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Con el crujir de la gravilla, el coche se detuvo con suavidad y exactamente en ese instante se abrió la puerta de la mansión, proyectando un rectángulo de luz a mis pies. Una vez dentro, el mayordomo se ocupó de mí, me ayudó a quitarme el abrigo de nutria (regalo de Davey por mi puesta de largo) y me condujo por el vestíbulo, bajo la grandiosa y empinada escalinata doble, gótica, que ascendía con su centenar de peldaños hasta mitad de camino al cielo, uniéndose los dos ramales en un grupo escultórico de mármol que representaba las desdichas de Níobe; atravesamos la antecámara octogonal y el salón verde antes de llegar a la Galería Larga, donde, sin pedirme permiso, pronunció mi nombre con voz sonora y campanuda, abandonándome allí mismo.
La Galería Larga estaba llena de personas, como siempre la recuerdo. En esa ocasión eran tal vez veinte o treinta, algunas de edad muy avanzada, contemporáneas de lady Montdore, sentadas muy tiesas en torno a la mesa del té, junto al fuego de la chimenea, con vasos, no copas, en la mano, y el resto de la concurrencia veía a los demás jugar al backgammon. Aun siendo más jóvenes que lady Montdore, todos me parecían mayores, por ser más o menos de la edad de mi madre. Charlaban como una bandada de estorninos sobre las ramas de un árbol, pues ni siquiera callaron cuando entré, cuando lady Montdore me los presentó, y tan sólo interrumpieron lo que estaban diciendo para clavar en mí las miradas un instante y seguir a lo suyo como si tal cosa. Ahora bien, cuando ella les dijo mi nombre, uno de ellos tomó la palabra.
—¿No será la hija de la Desbocada?
Yo estaba más que acostumbrada a oír que a mi madre la llamasen la Desbocada; de hecho, nadie, ni siquiera sus propias hermanas, la llamaba de otro modo, así que cuando lady Montdore hizo una pausa y miró con el ceño fruncido a quien había hecho la pregunta, me limité a responder con un hilillo de voz.
—Pues sí.
Todos los estorninos parecieron levantar el vuelo antes de posarse en otro árbol. Y ese árbol fui yo.
—¿La hija de la Desbocada?
—Anda, no seas chistosa, ¿cómo va a tener la Desbocada una hija tan crecida?
—Veronica, ven un instante, ¿tú sabes quién es ésta? Es la hija de la Desbocada, no te lo pierdas.
—Ven a tomar el té, Fanny —dijo lady Montdore, y me condujo a le mesa del té. Los estorninos siguieron con su cháchara sobre mi madre en un lenguaje gangoso y trabucado que dio la casualidad que yo conocía de sobra.
—¡Nogome diguigas quegue nog, laga pogobregueciguilla! Pues qué intrigante, no me digas que no, si te paras a pensarlo, teniendo en cuenta que la primera persona con que se fugó la Desbocada fue nada menos que mi marido, ¿verdad que sí, Chad? Suerte que luego me tropecé yo con él, ¿verdad, ángel mío?, aunque antes tuvo que darse de nuevo a la fuga.
—No me lo puedo creer. La Desbocada no tendrá más de treinta y seis años. Lo sé con toda seguridad, íbamos juntas a ver a Miss Vacani, y tú también venías, Roly. Lo recuerdo como si fuera ayer. Los hierros y las pinzas de la chimenea en el suelo, para la danza de las espadas, y Roly con su kilt escocés. No tendrá más de treinta y seis.
—Así es. Haz la suma, cabeza de chorlito. Se casó a los dieciocho. Dieciocho y dieciocho... treinta y seis. Correcto, ¿no?
—Por los pelos. ¿Y dónde dejas los nueve meses de rigor?
—No fueron nueve, cariño, ni mucho menos. ¿No te acuerdas de lo falso que fue todo, de lo descaradamente grande que era su ramo de novia, pobrecilla? Cuánto disimulo. No hubo más que ver.
—Cuidadito, Veronica. La verdad, Veronica, siempre vas demasiado lejos. Vamos, terminemos la partida...
Tenía yo una oreja puesta en tan apasionante conversación y la otra en lo que lady Montdore me estaba diciendo. Tras obsequiarme con una de sus características miradas, que yo recordaba bien, y con la cual me vino a decir que me abultaba la falda por detrás y que dónde había dejado los guantes (pues, en efecto, se me habían olvidado en el coche, y ¿cómo iba a armarme de valor para preguntar por ellos?), dijo de un modo muy cordial que había cambiado yo en cinco años más que Polly, aunque Polly estaba mucho más alta que yo. ¿Qué tal tía Emily? ¿Cómo estaba Davey?
