VIDA DE UN CIRUJANO
El síndrome de Tourette se ha observado en todas las razas, en todas las culturas, en todos los estratos de la sociedad; puede reconocerse a simple vista una vez uno se ha acostumbrado a él; Areteo de Capadocia consignó hace casi dos mil años casos de ladridos y gestos crispados, de muecas, de extraños ademanes, de maldiciones y blasfemias involuntarias. Sin embargo, no fue descrito clínicamente hasta 1885, cuando Georges Gilles de La Tourette, un joven neurólogo francés —discípulo de Charcot y amigo de Freud—, decidió yuxtaponer esos informes históricos a las observaciones de algunos de sus propios pacientes. El síndrome, tal como él lo describió, se caracterizaba por tics convulsivos, mímica involuntaria o repetición de las palabras o los actos de los demás (ecolalia y ecopraxia), y por pronunciar de una manera involuntaria o compulsiva maldiciones u obscenidades (coprolalia). Algunos individuos (a pesar de su enfermedad) mostraban una extraña despreocupación o indiferencia; otros una tendencia a realizar asociaciones extrañas, a menudo ingeniosas, de vez en cuando oníricas; algunos eran extremadamente impulsivos y provocadores, en un constante poner a prueba los límites físicos y sociales; otros mantenían una reacción constante e incansable al entorno, una tendencia a embestir contra todo y a olerlo todo, o un impulso a lanzar objetos; y aun otros revelaban un extrema estereotipia y obsesión; casi nunca había dos pacientes iguales.
Cualquier enfermedad introduce una duplicidad en la vida: un «ello», con sus propias necesidades, exigencias, limitaciones. Con el síndrome de Tourette, el «ello» toma la forma de la compulsión explícita, más aún, la forma de una multitud de impulsos y compulsiones: uno es impelido a hacer una cosa u otra, contra su propia voluntad, o por deferencia a la voluntad ajena del «ello». Puede existir un conflicto, un compromiso, una colusión entre esas voluntades Este estar «poseído» puede ser algo más que una figura retórica para alguien con un trastorno impulsivo como el de Tourette, y no hay duda de que en la Edad Media fue en ocasiones considerado literalmente como «posesión». (El propio Tourette estaba fascinado por el fenómeno de la posesión, y escribió una obra de teatro sobre la epidemia de posesión diabólica de Loudun.)
Pero la relación entre enfermedad y yo, entre «ello» y «yo», puede ser particularmente compleja en el síndrome de Tourette, especialmente si el «ello» ha estado presente desde la primera infancia, creciendo con el yo, entrelazándose con él de todas las maneras posibles. El síndrome de Tourette y el yo se conforman el uno al otro, complementándose mutuamente cada vez más, hasta que finalmente, como una pareja que lleva mucho tiempo casada, se convierten en un solo ser compuesto. Esta relación es a menudo destructiva, pero también puede ser constructiva, puede añadir rapidez y espontaneidad, y una capacidad para actuar de una manera inusual y a veces sorprendente. A pesar de su cualidad intrusiva, el síndrome de Tourette puede ser utilizado creativamente.
Sin embargo, en los años posteriores a su descripción, el síndrome de Tourette tendió a verse no como una enfermedad orgánica, sino «moral»: una expresión de malicia o debilidad de la voluntad, que había que tratar rectificando la voluntad. En el tiempo comprendido entre los años veinte y los sesenta fue visto como una enfermedad psiquiátrica que debía tratarse mediante psicoanálisis o psicoterapia; pero esto, por lo general, resultó también ineficaz. Posteriormente, con la demostración, a principios de la década de los sesenta, de que el haloperidol podía suprimir drásticamente sus síntomas, el síndrome de Tourette fue considerado (en un repentino cambio de opinión) una enfermedad química, el resultado del desequilibrio de un neurotransmisor cerebral, la dopamina. Pero todos estos puntos de vista son parciales y reductores, y no hacen justicia a la enorme complejidad del síndrome de Tourette. Para describirlo no basta adoptar una perspectiva sólo biológica, ni un punto de vista psicológico o ético-moral, debemos ver el síndrome de Tourette no sólo simultáneamente desde las tres perspectivas, sino desde una perspectiva interior, la de la propia persona afectada. Las descripciones interior y exterior, en este caso, como en todos, deben fundirse.
Podría pensarse que muchas profesiones quedarían vedadas a alguien con complejos tics y compulsiones, o con comportamientos extraños y grotescos, pero éste no parece ser el caso. El síndrome de Tourette afecta quizá a una persona entre mil, y encontramos personas con esa enfermedad —y a veces casos de extrema gravedad— en prácticamente todas las profesiones y clases sociales. Hay escritores con el síndrome de Tourette, matemáticos, músicos, actores, disc-jockeys, trabajadores de la construcción, asistentes sociales, mecánicos, atletas. Podría pensarse que hay profesiones que resultan inconcebibles para alguien que padece esa enfermedad: especialmente, quizá, el delicado y preciso trabajo de un cirujano. Probablemente yo habría creído lo mismo no hace mucho. Pero ahora, por increíble que parezca, conozco a cinco cirujanos con el síndrome de Tourette.[55]
Conocí al doctor Carl Bennett en una conferencia científica sobre el síndrome de Tourette celebrada en Boston. Su apariencia era impecable: sobre la cincuentena, de estatura media, con barba y bigote parduscos y ya entrecanos, y sobrio traje oscuro, hasta que de pronto empujaba, se ponía a tocar el suelo, saltaba o caminaba a trompicones. Me sorprendieron tanto sus grotescos tics como su calma y dignidad. Cuando expresé incredulidad ante su elección profesional, me invitó a visitarle y quedarme en su casa, ver dónde vivía y practicaba su profesión: la ciudad de Branford, en la Columbia Británica, a pasar visita en el hospital con él, a operar con él, a verle en acción. Cuatro meses más tarde, a principios de octubre, volaba en un pequeño avión que se aproximaba a Branford, lleno de curiosidad y expectativas contradictorias. El doctor Bennett vino a buscarme al aeropuerto, me saludó —un extraño saludo, medio embistiendo, medio un tic, un gesto de bienvenida idiosincrásicamente tourettizado—, cogió mi maleta y me llevó hasta su coche con un extraño y veloz paso saltarín, un brinco cada cinco pasos y de pronto la mano al suelo como si fuera a recoger algo.
La situación de Branford es casi idílica: a la sombra de las Rocosas, al sudeste de la Columbia Británica, con Banff sus montañas al norte, y Montana y Idaho al sur; se halla en una región de clima suave y muy fértil, aunque rodeada de montañas, glaciares y lagos. El propio Bennett siente pasión por la geografía y la geología; unos pocos años atrás se tomó un año sabático de su práctica quirúrgica para estudiar ambas disciplinas en la Universidad de Victoria. Mientras conducía me señaló morrenas, estratificaciones y otras formaciones, de modo que lo que al principio me había parecido un simple paisaje bucólico se convirtió en un territorio histórico y geológico modelado por inmensas fuerzas ctónicas. Esa entusiasta e intensa atención a cada detalle, ese constante mirar bajo la superficie, tal examen y análisis, son característicos de una mente con el síndrome de Tourette, inquieta e inquisitiva. Es, por así decir, el otro lado de sus tendencias a la obsesión y la insistencia, su inclinación a repetir, a tocar y volver a tocar.
