude adorar. «Satán llora ante la belleza del mundo», me dijo el sabio de la flor de lis. Lo cierto es que era yo quien lloraba de amor insatisfecho. Butina se me mostraba cada día más débil, perezosa, obtusa, engañosa, frívola, y yo hubiese necesitado un corazón inmenso y de una inagotable generosidad para lavarla de toda esa pobre humanidad. Al menos nunca le hice reproches. Siempre he sabido que a quien había que imputar la indigencia de nuestra aventura era a mí, por mi falta de alma. ¡No tenía suficiente amor para los dos, eso era todo! No podía irrigar con luminosa ternura su corazón frío, reseco y calculador. Lo que me enseñó el Niño —pero lo presentí, o al menos todo yo vivía a la espera de esa lección— es que un amor de adoración siempre se comparte, porque su fuerza de irradiación lo hace irresistiblemente comunicativo.
Al acercarme al Pesebre, deposité en primer lugar el cofrecillo de incienso a los pies del Niño, único ser en verdad que merece ese homenaje sagrado. Me arrodillé. Toqué con mis labios mis dedos, e hice ademán de enviar ese beso al Niño. Sonrió. Me tendió los brazos. Entonces supe lo que era el encuentro total del amante y del amado, esa veneración temblorosa, ese himno de júbilo, esa fascinación maravillada.
»Y había algo más que para mí, Gaspar de Meroe, sobrepasaba a todo en belleza, una sorpresa milagrosa que la Sagrada Familia evidentemente había preparado pensando tan sólo en mí llegada.
—¿Qué sorpresa, rey Gaspar? ¡Me muero de perplejidad y de impaciencia!
—Fue ésta. Baltasar acaba de decirte que creía en la existencia de un Adán negro, el Adán de antes de la caída, porque el otro Adán, el del pecado, era sólo blanco.
—Sí, he oído de sus labios una rápida alusión al Adán negro.
—Al principio yo creía que Baltasar hablaba así para complacerme. ¡Es tan bueno! Pero al inclinarme sobre el Pesebre para adorar al Niño, ¿qué veo? Un bebé completamente negro, de cabellos ensortijados, con una preciosa naricilla aplastada, es decir, ¡un bebé completamente igual a los niños africanos de mi país!
—¡Después de un Adán negro, un Jesús negro!
—¿Acaso no es lógico? Si Adán sólo se volvió blanco al cometer el pecado, ¿no debe Jesús ser negro como nuestro antepasado en su estado original?
—¿Pero y los padres, María y José?
—¡Blancos! ¡Sin la menor duda, como Melchor y Baltasar!
—¿Y qué dijeron los otros al ver aquel milagro, un niño negro nacido de padres blancos?
—Pues, mira, no dijeron nada, y yo, por discreción, para no humillarles, luego no he hecho ninguna alusión al niño negro que vi en el Pesebre. En el fondo me pregunto si lo miraron bien. Porque estaba un poco oscuro en aquel establo. Tal vez fui el único que advertí que Jesús es un negro…
Calló, conmovido por esa visión retrospectiva.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó Taor.
—Compartiré con todos los que quieran escucharme la maravillosa lección de amor de Belén.
—Pues bien, empieza por el príncipe Taor, y dame esta primera lección de amor cristiano.
—El niño del Pesebre convertido en negro para acoger mejor a Gaspar, el rey mago africano. Aquí hay algo más que en todos los cuentos de amor que conozco. Esta imagen ejemplar nos recomienda que nos hagamos semejantes a aquellos a los que amamos, que veamos con sus ojos, hablemos con su lengua materna, que les respetemos, palabra que significa originariamente mirar dos veces. Así se eleva el placer, la alegría y la felicidad a esa potencia superior que se llama amor.
»Si esperas de otro que te dé placer o alegría, ¿le amas? No. Sólo te amas a ti mismo. Le pides que se ponga al servicio del amor que sientes por ti mismo. El amor verdadero es el placer que nos proporciona el placer del otro, la alegría que nace en mí ante el espectáculo de su alegría, la felicidad que siento al saber que es feliz. Placer del placer, alegría de la alegría, felicidad de la felicidad, eso es el amor, nada más.
—¿Y Biltina?
—Ya he enviado a Meroe un correo con la orden de que pongan inmediatamente en libertad a mis dos esclavos fenicios. Ellos harán lo que les plazca, y en cuanto a mí felicidad será completa por la felicidad que haya podido dar a Biltina.
