7
Esperamos bajo el cálido sol a que hubiera una pausa en el tráfico de la hora punta, y cruzamos corriendo la calle. Nadie hablaba; yo caminaba varios pasos por delante de ellos, guiándoles hacia la parte posterior del edificio. La entrada principal ya estaría cerrada en aquellos momentos.
Les dejé en la sala de reuniones y fui a recoger las fichas que guardaba en un cajón cerrado de mi escritorio. Oí a Rose ordenando papeles en la estancia contigua. Habían pasado las cinco y todavía estaba allí. Me consolé un poco. Se había quedado porque quizá intuyera que algo malo habría ocurrido para que Amburgey me hubiera llamado a su despacho.
Cuando regresé a la sala de reuniones, los tres hombres habían acercado sus sillas. Me senté frente a ellos, fumando en silencio y retando a Amburgey a que me pidiera que me retirara. No lo hizo y yo seguí sentada donde estaba.
Transcurrió otra hora.
Se oía el rumor de las páginas y los informes hojeados, de los comentarios y las observaciones hechas en voz baja. Las fotografías se distribuyeron en abanico sobre la mesa como si fueran naipes. Amburgey estaba tomando numerosas notas con su apretada caligrafía. En determinado momento, varias fichas resbalaron desde las rodillas de Boltz y cayeron sobre la alfombra.
—Yo las recogeré —dijo Tanner sin demasiado entusiasmo, desplazando su silla a un lado.
—Ya las tengo.
Boltz parecía irritado cuando empezó a recoger los papeles diseminados a su alrededor y bajo la mesa. Él y Tanner tuvieron la amabilidad de clasificarlo todo según los números correspondientes a cada caso; yo les miraba sin decir nada. Amburgey siguió escribiendo como si nada hubiera ocurrido.
Los minutos tardaban una eternidad en transcurrir mientras yo esperaba sentada.
De vez en cuando me hacían alguna pregunta. Pero, en general, los hombres se miraban y hablaban entre sí como si yo no estuviera presente. A las seis y media entramos en el despacho de Margaret. Me senté ante el ordenador, activé la respuesta modem e inmediatamente apareció la pantalla de los casos, una bonita creación anaranjada y azul diseñada por Margaret. Amburgey consultó sus notas y me leyó el número del caso de Brenda Steppe, la primera víctima.
Entré y pulsé la tecla de recuperación. El caso apareció casi instantáneamente.
En realidad, la pantalla de los casos incluía más de una docena de tablas conectadas entre sí. Los hombres empezaron a examinar los datos que llenaban la pantalla anaranjada, mirándome cada vez que deseaban que pasara la página.
Dos páginas más adelante, los cuatro lo vimos al mismo tiempo.
El apartado titulado «Prendas, efectos personales, etc.» era una descripción de lo que llevaba el cuerpo de Brenda Steppe, incluidas las ataduras.
Escritas en letras negras figuraban las palabras «cinturón de tela beige alrededor del cuello».
Amburgey se inclinó en silencio sobre mis hombros y deslizó el dedo por la pantalla.
Abrí la ficha del caso de Brenda Steppe y señalé que yo no había dictado aquellas palabras en el informe de la autopsia y que en mis archivos figuraban mecanografiadas las palabras «un par de pantys color carne alrededor del cuello».
—Sí —dijo Amburgey, refrescándome la memoria—, pero eche un vistazo al informe del equipo de rescate. Allí figura anotado un cinturón de tela beige, ¿no?
Busqué rápidamente el informe del equipo de rescate y lo examiné. Tenía razón. El auxiliar, al describir lo que había visto, mencionaba que la víctima estaba atada con cordones eléctricos alrededor de las muñecas y los tobillos y llevaba «una prenda parecida a un cinturón tirando a color canela» alrededor del cuello.
En un intento de ayudar, Boltz sugirió:
—Tal vez alguna de las mecanógrafas repasó los datos mientras los mecanografiaba, vio el informe del equipo de socorro y anotó equivocadamente lo del cinturón; en otras palabras, no se dio cuenta de que había una discrepancia con lo que usted había dictado en el informe de la autopsia.
—No es probable —objeté—. Mis mecanógrafas saben que los datos sólo tienen que proceder de los informes de laboratorio y de autopsia y del certificado de defunción.
—Pero es posible, porque el cinturón se menciona —dijo Amburgey—. Consta en la ficha.
—Por supuesto que es posible.
—En tal caso —terció Tanner—, la fuente de este cinturón beige, que se citaba en el periódico, sería su ordenador. Puede que un periodista haya estado consultando su base de datos o haya tenido a alguien que lo hacía por él. La información era inexacta porque había una imprecisión en los datos que usted tenía en su oficina.
—O puede que la información se la diera el miembro del equipo de socorro que anotó la presencia del cinturón en su informe —dije yo.
