6. La salida del armario
Las cadenas que no quiero romper no son cadenas;
pero lo serían si las rompiese.
ANTONIO PORCHIA
EL ARMARIO
La afirmación en la propia identidad, en la identidad personal, resulta difícil cuando un aspecto tan importante como nuestro modo de asumir el amor y el sexo no está socialmente reconocido; o, peor aún, es cuestionado, privado de legitimidad. El rasgo socialmente rechazado pone en crisis, ante nosotros mismos, el edificio de nuestra identidad. Uno se vuelve dudoso, poco creíble, insubstante.
Optar por la homosexualidad lleva implícita una pérdida de ser social, al menos en una de las dimensiones de la persona: sólo somos una relación con los otros; y éstos nos niegan. Dicha opción conlleva, entonces, cierto grado de inexistencia, cierta débil constancia de sí. A la lucha de los homosexuales por su derecho a la igualdad la impulsa la necesidad de conquistar ese ser negado. No se trata, por lo tanto, de una lucha de origen ético sino ontológico. De allí su extensión mundial. Y su premura.
Entre los múltiples motivos del refugio en el gueto se halla, precisamente, la búsqueda de reconocimiento social: sentir que los desconocidos nos aceptan. Poder besar a nuestro compañero sintiendo que ese beso está socialmente aceptado, que no es raro, que ni siquiera llama la atención. Sentir que en cierto espacio -que podemos creer ilimitado- y por un cierto tiempo -que podemos creer eterno- nuestro deseo y, con él, nosotros mismos poseemos existencia social, esa dimensión indispensable de la existencia real. Sentir que habitamos un mundo que nos acepta, o sea, sentir que la utopía ocupa, siquiera fugazmente, un lugar y en él nos aloja.
Fugazmente, pues la condición de proscrito genera un sinfín de contrariedades, entre las cuales la neurosis -en tanto compartida como condición común de la vida en sociedad- resulta ser la más llevadera. El homosexual debe transitar por la vida social -o incluso familiar- «con el armario puesto», o sea, fingiendo ser otro. Desde muy pequeño, quizá desde la pubertad, debe aprender a disimular su deseo, transformarlo en otro. Traducirlo, es decir, traicionarlo en la palabra. Debe ocultarse. De allí el «armario», metáfora clara del esconderse para que la transgresión no sea descubierta.
Los casos en que el homosexual puede transparentar su condición en la totalidad de sus vínculos sociales siguen siendo minoritarios. A pesar del crecimiento de la tendencia permisiva, siguen sin duda predominando quienes sólo se atreven a evidenciar su homosexualidad parcialmente en sus círculos más íntimos, donde se sientan fuera de peligro, a salvo del rechazo. Y no es de despreciar el universo de homosexuales que ni siquiera han blanqueado su condición ante sí mismos: los «no asumidos». Quizá sean todavía muchos los que acabarán sus días llamando «timidez» a lo que era una poderosa pulsión homosexual, jamás reconocida como tal. Pues en una sociedad homófoba es imposible que, de algún modo y en algún grado, no lo seamos todos, incluso los homosexuales. En el homosexual el tabú opera mediante una suerte de «homofobia refleja» que se instala bajo la forma de miedo paralizante, producto de la fantasía de castigos imprevisibles que hacen que se refugie en la autoinhibición. Bajo los efectos del tabú, el homosexual imagina tantos fantasmas como sean necesarios para enmudecerlo y paralizar sus conductas de «riesgo psicológico».
Pero esa clandestinidad genera -como todo fingimiento- la amenaza permanente de ser descubiertos ya en el propio discurso. Es prácticamente imposible mantener una vida social mínima sin tener que falsear la propia realidad. Se puede eludir la confesión; pero, tarde o temprano, para mantener el secreto habrá que mentir. El propio lenguaje -acuñado por el sexismo y el tabú- nos tenderá sus trampas.
Para un homosexual que no haya blanqueado universalmente su condición (o sea, para la amplia mayoría de los homosexuales) el discurso público es una carrera de obstáculos. Eufemismos, desplazamientos, omisiones, molestos fingimientos le obligan -ante la familia, ante el jefe, ante los compañeros, ante los micrófonos- a ser lo que no es, a sentir lo que no siente, a decir lo que no está pensando, a fingir desear lo que no desea.