—Señor Gaspar, no quisiera parecer que te llevo la contraria, pero me parece que te has despegado mucho de esa mujer desde tu visita a Belén…
—No la amo menos, pero con un amor diferente. Este nuevo amor puede iluminarnos a los dos de felicidad, pero no puede disminuirnos ni al uno ni al otro, a ella, por ejemplo, limitando su libertad, a mí haciendo que me consuman los celos. Biltina puede preferir a Galeka. Entonces se alejará de mí, aunque no sin haberme dado la felicidad de su felicidad. No le guardaré ningún rencor, porque no quiero seguir reduciéndola al estado de objeto, y ejercer mi derecho de propietario sobre ese objeto.
—Amigos Baltasar, Melchor y Gaspar —dijo Taor—, os confieso con toda humildad que he entendido muy poco de cuanto me habéis dicho. El arte, la política y el amor, tal como os proponéis practicarlos a partir de ahora, me parecen llaves sin cerraduras, o si preferís cerraduras sin llaves. Es cierto que no descubro en mí un interés muy intenso por esas cosas. La verdad es que cada uno de nosotros tiene sus preocupaciones, el Niño sabe responder a ellas con una exactísima adivinación de nuestra íntima personalidad. Por eso lo que dice a uno en el secreto de su corazón es ininteligible para los demás. En cuanto a mí, siento una apasionada curiosidad por saber en qué lengua va a hablarme. Porque sabed que para mí no es un museo, ni una mujer, ni un pueblo lo que me ha lanzado a los caminos, es… No, no trataré de explicároslo, creeríais que me burlo de vosotros y os reiríais de mí, si no os enojabais. Tal vez sólo tú, rey Baltasar, poseerías la indulgencia, la generosidad y la libertad de mente para comprenderme y para admitir que el destino puede tornar la apariencia de una ínfima golosina. El Niño me espera con su respuesta ya preparada para el príncipe de lo azucarado, que acude a él desde la costa de Malabar.
—Príncipe Taor —dijo Baltasar—, me conmueve tu confianza, y hay en ti una candidez que admiro, pero que me da miedo. Cuando dices «el Niño me espera», comprendo sobre todo que eres tu el niño que espera. En cuanto al Otro, el del Pesebre, cuidado, porque quizá no te espere mucho tiempo. Belén no es más que un lugar de reunión provisional. Una sucesión de llegadas y de partidas. Tú eres el último, porque vienes de más lejos que los demás. Me gustaría estar seguro de que no llegarás demasiado tarde.
Estas sabias palabras del más sabio de los reyes tuvieron un efecto saludable en Taor. Al día siguiente, con las primeras luces del alba su caravana se puso en camino hacia Belén, y allí hubiera debido llegar en el curso de la jornada si un incidente grave no la hubiese retrasado.
En primer lugar hubo una tormenta que escaló sobre los montes de Judá, transformando los cauces resecos de los ríos y los pedregosos barrancos en furiosos torrentes. Los hombres y los elefantes hubiesen aguantado bien esa ducha de frescor, si la tierra, convertida en un embalsadero, no hubiera dificultado mucho su avance. Luego el sol hizo una súbita reaparición, y un espeso vapor se elevó de la tierra empapada. Todos resoplaban bajo los rayos del mediodía cuando un barrito desesperado heló los huesos de los viajeros. Porque conocían el significado de todos los gritos de los elefantes, y sabían, sin la menor duda posible, que aquél que acababa de resonar significaba angustia y muerte. Un instante después, el elefante Jina, que cerraba la marcha, se precipitaba hacia delante a galope tendido, con la trompa erguida, las orejas en abanico, arrollando y aplastando todo lo que se le ponía por delante. Hubo muertos, heridos, el elefante Asura fue arrojado al suelo con toda su carga. Se necesitaron largos esfuerzos para dominar el desorden que se creó. Después, una columna salió tras las huellas del pobre Jina, que eran fáciles de ver en aquella comarca arenosa, sembrada de arbustos y de espinos. El elefante, presa de una súbita locura, había galopado mucho, y ya caía la noche cuando los hombres llegaron al término de su búsqueda. Primero oyeron un zumbido intenso que procedía de un profundo barranco de cien codos, como si allí hubiese una docena de colmenas. Se acercaron. No se trataba de abejas, sino de avispas, y en vez de colmena descubrieron el cuerpo del desventurado Jina vestido con una espesa capa de avispas que formaban sobre él un caparazón negro y dorado, con la misma agitación del aceite hirviente. Era fácil imaginar lo que había sucedido. Jina llevaba una carga de azúcar que se había fundido con la lluvia y había recubierto su piel de un espeso jarabe. La proximidad de una colonia de avispas había hecho el resto. Sin duda las picaduras no podían perforar la piel de un elefante, pero están los ojos, la boca, las orejas, la extremidad de la trompa, para no hablar de los órganos tiernos y sensibles situados bajo la cola y sus alrededores. Los hombres no se atrevieron a acercarse al cuerpo del desdichado animal. Se limitaron a cerciorarse de su muerte y de la pérdida de la carga de azúcar. Al día siguiente, Taor, su séquito y los dos elefantes que quedaban hicieron su entrada en Belén.
