Parte cuatro

Volando de vuelta de San Francisco a Nueva York, rebusqué en mi memoria para encontrar el momento exacto en que volví a ver a Walker en el otoño de 1967. No sabía que se había ido a estudiar ese año a París, pero a pocos días de comenzar el curso, cuando celebramos la primera reunión del departamento editorial de la Columbia Review (Adam y yo formábamos parte del consejo de redacción), observé que no estaba allí. ¿Qué le ha pasado a Walker?, pregunté a alguien, y entonces fue cuando me enteré de que estaba en Europa, inscrito en el curso de estudios en el extranjero de tercer año. No mucho después (¿una semana, diez días?), apareció de pronto. Yo asistía al seminario sobre poesía de los siglos XVI y XVII (Wyatt, Surrey, Raleigh, Greville, Herbert, Donne) de Edward Tayler, el mismo que nos había dado a Milton la primavera pasada. Walker y yo habíamos estado juntos en esa clase, y ambos éramos de la opinión de que Tayler era con mucho el mejor profesor del Departamento de Inglés. Como el seminario estaba destinado en principio a licenciados, me sentía afortunado de que me hubieran admitido en mi calidad de estudiante de tercero, y trabajaba como un descosido para el malicioso, irónico, hermético y siempre brillante Tayler, ansiando ganarme el respeto de esa persona exigente, tan admirada. El seminario se celebraba dos veces por semana durante hora y media, y a la tercera o cuarta sesión, sin previo aviso, allí estaba Walker otra vez, inesperadamente entre nosotros, el decimotercer miembro de la clase, oficialmente limitada a doce.

Charlamos en el pasillo después, pero Adam parecía distraído, reacio a dar muchas explicaciones sobre su precipitado regreso a Nueva York (ahora sé por qué). Mencionó que lo había decepcionado el curso de París, que las asignaturas que le habían permitido estudiar no eran lo bastante interesantes (todo gramática, nada de literatura), y que en vez de perder el tiempo en los sótanos de la burocracia educativa francesa, decidió volver. Abandonar el curso en el extranjero nada más empezar había causado ciertos trastornos, pero en su opinión Columbia se había portado con insólita amabilidad, y aunque las clases ya habían empezado cuando él salió disparado de París, una larga charla con uno de los decanos había arreglado la cuestión, y lo habían readmitido como estudiante oficial de pleno derecho; lo que significaba que no tenía que preocuparse por el reclutamiento, al menos durante otros cuatro semestres. El único problema era que no tenía sitio fijo en donde vivir. Durante julio y agosto había compartido su antiguo apartamento con su hermana, pero después de marcharse durante lo que creía que iba a ser un año entero, ella había encontrado una compañera de piso, y ahora él estaba en la calle. De momento, dormía en casa de diversos amigos que vivían en el barrio mientras buscaba un apartamento para él solo. En realidad, añadió, bajando la cabeza y echando un vistazo a su reloj, tenía una cita dentro de veinte minutos para ver un pequeño estudio que acababa de quedarse libre en la calle Ciento nueve, y tenía que largarse pitando. Hasta luego, me dijo, y acto seguido echó a correr hacia las escaleras.

Yo sabía que Adam tenía una hermana, pero era la primera vez que oía que estaba en Nueva York: residente en Morningside Heights, nada menos, y haciendo un curso de posgrado en Inglés en Columbia. Dos semanas después, la vi por primera vez en el campus. Ella pasaba por delante de la estatua del pensador de Rodin de camino al edificio de Filosofía, y por su gran parecido, casi inquietante, con su hermano tuve la seguridad de que aquella chica que se cruzaba fugazmente conmigo era la hermana de Walker. Ya he mencionado lo guapa que era, pero decirlo no hace justicia a la gran impresión que causó en mí. Gwyn resplandecía de belleza, era una criatura incandescente, una tormenta en el corazón de todo hombre que le pusiera los ojos encima, y el verla por primera vez se cuenta entre los momentos más asombrosos de mi vida. La deseaba –desde el primer momento la deseé– y, con la apasionada obstinación de un estúpido soñador, fui tras ella.

Nunca pasó nada. Llegué a conocerla un poco, quedamos a tomar café un par de veces, la invité al cine (no quiso venir), a un concierto (declinó la invitación), y luego, por casualidad, acabamos juntos en un enorme restaurante chino y hablamos durante media hora de la poesía de Emily Dickinson. Poco después de eso, la convencí para que diera un paseo conmigo por Riverside Park, intenté besarla, y me apartó de un empujón. No, Jim, me dijo. Estoy saliendo con alguien. No puedo hacerlo.

Eso fue el final de todo. Varios golpes con el bate, fracaso en establecer contacto en ningún lanzamiento, y fin del partido. El mundo se derrumbó, volvió a recomponerse, y me las arreglé para ir tirando. Para mi gran fortuna, ya llevo casi treinta años con la misma mujer. No puedo imaginarme vivir sin ella, y sin embargo cada vez que Gwyn me viene al pensamiento, confieso que continúo sintiendo una ligera punzada. Era la imposible, la inalcanzable, aquella con la que nunca podía contarse: un espectro del Reino del Acaso.

Una Norteamérica invisible yacía silenciosa en la oscuridad a mis pies. Mientras volaba de San Francisco a Nueva York, rememorando los malos tiempos de 1967, me di cuenta de que tendría que escribirle una nota de pésame a primera hora del día siguiente.

Resultó que Gwyn ya se había puesto en contacto. Cuando entré por la puerta de mi casa en Brooklyn, mi mujer me dio un cálido y ferviente abrazo (la había llamado desde San Francisco, sabía que Adam había muerto), y luego me dijo que aquel mismo día una tal Gwyn Tedesco me había dejado un mensaje en el contestador.

—¿Es la Gwyn que me imagino?, —preguntó.

La llamé a las diez de la mañana. Tenía intención de escribirle una carta, expresarle mis sentimientos en papel, ofrecerle algo más que los tópicos vacíos que todos farfullamos en momentos semejantes, pero su mensaje parecía urgente, había un asunto importante que necesitaba tratar conmigo, así que en vez de escribir la nota le devolví la llamada.

Su voz no había cambiado, era sorprendentemente la misma que me había hipnotizado cuarenta años atrás. Una cadenciosa gravedad, una articulación cristalina, un mínimo residuo del acento de su región natal, mezcla de británico y norteamericano. La voz era idéntica, pero Gwyn ya no era la misma, y a medida que progresaba la conversación, empecé a proyectar en mi mente diversas imágenes suyas, preguntándome lo bien o mal que su bello rostro habría resistido el paso del tiempo. Ahora tenía sesenta y un años, y de pronto se me ocurrió que no sentía deseos de volver a verla. Eso sólo podía conducir a la decepción, y no quería que mis nebulosos recuerdos del pasado se hicieran añicos por la dura realidad del presente.

Intercambiamos las trivialidades habituales, hablando durante unos minutos de Adam y su muerte, de lo difícil que le resultaba aceptar lo que había ocurrido, de los crueles golpes que nos asesta la vida. Luego nos pusimos al día sobre el pasado, hablando de nuestros matrimonios, nuestros hijos y nuestro trabajo: una conversación cómoda, muy amistosa por ambas partes, tanto que incluso encontré valor para preguntarle si recordaba el día en que intenté besarla en Riverside Park. Pues claro que se acordaba, afirmó, riendo por primera vez, pero ¿cómo iba ella a saber que aquel escuálido Jim de la universidad se convertiría en James Freeman? No me he convertido en nada, repuse. Sigo siendo Jim. Ya no soy tan canijo, pero no he dejado de ser Jim.

Sí, todo fue muy agradable, y aun cuando llevábamos varios decenios sin vernos, Gwyn hablaba como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si todos aquellos años se redujeran únicamente a un par de meses. La familiaridad de su tono me condujo a una especie de perezosa franqueza, y como yo había bajado la guardia, cuando por fin abordó el asunto que debíamos tratar, es decir, cuando finalmente me explicó por qué me había llamado, cometí un tremendo error. Le dije la verdad cuando debí haberle mentido.

Adam me envió un correo electrónico, me dijo, un mensaje largo escrito pocos días antes de…, justo unos días antes del final. Era una carta bonita, una nota de despedida, según comprendo ahora, y en uno de los últimos párrafos mencionaba que estaba escribiendo algo, un libro de cierta clase, y que si quería leerlo debía ponerme en contacto contigo. Pero únicamente cuando hubiera muerto. Insistía mucho en eso. Sólo después de su muerte. Me advertía además de que el relato podría parecerme sobrecogedor. Se disculpaba de antemano por eso, pidiéndome que lo perdonara si el libro me hacía sufrir de algún modo, y seguidamente me decía que no, no debía molestarme en leerlo, era mejor que lo olvidara. Todo resultaba muy confuso. Justo en la frase siguiente, cambiaba otra vez de opinión y me decía que lo leyera si quería, que tenía todo el derecho a hacerlo, y que si me apetecía leerlo, debía ponerme en contacto contigo, porque tú tenías el único ejemplar. Eso no lo entendí. Si escribió el libro en el ordenador, ¿no lo habría guardado en el disco duro?

—Dijo a Rebecca que lo borrase, —contesté—. Ya no está en el ordenador, y el único ejemplar que hay es el que imprimió y me envió por correo.

—Así que el libro existe realmente.

—En cierto modo. Él tenía intención de escribirlo en tres capítulos. Los dos primeros están en bastante buena forma, pero no logró terminar el tercero. Sólo hay unas notas, un esbozo apresuradamente pergeñado.

—¿Quería que lo ayudaras a publicarlo?

—Nunca me habló de publicarlo, no directamente en cualquier caso. Lo único que quería es que leyera el libro, y luego que decidiera lo que hacer con él.

—¿Lo has decidido?

—No. A decir verdad, ni siquiera lo he pensado. Hasta que has mencionado ahora mismo lo de publicarlo, ni se me había pasado por la cabeza.

—Creo que debería echarle un vistazo, ¿no te parece?

—No estoy seguro. Es cosa tuya, Gwyn. Si quieres verlo, haré una copia y te la enviaré hoy mismo por mensajero.

—¿Me va a disgustar?

—Probablemente.

—¿Probablemente?

—No todo, pero podría disgustarse alguna cosa, sí.

—Alguna cosa. Vaya por Dios.

—No te preocupes. Desde este momento, pongo la decisión en tus manos. Nunca se publicará una sola palabra del libro de Adam sin tu consentimiento.

—Mándamelo, Jim. Envíamelo hoy mismo. Ya estoy crecidita, y sé cómo tomarme la medicina.

Qué sencillo habría sido no dejar rastros y negar la existencia del libro, o decirle que lo había perdido en algún sitio, o afirmar que Adam había prometido enviármelo pero que no llegó a hacerlo. El asunto me cogió por sorpresa, y no pude pensar lo bastante rápidamente como para ponerme a hilar una historia completamente falsa. Aún peor, había dicho a Gwyn que el libro constaba de tres capítulos. Sólo el segundo tenía potencial para herirla (junto con un par de observaciones en el tercero, que yo podría haber tachado fácilmente), y si le hubiera dicho que Adam había escrito únicamente dos capítulos, Primavera y Otoño, le habría evitado tener que volver al apartamento de la calle Ciento siete Oeste y revivir los acontecimientos de aquel verano. Pero ahora esperaba recibir tres capítulos, y si le enviaba sólo dos, me llamaría inmediatamente para pedirme las páginas que faltaban. Así que fotocopié todo lo que tenía –Primavera, Verano y las notas para Otoño– y se lo envié a su dirección en Boston aquella misma tarde. Era una maldad hacerle eso, pero ya no había remedio. Quería leer el libro de su hermano, y yo tenía el único ejemplar que existía en el mundo.

Me llamó dos días después. No sé lo que esperaba de ella, aunque daba por sentado que habría profundas emociones de por medio –lágrimas airadas, amenazas, vergüenza de que su secreto hubiera salido a la luz–, pero Gwyn se mostró anormalmente apagada, más estupefacta que ofendida, me pareció, como si el libro hubiera sido una paliza que la había dejado en un estado de perpleja incredulidad.

