Capítulo 2

Centenares de velas doraban con su luz trémula el techo y las paredes del pequeño comedor de Psychico donde estaba naciendo un niño. También permanecían encendidas las feas lámparas eléctricas de vulgar latón, pero en esta zona residencial de Atenas eran frecuentes los apagones y el príncipe heredero de Grecia, el diádoco, no quería arriesgarse a que la vida de su adorada mujer corriera peligro. Era necesario que la habitación estuviera bien iluminada.

—¡Dios mío, no permitas que le pase algo a mi Freddy!

Pablo, que se había casado mayor, a los treinta y siete años, ahora no podía concebir la existencia sin Federica. «¡Doy gracias al cielo por cada minuto que paso contigo!», le escribía emocionado, congregando los dos motores de su vida: el misticismo y el amor fulgurante y avasallador por la diminuta princesita alemana.

El 2 de noviembre de 1938, día de difuntos, ocho y media de la tarde, todavía podía verse en el horizonte una raya de luz color sepia como la pincelada rauda y certera de un pintor impresionista. Las polvorientas acacias del jardín parecían inclinarse por el peso de los siglos para contemplar a través de los ventanales cómo venía al mundo una reina de España. Claro que entonces nadie sabía el augusto destino que esperaba a esta criatura, hija de príncipes, sí, pero de un país que transcurría por las carreteras secundarias de la historia.

Federica, tumbada en la mesa de comedor acolchada por una manta doble, cubierta por una sábana bajo la que se afanaba la comadrona, se agarraba a la mano de su marido, que le iba susurrando palabras de cariño y de ánimo:

—Pequeña mía, aguanta un poco más, ya viene…

La princesa no apartaba los ojos de Pablo, y de vez en cuando, sin poder contenerse, le soltaba un arrobado:

—¡Qué guapo eres!

El diádoco le ponía un dedo sobre los labios para que callara, pero su mujer, en la más dolorosa de las contracciones, se lo mordía inconscientemente para arrepentirse de inmediato:

—Perdóname, amor, lo siento. Dame tu pobre dedito.

Intentaba coger la mano de su marido y cubrirla de besos. Había tanto amor en ambos que, por instantes, Federica olvidaba el sufrimiento que le producía el hijo que le surgía de las entrañas para decirle[4] a su marido, que reía y lloraba a la vez:

—Te quiero tanto, Palo, te quiero tanto.

—Yo también te quiero mucho, ángel mío, pequeña mía.

Y Pablo tenía que apartarse un momento para que Federica no le viera enjugarse las lágrimas, ¡le parecía que su frágil mujercita, hace un año tan solo una colegiala, iba a desgarrarse como un cojín de seda delicado! ¡La misma comadrona había dicho, con todo el respeto del mundo, que las caderas de su alteza eran demasiado estrechas!

Pero ella, de un tirón, con la fuerza telúrica de sus veinte años, lo hacía inclinarse sobre la mesa. Se miraban jadeantes a los ojos.

Se embebían el uno en el otro, como les pasaba siempre desde que se habían conocido. Se hundían en los ojos del otro, se mezclaban los iris y hasta parecía que respiraban con los mismos pulmones, que les latía un único corazón.

¡El llanto de la criatura incluso les sobresaltó! La comadrona, con gesto profesional, cortó el cordón umbilical y retiró un bebé congestionado que pataleaba y exhibía sin pudor sus encías desdentadas; sus pequeños dedos engarfiados parecían querer subir por las paredes de aire de su nuevo y definitivo mundo. Sin apartar los ojos de su marido, Federica le preguntó:

—¿Es un niño, Palo?

Riendo y secándose las lágrimas, el diádoco dijo:

—No, es una niña, ¡se lo tengo que decir a Mataxas, el primer ministro! A tus padres también, ya sabes que están esperando abajo. Y el alcalde, Mercatis, el jefe de la Casa, el ministro de Justicia, Tabacopoulos, y hasta mi hermano el rey se han acercado para brindar con champán sobre todo por ti, agapi mou.

Federica hizo un amago de puchero con su carita arrugada de mono sabio al pensar en sus padres y la pequeña multitud que aguardaba en el piso bajo, ¡todo lo que le apartaba de su Palo le resultaba molesto!, y cogió a su marido por la chaqueta pidiéndole con voz desamparada:

—Espera, no te vayas todavía. Tú querías un chico.

La comadrona secó a la niña y se la entregó a su padre ya fajada y adornada de encajes, no sin hacer una inclinación reverencial con la cabeza, la primera que iba a recibir la recién nacida:

—La basilisa [princesa], alteza.

Palo la subió en alto para ver cómo manoteaba un cachorrillo de ser humano intentando quitarse aquellos perifollos innecesarios que tan molestos le resultaban:

—¿Que yo quería un chico? Freddy, estoy muy contento con esta niña, ¡ojalá se parezca a ti y su vida sea tan venturosa como la nuestra!

Por un momento la carita de Freddy perdió su aire de chicuelo, dudó, carraspeó y al final, con encantadora dignidad y un vibrato cristalino, pronunció sus primeras palabras en griego:

—Te???????t?? [Dios te oiga].

Solemnemente, Palo depositó a su hija sobre el pecho de su mujer, que la acogió susurrando entre sueños y suspiros:

—Vete, vete, si tú estás contento, amor mío, yo también.

Y todavía más bajo, ya dormida:

—Agapi mou.

Pablo y Federica llevaban tan solo diez meses casados, aunque se conocían de toda la vida, incluso son parientes, ya que ambos descienden del tronco común de los Hohenzollern y además Pablo es primo hermano de la madre de Federica, Victoria Luisa de Prusia, lo que le acompleja bastante:

—¡Me hace mayor! —decía mientras escrutaba su precoz calvicie utilizando dos espejos estratégicamente colocados.

Federica, a la que en familia llamaban Freddy, nació el 18 de abril de 1917 como princesa de Hannover, era nieta del todopoderoso emperador alemán, el káiser Guillermo, e hija del duque de Brunswick. Vivió con sus padres y sus cuatro hermanos varones entre una hermosa villa en Austria y el imponente castillo de Marienburg que la reina Sofía[5], mucho más tarde, definió crudamente como «tétrico y medieval, oscuro, con armaduras, escaleras empinadas», para rematar:

—¡Fatal! ¡No me gustó nada!

En el jardín no hay árbol al que no se haya subido la traviesa prinzessin Freddy, ni flor que no haya arrancado «¡para hacer experimentos!»; también ha visto nacer terneros y aparearse perros; ¡en una ocasión vio matar a unos cochinillos y se negó a comer carne una buena temporada! De hecho, cuando fue mayor, se convirtió en vegetariana y lo razonaba así:

—A mí de pequeña me enseñaron a encariñarme con perros, gatos y todo tipo de animales, ¡nunca he podido entender por qué hay que asesinarlos y comérselos!

Su madre, la princesa Victoria Luisa, que por algo es hija del káiser y también la única mujer entre seis hermanos e incluso luce un ligero bigote del que se muestra muy orgullosa, va siempre con una fusta que a menudo tiene que emplear contra su hija.

—¡Freddy!

Cada vez que ve una catástrofe doméstica, se la atribuye sin dudar a Federica, y en la mayoría de las ocasiones tiene razón, pero aquella madre severa y rígida, que nunca ha besado a sus hijos y que los hace desfilar espadón de madera al hombro casi desde que son bebés, sucumbe ante el encanto de su hija menor y acaba por perdonarla. Vivaz como un ratoncillo, lista y traviesa, espontánea y algo impertinente, el habitualmente venenoso escritor Roger Peyrefitte[6] dijo de ella cuando la vio por primera vez:

—¡La prinzessin es la encarnación de la gracia!

Y lord Dunsany, el gran poeta irlandés, que también la conoció, quizás pensaba en Freddy cuando escribía las aventuras de su Criatura Silvestre:

«Era tan diminuta que el ojo humano no podía verla, y se pasaba el día volando sobre las alas de las mariposas y brincando sobre los pétalos de las flores del jardín de los príncipes».

Una Freddy que metía su naricilla respingona en todos los rincones, quería aspirar todos los aromas y ansiaba probarlo todo, ¡incluso durante algunos meses se enfundó enardecida el uniforme de camisa y falda negra de las juventudes hitlerianas! La rama femenina se llamaba Bund Deutscher Mädel y solo admitían a ciudadanas alemanas, arias y libres de enfermedades hereditarias. Al contrario de lo que se nos ha querido hacer creer siempre, el ingreso en las BDM no fue obligatorio hasta el año 1936. Freddy ingresó voluntaria y entusiásticamente, y frente al retrato del Führer cantaba más fuerte que nadie el Horst Wessel Lied, ardiendo de amor patriótico.

Tenía catorce años, y al cabo de dos semanas, según ella, algunos meses, según otras fuentes, se cansó.

—Lo dejé porque me aburría en las reuniones, ¡no me gusta estar encerrada tantas horas! —declararía más tarde.

Lo más probable es que no le gustaran las tareas que le habían asignado en granjas remotas y sin comodidades con familias numerosas: cocinar, cuidar niños, coser, convertirse gracias a las «tres k» (kinder, küche, kirche, niños, cocina e iglesia) en una buena alemana. El lema de las BDM era «el trabajo efectivo al servicio del pueblo».

