El artista en el ser humano
15. Mozart está entre los artistas cuyas obras han superado una y otra vez muy convincentemente la mencionada prueba a lo largo de generaciones. Aunque hubo alguna que otra excepción. Muchas de sus obras de infancia o de juventud han sido olvidadas en la actualidad o, por lo menos, encuentran una menor resonancia. La trayectoria de su existencia social: el niño prodigio mimado por los grandes soberanos europeos, la fama esquiva de sus laboriosos veinte y treinta y pocos años, la falta de éxito, especialmente en Viena, la miseria creciente y el aislamiento de los últimos tiempos, después la ascensión, no totalmente rectilínea, de su fama póstuma —todo esto es suficientemente conocido y no necesita ser discutido aquí en detalle. Lo que quizá resulte sorprendente es que Mozart sobreviviera a la peligrosa fase de niño prodigio sin que se marchitara su talento.
No es infrecuente encontrarse con la concepción de que la madurez de un «talento genial» es un proceso «interno», espontáneo, que se completa progresivamente con independencia del destino personal del individuo en cuestión. Está relacionado con la otra concepción según la cual la creación de grandes obras de arte sería independiente de la existencia social de su creador, por tanto de su proceso de realización y su vivencia como ser humano entre seres humanos. Por consiguiente, los biógrafos de Mozart suponen con frecuencia que se puede entender al artista que había en Mozart, e igualmente a su arte, separándolo de la comprensión de Mozart como persona. Esta separación es artificial, conduce a error y es innecesaria. El estado actual de nuestro conocimiento, sin embargo, todavía no permite poner al descubierto las relaciones entre la existencia social y las obras de un artista; pero sí pueden tantearse[30].
La transfiguración del secreto en el genio puede satisfacer una necesidad muy extendida y profundamente sentida en el estadio de la civilización actual. Al mismo tiempo representa una de las muchas formas de la divinización de las «grandes» personalidades, cuyo reverso es el menosprecio de las personas corrientes. De esta manera, elevando unas personas por encima de la media humana, se rebajan a las otras. La comprensión de los logros de un artista y el disfrute de sus obras no se minimiza, más bien al contrario, se fortalece y se ahonda con el intento de comprender las relaciones de sus obras con su destino en la sociedad de los hombres. El talento especial o, como se le llamaba en la época de Mozart, el «genio», algo que una persona no es, pues solamente lo puede poseer, también forma parte de los elementos específicos de su destino social y, en este sentido, es un factor social, exactamente igual que el talento sencillo de una persona no genial.
En el caso de Mozart —a diferencia de Beethoven— la relación entre la «persona» y el «artista» fue pata muchos investigadores especialmente desconcertante, porque su imagen, tal como se desprendía de cartas, artículos y otros documentos, no concuerda con la imagen ideal preconcebida de un genio. Mozart era un hombre sencillo, de los que no causan gran impresión cuando uno se cruza con ellos en la calle, a veces infantil y, por lo visto, de vez en cuando utilizaba en privado sin trabas metáforas relativas a las secreciones anales. Desde pequeño tenía una gran necesidad de afecto que se manifestó durante sus pocos años de edad adulta, tanto en un deseo físico incontenible como en una demanda constante del cariño de su mujer y de su público. El problema es cómo alguien, que estaba bien provisto de todas las necesidades animales de una persona normal, podía crear una música que parecía carente de cualquier animalidad a todos aquellos que la escuchaban. Esta música se ha caracterizado con los siguientes términos: «profunda», «llena de sentimiento», «sublime», «misteriosa» —parece que ha de pertenecer a un mundo en el que la vida cotidiana del hombre sea distinta y en el que el mero recuerdo de los aspectos menos sublimes del ser humano resulte ofensivo.
