XLVII - La ultima etapa
SERÍAN LAS SIETE DE LA TARDE. El sol descendía hacia el horizonte y sus rayos oblicuos teñían de púrpura el humo que invadía la ciudad. En las calles, en las encrucijadas y también en las casas, seguíase matando. La espantosa carnicería tomaba las proporciones trágicas de algún cataclismo causado por un meteoro. El deseo de matar era ya salvaje. Después de los hugonotes, empezaron a matar judíos. Luego a los católicos sospechosos y, por fin, a los que no querían matar. Empezó por todas partes un pillaje desenfrenado. En la mayoría de las casas oíanse los clamores de las mujeres y las jóvenes violadas, los gritos de los niños pidiendo perdón y los aullidos de los asesinos ebrios de sangre. En las calles, grupos delirantes pasaban corriendo entrechocándose, disgregándose y uniéndose de nuevo, pero siempre gritando:
—¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!
Esto duraba desde las tres de la madrugada de aquel domingo de agosto y debía durar aún varios días más.
Pardaillán, espada en mano, atravesó a caballo todos aquellos horrores sin ver ni oír nada, ocupada su mente con una sola idea: llegar a una puerta de París y salir de aquel Infierno. ¿Cómo lo lograría? No lo sabía aún.
Todas aquellas hordas sangrientas, aquellas víctimas que saltaban, aquellas hogueras e incendios, aquellas oleadas humanas que promovían tan gran ruido, se le aparecían como envueltas en una niebla roja, como las sombras de una fantasmagoría.
Únicamente cuando un grupo se formaba ante él, se precipitaba al galope con la espada levantada y los ojos despidiendo llamas, atravesaba el obstáculo como una bala, seguido siempre por la silla de posta y dejando a su espalda un reguero de maldiciones y amenazas.
Corrieron algún rato perseguidos por algunos disparos de arcabuz y, por fin, llegaron a un puente interceptado por los cadáveres. Pasáronlo a costa de grandes esfuerzos, seguidos por algunos rabiosos que querían atacarlos.
Al salir del puente, el trote de los caballos se convirtió en galope, y Pardaillán, identificado con su caballo, pasó como una racha de huracán, y enfiló la primera calle que se le presentó, siempre acompañado por terribles amenazas. No sabía dónde estaban ni adónde iban, pero seguía en línea recta. Hundía el océano humano y ante él retrocedían, a derecha e izquierda, como si la multitud hubiera visto el caballo del Apocalipsis.
De pronto se detuvo ante una puerta guardada por veinte soldados al mando de un oficial. Pardaillán precipitóse hacia este último, exclamando:
—¡Abrid!
—¡No se sale!
—¡Maldición! ¡Abre, o…!
Entonces saltó Luisa del interior del coche, presentó un papel al oficial y volvió a la silla de posta.
El oficial miró asombrado a Pardaillán y luego dijo:
—¡Abrid la puerta! ¡Mensajeros del rey! ¡Guardias, haced retroceder al pueblo!
Y entre el coche y las gentes que se precipitaban a él para destrozarlo, se interpusieron los guardias apuntando sus arcabuces.
—¡Atrás! —gritó el sargento—. ¡Son mensajeros del rey!
Al oírlo, las gentes retrocedieron.
—¡Mensajeros del rey! —repitió burlonamente el aventurero incorporándose débilmente en el coche.
—¡Mensajeros del rey! —murmuró Pardaillán sin comprenderlo.
De pronto la puerta fue abierta y bajado el puente, y el caballero, seguido por el coche, lo atravesó y se hallaron fuera de París.
Y cuando acababan de franquear la puerta y ésta empezaba a cerrarse, llegaba una quincena de caballeros llenos de furor montados en caballos llenos de espuma, con los ijares destrozados por las espuelas.
Eran Damville y Maurevert que acudían jadeantes.
—¡Abrid, abrid! ¡Son hugonotes! —exclamó el mariscal.
—Son mensajeros del rey —contestó el oficial—. He aquí la orden.
—¡Abre! —rugió Damville—. Abre, o por la sangre de Cristo…
—¡Preparen! —gritó el oficial a sus guardias.
Damville retrocedió. Entonces adelantóse Maurevert con un papel en la mano.
—¡Mensajero de la reina! —gritó—. ¡Abrid, oficial!
—Pasad, caballero, pero vos solo. ¡Atrás los demás!
Y Maurevert franqueó la puerta, mientras Damville levantaba los puños al cielo profiriendo una blasfemia.