Las constantes idas y venidas que había provocado en todo el país el censo oficial, que había obligado a las familias a ir a inscribirse en su municipio de origen, solamente había durado unos días. Después de que todos fueran de un lado a otro, cada cual había vuelto a su casa. La población de Belén volvía a sus costumbres, pero las calles y las plazas estaban ensuciadas por todos los desechos que quedan tras una fiesta o una feria —briznas de paja, boñigas, esportillas rotas, fruta podrida y hasta coches destrozados y animales enfermos—. Los elefantes y la comitiva de Taor no despertaron gran interés en unos adultos cansados y que ya lo habían visto todo, pero como en todas partes, una nube de niños andrajosos se agolparon a su alrededor, mendigando y admirando a la vez. El posadero que les había indicado los tres reyes, les informó de que el hombre y la mujer habían vuelto a irse con el niño después de haber cumplido sus obligaciones legales. ¿En qué dirección? Lo ignoraba. Sin duda hacia el norte, para regresar a Nazaret, de donde habían venido.
Taor celebró consejo con Siri; éste sólo tenía prisa por volver a Elat, donde estaba fondeada la flotilla, y allí esperar tranquilamente la época del cambio de monzón para navegar hacia Mangalore. Insistía en el triste estado de la caravana, tres elefantes perdidos de cinco, hombres muertos, otros enfermos, desaparecidos —que habían huido o habían sido secuestrados—, un capital de dinero y de provisiones terriblemente menguado, el contable Draoma lo sabía muy bien. Taor le escuchaba con sorpresa. Aquel lenguaje era el del sentido común, que reconocía porque él mismo lo había empleado hacía muy poco tiempo. Pero en él se había producido un gran cambio. ¿Cuándo exactamente? No lo sabía… y oía los argumentos de Siri como un cuento pueril y anticuado, completamente ajeno a la situación real y a sus imperiosas exigencias. ¿Qué exigencias? Encontrar el Niño y abrirle su corazón. Taor ya no podía ocultarse a sí mismo que bajo el pretexto irrisorio de su expedición —conquistar la receta del Rahat-lukum de pistacho— asomaba ahora un propósito misterioso y profundo que desde luego tenía una vaga afinidad con él, pero que lo desbordaba infinitamente, como la magnífica mostaza negra a cuya sombra los hombres van a reposar, es muchísimo mayor que el grano minúsculo del que salió.
Taor se disponía, pues, a ordenar que siguieran hacia el norte, en dirección a Nazaret, pensara lo que pensase Siri, cuando las palabras de la moza de la posada les pusieron provisionalmente de acuerdo. Ella había asistido a la recién parida, y fue la primera en atender al niño que acababa de nacer. Y había oído conversar al hombre y a la mujer, y afirmó que decían que iban a descender hacia el sur, en dirección a Egipto, para escapar a un gran peligro del que alguien les había avisado. ¿Qué peligro podía amenazar a un oscuro carpintero sin poder ni fortuna, caminando con su mujer y su bebé? Taor se acordó de Herodes. Siri, por su parte, veía que aquel viaje, comenzado como una gira de recreo, no dejaba de ensombrecerse y de rodearse de negras nubes.
—Señor —suplicó—, dirijámonos sin más tardanza hacía el sur. Así tomaremos a la vez la dirección de Elat y la de la huida de la Sagrada Familia.
Taor accedió. Pero no partirían hasta dos días después. Porque acababa de concebir un hermoso y alegre proyecto que se situaba en Belén.
—Siri —dijo—, entre todas las cosas que he aprendido desde que salí de mi palacio, hay una que estaba a cien leguas de sospechar, y que me aflige particularmente: los niños tienen hambre. En todos los pueblos y aldeas que hemos atravesado nuestros elefantes atraen a multitudes de niños. Les observo y les veo a todos delgados, enclenques, enflaquecidos. Unos llevan sobre sus piernas esqueléticas un vientre hinchado como un odre, y sé muy bien que éste es otro indicio de hambre, tal vez el más grave. Y esto es lo que he decidido. Hemos traído con nuestros elefantes golosinas en abundancia para darlas como ofrenda al Divino Confitero que imaginábamos. Ahora comprendo que estábamos en un error. El Salvador no es como nosotros suponíamos. Además, veo de día en día, a medida que se suceden nuestras tribulaciones, que desaparece nuestra impedimenta, y con ella todos los pasteleros y confiteros que la escoltaban. Vamos a organizar en el bosque de cedros que domina la ciudad una gran merienda nocturna, a la que invitaremos a todos los niños de Belén.