Que esta dicotomía romántica se afirme tenazmente hasta hoy, tiene una causa clara y evidente. Es un reflejo de la confrontación siempre renovada y todavía no superada del estadio de evolución actual entre el hombre civilizado y su carácter animal. La imagen idealizante del genio se convierte en el aliado de las fuerzas que combaten en el individuo por su espiritualidad y en contra de su existencia corporal. Simplemente se desplaza el lugar de la batalla. Esta escisión así creada, en la que se pueden remitir los secretos adscritos al genio y su humanidad genial a dos compartimentos separados, es la expresión de una deshumanización profundamente enraizada en el mundo del pensamiento europeo. Se trata de un problema no superado de la civilización.
Cada gran paso de la civilización, sea cual sea la fase de la evolución de la humanidad en el que se produzca, representa un intento del ser humano de refrenar en el trato con los demás sus impulsos animales indomables que forman parte de su naturaleza, mediante impulsos contrarios socialmente determinados o, según el caso, de transformarlos por medio de la cultura o por un proceso de sublimación. Esto les permite vivir consigo mismos y convivir con los demás sin estar expuestos constantemente a la necesidad imperiosa e indomeñable de sus emociones animales tanto ante las de los demás como ante las propias. Si las personas siguieran siendo, aun durante su crecimiento, esos seres instintivos inamovibles que son de muy pequeños, sus posibilidades de supervivencia serían muy escasas. Permanecerían sin los medios adquiridos de orientación para conseguir alimentos, se transmitiría sin oposición el deseo irreprimible momentáneo de cada exigencia y con ello serían una carga permanente y un peligro tanto para los otros como para sí mismos.
Pero el canon y los métodos sociales, con cuya ayuda las personas construyen conjuntamente controles para sus instintos durante su convivencia, no surgen sistemáticamente; se desarrollan a largo plazo, a ciegas y sin premeditación. Por ello las desigualdades y las contradicciones de la regulación de los instintos, las grandes oscilaciones en el grado de severidad y benevolencia, forman parte de las propiedades estructurales recurrentes del proceso de civilización. Hay grupos enteros de personas, o individuos, que han elaborado formas extremas de regulación de sus impulsos animales y que tienden a reprimirlos y que combaten con todos sus instintos a las personas que no hacen lo mismo. También hay otros que, por el contrario, elaboran controles para sus impulsos extremadamente relajados y que intentan seguir sus emociones instintivas con impaciencia. En un canon de pensamiento, todavía se puede reconocer algo de la superreacción civilizadora del primer tipo, cuyos representantes están dispuestos a dividir conceptualmente al ser humano en dos partes, precisamente mediante esquemas como «naturaleza» y «cultura» o «cuerpo» y «alma», sin preguntarse en lo más mínimo por la relación entre los hechos a los que se refieren estos términos. Esto mismo se puede decir de la tendencia a trazar una precisa línea divisoria, conceptual, entre el artista y la persona, el genio y «el ser corriente»; es válido también para los que se inclinan a tratar el arte como algo que, como quien dice, flota en el aire, ajeno e independiente de la convivencia social de las personas.
Sin duda hay elementos característicos de las artes, especialmente de la música, que favorecen esta concepción. En primer lugar están los procesos sublimatorios, mediante los cuales las fantasías humanas se despojan de su animalidad en las creaciones musicales, sin perder necesariamente su dinámica elemental, su ímpetu y su fuerza o, según el caso, la imagen de la dulzura de la realización. Muchas obras de Mozart son testimonio de una extraordinaria fuerza transformadora de este tipo.
Todavía hay una segunda característica de la música, y de las artes en general, que también contribuye a que se la desligue mentalmente con tanta facilidad del contexto humano, sobre todo en la forma compleja, altamente especializada, que se desarrolla en las sociedades diferenciadas. Su repercusión no está limitada evidentemente a los miembros contemporáneos de aquella sociedad, a la que su creador pertenece. Uno de los rasgos más significativos de los productos del ser humano, que llamamos «obras de arte», es que tienen una relativa autonomía en relación con su creador y con la sociedad de la que surgen. Con bastante frecuencia, hoy se revela una obra de arte como una obra maestra a ojos de otras personas cuando puede hallar una buena acogida en generaciones posteriores más allá de la del creador. ¿Qué calidades figurativas de una obra de arte, qué características estructurales de la existencia social y de la sociedad de su creador conducen a que sea reconocida su «grandeza» por posteriores generaciones, en algunos casos a pesar de la falta de repercusión entre sus contemporáneos? Esto es por ahora todavía un problema sin resolver que se disfraza con frecuencia de eterno secreto.