—No lo entiendo, —me dijo—. En su mayor parte es tan preciso, tan exactamente cierto, que no se comprenden todas esas cosas que se ha inventado. No tiene sentido.

—¿Qué cosas?, —le pregunté—, sabiendo perfectamente bien a qué se refería.

—Yo quería a mi hermano, Jim. Cuando era joven, estaba más unida a él que a cualquier otra persona. Pero no llegamos a acostarnos jamás. No existió ese gran experimento de cuando éramos unos críos. No hubo ninguna relación incestuosa en el verano de 1967. Sí, vivimos juntos dos meses en aquel apartamento, pero teníamos habitaciones separadas, y nunca se produjo encuentro sexual alguno. Lo que ha escrito Adam es pura fantasía.

—Puede que yo no sea el más indicado para preguntarlo, pero ¿por qué iba a hacer una cosa así? Sobre todo si las demás partes de la historia son ciertas.

—No estoy segura de que sean ciertas. Al menos no lo puedo comprobar. Pero todas las demás cosas concuerdan con lo que me contó por entonces, hace cuarenta años. No he conocido a Born ni a Margot, ni a Cécile ni a Hélène. Yo no estuve con Adam en Nueva York aquella primavera. Ni tampoco en París aquel otoño. Pero me habló de esas personas, y todo lo que me contó de ellas en 1967 coincide con lo que dice de ellas en el libro.

—Tanto más raro, entonces, que se haya inventado esas cosas sobre ti.

—Sé que no me crees. Sé que piensas que trato de protegerme, que no quiero admitir que hayan ocurrido esas cosas entre nosotros. Pero no fue así, te lo prometo. Me he pasado las últimas veinticuatro horas pensándolo, y la única respuesta a la que he llegado es que esas páginas son el producto de la fantasía de un hombre agonizante, un sueño sobre lo que deseó que ocurriera pero que nunca sucedió.

—¿Deseó?

—Sí, deseó. No niego que esos sentimientos estuvieran en el aire, pero yo no tenía interés en obrar de acuerdo con ellos. Adam estaba muy encariñado conmigo, Jim. Era un afecto malsano, y después de que viviéramos una temporada juntos aquel verano, empezó a decirme que por mi culpa era incapaz de salir con otras mujeres, que yo era la única a la que podría amar en la vida, y que si no fuéramos hermanos se casaría conmigo en el acto. Como en broma, por supuesto, pero a mí eso no me gustaba nada. Para ser enteramente franca, sentí alivio cuando se marchó a París.

—Interesante.

—Y luego, como ambos sabemos, volvió menos de un mes después: expulsado a patadas, en el oprobio, como me dijo a mí en aquel momento. Pero entonces yo tenía otra compañera de piso, y Adam tuvo que buscarse un apartamento. Seguíamos manteniendo la amistad, éramos los mejores amigos del mundo, pero yo empecé a poner cierta distancia entre los dos, a apartarme de él por su propio bien. Tú lo veías con frecuencia los dos últimos años de universidad, pero ¿cuántas veces lo viste conmigo?

—Estoy tratando de acordarme… No muchas. Sólo en un par de ocasiones.

—A las pruebas me remito.

—Entonces, ¿qué pasa ahora con su libro? ¿Lo metemos en un cajón y nos olvidamos de él?

—No necesariamente. En su forma actual el libro es impublicable. No sólo no es cierto, al menos en parte, sino que si esas páginas se hacen públicas algún día, causarán sufrimiento y problemas a una cantidad incalculable de personas. Soy una mujer casada, Jim. Tengo dos hijas y tres nietos, docenas de parientes, centenares de amigos, una sobrina muy querida, la hijastra de mi hermano, y sería un crimen publicar el libro tal como está. ¿De acuerdo?

—Sí, sí. No te lo voy a discutir.

—Por otro lado, el libro me ha emocionado mucho. Me ha devuelto a mi hermano en aspectos que no me había imaginado, en un sentido que me ha dejado totalmente sorprendida, y si podemos transformarlo en algo publicable, daría mi aprobación al proyecto.

—Estoy un poco confundido. ¿Cómo se hace publicable un libro que no lo es?

—Ahí es donde intervienes tú. Si no estás interesado en prestar tu colaboración, dejaremos el asunto ahora mismo y nunca volveremos a hablar de ello. Pero si quieres intervenir, entonces esto es lo que propongo. Coges las notas de la tercera parte y las pones en un forma decente. Eso no debería resultarte muy difícil. Yo nunca podría hacerlo, pero tú eres escritor, sabrás cómo enfocarlo. Y entonces lo más importante, cambias los nombres a lo largo de todo el texto. ¿Te acuerdas de aquel programa de televisión de los cincuenta? Cambiaban los nombres para proteger al inocente. Cambias los nombres de la gente y los lugares, añades o suprimes los elementos narrativos que te parezca, y luego publicas el libro con tu nombre.

—Pero entonces ya no sería el libro de Adam. En cierto sentido, no me parece honrado. Es como robar…, una extraña forma de plagio.

—No si lo estructuras correctamente. Si mencionas que los pasajes que escribió Adam, el verdadero Adam con el nombre falso que te inventes para él, son obra suya, entonces no le robarás nada, sino que lo honrarás.

—Pero nadie sabrá que es Adam.

—¿Qué importa? Lo sabremos tú y yo, y por lo que a mí respecta, somos los únicos que cuentan.

—Te olvidas de mi mujer.

—Confías en ella, ¿no?

—Pues claro que sí.

—Entonces lo sabremos los tres.

—No estoy seguro, Gwyn. Tengo que pensarlo. Dame un poco de tiempo, ¿vale?

—Tómate todo el tiempo que necesites. No hay prisa.

Su historia era convincente, más que verosímil, pensé, y por su bien quise creerla. Pero no pude, al menos no del todo, al menos no sin la fundada sospecha de que el texto de Verano era una historia sobre una experiencia vivida y no un sueño lascivo de un hombre enfermo y agonizante. Para satisfacer mi curiosidad, me tomé un día libre de la novela que estaba escribiendo, me dirigí al campus de Columbia y, en la secretaría de la Facultad de Relaciones Internacionales, me enteré de que Rudolf Born estuvo contratado como profesor visitante en el curso académico de 1966-67, y luego, tras una sesión en la sala de microfilms de la Biblioteca Butler, el mismo Castillo de los Bostezos en donde Walker había trabajado aquel verano, de que una mañana de mayo se había encontrado en Riverside Park el cadáver de un tal Cedric Williams, de dieciocho años, con más de una docena de puñaladas en el vientre y el tórax. Esas otras cosas, como Gwyn las había denominado, estaban fielmente documentadas en el relato de Walker, y si esos otros hechos eran ciertos, ¿por qué se habría tomado la molestia de inventarse algo que no era verdad, condenándose a sí mismo con un relato sumamente detallado y comprometedor de amor incestuoso? Era posible que la versión de Gwyn de aquellos dos meses de verano fuera correcta, pero también podía ser que me mintiera. Y si mintió, ¿quién podría reprocharle que no quisiera que los hechos saliesen a la luz? Cualquiera mentiría en su situación, todo el mundo lo haría, mentir sería la única solución. Mientras volvía a Brooklyn en el metro, llegué a la conclusión de que no me importaba. A ella sí, pero a mí no.

Pasaron varios meses, y en ese tiempo apenas pensé en la propuesta de Gwyn. Trabajaba con ahínco en mi libro, estaba entrando en las últimas fases de una novela que ya había consumido varios años de mi vida, y Walker y su hermana empezaban a perderse de vista, a disiparse, convirtiéndose en dos vagas figuras vislumbradas en el lejano horizonte de la conciencia. Siempre que Adam me venía de algún modo a la cabeza, llegaba a la casi inevitable conclusión de que no quería hacer nada con su libro, que ese episodio estaba zanjado. Entonces ocurrieron dos cosas que me hicieron cambiar de opinión. Llevé mi novela a buen término, lo que significaba que me encontraba libre para dirigir la atención a otras cosas, y por casualidad encontré nuevos datos relacionados con la historia de Walker, un colofón, por decirlo así, un pequeño y último capítulo que dio otro sentido al proyecto, y con ese nuevo significado, el necesario impulso para acometerlo.

Ya he descrito cómo arreglé las notas de Walker para Otoño. En cuanto a los nombres, los he inventado de acuerdo con las instrucciones de Gwyn, y el lector puede tener por tanto la seguridad de que Adam Walker no es Adam Walker. Gwyn Walker Tedesco no es Gwyn Walker Tedesco. Margot Jouffroy no es Margot Jouffroy. Hélène y Cécile Juin no son Hélène y Cécile Juin. Cedric Williams no es Cedric Williams. Sandra Williams no es Sandra Williams, y su hija, Rebecca, no es Rebecca. Ni siquiera Born es Born. Su verdadero nombre se asemeja al de otro poeta provenzal, y me he tomado la libertad de sustituir la traducción de ese otro poeta hecha por el que no es Walker, por otra traducción mía, lo que significa que las observaciones sobre el Inferno de Dante que aparecen en la primera página de este libro no se recogen en el manuscrito original del que no es Walker. Por último, supongo que no es necesario añadir que no me llamo Jim.

Westfield (Nueva Jersey) no es Westfield (Nueva Jersey). El lago Eco no es el lago Eco. Oakland (California) no es Oakland (California). Boston no es Boston, y aunque la que no es Gwyn trabaja en una casa de edición, no es directora de una editorial universitaria. Nueva York no es Nueva York, la Universidad de Columbia no es la Universidad de Columbia, pero París sí es París. Sólo París es real. He estado en condiciones de mantenerlo porque el Hôtel du Sud desapareció hace mucho, y todas las pruebas documentadas de la estancia en 1967 de quien no es Walker también se han esfumado tiempo atrás.

Terminé mi novela el verano pasado (2007). Poco después, mi mujer y yo empezamos a organizar un viaje a París (la hija de su hermana iba a casarse en octubre con un francés), y la conversación sobre París me hizo pensar de nuevo en Walker. Me pregunté si podría encontrar a alguno de los actores del drama de fallida venganza que puso allí en escena hace cuarenta años, y en caso de que así fuera, si alguno de ellos accedería a hablar conmigo. Born ofrecía un interés especial, pero me habría gustado sentarme a charlar con cualquiera de los que lograra encontrar: Margot, Hélène o Cécile. No tuve suerte con los tres primeros, pero cuando me metí en Internet y busqué en Google a Cécile Juin, afluyó a la pantalla una abundante cantidad de información. Tras conocer a la chica de dieciocho años en el relato de Walker, no me sorprendió enterarme de que se había convertido en una estudiosa de textos literarios. Había dado clases en las universidades de Lyon y París, y desde hacía diez años estaba adscrita al CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) como miembro de un pequeño equipo de investigación sobre las obras de escritores franceses de los siglos XVIII y XIX. Se había especializado en Balzac, sobre quien había publicado dos libros, aunque también se mencionaban otros numerosos ensayos y artículos, todo un catálogo de trabajos que abarcaba tres decenios. Me alegro por ella, pensé. Y por mí también, además, porque ahora me encontraba en condiciones de escribirle.

Intercambiamos dos cartas breves. En la mía, me presentaba como amigo de Walker, le comunicaba su reciente fallecimiento, y le preguntaba si sería posible que nos viéramos durante mi próximo viaje a París. Era concisa e iba al grano, sin preguntas sobre el matrimonio de su madre con Born, nada sobre las notas de Walker para Otoño, simplemente la solicitud de encontrarme con ella en octubre. Me contestó enseguida. En mi traducción del francés, su carta decía lo siguiente:

La noticia de la muerte de Adam me ha dejado destrozada. Lo traté brevemente en París siendo muy joven, hace ya muchos años, pero nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida, y luego le jugué una mala pasada, algo tan cruel e imperdonable que ha pesado en mi conciencia desde entonces. Le envié una carta de disculpa cuando volvió a Nueva York, pero me la devolvieron, con un sello que decía Dirección desconocida.