Y de hecho, siempre que la corriente de atención e interés se interrumpía, los tics y las repeticiones de Bennett se reafirmaban, en particular un obsesivo tocarse el bigote y las gafas. Su bigote tenía que ser continuamente alisado y comprobado en busca de simetría, sus gafas tenían que ser «equilibradas» —arriba y abajo, a un lado y a otro, en diagonal, subiéndolas y bajándolas por la nariz— con gestos súbitos, propios de un tic, realizados con los dedos, hasta que quedaban exactamente «centradas». También había esporádicas embestidas y extensiones del brazo derecho; tocaba repentina y compulsivamente el parabrisas, con los dos dedos índices («Hay que tocar simétricamente», comentaba); repentinas reubicaciones de las rodillas, o del volante («Debo tener las rodillas simétricas con relación al volante. Tienen que estar exactamente centradas»); y repentinas y agudas vocalizaciones, con una voz nada parecida a la suya propia, que sonaban como «Hi, Patty» [Hola, Patty], «Hi, there» [Hola, qué hay] y, en un par de ocasiones, como «Hideous!» [Horroroso]. (Enseguida me enteré de que Patty había sido una antigua novia, cuyo nombre había sido conservado devotamente en un tic.)[56]
No hubo demasiadas muestras de este repertorio hasta que llegamos a la ciudad y quedamos embotellados por los semáforos. Éstos no molestaban a Bennett —no teníamos prisa—, pero interrumpían la conducción, la melodía cinética, el veloz y fluido discurrir de la acción, con su poder de integrar mente y cerebro. La transición era muy repentina: un minuto, todo era fluidez y acción; al siguiente, todo quedaba interrumpido y era ruido y movimiento. Cuando Bennett conducía con fluidez, uno tenía la sensación no de que el síndrome de Tourette hubiera sido suprimido de algún modo, sino de que el cerebro y la mente funcionaban de manera distinta.
Unos minutos después llegamos a su casa, una casa encantadora y muy peculiar, con un jardín silvestre, encaramada a una colina que daba sobre la ciudad. Los perros de Bennett, que parecían lobos, con unos extraños ojos pálidos, ladraban, meneaban la cola, saltaban hacia nosotros a medida que entrábamos con el coche. Mientras salíamos del coche dijo: «¡Hola, cachorrillos!», con la misma voz acelerada, extraña y aguda que había utilizado para «¡Hi, Patty!» Les hizo unas caricias en la cabeza, en un gesto convulsivo, como un tic: una rápida serie de cinco palmaditas a cada uno, dadas con una meticulosa simetría y sincronía. «Son unos perros magníficos, medio esquimales, medio malamut», dijo. «Me pareció que debía tener dos, para que se hicieran compañía mutuamente. Juegan juntos, duermen juntos, cazan juntos… todo.» Y, pensé yo, reciben sus palmaditas juntos: ¿compró dos perros en parte debido a sus compulsiones simétricas y simetrizadoras? Al oír ladrar a los perros, sus hijos salieron corriendo, dos apuestos adolescentes. Tuve la súbita impresión de que Bennett se pondría a gritar: «¡Hi, chicos!» con su voz touréttica y también les daría unas palmaditas en la cabeza, en sincronía, simétricamente. Pero me los presentó individualmente, Mark y David. Y entonces, cuando entramos en la casa, me presentó a su mujer, Helen, que estaba preparando el té para todos.
Cuando nos sentamos a la mesa, Bennett estuvo permanentemente distraído por sus tics: un compulsivo tocar la pantalla de cristal de la lámpara que había sobre su cabeza. Tenía que dar unos suaves golpecitos en el cristal con las uñas de los dos índices, para producir un agudo chasquido medio musical, o, en ocasiones, una breve salva de chasquidos. Consumía una tercera parte del tiempo con ese tic y esa producción de chasquidos, a los que parecía incapaz de resistirse. ¿Tenía que hacerlo? ¿Tenía que sentarse precisamente ahí?
—Si la lámpara estuviera fuera de su alcance, ¿tendría que seguir produciendo ese chasquido? —le pregunté.
—No —dijo—, depende de dónde estoy. Todo es una cuestión de espacio. Donde estoy ahora, por ejemplo, no siento el impulso de tocar la pared de ladrillo, pero si la tuviera a mi alcance tendría que tocarla quizá cien veces. —Seguí su mirada hasta la pared y vi que estaba llena de marcas de viruela, como la luna, de tanto tocarla y darle puñetazos; y más allá estaba la nevera, mellada y abollada, como si la hubieran alcanzado meteoritos o proyectiles—. Sí —dijo Bennett, siguiendo ahora mi mirada—. Lanzo cosas: la plancha, el rodillo, la sartén, lo que sea, como si de pronto estuviera rabioso. —Asimilé esa información en silencio. Añadía una nueva dimensión (inquietante, violenta) a la imagen que me estaba construyendo, y parecía completamente contradictoria con el hombre afable y tranquilo que tenía ante mí.[57]
—Si la lámpara le molesta tanto, ¿por qué se sienta cerca de ella? —le pregunté.
—Claro que es una molestia —respondió Bennett—. Pero también es un estímulo. Me gusta sentir el sonido del chasquido. Pero sí, puede llegar a distraerme enormemente. Aquí, en el comedor, no puedo estudiar… tengo que ir a mi despacho, donde la lámpara no está a mi alcance.
La idea de un espacio personal, del yo en relación a otros objetos y otras personas, tiene tendencia a quedar profundamente alterada en el síndrome de Tourette. Conozco a muchas personas con el síndrome de Tourette que no pueden tolerar estar sentados cerca de otras personas en un restaurante, y que pueden sentirse compelidas, si no pueden evitarlo, a alargar el brazo hacia esas personas o a empujarlas. Esta intolerancia puede ser especialmente grave si el «provocador» está detrás del que padece el síndrome. Muchas personas que lo padecen prefieren los rincones por ello, donde están a una distancia «segura» de los demás, y donde no hay nadie detrás de ellos.[58] Pueden surgir análogos problemas, ocasionalmente, al conducir; el touréttico puede tener la sensación de que los demás vehículos están «demasiado cerca» o «surgen amenazadores», incluso que repentinamente «vienen zumbando» cuando están a una distancia que una persona que no padece el síndrome juzgaría normal. También, paradójicamente, puede surgir una tendencia a ser «atraídos» por otros vehículos, a desviarse o virar hacia ellos, aunque la conciencia de ello, y una mayor velocidad de reacción, generalmente sirve para evitar cualquier desgracia. (También en pacientes que padecen Parkinson pueden observarse esporádicamente ilusiones e impulsos similares, que brotan de anormalidades en la base nerviosa del espacio personal.)
Otra expresión del síndrome de Tourette de Bennett —muy distinta del repentino tocar impulsivo o compulsivo— es un lento y casi sensual apretar el pie en el suelo para marcar un círculo alrededor de él. «Lo encuentro algo casi instintivo», dijo cuando le pregunté por ello. «Como un perro marcando su territorio. Lo siento en los huesos. Creo que es algo primitivo, prehumano, quizá algo que está en todos nosotros sin que lo sepamos. Pero el síndrome de Tourette “libera” esos comportamientos primitivos.»[59]
Bennett a veces denomina al síndrome de Tourette «una enfermedad desinhibitoria». Dice que hay pensamientos, no inusuales en sí mismos, que cruzan la mente de cualquiera, pero que normalmente son inhibidos. En su caso, tales pensamientos perseveran en lo más recóndito de la mente, de un modo obsesivo, e irrumpen repentinamente, sin su consentimiento ni intención. De este modo, dice, cuando hace buen tiempo es probable que le apetezca salir a tomar el sol y broncearse. Esta idea estará en un lugar recóndito de la mente mientras visita a sus pacientes en el hospital, y surgirá en frases repentinas e involuntarias. «Puede que la enfermera diga: “El señor Jones tiene un dolor abdominal”, y que yo mire por la ventana y diga: “Rayos bronceadores, rayos bronceadores.” Puede que lo repita quinientas veces esa mañana. La gente que está en el pabellón del hospital debe de oírlo —es imposible que no lo oiga—, pero supongo que no hacen caso o no les importa.»