La foto del carné de las Juventudes Hitlerianas, con la camisa de color beis, el corbatín marrón con su peculiar nudo, la cruz gamada en la bocamanga, perfectamente peinada y en actitud modosa, muy lejos de las estampas más bohemias de su niñez, debió de ser una imagen ingrata tanto para Federica como para su hija Sofía, un recordatorio constante de que la afinidad con Hitler forma parte del ADN de muchas familias aristocráticas alemanas, incluida la de la reina de España.

La mayoría de las muchachas de la BDM murieron en la batalla de Berlín defendiendo palmo a palmo la ciudad sin apenas armas, y muchas de ellas emplearon la última bala de sus pistolas para quitarse la vida; claro está que todo esto ocurrió catorce años después de que Freddy abandonara la organización.

Los padres de Freddy, aun idolatrándola, estaban deseando quitársela de encima. No resultaba guapa en una época en la que gustaban las mujeres rubias y de curvas voluptuosas, ya que era muy menuda, de pecho casi plano, y tenía las cejas muy gruesas y oscuras y el pelo negrísimo, crespo y tan rizado como los abrigos de astracán que llevaba su madre cuando iba a la Ópera de Viena. Sus hermanos le gritaban para hacerla rabiar:

—Freddy, gitana, ¿dónde has dejado el oso?

Pero tenía unos raros ojos claros, con el contorno de las pupilas muy marcado y las pestañas oscuras, lo que le daba el aspecto mágico de un elfo de los bosques. Sus labios, muy rojos, estaban siempre abiertos y húmedos, reclamando inconscientemente el regalo de un beso. Para los chicos de su edad era demasiado incitante, sensual, lista y desenvuelta.

—Tiene que ser más dulce, prinzessin, no hace falta que mire con tanto descaro —le decía su dama de compañía, Frau Swartz, de la pequeña nobleza austriaca venida a menos, un poco apabullada por aquella alumna tan díscola que sabía de la vida muchas más cosas que ella y que a los nueve años ya robaba de la biblioteca de su padre los libros de Spinoza.

Al fin la enviaron primero a Inglaterra, al colegio North Foreland Lodge, en Hampshire, y después a Florencia, como parte de la educación que entonces se creía imprescindible para una princesa de sangre real. Aprender idiomas, copiar la estatua de Fidias y lograr que no pareciera un vol au vent, trazar unas piruetas que podían pasar por ballet y aporrear en un piano El vals de las olas para conseguir al final el Gran Premio: casarse «bien».

Claro que Pablo entraba dentro de la categoría de «bien», pero tampoco era un príncipe azul, aunque era el heredero, el diádoco, del empobrecido trono de los griegos al ser el único hermano varón del rey Jorge II, que no tenía hijos.

Era un hombre ya maduro, que a los doce años había visto como mataban de un tiro a su abuelo, Jorge I, el fundador de la dinastía, y después había conocido a tres reyes, su padre Constantino I, y sus hermanos Alejandro y Jorge. Había vivido en dos ocasiones la angustia de un exilio nada dorado, la renuncia de su padre y después su abdicación, también la muerte trágica de su hermano Alejandro a consecuencia de la mordedura de un mono doméstico y el divorcio de su otro hermano, Jorge.

Y todo esto sin el apoyo ni el amor de una madre. Pablo había crecido prácticamente sin ella, ya que los griegos odiaban a la reina Sofía, nacida en Potsdam, «la prusiana», «la extranjera» que tenía dominado a su apocado marido hasta el punto de empujarlo a ponerse al lado de sus parientes alemanes durante la Primera Guerra Mundial.

—¡Es alemana! ¡Qué puede esperarse de ella!

Y también:

—Tiene amantes, y la más pequeña de sus hijos, la basilisa Catalina, no es hija de su marido.

La reina Sofía, en lugar de tratar de defenderse, se había refugiado en un silencio orgulloso que la había aislado no solamente de su pueblo, sino también de sus propios hijos, y se había retirado a vivir a Florencia mientras su marido se consolaba en brazos de una bellísima noble italiana llamada Paola, aunque a él nadie lo criticó, por supuesto. Con el corazón frágil, como todos los varones de la dinastía, murió a los cuarenta y cinco años; su mujer le sobrevivió diez. La reina falleció tan sigilosamente como había vivido, en 1932, sin que su muerte representase una gran pérdida para nadie.

Introvertido, flemático, amante de la música, de los libros iniciáticos y de los rituales misteriosos, ¡creía que los espíritus convivían con nosotros y nos hablaban!, quedaba claro que Pablo estaba muy lejos de ser un príncipe azul.

—¡Soy una persona corriente! —solía describirse a sí mismo.

Al ser el tercero de los hermanos, nunca pensó que iba a ocupar el trono, así que estudió para marino en la academia naval de Atenas y sirvió como suboficial a bordo del crucero Elli en la guerra contra Turquía, pero su carrera se vio truncada al tener que exiliarse, ya que aunque el lema de la dinastía era «mi fortaleza es el amor de mi pueblo», según decían sus hermanos, debería cambiarse por otro más sencillo y oportuno:

—«Tened siempre la maleta preparada».

Y Pablo añadía en una muestra de su humor algo melancólico:

—¡Y pon un gabán dentro!

Porque el exilio solía ser en países de temperatura más extrema que la del soleado y siempre vivificante clima griego.

A diferencia de otras familias reales europeas más curtidas o más codiciosas, los reyes de Grecia no se encontraban al exiliarse con ninguna fortunita puesta a buen recaudo en los bancos extranjeros, como hizo el precavido Alfonso XIII cuando tuvo que irse de España. De hecho, Pablo llegó a estar tan escaso de recursos que durante los once años que residió en Inglaterra, de 1923 a 1935, acosado por la pobreza más absoluta, tuvo que ponerse a trabajar ¡de mecánico!, con el nombre falso de Paul Beck, en la fábrica de motores de aviación Armstrong Whitworth, en Coventry, hasta donde se desplazaba en su pequeño Morris.

Ciertos autores[7] han achacado a Pablo de Grecia algunas relaciones homosexuales durante esta época, concretamente una bastante duradera con el gigoló norteamericano Denham Fouts, quien tuvo gran amistad con el escritor Truman Capote, que novela esta relación en su libro Plegarias atendidas. Personalmente puedo aportar que el historiador español Juan Balansó estaba preparando un libro sobre este tema cuando lo sorprendió la muerte. Me lo comentó en el último Día del Libro que firmamos juntos:

—¡Me están llegando hasta testimonios directos de compañeros suyos en el ejército y cartas manuscritas!

Qué se ha hecho con este interesante material que estaba recopilando Balansó nadie puede decirlo, salvo sus herederos.

Aunque también es cierto que se le conoce al menos una relación femenina: su prima hermana Nina, hija del gran duque Jorge de Rusia y de la duquesa María, hermana de su madre.

Lady Margaret Greville describe a Nina como:

—¡Dulce y exótica a la vez, como una flor de las nieves!

El gran duque Jorge murió fusilado en Rusia por los bolcheviques, su fabulosa fortuna fue incautada, y Nina, su hermana Xenia y su madre se refugiaron también en Inglaterra, donde vivieron de las joyas que habían ocultado en los dobladillos de sus vestidos y en las alas de sus sombreros, que iban malvendiendo a los nuevos ricos norteamericanos. Los dos primos, Pablo y Nina, se visitaban a menudo; la pobreza y las dificultades, así como la añoranza de sus patrias respectivas, hicieron que se anudara entre ellos una complicidad romántica que resultaba fácil confundir con el amor.

La duquesa María, alarmada por este noviazgo que no le convenía, se lo preguntó directamente a su hija:

—¿Palo te ha hecho proposiciones?

Nina bajó la mirada pudorosamente, y la gran duquesa alejó con diplomacia al sobrino pobre como una rata y obligó a su hija a casarse con el millonario norteamericano William Leeds.

Curiosamente, no consta en las crónicas que Pablo sufriese por este rechazo, de lo que se deduce que su corazón estaba esperando todavía al gran amor de su vida.

Un golpe de Estado de cariz monárquico sentó en el trono en 1935 a su hermano Jorge, quien tuvo la precaución de advertir al personal del hotel Claridge, donde se alojaba en Londres:

—Guárdenme la habitación, por favor, la seguiré pagando porque sé que volveré.

Tan poca fe tenía en la llamada de sus compatriotas, un pueblo agitado, frenético, voluble, en una palabra, ¡balcánico! Pablo, por su parte, y con idéntico escepticismo, abandonó Inglaterra para convertirse en su consejero, aunque todo tenía el aire provisional de una época que se acababa. ¡Nadie, ni el rey ni su familia, se hacía ilusiones respecto a su futuro! A Pablo le disgustaba su cometido y se ahogaba en la mezquina y atrasada corte griega, y en cuanto podía se escapaba a visitar a sus amigos y parientes diseminados por toda Europa. ¡Medía 1,93, tenía unos bondadosos ojos gris azulado y la voz grave, y podía hablar de música y de la trasmigración de las almas en tono algo pedante y doctrinal en cinco idiomas!