Sí, me gustaría verlo cuando venga a París el mes próximo. Tenga en cuenta, sin embargo, que soy una anciana estúpida, y que no tengo mucho dominio de mis emociones. Si hablamos sobre Adam (y supongo que sí), cabe la posibilidad de que me derrumbe y me eche a llorar. No debe tomarlo como algo personal.

Cincuenta y ocho años no es la ancianidad, desde luego, y tenía mis dudas sobre si en Cécile Juin había algo que pudiera describirse como estúpido. Su sentido del humor permanecía por lo visto intacto, y por mucho éxito que tuviera en su estrecho mundo de investigación académica, debía de entender el peculiar carácter de la vida que había decidido llevar: secuestrada en angostas salas de bibliotecas y estancias subterráneas, enfrascada en textos de autores muertos, una carrera vivida en un ámbito mudo y polvoriento. En una posdata a su carta, revelaba la ironía con que consideraba su trabajo. Había reconocido mi nombre, decía, y si yo era el James Freeman que ella pensaba, querría saber si me gustaría participar en un estudio que su equipo y ella estaban llevando a cabo sobre los métodos de composición que utilizan los escritores contemporáneos. Ordenador o máquina de escribir, lápiz o pluma, cuaderno u hojas sueltas, número de borradores antes del libro definitivo. Sí, lo sé, añadía, un asunto muy aburrido. Pero ése es nuestro trabajo en el CNRS: hacer el mundo lo más tedioso posible.

Había en la carta cierta mofa de sí misma, pero también angustia, y me sorprendió lo vívidamente que recordaba a Walker. Sólo lo había tratado un par de semanas en los remotos tiempos de su juventud, y sin embargo aquella amistad debió de abrir en ella algo que le cambió la percepción de su propia personalidad, que la condujo por primera vez a una confrontación directa con lo más profundo de su ser. Nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida. No esperaba una confesión tan franca. Las notas de Walker habían tratado el problema de su enamoramiento hacia él, pero los sentimientos de la muchacha resultaron ser aún más hondos de lo que él imaginaba. Y entonces le escupió en la cara. En aquel momento, debió pensar que su cólera estaba justificada. Había difamado a Born y disgustado a su madre, y Cécile se sentía traicionada. Pero luego, no mucho después, le había escrito una carta para pedirle disculpas. ¿Significaba eso que había reconsiderado su posición? ¿Había ocurrido algo para hacerle creer que las acusaciones de Walker eran ciertas? Ésa era la primera pregunta que tenía intención de hacerle.

Mi mujer y yo reservamos habitación en el Hôtel d’Aubusson, en la rue Dauphine. Ya habíamos estado antes allí, a lo largo de los años nos habíamos alojado en diversos hoteles de la ciudad, pero esta vez yo quería volver a la rue Dauphine porque daba la casualidad de que se encontraba en pleno centro del barrio en donde había vivido Walker en 1967. El Hôtel du Sud bien podía haber desaparecido, pero muchos otros sitios que él había frecuentado seguían allí. El Vagenende aún existía. La Palette y el Café Conti continuaban abiertos, y hasta el restaurante universitario de la rue Mazet seguía sirviendo incomibles platos a estudiantes hambrientos. Muchas cosas habían cambiado en los cuarenta años transcurridos, y el barrio de mala muerte de antaño se había convertido en una de las zonas de París más a la moda, pero la mayoría de los puntos de referencia de la historia de Walker había sobrevivido. Tras registrarnos en el hotel la primera mañana, mi mujer y yo salimos y deambulamos un par de horas por las calles. Cada vez que le señalaba alguno de aquellos lugares, ella me apretaba la mano y emitía un gruñidito sarcástico. Eres incorregible, dijo al fin. En absoluto, repliqué. Sólo me estoy empapando del ambiente…, preparándome para mañana.

Cécile Juin se presentó a las cuatro en punto de la tarde siguiente, entrando en el bar del hotel con aire resuelto y una pequeña cartera de piel remetida bajo el brazo izquierdo. A juzgar por la descripción que Walker hacía de ella en las notas para Otoño, su cuerpo se había ensanchado de manera espectacular desde 1967. La muchacha de dieciocho años, delgada y de hombros estrechos, era ahora una mujer de cincuenta y ocho, rellena y regordeta, con pelo corto y moreno (teñido; algunas raíces grises, visibles cuando me estrechó la mano y se sentó frente a mí), facciones ligeramente arrugadas, mentón levemente caído, y los mismos ojos vigilantes y perspicaces que Walker había observado al verla por primera vez. Sus modales eran un tanto impacientes, quizá, pero ya no era el trémulo manojo de nervios que se roía las uñas y tanta preocupación causaba a su madre. Era una mujer con total dominio de sí misma, que había recorrido mucho camino desde los años en que Walker la había conocido. Pocos instantes después de que se sentara, me sorprendió al ver que sacaba un paquete de tabaco, y luego, a medida que corrían los minutos, me quedé doblemente extrañado al comprobar que era una fumadora empedernida, con una tos honda y retumbante y la áspera voz de contralto de los veteranos del tabaco. Cuando el camarero llegó a nuestra mesa y preguntó lo que deseábamos, ella pidió un whisky. Solo. Le dije que para mí también.

Me había preparado para una excéntrica remilgada, al estilo de las antiguas institutrices. Cécile podría haber tenido sus rarezas, pero la mujer a quien conocí aquel día era realista y simpática, de agradable compañía. Iba vestida con sencillez pero con elegancia (señal de confianza, pensé, un signo de respeto hacia sí misma), y aunque no era de las que se molestan en pintarse los labios ni las uñas, ofrecía un aspecto muy femenino con su traje de chaqueta gris; aparte de llevar pulseras de plata en las muñecas y un vistoso pañuelo multicolor en torno al cuello. Durante nuestras dos horas largas de conversación, me enteré de que había pasado quince años sometida a psicoanálisis (desde los veinte a los treinta y cinco), se había casado y divorciado, vuelto a casar con un hombre veinte años mayor (murió en 1999), y no tenía hijos. Sobre este último aspecto observó: Lamento algunas cosas, sí, pero lo cierto es que probablemente habría sido una madre horrorosa. No tengo aptitudes, ¿comprende?

Durante los primeros veinte o treinta minutos, hablamos sobre todo de Adam. Cécile quería saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido en la vida desde el momento en que perdió el contacto con él. Le expliqué que yo también le había perdido la pista, y que desde que entablamos de nuevo la comunicación hasta justo antes de su muerte, mi única fuente de información era la carta que me había escrito la primavera anterior. Uno por uno, fui contándole los detalles más sobresalientes que Walker me había mencionado –la caída por las escaleras con la fractura de pierna la noche de su licenciatura, la suerte de haber sacado un número alto en el sorteo para el reclutamiento, su traslado a Londres y los años de escritura y traducción, la publicación de su primer y último libro, la decisión de abandonar la poesía y estudiar derecho, su labor de activista social en el norte de California, su matrimonio con Sandra Williams, las dificultades de constituir una pareja interracial en Norteamérica, su hijastra, Rebecca, y los dos hijos de ésta–, y seguidamente añadí que si quería saber más cosas, sería mejor que tratase de hablar con su hermana, quien sin duda estaría encantada de ponerle al corriente hasta de los menores detalles. Tal como había prometido, Cécile perdió el control y se echó a llorar. Me conmovió que ella comprendiera perfectamente que había sido capaz de predecir aquellas lágrimas, pero aun cuando supiera que iban a producirse, no había en ellas nada forzoso ni deliberado. Era un llanto genuino, espontáneo, y aunque yo también las esperaba, sentí verdadera compasión por ella.

Me dijo: «Vivía por aquí, ya sabe. A treinta segundos de donde estamos, en la rue Mazarine. Acabo de pasar frente al edificio cuando venía a verlo a usted: la primera vez que he ido por esa calle desde hace años. Qué raro, ¿verdad? Resulta extraño que ese hotel haya desaparecido, aquel horroroso lugar, medio en ruinas, en donde vivía Adam. Lo tengo tan vivo en mi memoria…, ¿cómo es posible que ya no exista? Estuve allí sólo una vez durante un par de horas, pero no puedo olvidarlo, aún me está consumiendo las entrañas. Fui allí porque estaba enfadada con él. Una mañana temprano, en vez de ir a clase me dirigí a su hotel. Subí las desvencijadas escaleras, llamé a su puerta. Sentía ganas de estrangularlo porque estaba muy enfadada, porque lo quería mucho. Yo era una chica tonta, ¿comprende?, una muchacha imposible, nada agradable, desgarbada e imbécil, con unas gafas sobre la nariz y un corazón trémulo y angustiado, y tuve la temeridad de enamorarme de Adam, un chico perfecto, ¿por qué demonios me dirigió siquiera la palabra? Me hizo pasar. Me tranquilizó. Fue amable conmigo, muy tierno, mi vida estaba en sus manos, y se portó muy bien. Tendría que haber comprendido entonces lo buena persona que era. Nunca debí dudar de una sola palabra suya. Adam. Soñaba con besarlo. Eso es lo único que quería, que Adam me besara, entregarme a Adam, pero de pronto todo se acabó, y nunca nos besamos, jamás nos acariciamos, y antes de que me diera cuenta ya se había ido.»

Entonces fue cuando Cécile perdió el control y rompió a llorar. Tardó dos o tres minutos en poder hablar de nuevo, y cuando proseguimos la conversación, sus primeras palabras dieron paso a la siguiente fase de nuestro encuentro. Lo siento, murmuró. No hago más que decir tonterías. Usted no puede saber de lo que estoy hablando.

—Pero sí que lo sé, —repuse—. Conozco perfectamente lo que está diciendo.

—No es posible que lo sepa.

—Créame, lo sé. Estaba enfadada con él porque hacía varios días que no la llamaba. La noche anterior a que usted empezara las clases, cenó con su madre y usted en su apartamento de la rue de Verneuil. Después del postre, usted tocó el piano para él, una invención a dos partes de Bach, y luego, cuando se ausentó un momento del comedor, su madre tuvo ocasión de hablar con Adam a solas, y lo que ella le dijo, según sus palabras textuales, lo espantó.

—¿Le contó él todo eso?

—No, no me lo contó. Pero lo puso sobre el papel, y he leído las páginas que escribió.

—¿Le envió una carta?

—Un libro breve, en realidad. O un proyecto para escribir un libro. Pasó los últimos meses de su vida trabajando en unas memorias sobre mil novecientos sesenta y siete. Fue un año importante para él.

—Sí, un año muy importante. Me parece que estoy empezando a entender.

—De no haber sido por el relato de Adam, jamás habría oído hablar de usted.

—Y ahora quiere saber lo que pasó, ¿no es así?

—Comprendo por qué Adam la consideraba tan inteligente. Las coge al vuelo, ¿verdad?

Cécile sonrió y encendió otro cigarrillo.

—Parece que estoy en desventaja —repuso ella.

—¿En qué sentido?

—Usted sabe mucho más de mí que yo de usted.

—Sólo de cómo era usted a los dieciocho años. Todo lo demás está en blanco. He buscado a Born, he intentado localizar a Margot Jouffroy, y a su madre, pero sólo he podido encontrarla a usted.

—Porque todos los demás han muerto.

—Ah. Qué horror. Lo siento mucho…, sobre todo lo de su madre.

—Murió hace seis años. En octubre; mañana hará exactamente seis años. Sobre un mes después de los atentados de Nueva York y Washington. Tuvo problemas coronarios durante un tiempo, y un día sencillamente el corazón le dejó de latir. Tenía setenta y seis años. Yo quería que llegara a los cien, pero, como ya sabe, lo que queremos y lo que conseguimos rara vez es lo mismo.

—¿Y Margot?

—Apenas la conocí. Me dijeron que se había suicidado. Hace ya mucho tiempo; allá por los años setenta.

—¿Y Born?

—El año pasado. Creo. Pero no estoy completamente segura. Hay una ligera posibilidad de que todavía ande por ahí.

—¿Siguieron casados hasta que se murió su madre?

—¿Casados? No llegaron a contraer matrimonio.