Y repartió las tareas con una alegre animación que acabó de consternar a Siri, cada vez más convencido de que su amo desatinaba. Los pasteleros encendieron hogueras y se pusieron a trabajar. Al día siguiente, olores de bollería y de caramelo inundaron las callejas de Belén desde las primeras horas de la mañana, de tal modo que la visita que hicieron de casa en casa los enviados de Taor para invitar a todos los niños —varones y hembras— a la merienda del jardín de los cedros, había sido bien preparada, y fue acogida con entusiasmo. A decir verdad, no se trataba de todos los niños. El príncipe había discutido el asunto con sus intendentes. No quería padres, y por lo tanto había que excluir a los más pequeños que no podían desplazarse ni comer solos. Pero bajaron todo lo posible en la escala de las edades, y finalmente se decidió quedarse en el límite de los dos años. Los mayores ayudarían a los más pequeños.
Los primeros grupos se presentaron en el jardín de los cedros apenas el sol hubo desaparecido tras el horizonte. Taor vio con emoción que aquellas gentes modestas habían hecho todo lo posible para honrar a su bienhechor. Los niños estaban todos lavados, peinados, vestidos con ropas blancas, y no era raro que llevasen en la cabeza una corona de rosas o de laurel. Taor, que había observado a menudo a bandas de granujillas que se perseguían aullando por las callejas y las escaleras de los pueblos, esperaba una comilona ruidosa y tumultuosa. Si les convocaba, ¿no era acaso para dar una alegría a aquellos pobrecitos? Pero estaban todos visiblemente impresionados por aquel bosque de cedros, las antorchas, aquella enorme mesa con una vajilla preciosa, y andaban cogidos de la mano y sosegadamente hasta los lugares que se les indicaba. Se sentaban, muy tiesos en los bancos, y posaban sus puñitos cerrados en el borde de la mesa, cuidando de no apoyar los codos en el mantel, tal como les habían recomendado.
Sin hacerles esperar, les sirvieron en seguida leche fresca aromatizada con miel, pues es bien sabido que los niños siempre tienen sed. Pero beber abre el apetito, y pusieron ante sus ojos desorbitados jalea de azufaifa, pastelillos de queso tierno, buñuelos de pina tropical, dátiles rellenos de piernas de nuez, soufflés de lichís, frituras de mangos, pasteles de nísperos, cremas báquicas al vino de Lida, tortas de crema almendrada, y otras cien maravillas que hermanaban la tradición india con las recientes adquisiciones hechas por los viajeros en Idumea y en Palestina.
Taor observaba a distancia, lleno de asombro y de admiración. Había caído la noche. Antorchas resinosas —en escaso número y separadas entre sí— bañaban la escena de una luz suave, discreta y dorada. En medio de la negrura de los cedros, entre macizos troncos y ramas enormes, la gran mesa con el mantel y los niños vestidos de lino formaban un islote de claridad impalpable e irreal. Uno podía preguntarse si se trataba de un enjambre de chiquillos llenos de vida, que habían ido allí para atracarse, o de una teoría de almas inocentes y difuntas flotando como una frágil constelación en el cielo nocturno. Y como sí aquel festín de los elegidos tuviera que acompañarse necesariamente de la desventura de los réprobos, de pronto se oyó el eco lejano de un gran clamor doloroso que venía de la invisible aldea.
Las golosinas que se habían dispuesto profusamente sobre la mesa no eran más que un atractivo preludio. Pronto se olvidaron cuando vieron llegar en una camilla que transportaban cuatro hombres el pastel gigante, obra maestra de la arquitectura repostera. En efecto, estaba formado por almendrado, mazapán, caramelo y fruta escarchada, una fiel reproducción en miniatura del palacio de Mangalore, con estanques de jarabe, estatuas de membrillo y árboles de angélica. Ni siquiera habían olvidado a los cinco elefantes del viaje, modelados en pasta de almendra con colmillos de azúcar cande.
Esta aparición, que fue recibida con un murmullo de éxtasis, no hizo más que contribuir a la solemnidad del festín. Taor no pudo por menos que dirigir a sus invitados una breve alocución, hasta tal punto aquel enorme pastel le parecía cargado de significado.