—¿Quieres tomar el té? —dijo.
Ése era su encanto. De pronto se mostraba afable, justo en el momento en que más parecía que se te iba a echar encima a despellejarte con uñas y dientes. Era el encanto de un puma al ronronear. Mandó a uno de los hombres en busca de Polly.
—Supongo que estará jugando al billar con Boy —añadió, y me sirvió una taza de té—. Y aquí viene Montdore —dijo a la concurrencia en general.
Siempre se refería a su marido llamándolo Montdore ante quienes consideraba sus pares, aunque en casos fronterizos, como el agente de la propiedad inmobiliaria o el doctor Simpson, era lord Montdore, cuando no Su Señoría. Nunca la oí llamarlo «mi esposo». Todo ello formaba parte de esa actitud ante la vida tan desafecta a todos, una empecinada determinación de mostrar a los demás cuál era, a su entender, el lugar que les correspondía, el lugar del cual no debían moverse.
Las charlas no prosiguieron mientras lord Montdore, radiante en su espléndida vejez, entró en la sala. Todo quedó en silencio. Quienes no estaban de pie, se levantaron respetuosamente. Él estrechó las manos de los presentes, con una palabra amable para cada uno.
—¿Y ésta es mi amiga Fanny? Caramba, qué crecidita estás. ¿Te acuerdas de la última vez que te vi, cómo llorábamos al leer el cuento de Andersen «La pequeña cerillera»?
Mentira podrida, me dije. Nunca tuvieron los seres humanos el poder de emocionarme cuando era niña. ¡Belleza sí que me conmovía!
Se arrimó a la chimenea y extendió sus manos blancas y delgadas, algo temblorosas, ante el resplandor del fuego, mientras lady Montdore le servía una taza de té. Reinaba un silencio completo en la estancia. Tomó entonces una magdalena, la untó con mantequilla, la dejó en el plato y se volvió hacia otro hombre de edad provecta.
—Ganas tenía de preguntarle...
Se acomodaron juntos a charlar a media voz y poco a poco volvieron a oírse las demás conversaciones.
Empezaba a creer que no habría motivo para sentirse alarmada con semejante concurrencia, ya que, en lo relativo a los demás invitados, me hallaba yo provista de una coloración protectora, de una especie de camuflaje, toda vez que el momentáneo interés del principio había remitido, de modo que prácticamente podría no haber estado allí, y así podía despreocuparme, seguir callada y observar sus extravagancias. Las diversas fiestas para personas de mi edad, a las que había acudido a lo largo del último año, habían sido en realidad mucho más incómodas, pues en ellas era consciente de que debía representar un papel, cantar para ganarme la merienda, ser, en la medida de lo posible, amena. En cambio, allí volvía a ser de nuevo una niña entre adultos, entre vejestorios, así que podía dejarme ver sin tener que decir nada. Al mirar en derredor, me pregunté vagamente quiénes serían los jóvenes caballeros que, según lady Montdore, estaban invitados especialmente para Polly y para mí. Teniendo en cuenta que ninguno de los presentes era joven ni por asomo, seguro que aún no habían llegado; todos pasaban con mucho de los treinta, diría yo, y seguramente todos ellos estaban casados, aunque era imposible adivinar qué parejas eran marido y mujer, ya que todos hablaban entre sí como si lo fueran, con un tono de voz tan cariñoso y unas lindezas tales que, en el caso de mis tías, sólo podrían haberse utilizado al dirigirse a sus propios esposos.
—¿Todavía no han llegado los Sauveterre, Sonia? —preguntó lord Montdore cuando llegó a por otra taza de té.
Hubo un cierto revuelo entre las mujeres. Volvieron la cabeza como los perros cuando creen haber oído a alguien desenvolver una chocolatina.
—¿Los Sauveterre? ¿Te refieres a Fabrice? ¿No me irás a decir que Fabrice se ha casado? Nada me sorprendería tanto.
—No, no, claro que no. Viene de visita con su madre. Es una antigua enamorada de Montdore. Yo nunca la he visto. Y Montdore hace ya cuarenta años que no la ve. A Fabrice lo hemos tratado desde siempre, vino con nosotros a la India. Es un ser entretenidísimo, delicioso. Estuvo enamoriscado de la coqueta rani de Rawalpur, hasta el punto de que, según se comenta, el último de los hijos de ésta...