A veces el síndrome de Tourette se manifiesta en pensamientos y ansiedades obsesivas. «Si me preocupa algo», me dijo Bennett mientras estábamos sentados a la mesa, «digamos que por ejemplo oigo una historia sobre un niño que ha resultado herido, tengo que levantarme y dar un golpe— cito a la pared y decir: “Espero que no les ocurra a los míos”.» Pude presenciarlo por mí mismo un par de días más tarde. En televisión las noticias informaban de un niño perdido, lo que le inquietó y alteró. Instantáneamente comenzó a tocar sus gafas (arriba, abajo, izquierda, derecha, arriba, abajo, izquierda, derecha), centrándolas y volviéndolas a centrar con furia. Emitió ruidos de «uhu, uhu», como un búho, y murmuró en voz baja: «David, David, ¿se encuentra bien?» Entonces se precipitó de una habitación a otra para asegurarse. Se hallaba en un estado de ansiedad y preocupación muy intenso; mostraba una alarma inmediata ante la mención de cualquier niño perdido o herido; una inmediata identificación consigo mismo, con sus propios hijos; una inmediata y supersticiosa necesidad de comprobar que todo iba bien.
Después del té, Bennett y yo salimos a dar un paseo, pasamos junto a un pequeño pomar rebosante de manzanas y subimos la colina que daba sobre la ciudad, con los amistosos malamutes brincando a nuestro alrededor. Mientras caminábamos, me contó algo de su vida. No sabía si en su familia había alguien con el síndrome de Tourette: era hijo adoptivo. En él se había iniciado cuando tenía siete años. «Cuando era niño, en Toronto, llevaba gafas, aparatos en los dientes y encima tenía tics», dijo. «Ése fue el golpe de gracia. Me mantenía a distancia. Me convertí en un tipo solitario: daba largos paseos yo solo. Nunca tuve amigos a quienes llamar por teléfono, como Mark: la diferencia entre nosotros es enorme.» Pero ser un solitario y dar largos paseos sin compañía le endureció, le convirtió en un hombre lleno de recursos, le dio un sentido de independencia y autosuficiencia. Siempre tuvo habilidad manual y le gustaba saber cómo estaban hechas las cosas: la manera como se formaban las rocas, como crecían las plantas, como se movían los animales, incluso conocer cómo se equilibraban y se tensaban los músculos, reconocer toda la estructura del organismo humano. Muy pronto decidió que quería ser cirujano.
La anatomía fue algo que le llegó de modo «muy natural», pero encontró la facultad de medicina extremadamente difícil, no sólo debido a sus tics y sus compulsiones de tocar, que se volvieron más complejos con los años, sino a causa de extrañas obsesiones y dificultades que le dificultaban la lectura. «Tenía que leer cada línea muchas veces», dijo. «Tenía que alinear cada párrafo para tener las cuatro esquinas simétricas en mi campo visual.» Además de alinear cada párrafo, y a veces cada línea, se veía asaltado por la necesidad de «equilibrar» sílabas y palabras, por la necesidad de «hacer simétrica» la puntuación en su mente, por la necesidad de comprobar la frecuencia de cada letra, y por la necesidad de repetir palabras o frases o líneas para sí mismo.[60] Todo esto le imposibilitaba leer con facilidad y fluidez. Esos problemas todavía le acompañaban y le dificultaban el poder echar un vistazo rápido a un libro, llegar al meollo, disfrutar de la literatura, ya fuera narrativa o poesía. Por otro lado, todo esto le había obligado a leer muy atentamente y a aprenderse los textos de medicina casi de memoria.
Cuando acabó la universidad, se permitió satisfacer su interés por lugares remotos, en particular el Norte: trabajó como generalista en los Territorios del Noroeste y el Yukon, y posteriormente en los rompehielos que rodean el Ártico. Tenía un don para intimar con los demás; se hizo muy amigo de los esquimales con los que trabajaba y se convirtió en una especie de experto en medicina polar. Y cuando se casó, en 1968 —tenía veintiocho años—, viajó con su esposa por todo el mundo y se concedió el deseo que tenía desde niño de escalar el Kilimanjaro.
Durante los últimos diecisiete años ha practicado la medicina en pequeñas y aisladas comunidades al oeste del Canadá; primero, durante doce años, como médico general en una pequeña ciudad. Posteriormente, cinco años atrás, cuando la necesidad de tener montañas, espacios abiertos y disfrutar de la vecindad de los lagos se le hizo más fuerte, se mudó a Branford. («Y aquí me quedaré. No quiero marcharme.») En Branford, me dijo, ha encontrado el «ambiente» adecuado. La gente es cordial pero no excesivamente sociable; guardan cierta distancia. En general tienen buena educación y son corteses. Las escuelas son de gran calidad, hay una universidad municipal,[61] hay teatros y librerías —Helen está al frente de una de ellas—, y también existe un fuerte amor por los espacios abiertos. A la gente le gusta mucho cazar y pescar, pero Bennett prefiere ponerse la mochila al hombro y subir montañas o practicar el esquí de fondo.
Cuando Bennett llegó a Branford, pensó que le miraban con cierta suspicacia. «¡Un cirujano que tiene espasmos! ¿Qué hacemos con él? Hasta aquí podíamos llegar». Al principio no tenía pacientes, y no sabía si podría ganarse la vida, pero gradualmente se granjeó el respeto y el afecto de la ciudad. La clientela comenzó a aumentar, y sus colegas, al principio perplejos e incrédulos, pronto acabaron confiando en él y aceptándole y lo integraron plenamente en la comunidad médica. «Pero ya basta», concluyó cuando regresábamos a la casa. Ya era casi de noche, y las luces de Branford centelleaban. «Venga al hospital mañana, tenemos una reunión a las siete y media. A continuación veré a los pacientes ambulatorios y pasaré visita a los ingresados. Y el viernes opero… Puede ayudarme.»
Esa noche dormí profundamente en la habitación que los Bennett tienen en el sótano, pero por la mañana me desperté temprano a causa de un extraño zumbido que se oía en la habitación contigua a la mía: el cuarto de jugar. La puerta de este cuarto tiene paneles de cristal traslúcido. Mientras escrutaba a través de ellos, medio dormido, vi lo que parecía ser una locomotora en movimiento: una rueda grande que zumbaba, girando y girando y emitiendo bocanadas de humo y de cuando en cuando un pitido. Perplejo, abrí la puerta y me asomé. Bennett, desnudo de cintura para arriba, pedaleaba furiosamente en una bicicleta estática mientras fumaba tranquilamente una gran pipa. Tenía delante un libro de patología, abierto, observé, en el capítulo de la neurofibromatosis. Así es como inicia invariablemente sus mañanas: media hora de bicicleta, fumando su pipa favorita, con un libro de patología o cirugía abierto ante él en el capítulo que corresponde a su trabajo de ese día. La pipa, el ejercicio rítmico, le calman. No hay tics, no hay compulsiones, como mucho, un poco de silbato. (En tales ocasiones parece que se imagina que es un tren que cruza las praderas.) Puede leer, calmado de ese modo, sin sus distracciones y obsesiones usuales.
Pero tan pronto como el pedaleo rítmico se detuvo, un frenesí de tics y compulsiones se apoderó de él; comenzó a darse golpecitos en la barriga, que estaba en buena forma, y a murmurar: «Gordo, gordo, gordo… gordo, gordo, gordo… gordo, gordo, gordo», y a continuación, de modo desconcertante: «Gordo y un cuarto de teta» (a veces obviaba la «teta».)
—¿Qué significa eso? —pregunté.
—No tengo ni idea. Ni tampoco sé de dónde viene hideous…, de pronto apareció un día, hace dos años. Desaparecerá algún día, y lo sustituirá otra palabra. Cuando estoy cansado digo Gideous. No siempre es posible encontrar sentido a estas palabras; a menudo es sólo el sonido lo que me atrae. Cualquier sonido extraño, cualquier nombre extraño, puede empezar a repetirse, y entonces me quedo enganchado a él durante dos o tres meses. Y de pronto, una mañana, desaparece y hay otro en su lugar.
Conociendo su apetito de palabras y sonidos extraños, los hijos de Bennett siempre buscan nombres «raros», nombres que suenen raros en el oído de un anglohablante, muchos de ellos extranjeros. Examinan atentamente periódicos y libros buscando dichos nombres, escuchan la radio y la televisión, y cuando encuentran un nombre «jugoso», lo añaden a la lista que llevan. Bennett dice de esa lista: «Es casi la cosa más valiosa de esta casa.» Llama a sus palabras «caramelitos para la mente».