—¿No se casaron? Pero yo creía…

—Hablaron de ello durante un tiempo, pero al final no se decidieron.

—¿Fue Adam responsable de eso?

—En parte, supongo, pero no del todo. Cuando habló con mi madre y acusó a Rudolf de aquellas cosas tan descabelladas, ella no le creyó. Ni yo tampoco, si vamos a eso.

—Se indignó tanto que le escupió en la cara, ¿verdad?

—Sí, le escupí en la cara. Fue la peor cosa que he hecho en la vida, y sigo sin perdonármelo.

—Escribió a Adam para pedirle disculpas. ¿Significa eso que cambió su opinión sobre su historia?

—No, entonces no. Le escribí porque estaba avergonzada de lo que había hecho, y quería que supiera lo mal que me sentía. Intenté hablar personalmente con él, pero cuando finalmente me armé de valor y llamé a su hotel, ya se había ido. Me dijeron que había vuelto a Estados Unidos. No podía entenderlo. ¿Por qué se había ido tan de repente? La única explicación que se me ocurrió fue que estaba tan disgustado por lo que le había hecho que no soportaba la idea de seguir en París. ¿No le parece una interpretación egoísta de los hechos? Cuando pedí a Rudolf que hablara con el director del curso de Columbia para averiguar lo que había pasado, me informó de que Adam se había marchado porque no estaba contento con las asignaturas que le estaba dando. Eso no era nada convincente, y no me lo creí ni por un momento. Estaba convencida de que se había marchado por mi culpa.

—Pero ahora sabe que no fue por eso, ¿verdad?

—Sí. Ahora sé que no. Pero tardé años en saber la verdad.

—Años. Lo que significa que la historia de Adam no influyó en la decisión de su madre.

—Yo no diría tanto. Tras la marcha de Adam, Rudolf no paraba de hablar de él. Lo había acusado de asesinato, al fin y al cabo, y se sentía ultrajado, estaba que echaba chispas, en realidad, y se pasó semanas despotricando como un loco contra Adam. Deberían meterlo veinte años en la cárcel, decía. Tendrían que colgarlo de la farola más próxima. Deberían mandarlo a la Isla del Diablo. Era todo tan excesivo, tan desmesurado, que mi madre empezó a sentirse un poco molesta con él. Conocía a Rudolf de tiempo atrás, de hacía muchos años, casi tantos como a mi padre, y en general siempre había sido sumamente amable con ella: considerado, atento, cortés. Tenía sus momentos de acaloramiento, desde luego, sobre todo cuando se ponía a hablar de política, pero sólo en ese ámbito, no en el personal. Ahora manifestaba un comportamiento agresivo, y creo que mi madre empezó a tener sus dudas sobre él. ¿Estaba verdaderamente preparada para pasar el resto de su vida con un hombre de carácter tan violento? Al cabo de un par de meses, Rudolf empezó a calmarse, y por navidades los accesos de frenesí y agresividad habían cesado. El invierno fue tranquilo, según recuerdo, pero luego vino la primavera, Mayo del 68, y el país entero estalló. Para mí, fue una de las mejores épocas de mi vida. Fui a manifestaciones, a concentraciones, contribuí a que cerraran mi instituto, y me convertí de pronto en una activista, una revolucionaria de ojos iluminados que luchaba por derribar al gobierno. Mi madre simpatizaba con los estudiantes, pero el derechista Rudolf no mostraba sino desprecio hacia ellos. Él y yo tuvimos algunas discusiones tremendas aquella primavera, encarnizadas peleas a gritos sobre justicia y legalidad, Marx y Mao, anarquía y rebelión, y por primera vez la política dejó de ser sólo política y pasó al plano personal. Mi madre se encontraba en el medio, y aquello la ponía cada vez más triste, la hacía cada vez más callada y retraída. El divorcio de mi padre iba a declararse oficialmente a principios de junio. En Francia, los matrimonios que se divorcian deben hablar con el juez una última vez antes de que el magistrado firme los documentos. Les pide que lo vuelvan a pensar, que reconsideren su decisión y se aseguren de que quieren seguir adelante con la separación. Mi padre estaba en el hospital, supongo que usted sabe todo eso, y mi madre fue sola a ver al juez. Cuando le preguntó si tenía dudas sobre su decisión, ella contestó que sí, que había cambiado de opinión y ya no quería el divorcio. Se estaba protegiendo de Rudolf, ¿comprende? Ya no deseaba contraer matrimonio con él, y si seguía siendo la mujer de mi padre, no podía casarse con él.

—¿Cómo reaccionó Born?

—Con enorme amabilidad. Dijo que comprendía por qué no podía seguir adelante, que la admiraba por su firmeza y valor, que la consideraba una mujer extraordinaria y generosa. No lo que cabría esperar, pero ahí lo tiene. Se portó maravillosamente.

—¿Cuánto tiempo siguió su padre con vida?

—Un año y medio. Murió en enero de mil novecientos setenta.

—¿Volvió Born a proponerle matrimonio?

—No. Se marchó de París después del 68 y empezó a dar clases en Londres. Lo vimos en el funeral de mi padre, y un par de semanas después escribió a mi madre una larga y sentida carta sobre el pasado, pero ahí se acabó todo. La cuestión del matrimonio nunca volvió a plantearse.

—¿Y qué me dice de su madre? ¿Encontró a alguien?

—Tuvo algunos amigos a lo largo de los años, pero no volvió a casarse.

—Y Born se trasladó a Londres. ¿Volvió a verlo alguna vez?

—En una ocasión, unos ocho meses después de la muerte de mi madre.

—¿Y?

—Lo siento. Me parece que no puedo hablar de ello.

—¿Por qué no?

—Porque si intentara contarle lo que pasó, no creo que pudiera explicarle la extraña e inquietante experiencia que supuso para mí.

—Me está tomando el pelo, ¿verdad?

—Sólo un poco. Para utilizar sus propias palabras, no puedo contarle nada, pero puede leerlo si quiere.

—Ah, ya veo. ¿Y dónde está ese misterioso texto suyo?

—En mi apartamento. Llevo un diario desde que tenía doce años, y escribí una serie de páginas sobre lo que pasó durante mi visita a la casa de Rudolf. El relato de un testigo ocular en el lugar de los hechos, si quiere llamarlo así. Creo que podría interesarle. Si quiere, le fotocopio esas páginas y se las traigo mañana. Si ha salido, se las dejaré en recepción.

—Gracias. Es muy generoso de su parte. Me muero de ganas de leerlo.

—Y ahora, anunció Cécile, sonriendo ampliamente mientras sacaba de su cartera de piel un gran cuaderno rojo, ¿pasamos a nuestro estudio para el CNRS?

A la tarde siguiente, cuando mi mujer y yo volvimos al hotel después de almorzar con su hermana, había un paquete esperándome. Además de las páginas fotocopiadas de su diario, Cécile adjuntaba una breve carta. Me daba las gracias por los whiskies, por soportar sus grotescas e imperdonables lágrimas, y por dedicar tanto tiempo a hablarle de Adam. Luego se disculpaba por su ilegible caligrafía y se ofrecía a ayudarme si tenía dificultades para descifrarla. La encontré perfectamente legible. Se distinguía bien cada palabra, ni una sola letra ni signo de puntuación inducía a confusión. El diario estaba escrito en francés, por supuesto, y lo que sigue es una traducción mía, que incluyo con plena autorización de la autora.

Yo no tengo nada más que decir. Cécile Juin es la última persona que sigue viva de las que componen la historia de Walker, y al ser así, parece adecuado que deba tener la última palabra.

DIARIO DE CÉCILE JUIN

27/4. Carta de Rudolf Born. Seis meses después, acaba de enterarse de la muerte de mamá. ¿Cuánto hace que lo vi por última vez, que tuve noticias suyas? Veinte años, me parece, veinticinco, quizá.

Parece consternado, deshecho por la noticia. ¿Por qué iba a importarle tanto ahora, después de todos estos años de silencio? Escribe con elocuencia sobre su fortaleza de carácter, su porte digno y su ternura interior, su sintonía con la mentalidad de los demás. Nunca ha dejado de quererla, según dice, y ahora que ya no está en este mundo, siente que una parte de sí mismo ha desaparecido con ella.

Está jubilado. Tiene 71 años, sigue soltero, con buena salud. Durante los últimos seis años ha estado viviendo en un lugar llamado Quillia, una pequeña isla entre Trinidad y las Granadinas en el punto de encuentro entre el Atlántico y el Caribe, justo al norte del ecuador. Nunca he oído hablar de esa isla. Debo acordarme de mirarlo. En la última frase de la carta, me pide noticias mías.

29/4. He contestado a R. B. Mucho más abiertamente de lo que pretendía, pero una vez que he empezado a hablar de mí misma, ha resultado difícil parar. Cuando le llegue la carta, sabrá lo de mi trabajo, mi matrimonio con Stéphane y su muerte hace tres años, y lo sola y consumida que me siento durante la mayor parte del tiempo. Me pregunto si no he ido demasiado lejos.

¿Cuáles son mis sentimientos hacia ese hombre? Complejos, ambiguos, aunando compasión e indiferencia, amistad y cautela, admiración y desconcierto. R. B. tiene muchas cualidades excelentes. Gran inteligencia, buenos modales, risa fácil, generosidad. Tras el accidente de papá, tomó cartas en el asunto y se convirtió en nuestro apoyo moral, el puntal que nos sostuvo durante muchos años. Se portó como un santo con mamá, fue para ella un compañero caballeroso, servicial y afectuoso, siempre disponible en momentos difíciles. En cuanto a mí, que no tenía ni doce años cuando se derrumbó nuestro mundo, ¿cuántas veces me ayudó a salir del bache con su aliento y sus elogios, su orgullo por mis modestos logros, su indulgente actitud hacia mis cuitas adolescentes? Tantos atributos positivos, tanto que agradecerle, y sin embargo continúo resistiéndome a él. ¿Tiene algo que ver con nuestras amargas discusiones de Mayo del 68, aquellas frenéticas semanas de mayo cuando estábamos en perpetua guerra el uno con el otro, y que abrieron una brecha entre los dos que nunca se ha cerrado del todo? Quizá. Pero me gusta pensar que soy una persona que disculpa las faltas, incapaz de guardar rencor a nadie; y en el fondo de mi ser creo que hace mucho que lo he perdonado. Porque me río al pensar ahora en aquella época, y no siento ira. En cambio, me quedan dudas, que empezaron a arraigarse en mí meses antes; en el otoño, cuando me enamoré de Adam Walker. El querido Adam, que fue a mamá con aquellas horribles acusaciones contra R. B. Imposible creerle, pero ahora que han pasado tantos años, ahora que se han sopesado y diseccionado y reexaminado de manera interminable los motivos que pudiera tener Adam para afirmar tales cosas, resulta difícil saber a qué atenerse. Desde luego existía animosidad entre Adam y R. B., y Adam seguramente pensaba que a mamá le convenía suspender la boda, de modo que se inventó una historia para asustarla y hacer que cambiara de opinión. Una historia espeluznante, demasiado aterradora para ser cierta, y por tanto Adam cometió un error de cálculo, pero en el fondo era buena persona, y si él creía que había algo turbio en el pasado de R. B., entonces puede que tuviera razón. De ahí mis dudas, que han ido agravándose con el paso de los años. Pero no puedo condenar a una persona basándome exclusivamente en sospechas. Tiene que haber pruebas, y como no existe ninguna, debo creer en la palabra de R. B.