Se convirtió en un visitante habitual de la fabulosa Villa Esparta en Florencia, donde vivía su hermana Helena, divorciada del rey de los rumanos, que le decía con desenvoltura mientras, tras insertar un cigarrillo en su larga boquilla de ámbar, el humo le hacía entrecerrar los párpados cargados de khol:

—Carol sigue con la Lupescu, ¡prefiero eso a las palizas que me daba!

Su vida matrimonial había sido un infierno, pero Helena no era una mujer amargada, al contrario, se había rodeado de una alegre corte de poetas y pintores, siempre con sus dos perros grifones a los pies, y ella misma escribía también, pintaba y cantaba con deliciosa voz de soprano:

Viens, Mallika,

les lianes en fleur

jettent déjà leur ombre.

Helena vibraba con el difícil Dúo de las flores, de Delibes, cumbre de la ópera romántica, que entonaba junto a la princesa Mafalda de Saboya, hija del rey de Italia e íntima amiga suya. Se ponían quimonos y dalias negras en el pelo y exhibían más sensibilidad que técnica, pero, aun así, se llevaban aplausos enfervorecidos. En las veladas musicales en el jardín adornado con mariposas de papel y manzanas de cera colgando de los árboles, se repartían sorbetes de limón, abanicos y trozos de hielo para refrescarse; ¡algún descarado los intentaba meter en los escotes de las señoras! Los criados iban vestidos con trajes típicos regionales con mallas apretadas de color blanco que escandalizaban un poco, había un laberinto de boj del que surgían suspiros apagados y la noche se alargaba, equívoca y refinada, hasta que el amanecer desvelaba un zapato de mujer con restos de champán sobre el césped y sillas caídas.

Allí, en ese ambiente ligero y sofisticado, tan diferente del agreste país en el que había nacido Pablo, o de la simpleza pastoril de la corte de Hannover, Federica Brunswick-Lüneburg, Freddy, y Pablo Schleswig-Holstein, Palo, se enamoraron de manera fulminante, ¡como si les hubiera atravesado un rayo! Federica lo recordó más tarde, soñadora:

—Fue instantáneo, era tan guapo.

Lo que dijo Pablo no ha llegado hasta nosotros, pero podemos aplicarle las palabras de un poeta también súbitamente enamorado: Y fui como un herido por las calles hasta que comprendí que había encontrado, amor, mi territorio de besos y volcanes.

Dos años después, en diciembre de 1937, Federica se enfundó un vestido azul de Molyneux, se puso un sombrerito de cuero blanco, ¡los colores nacionales de Grecia!, la valiosa pulsera de zafiros que le había regalado Palo el día que se habían prometido como talismán y se dirigió con el paso alegre de los pioneros que descubrían territorios y cambiaban los mapas a un país desconocido y difícil, en la frontera de Oriente y Occidente, cuyo único patrimonio era un glorioso pasado. La acompañaban sus padres y sus hermanos Ernesto Augusto, Jorge, Óscar Christian y Enrique.

Su nueva familia la recibió con curiosidad en el enorme y destartalado Palacio Real abigarrado de muebles cubiertos de polvo, lleno de corrientes de aire y de criados negligentes. Los oficiales de guardia se apoyaban en sus bayonetas mirando con curiosidad muy poco marcial a la que iba a ser su reina.

A Federica y a su familia les asombró ver que los soldados charlaban entre ellos y se reían a carcajadas, ¡y también se dieron cuenta de que alguno fumaba escondido entre los cortinones de terciopelo raído y lleno de lamparones! Al fondo se oían gritos, risas, pasos, puertas que se cerraban y entrechocar de platos, y todo tenía el aire improvisado, descuidado y muy poco confortable de un bazar oriental. Freddy oyó mucho la palabra:

—Omorfi.

Y cuando se enteró de que quería decir «guapa», se sintió un poco escandalizada, pero también muy complacida.

Pablo, a pesar de que era invierno, se secaba el sudor con un pañuelo y, en este hogar sin anfitriona, le tuvo que pegar un grito a un criado:

—¡Trae una bandeja con bebidas!

Todos estaban sedientos después del largo camino recorrido desde la estación, interrumpido a menudo por la multitud que invadía tranquilamente las calles para acercarse a los coches donde iban su futura reina y su familia. Algunos pilluelos se subían a los estribos de los coches y escrutaban el interior haciendo muecas y sacando la lengua.

Los familiares de Pablo, que a Federica le parecieron mayores, mal vestidos y bastante tristes, se mantenían agrupados en el centro del salón, ¡como defendiéndose los unos a los otros! Aunque Pablo le había hablado de todos ellos y le había explicado a grandes rasgos sus complicadas peripecias vitales, Freddy había olvidado quiénes eran, porque no prestaba atención y se ponía a bostezar ostensiblemente para hacer callar a su novio quejándose:

—¡Son todo tragedias griegas y me ponen muy triste!

Pero como veía que él fruncía el ceño, añadía echándole los brazos al cuello, cuando la dama de compañía se hacía la distraída leyendo un libro, y sonriendo para que le aparecieran los irresistibles hoyuelos que volvían loco a Palo:

—Además, mira, sí que te he escuchado, tienes cinco hermanos, bueno, cuatro, porque el pobrecito Alejandro ya se ha muerto, y se llaman… a ver…

—Y se ponía a contar con los dedos como una niña pequeña, sacando la puntita rosada de la lengua—. El rey Jorge, la basilisa Helena, la basilisa Irene y la basilisa Catalina, ¡cuando los trate los voy a querer mucho!

Pablo tenía sus dudas, pues no imaginaba a su alegre gorrioncito alternando con sus hermanos, supervivientes de la historia convulsa de su país, ¡el más crispado de toda Europa!, según proclamaba el rey Jorge de Inglaterra, y esclavos de sus pasiones, también desatadas e ingobernables. Yargüía para convencerse a sí mismo:

—Bueno, a Helena ya la conoces, ¡te quiere mucho!

Pero no había nada que temer, porque una impecable prinzessin Freddy, bien adiestrada por su madre, se arrodilló frente al rey Jorge, vestido de militar y con todas sus condecoraciones a cuestas a pesar de ser una reunión familiar, y humillando la frente hasta casi tocar el suelo[8], le dijo una frase que llevaba meses preparando:

—Solo soy una bárbara del norte que ha venido a Grecia para civilizarse.

Todos esbozaron una sonrisa desconcertada, y el rey, con cierto embarazo, intentó levantarla. Claro que el pobre Jorge estaba muy debilitado por su insuficiencia cardiaca, no pudo con el peso y estuvo a punto de caer con Freddy en brazos, ¡alguna condecoración rodó por el suelo y fue enviada de un certero puntapié bajo un sillón por un criado obsequioso!

Ya recompuestos ambos, el rey le hizo una seña a su chambelán para que le entregara una caja plana:

—Gracias, Federica, bienvenida a Grecia, espero que sea tu país y el de tus hijos. Toma, era de nuestra madre.

En la caja, en un lecho de terciopelo azul con escudo de Garrard, el joyero real inglés, reposaban un broche y un collar de perlas muy gruesas con varios rubíes incrustados. Era una montura anticuada y de muy mal gusto, pero Federica, que nunca había llevado más que unas sencillas perlitas de río, se quedó deslumbrada y solo pudo balbucear:

—Gracias… —Paseó la mirada por el grupo mientras un criado recogía la caja—. Gracias a todos… Ha sido un detalle muy bonito.

Jorge se inclinó mascullando:

—Tenemos más… Ya irán saliendo.

Y por un momento una sonrisa iluminó su rostro macilento de enfermo crónico. Pablo le había contado discretamente a su novia que su hermano mantenía una amistad muy íntima con una dama inglesa a la que en la corte llamaban «señora Brown», pero que nadie lo criticaba, porque el pobre Jorge había hecho un matrimonio desastroso y llevaba quince años divorciado de una extravagante princesa rumana, Elisabeta, tan disoluta que solía explicar con displicencia después de inyectarse una dosis de morfina:

—¡He practicado todos los vicios posibles excepto el asesinato y no descarto matar a alguien antes de morirme!

Elisabeta había tenido, según algunos, incluso relaciones incestuosas con su hermano Carol, rey de Rumanía, divorciado a su vez de Helena, la hermana de Pablo en cuya casa de Florencia se habían conocido los flamantes novios. El rey Carol le había dejado a su exmujer, además de las cicatrices de las palizas que le había propinado, un hijo larguirucho y tristón, Miguel, que entonces tenía dieciocho años. Helena había abandonado por unos días su amada Florencia y sus criados de mallas ajustadas para recibir a su futura cuñada, a la que dio dos besos sonoros y tiernos. Miguel, también en uniforme militar, se inclinó sobre la mano de la que iba a ser su tía, depositó en ella sus gordezuelos labios de mujer y le dijo con voz en la que cantaban todavía algunos gallos adolescentes:

—Hola, tía Freddy.

Un poco apartada del grupo, en un modesto segundo plano, vestida inadecuadamente con un remedo del traje regional griego, estaba la viuda de Alejandro, el hermano muerto. Una señorita llamada Aspasia Manos, que se había casado en secreto con el entonces rey, ¡y cuyo matrimonio, desgraciadamente, solo había sido reconocido a la muerte de aquel! Su hija Alejandra, de la misma edad que Miguel, dieciocho años, se sentía avergonzada delante de su primo vistiendo también el traje regional, que le sentaba bastante mal, y bajaba la cabeza hurtando la visión de su miraba inquietante e impropia de sus pocos años.

