III. En paz
Pasaron muchos meses y la paz del matrimonio no se turbó.
Andrés estaba desconocido. El método de vida, el no tener que sufrir el sol, ni subir escaleras, ni ver miserias, le daba una impresión de tranquilidad, de paz.
Explicándose como un filósofo, hubiera dicho que la sensación de conjunto de su cuerpo, la cenesthesia era en aquel momento pasiva, tranquila, dulce. Su bienestar físico le preparaba para ese estado de perfección y de equilibrio intelectual, que los epicúreos y los estoicos griegos llamaron ataraxia, el paraíso del que no cree.
Aquel estado de serenidad le daba una gran lucidez y mucho método en sus trabajos. Los estudios de síntesis que hizo para la revista médica tuvieron gran éxito. El director le alentó para que siguiera por aquel camino. No quería ya que tradujera, sino que hiciera trabajos originales para todos los números.
Andrés y Lulú no tenían nunca la menor riña; se entendían muy bien. Sólo en cuestiones de higiene y alimentación, ella no le hacía mucho caso a su marido.
—Mira, no comas tanta ensalada —le decía él.
—¿Por qué? Si me gusta.
—Sí; pero no te conviene ese ácido. Eres artrítica como yo.
—¡Ah, tonterías!
—No son tonterías.
Andrés daba todo el dinero que ganaba a su mujer.
—A mí no me compres nada —le decía.
—Pero necesitas…
—Yo no. Si quieres comprar, compra algo para la casa o para ti.
Lulú seguía con la tiendecita; iba y venía del obrador a su casa, unas veces de mantilla, otras con un sombrero pequeño.
Desde que se había casado estaba de mejor aspecto; como andaba más al aire libre tenía un color sano. Además, su aire satírico se había suavizado, y su expresión era más dulce.
Varias veces desde el balcón vio Hurtado que algún pollo o algún viejo habían venido hasta casa, siguiendo a su mujer.
—Mira, Lulú —le decía—, ten cuidado; te siguen.
—¿Sí?
—Sí; la verdad es que te estás poniendo muy guapa. Vas a hacerme celoso.
—Sí, mucho. Tú ya sabes demasiado cómo yo te quiero —replicaba ella—. Cuando estoy en la tienda, siempre estoy pensando: ¿Qué hará aquél?
—Deja la tienda.
—No, no. ¿Y si tuviéramos un hijo? Hay que ahorrar.
¡El hijo! Andrés no quería hablar, ni hacer la menor alusión a este punto, verdaderamente delicado; le producía una gran inquietud.
La religión y la moral vieja gravitan todavía sobre uno —se decía—; no puede uno echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del pecado.
Muchas veces, al pensar en el porvenir, le entraba un gran terror; sentía que aquella ventana sobre el abismo podía entreabrirse.
Con frecuencia, marido y mujer iban a visitar a Iturrioz, y éste también a menudo pasaba un rato en el despacho de Andrés.
Un año, próximamente después de casados, Lulú se puso algo enferma; estaba distraída, melancólica y preocupada.
—¿Qué le pasa? ¿Qué tiene? —se preguntaba Andrés con inquietud.
Pasó aquella racha de tristeza, pero al poco tiempo volvió de nuevo con más fuerza; los ojos de Lulú estaban velados, en su rostro se notaban señales de haber llorado.
Andrés, preocupado, hacía esfuerzos para parecer distraído; pero llegó un momento en que le fue imposible fingir que no se daba cuenta del estado de su mujer.
Una noche le preguntó lo que le ocurría y ella, abrazándose a su cuello, le hizo tímidamente la confesión de lo que le pasaba.
Era lo que temía Andrés. La tristeza de no tener el hijo, la sospecha de que su marido no quería tenerlo, hacía llorar a Lulú a lágrima viva, con el corazón hinchado por la pena.
¿Qué actitud tomar ante un dolor semejante? ¿Cómo decir a aquella mujer, que él se consideraba como un producto envenenado y podrido, que no debía tener descendencia?
Andrés intentó consolarla, explicarse… Era imposible. Lulú lloraba, le abrazaba, le besaba con la cara llena de lágrimas.
—¡Sea lo que sea! —murmuró Andrés.
Al levantarse Andrés al día siguiente, ya no tenía la serenidad de costumbre.
Dos meses más tarde, Lulú, con la mirada brillante, le confesó a Andrés que debía estar embarazada.
El hecho no tenía duda. Ya Andrés vivía en una angustia continua. La ventana que en su vida se abría a aquel abismo que le producía el vértigo, estaba de nuevo de par en par.
El embarazo produjo en Lulú un cambio completo; de burlona y alegre, la hizo triste y sentimental.
Andrés notaba que ya le quería de otra manera; tenía por él un cariño celoso e irritado; ya no era aquella simpatía afectuosa y burlona tan dulce; ahora era un amor animal. La naturaleza recobraba sus derechos. Andrés, de ser un hombre lleno de talento y un poco ideático, había pasado a ser su hombre. Ya en esto, Andrés veía el principio de la tragedia. Ella quería que le acompañara, le diera el brazo, se sentía celosa, suponía que miraba a las demás mujeres.
Cuando adelantó el embarazo, Andrés comprobó que el histerismo de su mujer se acentuaba.
Ella sabía que estos desórdenes nerviosos tenían las mujeres embarazadas, y no le daba importancia; pero él temblaba.
La madre de Lulú comenzó a frecuentar la casa, y como tenía mala voluntad para Andrés, envenenaba todas las cuestiones.
Uno de los médicos que colaboraba en la revista, un hombre joven, fue varias veces a ver a Lulú.
Según decía, se encontraba bien; sus manifestaciones histéricas no tenían importancia, eran frecuentes en las embarazadas. El que se encontraba cada vez peor era Andrés.
Su cerebro estaba en una tensión demasiado grande, y las emociones que cualquiera podía sentir en la vida normal, a él le desequilibraban.
—Ande usted, salga usted —le decía el médico.
Pero fuera de casa ya no sabía qué hacer.
No podía dormir, y después de ensayar varios hipnóticos se decidió a tomar morfina. La angustia le mataba.
Los únicos momentos agradables de su vida eran cuando se ponía a trabajar. Estaba haciendo un estudio sintético de las aminas, y trabajaba con toda su fuerza para olvidarse de sus preocupaciones y llegar a dar claridad a sus ideas.