11/5. Respuesta de R. B. Escribe que vive recluido en un caserón de piedra que da al mar. La casa se llama Colina de la Luna, y las instalaciones son bastante primarias. Las ventanas son amplias aberturas excavadas en la roca, sin cristales que las cubran. Entra el aire, y la lluvia, los insectos y los pájaros vuelan en su interior, aunque no existe mucha diferencia entre interior y exterior. Hay un generador que produce la electricidad, pero el aparato sufre frecuentes averías, y la mitad del tiempo alumbran las habitaciones con lámparas de queroseno. Viven cuatro personas en la casa: él mismo; Samuel, que se ocupa del mantenimiento; Nancy, la vieja cocinera, y Melinda, la joven mujer de la limpieza. Tiene teléfono y radio, pero no televisión, ni tampoco agua corriente, y no hay cartero. Samuel va a la oficina de correos de la ciudad (a diecisiete kilómetros de distancia) a recoger las cartas, y el agua se almacena en depósitos de madera por encima de los lavabos y los servicios. El agua para la ducha sale de bolsas de plástico desechables que cuelgan de un gancho por encima de la cabeza. El paisaje es exuberante y desértico a la vez. Abundante vegetación por todas partes (palmeras, ficus, incontables variedades de flores silvestres), pero el terreno volcánico está salpicado de grandes piedras y peñascos. Cangrejos de interior deambulan lenta y pesadamente por el jardín (los describe como carros blindados, criaturas prehistóricas que parecen venidas de la luna), y debido a las frecuentes plagas de mosquitos, sin mencionar la constante amenaza de las tarántulas, todo el mundo duerme en camas cubiertas con una malla protectora de color blanco. Pasa los días leyendo (lleva los dos últimos meses releyendo despacio a Montaigne) y tomando notas para unas memorias que espera empezar en un futuro próximo. Todas las tardes se instala en la hamaca junto a la ventana del salón y graba en vídeo la puesta de sol. Lo denomina el más asombroso espectáculo del mundo.

Mi carta lo ha llenado de nostalgia, según dice, y lamenta haber desaparecido tan enteramente de mi vida. Una vez estuvimos muy unidos, fuimos buenos amigos, pero cuando mi madre y él se separaron, pensó que no tenía derecho a permanecer en contacto conmigo. Ahora que se ha vuelto a romper el hielo, tiene el propósito de seguir manteniendo correspondencia conmigo; suponiendo que sea algo que a mí también me apetezca.

Siente pena al enterarse de la muerte de mi marido, al conocer las dificultades con que me enfrento últimamente. Pero todavía eres joven, añade, sólo tienes cincuenta y pocos años, y mucho futuro por delante, así que no debes renunciar a la esperanza.

Son observaciones trilladas y convencionales, quizá, pero percibo sus buenas intenciones, ¿y quién soy yo para desdeñar gestos de verdadera simpatía? Lo cierto es que estoy conmovida.

Entonces, una súbita inspiración. ¿Por qué no hacerle una visita? Se acercan las vacaciones, observa, y quizá me siente bien una pequeña excursión a las Antillas. Hay varias habitaciones de sobra en la casa, y no habría problema alguno para alojarme. Qué feliz lo haría volverme a ver, pasar un tiempo juntos después de tantos años. Me escribe su número de teléfono por si me apetece.

¿Me apetece? Es difícil saberlo.

12/5. La información sobre Quillia es escasa. Ya he buscado en Internet, con el resultado de un par de artículos superficiales que contienen una breve historia del lugar y diversas reseñas y datos turísticos. La redacción de estas últimas entradas es atroz, trivial hasta rozar el absurdo: sol resplandeciente…, playas maravillosas…, aguas de un azul paradisíaco.

Ahora estoy sentada en la biblioteca, pero resulta que no hay libros dedicados exclusivamente a Quillia; sólo unas referencias elementales ocultas en los volúmenes sobre la región. En la época precolombina, los habitantes eran los indios siboneys, que más tarde emigraron para dar paso a los arawaks, a los que a su vez siguieron los caribes. Cuando se inició la colonización en el siglo XVI, holandeses, franceses e ingleses se interesaron por el lugar. Se produjeron escaramuzas con los indios, así como entre los propios europeos, y cuando los esclavos negros empezaron a llegar de África, se sucedieron muchas matanzas. En el siglo XVIII, la isla fue declarada zona neutral, y la explotaron por igual franceses e ingleses, pero después de la guerra de los Siete Años y el Tratado de París, los franceses levantaron el campamento y Quillia cayó bajo el dominio del Imperio británico. En 1979, la isla proclamó su independencia.

Tiene ocho kilómetros de anchura. Agricultura de subsistencia, pesca, construcción de barcos, y la caza anual de una sola ballena. Hay tres mil quinientos habitantes, la mayoría de ascendencia africana, pero también caribe, inglesa, irlandesa, escocesa, asiática y portuguesa. Un libro informa de que un amplio contingente de marinos escoceses quedó allí abandonado a su suerte en el siglo XVIII. Sin posibilidad alguna de volver a casa, se instalaron en la isla y se mezclaron con la población negra. Dos siglos después, el resultado de ese cruce de razas es una curiosa mezcla de africanos pelirrojos, africanos de ojos azules, y africanos albinos. Tal como observa el autor: La isla es un laboratorio de posibilidades humanas. Hace estallar nuestras rígidas y preconcebidas ideas sobre la raza; e incluso llega a destruir el concepto mismo de raza.

Una bonita frase, ésa. Un laboratorio de posibilidades humanas.

14/5. Una jornada difícil. Esta tarde me he dado cuenta de que hace exactamente cuatro meses que tuve mi último periodo. ¿Significa eso que ha llegado por fin el momento? Sigo esperando los antiguos y familiares calambres, la hinchazón y la irritación, la sangre fluyendo de mí. No se trata de que ya no pueda tener hijos. Nunca he querido tenerlos especialmente. Alexandre llegó a convencerme más o menos, pero nos separamos antes de que pasara nada. Con Stéphane, ni hablar de hijos.

No, ya no se trata de tener hijos. Soy muy mayor para eso, aun cuando quisiera quedarme embarazada. Es cuestión de perder mi sitio como mujer, de verme expulsada de las filas de la feminidad. Durante cuarenta años, he estado orgullosa de sangrar. He soportado la regla con alegría, sabiendo que compartía una experiencia con todas las mujeres del planeta. Ahora me veo a la deriva, apartada, castrada. Parece el principio del fin. Una mujer menopáusica hoy, una vieja bruja mañana, y después la tumba. Estoy demasiado agotada incluso para llorar.

Tal vez debería ir a Quillia, después de todo, pese a mis reservas. Necesito aclararme las ideas, respirar aire fresco.

17/5. Acabo de hablar con R. B. Qué raro volver a oír su voz después de tanto tiempo, pero parecía vigoroso, en plena forma. Cuando le dije que había decidido aceptar su invitación, se puso a gritar por teléfono. ¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Qué noticia tan espléndida!

Dentro de un mes (en palabras de R. B.), estaremos bebiendo los ponches de ron de Samuel, turnándonos para filmar atardeceres, nos lo vamos a pasar de miedo.

Mañana reservaré los billetes. Cinco días a finales de junio. Si quitamos las dos jornadas de viaje, nos quedan tres días enteros en Quillia. Si resulta que me lo paso de miedo, siempre puedo prolongar la estancia. Si me aburro, no creo que tres días sea soportar demasiado.

23/6. Después de un largo vuelo a través del Atlántico, estoy sentada en la sala de tránsito del aeropuerto de Barbados, esperando a la avioneta de una hélice que dentro de dos horas y media me llevará a Quillia (si es que sale a su hora). Un calor insufrible en todas partes, un ambiente bochornoso que se pega al cuerpo, el calor del trópico, una canícula que te achicharra los sesos.

En la terminal principal, una docena de soldados patrulla las instalaciones con metralletas. Un aire de amenaza y desconfianza, hostilidad en cada mirada. ¿Qué pasa? Doce militares negros empuñando armas automáticas, y una multitud de viajeros sudorosos y adustos, con sus malhumorados hijos y las maletas llenas a rebosar.

En la sala de tránsito, casi todos somos blancos. Surfistas norteamericanos de pelo largo, australianos que beben cerveza y hablan en voz muy alta, europeos de diversas e ignotas nacionalidades, un par de rostros asiáticos. Aburrimiento. Ventiladores cenitales girando por encima de la cabeza. Música ambiental que no es música. Un lugar que no es lugar alguno.

Nueve horas después. La avioneta de hélice era el artefacto volador más pequeño que he abordado jamás. Me senté delante junto al piloto, los otros dos pasajeros se instalaron justo detrás de nosotros, y en el instante en que despegamos, comprendí que nos encontrábamos a merced de la primera ráfaga de viento que soplara en nuestra dirección, que incluso la menor turbulencia en la atmósfera circundante podría desviarnos de nuestro rumbo. Dábamos bandazos y sacudidas, el estómago se me salía por la boca, y sin embargo me he divertido, he disfrutado de la liviana ingravidez del viaje, de la sensación de estar en tan estrecho contacto con un viento tan inestable. Vista desde arriba, la isla no es más que un pequeño punto, una mancha verdigrís de lava solidificada que surge del océano. Pero el agua que la rodea es azul: sí, aguas de un azul paradisíaco.

Sería exagerado llamar aeropuerto al aeródromo de Quillia. Es una pista de aterrizaje, una cinta de asfalto al pie de una montaña alta, descomunal, y sólo puede acoger aeroplanos que no sean mayores que un juguete. Recogimos las maletas en la terminal –un diminuto pabellón de bloques de hormigón ligero– y luego pasamos el suplicio de la aduana y el control de pasaportes. Ni siquiera en la Europa posterior al 11-S han sometido mis pertenencias a examen tan minucioso. Me abrieron la maleta, cogieron e inspeccionaron hasta la última prenda de ropa, sacudieron todos los libros por el lomo, pusieron boca abajo los zapatos, atisbando y registrando en su interior: lenta y metódicamente, como si fuera un procedimiento que, bajo ninguna circunstancia, pudiera realizarse con apresuramiento. El funcionario encargado del control de pasaportes iba ataviado con un uniforme elegante, cuidadosamente planchado, símbolo de autoridad y poder burocrático, y tardó todo el tiempo que quiso en dejarme pasar. Me preguntó por el objeto de mi visita, y en mi inglés mediocre, cargado de acento, le contesté que había ido a pasar unos días con un amigo. ¿Qué amigo? Rudolf Born, le dije. El nombre pareció sonarle, y entonces me preguntó (de manera poco apropiada, en mi opinión) desde cuándo conocía al señor Born. De toda la vida, respondí. ¿De toda la vida? Mi respuesta parecía haberlo desconcertado. Sí, de toda la vida, repetí. Era amigo íntimo de mis padres. Ah, de sus padres, dijo, asintiendo ensimismado, satisfecho al parecer por mi respuesta. Creía que habíamos llegado al final de la operación, pero entonces abrió mi pasaporte, y estuvo examinándolo por espacio de tres minutos con el celo y la paciencia de un perito forense, estudiando cuidadosamente cada página, deteniéndose en cada sello, como si mis anteriores viajes constituyeran la clave para desentrañar el misterio de mi vida. Finalmente, sacó un formulario impreso en un estrecho trozo de papel, lo colocó en ángulo recto al borde de su escritorio, y rellenó las casillas con una caligrafía menuda y meticulosa. Tras grapar el formulario al pasaporte, entintó el tampón de caucho y lo apretó sobre un sitio junto al formulario, añadiendo con toda delicadeza el nombre de Quillia a la lista de países adonde me habían permitido la entrada. Los burócratas franceses son famosos por su maniática exactitud y fría eficiencia. Comparados con ese hombre, no son sino simples aficionados.

Salí al achicharrante calor de las cuatro de la tarde, contando con que R. B. estuviera esperándome, pero no había ido. Quien me acompañó a la casa fue Samuel, el encargado del mantenimiento, un joven de unos treinta años, vigoroso y fornido, sumamente guapo, con una piel muy oscura que no lo hace descendiente del grupo de marinos escoceses que se quedaron aquí aislados en el siglo XVIII. Tras el encuentro con los distantes y taciturnos hombres de la terminal del aeropuerto, fue un alivio ver que me sonreían de nuevo.