El diádoco carraspeó presentándolas a su prometida:

—Freddy, son… la señorita… la princesa… quiero decir mi cuñada Aspasia y mi sobrina Alejandra.

Federica se acercó espontáneamente a ellas, que no se atrevían a moverse de su puesto secundario, y les dio dos besos, mientras le decía a Alejandra:

—¿Sobrina de Palo? ¡Pero si tienes mi edad! ¿Cómo es que no te conocía?

Alejandra, ruborizada, contestaba confusamente que estaba estudiando en Inglaterra, y Federica proclamó:

—¡Vamos a ser muy amigas!

Pablo le dio un empujón casi imperceptible para el ojo humano (pero no para Aspasia y Alejandra, acostumbradas a detectar todos los desplantes y a sufrirlos en silencio), para presentarle a sus dos hermanas solteras:

—Mira, Freddy, esta es Irene.

Federica le dijo alegremente, sin reparar en sus grandes ojos sombríos:

—Ya sé que has tenido que retrasar tu boda por nuestra culpa, ¡perdónanos! Conozco a tu novio, Aimon de Aosta, ¡es guapo, pero no tanto como Palo!

Irene se quedó asombrada, ya que en realidad no se casaba con Aimon porque la madre de su novio no aprobada la boda dada su escasa dote, pero enseñó los dientes en algo que estaba entre sonrisa y relincho, mientras Alejandra soltaba una carcajada, pronto convertida en tos que no engañó a nadie.

—Y esta es la pequeña, Catalina.

Pablo lo dijo con severidad, temiendo quizás que Freddy, ya en vena, hiciera alguna alusión a la sospechosa paternidad de Catalina o a la edad de la «pequeña», veintisiete años, ocho más que ella, pero la novia se limitó a besar a aquella muchacha de larga nariz, ojos acuosos y pinta de solterona.

Sin esperar que Pablo la presentase, una señora imponente, alta, con un brillante del tamaño de una pelota de golf colgando sobre su pecho opulento y con unos impertinentes a la altura de sus ojos miopes, se abalanzó hacia Freddy con la majestuosidad de una escuadra de guerra. Le dio un abrazo que olía a tabaco y a pachulí mientras le informaba con rudeza:

—Yo soy la rara de la familia, ¿este barbián no te ha hablado de mí? Soy tu tía María.

La tía María Bonaparte, que, como era feminista, no había querido renunciar a su ampuloso apellido de soltera que debía a su bisabuelo, hermano de Napoleón, no la soltó sino que empezó a manosearle la cintura y el vientre, se puso a pellizcarle las mejillas, le hizo abrir la boca y hasta le miró el blanco de los ojos mientras murmuraba juicios inconexos:

—Buen funcionamiento de las glándulas… la esclerótica blanca, en el futuro quizás tendrás hipotiroidismo, buena libido, una muchacha sana y normal. —Y luego, girándose desenfadadamente hacia su sobrino, le había espetado—: Tendrás buen sexo con ella… Por ese lado creo que no habrá problemas…

Federica se puso roja como un tomate, pero nadie se escandalizó con las palabras de María Bonaparte[9], pues su fabulosa fortuna, la mayor de Francia, que provenía de los casinos más importantes de Europa, de los cuales era única propietaria, sostenía prácticamente a la familia, tanto cuando estaba en el exilio, como cuando debía vivir de la precaria asignación del gobierno heleno.

—Y si no alcanzas la volupté, ven a verme… Ya sabes que me hice psicoanalista para curarme mi propia frigidez; ¡mi maestro, Freud, dijo que nunca había visto un caso como el mío! —aunque luego la ilustre matrona añadió con autoridad—. Claro que para dar un diagnóstico más correcto habría que medirte la distancia entre la vagina y el clítoris…

Porque la tía María, además de ser sufragista y millonaria, era psicoanalista con consulta abierta en París ¡y había medido a doscientas cuarenta y tres mujeres la distancia entre clítoris y vagina, llegando a la conclusión de que cuanto más corta era, más facilidad se tenía para alcanzar el orgasmo!

—No asustes a Freddy, María. Hola, querida, yo soy tu tío Jacob.

Pablo, con alivio, le señaló a un militar tan lleno de medallas como todos. A Freddy le había comentado su novio que el tío Jacob era «afeminado», pero el anciano que se inclinaba ante ella tenía el aspecto bondadoso y triste de un payaso jubilado. María, sin hacerle caso, prosiguió:

—Sí, Freddy, este es mi marido; ni Freud consiguió curarme, ni el doctor Halban, que me practicó la operación de Narjani, que consiste en acercar…

—¡Por favor, María, no hace falta que entres en detalles!

El reproche, dicho con una sonrisa, de su marido surtió efecto porque la terrible María carraspeó y siguió, más comedida:

—Bien, ya te lo contaré otro día. Pues a pesar de no haber alcanzado nunca la volupté, ¡ni saber siquiera en qué consiste!, hemos tenido dos hijos, primero a Pedro, que es antropólogo, y si quieres saber qué demonios es eso, no preguntes porque nadie tiene ni idea. Y después a Eugenia, que se acaba de casar con el príncipe Radziwill, ¡en el futuro podréis criar a vuestros hijos juntos!

Federica se volvió a poner colorada al acordarse no solo de lo que se debía hacer para tener estos hijos, sino de las mediciones a las que se debía someter para alcanzar la volupté, pero ya Dominic Radziwill, un polaco de mirada aterciopelada y bigotito a lo Clark Gable, le estaba besando con delectación la punta de los dedos.

Mientras, su mujer, Eugenia, que era la única señora elegante de la reunión, con un chaquetón de renard argenté que dejaba entrever un soberbio collar de esmeraldas y brillantes, le sonrió sin reticencias, ¡es tan fácil ser simpática cuando sabes que nadie puede hacerte sombra!

—Freddy, hemos oído hablar mucho de ti, ¡y todo ha sido bueno!

Su hermano Pedro, el primer antropólogo que Federica iba a conocer en su vida, se acercó sigilosamente a su madre con el contoneo de un gato satisfecho, la cogió por la cintura componiendo un retablo medieval Madre e Hijo, y le dijo a su nueva prima:

—Tú no me conoces a mí… Pero yo te vi una vez en Florencia, en Villa Esparta. Naturalmente, no me hiciste ni caso, porque solo tenías ojos para el grandullón de mi primo…

Las palabras eran ligeras, pero el tono amenazante, y Freddy sintió una punzada en el corazón.

Tuvo un escalofrío. Nadie se dio cuenta.

El diádoco se acercó y le pasó el brazo por el hombro a su prometida. Se dirigió a Pedro:

—Qué raro, tú por aquí, vagabundo. Esperamos verte en nuestra boda.

El otro le contestó:

—Lo siento, Palo, pero mañana me voy a la India y al Tíbet.

—Y girándose a continuación hacia Federica, le dijo con la desenvoltura del hombre de mundo—: Primita, creo que eres demasiado joven para casarte. ¡Palo está cometiendo un infanticidio!

Nosotros, mi madre y yo, estamos intentando que este tipo de comportamientos esté penado por la ley.

Su madre le dio un golpe con el estuche de sus gafas, pero no pudo evitar una sonrisa de complacencia:

—Míralo él, como tiene treinta años y está soltero. —Y con volubilidad se soltó de su hijo para acercar por el pescuezo como una res a un muchacho quinceañero rubio de aspecto altivo que, como un caballo de raza, se encabritaba y pretendía soltarse—. Este es nuestro sobrino Felipe; lo tenemos prohijado y le estamos pagando la educación en un colegio inglés muy caro, ¡queremos que se case con la reina de Inglaterra por lo menos!

Todos se echaron a reír, y Federica pensó que con esta familia tan peculiar quizás tendría problemas, pero desde luego no se aburriría en absoluto.

Entretanto, sus cuatro hermanos permanecían en posición de firmes; tan solo habían abierto la boca para saludar con la vieja fórmula de la nobleza antigua:

—¡Servus!

Embutidos en sus uniformes militares que parecían cosidos a la piel, con sus botas altas tan brillantes que podrían servir de espejo, con el sello prusiano impreso hasta en la rigidez de su nuca, eran puros representantes de la raza aria por la que tanta admiración manifestaba Hitler, ¡que en el fondo lleva razón! ¡Han tenido que sufrir tantas humillaciones! ¡Hitler les ha devuelto el orgullo de ser alemanes!

Los soldados griegos, desastrados y con los correajes rotos, incluso comían a escondidas, provocando un gesto de desprecio en los hermanos de Freddy. El padre, el duque de Brunswick, que llevaba monóculo, parecía estar al borde de un ataque de apoplejía.

Las aletas de su nariz se movían con repugnancia: en un momento dado incluso le ha parecido percibir un olor lejano a col y berenjenas fritas.

Era el sur contra el norte.

Su madre, Victoria Luisa de Prusia, que era una mujer inteligente e ilustrada, quizás se estremecía al pensar en la amalgama de sangres que tendrían los hijos de Pablo y Federica, que entonces, este día de diciembre de 1937, empezaban a caminar aunque ni siquiera hubieran sido concebidos.