La lista se empezó a confeccionar hace seis años, a partir del nombre Oginga Odinga, con todas sus aliteraciones, y ahora contiene más de doscientos nombres. De éstos, veintidós son «corrientes», aptos para ser regurgitados en cualquier momento, rumiados, repetidos y saboreados interiormente. De las veintidós, el nombre de Slavek J. Hurka —un profesor de relaciones industriales en la Universidad de Saskatchewan, donde estudió Helen— es el más antiguo; comenzó su carrera ecolálica en 1974, y la ha proseguido, sin interrupciones importantes, durante los últimos diecisiete años. Casi todas las palabras duran sólo unos meses. Algunos de los nombres (Boris Blank, Floyd Flake, Morris Gook, Lubor J. Zink) poseen un sonido breve y percusivo. Otros (Yelberton A. Tittle, Babaloo Mandel) se caracterizan por aliteraciones eufónicas polisilábicas. La ecolalia congela los sonidos, detiene el tiempo, conserva los estímulos en la mente como «cuerpos extraños» o ecos, custodiando una existencia ajena, como si fueran implantes. Es sólo el sonido de las palabras, su «melodía», como dice Bennett, lo que hace que se instalen en su mente; orígenes, significados y asociaciones son irrelevantes. (Aquí existe cierta similitud con el hecho de «conservar devotamente» nombres en forma de tics.)
—Se parece a las compulsiones de número —dijo—. Ahora tengo que hacerlo todo tres o cinco veces, pero hasta hace unos pocos meses eran cuatro o siete veces. Y entonces me desperté una mañana, y cuatro y siete habían desaparecido, y en su lugar teníamos tres y cinco. Es como si ahí arriba se conectara un circuito y otro se desconectara. No parece tener nada que ver conmigo.
Es siempre lo raro, lo inusual, lo sobresaliente, lo caricaturizable, lo que llama la atención y el oído del que padece el síndrome de Tourette y tiende a provocar elaboración e imitación.[62] Esto se pone de manifiesto en el relato personal citado por Meige y Feindel en 1902:
Siempre he sido consciente de mi tendencia a la imitación. Si veía en alguien un gesto curioso o una actitud estrafalaria, era la señal inmediata para intentar reproducirlo, y todavía lo es. Igual ocurría con las palabras o frases, pronunciación o entonación, me apresuraba a imitar cualquier peculiaridad.
Recuerdo que cuando tenía trece años vi a un hombre con una extraña mueca en los ojos y en la boca, y desde ese momento no me di tregua hasta que fui capaz de imitarlo exactamente … Durante varios meses seguí repitiendo la mueca del anciano involuntariamente. En suma, comenzaba a padecer un tic.
Al día siguiente a las 7.25 fuimos en coche a la ciudad. Apenas tardamos cinco minutos en llegar al hospital, pero nuestra llegada resultó más complicada de lo normal, pues Bennett se había hecho involuntariamente famoso. Había sido entrevistado por una revista unas semanas antes y el artículo acababa de aparecer. Todo el mundo le sonreía y le tomaba el pelo por ello. Un poco azorado, pero también disfrutando de la situación, Bennett aceptó las bromas sin ofenderse. («Nunca conseguiré que todo esto se olvide… ahora seré un hombre marcado.») En la sala común de los médicos, se veía claramente que Bennett se sentía a gusto con sus colegas, y ellos con él. Prueba de esto, paradójicamente, era que se sentía libre para tourettar con ellos —tocarles o darles unos golpecitos suaves con las puntas de los dedos o, en dos ocasiones en que compartía un sofá, retorcerse repentinamente sobre un lado y dar unos golpecitos en el hombro de un colega con los dedos de los pies—, una práctica que yo había observado en otros que padecían el síndrome. Bennett es un tanto cauto con sus tourettismos la primera vez que ve a alguien, y lo oculta o amortigua hasta que conoce más a esa persona. Me contó que cuando comenzó a trabajar en el hospital brincaba en los pasillos sólo después de haberse asegurado de que nadie le miraba; ahora, cuando brinca o da saltos, nadie se para a mirarle.
Las conversaciones de la sala común eran como las de cualquier hospital: los médicos hablaban entre ellos de los casos más inusuales. El propio Bennett, echado y medio aovillado en el suelo, dando patadas y lanzando un pie al aire, describía un caso anormal de neurofibromatosis en un joven al que había operado recientemente. Sus colegas le escuchaban atentamente. Era impresionante el contraste entre la anormalidad del comportamiento y la completa normalidad del discurso. Había algo extravagante en aquella escena, pero era evidente que resultaba muy normal para sus protagonistas y ya no llamaba la atención. Un extraño, sin embargo, se habría quedado atónito.
Tras un café y unos bollos, nos dirigimos a la sección de pacientes externos, donde una media docena esperaba a Bennett. El primero era un mayoral de Banff, vestido como un típico hombre del Oeste con una camisa de cuadros escoceses, tejanos apretados y un sombrero de cowboy. Su caballo se le había caído encima, y a él le había salido un inmenso pseudoquiste en el páncreas. Bennett habló con el hombre —quien dijo que la inflamación estaba disminuyendo— y suavemente, con mucho cuidado, le palpó la masa fluctuante del abdomen. Comprobó los sonogramas con el radiólogo —confirmaron la regresión del quiste— y volvió a tranquilizar al paciente. «Va desapareciendo por sí solo. Se está encogiendo lentamente…, después de todo no tendremos que operarle. Puede volver a montar. Le veré dentro de un mes.» Y el mayoral, encantado, salió con paso airoso. Posteriormente, hablé un momento con el radiólogo. «Bennett no es sólo un as del diagnóstico», dijo. «Es el cirujano más compasivo que conozco.»
El siguiente paciente era una mujer obesa con un melanoma en la nalga, que había que extirpar incidiendo a cierta profundidad. Bennett se lavó a conciencia, se puso los guantes estériles. Algo en la idea del campo estéril —quizá la atmósfera de prohibición— parecía estimular su síndrome de Tourette; hacía movimientos repentinos y veloces, o amagos, con la mano derecha, estéril y enguantada, hacia la parte sin lavar, sin guante, «sucia», de su brazo izquierdo. La paciente lo miró imperturbable. ¿Qué pensaría aquella mujer, me pregunté, de aquel extraño movimiento, y de aquellas sacudidas repentinas y convulsivas que también hacía con la mano? Tal vez no se había sorprendido porque su médico de cabecera la había preparado, quizá le había dicho algo así como: «Necesita una pequeña operación. Le recomiendo al doctor Bennett, es un cirujano maravilloso. Tengo que decirle que a veces hace extraños movimientos y emite sonidos curiosos. Padece una enfermedad llamada síndrome de Tourette, pero no se preocupe, no tiene importancia. Nunca afecta a su trabajo de cirujano.»
Una vez finalizados los preliminares, Bennett se puso manos a la obra. Frotó la nalga con un antiséptico yodado y a continuación inyectó anestesia local con mano absolutamente firme. Pero en cuanto el ritmo de la acción se interrumpió un momento —necesitaba más anestesia local y la enfermera le tendió el frasco para que rellenara la jeringa—, empezó a lanzar otra vez una mano hacia la otra hasta casi tocarla. La enfermera ni pestañeó; lo había visto antes y sabía que Bennett no contaminaría sus guantes. Entonces, con mano firme, Bennett practicó una incisión oval de dos centímetros a cada lado del melanoma, y en cuarenta segundos lo había extirpado. «¡Ya está fuera!», dijo. A continuación, muy rápidamente, con gran destreza, cosió los bordes de la herida, haciendo cinco limpios nudos en cada puntada de nylon. La paciente, torciendo la cabeza, le observó coser y bromeó:
—¿En su casa es usted el que cose?
Él rió.
—Sí. Todo excepto los calcetines. Pero hoy en día nadie zurce calcetines.
Ella volvió a mirarle.
—Realmente está cosiendo una colcha.
La operación acabó en menos de tres minutos, momento en el cual Bennett dijo:
—¡Listo! Aquí está lo que hemos sacado. —Le enseñó el trozo de carne.