Amburgey se apartó del ordenador y dijo fríamente:
—Confío en que tome usted medidas para garantizar el carácter confidencial de los archivos de su oficina. Dígale a la chica que se encarga de su ordenador que cambie la contraseña. Haga todo lo que sea necesario, doctora Scarpetta. Y espero su informe escrito sobre todo este asunto.
Se encaminó hacia la puerta y se detuvo el tiempo suficiente como para decirme:
—Se entregarán copias a quienes corresponda y después ya veremos si tomamos medidas adicionales.
Tras lo cual, se retiró seguido de Tanner.
Cuando todo lo demás me falla, me dedico a cocinar.
Algunas personas salen después de una jornada espantosa y se relajan dándole a una pelota de tenis en una pista o se descoyuntan los huesos siguiendo un cursillo de preparación física. Yo tenía una amiga en Coral Cables que se escapaba a la playa con su silla plegable y se libraba de la tensión tomando el sol y leyendo una novelucha ligeramente pornográfica que en su ambiente profesional no hubiera leído ni loca, pues era juez de un tribunal de distrito. Muchos policías que conozco ahogan sus penas bebiendo cerveza en el local de la Hermandad Policial.
Yo nunca he sido especialmente aficionada al deporte y no había ninguna playa como Dios manda a una distancia razonable. Emborracharse nunca servía de nada, mientras que la cocina era un lujo que no estaba a mi alcance por falta de tiempo la mayoría de los días y, aunque la cocina italiana no es mi único amor, sí es la que mejor se me da.
—Utiliza la parte más fina del rallador —le estaba diciendo a Lucy sobre el trasfondo del ruido del agua del grifo en el fregadero.
—Es que me cuesta mucho —se quejó la niña, resoplando.
—El queso curado parmesano-reggiano es muy duro. Ten cuidado con los nudillos, ¿de acuerdo?
Terminé de lavar los pimientos verdes, las setas y las cebollas, los sequé y los coloqué sobre la tabla de picar. Sobre uno de los quemaderos de la cocina se estaba calentando a fuego lento una salsa que había elaborado el verano anterior a base de tomates frescos, albahaca, orégano y varios dientes de ajo majados. Siempre guardaba una buena provisión en el congelador para momentos como aquél. Una salchicha de Lugano se estaba secando sobre una servilleta de papel al lado de otras servilletas de papel en las que descansaban unos dorados bistecs. La masa de alto contenido en gluten se estaba hinchando bajo una servilleta húmeda, y en un cuenco se veía una mozzarella de leche entera importada de Nueva York y todavía envuelta en su salmuera cuando yo la compré en mi charcutería preferida de la avenida West. A temperatura ambiente este queso es suave como la mantequilla y, cuando se derrite, forma unos hilos deliciosos.
—Mami siempre las compra envasadas y les añade un montón de porquerías —dijo Lucy casi sin resuello a causa del esfuerzo—. O las compra ya hechas en la tienda.
—Es una pena —repliqué, hablando completamente en serio—. ¿Cómo puede comerse estas porquerías? —dije mientras empezaba a picar—. Tu abuela antes hubiera preferido que nos muriéramos de hambre.
A mi hermana nunca le ha gustado cocinar. Jamás he comprendido por qué. Algunos de los momentos más felices de nuestra infancia transcurrían alrededor de la mesa. Cuando nuestro padre estaba bien, se sentaba en la cabecera de la mesa y nos llenaba ceremoniosamente los platos con grandes montículos de humeantes espaguetis o fettuccine o, los viernes, de frittata. Aunque fuéramos pobres, en casa siempre había pasta y vino en abundancia y a mí me encantaba regresar de la escuela y ser recibida por los deliciosos aromas y los prometedores rumores que se escapaban de la cocina.
El hecho de que Lucy no supiera nada de todas aquellas cosas era una triste trasgresión de la tradición. Seguramente, cuando regresaba de la escuela, entraba en una silenciosa e indiferente casa donde la cena era un engorro que se aplazaba hasta el último momento. Mi hermana jamás hubiera tenido que ser madre. Mi hermana jamás hubiera tenido que ser italiana.
Untándome las manos con aceite de oliva empecé a trabajar la masa hasta que me comenzaron a doler los músculos de los brazos.
—¿Sabes enroscarla como hacen en la televisión? —preguntó Lucy, interrumpiendo su tarea y mirándome con los ojos muy abiertos.
Le hice una demostración.
—¡Toma ya!
—No es difícil —dije mientras la masa se extendía lentamente sobre mis puños—. El truco consiste en mantener los dedos bien doblados para no hacer agujeros.
—Déjame probar.
—No has terminado de rallar el queso —dije con fingida severidad.
—Por favor.
Lucy bajó de su taburete y se acercó a mí. Tomando sus manos en las mías se las unté con aceite de oliva y se las cerré en puño. Me sorprendió que sus manos tuvieran casi el mismo tamaño que las mías. Cuando era chiquita, sus puños no eran más grandes que unas nueces.