No tardé mucho en comprender por qué se había encomendado a Samuel la tarea de acompañarme a la Colina de la Luna. Durante los diez primeros minutos fuimos en coche, lo que me llevó a dar por sentado que seguiríamos hasta la casa por carretera, pero entonces Samuel detuvo el vehículo, e hicimos el resto del camino –es decir, la mayor parte del trayecto, más de una hora todavía– a pie. Fue una ardua caminata, una espantosa ascensión por un sendero empinado, surcado de raíces, que socavó mis fuerzas y me dejó sin aliento al cabo de cinco minutos. Soy una persona que se pasa la vida sentada en bibliotecas, una mujer de cincuenta y tres años que fuma demasiado y pesa diez kilos más de lo que debería, y mi cuerpo no está hecho para esfuerzos de esa clase. Me sentí enteramente humillada por mi ineptitud, por el sudor que me chorreaba y me empapaba la ropa, por los enjambres de mosquitos que bailaban en torno a mi cabeza, por mis frecuentes peticiones de detenernos a descansar, por las resbaladizas suelas de mis sandalias, que dieron conmigo en tierra, no en un par de ocasiones, sino una y otra vez. Pero aún peor, mucho peor que mis mezquinas tribulaciones físicas, era la vergüenza de que mi acompañante siempre fuera delante de mí, el bochorno de que Samuel cargara con mi maleta sobre la cabeza, tan pesada, con tantos libros innecesarios, y cómo no ver en esa imagen de un negro llevando sobre la cabeza las pertenencias de una mujer blanca los horrores del pasado colonial, las atrocidades del Congo y el África francesa, los siglos de aflicción…

No debo seguir así. Me estoy poniendo histérica, y si quiero conservar la salud mental a lo largo de estos días, debo mantener la compostura. La verdad es que a Samuel no le molestaba en absoluto lo que estaba haciendo. Ha subido y bajado esta montaña centenares de veces, lleva provisiones sobre la cabeza como si tal cosa, y para un nativo de una isla tan pobre como ésta, trabajar en casa de un hombre como R. B. se considera una buena posición. Siempre que le pedía que se detuviera, lo hacía sin la menor queja. No pasa nada, señora. Tómeselo con calma. Ya llegaremos, no hay prisa.

Cuando alcanzamos la cumbre, R. B. se estaba echando la siesta en su habitación. Por incomprensible que pudiera parecerme, aquello me dio ocasión de instalarme en mi cuarto (arriba, en lo más alto, mirando al mar) y recobrar el decoro. Me duché, me cambié de ropa, y me arreglé el pelo. Mejoras insignificantes, sin duda, pero al menos no tenía que pasar por el bochorno de que me vieran en estado tan lamentable. La ascensión a la montaña casi había acabado conmigo.

Pese a mis esfuerzos, observé la decepción en sus ojos cuando entré en el salón una hora después: la primera vez que me veía después de tantos años, con el triste reconocimiento de que la muchacha de tanto tiempo atrás se había convertido en una mujer de mediana edad, menopáusica y desaliñada, sin demasiado atractivo.

Lamentablemente –no, creo que quiero decir afortunadamente– la decepción era mutua. En el pasado, lo había considerado un tipo seductor, guapo en un sentido tosco, próximo a la personificación ideal de la autoridad y seguridad masculinas. R. B. nunca había sido delgado, pero en los años transcurridos desde la última vez que lo había visto, había ganado una considerable cantidad de peso, un montón de kilos de más, y cuando se levantó para saludarme (vestido con pantalones cortos, sin camisa, zapatos ni calcetines), me quedé pasmada al ver el volumen que había adquirido su vientre. Parece una gran pelota de gimnasia, y ya sin apenas pelo en la cabeza, su cráneo me recordó un balón de voleibol. Una imagen ridícula, ya sé, pero la mente siempre produce en serie sus absurdas estupideces, y eso fue lo que vi cuando se levantó y se acercó a mí: un hombre compuesto por dos esferas, una pelota de gimnasia y un balón de voleibol. Así pues, es mucho más corpulento, pero no como una ballena, ni fofo ni con bolsas de grasa: sólo voluminoso. En realidad, en torno al vientre tiene la piel muy tensa, y salvo por unos pliegues carnosos en las rodillas y el cuello, parece en buena forma para un hombre de su edad.

Un instante después de echarle la primera mirada, la alicaída expresión desapareció de sus ojos. Con todo el aplomo de un diplomático experimentado, R. B. sonrió, abrió los brazos y me apretó contra su pecho. Es un milagro, dijo.

Aquel abrazo resultó ser el punto álgido de la velada. Bebimos unos ponches de ron preparados por Samuel (muy buenos), vi cómo R. B. filmaba el crepúsculo (lo encontré estúpido), y luego nos sentamos a cenar (platos fuertes, buey cubierto de una salsa espesa, una comida inadecuada para ese clima, más propio de la Alsacia en pleno invierno). La vieja cocinera, Nancy, no es nada vieja –cuarenta, cuarenta y cinco años todo lo más–, y me pregunto si no tiene dos trabajos en esta casa: cocinera de día, compañera de cama de R. B. por la noche. Melinda tiene veintipocos años, y por tanto quizá sea demasiado joven para ejercer esa función. Es una chica preciosa, a propósito, tan bella como guapo es Samuel, una criatura alta y desgarbada con unos andares fluidos y exquisitos, y por las miraditas que se echan el uno al otro, yo diría que Samuel y ella forman pareja. Nancy y Melinda sirvieron la cena, Samuel quitó la mesa y lavó los platos, y a medida que avanzaba la velada empecé a sentirme cada vez más incómoda. No me gusta que me atienda el servicio doméstico. Me ofende en cierto modo, sobre todo en una situación como ésta, con tres personas trabajando sólo para otras dos, tres personas negras sirviendo a otras dos blancas. Una vez más: ecos desagradables del pasado colonial. ¿Cómo liberarme de ese sentimiento de vergüenza? Nancy, Melinda y Samuel se dedicaban a sus tareas con impasible ecuanimidad, y aunque recibí una serie de sonrisas corteses, parecían indiferentes, guardando las distancias. ¿Qué pensarán de nosotros? Probablemente se reirán a nuestras espaldas: con toda razón.

Los criados me desmoralizan, sí, pero no tanto como el propio R. B. Tras su cálida bienvenida, tuve la sensación de que ya no sabía qué hacer conmigo. Repetía sin cesar que debía estar cansada, que tenía que estar agotada por el viaje, que el desfase horario es un invento moderno concebido para destrozar el cuerpo humano. No voy a negar que estaba exhausta y sentía ese desfase, que me dolían los músculos por mi lucha con la montaña, pero quería quedarme levantada y charlar, rememorar viejos tiempos, tal como él había dicho en una de sus cartas, y ahora parecía reacio a compartir esos recuerdos. Durante la cena, la conversación fue tremendamente aburrida. Me contó cómo descubrió Quillia y cómo se las arregló para comprar esta casa, me explicó algunos detalles sobre la vida de la región, y luego me soltó una conferencia sobre la fauna y la flora de la isla. Desconcertante.

Ahora estoy en la cama, dentro de la bóveda de una mosquitera blanca. Tengo el cuerpo untado con un odioso menjunje que se llama OFF, un repelente de mosquitos que huele a productos químicos tóxicos, posiblemente letales, y las verdes espirales de insecticida arden despacio a cada lado de la cama, emitiendo pequeñas y curiosas estelas de humo.

Me pregunto qué estoy haciendo aquí.

26/6. Nada durante dos días. Ha sido imposible escribir, encontrar un momento de paz, pero ahora que me he marchado de la Colina de la Luna y voy de vuelta a París, puedo reanudar la historia en donde la dejé y proseguirla hasta el amargo final. Amargo es justamente el término que quiero utilizar aquí. Me siento amargada por lo que pasó, y sé que ese amargo sabor de boca me acompañará durante mucho tiempo. Todo empezó a la mañana siguiente, el día después de mi llegada a la casa, el veinticuatro. Tomando el desayuno en el comedor, R. B. dejó despacio la taza de café, me miró a los ojos y me pidió que me casara con él. Era una proposición tan ridícula, tan completamente inesperada, que me eché a reír.

—No lo dirás en serio —respondí.

—¿Por qué no? Yo estoy solo aquí. Tú no tienes a nadie en París, y si te vinieras a Quillia a vivir conmigo, te haría la mujer más feliz del mundo. Somos perfectos el uno para el otro, Cécile.

—Eres demasiado viejo para mí, querido amigo.

—Ya has estado casada con un hombre mayor que yo.

—Precisamente. Stéphane ha muerto, ¿no? No tengo ganas de convertirme en viuda otra vez.

—Ah, pero yo no soy Stéphane, ¿verdad? Estoy fuerte, gozo de perfecta salud. Me quedan muchos años por delante.

—Por favor, Rudolf. Es imposible.

—Olvidas lo mucho que nos adorábamos.

—Me gustabas. Siempre me has gustado, pero nunca te he adorado.

—Hace años, quise casarme con tu madre. Pero no era más que una excusa. Deseaba vivir con ella para estar cerca de ti.

—Eso es absurdo. Yo entonces era una niña; una chica torpe, sin desarrollar. Tú no sentías interés alguno por mí.

—Todo marchaba muy bien. Algo estaba a punto de ocurrir, y habría sucedido, porque los tres lo deseábamos, pero entonces vino a París aquel chico norteamericano y lo echó todo a perder.

—No fue por él. Lo sabes. Mi madre no creyó su historia, y yo tampoco.

—Hiciste bien en no creerle. Era un embustero, un muchacho retorcido y traicionero que se volvió contra mí y trató de destrozarme la vida. Sí, he cometido tremendos errores a lo largo de los años, pero matar a aquel chico en Nueva York no fue uno de ellos. Tu novio se lo inventó todo.

—¿Mi novio? Ésa sí que es buena. Adam Walker tenía cosas mejores que hacer que enamorarse de alguien como yo.

—Y pensar… que fui yo quien te lo presenté. Creía que te estaba haciendo un favor. Qué manera de salírseme el tiro por la culata.

—Verdaderamente me hiciste un favor. Y luego acabé insultándolo. Le dije que estaba loco. Que deberían arrancarle la lengua.

—Eso no me lo habías dicho. Bien hecho, Cécile. Me siento orgulloso de ti por mostrar tal firmeza de espíritu. El chico se llevó su merecido.

—¿Su merecido? ¿Qué significa eso?

—Me refiero a su apresurada marcha de Francia. Sabes por qué se fue, ¿no?

—Se fue por culpa mía. Porque le escupí en la cara.

—No, no, no fue por algo tan simple.

—¿De qué estás hablando?

—Lo deportaron. La policía lo pilló con tres kilos de estupefacientes: marihuana, hachís, cocaína, no me acuerdo ahora de la sustancia. Lo denunció el gerente de aquel hotel asqueroso en que vivía. Los polis registraron su habitación, y aquél fue el fin de Adam Walker. Tenía dos opciones: ir a juicio o marcharse del país.

—¿Adam con droga? No es posible. Estaba contra las drogas, las odiaba.

—Según la policía, no.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—El juez instructor era amigo mío. Me contó el caso.

—Qué oportuno. ¿Y por qué iba a molestarse en hablar contigo de una cosa así?

—Porque sabía que yo conocía a Walker.

—Tuviste algo que ver en todo eso, ¿verdad?

—Pues claro que no. No seas tonta.

—Interviniste. Admítelo, Rudolf. Fuiste tú quien echó a Adam del país.

—Te equivocas, cariño. No digo que sintiera verlo marchar, pero yo no fui responsable de nada.

—Hace tantísimo tiempo. ¿Por qué mentir sobre eso ahora?

—Lo juro por la tumba de tu madre, Cécile. No tuve nada que ver con eso.

No sabía qué pensar. Quizá estaba diciendo la verdad, aunque a lo mejor no, pero en cuanto mencionó la tumba de mi madre, comprendí que ya no quería estar con él en el comedor. Me sentía muy disgustada, muy cerca de las lágrimas, muy confusa para seguir hablando. Primero su demencial proposición de matrimonio, y luego sus horribles noticias sobre Adam, y de pronto no podía seguir sentada más tiempo a aquella mesa. Me levanté de la silla, le dije que no me encontraba bien, y me retiré rápidamente a mi habitación.

Media hora después, R. B. llamó a la puerta y preguntó si podía pasar. Vacilé unos momentos, preguntándome si tendría fuerzas para estar de nuevo cara a cara con él. Antes de que pudiera decidirme, volvió a llamar, más fuerte y con mayor insistencia que antes, y seguidamente abrió la puerta él mismo.