—¡Puah! —exclamó ella con un estremecimiento—. No me lo enseñe. Pero gracias de todos modos.
Toda la escena a la que había asistido había sido extraordinariamente profesional de principio a fin, y, aparte de los movimientos de una mano hacia la otra hasta casi tocarla, en absoluto touréttica. Pero yo no sabía qué pensar del hecho de que Bennett le hubiera enseñado el trozo de carne extirpado a la paciente («¡Aquí está!»). Uno puede enseñarle un cálculo biliar a un paciente, ¿pero enseñarle un trozo de carne y grasa sangrante y deforme? Estaba claro que ella no quería verlo, pero Bennett quiso enseñárselo, y yo me pregunté si aquel impulso era parte de su escrupulosidad y exactitud tourétticas, de su necesidad de que todo fuera observado y comprendido. Tuve el mismo pensamiento esa misma mañana, más tarde, cuando estaba visitando a una anciana en cuyo conducto biliar había insertado un tubo de drenaje en T. Hizo un gran esfuerzo por extraer el tubo, y le explicó toda la anatomía, y la anciana dijo: «No quiero saberlo. ¡Simplemente hágalo!»
¿Era aquel Bennett el touréttico en su actitud compulsiva o el profesor Bennett dando una lección de anatomía? (Da clases semanales de anatomía en Calgary.) ¿O era una simple expresión de su meticulosidad y de su interés? ¿Se imaginaba, quizá, que todos los pacientes compartían su curiosidad y amor por el detalle? Sin duda así ocurría con algunos pacientes, pero obviamente con aquéllos no era el caso.
Y así fue visitando a todos los pacientes externos. Bennett es, evidentemente, un cirujano muy popular, y visitaba u operaba a cada paciente con rapidez, destreza y una absoluta concentración, de modo que cuando los pacientes le veían sabían que les dedicaba toda su atención. Se olvidaban de que habían esperado, o de que había otros todavía esperando, y sentían que, para él, en aquel momento eran las únicas personas de este mundo.
Continúo pensando que la vida de un cirujano es muy gratificante, muy real: relaciones directas y cordiales, especialmente con los pacientes ambulatorios. Una inmediatez en la relación, en el trabajo, en los resultados, en las gratificaciones, mucho mayor de la que gozan otros médicos, sobre todo los neurólogos (como yo). Pensé en mi madre, en lo mucho que disfrutó de su vida de cirujano, y cómo siempre me encantó sentarme en su consulta mientras visitaba a los pacientes ambulatorios. Yo no pude hacerme cirujano a causa de mi incorregible torpeza, pero ya de niño adoraba la vida de los cirujanos, verlos trabajar. Mientras observaba a Bennett con sus pacientes, esa atracción, ese placer medio olvidado retomaron, haciéndome desear ser algo más que un espectador, sentirme útil, sostener el retractor, unirme de algún modo a la operación.
El último paciente de Bennett era un joven mecánico con una extendida neurofibromatosis, una enfermedad extraña y a veces cancerosa que puede producir unas enormes tumefacciones parduscas y pliegues de piel, desfigurando todo el cuerpo.[63] Este joven tenía un enorme mandil de tejido colgándole del pecho, tan grande que podía levantarlo y cubrirse la cabeza, y tan pesado que le hacía ir inclinado por el peso. Bennett se lo había extirpado dos semanas antes —una operación impresionante— con gran destreza, y ahora examinaba otro enorme mandil que le descendía desde los hombros, y grandes colgajos de carne en las ingles y las axilas. Me quedé bastante aliviado de que no pronunciara uno de sus «Hideous!» mientras quitaba los puntos de la operación, pues temía el impacto de tal palabra pronunciada en voz alta, aun cuando no fuera nada más que un tic verbal. Pero afortunadamente no hubo «Hideous!»; no hubo tics verbales en absoluto, hasta que Bennett examinó el colgajo de piel dorsal y dejó escapar un breve «Hid…», el final de la palabra omitido en un apócope lleno de tacto. Posteriormente me enteré de que no había sido una supresión consciente —Bennett no tenía recuerdo del tic—, y sin embargo me pareció que debía de tratarse de un detalle, si no consciente sí subconsciente, de tacto y consideración hacia el paciente. «Un joven admirable», dijo Bennett cuando salimos. «Nada cohibido. Excelente personalidad, sociable. Cualquier persona con una enfermedad así se esconderla.» No pude evitar pensar que esas mismas palabras podrían aplicarse a él. Hay muchas personas con el síndrome de Tourette que acaban atormentadas y cohibidas, retirándose del mundo y escondiéndose. No ocurría así con Bennett: había luchado contra ello; había vencido todas las dificultades tras desafiar a la vida, a la gente, a la más improbable de todas las profesiones. Creo que todos sus pacientes lo percibían, y ésa era una de las razones por las que confiaban en él.
El hombre con el colgajo de piel fue el último paciente ambulatorio, pero para Bennett, enormemente ocupado, sólo hubo una breve pausa antes de una tarde igualmente larga con los pacientes ingresados del pabellón. Decliné acompañarle y me tomé la tarde libre para dar una vuelta por la ciudad. Paseé por Branford con una rarísima y contradictoria sensación de déjà vu y jamais vu; no dejaba de pensar que ya había visto esa ciudad, pero también que me resultaba totalmente nueva. Y entonces, de repente, lo comprendí: sí, la había visto, había estado allí antes, me había detenido a pasar la noche en agosto de 1960, cuando estaba haciendo autoestop por las Montañas Rocosas, hacia el Oeste. Su población era sólo de unos pocos miles de habitantes, y apenas había unas cuantas calles, moteles y bares polvorientos: un cruce de caminos, poco más que una parada de camiones en el largo camino hacia el Oeste. Ahora tenía una población de veinte mil personas, había una calle mayor llena de tiendas y de tráfico; había ayuntamiento, comisaria, hospital regional, varias escuelas: todo eso era lo que me rodeaba, el abrumador presente, y sin embargo a través de él veía los polvorientos cruces y los bares, el Branford de treinta años atrás, todavía extrañamente vivido, porque en mi mente nunca había sido puesto al día.
El viernes es el día que Bennett opera, y aquella semana tenía programada una mastectomía. Estaba ansioso por unirme a él, por verle en acción. Los pacientes externos son una cosa —uno siempre puede concentrarse unos pocos minutos—, ¿pero cómo se comportaría en una operación larga y difícil que exige una concentración intensa y continua, no durante segundos o minutos, sino durante horas?
Ver a Bennett preparándose para el quirófano fue un espectáculo asombroso. «Debería lavarse junto a él», dijo su joven ayudante. «Es toda una experiencia.» De hecho lo era, pues lo que había visto con los pacientes externos se magnificaba ahora: lanzaba una mano hacia la otra de manera continua y repentina, hasta tocarse, pero jamás llegaba a rozar su hombro sin lavar, sin esterilizar, ni a su ayudante, ni al espejo; por si esto no bastara daba repentinos toques a sus colegas con el pie y emitía una andanada de vocalizaciones —«¡Uhuuu! ¡Uhuuu!»— como si fuera un búho.