Recordé cómo extendía las manos hacia mí cuando la visitaba, cómo me agarraba el dedo índice y sonreía mientras una extraña y maravillosa sensación de calor me llenaba por dentro. Envolviendo la masa alrededor de los puños de Lucy, la ayudé a darle torpemente la vuelta.
—Cada vez es más grande —exclamó la niña—. ¡Qué bonito!
—La masa se extiende a causa de la fuerza centrífuga, tal como antes ocurría con el cristal. ¿Has visto aquellos antiguos cristales de ventana ondulados?
Lucy asintió con la cabeza.
—El cristal giraba en un disco plano.
Ambas levantamos la vista al oír el crujido de la gravilla bajo unos neumáticos en la calzada. Un Audi de color blanco se estaba acercando y la alegría de Lucy empezó a empañarse de inmediato.
—Oh —dijo en tono abatido—. Es él.
Bill Boltz estaba descendiendo del vehículo y sacando dos botellas de vino que había en el asiento del pasajero.
—Te gustará mucho —dije, depositando hábilmente la masa en el recipiente—. Tiene muchas ganas de conocerte, Lucy.
—Es tu novio.
Me lavé las manos.
—Simplemente hacemos cosas juntos y colaboramos.
—¿No está casado? —preguntó Lucy, observándole mientras se acercaba a la puerta.
—Su mujer murió el año pasado.
—Ah —una pausa—. ¿Cómo?
Le besé el cabello y salí de la cocina para abrir la puerta. No era el momento de responder a semejante pregunta. No estaba muy segura de cómo se lo iba a tomar Lucy.
—¿Ya te estás recuperando?
Bill sonrió y me besó levemente en la mejilla.
—Apenas —contesté, cerrando la puerta.
—Ya verás cuando te tomes unos cuantos vasos de esta mágica sustancia —dijo, sosteniendo en alto las botellas como si fueran trofeos de caza—. De mi bodega privada, te encantará.
Le rocé el brazo con la mano mientras él me acompañaba a la cocina.
De espaldas a nosotros, Lucy estaba rallando queso subida a su taburete. Ni siquiera levantó los ojos cuando entramos.
—¿Lucy?
Rallando queso.
—¿Lucy? —me acerqué a ella con Bill—. Te presento al señor Boltz; Bill, ésta es mi sobrina.
Lucy interrumpió a regañadientes lo que estaba haciendo y me miró directamente a los ojos.
—Me he rascado el nudillo, tita Kay. ¿Lo ves? —dijo, mostrándome la mano izquierda.
Le sangraba un poco un nudillo.
—Vaya por Dios. Ven, iré por una tirita.
—Un poco se ha caído en el queso —añadió casi al borde de las lágrimas.
—Me parece que vamos a necesitar una ambulancia —anunció Bill, levantando súbitamente a Lucy de su taburete y entrelazando los brazos bajo sus muslos. La niña quedó sentada en una posición extremadamente ridícula—. Rerrrrrr rerrrrrrr —chirrió como una sirena mientras se acercaba con ella al fregadero—. Tres-uno-seis con una urgencia una niña preciosa con un nudillo ensangrentado —ahora estaba hablando con un operador de comunicaciones—. Por favor, que la doctora Scarpetta esté preparada con una tirita.
Lucy empezó a mondarse de risa, se olvidó momentáneamente de su nudillo y miró con adoración a Bill mientras éste descorchaba una botella de vino.
—Hay que dejarlo respirar —le explicó a Lucy—. Mira, ahora está más áspero de lo que estará dentro de una hora. Como todo en la vida, el tiempo lo hace madurar.
—¿Puedo tomar un poco?
—Bueno —contestó Bill con fingida seriedad—, a mí me parece bien si tu tita Kay no dice lo contrario. Pero no queremos que empieces a hacer tonterías.
Yo estaba recubriendo la pizza con salsa y colocando encima de ésta las carnes, las hortalizas y el queso parmesano. Como broche final, le puse unos trocitos de mozzarella y la introduje en el horno. Muy pronto el fuerte aroma del ajo llenó la cocina mientras yo preparaba la ensalada y ponía la mesa y Bill y Lucy conversaban y se reían.
Cenamos tarde y el vaso de vino que se tomó Lucy resultó ser una bendición. Cuando empecé a quitar la mesa, vi que tenía los ojos medio cerrados y se estaba cayendo de sueño, a pesar de que por nada del mundo hubiera querido separarse de Bill, el cual se había ganado por entero su corazón.
—Es muy curioso —le dije a Bill cuando ya la había acostado en su cama y ambos nos encontrábamos sentados junto a la mesa de la cocina—. No sé cómo lo has conseguido. Estaba preocupada por su reacción.
—Creías que me consideraría un rival —dijo Bill, esbozando una leve sonrisa.