—¡Sonia! —dijo lord Montdore de un modo demasiado cortante en él. Ella le hizo caso omiso.
—Horrible vejestorio era el rajá. Sólo espero que sea cierto lo que se comenta. Pobrecillas, traen al mundo una criatura tras otra. No puedo evitar sentir piedad por ellas, son como los pajarillos, en fin. Yo solía visitar a las recluidas en el purdah, y ellas, cómo no, me adoraban, era sencillamente conmovedor.
Se anunció la llegada de lady Patricia Dougdale. Cuando los Montdore se encontraban en el extranjero, yo había visto a los Dougdale alguna que otra vez, porque eran vecinos de Alconleigh, y aunque a mi tío Matthew no le agradaba en absoluto la presencia de ningún vecino, estaba fuera de su alcance el borrarlos a todos de un plumazo e impedirles que comparecieran en las reuniones de turno, en el andén de Oxford para tomar el tren de las 9.10 y en el de Paddington para tomar el de las 4.45, o bien en el mercado de Merlinford. Además, los Dougdale habían llevado invitados a los festejos de Alconleigh, a los bailes celebrados por tía Sadie, a las puestas de largo de Louisa y Linda, y habían obsequiado a Linda, como regalo de bodas, un almohadón antiguo, de encaje, curiosamente pesado, porque estaba relleno de plomo. Louisa, romántica incurable, quiso cerciorarse de que no pesara tanto por estar lleno de oro, «serán los ahorrillos de alguien, seguro», de modo que lo desgarró con sus tijeras de las uñas, y encontró el plomo, a resultas de lo cual no se pudo ya mostrar a nadie ninguno de los regalos de bodas, por temor a herir los sentimientos de lady Patricia.
Lady Patricia era un perfecto ejemplo de belleza a flor de piel. Tuvo en su día la misma cara que Polly, pero sus rubios cabellos se le habían vuelto canosos y la piel blanquísima ya estaba amarillenta, de modo que parecía una estatua clásica que hubiera pasado largo tiempo a la intemperie, con una fina capa de nieve sobre la cabeza, las facciones desdibujadas y manchadas por la humedad. Tía Sadie decía que ella y Boy habían tenido fama de ser la pareja más vistosa de todo Londres, aunque esto tuvo que ser años antes: ya eran viejos, cincuenta y tantos más o menos, y la vida pronto se les habría terminado. La vida de lady Patricia había sido un cúmulo de penas y padecimientos, penas por su matrimonio y padecimientos por el hígado. (Claro está que ahora cito a Davey.) Había estado locamente enamorada de Boy, que era algo más joven que ella, años antes de que se casaran, y al parecer él accedió a casarse con ella porque no podía resistirse al embrujo de la relación con su estimada familia Hampton. La gran pena de Boy era no haber tenido hijos, no en vano había puesto todo su empeño en fundar una aljama repleta de pequeños Hampton, así lo fueran a medias, y se decía por ahí que la decepción lo tuvo casi desquiciado mucho tiempo, aunque ahora su sobrina Polly empezaba a ocupar el lugar que habría ocupado una hija suya, tanta era la devoción con que él la quería.
—¿Y Boy? —preguntó lady Patricia cuando hubo saludado, a su manera tan británica, a las personas que se encontraban cerca de la chimenea, lanzando una oleada con los guantes o una media sonrisa a los que se hallaban más alejados. Vestía un sombrero de fieltro, un discreto traje de tweed, medias de seda y zapatos de piel de becerro muy lustrosos.
—Ojalá hubiera venido —dijo lady Montdore—. Quiero que me ayude con la mesa, pero está jugando al billar con Polly. Ya le he mandado el recado, ha ido Rory a buscarlos... ¡Ah, aquí están!
Polly besó a su tía y me besó a mí. Miró en derredor por ver si había llegado alguien a quien aún no hubiera formulado «¿Cómo está usted?», y es que tanto ella como sus padres, a resultas seguramente de los puestos oficiales que había ocupado lord Montdore, eran de trato más bien formal. Y sólo entonces se volvió hacia mí.
—Fanny —dijo—, ¿llevas mucho tiempo aquí? No me habían dicho nada.
Estaba plantada ante mí, bastante más alta que yo, de nuevo en carne y hueso, en vez de ser el mero recuerdo nebuloso de mi infancia, y todos los complicados sentimientos que tenemos por las personas que nos importan en la vida acudieron a mí en tropel. También acudieron en tropel mis sentimientos hacia el Listillo, sólo que sin complicaciones de ninguna clase.