* * * * *
Maurevert no había mentido. Era, en efecto, mensajero de la reina Catalina de Médicis. Después de haber buscado a los Pardaillán por todas partes en que creía poder hallarlos, marchó al Louvre y fue introducido enseguida en el oratorio, en donde halló a la reina arrodillada al pie del Cristo de plata.
—Ya veis —dijo Catalina levantándose—. Estoy rezando por el alma de todos los que mueren hoy.
—¿También rogáis por éste, señora? —contestó Maurevert olvidando la jerarquía y la etiqueta.
Y echó sobre la mesa la cabeza de Coligny.
Catalina miró tranquilamente la cabeza del almirante y sonrió. Luego preguntó:
—¿Y Bemia?
—Ha muerto.
—Maurevert, llevad esta cabeza a Roma y relatad lo que hacemos aquí.
—Parto al instante.
—He aquí la orden para que podáis salir. Aquí tenéis oro. Corred, no os entretengáis. Corred, pues no hay un instante que perder.
Maurevert partió. Ató la cabeza de Coligny al arzón de la silla del caballo. Partió soñando con hacer fortuna en Roma y luego volver a Francia y matar a los Pardaillán. Atravesó el Sena y cuando llegaba a la puerta del arrabal de Grenelle, pasaron por su lado algunos hombres de armas, como si huyeran. Los reconoció enseguida. Eran los de Damville.
Dirigióse entonces hacia el palacio de Montmorency e impotente y ebrio de furor asistió a la épica retirada de Pardaillán. Luego reunió algunos caballeros, y reanimando a Damville, dio vuelta a aquella fortaleza y siguieron las huellas de la silla de posta que corría velozmente.
Maurevert, por fin, franqueó la misma puerta que Pardaillán y, al mismo tiempo que el primero, salió un ser que nadie pensó en detener, pues no era más que un perro.
Fuera de la puerta, Maurevert se detuvo un instante. ¿Por dónde habrían huido? ¡Oh! Ya los encontraría, pues estaba dispuesto a seguirlos hasta el infierno.
De pronto, observó al perro que, con su olfato, iba siguiendo las huellas de su amo y echó tras él, convencido de que, finalmente, alcanzaría a los fugitivos.
* * * * *
Una vez fuera de París, Pardaillán dirigió su caballo en línea recta. La silla de posta lo seguía. Atravesaron una llanura, subieron una colina y luego cruzaron campos ya segados. En uno de ellos, un hombre, apoyado en la guadaña, interrumpió su trabajo para contemplar con asombro la ciudad que aparecía a lo lejos envuelta en un crepúsculo rojo.
Pardaillán pasó al lado del campesino sin verlo.
—¡Eh, señor! —gritó éste, cuando Maurevert paso a su lado—. ¿Qué sucede en la ciudad? ¡Dios mío! ¡Qué gritos! ¡Qué campanadas! ¡Cuántos fuegos! ¿Se celebra alguna fiesta?
—¡La fiesta de San Bartolomé! —exclamó burlonamente Maurevert.
En lo alto de la colina, Pardaillán se detuvo y echó pie a tierra, y Montmorency hizo lo propio.
¿En dónde estaban? En lo alto de la colina de Montmartre. ¿Qué hora sería? El sol hundíase entonces en el horizonte rodeado de nubes rojas y encima de sus cabezas se extendía la inmensidad de un hermoso cielo límpido por el que transcurrían mansamente algunas nubes rosadas.
Dirigieron una mirada hacia la ciudad y a través del humo que de ella salía, veíase el resplandor de las llamaradas. Llegaba a ellos un ruido sordo, inextinguible, de centenares y millares de gritos, gemidos, vociferaciones, amenazas, súplicas, aullidos y cuantas exclamaciones es capaz de proferir la garganta humana, cuando el hombre es presa del terror o del furor. Oíase también el incesante doblar de las campanas, y sobreponiéndose a todos estos ruidos, el de las explosiones y disparos de armas de fuego.
He aquí lo que vieron y oyeron Pardaillán y Montmorency desde lo alto de la colina. Viéronlo con una mirada que tuvo la duración de un relámpago, más aún cuando hubieran debido vivir mil años, nunca habrían dejado de recordar tan horrible espectáculo, como nunca podrá olvidar la humanidad tan espantosos horrores.
* * * * *
Una vez que Pardaillán se hubo convencido de que ya no eran perseguidos, abrió la portezuela de la silla de posta y Luisa bajó. Juana de Piennes permaneció quieta, sonriendo e indiferente a todos los horrores que acababa de atravesar.
El caballero tomó entonces a su padre en brazos, y con infinitas precauciones lo extendió sobre la hierba. Estaba persuadido aún que el aventurero sólo tenía heridas las piernas. Inclinóse sobre su rostro cubierto de contusiones, cruzado de arañazos sangrientos y lleno de polvo.