—Lo siento —dijo mientras avanzaba pesadamente con su voluminoso cuerpo medio desnudo hacia una butaca en el rincón del cuarto—. No era mi intención ponerte nerviosa. Me parece que no lo he planteado bien.

—¿Planteado? ¿Plantear qué?

Mientras R. B. se instalaba en la butaca, yo me senté en un pequeño banco de madera bajo la ventana. No estábamos a más de un metro de distancia. Después de mi brusca marcha del comedor hubiera preferido que no viniera a verme tan pronto, pero parecía lo bastante contrito como para pensar que sería posible proseguir la conversación.

—¿Plantear qué? —repetí.

—Cierto…, ¿cómo expresarlo…?, cierto futuro…, posibles planes domésticos para el futuro.

—Lamento decepcionarte, Rudolf, pero no me interesa el matrimonio. Ni contigo ni con nadie.

—Sí, lo sé. Ésa es tu postura hoy, pero mañana quizá tengas una perspectiva diferente del asunto.

—Lo dudo.

—Ha sido un error no hacerte partícipe de mis pensamientos. Estoy acariciando esta idea desde que recibí tu carta el mes pasado, y después de darle vueltas en la cabeza durante tanto tiempo, me pareció real, como si todo lo que tenía que hacer para materializarla era expresarla en voz alta. Puede que haya estado demasiado solo estos últimos seis años. A veces confundo mis pensamientos sobre el mundo con la realidad misma. Si te he ofendido, lo siento.

—No me has ofendido. Sorprendido sería la palabra adecuada, supongo.

—Dada tu postura, o la posición que adoptas ahora, en cualquier caso, me gustaría sugerir un experimento. Una experiencia en forma de propuesta de trabajo. ¿Recuerdas el libro de que te hablé en una de mis cartas?

—Mencionaste que estabas tomando notas para unas memorias que querías escribir.

—Exacto. Estoy casi preparado para empezar, y quiero que me ayudes. Quiero que escribamos el libro conjuntamente.

—Te olvidas de que tengo trabajo en París. Una ocupación que significa mucho para mí.

—Cualquiera que sea el salario que tengas en el CNRS, yo te lo doblo.

—No es cuestión de dinero.

—No te pido que dejes tu trabajo. Lo único que tienes que hacer es solicitar un permiso por tiempo indefinido. Escribir el libro nos llevaría alrededor de un año, y si cuando terminemos no quieres seguir aquí conmigo, te vuelves a París. Mientras, ganarás el doble que ahora, con alojamiento y pensión gratis, a propósito, y entretanto quizá descubras que quieres casarte conmigo. Un experimento en forma de propuesta de trabajo. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, lo entiendo. Pero ¿por qué habría de interesarme trabajar en un libro de otra persona? Yo ya tengo mi propio trabajo.

—Una vez que sepas de lo que trata el libro, te interesará.

—Trata de tu vida.

—Sí, pero ¿sabes tú algo de mi vida, Cécile?

—Eres un profesor universitario jubilado, que daba clases de política interior y asuntos internacionales.

—Entre otras cosas, sí. Pero no sólo enseñaba política, también trabajaba para el gobierno.

—¿Para el gobierno francés?

—Naturalmente. Soy francés, ¿no?

—¿Y qué clase de trabajo hacías?

—Misiones secretas.

—Misiones secretas… ¿Estás hablando de espionaje?

—Tejemanejes en sus múltiples formas, cariño.

—Vaya, vaya. No tenía ni idea.

—Para mí todo arranca en Argelia. Empecé joven, y seguí trabajando para ellos justo hasta el final de la guerra fría.

—En otras palabras, tienes algunas historias apasionantes que contar.

—Más que apasionantes. Historias que te helarían la sangre en las venas.

—¿Y te permiten publicar esas cosas? Creía que había leyes que prohibían desvelar secretos de Estado a los funcionarios del gobierno.

—Si tenemos algún problema, volveremos a escribir el texto y lo publicaremos como una novela; con tu nombre.

—¿Con mi nombre?

—Sí, con tu nombre. Yo me quedaré al margen, y tú podrás llevarte todos los méritos.

Ya no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo. Cuando salió de la habitación, tenía la seguridad de que R. B. se había vuelto loco, que había perdido la cabeza y estaba como una cabra. Había pasado demasiados años en Quillia, y el sol del trópico le había recalentado los sesos, empujándolo al borde de la demencia. Espionaje. Matrimonio. Memorias que se transformaban en novelas. Era como un niño, una criatura desesperada que se inventaba cosas sobre la marcha, diciendo lo primero que le venía a la cabeza y luego dándole vueltas hasta convertirlo en una ficción que se ajustara a su propósito en un momento determinado; en este caso, la estrafalaria idea, enteramente ridícula, de que quería contraer matrimonio conmigo. No podía querer que nos casáramos. Era imposible. Pero aunque así fuese, eso sólo demostraría que no estaba en sus cabales.

Le seguí la corriente, haciendo como si me tomara en serio su experimento en forma de propuesta de trabajo. ¿Me daba miedo llevarle la contraria, o trataba simplemente de evitar una escena desagradable? Un poco de las dos cosas, supongo. No quería decir nada que pudiera enfadarlo, pero al mismo tiempo la conversación me parecía insoportablemente aburrida, y quería librarme de su presencia lo antes posible. Así que lo pensarás, ¿verdad?, preguntó. Sí, le contesté, te prometo que lo pensaré. Pero antes de que tome una decisión, tienes que darme más detalles del libro. Pues claro, respondió, no faltaba más. Ahora tengo que hacer unas cosas con Samuel, pero podemos hablar de ello durante el almuerzo. Luego me dio una palmadita en la mejilla y sentenció: Me alegro de que hayas venido. El mundo nunca me ha parecido tan hermoso.

No fui a almorzar. Dije que no me encontraba bien, lo que era en parte cierto y en parte mentira. Podía haber ido de habérmelo propuesto, con un poco de fuerza de voluntad, pero no tenía ánimo para hacer esfuerzos, y no me apetecía. Necesitaba descansar de R. B., y también del viaje, que me había dejado para el arrastre. Estaba agotada, desorientada por el desfase horario, exhausta. Sin molestarme en quitarme la ropa, me tumbé en la cama y me eché una siesta de tres horas. Me desperté sudando, chorreando sudor por todos los poros, la boca seca, la cabeza retumbándome. Me desnudé, fui al baño, colgué una de las bolsas de plástico llenas de agua en el gancho de la ducha, abrí la espita, y dejé que el agua se precipitara sobre mi cabeza. Una ducha tibia en el calor de mediodía. El baño se encontraba al aire libre, un pequeño espacio semejante a una hornacina excavada en la roca y colgada en la cima del acantilado, sin nada frente a mis pies salvo el inmenso y destellante océano. El mundo nunca había sido tan hermoso. Sí, dije para mis adentros, éste es sin duda un lugar precioso, pero es una belleza áspera, inhóspita, y ya estoy deseando marcharme de aquí.

Pensé en escribir el diario, pero estaba muy nerviosa para quedarme sentada. Entonces se me ocurrió que no debía hacer anotaciones durante mi estancia. ¿Qué pasaría si R. B. entraba a hurtadillas en mi cuarto y descubría el diario, me pregunté, y veía las cosas que escribía sobre él? Se armaría un lío del demonio. Incluso podría correr peligro.

Intenté leer, pero en aquellos momentos tal actividad se encontraba fuera del alcance de mis facultades de concentración. Todos los libros inútiles que había metido en la maleta para las vacaciones al sol. Novelas de Bernhard y Vila-Matas, poemas de Dupin y Du Bouchet, ensayos de Sacks y Diderot: todos libros valiosos, pero ya inútiles, ahora que había llegado a mi destino.

Me senté en la butaca cerca de la ventana. Deambulé por el cuarto. Volví a sentarme en el sillón.

¿Y si R. B. no se había vuelto loco?, me pregunté. ¿Y si estaba jugando conmigo, proponiéndome matrimonio con objeto de tomarme el pelo y burlarse de mí, de divertirse un poco a mi costa? Eso también podía ser. Cualquier cosa era posible.

Aquella noche bebió mucho en la cena. Un par de buenos ponches de ron antes de sentarnos a la mesa, seguidos de generosas dosis de vino a lo largo de la cena. Al principio, el alcohol no parecía hacerle ningún efecto. Con aire solícito me preguntó si me encontraba mejor, y le dije que sí, que la siesta me había sentado de maravilla, y charlamos de cosas sin importancia, intrascendentes, sin mencionar el matrimonio, ni mentar a Adam Walker, ni aludir a libros sobre actividades de servicios secretos que podían convertirse en novelas. Aunque hablábamos en francés, me pregunté si no le gustaba sacar a relucir esas cuestiones delante del servicio. También me pregunté si no se estaba volviendo viejo, si no se encontraba en las primeras fases del Alzheimer o la demencia senil, y sencillamente se le habían olvidado las cosas que habíamos hablado por la mañana. A lo mejor las ideas le revoloteaban en la cabeza como mariposas o mosquitos: nociones efímeras que iban y venían con tal rapidez que ya no podía seguirles la pista.

A los diez minutos de empezar a comer, sin embargo, se puso a hablar de política. No en un plano personal, no de historias surgidas de sus propias experiencias, sino de forma abstracta, teórica, en un tono bastante profesoral que debía de haber empleado durante casi toda su vida adulta. Empezó con el Muro de Berlín. En Occidente todo el mundo se alegró mucho cuando cayó el Muro, afirmó, todos pensaban que una nueva era de paz y amor fraterno había amanecido sobre la tierra, pero en realidad constituyó uno de los acontecimientos más alarmantes de los últimos tiempos. Por desagradable que pudiera haber sido, la guerra fría había mantenido unido al mundo durante cuarenta y cuatro años, y ahora que se había esfumado el simple universo binario compuesto de blanco y negro, nuestro bando contra el suyo, habíamos entrado en un periodo de caos e inestabilidad semejante al de los años previos a la Primera Guerra Mundial. La destrucción mutua garantizada, la demencia. Era una concepción aterradora, sí, pero cuando media humanidad está en condiciones de desintegrar a la otra media, y cuando esa otra media se encuentra en posición de hacer desaparecer a la primera, ninguna de las dos apretará el gatillo. Punto muerto permanente. La respuesta más elegante a la agresión militar en la historia de la humanidad.

No lo interrumpí. Por una vez, R. B. estaba hablando de forma racional, aun cuando su argumentación era más bien rudimentaria. ¿Qué me dices de Argelia e Indochina, quería preguntarle, qué hay de Corea y Vietnam, qué ocurre con la injerencia de Estados Unidos en Latinoamérica, los asesinatos de Lumumba y Allende, los soviéticos entrando con sus tanques en Budapest y Praga, la larga guerra de Afganistán? No tenía mucho sentido hacerle esas preguntas. Ya había soportado peroratas de esa clase cuando era joven como para saber que enredarse en discusiones con R. B. no merecía la pena. Que siga con su discurso, dije para mí, que suelte sus opiniones simplistas, y antes de que se entere se cansará de hablar y concluirá la velada. Aquél era el R. B. de los viejos tiempos, y por primera vez desde que puse los pies en su casa, me sentí en terreno familiar.

Pero no se cansaba de hablar, y la velada se prolongaba mucho más de lo que yo había esperado. Sólo se estaba calentando con aquellas observaciones sobre la guerra fría, aclarándose la garganta, como si dijéramos, y durante las dos horas siguientes me soltó la más virulenta diatriba que jamás había oído de sus labios. El terrorismo árabe, el 11 de Septiembre, la insidiosa invasión de Irak, el precio del petróleo, el calentamiento del planeta, la escasez de alimentos, las hambrunas, la depresión mundial, la guerra sucia, los atentados con ántrax, la aniquilación de Israel: ¿de qué no hablaría, qué espantosa profecía, augurio de muerte, no evocó para lanzármela a la cara? Algunas de las cosas que dijo eran tan mezquinas y horrorosas, tan despiadadas y con tanto odio hacia todo el mundo que no fuera europeo de piel blanca, hacia cualquiera que, en definitiva, no fuese el propio Rudolf Born, que llegó un momento en que no pude soportarlo más. Cállate, le dije. No quiero oír una palabra más. Me voy a acostar.