—Vamos a decirlo así. Su madre entra y sale constantemente de relaciones con prácticamente cualquier cosa que lleve pantalones.
—Lo cual significa que no le queda demasiado tiempo para su hija.
Bill volvió a llenar los vasos.
—Es una apreciación más bien moderada.
—Lástima. Esta niña tiene algo especial y es más lista que el hambre. Habrá heredado tu inteligencia. ¿Qué hace todo el día mientras tú trabajas? —preguntó Bill, tomando lentamente un sorbo de vino.
—Bertha está aquí. Lucy se pasa horas y horas en mi escritorio, aporreando las teclas de mi ordenador.
—¿Se divierte con juegos?
—Más bien no. Creo que sabe más de eso que yo. La última vez que la sorprendí, estaba programando con Basic y reorganizando mi base de datos.
Bill estudió su vaso de vino y después preguntó:
—¿Puedes utilizar tu ordenador para marcar el de tu oficina?
— ¡Ni se te ocurra pensarlo!
—Bueno —dijo Bill, mirándome fijamente—. Sería mejor. Pero puede que sea una vana esperanza.
—Lucy no sería capaz de hacer semejante cosa —dije en tono ofendido—. Y no estoy muy segura de que fuera mejor, caso de ser cierto.
—Mejor tu sobrina de diez años que un periodista. Te podrías quitar de encima a Amburgey.
—A ése nunca me lo podré quitar de encima —repliqué.
—Es verdad —dijo Bill—. Su único objetivo cuando se levanta por la mañana es fastidiarte.
—Estoy empezando a pensar que sí.
Amburgey había sido nombrado para aquel cargo en plena campaña de protesta de la comunidad negra, la cual se quejaba de que la policía se tomaba con indiferencia los homicidios a no ser que las víctimas fueran blancas. Después, un concejal negro del ayuntamiento fue tiroteado en su automóvil, y tanto Amburgey como el alcalde debieron de suponer que el hecho de presentarse a la mañana siguiente sin previo aviso en el depósito de cadáveres les ganaría las simpatías de los negros.
Quizá las cosas no hubieran salido tan mal si Amburgey hubiera hecho alguna pregunta mientras me observaba efectuar la autopsia al cadáver y después hubiera mantenido la boca cerrada. Sin embargo, combinando la medicina con la política, se sintió obligado a revelarles a los periodistas que esperaban en el exterior del edificio que «la profusión de heridas de perdigones» en la parte superior del pecho del concejal «revelan que se efectuaron disparos a quemarropa con una escopeta de caza». Cuando los reporteros me entrevistaron más tarde, expliqué con la mayor diplomacia posible que la «profusión» de orificios en el pecho era, en realidad, la huella del tratamiento que la víctima había recibido en la sala de urgencias del hospital donde le habían insertado agujas de ancho calibre en las arterias subclavias para transfundirle sangre. La herida mortal del concejal era un pequeño orificio de disparo de escopeta en la nuca.
Los reporteros se lo pasaron en grande con el gazapo de Amburgey.
—Lo malo es que él es médico —le dije a Bill— y sabe lo bastante como para pensar que es experto en medicina legal y puede dirigir mi departamento mejor que yo, cuando lo cierto es que la mayoría de sus opiniones son una pura mierda.
—Y tú cometes la equivocación de hacérselo ver.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le dé la razón para que los demás piensen que soy tan incompetente como él?
—No es más que un simple caso de envidia profesional —dijo Bill, encogiéndose de hombros—. Suele ocurrir.
—Yo no sé qué es. ¿Cómo demonios te explicas tú estas cosas? La mitad de las cosas que hacen o sienten las personas no tiene sentido. Que yo sepa, igual podría recordarle a su madre.
Mi cólera se estaba intensificando por momentos. Por la expresión del rostro de Bill me di cuenta de que le estaba mirando con rabia.
—Oye —protestó Bill, levantando la mano—, no te enfades conmigo que yo no tengo la culpa.
—Has estado allí esta tarde, ¿no?
—¿Y qué esperabas? ¿Tengo que decirles a Amburgey y a Tanner que no puedo asistir a la reunión porque tú y yo salimos juntos?
—Por supuesto que no podías decirles eso —dije en tono dolido—. Pero tal vez yo quería que lo hicieras. Tal vez yo quería que le propinaras un puñetazo a Amburgey o algo por el estilo.
—No hubiera sido mala idea. Pero no creo que me fuera muy beneficioso en el momento de la reelección. Además, tú dejarías probablemente que me pudriera en la cárcel. Y ni siquiera me pagarías la fianza.
—Depende de la cuantía.
—Mierda.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Decirte, ¿qué?
—Que se iba a convocar la reunión. Tú debías de saberlo desde ayer.
Quizá lo sabías desde hacía varios días, estuve a punto de decirle, ¡y por eso ni siquiera me llamaste este fin de semana! Me abstuve de decírselo, pero le miré con dureza.