En cuanto acabaron de lavarse, Bennett y su ayudante se pusieron los guantes y la bata y se dirigieron hacia el paciente, ya anestesiado en la mesa. Miraron rápidamente la mamo— grafía en la pantalla de rayos X. A continuación Bennett sacó el bisturí, hizo una incisión limpia y decidida —no hubo atisbo de tic ni de distracción—, e inmediatamente se inició el ritmo de la operación. Pasaron veinte minutos, cincuenta, setenta, cien. La operación era compleja en determinados momentos —había que atar vasos, encontrar nervios—, pero él actuaba con seguridad, tranquilo, avanzando a su ritmo, sin la menor señal de tourettismo. Finalmente, tras dos horas y media concentrado en una operación compleja y agotadora, Bennett cerró la incisión, dio las gracias a todos, bostezó y se estiró. Había realizado toda una operación sin dar muestra del síndrome. No porque lo hubiera suprimido o contenido —en ningún momento hubo señal de control o represión—, sino porque, simplemente, no sintió ningún impulso de hacer sus tics. «Cuando estoy operando, casi nunca me pasa por la cabeza que tenga el síndrome de Tourette», dice Bennett. Su única identidad, en tales ocasiones, es la de un cirujano trabajando, y toda su organización psíquica y neural se alinea con ello, se vuelve activa, centrada y desenvuelta; en suma, no touréttica. Sólo si la operación se interrumpe unos minutos —para revisar una radiografía especial tomada durante la operación, por ejemplo— Bennett, desocupado, esperando, recuerda que es touréttico, y en ese mismo instante se convierte en tal. Tan pronto como el ritmo de la operación se recupera, la identidad touréttica, el síndrome de Tourette, se desvanece de nuevo. Los ayudantes de Bennett, aunque le conocen y han trabajado con él durante años, todavía se asombran cada vez: «El modo como desaparece el síndrome es como un milagro», me dice uno de ellos. Y el propio Bennett se quedaba atónito, y me interrogaba, mientras se quitaba los guantes, sobre los aspectos neurofisiológicos del fenómeno.
Mas tarde me confesó que las cosas no habían sido siempre tan fáciles. A veces, si era bombardeado por exigencias exteriores durante la operación —«Tienes a tres pacientes esperando en urgencias», «La señora X quiere saber si puede venir el día diez», «Tu mujer quiere que recojas tres bolsas de comida para perros»—, esas presiones, esas distracciones, rompían su concentración, rompían el flujo de la acción, de otro modo rítmico y continuo. Hace un par de años impuso la norma de que nunca debía ser molestado mientras operaba, debía dejársele tranquilo a fin de que pudiera concentrarse totalmente en la intervención; desde entonces, la sala de operaciones ha estado libre de sus tics.
La actividad como cirujano de Bennett me ofrece la ocasión de introducirme en todos los enigmas del síndrome de Tourette, y también en temas profundos como la naturaleza del ritmo, de la melodía, del «flujo», e incluso de la simulación, del rol, de la personalidad y de la identidad. Cuando los tourétticos se exponen a la música o a una acción rítmica, se puede asistir a una transición instantánea de los tics descoordinados y convulsos a la capacidad de moverse de modo coherente y perfectamente orquestado. Todo esto lo vi en el hombre que describí en «Ray, el ticqueur ingenioso», que podía nadar toda una piscina sin ningún signo de tourettismo, con brazadas rítmicas y uniformes, pero en el instante de dar la vuelta, cuando el ritmo, la melodía cinética, se interrumpía, aparecía toda una ráfaga de tics. Muchas personas que sufren el síndrome se ven también atraídas por el atletismo, en parte (sospecho yo) debido a su extraordinaria velocidad y precisión[64] y en parte debido a su impulso motor y energía rebosante y desordenada, que les empuja a buscar algún tipo de liberación motora que en lugar de revelarse en una explosión pueda felizmente coordinarse en el flujo, el ritmo, del deporte o un juego.
Se pueden observar situaciones muy similares cuando tocan un instrumento o reaccionan a la música. Las pautas motoras y orales rotas o convulsivas que se dan en el síndrome de Tourette pueden normalizarse instantáneamente en el canto o en una actividad normal (hace mucho que se sabe que esto ocurre con los tartamudos). Algo parecido sucede con los movimientos espasmódicos o accidentados del Parkinson (a veces denominado tartamudeo cinético); éstos también pueden reemplazarse, con música o acción, por un flujo melódico y rítmico.
Tales reacciones parecen afectar principalmente a las pautas motoras del individuo, y no a los aspectos superiores de la persona, a la identidad. Parte de la transformación mientras Bennett estaba operando, pensé, estaba ocurriendo a este nivel elemental y «musical», en el cual el acto de operar de Bennett se había vuelto automático; en ese momento había una docena de cosas a las que estar atento, pero estaban integradas, orquestadas, en un solo flujo sin fisuras, un flujo que, como su conducción, se había vuelto en parte automático con el tiempo, de modo que era capaz de charlar con las enfermeras, hacer chistes y bromas, pensar, mientras sus manos, sus ojos y su cerebro realizaban sus tareas sin fallo alguno, casi inconscientemente.
Pero por encima de este nivel había otro, superior y personal, que tenía que ver con su papel de cirujano. La anatomía (y por tanto la cirugía) habían sido las eternas pasiones de Bennett, residían en el centro de su ser, y cuando se halla inmerso en su trabajo es más que nunca, y más profundamente, él mismo. Toda su personalidad y comportamiento —a veces nervioso y tímido— cambian cuando se pone su bata de operar: entonces adopta la tranquila desenvoltura, la identidad, de un maestro en su trabajo. Es de presumir que la desaparición del síndrome forme parte de este cambio global. He visto exactamente lo mismo en actores tourétticos; conozco a un hombre, un actor de carácter, que es violentamente touréttico fuera de la escena, pero que cuando actúa se mete completamente en su papel, totalmente liberado de su tourettismo.
En este caso estamos observando algo a un nivel muy superior que el de la resonancia meramente rítmica, casi automática, de las pautas motoras; estamos asistiendo (aunque aún ha de ser definido en términos psíquicos o nerviosos) a un acto fundamental de encarnación o personificación, por medio del cual la capacidad, los sentimientos, todos los engramas neurales del otro yo, toman posesión del cerebro, redefinen a la persona y todo su sistema nervioso, mientras dura esa actividad.[65] Tales transformaciones y reorganizaciones de identidad se dan en todos nosotros cuando, en el curso del día, pasamos de un rol, de un personaje, a otro: y así vamos del papel paterno al profesional, al político, al erótico, y así sucesivamente. Estos cambios son especialmente dramáticos en aquellos que entran y salen de síndromes neurológicos o psiquiátricos, y en intérpretes y actores profesionales.
Estas transformaciones, estos cambios de un engrama neural muy complejo a otro, suelen ser experimentados como «recuerdo» y «olvido»; de este modo, Bennett se olvida de que es touréttico mientras opera («Jamás se me pasa por la cabeza»), pero lo recuerda en cuanto hay una interrupción. Y en el momento en que lo recuerda se convierte en uno de ellos, pues a ese nivel no hay distinción entre la memoria, el conocimiento, el impulso y el acto: todos vienen o se van al mismo tiempo, como una unidad. (Ocurre algo parecido en otras enfermedades: en una ocasión vi a un parkinsoniano que conozco ponerse una inyección de apomorfina para aliviar la rigidez y la «congelación»; de repente, unos minutos más tarde se descongeló, sonrió y dijo: «He olvidado cómo se hace para ser parkinsoniano.»)
Bennett tiene libre el viernes por la tarde. A menudo da largas excursiones, o monta en bicicleta, o va en coche, impulsado por la idea del viaje, de la carretera que se abre ante él. Le encanta ir a un rancho que tiene un bonito lago y una pista de aterrizaje, al que sólo puede accederse por una carretera accidentada y polvorienta. El rancho goza de una situación maravillosa, una estrecha franja de tierra fértil perfectamente situada entre el lago y las montañas, y mientras recorríamos kilómetros y kilómetros, hablando de una cosa y otra, Bennett comentaba las plantas y las formaciones rocosas. A continuación fuimos un rato al lago, donde me di una zambullida; cuando salí del agua me encontré con que Bennett, un tanto repentinamente, se había acurrucado para echar una siesta. Parecía tranquilo, relajado, mientras dormía; y lo repentino y profundo de su sueño me hizo preguntarme con cuántas dificultades debía de enfrentarse durante el día, y si a veces no acabaría estresado al límite. Me pregunté cuánto escondía tras su afable superficie, cuánto, en su interior, tenía que controlar y afrontar.