—¡Ja! —le oí decir—. He aquí, por fin, a mi señora esposa.
Me dio repelús sólo de verlo con el cabello negro y rizado, ya peinando canas, y con su vistoso desenfado de siempre. Era algo más bajo que su mujer y trataba de compensarlo gastando zapatos de suela muy gruesa. Siempre parecía horriblemente encantado de haberse conocido; las comisuras de los labios se le fruncían hacia arriba incluso cuando tenía la cara en reposo, y si se ofendía por lo que fuera, aún se le marcaba más ese rasgo en una sonrisa enloquecida.
La mirada azul de Polly se había posado en mí. Supongo que también estaba en el proceso de redescubrir a una persona a la que sólo recordaba a medias, en realidad la misma persona, una morenita de pelo rizado, como decía tía Sadie, igualita que un poni que en el momento menos pensado pudiera sacudir las crines crespas y largarse al galope. Media hora antes de buena gana me habría largado al galope, pero ahora me sentí felizmente inclinada a quedarme donde estaba.
Cuando subimos juntas, Polly me rodeó con el brazo por la cintura y me habló con evidente sinceridad.
—Es magnífico volver a verte. ¡La de cosas que tengo que preguntarte! Cuando estábamos en la India muchas veces me paraba a pensar largo rato en ti. ¿Te acuerdas de que las dos teníamos vestidos de terciopelo negro con un lazo rojo para bajar después del té? ¿Te acuerdas de que Linda tuvo lombrices? Parece que fue otra vida, hace tantísimo tiempo... ¿Cómo es el prometido de Linda?
—Muy guapo —dije—. De muy buen corazón, aunque lo cierto es que en Alconleigh no le tienen mucha simpatía.
—Ah, qué lástima. De todos modos, si a Linda le gusta... En fin, ¡hay que ver!, Louisa ya se ha casado y Linda ya está prometida. Claro que antes de ir a la India éramos todas unas crías, y ahora ya estamos en edad de casarnos, lo cual es una gran diferencia, ¿verdad? —suspiró hondo.
—¿Tú te pusiste de largo en la India? —le pregunté. Polly era un poco mayor que yo.
—Pues sí, claro, hace ya dos años. Fue todo aburridísimo. Eso de las puestas de largo y todo lo que viene después, las fiestas en sociedad y todo eso, me parece un auténtico tostón. ¿A ti te gusta, Fanny?
Nunca me había parado yo a pensar si me gusta o no la vida en sociedad, de modo que me resultó difícil responder a su pregunta. Las chicas hacen su puesta de largo y luego hacen vida en sociedad, eso lo sabía perfectamente. Es una etapa natural de su existencia, tal como para los chicos lo es la universidad, por la que han de pasar antes de que comience en serio la vida, la verdadera vida. Se supone que los bailes son una delicia. Cuestan un dineral y es gran bondad por parte de los adultos celebrarlos a menudo, como era bondadosísima tía Sadie por haberme llevado a tantos. Claro que en esos bailes, aun cuando me lo pasaba francamente bien, tenía siempre la incómoda sensación de que me faltaba algo. Era algo parecido a ir a una función teatral cuando se representa en una lengua extranjera. Siempre que acudía a uno de esos bailes tenía la esperanza de comprenderlo todo, pero nunca era así, aun cuando todos los que me rodeaban obviamente lo entendían de punta a cabo. Linda, por ejemplo, lo había entendido con toda claridad, pero es que ella estaba entonces a la caza del amor, y alcanzó ese propósito con éxito.
—Lo que a mí me gusta —dije sin faltar a la verdad— son los vestidos de noche.
—¡Ah, toma, y a mí! ¿A ti te pasa que te pones a pensar en vestidos y sombreros a todas horas, incluso en la iglesia? A mí también. La tela de tu vestido es espléndida, Fanny, me he fijado enseguida.
—Sólo que se me abolsa —dije.
—Siempre se abolsan, salvo en las mujeres muy elegantes y menudas, como Veronica. ¿No te alegras de estar de nuevo en esta habitación? Es la que solías ocupar tú, ¿te acuerdas?
Naturalmente que me acordaba. Siempre ostentaba mi nombre completo, «Ilima. Frances Logan», escrito en un tarjetón sobre una placa de cobre, en la puerta, incluso cuando era tan pequeña que iba allí con mi niñera. Aquello me impresionaba mucho.