Pablo y Federica se casaron dos semanas después, el 9 de enero de 1938. Peyrefitte, en su diario, escribió: «La princesita alemana parecía una colegiala disfrazada de novia, pero su rostro brillaba más que las piedras de su corona». Una corona muy aparatosa de la que no he podido encontrar ningún dato, dándose hoy por desaparecida: algunos autores opinan que la vendió la propia Federica en los últimos años de su vida.

Pero el mundo se estaba cayendo a pedazos, y nadie estaba para bodas ni para coronas; no he encontrado ninguna referencia a este enlace en la prensa europea. Hitler ya se había anexionado Austria. Italia, que también quería tener su propio imperio, puso los ojos en la fatigada Grecia, desangrada por guerras y atentados, con una monarquía débil y un ejército que daría risa si no diera pena.

¡Parecía una presa tan fácil! ¡Empezaron a afilarse los cuchillos!

Pero Federica estaba viviendo su cuento de hadas particular y no quería que nadie viniera a estropeárselo. Ni siquiera los republicanos, que allí llaman venizelistas, que se burlaban de ella y exigían al gobierno que moderara la dotación que les correspondía.

—Para nosotros son señores particulares, y no tenemos ninguna intención de mantenerlos. Su marido es el diádoco, sí, pero nosotros haremos todo lo posible para que no tenga ningún trono que heredar. Mataxas, el primer ministro, no se atrevió a darles a los recién casados otra vivienda mejor que una casita en Psychico, entonces un barrio residencial de una ciudad modesta de un millón de habitantes. Hoy Psychico está plenamente integrado en Atenas y es un barrio tranquilo, con amplias zonas verdes, en el que se encuentran embajadas y colegios.

La casa estaba muy mal decorada, como todas en Atenas en aquella época, con pomposos muebles Napoleón III, relojes bajo globo, bronces de bazar, iconos, telas bizantinas y platería balcánica, además una parte estaba en obras, y el estrépito obligaba a pasar todo el día fuera. Pero a Federica le daba igual. ¡No le importaba la casa, la vida doméstica, los venizelistas, ni la guerra europea! ¡Incluso le daba pereza aprender griego! La tía María les pagaba un profesor de griego a ella y a su ahijado Felipe, pero los dos se reían tanto que no se sabía cuál era el más chiquillo, y al final el profesor tiraba la toalla y le confesaba su desaliento a María Bonaparte:

—Esperaré a que su alteza crezca un poco.

A Federica le cuesta darse cuenta de sus responsabilidades, confiesa que por las noches tiene que repetirse «¡Soy una persona mayor!». Sus meteduras de pata se convierten en el chiste de moda. En una embajada saluda al hombre más elegante y bien vestido con una reverencia, creyéndolo un príncipe extranjero. Su marido le susurra en voz baja:

—Es el mayordomo.

Federica cuenta que a partir de entonces cada vez que acude a esa embajada tiene que saludar al mayordomo, «¡si no, lo hubiera tomado como un desprecio!». En otra ocasión se pone sus mejores galas para acudir a una soirée con sus cuñadas Irene y Catalina, pero tropieza y la corona se convierte en collar y tiene que aguantar así toda la noche.

Pero la que más se comenta ocurre de nuevo en la embajada inglesa, en una boda de campanillas. La basilisa llega algo tarde, y le pregunta inmediatamente al embajador:

—¿Qué? ¿Los novios ya han consumado con satisfacción?

Freddy se excusa diciendo que no pasa nada, que, total, ha confundido consumación con consagración, pero que por si acaso la próxima vez:

—Me limitaré a guiñar un ojo y a levantar el dedo pulgar al modo americano.

Y la gente, que ya no sabe qué pensar de su basilisa, duda si debe reír o llorar.

Ella misma se ríe de su torpeza y se lo cuenta a su cuñada Helena en las cartas que le escribe a Florencia. Le explica que está embarazada y todavía no sabe por qué, observación que, como es natural, sorprende a Helena. También le habla de una vez que se había mareado en el salón de palacio. Y que entonces se acercó con timidez a su cuñado, sentado majestuosamente en el trono, y le había pedido:

—¿Puedo?

El rey Jorge carraspeó, se corrió un poco y recogió su capa, y Federica se sentó con una sonrisa agradecida y permaneció así, recibiendo los homenajes con golpes de cabeza.

Helena, preocupada por las amenazas de Mussolini sobre Grecia, se asombra de la inconsciencia de la mujer de su hermano, pero bastantes problemas tiene ella. ¡Carol, su exmarido, ha llenado tres Bentleys con joyas, cuadros valiosísimos y maletines repletos de dinero y ha abandonado Rumanía acompañado por su amante, la Lupescu! ¡Y la pobre Helena casi no tiene dinero ni para comer!

También teme que los locos políticos rumanos reclamen a su hijo como rey, ahora que se han quitado de encima al inútil y detestado Carol.

La clase alta griega, solo cincuenta y dos familias —sin tratamiento especial, puesto que los títulos nobiliarios no existen en ese país—, empobrecidas y orgullosas, se horroriza por la ignorancia de esta princesa a la que su marido se lo consiente todo porque está enamorado de ella, no como un chiquillo, sino como un hombre. Le confiesa:

—¡No puedo estar sin ti, pequeña mía!

A Federica incluso hacer de madre le parece una responsabilidad tan inmensa y desproporcionada, ¡cuidar a niños cuando ella es una niña también!, que contrata a una muchacha escocesa, Sheila McNair, para que cuide a tiempo completo de Sofía, como si fuera su propia hija.

Casada en su madurez con un pastor presbiteriano, Sheila, a la que llamaban Nursi, continuó toda su vida vinculada a Sofía. Sorprende que la reina de España, que casi no tiene ningún trato con su familia más cercana, haya cultivado esta relación invitándola incluso a la boda de su hija, la infanta Elena, en Sevilla, en marzo de 1995. Cuando bajó del avión, Sheila se cayó y se rompió una pierna, hubo que operársela y la reina, ¡la madre de la novia con múltiples compromisos!, no se apartó ni un momento de su lado, acompañándola incluso dentro del quirófano.

A los curiosos que preguntaban quién era aquella señora[10] mayor que iba en silla de ruedas y que ocupó un lugar preferente en la ceremonia, en la catedral de Sevilla, la reina, tan poco dada a las confidencias, contestaba:

—¡Es mi segunda madre!

Según entiende esta biógrafa, y dada su desconfianza acerca de los lazos de sangre, puedo certificar que en realidad fue la primera.

Hay mujeres que son mejores esposas que madres, ¡y no por ello son monstruos! Federica, a mi parecer, fue una de ellas, focalizó la inmensidad de su afecto en su marido mientras vivió, y para sus hijos solo quedó esa zona de penumbra que otros llaman migajas.

Estaba tan enajenada por Pablo que incluso se lo comentaba al severo primer ministro con ingenuidad desarmante:

—¡El diádoco y yo solo somos felices estando juntos!

A diferencia de otras parejas, en esta no había uno que quería y otro que se dejaba querer, ambos competían en desmesura. En verano, Palo le llevaba a su mujer bloques de hielo a la habitación para que se refrescase, y le compró un yate, con el que recorrían incansablemente las deslumbrantes islas griegas, diseminadas por el Mediterráneo como las cuentas de un collar.

Una noche Pablo coge el pequeño bote de remos del yacht para acercarse los dos sigilosamente a la isla de Sunión:

—¡No se veía donde terminaba el mar y donde empezaban el cielo y la tierra!

Solo se advierte el glop glop de los remos contra el agua como el latido de un corazón y la fosforescencia de los peces voladores. En la orilla destaca a la luz de la luna un templo solitario, sostenido sobre dos esbeltas pero firmes columnas que han perdurado a través de los siglos, en las que Federica ve una metáfora de su amor. ¡Ese instante no lo olvidará nunca, y querrá morir con ese recuerdo bajo los párpados!

Recorren el Peloponeso y Salónica, suben a las alturas del Epiro y Macedonia, escalan el monte Athos y visitan sus monasterios a lomos de asnos y en carretas. Los criados llevan cestas de picnic y, debajo de una higuera, con la reverberación implacable del sol sobre las piedras blancas y el olor dulzón de los frutos, extienden sobre un mantel queso, aceitunas, loukanika, salchichón ahumado y retsina, el áspero vino del país.

Después se tienden, la cabeza rizosa de Federica sobre el amplio pecho de su marido, y fuman serenamente un cigarrillo acunados por la música de las chicharras.

Pablo le confiesa que está convencido de que ya se han conocido en otras vidas:

—Hemos vivido juntos a lo largo de los tiempos y siempre nos hemos amado, porque el nuestro no es un amor corriente.

Es una idea atractiva que, muchos años más tarde, Luis María Anson[11] recogerá y resumirá «dice bien el rey Pablo, ¡el amor es anterior a la vida!».

Cuando, de mayor, la biógrafa de la reina, Pilar Urbano, le preguntó si no se sintió nunca excluida por ese amor tan absorbente, doña Sofía contestó, pensativa:

—Mis padres estaban muy enamorados, se querían mucho…

y eso no me daba celos, al contrario, ¡me daba seguridad!

Y luego, entornando los ojos, como si la hiriera el sol cegador de aquellos días, puntualizaba:

—Después del regalo de la vida lo mejor que pueden dar unos padres a sus hijos es eso: que los vean felices, enamorados…

¿Lo consiguió a su vez doña Sofía?