Cuando me levanté de la silla y me marché del comedor, él seguía hablando, continuaba la perorata con su voz pastosa, de borracho, sin darse cuenta siquiera de que ya no estaba sentada a la mesa. Las capas de hielo polar se están fundiendo, afirmó. Dentro de quince o veinte años vendrán las inundaciones. Ciudades anegadas, continentes arrasados, el fin de todo. Tú seguirás viviendo, Cécile. Alcanzarás a verlo, y luego morirás ahogada. Te ahogarás con todos los demás, con otros miles de millones, y ahí se acabará todo. Cómo te envidio, Cécile. Podrás presenciar el fin de todas las cosas.

A la mañana siguiente (ayer) no se presentó al desayuno. Cuando pregunté si estaba bien, Nancy hizo un ruidito con la garganta, algo parecido a una risa muda, hacia dentro, y me dijo que el señor Born seguía en el mundo de los sueños. Me pregunté cuánto tiempo más se habría quedado bebiendo después de que me fui del comedor.

Cuatro horas más tarde se presentó para el almuerzo, al parecer de buen humor, los ojos animados y centrados, preparado para entrar en acción. Por primera vez desde que había llegado, se había tomado la molestia de ponerse una camisa.

—Disculpa mis desaforados comentarios de anoche —empezó a decir—. La mitad de las cosas no las dije en serio; menos de la mitad, en realidad, casi ninguna.

—¿Por qué dirías esas cosas si no fuera en serio? —le pregunté, un tanto desconcertada por aquella extraña retractación. No acostumbraba a poner en tela de juicio su comportamiento, a echarse atrás en algo que hubiera dicho o hecho, desaforado o no.

—Estaba tanteando ciertas ideas, intentando ponerme en el estado de ánimo adecuado para el trabajo futuro.

—¿Y qué trabajo es ése?

—El libro. El libro que vamos a hacer juntos. Después de nuestra charla de ayer por la mañana, estoy convencido de que tienes razón, Cécile. Nunca podrá publicarse la verdadera historia. Hay demasiados secretos, demasiados detalles de asuntos sucios que desvelar, demasiadas muertes por las que responder. Los franceses me detendrían si intentara hablar de todo eso.

—¿Estás diciendo que quieres renunciar al proyecto?

—No, en absoluto. Pero con objeto de exponer la verdad, debemos darle carácter de ficción.

—Eso es lo que dijiste ayer.

—Lo sé. Se me ocurrió de pronto mientras estábamos hablando, pero ahora que he tenido tiempo para pensarlo, creo que es la única solución.

—Una novela, entonces.

—Sí, una novela. Y ahora que tengo una novela en la cabeza, veo las ilimitadas posibilidades que se abren de pronto para nosotros. Podemos decir la verdad, sí, pero también contamos con la libertad de inventarnos cosas.

—¿Y por qué querrías hacer eso?

—Para dar más interés a la historia. Basaremos la acción en mi propia vida, claro, pero el personaje que me representa en el libro tendrá un nombre distinto. No podremos llamarlo Rudolf Born, ¿verdad? Tendrá que ser otro: el señor X, por ejemplo. Una vez que me convierta en el señor X, ya no seré yo mismo, y entonces podremos añadir tantos detalles nuevos como queramos.

—¿Como cuáles?

—Como…, a lo mejor el señor X no es la persona que parece ser. Lo presentaremos como un hombre que lleva una doble vida. El mundo lo conoce como un aburrido profesor, alguien que da clases de política interior y asuntos internacionales en una universidad o un instituto igualmente aburridos, pero que en realidad es también un agente secreto especial, que libra una guerra justa contra los comunistas soviéticos.

—Eso ya lo sabemos. Es la premisa del libro.

—Sí, sí; pero espera. ¿Y si su doble vida no es tal, sino una triple vida?

—No te entiendo.

—Parece que trabaja para los franceses, pero en realidad está en connivencia con los rusos. El señor X es un topo.

—Empieza a parecer una novela de misterio…

—De misterio. ¿No te encanta esa palabra? Misterio.

—Pero ¿por qué iba el señor X a traicionar a su país?

—Por muchas razones. Tras años de trabajo en el campo de batalla, Occidente acaba desilusionándolo y se convierte a la causa comunista. O si no, es un cínico que no cree en nada, y los rusos le pagan buen dinero, mucho más que los franceses, lo que significa que gana más del doble de lo que cobraría si trabajara para un solo bando.

—No parece un personaje muy simpático.

—No tiene que ser simpático. Sólo interesante y complejo. Piensa en Mayo del 68, Cécile. ¿Recuerdas aquellas tremendas discusiones que manteníamos?

—Nunca se me olvidarán.

—¿Y si el señor X, el doble agente confabulado con el enemigo, está en completo acuerdo con el personaje de la joven Cécile Juin? ¿Y si está encantado viendo cómo Francia se sume en la anarquía, si no cabe en sí de alegría ante la desintegración del país y la inminente caída del gobierno? Pero tiene que proteger su tapadera, y para ello ha de defender ideas diametralmente opuestas a aquellas en las que cree. Eso le dará un buen toque, ¿no te parece?

—No está mal.

—He pensado en otra escena. Sería difícil de conseguir, pero si adoptamos la idea de convertir al señor X en un topo, se convertiría en un factor crucial: uno de los momentos más oscuros y desgarradores del libro. El señor X tiene un colega francés, el señor Y. Han sido amigos íntimos durante muchos años, han vivido juntos innumerables y angustiosas aventuras, pero ahora el señor Y sospecha que el señor X trabaja para los soviéticos. Se encara con él y le dice que si no abandona el servicio de forma inmediata, hará que lo detengan. Son los primeros años sesenta, recuérdalo. La pena capital sigue en vigor, y la detención significa la guillotina para el señor X. ¿Qué puede hacer? No tiene más remedio que matar al señor Y. No de un balazo, por supuesto. No de un golpe en la cabeza ni de un navajazo en el vientre, sino con un medio más sutil que elimine la posibilidad de ser descubierto. Es verano. El señor Y y su familia están de vacaciones en la montaña, al sur de Francia. El señor X va para allá, se introduce furtivamente en plena noche en la propiedad, y desconecta los frenos del coche del señor Y. A la mañana siguiente, camino del pueblo para comprar pan en la panadería de la localidad, el señor Y pierde el control del automóvil y se precipita por la ladera de la montaña. Misión cumplida.

—¿Qué estás diciendo, Rudolf?

—Nada. Te estoy contando una historia, eso es todo. Te describo cómo el señor X mata al señor Y.

—Estás hablando de mi padre, ¿verdad?

—Pues claro que no. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?

—Me estás diciendo cómo intentaste matar a mi padre.

—Tonterías. Tu padre nunca estuvo en el servicio. Tú lo sabes. Trabajaba en el Ministerio de Cultura.

—Eso dices tú. ¿Quién sabe lo que hacía realmente?

—Déjalo, Cécile. Sólo estamos divirtiéndonos un poco.

—No tiene gracia. Ninguna en absoluto. Me estás revolviendo las tripas.

—Mi querida niña. Cálmate. Te estás portando como una boba.

—Me voy de aquí, Rudolf. No soporto estar contigo ni un momento más.

—¿Ahora mismo, en mitad del almuerzo? ¿Por las buenas?

—Sí, por las buenas.

—Y yo que pensaba…

—No me importa lo que pensabas.

—De acuerdo, vete si eso es lo que quieres. No voy a tratar de impedírtelo. Desde que has venido no he hecho otra cosa que inundarte de ternura y afecto, y ahora te vuelves contra mí de esta manera. Eres una mujer ridícula, una histérica, Cécile. Lamento haberte invitado a mi casa.

—Y yo lamento haber venido.

Ya estaba de pie para entonces, cruzando la habitación, llorando ya. Justo antes de llegar al pasillo, me volví a mirar por última vez al hombre con el que mi madre estuvo a punto de casarse, al hombre que me había pedido en matrimonio, y allí estaba, sentado de espaldas a mí, encorvado sobre su plato, zampándose la comida. Con absoluta indiferencia. Aún no me había marchado de la casa y ya me había borrado de su mente.

Fui a mi cuarto a recoger mis cosas. Esta vez no tendría a Samuel para acompañarme, y como no estaría en condiciones de bajar la montaña con la maleta en la mano, tendría que dejarla allí. Metí ropa interior limpia en el bolso, me quité las sandalias sacudiendo los pies, me puse unas zapatillas de deporte y luego comprobé que el pasaporte y el dinero estaban en su sitio. La idea de dejarme la ropa y los libros me causaba una pequeña punzada de pesar, pero la sensación desapareció al cabo de un par de segundos. Mi plan consistía en bajar a la ciudad de Saint Margaret y sacar un billete para el primer avión con destino a Barbados. Estaba a diecisiete kilómetros de la casa. Era capaz de hacerlo. Siempre que fuera en terreno llano, podría seguir andando eternamente.

El descenso de la montaña resultó ser menos penoso de lo que había sido la ascensión. Empecé a sudar, como es natural, los tábanos y mosquitos me acribillaron con sus ataques aéreos, pero en esta ocasión no me caí, ni una sola vez. Avancé a un paso moderado, ni muy lento ni muy apresurado, deteniéndome de cuando en cuando a observar las flores silvestres que crecían al lado del camino: de colores vivos, preciosas, con nombres desconocidos para mí. Azul intenso. Rojo encendido. Amarillo radiante.

Cuando me acercaba a la base de la montaña, empecé a oír algo, un ruido o una serie de ruidos que era incapaz de reconocer. Al principio, pensé que se parecía al canto de los grillos o las chicharras, el persistente grito metálico de los insectos en el calor de la tarde. Pero hacía demasiado bochorno entonces para que los insectos se estuvieran llamando unos a otros, y cuando me aproximé más, comprendí que los ruidos eran demasiado fuertes, que su ritmo era demasiado complejo, demasiado vibrante e intrincado para que proviniese de algún ser vivo. Una barrera de árboles me estorbaba la vista. Seguí andando, pero el obstáculo siguió hasta que llegué abajo del todo. Una vez allí, me detuve, torcí a la derecha, y por fin vi de dónde procedía el rumor, finalmente vi lo que mis oídos me estaban anunciando.

Un campo desolado se extendía frente a mí, un terreno árido y polvoriento abarrotado de pedruscos grises de diversas formas y tamaños, y desperdigados entre las piedras de aquel descampado había cincuenta o sesenta hombres y mujeres, todos con un martillo en una mano y un cincel en la otra, golpeando las piedras hasta partirlas en dos, machacando luego los trozos pequeños para romperlos en dos, y luego triturando los más pequeños y reduciéndolos a gravilla. Cincuenta o sesenta hombres y mujeres de color agachados en el campo con martillos y cinceles, golpeando las piedras mientras el sol les machacaba la espalda, sin sombra en parte alguna y el sudor reluciendo en cada rostro. Me quedé allí largo rato, observándolos. Miré y escuché y me pregunté si alguna vez había visto algo así. Era la clase de trabajo que se relaciona con reclusos, con gente encadenada, pero aquellas personas no llevaban grilletes. Estaban trabajando, ganando dinero, haciendo lo posible por subsistir. La música de las piedras era ampulosa e increíble, un rumor de cincuenta o sesenta martillos tintineantes, cada uno moviéndose a su propio ritmo, atrapado en su propia cadencia, y conjuntamente formaban una armonía indisciplinada, majestuosa, un sonido que se me metió en la piel y permaneció en mi interior mucho después de marcharme de allí, e incluso ahora, sentada en el avión que cruza el océano, sigo oyendo en mi cabeza el tintineo de aquellos martillos. Ese sonido vivirá siempre en mí. Durante el resto de mi vida, esté donde esté, haga lo que haga, irá siempre conmigo.