Pero la relativa autonomía de la obra de arte y las dificultades del complejo de preguntas que se abre con todo ello no eximen de la tarea de seguir investigando la relación que subsiste entre la experiencia y el destino de la persona creadora de arte en su sociedad, y por lo tanto también la relación entre esta misma sociedad y las obras creadas por él.
16. La relevancia del problema sugerido anteriormente es mayor de lo que pueda parecer a primera vista. No se limita a la música ni tampoco al arte. Una dilucidación de las relaciones entre la experiencia vivida de un artista y su obra también es importante para comprendernos a nosotros mismos como seres humanos. El hecho conocido por todos de que los hombres hacen música y que disfrutan con ella, en todas las épocas de la evolución humana, desde las más sencillas a las más complejas, pierde con ello algo de su trivialidad y de su familiaridad. En lugar de esto, se plantea una cuestión más amplia de debate: la que hace referencia a la peculiaridad de aquellos seres que tienen todas las características de los animales muy evolucionados y que, al mismo tiempo, pueden crear imágenes mágicas, piezas prodigiosas de música como el Don Giovanni de Mozart o sus tres últimas sinfonías y dejarse influir por ellos. El problema de la capacidad de sublimación del ser humano, a pesar de su alcance sociológico, ha sido un tanto desatendido en comparación con el de la represión. Aun cuando no se pueda desligar, se enfrenta uno aquí inevitablemente con él.
Al hablar de Mozart es fácil que a uno le salgan palabras como «genio innato» o «capacidad innata de composición»; pero esto es una forma de expresión irreflexiva. Cuando se dice que las propiedades estructurales de una persona son innatas, se supone que estas han sido heredadas, determinadas biológicamente en el mismo sentido que el color del cabello o de los ojos. Sin embargo, está absolutamente descartado que una persona pudiera tener trazado naturalmente, es decir, arraigado en los genes, algo tan artificial como la música de Mozart. Aún antes de cumplir los veinte años, Mozart escribió un buen número de piezas musicales en ese estilo característico que por aquella época estaba de moda en las cortes europeas. Componía precisamente con la facilidad que le había hecho famoso como niño prodigio entre sus contemporáneos exactamente el tipo de música que había desarrollado a causa de su evolución específica en su sociedad y sólo en ella, es decir, sonatas, serenatas, sinfonías y misas. Tanto esta facultad como la del manejo de los complejos instrumentos musicales de su época —el padre de Mozart cuenta con qué facilidad aprendía el niño a los siete años la técnica del órgano[31]— no podían haber sido habilidades naturales.
Está fuera de toda duda que la imaginación de Mozart se vertió en figuras musicales con una espontaneidad y una fuerza que recuerdan un fenómeno natural. Pero si aquí había un fenómeno natural, seguramente se trataba de una fuerza menos específica que aquella que se manifestaba en sus frecuentes ocurrencias con un lenguaje totalmente específico. Que Mozart poseía una extraordinaria facilidad para la composición y la interpretación de la música que se correspondía al canon musical y social de sus días, sólo se puede explicar como expresión de unos procesos sublimatorios de las energías naturales, y no como expresión de energías naturales o innatas de por sí. Si había una disposición biológica en su talento especial, esta sólo puede ser una aptitud extremadamente general, no específica, para la que actualmente no tenemos ni siquiera términos adecuados.
Por ejemplo, es concebible que las diferencias biológicas también intervengan en las divergencias de capacidad sublimatoria.