Debe incurrir en obsecuencias y pleitesías que lo desfiguran ante el otro; pero, a la vez, le hacen sentir que es aceptado, aunque el aceptado no sea él. Al igual que el mulato, irá «pasando por blanco hasta que lo descubran».
Pues cualquiera que fuera el grado de autoaceptación que desarrolle el homosexual y cualquiera que fuera el grado de represión / tolerancia que ejerza su entorno inmediato, difícilmente podrá liberarse de la soterrada culpa de desear lo prohibido.
Sobre este fondo inhibitorio se produce la «salida del armario», o sea, el abandono de la clandestinidad; hecho que no es tan sencillo ni fácil como pareciera. Pues la sinceridad del proscrito no responde a las mismas leyes que la sinceridad del legal, ni comparte su retórica.
ADVIERTO QUE SOY HOMOSEXUAL
Hasta tanto se demuestre lo contrario, toda persona viva o muerta es heterosexual: en el discurso, el homosexual está cegado. En el caso de que en el diálogo aparezca una referencia -directa o indirecta- a la sexualidad de los interlocutores, el homosexual tendrá dos alternativas: fingir «normalidad» (o sea, heterosexualidad) o aclarar que él es «homosexual».
Si opta por la sinceridad, se verá obligado a realizar una declaración explícita de su inclinación, una exhibición de credenciales; requisito no vigente para el heterosexual. A mi jefe (que desconoce mi estado civil) podré decirle: «pasará mi mujer por la oficina y aprovecharé para presentársela»; pero, en cambio, si él da por sentada mi «normalidad», deberé apelar a toda mi valentía para decirle «mi novio está en la recepción y le he dicho que suba para presentárselo». No es lo mismo (aunque debería serlo).
El homosexual no puede ir al grano; de momento, ante quien ignore su condición, debe advertir: «Yo, que soy homosexual...», «Como yo soy homosexual...»; etc. La necesidad de esta aclaración es otra prueba de la no equivalencia de los componentes del par homo-hetero. Tal advertencia constituye una especie de cortesía o delicadeza del homosexual hacia su interlocutor, con la cual lo prepara a reaccionar positivamente, evitándole recibir en frío un dato concreto inesperado y posiblemente no deseado. Con esta actitud, cortés pero insegura y un tanto obsecuente, el homosexual acepta, de hecho, el carácter atípico que la sociedad le ha asignado.
¿Por qué es necesario aclarar /declarar previamente la propia homosexualidad para hacer referencia a las vivencias personales, en vez de que aquélla quede autoexplícita en el discurso? Simplemente porque la homosexualidad constituye una variante secundaria o marginal respecto de la forma dominante de la sexualidad. «Mi cuñada -que es negra- etc., etc.».
Con esa necesidad de autofiliación se produce una distorsión en la comunicación, un desplazamiento del discurso fuera del nivel en que se venía instalando. Si estoy hablando de mi esposa, sólo muy lejanamente estaré haciendo referencia a mi sexualidad; sólo estaré evidenciando un vínculo personal, una «relación de parentesco». En cambio, al tener que aclarar la condición de homosexual, la sexualidad entra en escena y ocupa, a modo de prólogo, el centro del diálogo, sexualizando el referente del discurso subsiguiente. Se ha producido un salto al metalenguaje. He tenido que cambiar de tema, hablar del sexo, que no era mi intención.
Por otra parte, como se dijo más arriba, el término «homosexual» se ha contaminado de la sanción negativa que pesa sobre su referente. Debería, por lo tanto, reservarse para los casos en que su uso sea indispensable, o sea, cuando se trate el tema específico de la relación sexual. La conducta estratégica correcta es resistirse a la clasificación, evitar las referencias superfluas, marginadoras y automarginantes; y sólo utilizar el término cuando la aclaración de la predilección sexual sea estrictamente pertinente.
El homosexual dispuesto a «salir del armario» se ve ante el desafío de encontrar una conducta honesta, no lesiva de sí mismo ni de su entorno, o sea, conseguir superar la obsecuencia de pedir permiso para ser «diferente». Para ello, la solución parte de imaginar la comunicación en una situación socialmente normalizada e intentar recrearla en la práctica.
