IV

PELLO, ENAMORADO

PELLO se había distinguido siempre por su actitud serena y filosófica ante los hechos y ante las personas. Pello hablaba poco y se apuraba menos; hacía sus comentarios interiores acerca de la Naturaleza, que no le parecía tan respetable como dicen, y cuando veía que los juicios suyos divergían de los demás, no protestaba.

«Indudablemente, al final, alguien será el que tenga razón», pensaba.

Este razonamiento le inclinaba a suponer que el tiempo, en último resultado, lo arregla todo. Convencido de esta verdad, Pello consideraba muy prudente esperar los acontecimientos. Hasta los dieciocho o diecinueve años el joven Leguía estuvo empleado en un almacén de San Sebastián, donde ganaba treinta duros al mes. Con este dinero vivía en una casa de huéspedes bastante buena; iba con frecuencia al teatro; llevaba pantalón de trabillas, botines lustrosos, gran corbatín y un magnífico sombrero de copa.

Como Pello era, naturalmente, elegante, tenía sus éxitos entre las chicas del pueblo.

La niña y la vieja

Un día, Pello, al salir del almacén donde trabajaba para ir a comer, vio en la plaza de la Constitución una muchacha vestida de blanco, una niña todavía, acompañada de una vieja. Pello no las conocía. Indudablemente no eran de San Sebastián. Pello acababa de cobrar su sueldo, y pensaba en lo poco profundos que son los senos de la casualidad para el hombre que no tiene más lastre que treinta duros en el bolsillo.

Mientras rumiaba esta idea vio que la vieja y la niña salían de la plaza y entraban en la calle del Angel, en el despacho de un consignatario de buques.

«Voy a ver de nuevo cómo es esta muchacha; a ver si es tan bonita como me ha parecido antes», se dijo el joven Leguía.

Y esperó paseando arriba y abajo por la acera.

Salió la muchacha de la tienda, y se cruzó con Pello. Este, a pesar de su filosofía, quedó extasiado. La chica era realmente bonita, morena, sonrosada, con unos ojos negros, brillantes.

Pello Leguía, asombrado del efecto que le causaba, y sin proponérselo, fue tras de la vieja y la niña hasta que entraron ambas en el parador Real.

«Está de paso en la fonda —se dijo Leguía— y se va a alguna parte. La cuestión sería averiguar adónde va.»

El joven Leguía tomó de nuevo hacia la calle del Angel; iba pasando la hora de comer; media hora después debía encontrarse en su escritorio. Pello se detuvo en una esquina a pensar.

—La verdad es —se dijo a sí mismo— que estaría bien que yo hiciera una calaverada. Todos los que me conocen se dirían: «¡Parece mentira; Leguía, un muchacho tan serio!».

Al azar

Pello dio unos cuantos pasos, y pensó si uno de los senos profundos de la casualidad se encontraría siguiendo a aquella muchacha tan bonita que tanta impresión le había causado.

De pronto se decidió, y sin vacilar entró en el despacho del consignatario.

—¿A qué hora sale el barco? —preguntó, con aire de indiferencia.

—¿Qué barco? —dijo uno que escribía detrás de la ventanilla, en tono brusco.

—El barco que han tomado esta señora y esta señorita.

—¿Va usted con ellas?

—Sí, soy de la familia.

—¿A Santander?

—Sí. A Santander.

—¿Un pasaje de primera?

—Eso es.

El de la oficina escribió algo en unos papeles; Leguía sacó el dinero que le pidieron, lo dejó en la ventanilla y se fue a la calle.

—Cualquiera diría que acabo de hacer un disparate —murmuró Pello—, y ¿quién sabe?, quizá sea lo único prudente que he hecho hasta ahora. Además, que lo mismo da vivir aquí que en otra parte.

Leguía fue a su casa; comió, escribió una carta al principal y comenzó a hacer su maleta.

«Realmente —se dijo—, todas estas cosas son inútiles. Dejemos la maleta, dejemos la carta y vamos a tomar el barco.»

Pello se presentó en el muelle, entró en el vapor y se sentó a tomar café. Poco después llegaban las viajeras.

El vapor, de ruedas, empezó a echar bocanadas de humo por su alta chimenea; funcionaron las paletas, y el barco salió del puerto y comenzó a dirigirse por entre las puntas.

Al dejar la bahía, como la mar estaba gruesa, algunos de los pasajeros, entre ellos la vieja que acompañaba a la niña, se marearon. Pello se mostró servicial e impasible. La muchachita se rio al ver a este joven alto, flemático y atento que la miraba sin pestañear. Creía haberle visto en San Sebastián; pero no estaba muy segura.

A las dos horas de estar en el barco, cambiaron algunas palabras.

—¿Van ustedes a Santander? —les preguntó Leguía.

—Sí; de allí vamos a ir a Laguardia —contestó ella.

—¿A Laguardia de Álava?

—Sí.

—¡Cosa extraña!

—¿Por qué?

—Porque yo también voy allí.

—Nosotras vamos a quedarnos unos días en Vitoria.

—¿En Vitoria?

—Sí. ¿Tiene usted algún pariente también en Vitoria?

—No; pero si a ustedes no les molesta, me quedaré unos días acompañándolas —contestó Pello, atrevidamente.

La muchacha se rio y no dijo nada. Pello recordó que tenía un tío segundo, cosechero, en Laguardia, a quien había escrito, por orden de su principal, desde San Sebastián, pidiéndole vinos, y mentalmente murmuró:

—Mi calaverada va a parecer el viaje de un comisionista. La verdad es que las personas serias como yo no pueden hacer disparates.

Llegaron a Santander. La niña y la vieja fueron a una de las mejores fondas del pueblo, y Leguía hizo lo mismo.

A pesar de que se veían en la mesa, la muchacha decidió no hablar mientras estuviese en Santander con Pello. Este supo que la niña se llamaba Corito Arteaga, y, a pesar de la filosofía del joven enamorado, el descubrimiento le pareció importantísimo.

Al día siguiente, la vieja y la niña, y Pello de edecán, salieron en coche para Vitoria. Allí Corito tenía algunas amigas; Pello ganó terreno, y la acompañó, con la vieja criada, por las calles y paseos de la ciudad alavesa.

Cuando decidió Corito ir a Laguardia, las personas conocidas le advirtieron que no intentara marchar por el camino recto, porque estaba ocupado por los carlistas; pero ella dijo que iba a casa de su pariente Ramírez de la Piscina, hombre de gran influencia en el partido de Don Carlos, y que no le asustaba pasar por en medio de las balas.

—¿Usted vendrá? —le preguntó Corito a Leguía.

—Naturalmente.

En el camino, Corito y Pello se hicieron muy amigos.

Corito contó que su padre había muerta en el mar, al volver de Méjico, y su madre en Francia; y dijo que no tenía más parientes que Ramírez de la Piscina y un amigo íntimo de su padre, a quien ella llamaba su padrino, y que vivía en Madrid.

Pello dijo quién era y lo que hacía. Después hablaron de la gente de San Sebastián, de los teatros, de las personas que conocían uno y otro; luego, de los libros que habían leído, y Corito contó su vida en el colegio de Angulema. De pronto, Pello preguntó:

—¿Y va usted a estar mucho tiempo en Laguardia?

—Sí; creo que sí —contestó Corito—. ¿Y usted?

—Yo, probablemente, también.

En este momento fue cuando el coche se rompió, y tuvieron que quedarse los viajeros a pie en Peñacerrada.