Es uno de los temas que trataré de desvelar a lo largo de este libro.

A la basilisa Sofía le siguió el prigkipas Constantino, que nació el 2 de junio de 1940 también en el comedor de Psychico.

Poco sabemos de esa primera infancia de Sofía de Grecia, porque así, Grecia, quiso su tío que se llamaran, sustituyendo los complicados apellidos que la genealogía les adjudicaba. Sí sabemos que la amadrinó la bondadosa reina Elena de Italia, que se le puso Sofía en lugar del Olga que los padres preferían porque así lo pidieron las multitudes por las calles de Atenas al finalizar las veinte salvas de ordenanza lanzadas desde el monte Lycabetos, aunque no pondría una la mano en el fuego por estas multitudes monárquicas en un país que no lo era. El recuerdo proviene de la propia Federica, que a los dos meses llevó a su hija en peregrinación a visitar al emperador de Alemania, su bisabuelo, el día en que cumplía ochenta años.

¡Atravesó una Europa en llamas para ir a rendir culto al todopoderoso káiser, un crepúsculo de los dioses que estaba pidiendo a gritos un Wagner que lo musicase! Porque, después, unos murieron y otros mataron, desaparecieron reyes, se borraron fronteras, se perdieron reinos y países y el mundo nunca volvió a ser el mismo.

Es curioso constatar que tras esta celebración familiar se perdió casi completamente la relación de Federica con sus hermanos y sus padres, ¡y no digamos sus primos alemanes! ¿Quiénes, incluso expertos en casas reales, pueden dar hoy el nombre de algún primo hermano de la reina de España, cuando conocemos de memoria parientes en cuarto grado del rey? Doña Sofía no nos ofrece ninguna explicación de esta curiosa circunstancia, dice sencillamente:

—Dejamos de vernos… no nos peleamos ni nada. No nos tratábamos.

Repito que apenas existen referencias a la infancia de Sofía o de su hermano, cuando, por ejemplo, los cronistas de cámara de los príncipes herederos españoles, don Juan y doña María de Borbón, que encima estaban en el exilio, nos dan puntual seguimiento de los mofletes de la infanta Pilar o de lo rollizo que se criaba don Juanito al sol de Roma, donde había nacido ocho meses antes que Sofía.

En ninguna revista ilustrada de la época, ¡ni una!, sale ni siquiera una foto, ¡ninguna!, de los príncipes de Grecia, un país que muchos creían que ni siquiera estaba en Europa.

Pero sí lo estaba, por desgracia. Y no iba a quedarse al margen del terrible conflicto que más tarde se conocería como Segunda Guerra Mundial.

A Freddy y a Palo se lo dice un cansado rey Jorge, apagado y ojeroso, mientras su asistente le ajusta la capa con la que se abriga porque está tiritando aunque hace calor. Están en el comedor de la casita de Psychico, con las copas de licor encima de la mesa donde han nacido Sofía y Constantino, es el 23 de octubre de 1940.

Los niños están durmiendo en sus habitaciones, que dan a la parte trasera, a un patio donde se tiende la ropa.

—Vengo a comunicaros que entramos en guerra; los italianos, que han tomado Albania, han querido que nos rindiéramos sin luchar.

Pablo le preguntó:

—¿Y qué has respondido?

Y aquel soberano de un reino pobre y despreciado se irguió como si fuera el emperador del mundo, y con su mismo empaque y su misma emoción contestó, mientras su sombra se agigantaba en la pared y en la historia de su país:

—Hemos dicho que no, ¡por todos los dioses!, ¡no y mil veces no!

Pablo, transido de emoción, se inclinó ante su rey. Jorge lo cogió por el brazo y le dijo:

—Ven aquí, hermano.

Y se abrazaron, y así estuvieron largo rato, abrazados, aquellos dos hombres, ninguno de los cuales quería ser rey, pero que cumplirían con su destino con el mismo honor con que lo hicieron los reyes de las epopeyas que cantaron Virgilio y Homero. ¡Allí, en ese país donde nacieron las palabras!

¡Que nadie diga que es un país pequeño!

¿Hay algo más hermoso e importante que la lengua en la que nos comunicamos los humanos?

Y después, Jorge se sentó, agotado, mirando al trasluz su copa de licor ambarino, y con voz sin esperanza confesó delante de su hermano y su cuñada:

—Yo hubiera querido ser un rey sin guerras; ¡a nuestro pueblo le queda todavía mucho sufrimiento!

Tímidamente la princesita alemana se atrevió a preguntar, recordando los comentarios burlones de sus hermanos acerca de la eficacia del ejército griego:

—Pero… ¿resistirán los soldados griegos?

Y Jorge se puso en pie y se embozó para irse, pero antes dijo:

—¡Claro que sí! ¡Los griegos no luchan como héroes, son los héroes los que luchan como griegos!

Y después le hizo una carantoña a su cuñada, que arrugaba los ojos y estaba a punto de llorar, y le dijo:

—No lo olvides, omorfi.

Y en efecto, entraron las tropas italianas por Albania creyendo que la conquista de Grecia sería un paseo, con sus fantásticos uniformes inventados, entonando las canciones fascistas con las que habían invadido la también depauperada Abisinia: Faccetta nera, bell’abissina, aspetta e spera che già l’ora si avvicina!

Quando saremo insieme a te, noi ti daremo un’altra legge e un altro Rè.

Pero, asombrosamente, el pequeño destacamento de soldados griegos, mal pertrechados, incluso algunos descalzos, aprovechando su conocimiento del terreno y su familiaridad con la lucha de guerrilla, se enfrentó con valor a las tropas italianas, cuerpo a cuerpo, defendiendo cada árbol, cada surco de su tierra en una lucha encarnizada que dejó el suelo cubierto de cadáveres. ¡El olor a sangre tardó años en borrarse!

Y no fueron solo los hombres, ¡las mujeres del Epiro arrastraban las cajas de munición hasta los combatientes y subían víveres hasta las líneas de fuego! Cuando un soldado caía, ellas cogían su fusil para continuar disparando.

Federica sintió una profunda admiración:

—¡No hay ni un solo griego que no lleve un héroe en el corazón!

Su cuñado, el rey Jorge, que amaba a los clásicos, repetía con orgullo:

—Mnemosine, la diosa de la Memoria, se lo recordará a las generaciones futuras.

Los italianos emprendieron también una brutal ofensiva por aire, aunque, artistas al fin, evitaron bombardear la Acrópolis y los monumentos de la Antigüedad. A toda prisa, los griegos habilitaron subterráneos para refugiarse. El ulular de las sirenas horadando el silencio se convirtió en la música de fondo en las vidas de Sofía y Constantino, que pronto aprendieron a levantarse de la cama sin protestar para bajar al refugio que se había construido en el sótano de la casa.

Pero Psychico era demasiado peligroso, y Nursi se los llevó a Tatoi, una destartalada casa de campo a quince kilómetros de Atenas que pertenecía al rey, en cuyo jardín había grandes rosas muy abiertas y en el suelo una celosía de hojas que olían a humedad triste. Dentro, encendían la chimenea con maderos y piñas, que crepitaban y soltaban chispas como pequeños fuegos artificiales, y se sentaban absortos mirando el baile de las llamas; pero allí también llegaron las bombas, y al final terminaron viviendo bajo tierra casi constantemente, ponían mantas y un pequeño hornillo para cocinar y se dormían tranquilos y confiados, incluso Sofía insistía en que le leyeran el libro de cuentos que le había enviado la abuela Victoria Luisa desde Alemania.

Pablo se alojaba en el palacio, al lado de su hermano, reunido con la junta de gobierno en sesión permanente. Mataxas había fallecido —probablemente asesinado— y los gobiernos provisionales se sucedían uno tras otro, ¡nadie quería ser primer ministro de un país con vocación de derrota!

Federica vagaba incesantemente por la casa solitaria de Psychico como el abejorro encerrado que se golpea sin cesar contra los cristales sin encontrar la salida. A veces se tapaba los oídos con algodón y se tendía en el diván con una almohada encima de la cabeza para no oír las sirenas, queriendo volver a ser niña, la prinzessin Freddy, la Criatura Silvestre de los poemas irlandeses.

Nadie la visitaba. No dejaba de ser «la alemana».

Nadie olvidaba que Hitler era aliado de los fascistas italianos que querían invadir Grecia a sangre y fuego.

La tía María se había ido a Viena a salvar a su maestro, el judío Sigmund Freud, pagando por él a los nazis un rescate fabuloso. Ni siquiera podía cartearse con su querida cuñada Helena. El hijo de esta, Miguel, era ya rey de los rumanos, y si ahora era un juguete en manos de los partidos comunistas o conservadores, dentro de poco lo sería en manos de Stalin o de Hitler, lo que resultaría mucho más peligroso. Helena, una mujer inteligente, quería estar allí cuando a su hijo lo expulsaran de una patada para recoger lo que quedara de él, sacudirle el polvo, ponerlo en pie y volverlo a convertir en un hombre.

Ella tampoco podía consolar a la pobre Freddy.

Hasta que un día llamaron a la puerta. Abrió ella misma y se encontró a su cuñada, la «pequeña» Catalina. Iba vestida con un uniforme sucio y arrugado de la Cruz Roja, y su expresión denotaba cansancio, pero también determinación.