Así uno se puede imaginar que Mozart poseía una capacidad innata, condicionada por su constitución, para superar en gran medida las dificultades de su más tierna infancia, contra las que ha luchado cualquier persona, sublimándolas bajo la forma de fantasías musicales en un grado poco habitual; pero incluso esto sería una suposición arriesgada. Apenas se sabe por qué en el desarrollo humano de una persona en concreto se privilegian determinados mecanismos de proyección, represión, identificación o también de sublimación. Nadie dudará realmente de que en Mozart se manifestara con especial fuerza ya desde su primera niñez una transformación sublimatoria de las energías instintivas junto a otros mecanismos. Afirmándolo no se merma en absoluto la grandeza y la importancia de Mozart, o el placer que producen sus obras, al contrario, así se encuentra aquí un puente que pasa por los fatales abismos que se abren cuando se intenta separar al Mozart artista del Mozart persona.
Para entender esta unidad hay que dar naturalmente todavía algunos pasos más. No serán muchos, porque los problemas de sublimación ciertamente han sido investigados bastante poco.
Entre las circunstancias que tienen un efecto claro en los procesos sublimatorios se cuentan la orientación y el alcance de la sublimación en los padres de un niño o en los demás adultos con los que está en estrecho contacto en sus primeros años. También más tarde, a lo largo de su vida, otros modelos sublimatorios, como, por ejemplo, maestros adecuados, pueden ejercer una influencia decisiva con su personalidad. Además, con frecuencia se tiene la impresión de que la posición de una persona en la cadena generacional juega un papel específico en las oportunidades de sublimación, es decir, que facilita la sublimación cuando la persona pertenece a la segunda o tercera generación.
El padre de Mozart era un hombre con una marcada inclinación pedagógica. Era un músico más o menos dotado y no del todo desconocido entre sus contemporáneos musicales como autor de un método de violín. Hijo de un artesano, con una amplia cultura, inteligente, con ganas de ascender, había llegado bastante lejos con su cargo de director de orquesta en la corte de Salzburgo, pero no lo suficientemente lejos para sus propias aspiraciones. Por ello, todo su anhelo de llenar de sentido su existencia social se concentraba en sus hijos, sobre todo en su hijo varón, cuya educación musical se impuso por encima de cualquier otra tarea, incluida su profesión. No se conocen exactamente las relaciones de Mozart con su madre; pero esta situación de un padre músico con una vena pedagógica muy fuerte que intenta satisfacer su imperiosa necesidad de llenar un vacío de sentido a través de su hijo, ya es en todo caso una coyuntura bien favorable para asimilar los conflictos de sus primeros años sublimándolos. Y así saludó Leopold Mozart con lágrimas en los ojos los primeros intentos de composición del pequeño Wolfgang. Surgieron unos fuertes lazos efectivos entre él y su hijo que recompensaban a este por cada rendimiento musical con un elevado premio afectivo; de esta forma se favorecía el desarrollo del niño en la dirección deseada por el padre. Más adelante se añadirá algo a estas relaciones.
17. Quizá también sea útil entrar con mayor detalle en la capacidad específica de Mozart que se tiene presente cuando se le designa como «genio». Seguramente sería mejor abandonar este concepto romántico. Lo que significa no es en absoluto difícil de determinar. Quiere decir que Mozart podía hacer algo que a la mayoría de las personas no les era dado hacer y superaba su capacidad de imaginación: Mozart podía dar rienda suelta a su fantasía que vertió en un torrente de figuras musicales que; cuando se interpretaba para otras personas, conmovía sus sentimientos de las formas más variadas. Aquí lo decisivo fue que su fantasía se expresara en combinaciones formales que se mantenían, sin embargo, dentro del canon musical social aprendido, aunque en su interior trascendían las combinaciones conocidas anteriormente y la expresión de sentimientos que estas contenían. Es esta capacidad de poder crear innovaciones en el ámbito de las figuras musicales con un mensaje potencial o actual para otras personas con la posibilidad de la repercusión obtenida en ellas, lo que intentamos aprehender con conceptos como «creación» o «creatividad» con respecto a la música y mutatis mutandis con respecto al arte en general.