Posteriormente, mientras seguíamos nuestro periplo por el rancho, comentó que yo sólo había visto algunas de las expresiones externas de su síndrome de Tourette, y que éstas, por estrafalarias que parecieran en ocasiones, no eran ni mucho menos los peores problemas con que se enfrentaba. Los verdaderos problemas, los problemas internos, eran el pánico y la rabia: sentimientos tan violentos que le amenazaban hasta abrumarle, y tan repentinos que prácticamente aparecían sin previo aviso. Sólo con que le pusieran una multa por aparcamiento indebido o viera un coche de policía, comenzaba a ver escenas de violencia dibujándose en su mente: persecuciones salvajes, tiroteos, incendios destructivos, mutilaciones violentas y escenas de muerte que se volvían inmensamente elaboradas en segundos y atravesaban su mente a una velocidad de vértigo. Una parte de él, que no se siente implicada, puede ver esas escenas con indiferencia, mientras que otra parte se ve dominada por ellas e impelida a actuar. Bennett evita ceder a arrebatos en público, pero el esfuerzo por controlarse es intenso y agotador. En casa, en privado, puede dejarse llevar… aunque no la emprenda con los demás, sino sólo con los objetos que le rodean. Estaba aquella pared que yo había visto, que tan a menudo había atacado en su rabia, y la nevera, a la que había lanzado prácticamente todo lo que había encontrado en la cocina. En su consulta había dado tantas patadas a la pared que había hecho un agujero, y había tenido que poner una planta para taparlo; y en el estudio que tenía en casa las paredes de cedro estaban cubiertas de marcas de cuchillo. «Es algo violento», me dijo. «Puede verlo como algo caprichoso, divertido, verse tentado a idealizarlo, pero el síndrome de Tourette procede de lo más profundo del sistema nervioso y del inconsciente. Golpea nuestros sentimientos más fuertes y primitivos. Este síndrome es como una epilepsia de la subcorteza; cuando se apodera de ti, existe sólo un margen mínimo para el control; un margen sutilísimo entre tú y él, entre tú y esa tormenta desatada, la fuerza ciega de la subcorteza. Lo que se ven son los aspectos atractivos, los divertidos, el lado creativo del síndrome, pero también está el lado oscuro. Tienes que combatirlo toda tu vida.»
La vuelta en coche desde el rancho fue una experiencia estimulante, pero a ratos aterradora. Ahora que Bennett comenzaba a conocerme, se sentía mucho más libre para dejarse llevar, para dejar que su síndrome de Tourette se manifestara. A veces abandonaba el volante durante unos segundos —o eso me parecía a mí, alarmado— mientras daba golpecitos en el parabrisas (acompañados de una letanía de «Hooty-hooo!», «Hi, there!» y «Hideous!»), colocándose las gafas, «centrándolas» de cien maneras distintas, y con los índices doblados continuamente se alisaba y se nivelaba el bigote mientras miraba por el retrovisor en lugar de a la carretera. Su necesidad de centrar el volante en relación con las rodillas también se hacía frenética: tenía que «equilibrarlo» constantemente, moviéndolo bruscamente de un lado a otro, haciendo que el coche fuera en zigzag. «No se preocupe», dijo cuando vio mi cara de angustia. «Conozco esta carretera. Sabía que no podía ocurrir nada. Nunca he tenido un accidente conduciendo.»[66]
El impulso de mirar y ser mirado resulta asombroso en Bennett, y de hecho, en cuanto llegamos a casa, cogió a Mark y lo plantó delante de él, alisándose el bigote furiosamente y diciendo: «¡Mírame! ¡Mírame!» Mark, inmovilizado se quedó donde estaba, pero sus ojos iban de un lado a otro En ese momento Bennett agarró la cabeza de Mark, la sostuvo fuertemente para que le mirara y le susurró: «¡Mírame!» Y Mark se quedó totalmente quieto, paralizado como hipnotizado.
Esa escena me pareció inquietante. Otras escenas con esa familia me habían parecido conmovedoras: Bennett dándole unos leves toques al pelo de Helen, simétricamente, con los dedos extendidos, musitando «uuu, uuu» en voz baja. Ella estaba tranquila, lo aceptaba; era una escena emocionante, a la vez tierna y absurda. «Le quiero como es», dijo Helen. «No le querría de otra manera.» Bennett siente lo mismo. «Es una enfermedad divertida… no lo considero una enfermedad, sino como una parte de mí. Yo digo la palabra “enfermedad”, pero no me parece la más apropiada.»
Es difícil para Bennett, y a menudo difícil para los tourétticos, considerar su síndrome algo externo a ellos, pues muchos de sus tics e impulsos pueden verse como algo intencionado, como una parte integrante del yo, de la personalidad, de la voluntad. Es muy diferente, por contraste, del Parkinson o la corea: estas enfermedades no poseen ninguna cualidad ni intencionalidad del yo, y siempre son vistas como enfermedades, como algo externo al yo. Las compulsiones y tics ocupan una posición intermedia, a veces parecen la expresión de la voluntad personal, a veces una coerción de ésta realizada por otro, por una voluntad ajena. Estas ambigüedades a menudo se expresan en los términos que la gente utiliza. De este modo, la separación entre «ello» y «yo» a veces se expresa mediante jocosas personificaciones del síndrome: un touréttico que conozco llama a su síndrome «Toby», otro «Mr. T». Por contra, un joven de Utah expresa con fuerza la sensación de estar poseído por el síndrome, y me escribió que tenía un «alma tourettizada».
Aunque Bennett se muestra dispuesto e incluso deseoso de considerar el síndrome de Tourette en términos neuroquímicos o neurofisiológicos —él piensa en términos de anormalidades químicas, de «circuitos que se conectan y desconectan» y de «comportamientos primitivos que normalmente serían inhibidos»—, también lo considera algo que ha llegado a ser parte de sí mismo. Por esta razón (entre otras), se ha encontrado con que no tolera el haloperidol y drogas similares: reducen su síndrome, sin duda, pero también le reducen a a él, de modo que ya no se siente completamente él mismo. «Los efectos secundarios del haloperidol eran terribles», dijo. «Me sentía vivamente inquieto, no podía estarme parado, mi cuerpo se retorcía, me revolvía como un parkinsoniano. Fue un enorme alivio dejar de tomarlo. Por otro lado, el Prozac ha sido un don del cielo para las obsesiones, los accesos de furia, aunque no modifica los tics.» De hecho, el Prozac ha sido un don del cielo para muchos tourétticos, aunque para algunos ha sido completamente ineficaz, y unos pocos han sufrido efectos paradójicos: una intensificación de sus agitaciones, obsesiones y accesos de furia.[67]
Aunque Bennett padecía tics desde los siete años más o menos, no identificó lo que le sucedía como síndrome de Tourette hasta que cumplió los treinta y siete. «Cuando nos casamos, simplemente lo llamaba “costumbre nerviosa"», me dijo Helen. «Nos lo tomábamos a broma. Yo le decía: “Yo dejaré de fumar y tú dejarás los tics.” Pensábamos que podía dejarlo si quería. Le preguntabas: “¿Por qué lo haces?” Y él respondía: “No lo sé.” No parecía ser consciente de ello. Luego, en 1977, cuando Mark era un bebé, Carl oyó ese programa, “Raros y rarezas”, por la radio. Se excitó mucho y gritó: “¡Helen, ven a oír esto! ¡Esta gente habla de lo que yo hago!” Se entusiasmó al enterarse de que otras personas tenían su mismo problema. Y para mí fue un alivio, pues siempre me pareció que algo no iba bien. Era una buena cosa poder ponerle una etiqueta. Carl nunca le ha dado importancia, nunca sacaba el tema a relucir, pero ahora que sabíamos de qué se trataba, si los demás preguntaban algo podíamos responder. Sólo en los últimos años ha conocido a otras personas que lo padecen, o ido a reuniones de la Asociación del Síndrome de Tourette.» (El síndrome de Tourette, hasta muy recientemente, era casi desconocido incluso entre la profesión médica y apenas se diagnosticaba; casi todo el mundo se diagnosticaba a sí mismo o eran los amigos y la familia quienes hacían el diagnóstico después de haberlo visto o leído en los medios de comunicación. De hecho, sé de otro médico, un cirujano de Louisiana, a quien se lo diagnosticó uno de sus pacientes que había visto a un touréttico en el show de Phil Donahue. Todavía ahora, nueve de cada diez diagnósticos no los hacen los médicos, sino otras personas que lo han visto en los medios de comunicación. Gran parte del énfasis que éstos ponen se debe a los esfuerzos de la Asociación del Síndrome de Tourette, que sólo constaba de treinta miembros a primeros de los setenta, pero que ahora tiene más de veinte mil.)