Fingió no ver el rostro abotargado de su cuñada y sus ojos hinchados, la cogió de las manos y le suplicó:

—Freddy, ¡te necesitamos!

Federica la miró con asombro; ¿a ella? ¿a la prusiana?

—¿Tú me necesitas? ¿Para qué?

Su cuñada la miró como si estuviera loca:

—¿Yo? ¿Que para qué te necesito yo? ¡Te necesita Grecia!

¡Grecia, tu país, te llama!

Con urgencia, su cuñada descolgó un abrigo del perchero, se lo echó encima y, empujándola para salir, le dijo:

—¡Grecia está en los hospitales! ¡Están llenos de heridos que preguntan por su basilisa! ¡Se mueren, Federica, y tú no estás a su lado! ¿No comprendes que eso no lo van a olvidar nunca?

Cuando llegaron al hospital, el espectáculo la sobrecogió.

Hombres con miembros amputados, muñones llenos de sangre, otros ciegos, con quemaduras que les causaban un dolor tremendo y les hacían aullar como bestias. Las agotadas enfermeras se afanaban con palanganas, esponjas, jeringuillas; solo se oían ayes y lamentos. Y lo que daba más miedo de todo, voces de sonámbulos repitiendo salmodias sin sentido.

Federica se puso a sollozar de impotencia y a retorcerse las manos:

—Yo no sé hacer nada… me desmayaré si tengo que poner una inyección, no puedo ver sangre, ni heridas…

Pero su cuñada ya no le hacía caso, estaba ayudando a otra enfermera que se esforzaba en sujetar a la cama a un soldado que se agitaba presa de un ataque epiléptico.

De pronto oyó una voz que le decía cortésmente:

—Kali mera [buenos días].

Con timidez, Federica se acercó a un joven demacrado, casi un niño, con un vendaje ensangrentado alrededor del pecho. Tenía las puntas de las orejas de lebrel largas y separadas del cráneo.

—¿Cómo te llamas?

—Federica —y a continuación, avergonzada, le confesó—, casi no sé hablar griego.

El chico tenía una mirada alegre, aunque las sombras bajo los pómulos delataban su gravedad extrema.

—¿Quieres que te enseñe?

—Sí.

Y el muchacho la señaló con su dedo largo de premuerto y le dijo:

—Omorfi.

Federica se rio, ¡sí, por imposible que parezca, se rio!, y le dijo:

—¡Eso lo entiendo!

Fue una risa juvenil, breve, sofocada casi en el acto, que detuvo el tiempo. Se acallaron los lamentos por un segundo, y fue como si hubiera entrado un rayo de sol de un fulgor insostenible en la sombría sala de hospital.

Las orejas de lebrel del muchacho se agitaron riendo también.

Hasta el dolor quedó en suspenso.

Luego todo siguió igual, pero persistió una puntita brillante titilando en el fondo de las pupilas, una luna rielando en agua negra.

Freddy estuvo un rato con el herido, pero ya le reclamaba el de la cama de al lado, un muchacho con la cabeza vendada. Y un hombre mayor que aparentemente no tenía ninguna herida pero que se removía inquieto y del que le dijo la enfermera en voz baja:

—Tiene una hemorragia interna… No pasará de esta noche…

Un soldado quiso contarle cómo mató a tres italianos, y otro dijo que él a veinte y otro a cien. El de más allá le explicó que si a él lo hirieron fue porque era de noche y se le ocurrió encender un cigarrillo. Se incorporaban en sus camas, se apoyaban en un codo, la llamaban con las manos o dando golpes en los barrotes del cabezal.

Y se dio cuenta de que ella también tenía un arma poderosa, su sonrisa, su juventud, su compasión sincera, la capacidad de identificarse con los demás… A partir de entonces fue todas las tardes:

—Me di cuenta de lo que quería decir el Padre Nuestro cuando pide «el pan de cada día»… Son nuestras almas las que necesitan un alimento que solo puede proporcionar el amor y la piedad.

Filas y filas de ojos suplicantes. Todos los heridos querían que se acercara y les hablara. Cuando su cuñada le decía que se diera prisa, trataba de explicárselo:

—No puedo, Catalina, tengo que acercarme a todos, si me olvido de alguno le privaría de la única satisfacción de un día lleno de dolores y desconsuelo.

A cada hombre le dio una foto de su hijo Constantino. Los heridos, a su vez, le enseñaban fotos de sus mujeres; con ellos aprendió a hablar griego, ¡y también a escribirlo! ¡Cartas a las novias, a las madres, a los hijos!

Catalina se lo contaba así a Pablo:

—Seguro que, si hay que amputar, Freddy cortaría la pierna equivocada, ¡pero con ella los muchachos se encuentran mejor! ¡Se les ilumina la cara cuando la ven! ¡Están enamorados!

Pablo estaba tan agobiado que no tenía tiempo ni siquiera de sentirse orgulloso de su mujer, lo que da la medida de su estado de tribulación.

La tía María, a su vuelta de Viena, donde había dejado instalado a Freud y a su familia en un confortable compartimento del Orient Express con destino a Londres, se paseaba constantemente con casco en la cabeza, aunque estuviera en su casa y fuera vestida con bata, y llevaba a cuestas siempre su aparatosa cámara de filmar.

Su hijo Pedro se había casado con una aventurera rusa llamada Irina y vivía en Londres, donde se había enrolado en el ejército británico. Le decía:

—Mamá, envíame tus películas y las proyectaremos en los cines.

Es una pena que María Bonaparte no le hiciera caso. Todo el material que filmó, de un valor capital para los historiadores, debe de permanecer en manos privadas, o quizás se ha deteriorado o perdido.

Su otra hija, Eugenia, conseguía bajo mano en el mercado negro y a precios astronómicos jabón, arroz, lentejas, alcohol, que María entregaba a Federica. Para desesperación de esta, la tía María se empeñaba en ir todos los días al hospital, y se acercaba a las camas con su rudeza y su voz de trueno, preguntando:

—¡Qué! ¿Cómo estamos de deseos sexuales? ¡Cuando se termine esta guerra habrá que repoblar Grecia!

Los enfermos se asustaban y llamaban a Freddy quedamente:

—Basilisa, basilisa.

La pobre Irene, la cuñada mayor, no estaba en Grecia, porque, aprovechando la confusión del momento, había conseguido casarse con Aimon, el duque de Aosta, ¡y, para asombro de todo el mundo, ahora ambos incluso eran reyes! De un pequeño país inventado que se llamaba Croacia y que se habían repartido Alemania e Italia, pero no se habían atrevido a decir que no a Mussolini, que incluso había amenazado con internarlos en un campo de concentración si se negaban, ¡y no tenían dinero, ni recursos, ni amigos para oponerse! Vivían atemorizados en Palermo y no habían puesto jamás un pie en el país del que Aimon era rey con el sonoro nombre de Tomislav II.

Y como la flor del amor crece en los terrenos más insospechados, Alejandra, la hija del hermano muerto de Pablo, se había prendado en Londres del veinteañero rey Pedro de Yugoslavia, que había tenido que huir de su país, invadido por los alemanes, a bordo de una avioneta. Aspasia, su madre, no se atrevía a imaginar a su hija, por la que nadie parecía tener mucha consideración, reina de Yugoslavia; pero ¿existiría Yugoslavia cuando terminara la guerra?

Mejor dicho, ¿existirán todavía los reyes?

Freddy no tenía tiempo de atender a los avatares de su familia.

Uno de los heridos le dejó una tosca cruz en la que ponía: «In touta Niké» [Dios está contigo], y le pidió que la llevara hasta que la guerra terminase. Federica, que era protestante sin entusiasmo, se emocionó y se la guardó en el bolsillo. Cuando no podía más, cuando la noche era más negra que nunca, la apretaba para que le diera fuerzas.

Cuando la guerra termine…

Los italianos desertaban o se arrancaban de las guerreras las insignias de su grado para rendirse en masa… Ya no cantaban, sus flamantes uniformes estaban manchados de barro; como niños asustados querían volverse con la mamma. El viejo chiste aquí se convertía en realidad. Los oficiales gritaban:

—¡A las bayonetas!

Y ellos entendían «¡a las camionetas!», y todos, oficiales incluidos, intentaban retroceder y desandar el camino que les llevaría a sus hogares en Positano, en Umbría, en el Véneto, en la Campania.

¡Quién les había hecho venir a esta tierra tan desgraciada como ellos! ¿Quién?

Pero nadie se alegró de su retirada; los griegos menos que nadie, Pablo menos que los griegos.

Porque Hitler no podía consentir que su aliado quedara en ridículo y corrió en su ayuda. La apisonadora nazi, esta sí invencible, diez divisiones, cruzó la frontera el 6 de abril de 1941 y puso rumbo a Atenas, adonde llegó veintiún días después dejando una estela de destrucción y fuego. Eran ocho millones de griegos luchando contra ciento ocho millones de italianos y alemanes.

¡Desde la batalla de las Termópilas, David nunca había sido tan pequeño ni Goliat tan grande!