Cuando se utilizan tales términos, no se percibe con frecuencia que la mayoría de las personas son capaces de producir fantasías innovadoras. Muchos sueños son de esta naturaleza. «¡Qué historia tan sorprendente he soñado hoy! —se dice a veces—. Parece como si fuera una persona totalmente ajena a mí quien lo hubiera soñado». Así lo dijo una muchacha, «porque no sé cómo se me ocurren estas cosas». Lo que aquí se quiere debatir no tiene nada que ver con la interpretación del contenido de los sueños. No se tocará la obra pionera que elaboraron en este sentido Freud y sus discípulos. Aquí nos interesa la parte creativa de la elaboración de los sueños. En los sueños se manifiestan relaciones totalmente nuevas o incluso bastante incomprensibles para uno mismo[32].
Pero las fantasías oníricas innovadoras de los durmientes, y también los correspondientes sueños diurnos de los estados de vigilia, se diferencian específicamente de las fantasías que se convierten en obras de arte. Son casi siempre caóticas o, por lo menos, desorganizadas, confusas y, aunque para el que sueña sean a menudo muy interesantes, para las demás personas son de un interés limitado o sencillamente insignificantes. Lo específico de las fantasías innovadoras que se manifiestan como obras de arte es que se trata de fantasías que surgen de un material accesible a muchas personas. Resumiéndolo brevemente: se trata de fantasías desprivatizadas. Quizá suene demasiado sencillo, pero la dificultad global de la creación artística se manifiesta cuando alguien intenta cruzar ese puente, el puente de la desprivatización; también podría llamarse el de la sublimación. Para dar un paso semejante, las personas han de ser capaces de someter la capacidad de fantasear, tal como aparece en sus sueños personales nocturnos o diurnos, a las leyes propias del material y con ello depurar sus producciones de las impurezas relacionadas exclusivamente con el yo. En una palabra, tienen que darle junto a la relevancia del yo, una del tú, del él, del nosotros, del vosotros y del ellos. La subordinación al material, sea este palabras, colores, piedras, notas o lo que sea, está encaminada a cumplir con esta exigencia.
La irrupción de la fantasía en un material, sin que pierda en este proceso su espontaneidad, su dinámica y su fuerza innovadora, exige además capacidades que sobrepasan el puro fantaseo con un material. Es necesaria una profunda familiaridad con las leyes propias del material, por lo tanto, una extensa práctica en su manipulación y amplio conocimiento sobre sus posibilidades. Este entrenamiento, la adquisición de este saber conjuran determinados peligros: con ellos es posible deteriorar la fuerza y la espontaneidad de las fantasías, o dicho de otra manera, sus propias leyes. En lugar de seguir desarrollándose en la relación con el material, en algún caso se podría llegar a paralizar totalmente. Porque la transformación, la desanimalización o la civilización de la corriente primaria de la fantasía llevada a cabo por medio de una corriente de saber y, si resulta, por la fusión final de lo primero con lo último durante la manipulación del material, representa un aspecto de la resolución de un conflicto. El saber adquirido, al que también pertenece el pensamiento adquirido, o en el lenguaje objetivante de la tradición: la «razón»; en el sentido freudiano: el «yo» se opone más enérgicamente a los impulsos de energía animal cuando, intentando controlar los movimientos, procura apoderarse de los músculos del cuerpo. Estos impulsos libidinosos durante el intento de dirigir las acciones humanas también inundan las cámaras del recuerdo y prenden allí la llama de las fantasías oníricas que se purifican en el trabajo de una obra de arte con una corriente de saber para finalmente fundirse con él; por tanto, acaba siendo una reconciliación de corrientes de personalidad originariamente antagónicas.