Sábado por la mañana; tengo que volver a Nueva York.
—Le llevaré en avión a Calgary si hace buen tiempo —dijo de pronto Bennett la última noche—. ¿Ha volado alguna vez con un touréttico?
Yo había ido en canoa con uno,[68] dije, y en coche a campo traviesa con otro, pero volar con uno…
—Le encantará —dijo Bennett—. Será una experiencia nueva. Soy el único cirujano touréttico en todo el mundo que sabe pilotar un avión.
Cuando desperté, al amanecer, comprobé con sentimientos contradictorios que, aunque hacía frío, el tiempo era bueno. Fuimos en coche hasta el pequeño aeropuerto de Branford, un viaje lleno de espasmos y bruscos virajes que me puso bastante nervioso ante la perspectiva de volar. «En el aire es mucho más fácil, pues no hay que ceñirse a la carretera, y no hay que tener las manos en los controles continuamente», dice Bennett. Una vez llegados al aeropuerto, aparca, abre un hangar y señala orgulloso su avión: un Cessna Cardinal pequeño, rojo y blanco, de un solo motor. Lo saca a la pista de despegue y hace sus comprobaciones, vuelve a hacerlas, y luego otra vez antes de calentar el motor. Casi hiela en el aeródromo, y sopla viento del norte. Observo todas sus comprobaciones y recomprobaciones con impaciencia, aunque también con cierta tranquilidad. Si su síndrome de Tourette le hace comprobarlo todo tres o cinco veces, iremos mucho más seguros. Tuve una sensación de seguridad parecida cuando le vi operar, de que su Tourette, en todo caso, le hacía más meticuloso, más exacto, sin sofocar su intuición, su libertad.
Una vez hechas sus comprobaciones, Bennett salta como un artista del trapecio al avión, pone en marcha el motor al tiempo que subo yo, y despega. Mientras ascendemos, el sol se alza sobre las Montañas Rocosas hacia el este e inunda la pequeña cabina con una luz pálida y dorada. Avanzamos hacia picachos de tres mil metros de altura, y Bennett hace sus tics, da leves golpecitos, extiende los brazos, se toca las gafas, el bigote, el techo de la cabina. Tics de poca importancia, de segunda división, pienso, pero ¿y si le da por tics más importantes? ¿Y si le da por hacer piruetas con el avión, por querer avanzar a saltitos, por hacer cabriolas, por rizar el rizo? ¿Y si siente el impulso de saltar fuera y tocar la hélice? Los tourétticos suelen sentirse fascinados por los objetos que giran; le veo lanzándose hacia adelante, medio fuera de la ventanilla, proyectándose compulsivamente hacia la hélice que hay delante de nosotros. Pero sus tics y compulsiones son mínimos, y cuando aparta las manos de los controles el avión avanza como una seda. Gracias a Dios, no hay que seguir una carretera. Si subimos o bajamos o viramos veinte metros, ¿qué importa? Tenemos todo el cielo para jugar.
Bennet, aunque es un estupendo piloto, un aviador nato, es como un niño con un juguete. Parte del síndrome de Tourette, al menos, no es más que eso: la liberación de un impulso retozón normalmente inhibido o perdido en el resto de nosotros. No hay duda de que Bennett disfruta con esa libertad, con esa abundancia de espacio; tiene una expresión despreocupada e infantil que rara vez le he visto en tierra. Ahora subimos, nos alzamos sobre las primeras cumbres, la avanzadilla de las Montañas Rocosas. Bajo nosotros hay bosques de alerces amarilleantes. Pasamos a unos trescientos metros de las laderas. Me pregunto si Bennett, de encontrarse solo, se acercaría a las montañas hasta quedar solo a tres metros: los tourétticos a veces son adictos a los afeitados muy apurados. A tres mil metros de altura nos movemos en un pasillo entre cumbres, las montañas brillan al sol de la mañana a nuestra izquierda, se perfilan contra él a nuestra derecha. A tres mil quinientos metros podemos ver toda la anchura de las Rocosas —sólo están a cincuenta kilómetros de aquí— y la inmensa y dorada pradera de Alberta que comienza al este. Cada vez más a menudo, veo pasar el brazo de Bennett por delante de mí, la mano golpeando levemente el parabrisas. «¡Rocas sedimentarias, mire!» Hace un gesto en dirección a la ventanilla. «Se alzaron desde el fondo del mar con una inclinación de setenta u ochenta grados.» Se queda mirando las laderas empinadas de las rocas como si fueran un amigo; se siente intensamente a gusto en estas montañas, en esta tierra. La nieve cubre las laderas sin sol de las montañas, todavía no hay nieve en las que son bañadas por el sol; y al noroeste, en dirección a Banff, vemos glaciares en las montañas. Bennett cambia de posición, vuelve a cambiar, y otra vez más, procurando que las rodillas queden exactamente simétricas bajo los controles del avión.
Al llegar a Alberta —hemos estado volando durante cuarenta minutos—, el río Highwood discurre debajo de nosotros. Volando en dirección norte, iniciamos un suave descenso hacia Calgary, y las últimas laderas declinantes de las Rocosas brillan con la luz de los álamos. Ahora, más abajo, aparecen vastos campos de trigo y alfalfa —granjas, ranchos, fértiles praderas—, pero en todas partes se ve todavía el brillo dorado de los álamos. Más allá del tablero de ajedrez de los campos, las torres de Calgary se alzan abruptamente desde el suelo llano.
De pronto se oye un crepitar en la radio: un inmenso avión de transporte ruso va a aterrizar; la pista de aterrizaje principal, cerrada por labores de mantenimiento, debe abrirse rápidamente. Aparece otro enorme avión, de las fuerzas aéreas de Zambia. A Calgary llegan aviones de todo el mundo para someterse a trabajos especiales de mantenimiento; sus instalaciones, me cuenta Bennett, son de lo mejor de Norteamérica. En mitad de este importante ajetreo, Bennett transmite por radio nuestra posición y datos (un Cardinal de cinco metros de largo, con un piloto que sufre el síndrome de Tourette y su neurólogo) y recibe una respuesta inmediata, tan completa y amable como si fuera un 747. Todos los aviones, todos los pilotos, son iguales en este mundo. Y es un mundo aparte, con su espíritu de cuerpo, su lenguaje, sus códigos, sus mitos y sus maneras. Está claro que Bennett forma parte de ese mundo y es reconocido por el controlador de tráfico y saludado alegremente mientras aterriza.
Sale del avión de una manera veloz y repentina, con un saltito sorprendente que parece un tic —yo le sigo a un paso «normal» y más lento— y comienza a hablar con dos tipos gigantescos que hay en la pista de aterrizaje, Kevin y Chuck, hermanos y pilotos de cuarta generación en las Rocosas. Le conocen bien. «Es uno de los nuestros», me dice Chuck. «Un tipo estupendo. Síndrome de Tourette… ¿qué demonios es eso? Es una buena persona. Y también un piloto condenadamente bueno.»
Bennett charla con los pilotos y entrega su plan de vuelo para el viaje de regreso a Branford. Debe regresar inmediatamente, pues a las once tiene programado dar una conferencia a un grupo de enfermeras, y su tema, por una vez, no es la cirugía, sino el síndrome de Tourette. Llena de gasolina su pequeño avión y lo prepara para el vuelo de regreso. Nos damos un abrazo y nos decimos adiós, y cuando oigo que anuncian mi vuelo para Nueva York me vuelvo para observarle. Bennett camina hacia su avión, lo hace rodar por la pista de aterrizaje principal y despega, deprisa, seguido por un viento de cola. Lo observo durante unos momentos, hasta que desaparece.