Bill estaba estudiando de nuevo su vaso de vino. Tras una pausa, contestó:
—No vi ninguna razón para decírtelo. Sólo hubiera conseguido preocuparte y, además, tuve la impresión de que la reunión sería una pura formalidad.
—¿Una formalidad? —le miré sin poderlo creer—. Amburgey me ha amordazado y se ha pasado la mitad de la tarde destripando mi despacho, ¿y a eso lo llamas tú una formalidad?
—Estoy seguro de que lo ha hecho impulsado por lo que tú le has dicho sobre la profanación de tu ordenador, Kay. Y eso yo no lo sabía ayer. Y ayer tú tampoco lo sabías, qué demonios.
—Comprendo —dije fríamente—. Nadie lo sabía hasta que yo lo dije.
Silencio.
—¿Qué estás insinuando?
—Me pareció una coincidencia increíble que lo descubriéramos pocas horas antes de que él me convocara a su despacho. Se me ha ocurrido la curiosa idea de que a lo mejor él sabía…
—Puede que lo supiera.
—No cabe duda de que eso me tranquiliza.
—De todos modos, da igual —añadió Bill—. ¿Qué importa que Amburgey supiera lo de tu ordenador cuando entraste esta tarde en su despacho? A lo mejor, alguien dijo algo… tu analista de informática, por ejemplo. Y el rumor subió hasta el piso veinticuatro y se convirtió en una nueva preocupación para él. En este caso, tú no has metido la pata porque has tenido la astucia de decirle la verdad.
—Yo siempre digo la verdad.
—No siempre —dijo Bill—. Mientes habitualmente sobre nosotros… por omisión.
—Puede que él lo supiera —añadí, cortándole bruscamente—. Quiero oírte decir que tú no lo sabías.
—No lo sabía —dijo Bill, mirándome fijamente—. Lo juro. Si hubiera sabido algo, te hubiera avisado de antemano, Kay. Hubiera corrido a la primera cabina telefónica.
—Y hubieras atacado como Superman.
—Vaya —dijo Bill en voz baja—. Y ahora encima te burlas de mí.
Estaba interpretando el papel de muchacho herido. Bill tenía muchos papeles y los sabía interpretar de maravilla. A veces, me resultaba muy difícil creer que estuviera tan profundamente enamorado de mí. ¿Y si fuera otro de sus papeles?
Creo que interpretaba un papel de principal protagonista en las fantasías de la mitad de las mujeres de la ciudad, y el director de su campaña lo había aprovechado muy bien. Las fotografías de Bill se distribuyeron por todos los restaurantes y los escaparates de las tiendas y se clavaron en todos los postes telefónicos de las manzanas de casas de la ciudad. ¿Quién podía resistirse a aquel rostro? Era asombrosamente guapo, tenía un cabello rubio como la paja y el rostro perennemente bronceado gracias a las muchas horas que se pasaba cada semana en su club de tenis. Hubiera sido muy difícil no mirarle sin disimulo.
—No me estoy burlando de ti —dije en tono cansado—. Lo digo en serio, Bill. No empecemos a discutir.
—Me parece muy bien.
—Estoy harta. No tengo ni idea de lo que puedo hacer.
Al parecer, él ya lo había pensado porque me dijo:
—Sería conveniente que intentaras descubrir quién ha estado manipulando tus datos —una pausa—. Y mejor todavía si pudieras demostrarlo.
—¿Demostrarlo? —le miré con recelo—. ¿Me estás insinuando que tienes un sospechoso?
—No me baso en ningún hecho.
—¿Quién? —pregunté, encendiendo un cigarrillo.
Bill miró a su alrededor.
—Abby Turnbull ocupa el primer lugar de mi lista.
—Pensaba que me ibas a revelar alguna novedad.
—Lo digo completamente en serio, Kay.
—Ya sabemos que es una reportera muy ambiciosa —dije en tono irritado—. La verdad es que ya estoy empezando a cansarme de oír hablar tanto de ella. No es tan poderosa como todo el mundo cree.
Bill posó con fuerza su vaso de vino sobre la mesa.
—Vaya si lo es —replicó, mirándome fijamente—. Esta mujer es una maldita víbora. Sé que es una reportera muy ambiciosa, pero lo grave es que es mucho peor de lo que la gente imagina. Es malvada, tergiversa las cosas sin piedad y es extremadamente peligrosa. La muy bruja no se detiene ante nada.
La vehemencia de sus palabras me dejó de una pieza. No era propio de él describir a las personas en términos tan vitriólicos. Sobre todo, tratándose de alguien a quien yo suponía que apenas conocía.
—¿Recuerdas el reportaje que publicó sobre mí hace cosa de un mes?