El señor de Pardaillán se desmayó después de haber sonreído a su hijo.
—¡Agua! —exclamó el caballero asustado.
Mirando en todas direcciones, vio a poca distancia un arroyuelo, y cuando se disponía a ir a él, salió de pronto de entre un macizo un hombre: Maurevert.
Éste había seguido a «Pipeau», el cual, a la sazón, se revolcaba sobre la hierba, saltaba y gemía para demostrar el júbilo que experimentaba al ver de nuevo a su amo.
Maurevert habíase emboscado a trescientos pasos del carruaje y avanzó arrastrándose por el suelo. Vio cómo el caballero bajaba a su padre al suelo y pensó que había llegado el momento de herirlo, mientras éste se inclinaba sobre el herido.
El caballero, entonces, se incorporó y los dos hombres se hallaron cara a cara. El caballero estaba desarmado y, en cambio, Maurevert empuñaba una daga.
—¡Muere! —exclamó éste levantando el arma—. He aquí mi respuesta a tu insulto.
Oyóse entonces un grito de mujer y Luisa, interponiéndose entre el caballero y Maurevert, recibió en el pecho la puñalada destinada a su prometido.
Maurevert dio un salto atrás y corrió hacia su caballo, que había dejado atado a poca distancia.
Pardaillán dejó a Luisa sobre la hierba, y, rugiendo de dolor, dio un salto terrible por la rápida pendiente de la colina, pero en vano, porque Maurevert, a caballo, estaba ya a gran distancia.
Antes de desaparecer, gritó al caballero:
—¡Hasta la vista! ¡Pronto te llegará la vez! ¡Entre tanto sufre en tu amor lo que luego sufrirás en tu cuerpo!
Pero tales palabras se perdieron en el aire y no llegaron a oídos de Pardaillán.
Entonces éste, inundado de angustioso sudor, volvióse hacia el grupo de Luisa y Montmorency sin, atreverse a dar un paso.
—¡Tal vez ha muerto! ¡Oh! ¡En tal caso no sobreviviré!
—¡No es nada! —exclamó de pronto Montmorency con gran alegría—. No es nada, caballero. Un ligerísimo rasguño.
Entonces vio como Luisa se levantaba y le sonreía. El caballero, con temblorosos pasos, se acercó a su prometida, que le tendía las dos manos. Cerca del cuello, vio la herida, que sólo era un ligero arañazo. Sin duda alguna, el rápido movimiento de Luisa hizo desviar el golpe del arma.
No era nada, no. Al cabo de pocas horas aquella insignificante herida estaría cicatrizada.
El caballero, dejando a Luisa confiada a los cuidados del marisca, volvióse hacia su padre. En pocos momentos habíase operado gran cambio en las facciones del herido y Pardaillán, con inmensa pena, comprendió que su padre iba a morir.
Las facciones del aventurero, antes tan vivas y burlonas, transformábanse rápidamente y tenía ya el rostro hipocrático.
Abrió los ojos para mirar a su hijo.
—¿Cómo estáis, señor? —preguntó su hijo—. ¿Os duelen las piernas, verdad? No tengáis miedo, vamos a instalarnos en una casa de este pueblo y yo mismo os curaré.
Y al decir esto sonreía heroicamente; su voz y sus manos no temblaron, mientras lavaba con su pañuelo mojado el rostro del herido.
De pronto se detuvo asustado: a medida que la cara quedaba al descubierto, podíase observar que tenía la lividez de la muerte. Únicamente vivían los ojos, que miraban tiernamente a su hijo.
«Pipeau», echado al lado de la fuente, gemía dulcemente moviendo el muñón de su cola y lamiendo, de vez en cuando, las manos del herido.
El viejo levantó un poco la cabeza. Hizo una caricia al perro y dijo:
—¡Ah! ¿Te despides de mí, verdad? Caballero, siempre he creído… que el perro es un buen amigo… ¿Dónde están… el mariscal… y Luisa?
—Aquí, señor —dijo Francisco de Montmorency inclinándose.
—Heme aquí, padre —dijo Luisa cayendo de rodillas.
—Mariscal —dijo el herido—. ¿Vais… a casar… a nuestros hijos…?, decídmelo y me iré… tranquilo.
—Os lo juro —contestó Montmorency.
—Bueno, caballero…, te felicito…, pero, decidme, mariscal… ¿No me habíais hablado… del conde de Margency?
—… A quien destinaba a mi hija, porque no conozco a nadie que sea más digno de ella.
—¿Y bien?