Obviamente, tal conducta coincidirá con la propia del «normal», o sea, del heterosexual. Igual que el heterosexual, el homosexual descartará el «prólogo» y avanzará con lo que quería decir sin hacer advertencias tipo: «cuidado que mancho». En tanto el homosexual se haya convencido realmente de su normalidad, actuará como lo que es: una persona normal. Por lo tanto, al igual que cualquiera, no considerará necesaria ninguna aclaración o filiación sexual. Hablará dando por sentado que su interlocutor no se espantará ni lo considerará «raro» sino, por el contrario, prestará atención a lo que él dice y no a lo que él «es». O sea, armándose inicialmente de valentía, le dirá a su jefe que en la recepción está su novio y subirá para que le conozca.
En la realidad, sólo en algunos casos se contará con el beneplácito del interlocutor: el otro no siempre habrá superado el prejuicio o la homofobia, Pero la sinceridad sin advertencias ni pedidos de permiso pondrá en crisis la objetividad de su prejuicio. Éste es el proceso por el cual la sociedad en su conjunto ha ido «acostumbrándose» y aceptando, poco a poco, lo que anteriormente repudiaba. La aceptación social no es fruto de una conquista racional sino de la experiencia práctica de la aceptabilidad.
Según la ley española, quien discrimina a un homosexual por el hecho de serlo incurre en un delito; con ello, la homofobia pasa a la clandestinidad: hay que disimularla. Si a ello sumamos la reciente legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, puede considerarse que la actuación social de la homofobia ha recibido un golpe mortal. Gracias a la ley, el propio lenguaje -tradicionalmente sexista, machista y homófobo- se ve forzado a usos verbales anteriormente imposibles y va redefiniendo el léxico, dando ahora predilección a los términos más incluyentes o neutros y descartando los excluyentes. «Cónyuge» va ganando espacio coloquial frente a «esposo y esposa» y «marido y mujer». «Novio» y «novia» comienza a ser de uso indistinto para parejas heterosexuales y homosexuales y, en este último caso, va perdiendo su matiz previamente paródico o irónico.
En ello tiene un papel decisivo la costumbre: basta tener en cuenta el ejército de funcionarios de los registros civiles que, de la noche a la mañana, han tenido que deglutir el cambio terminológico por simples razones de rutina burocrática. Y junto con el uso verbal y la proximidad al hecho, va normalizándose el vínculo con algo previamente repudiado.
La justa crítica al conductismo y la reflexología ha generado, como desviación, una fe desmedida en el aprendizaje superior guiado por el uso racional de la inteligencia. Y ha descartado o minimizado la importancia de los procesos de «acostumbramiento» o «habituación» que son decisivos, no sólo en la evolución ideológica de la sociedad, sino incluso en la evolución de las ideas y comportamientos del individuo.
Las nuevas leyes, aparte de su papel operativo en la superación de la discriminación, cumplen una segunda función -más importante aunque menos notoria- de crear condiciones de hecho, empíricas, para una resignificación social de la homosexualidad, consistente en la regularización cotidiana de su verbalización afirmativa, que conlleva su aceptación.
Testigo accidental del paso de una manifestación de homosexuales el día del «Orgullo Gay», el jovencito estupefacto le dice a su padre «Pero, papá, ¡son como nosotros!». Víctima del prejuicio del afeminamiento y el travestismo de los homosexuales, el joven se sorprendía de que la amplia mayoría de los manifestantes fueran como él y como su padre. Son, precisamente, esos homosexuales indiferenciados los que rompen el estereotipo y todas las supercherías construidas acerca de la homosexualidad.
La experiencia práctica de la indiferenciación es el camino directo a la superación de la homofobia. La conducta «terapéutica» del homosexual decidido a abandonar la clandestinidad es, entonces, saltar la verja y seguir el camino de todos los demás. O sea, saltarse la obligación de filiarse. Hablar directamente, sin preámbulos; y dejar que su predilección quede implícita en el propio discurso, tan normalmente como en el de todo el mundo.