El Times había decidido cumplir finalmente con su deber de trazar un perfil sobre el nuevo fiscal de la mancomunidad. El reportaje, bastante extenso, por cierto, se publicó en domingo y yo no recordaba con detalle lo que Abby Turnbull había escrito, aunque sí recordaba que el trabajo me había parecido insólitamente soso dada la personalidad de su autora.
Así se lo dije a Bill.
—Que yo recuerde, el reportaje carecía de mordiente. No te perjudicaba, pero tampoco te beneficiaba.
—Tenía su explicación —dijo Bill—. Sospecho que no le apetecía demasiado escribirlo.
Bill no quería insinuar que hubiera sido un encargo aburrido para la periodista sino otra cosa muy distinta. Me estaba volviendo a poner nerviosa por momentos.
—Mi sesión con ella fue tremenda. Se pasó un día entero conmigo, desplazándose en mi automóvil, asistiendo a todas mis reuniones e incluso acompañándome a la lavandería. Ya sabes cómo son esos reporteros. Como no les pares los pies, te acompañan hasta al retrete. Bueno, digamos que, a medida que pasaban las horas, las cosas empezaron a adquirir un lamentable sesgo a todas luces inesperado.
Bill hizo una pausa para ver si yo comprendía adonde quería ir a parar.
Demasiado bien lo comprendía.
Mirándome directamente a la cara, Bill añadió:
—Todo se estropeó sin remedio. Salimos de la última reunión sobre las ocho. Ella insistió en que fuéramos a cenar. Pagaba el periódico, ¿comprendes?, y aún tenía que hacerme unas cuantas preguntas. Tan pronto como abandonamos el parking del restaurante, dijo que no se encontraba bien. Demasiado vino tal vez. Quiso que la llevara a su casa en lugar de acompañarla a la sede del periódico donde había dejado su automóvil. La acompañé y, cuando me detuve delante de su casa, se me echó encima. Fue de lo más embarazoso.
—¿Y qué más? —pregunté como si me diera igual.
—Pues que no supe manejar bien la situación. Creo que la humillé sin querer. Y, desde entonces, está empeñada en fastidiarme.
—¿De qué manera? ¿Te llama, te envía cartas de amenaza? —pregunté sin tomármelo demasiado en serio.
No estaba preparada para lo que Bill me dijo a continuación.
—Y un cuerno me escribe cartas. Más bien creo que utiliza tu ordenador. Aunque parezca una locura, creo que sus motivos son sobre todo de carácter personal.
—¿Las filtraciones? ¿Estás insinuando que ha penetrado en mi ordenador y está escribiendo detalles espeluznantes sobre estos casos para fastidiarte?
—Si se llega a una componenda sobre estos casos en los tribunales, ¿quién demonios saldrá perjudicado?
No contesté. No podía creerlo.
—Yo. Yo seré el fiscal en los juicios. Los casos tan sensacionalistas y horripilantes como éstos se pueden perder por culpa de toda la mierda que publican los periódicos, y a mí nadie me va a enviar flores ni notas de agradecimiento. Y ella lo sabe muy bien, Kay. Me quiere hacer daño, eso es lo que quiere.
—Bill —dije, bajando la voz—, ella está obligada a ser una reportera agresiva y a publicar todo lo que pueda. Y, sobre todo, sólo podrías perder los casos en un juicio si la única prueba fuera una confesión. Entonces, la defensa le haría cambiar de idea. Y el acusado retiraría lo dicho. El argumento utilizado sería que el tipo es un psicópata que conoce todos los detalles de los asesinatos porque lee lo que publican los periódicos. Y está convencido de que él es el autor de los asesinatos. Tonterías de ésas. El monstruo que está matando a estas mujeres no se entregaría sin más ni confesaría nada espontáneamente.
Bill apuró su vaso y lo volvió a llenar.
—A lo mejor, la policía lo presentará como sospechoso y lo obligará a hablar. A lo mejor, eso es lo que ocurrirá. Y puede que eso sea lo único que lo vincule con los crímenes. No hay la menor prueba física que demuestre nada.
—¿Que no hay la menor prueba física? —pregunté, interrumpiéndole. No habría oído bien. ¿Acaso el vino le había embotado los sentidos?—. Ha dejado un reguero de líquido seminal. Lo atrapan y el ADN demostrará que…
—Sí, claro. La prueba del ADN sólo se ha presentado un par de veces ante los tribunales de Virginia. Son muy pocos los veredictos de culpabilidad que se han conseguido por este medio a nivel nacional, casi siempre se recurre la sentencia. Intenta explicarle a un jurado de Richmond que el tipo es culpable porque lo demuestra el ADN. Tendré suerte si puedo encontrar a algún miembro del jurado que sepa deletrear el ADN. Cualquiera que tenga un índice intelectual superior a cuarenta será rechazado por la defensa bajo cualquier pretexto. Con eso tengo que bregar yo semana tras semana.