A esto hay que añadir algo más. La creación de una obra de arte, la elaboración del material correspondiente, es un proceso abierto, una marcha progresiva por un camino no pisado con anterioridad por la persona en cuestión y, en el caso de los grandes maestros, por un camino todavía no hollado por el ser humano. El creador artístico experimenta. Pone a prueba su fantasía en el material, en el material de su fantasía que está tomando forma. En cada momento tiene la posibilidad de dirigir el proceso de dotación de forma en uno u otro sentido. Puede errar el camino, puede decirse al volver atrás: «No queda bien, no suena bien, no tiene el aspecto que deseo. No tiene valor, es trivial, se desmorona, no se articula en un sistema integrado de tensiones». En el origen de una obra de arte no sólo participa la dinámica de la corriente de fantasía, ni tan sólo una corriente de saber, sino también una instancia rectora de la personalidad, la conciencia artística del creador, una voz que dice: «Así es como hay que hacerlo, así se ve bien, así suena bien, así se aprecia bien y no de otra manera». Cuando la producción se mueve por las vías conocidas, entonces esta conciencia del individuo habla con la voz del canon social del arte. Pero cuando un artista sigue desarrollando el canon conocido individualmente, como lo hizo Mozart en sus últimos años, entonces tiene que abandonarse a su propia conciencia artística; tiene que poder decir con celeridad cuando profundiza en su material, si la dirección que ha tomado su corriente de fantasía espontánea al trabajar el material es adecuada a sus leyes inmanentes o no.
En este nivel se trata, por tanto, de una reconciliación y una fusión de corrientes del creador de arte que originalmente estaban enfrentadas o en tensión, por lo menos en sociedades en las que la generación de obras de arte es una actividad en gran medida especializada y compleja. Estas sociedades exigen una diferenciación muy profunda de las funciones del yo, del ello y del super-yo. Si aquí se vierte a conciencia y sin dominio la corriente de fantasías libidinosas en un material, entonces las figuras artísticas, como se puede apreciar en los dibujos de los esquizofrénicos, se descomponen sin coordinación o sentido alguno. A menudo tienen junto a ellas algo que no encaja, que sólo tiene un sentido para la persona que lo ha creado. Las leyes inmanentes del material, con cuya ayuda es posible participar a otros el sentimiento y la visión del artista, ya no sirven en parte o totalmente y no pueden cumplir su función socializante.
La altura de la creación artística se alcanza cuando la espontaneidad y la fuerza innovadora de la corriente de fantasía se combinan de esta forma con el conocimiento de las leyes inmanentes del material y con el juicio de la conciencia artística, de forma que la corriente innovadora de fantasía se manifiesta durante el trabajo del artista como si fuera autónoma, siempre de acuerdo con el material y la conciencia artística. Este es uno de los tipos de procesos de sublimación más fecundos socialmente[33].
18. Mozart representa el más claro exponente de este tipo. La espontaneidad de su corriente de fantasía trasladada a la música fue, en su caso, ininterrumpida. Con bastante frecuencia surgían de él torrencialmente las invenciones musicales como los sueños en los durmientes. Según algunos relatos se podría creer que, de vez en cuando, estando Mozart en compañía de otras personas, aguzaba el oído secretamente hacia una pieza musical que se estaba formando en su interior. Se cuenta que entonces se disculpaba repentinamente y se iba; al cabo de un rato volvía de buen humor; entre tanto había «compuesto», como decimos nosotros, una de sus obras.
El hecho de que en esos momentos se compusiera por sí misma, por así decirlo, una obra, no se basa únicamente en la fusión interior de su corriente de fantasía y de su saber artesano del timbre y la capacidad de los instrumentos correspondientes o de la forma tradicional de las piezas musicales, sino también en la fusión intima de ambos, de la corriente de saber y la de la fantasía, con su conciencia artística altamente desarrollada y sobre todo sensitiva. Lo que nosotros sentimos como la perfección de muchas de sus obras se debe en igual medida a la riqueza de su fantasía inventiva, a su vasto conocimiento del material musical y a la espontaneidad de su conciencia musical. Por importantes que fueran las innovaciones de su fantasía musical, no se equivocó nunca. Sabía, con la certeza del sonámbulo, qué figuras tonales —dentro del marco del canon social en el que trabajaba— se correspondían con las leyes inmanentes de la música que escribía y cuáles tenía que rechazar.