—¿Esto es lo que te vas a poner esta noche? —Polly se había situado ante la enorme cama de dosel, con cortina roja, sobre la que estaba extendido mi vestido—. Qué bonito, terciopelo verde y plata. Es como de ensueño, tan suave, tan delicado... —se frotó la mejilla con un pliegue de la falda—. El mío es de lamé plateado. Huele como una jaula de pájaros cuando hace calor, pero me encanta. ¿No te parece maravilloso que vuelvan a llevarse las faldas largas en los vestidos de noche? Bueno, cuéntame más de las presentaciones en sociedad en Inglaterra.
—Bailes —dije—, almuerzos para las chicas, tenis para quien pueda, fiestas de noche, cenas, teatro, Ascot, presentaciones a los invitados... No sé, seguro que te lo imaginas.
—¿Y todo sucede como esa gente que está abajo?
—¿Quieres decir que si se habla a todas horas? Date cuenta de que los de ahí abajo son todos viejos, Polly, y una puesta de largo es con gente de tu misma edad.
—Ellos no se consideran nada viejos —dijo riéndose.
—A pesar de los pesares —dije—, lo son.
—La verdad es que yo no los veo tan viejos, claro que supongo que es porque parecen relativamente jóvenes al lado de mi madre y mi padre. Date cuenta, Fanny: tu madre no había nacido cuando mi madre se casó, y la señora Warbeck aún tenía edad suficiente para ser su dama de honor. Mi madre me lo decía antes de que llegaras. No, en realidad lo que yo quiero saber de las presentaciones en sociedad que se hacen aquí es otra cosa: ¿qué hay del amor? ¿Andan todos enamorándose cada dos por tres, tienen sus aventuras? ¿Es el amor el único tema de conversación?
Me vi obligada a reconocer que, en efecto, así era.
—¡Ah, qué fastidio! Estaba segurísima de que lo confirmarías. Así era también en la India, claro que sí, pero pensé que en un clima frío las cosas tal vez... En fin, no se lo digas a mi madre si ella te lo pregunta. Haz como si a las debutantes en Inglaterra no les importase nada el amor. Está lo que se dice de los nervios porque yo no me enamoro, me toma el pelo a todas horas. Pero de nada sirve, porque donde no hay, pues no hay. Yo habría dicho que, a mi edad, es natural no enamorarse.
La miré sorprendida, pues me parecía sumamente antinatural, aun cuando podía comprender muy bien que no quisiera hablar de tales cosas con los adultos, especialmente con lady Montdore, pues se trataba de su madre. Pero se me ocurrió una nueva idea.
—¿Podrías haberte enamorado en la India? —le pregunté.
Polly se echó a reír.
—Fanny, querida, ¿qué quieres decir? Pues claro que podría. ¿Por qué no? Lo único que pasa es que no se dio el caso, así de simple.
—¿Con un blanco?
—Con un blanco o con un hombre de color —dijo con tono de burla.
—¿Enamorarte de un hombre de color? ¿Y qué diría tío Matthew?
—Son cosas que pasan, así de sencillo. Tú no entiendes cómo son los rajás, está claro, pero te aseguro que los hay, no todos, eso sí, terriblemente atractivos. Tuve una amiga allí que por poco se muere de amor por uno de ellos. Y te diré una cosa, Fanny. Sinceramente creo que mi madre preferiría que me enamorase de un hombre de color antes que no enamorarme. Por supuesto que se armaría un jaleo espantoso, pero aun así ella lo habría dado por bueno. Lo que le preocupa de veras es que no surja la chispa. Me juego lo que quieras a que ha invitado a ese francés a que venga sólo porque está segura de que no hay mujer que se le resista. En Delhi no pensaban en otra cosa. Yo no estaba allí entonces, estaba en la montaña con Boy y con tía Patsy. Hicimos un viaje maravilloso, sencillamente maravilloso. Te lo tengo que contar despacio, en cuanto tengamos tiempo.
—¿Tú crees que a tu madre le gustaría que te casaras con un francés? —le pregunté. En ese momento, amor y matrimonio estaban para mí indisolublemente anudados.
—Oh, no. Casarme no, faltaría más. Lo que le gustaría es que yo sintiera una cierta debilidad por él, que demostrase que soy capaz de enamorarme. Lo que quiere es ver si soy como las demás. En fin, ya veremos. Suena la campana, nos llaman para que nos vistamos y bajemos a la hora de la cena. Te vengo a recoger en cuanto esté lista. Ya no duermo aquí arriba, tengo una habitación nueva encima del porche. Tenemos tiempo de sobra, Fanny, casi una hora.