—Bill…
—Qué asco —Bill empezó a pasear arriba y abajo por la cocina—. No sabes tú lo que cuesta conseguir un veredicto de culpabilidad contra un tipo, aunque cincuenta personas juren haberle visto apretar el gatillo. La defensa se saca de la manga un montón de hábiles testigos que lo enredan todo sin remedio. Tú mejor que nadie sabes lo complicadas que son las pruebas del ADN.
—Bill, más de una vez les he explicado a los jurados lo difícil que es eso.
Bill fue a decir algo, pero cambió de idea. Con la mirada perdida en el espacio, tomó otro sorbo de vino.
El silencio se estaba prolongando embarazosamente. Si el veredicto de los juicios dependiera exclusivamente de los resultados de las pruebas del ADN, yo me convertiría en un testigo clave de la acusación. Muchas veces había tenido que pasar por aquella situación y no recordaba que Bill se hubiera preocupado demasiado por ello.
Esta vez había algo más.
—¿Qué ocurre? —pregunté muy a pesar mío—. ¿Estás preocupado por nuestra relación? ¿Crees que alguien se va a enterar y nos acusará de acostarnos profesionalmente juntos… que me acusará de alterar los resultados para que se acomoden a los intereses del fiscal?
Me miró con el rostro arrebolado.
—No estaba pensando en eso. Es verdad que hemos salido juntos, pero ¿y qué? Hemos ido a cenar, al teatro algunas veces…
No tuvo que completar la frase. Nadie sabía lo nuestro. Por regla general, él solía acudir a mi casa o nos íbamos a algún lugar apartado como Williamsburg o el distrito de Columbia, donde no era probable que nos tropezáramos con ningún conocido. Yo siempre me había preocupado mucho más que él por la posibilidad de que nos vieran juntos en público.
¿O acaso se refería a algo mucho más trascendente?
No éramos amantes en el sentido estricto y ello creaba entre nosotros una sutil, pero incómoda tensión.
Ambos éramos conscientes de la fuerte atracción que sentíamos el uno por el otro, pero hasta hacía unas semanas no habíamos dado el paso. Al término de un juicio que se prolongó hasta el anochecer, Bill me invitó como si tal cosa a tomar un trago. Nos dirigimos a un restaurante situado a un tiro de piedra de los juzgados y, tras tomarnos un par de whiskys, nos fuimos a mi casa. Todo fue tan repentino y apasionado como un enamoramiento entre adolescentes. El carácter prohibido de aquella relación hacía que todo fuera mucho más intenso. De pronto, sentada con él en el sofá de mi salón a oscuras, me entró miedo.
Su deseo era excesivo. Mientras estallaba y me avasallaba en lugar de acariciarme, empujándome casi a la fuerza hacia abajo en el mullido sofá, me vino a la imaginación con toda claridad el recuerdo de su mujer recostada contra los almohadones de raso azul celeste de su cama cual si fuera una encantadora muñeca de tamaño natural, con su salto de cama blanco teñido de rojo oscuro y con una pistola automática de nueve milímetros a pocos centímetros de su inerte mano derecha.
Acudí al lugar de los hechos, sabiendo tan sólo que, al parecer, la esposa del candidato al cargo de fiscal de la mancomunidad se había suicidado. Entonces no conocía a Bill. Examiné a su mujer. Tuve literalmente su corazón en mis manos. Todas aquellas imágenes estaban cruzando gráficamente ante mis ojos en el salón de mi casa a oscuras varios meses después.
Me aparté físicamente de él. No le expliqué la verdadera razón pese a que, en los días sucesivos, él me siguió acosando con más denuedo que nunca. Nuestra atracción mutua era la misma, pero se había levantado una muralla entre nosotros. Y yo no podía derribarla ni trepar por ella por mucho que lo intentara.
Apenas le escuchaba.
—No sé cómo podrías alterar los resultados de las pruebas del ADN a menos que organizaras una conspiración en la que estuvieran implicados, no sólo los laboratorios privados que llevan a cabo las pruebas, sino también medio departamento de Medicina Legal.
—¿Cómo? —pregunté, sobresaltada—. ¿Alterar los resultados del ADN?
—Ni siquiera me escuchas —dijo Bill, a punto de perder la paciencia.
—Se me ha escapado algo.
—Estoy diciendo que nadie te podría acusar de amañar nada, eso es lo que quiero decir. Por consiguiente, nuestras relaciones no tienen nada que ver con lo que estoy pensando.
—De acuerdo.
—Lo que pasa es que…
Bill se detuvo sin concluir la frase.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté. Al ver que volvía a apurar el vaso añadí—: Bill, recuerda que tienes que conducir…
Rechazó mi comentario con un gesto de la mano.
—Entonces, ¿qué es? —volví a preguntar—. ¿Qué?
Bill frunció los labios sin querer mirarme. Poco a poco, consiguió sacarlo.