—Aquí está el conde de Margency —dijo el mariscal señalando al caballero—. Tal condado me pertenece y lo doy al caballero de Pardaillán. Es el dote de Luisa.
El aventurero sonrió débilmente y, con acento de admiración, dijo.
—Tu mano…, caballero.
Éste, ya sin fuerzas, cayó de rodillas, cogió la mano de su padre y la llevó a sus labios sollozando.
—¿Lloras? Niño… ya eres… conde… de Margency. Pues… te felicito… Serás feliz… Y tú también… hija mía… Acercaos… nunca me figuré… tener… una muerte… tan feliz.
—¡No morirás! —exclamó el caballero—. ¡Padre, padre mío!
—Esta… es mi última… etapa del reposo… eterno. Adiós, mariscal… Adiós, hija mía… Te bendigo… Adiós, caballero…
Las manos del aventurero empezaron a enfriarse. Abrió los ojos, dirigió una mirada a su alrededor, y dijo:
—Caballero… quiero… reposar… aquí… Bajo este… roble… Yo que he… corrido… tantas… posadas… esta será… la última en que… descanse. Y a propósito… no olvides… pagar… nuestra… deuda a Rosa…
Casi enseguida levantó los ojos al cielo, estrechó débilmente las manos de su hijo y de Luisa, lo agitó un ligero estremecimiento y se quedó inmóvil con una sonrisa en los labios.
El señor de Pardaillán, a quien varios historiadores han llamado el heroico Pardaillán, había muerto.
* * * * *
El caballero de Pardaillán hallóse, hacia las doce de la noche, en brazos del mariscal de Montmorency; Luisa lloraba y «Pipeau» gemía a sus pies.
—Hijo mío —dijo el mariscal—. Sed hombre, pensad que Luisa no estará en seguridad mientras no hayamos llegado a Montmorency. Pensad que el asesino que la ha herido podría volver con refuerzos.
—¡Ah! —exclamó el joven—. He perdido lo mejor de mí mismo.
Cayó de rodillas al lado del cuerpo de su padre y, con la cabeza en las manos, empezó a llorar. Cuando volvió de su ensimismamiento, vio algunos campesinos que habían acudido con algunas antorchas y azadones. Sin duda el mariscal los había llamado durante la explosión de su dolor.
Pegó sus labios a la helada frente del cadáver y murmuró un adiós supremo.
Entonces se levantó, y como los campesinos empezaran a cavar una fosa bajo el roble y cerca de la fuente, el caballero los apartó con suavidad y, derramando abundantes lágrimas, empezó a cavar por sí mismo la fosa de su padre, la última posada del aventurero.
Uno de los campesinos alumbraba con una antorcha, mientras los demás, gorra en mano, observaban silenciosamente la escena.
A lo lejos, París estaba rodeado de una aurora roja y todas las campanas, redoblando sin cesar, parecían tocar a muerto por el heroico Pardaillán.
Hacia las dos de la madrugada, la fosa fue bastante profunda.
El caballero de Pardaillán no lloró más, pero, en cambio, estaba sumamente pálido. Cogió a su padre en brazos y le colocó cuidadosamente en el fondo de la tumba. A su lado puso la espada rota que el aventurero no había abandonado. Luego lo tapó cuidadosamente, echó en la fosa hierbas y follaje, y encima tierra. Al cabo de media hora estaba listo.
El mariscal y los campesinos se aproximaron a la tumba y se inclinaron respetuosamente.
Luisa y el caballero se arrodillaron con las manos cogidas.
Entonces Luisa exclamó candorosamente:
—¡Oh, padre mío! Te juro amar siempre al que tú tanto amabas.
Luego se levantaron, y Luisa, con dos ramas cortadas por un campesino, hizo una cruz y la colocó en la tierra recientemente removida.
Luego subió a la silla de posta. El mariscal montó en su caballo e imitando su ejemplo el caballero, emprendieron el camino de Montmorency, y al salir el sol penetraban en el antiguo castillo feudal.
En cuanto a la fosa excavada por el caballero, he aquí su historia: la cruz plantada por Luisa fue reemplazada por los campesinos que asistieron al entierro por otra mejor construida. Más tarde, en la aldea cercana, llegaron a olvidar el por qué había allí una cruz, pero a pesar de haber desaparecido el roble y la fuente, la cruz fue renovada de generación en generación. Por fin la humilde cruz campesina fue sustituida por un crucifijo inmenso que se llamó el Calvario, y el recuerdo de estas cosas se ha perpetuado hasta nuestros días, pues hoy el lugar en que fue enterrado el aventurero se conoce con el nombre de Calvario de Montmartre.