—Hijos míos —empezó—, ya veis este palacio, estos jardines, estos elefantes. Es mi país, del que he salido para estar con vosotros. No es una casualidad que todo eso se encuentre aquí reproducido en dulce. Porque mi palacio era un lugar de delicias en el que codo estaba pensado para el placer y el deleite. Ahora me doy cuenta de que he dicho era, y no es, delatando así el presentimiento de que, no que el palacio y los jardines ya no existan en este momento en que os habló, sino que nunca más me será posible volver a él. Por otra parte, si me fui fue también, por así decirlo, por razones de azúcar. Lo que quería era conseguir la receta del Rahat-lukum con pistacho. Pero cada vez veo con mayor claridad que bajo ese pretexto infantil había algo que, por el contrario, era grande y misterioso. Desde que dejé atrás la costa de Malabar —donde un gato es un gato, y dos y dos son cuatro—, me parece estar adentrándome en un campo de cebollas, porque aquí cada cosa, cada animal, cada hombre posee un sentido aparente que oculta un segundo sentido, el cual, una vez descifrado, delata la presencia de un tercero, y así sucesivamente. Y por lo que a mí respecta, tal como ahora me veo, me parece que el joven cándido y bobalicón que se despidió de la maharaní Taor Mamoré se ha convertido en pocas semanas en un anciano lleno de recuerdos y de preceptos, y que creo que aún no han acabado mis metamorfosis.
»Así, pues, este palacio de azúcar…
Se interrumpió para coger una pala de oro en forma de yatagán que le tendía un criado.
—… hay que comérselo, es decir, destruirlo.
Volvió a interrumpirse, porque de la invisible aldea llegaban miles de agudos chillidos, como una especie de piar de polutos a los que se degüella.
—… hay que destruirlo, y creo que es uno de vosotros quien ha de dar el primer golpe. Tú, por ejemplo…
Tendió la pala de oro al niño que tenía más cerca, un pastorcillo de rizos negros, tupidos como un casco. El niño levantó hacia él sus ojos oscuros, pero no se movió. Entonces un hombre del país se acercó a Taor y le dijo: «Señor, tú hablas hindí, y estos niños sólo entienden el arameo». Luego pronunció unas palabras en arameo. El niño cogió la pala de oro y con decisión golpeó con ella la cúpula de almendrado, que se derrumbó sobre el patio.
Entonces apareció Siri, irreconocible, manchado de ceniza y de sangre, con las vestiduras desgarradas. Se acercó corriendo al príncipe, y cogiéndole por el brazo le llevó a cierta distancia de la mesa.
—Príncipe Taor —dijo jadeando—, esta tierra está maldita, siempre lo he dicho. Hace una hora que los soldados de Herodes han invadido la aldea, y matan, matan, matan sin compasión.
—¿Qué matan? ¿A quién? ¿A todo el mundo?
—No, pero casi sería mejor que fuera así. Parecen tener órdenes de no dar muerte más que a los niños varones de menos de dos años.
—¿Menos de dos años? ¿Los más pequeños, los que no hemos invitado?
—Exactamente. Los degüellan incluso en brazos de sus madres.
Taor inclinó la cabeza, consternado. De todas las tribulaciones que había sufrido, sin duda aquélla era la peor. Pero ¿a quién se debía aquello? Orden del rey Herodes, decían. Se acordó del príncipe Melchor, que insistía para que los Reyes Magos cumpliesen la promesa que habían hecho de volver a Jerusalén para dar cuenca de los resultados de su misión en Belén. Promesa que no habían cumplido. Traicionando así la confianza de Herodes. Y no había nada, se sabía por experiencia, de lo que el tirano no fuese capaz cuando se creía traicionado. ¿Todos los niños varones de menos de dos años? ¿Cuántos serían en aquel pueblo tan prolífico como modesto? El niño Jesús, que ahora se encontraba camino de Egipto, había escapado a la matanza. El furor ciego del viejo déspota no podía alcanzarle. ¡Pero serían innumerables sus víctimas inocentes!
Absortos en el saqueo del palacio de azúcar, los niños no habían reparado en la llegada de Siri. Por fin se habían animado, y con la boca llena, hablaban, reían y se disputaban los mejores trozos. Taor y Siri les observaban, retrocediendo hasta las sombras.
—Que disfruten mientras agonizan sus hermanitos —dijo Taor—. Muy pronto descubrirán la horrible verdad. En cuanto a mí, no sé lo que me reserva el futuro, pero no puedo dudar de que esta noche de transfiguración y de matanza marcará en mí vida el fin de una edad, la del azúcar.