—Es que no estoy seguro de lo que van a pensar de ti los miembros del jurado.
—Dios mío… Entonces es que sabes algo. ¿Qué es? ¿Qué? ¿Qué está tramando ese hijo de puta? ¿Me va a despedir por culpa de esta maldita cuestión del ordenador, es eso lo que te ha dicho?
—¿Amburgey? No está tramando nada. No tiene por qué. Si tu departamento es acusado de las filtraciones y si los ciudadanos se convencen de que los sensacionalistas reportajes de la prensa son el motivo de que el asesino ataque cada vez con más frecuencia, tu cabeza tendrá que rodar. La gente necesita echarle la culpa a alguien. Yo no puedo permitirme el lujo de que mi testigo estelar tenga un problema de credibilidad o popularidad.
—¿Es eso lo que tú y Tanner estabais discutiendo tan acaloradamente después del almuerzo? —pregunté casi al borde de las lágrimas—. Os vi en la acera, saliendo del Pekín…
Un prolongado silencio. Eso significaba que él también me había visto a mí, pero había fingido no verme. ¿Por qué? ¡Probablemente porque él y Tanner estaban hablando de mí!
—Estábamos discutiendo unos casos —contestó evasivamente—. Discutiendo un montón de cosas.
Me puse tan furiosa que preferí callarme y no decir nada que después pudiera lamentar.
—Mira —añadió Bill, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el primer botón de la camisa—. Ya veo que no me ha salido bien. No quería decírtelo de esta manera. Te lo juro por Dios. Ahora estás disgustada y yo también lo estoy. Lo siento.
Mi silencio era sepulcral.
Bill respiró hondo.
—Tenemos graves problemas y convendría que los resolviéramos juntos. Hay que estar preparados para lo peor, ¿de acuerdo?
—¿Qué pretendes que haga exactamente? —pregunté, midiendo cada palabra para evitar que se me quebrara la voz.
—Piénsalo todo cinco veces. Como se hace en el tenis. Cuando uno está deprimido o preocupado, tiene que jugar con mucho cuidado. Tiene que concentrarse en cada jugada y no apartar la vista de la pelota ni un solo segundo.
A veces, sus símiles tenísticos me atacaban los nervios. En aquel momento, por ejemplo.
—Siempre pienso lo que hago —dije en tono irritado—. No hace falta que me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. No suelo cometer fallos.
—Pero ahora es especialmente importante. Abby Turnbull es veneno puro. Creo que quiere comprometernos a los dos. Entre bastidores. Utilizándote a ti o utilizando el ordenador de tu despacho para perjudicarme a mí. Sin importarle el daño que con ello pueda causar a la justicia. Si los casos se nos escapan de las manos, a ti y a mí nos echarán de nuestros puestos. Así de sencillo.
Puede que tuviera razón, pero me costaba aceptar que Abby Turnbull pudiera ser tan perversa. A poca sangre que tuviera en las venas, desearía que el asesino recibiera su justo castigo. No sería capaz de utilizar a cuatro mujeres brutalmente asesinadas como piezas de sus intrigas y venganzas, eso siempre y cuando estuviera intrigando, cosa que yo dudaba bastante.
Estaba a punto de decirle a Bill que exageraba y que el mal encuentro que había tenido con ella le había alterado momentáneamente la razón. Pero algo me impidió hacerlo.
No quería seguir hablando de aquel asunto.
Tenía miedo.
Me inquietaba. Bill había esperado hasta aquel momento para decírmelo. ¿Por qué? Su encuentro con la periodista se había producido varias semanas atrás. Si ella nos estaba preparando una trampa y si efectivamente era tan peligrosa para los dos, ¿por qué no me lo había dicho antes?
—Creo que los dos necesitamos una buena noche de sueño —dije serenamente—. Y creo que nos convendría olvidar esta conversación o, por lo menos, algunas partes de ella, y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido.
Bill se apartó de la mesa.
—Tienes razón. Estoy cansado. Y tú también. Dios mío, no quería que la cosa terminara así. Vine aquí para darte ánimos. Estoy avergonzado.
Siguió disculpándose mientras bajábamos por el pasillo. Antes de que yo tuviera ocasión de abrir la puerta, me dio inesperadamente un beso y yo noté el sabor del vino en su aliento y el calor de su cuerpo contra el mío. Mi respuesta física era siempre inmediata, un estremecimiento de deseo que me recorría la columna vertebral y un temor que me traspasaba el cuerpo como una corriente eléctrica. Me aparté involuntariamente de él y le dije en un susurro:
—Buenas noches.
Su sombra se dirigió en la oscuridad hacia su automóvil y su perfil quedó brevemente iluminado por la luz interior cuando abrió la portezuela para sentarse al volante. Cuando los rojos faros traseros se perdieron calle abajo y desaparecieron detrás de los árboles, yo todavía me quedé un buen rato de pie en el porche.