Las ocurrencias llegan de pronto. A veces se desarrollan durante un tiempo por sí mismas, como los sueños de los durmientes, y quizá dejan tras de sí huellas más o menos perfectas en el almacén que llamamos «memoria», de manera que el artista puede confrontarse con sus propias ocurrencias, como un espectador ante la obra de otra persona; la puede examinar desde la distancia, por así decirlo, puede seguir trabajando con ellas y mejorarlas o, si su conciencia artística fracasa, empeorarlas. Sin embargo, a diferencia de las ocurrencias oníricas, las ocurrencias del artista están relacionadas social y materialmente. Constituyen una forma específica de la comunicación, están destinadas a ser aclamadas, a tener una repercusión, positiva o negativa, a provocar el agrado o el enojo, el aplauso o el abucheo, el amor o el odio.
Además, la simultaneidad de la referencia material y social, cuya relación puede que no se aprecie a primera vista, es todo menos casual. Todo material característico para cada campo del arte siempre se regirá por sus leyes inmanentes y resistirá en consecuencia ante la arbitrariedad del creador. Para que surja una obra de arte, la corriente de fantasía ha de transformarse de tal manera que se pueda representar a través de esos materiales. Sólo cuando el creador de arte —en una fusión espontánea— pueda superar también las tensiones siempre recurrentes entre fantasías y material, sólo entonces la fantasía tomará forma, se convertirá en parte integral de una obra y, al mismo tiempo, podrá ser comunicada, por tanto, objeto de una posible repercusión en los otros, cuando no necesariamente de los contemporáneos del artista.
Sin embargo, esto también quiere decir que no hay artistas que creen obras de arte sin ningún tipo de esfuerzo, ni siquiera Mozart. El extraordinario nivel de fusión de su corriente de fantasía con las leyes inmanentes de su material, la asombrosa facilidad con que durante mucho tiempo su conciencia percibía corrientes de figuras tonales cuya abundancia de ocurrencias innovadoras se conectaba como por sí misma con la sucesión lógica propia de su calidad figurativa, no dispensó en todos los casos a Mozart de la fatiga de los retoques examinadores bajo la mirada de su conciencia. De todas formas, dicen que al final de su vida observó una vez que para él era más fácil componer que no hacerlo[34]. Esta es una manifestación reveladora y hay muchos elementos que apuntan que es auténtica. A primera vista puede parecer la máxima de un protegido de los dioses. Sólo observándola con mayor detenimiento se descubre que se está ante la muy dolorosa manifestación, de una persona que sufre[35].
Quizás esta breve alusión a las estructuras de la personalidad que se encuentran en la obra de una persona tan extraordinaria como Mozart, aunque no sólo en su obra, contribuya modestamente a eliminar algo de la perogrullada del discurso habitual sobre la persona y el artista Mozart, como si se tratara de dos personajes distintos. Antes se quería idealizar la persona de Mozart para que encajara en la imagen ideal preconcebida del genio. Hoy se tiende en ocasiones a tratar al Mozart artista como a un superhombre y al Mozart persona con un cierto tono despectivo. Esta es una valoración que no se merece. No se basa en última instancia en la representación mencionada anteriormente de que su capacidad musical fuera un don innato que no tuviera relación alguna con su personalidad restante. Recordar que su extenso conocimiento musical y su conciencia extremadamente desarrollada participaban inseparablemente en la creación musical puede ayudar a corregir tales imágenes. Muchas de las afirmaciones estereotipadas que se encuentran en este contexto, frases como «Mozart no podía equivocarse», favorecen esta idea de que la conciencia artística forma parte de las funciones innatas de una persona, en este caso, de Mozart. Pero la conciencia, sea cual sea su forma específica, no es innata en nadie. En todo caso, el potencial de formación de la conciencia estaría preconfigurado en la constitución de una persona. Este potencial se activa y se constituye según una imagen específica en y durante la convivencia de esta persona con otras. La conciencia individual es específicamente social. Se puede ver en la conciencia musical de Mozart, en su adecuación a una música tan característica como la de la sociedad cortesana.