Si el homosexual reprime en público un gesto de ternura hacia su compañero, se falta a sí mismo y a su compañero; pero también a sus testigos. Pues esa contención lleva implícito atribuirle a los testigos algún grado de homofobia. Desclandestinizar los sentimientos del homosexual es poner en evidencia su normalidad y su indiferenciación respecto de los sentimientos de los demás. Desde este punto de vista, «salir del armario» no es sólo un derecho sino un deber, un compromiso ineludible con la normalización de la sociedad.
Mi transparencia lleva implícito un acto de solidaridad con el «normal»: lo normaliza, en sentido estricto. En cambio, tanto si me oculto como si pido permiso, postergo el aprendizaje de la sociedad; por así decirlo: los «normales» nunca saldrán de su error. En ese sentido la famosa «liberación del homosexual» es una liberación de la sociedad entera; libera al heterosexual de su injusto complejo de normal.
En la propia esencia de lo cultural está su carácter contradictorio, o sea, la coexistencia de normas opuestas y su evolución asincrónica. En cada instante histórico conviven activas normas heredadas de un pasado que se resiste a sucumbir con normas larvales que van tomando la forma que les dan las nuevas condiciones de la vida en sociedad. En esa contradicción se sitúa el conflicto de legitimidad del deseo homosexual, al igual que toda otra expectativa de realización individual no canónica. Y es en el delicado equilibrio entre ambos planos donde debe buscarse una línea de conducta autoafirmativa y, a la vez, realista.
¿La comunidad paralela es la respuesta de fondo al problema? ¿La colectivización, organización y defensa común de los derechos es la única o la mejor vía? Aquí cabe una primera reserva ante las tendencias que transforman la autodefensa en una forma de agudización de la segregación. Si bien no se puede renunciar a la reivindicación de los derechos del «colectivo homosexual», aceptar sin más el modelo de segregación, aunque sea para revertirlo, es trabajar a favor de su consolidación. Toda demora en acciones paliativas sobre los síntomas posterga el tratamiento de la enfermedad y constituye, en realidad, una estrategia de la propia enfermedad contra la salud, o sea, contra la vida.
Este es un principio que se cumple en todo proceso de transformación de los modelos de la cultura. La lucha a favor del aborto, fuera del contexto de una reforma radical de la ética sexual y de la ideología de la familia, suma sus conquistas al repertorio de tácticas paliativas de la conflictividad desarrolladas por la ética sexual dominante. Igualmente, la aspiración a un reconocimiento social del colectivo homosexual como un grupo diferenciado, con una identidad compartida y unos derechos propios, cristaliza una segregación injusta para ambas «partes» y confirma la validez de la matriz ideológica represora. Detrás de la mayoría de los reformismos reivindicacioncitas operan férreas lealtades al sistema y de esto no se salva el movimiento gay. Si no se relativizan las identidades colectivas, no hay posibilidad de convivencia respetuosa. Siempre habrá agravio comparativo. Y tal relativización no es posible si no se cuestionan las bases mismas de los «valores objetivos» y «verdades» de la ética dominante.
Los movimientos homosexuales han reclamado, justamente, su derecho a la diferencia. Pero han olvidado o postergado la defensa a su derecho a la similitud; ese innegable sustrato común de la afectividad y la eroticidad de homosexuales y heterosexuales, aquella dimensión de la vida que los une como miembros de una pasión humana compartida.
Estos movimientos han trabajado sobre las consignas reformistas y siguen postergando las transformadoras. Así como la lucha feminista ha ido evolucionando del derecho a la igualdad al derecho a la diferencia, la lucha homosexual debe evolucionar del derecho a la diferencia al derecho a la igualdad. Mejor aún: el derecho a la indiferenciación o, incluso, a la indiferencia, en todos los sentidos de la palabra.
¿Cuál es entonces la actitud más válida? ¿Asumir la marca social hasta sus últimas consecuencias o mantener los estereotipos en crisis conquistando un margen permanente de libertad individual? Si lo dicho desde el principio tiene algún grado de validez, se trata de sumar a la defensa de la dignidad una propuesta de apertura. No rechazar los proyectos autodefensivos pero potenciar los liberadores. Integrarse sin abdicar. Al integrarse en la sociedad, llevar con uno el germen de su cuestionamiento y ejercer la diferencia impuesta poniendo en evidencia la similitud verdadera.
Se trata de reconocer objetivamente la legitimidad histórica de la ética dominante y, al mismo tiempo, reconocer y realizar otro espacio de sentido, simultáneo, donde las verdades son otras, donde las pasiones humanas se ordenan conforme a otro principio. Y donde conviven todos los que están preparados para reconocerse, sin diferencias, en el amor del otro. Si la tenacidad de los modelos oficiales, si la lentitud con que evolucionan las matrices éticas y de conducta no le permiten a la vida otra cosa que refugiarse en una sociedad paralela, hay que hacer entrar en ella a todos los que asuman un proyecto liberador, a todas las mujeres y los hombres libres del prejuicio que opone maniqueamente lo homosexual y lo heterosexual.
Está llegando el momento en que la dramatización de una escena de amor entre dos hombres o entre dos mujeres, en lugar de repugnancias y risas nerviosas, despierte sincera emoción en el público heterosexual, del mismo modo en que todo homosexual ha compartido la emoción de su vecino de butaca ante parábolas universales del amor, como la de Romeo y Julieta. Recién entonces estaremos seguros de que hemos logrado reconstruir la belleza original del cuerpo descuartizado del amor.
Se ha de avanzar hacia una sociedad plural pero no organizada en tribus. Una sociedad amante del otro diverso. Suena a utópico; pero toda alternativa «realista» resulta insatisfactoria. Pues, en el grotesco zoológico de las especies sexuales en que nos han clasificado sin consultarnos, se mutila a la vez la universalidad del amor y la irrepetibilidad de su experiencia individual.
Todo casillero es intrínsecamente injusto. Al cuerpo le nacen gestos que la conciencia no ve y el lenguaje no nombra, y en esos gestos no vistos u olvidados late una expresión de vida que el dogma de la identidad mutila. Escucharse vivir, mirarse vivir, dejarse vivir es el primer acto de liberación. Atreverse a no ser nada para ser cada vez más uno. Irrepetible y hermano de todos los distintos, es decir, de todos.
Es difícil saber si esto es asumible por el conjunto de la sociedad. Yo he realizado un esfuerzo de ruptura con resultados imperfectos. Pero, de tarde en tarde, me cruzo con personas que han obtenido éxitos mayores que los míos y mi entusiasmo se reanima. El que ninguna conquista sea definitiva, el que todo terreno ganado en años pueda perderse en una noche... no quita sentido al empeño sino todo lo contrarío. La felicidad es tan difícil como irrenunciable.
Ha de reconocerse, no obstante, que esta línea de conducta no es fácil. Siglos de opresión han solidificado formas alienadas de autorrepresentación. Y el estigma sirve de «clavo ardiente». El homosexual fanatizado por su propia marca, incapaz de reconocerse a sí mismo en sus otros atributos, se aferra compulsivamente a una identidad imaginaria. Reivindica su derecho a ser reconocido como miembro de una sociedad paralela, una secta; cuando su mayor fortuna sería integrarse en la sociedad como uno más.
En esa integración él se enriquecería con la experiencia de los otros y, a su vez, enriquecería a su entorno destruyendo, en los hechos, la falsa creencia en la homogeneidad sexual de la sociedad. Más transformador que organizar una olimpiada gay es que salgan del armario todos los atletas homosexuales inscritos en los juegos oficiales.
El doble filo del alternativismo gay reside en que, por un lado, desclandestiniza y legitima socialmente un rasgo censurado; pero, por el otro, consolida su segregación social como comunidad de los diferentes: confirma una diferencia artificial impuesta por el tabú.
Dos amigos que intercambian confidencias sobre sus vidas sexuales, con indiferencia de sus respectivas orientaciones, materializan, en esa afectuosa complicidad, la indiscutible igualdad de su condición de amantes, cualquiera fuera el sexo de sus partenaires. Se ha de destruir la primacía fóbica y racista de la polaridad homo/hetero en la identificación de las personas, cualquiera que fuera el juicio ético que se realice sobre esos polos.