Causaron veinte mil muertes solo en esos días. Y aquí se registra una de las grandes injusticias de la historia: la ocupación de Grecia apenas merece una línea en los tratados sobre la Segunda Guerra Mundial y no puedo entender por qué. Robert St. John, el corresponsal de la agencia Associated Press en Belgrado[12], escribía que «todo Corinto quedó empapada de carne humana, la carne humana despide al quemarse un olor repugnante y dulzón, un olor que jamás se olvida…». Y contaba que él mismo dio una dosis de morfina, quizás letal, a un hombre que aullaba de sufrimiento con el brazo colgando únicamente de un tendón. ¡Los gritos de los niños! ¿Cómo pueden escucharse los gritos de los niños y seguir viviendo? Y termina su crónica con una amarga reflexión sobre nuestro oficio: «Los periodistas éramos como sanguijuelas, intentado sacar titulares de toda aquella muerte, aquel sufrimiento».

Fue entonces cuando Bertold Brecht compuso su poema: En los tiempos sombríos, ¿se cantará también?

También se cantará sobre el tiempo sombrío.

Cuatro días antes de que los alemanes llegaran a Atenas, Pablo hizo ir a su mujer a palacio, de donde no se movía desde hacía semanas. Los niños seguían en Tatoi. Nursi decía que Sofía era muy valiente y no lloraba nunca.

Palo se pasaba la mano por la cara continuamente sobre su barba crecida, como queriendo borrar la preocupación, la incertidumbre de su destino, ¡ellos, él y su hermano, eran hombres corrientes, no los habían educado para interpretar una tragedia! Olía a sudor, a tabaco, a ropa no muy limpia, pero a Federica le inspiró un amor tan violento que tuvo que contenerse para no echarse en sus brazos. Pablo, sin mirarla, le dijo:

—Freddy, estamos perdidos, ¡nadie nos ayuda! Debes irte, nadie debe pensar que te quedas aquí para darle la bienvenida a los alemanes. Coge a los niños y vete.

Y Federica, que estaba creciendo a pasos agigantados, con sus rizos enarenados porque se los tenía que lavar con jabón de la ropa, con el cutis lleno de granos por la mala alimentación, con las uñas mordidas por la lejía, sin ropa interior porque las mujeres griegas la habían entregado para que se hicieran vendas con ellas, se opuso por primera vez a su marido. Angustiada, lo cogió por la manga de la guerrera:

—¡No puedo, Palo, no me obligues! ¡Pensarán que huyo! Todo, Palo, paso por todo, prusiana, mala madre, ¡pero jamás por cobarde! ¡Mis cuatro hermanos están luchando, Enrique solo tiene diecisiete años! ¡Mi padre setenta y espera bayoneta en mano en la puerta de la oficina de reclutamiento a que le permitan ir al frente! ¡Están dispuestos a morir por la idea que tienen ellos de Alemania! ¿Voy yo a defraudarlos? ¡Mi linaje no puede mancharse con una falta tan espantosa!

Cayó al suelo y se cogió a las rodillas de su marido:

—Déjame compartir el destino de las mujeres griegas; ¡soy griega, Palo, soy griega!

Pero era inevitable. El 23 de abril de 1941 un viejo hidroavión Shuterland los recogió en la bahía de Eleusis para llevarlos hasta Creta: se subieron, fugitivos ya y mermados por esta circunstancia.

Pablo se quedó en el aeropuerto escupiendo más que llorando lágrimas fangosas.

Apretando el puño, Federica dirá, ceñuda y vengativa:

—Odio a Hitler porque hace llorar a Palo.

Un instante antes de subir, la tía María los hizo posar para su cámara: guiñan los ojos, el pelo vuela, los niños arrugan la nariz.

Están Federica con Sofía y Constantino y la niñera Sheila McNair, además de dos doncellas; la más joven de ellas se llama María y tiene apenas veinte años. El tío Jacob fija la mirada en el suelo y no parece darse cuenta de lo que pasa. En realidad, más que la guerra, lo ha hundido la muerte de su gran amor, su tío el príncipe Valdemar de Dinamarca; nunca se recuperará de esta pérdida. La tía María ha metido en su bolsón un puñado de joyas, diez zafiros sueltos que tenía para montarse un collar, una corona de laurel de brillantes con un diamante inmenso colgando que no le va a servir para nada, un rígido corsage de perlas y diamantes que sobresale de la bolsa y molesta a todos durante el viaje y un montón de billetes arrugados. Federica, en cambio, no ha querido sacar nada de su casa; ha dejado a una vieja sirvienta, Yanni, al cuidado de todo, ¡pensaban volver pronto! Únicamente lleva la cruz que el soldado le regaló. ¡Mi fuerza está en ti!, se dice mientras la aprieta tanto que llega a hacerse sangre. Catalina, que también les acompaña, está tan cansada que se queda instantáneamente dormida. Después se lamentará:

—No he podido despedirme de Grecia.

La tía María, que es francesa, lloraba contra el cristal gimiendo:

—Qué tiene esta tierra, ¡es pobre, es dura, es agreste! ¡Los griegos son volubles y locos! —La mujerona se golpeaba el pecho—.

Pero se mete aquí dentro.

Después, implacable, se volvió hacia su sobrina y le dijo:

—Pero tú no puedes llorar, Freddy, acuérdate, que nadie te vea llorar, vas a ser reina y las reinas no lloran nunca.

Llegaron a Creta bajo las bombas, todos se tiraron en una zanja. Federica pone sus manos en los oídos de Sofía y le canta desesperadamente:

—Beee beee, black sheeep.

Es la canción de un corderito que se pierde y busca su hogar.

Sheila, una británica que no tenía necesidad de huir y lo ha hecho únicamente por amor a los niños, abrazaba a Tino.

Y así empezó un exilio de cinco años. Creta, Alejandría, El Cairo, Durban, Ciudad del Cabo. Vivirían en veintidós casas.

En Creta no encontraron pañales para Tino y tuvieron que arreglarlo con harapos; para dormir, juntaban dos sillas. Se reunían con ellos el rey y Pablo, y se refugiaban en una cabaña de pastores, ¡los chinches y las pulgas se cebaban con sus pobres cuerpos! Como los niños se rascaban, tenían que atarles las manos.

Después fueron a Alejandría, dos días de barco. Al rey Faruk lo llamaban «el ladrón de El Cairo», porque mientras su pueblo se moría de hambre él se hacía traer el lenguado desde Dover, el vin rosé de la Provenza y rosas blancas desde Roma para sus banquetes, además de que cada día exigía zumo de frambuesas fresco, recién exprimido, en un país en el que no había frambuesas. La tía María, que por algo era psicoanalista, describía al rey con suficiencia:

—¡Tiene el síndrome de fuera de temporada!

Pablo le pidió ayuda, pero a Faruk le repugnaba el trato con aquella familia real pobre y sin futuro, y le preguntaba a su ayudante, el italiano Antonio Pulli:

—¿Son alemanes? ¿Quiénes son sus aliados? ¿Quién responde por ellos? Si los ayudo, ¿de qué me servirá?

Nadie sabe darle una respuesta, y la cobardía criminal y viscosa de hombre mediocre le dictó a Faruk una sentencia:

—¡No los quiero aquí mucho tiempo!

Nursi se enteró de que lo mejor para los piojos era untarse de alquitrán, y solo después de hacerlo los admitieron en un hotel, donde pudieron ducharse y comer decentemente.

En Alejandría se produjo el primer suceso del que Sofía se acordará de mayor conscientemente: está nadando en la piscina del hotel Mina House, se siente insegura y, desde el otro extremo, su padre le tiende los brazos y le dice:

—Ven.

Y con ciega confianza Sofía nada hasta ese refugio tan sólido.

Permítanme los lectores una observación personal. El primer recuerdo que conservo de mi infancia es muy parecido: yo estaba aprendiendo a caminar, debía tener un año, y mi padre en el extremo de la habitación se agachó hasta mi altura y me dijo:

—Ven.

Mi joven padre, mucho más joven de lo que yo soy ahora, joven como mi hijo. Recuerdo el miedo, cómo se fue el miedo y llegó la seguridad absoluta de que mi padre estaría ahí para recibirme. Avancé, un paso, dos, los siguientes más rápidos para llegar antes a sus brazos. Recuerdo hasta el hueco de su cuello donde hundí mi rostro. Entonces reí, lloro ahora.

Perdónenme por esta insignificante y quizás absurda digresión que me ha permitido rendir aquí mi pequeño y particular homenaje a mi padre que, hoy, mientras escribo estas líneas, hace tres años que ha muerto.

Y que también me ha hermanado por un instante, pasando por encima de todo lo que nos separa, con la mujer que trato de definir en este libro.

Después El Cairo, también en Egipto, donde Sofía sintió por primera vez, también conscientemente, el zarpazo del miedo:

—Miedo a las sirenas, tan estridentes, y al ver cómo los focos antiaéreos barrían el suelo… me metía corriendo en la cama de Nursi. Y también me daba miedo cuando nos poníamos alrededor de la radio para escuchar la BBC.

Hasta que de pronto, por un capricho estúpido, el rey Faruk los invitó a partir, inmediatamente. El único país que accedió a asilarlos fue Sudáfrica. De noche cogieron un barco holandés, el Nieuw Amsterdam, un antiguo crucero de lujo que había sido pintado de gris y servía para el transporte de tropas y material desde Suez hasta Durban. Los antiguos lujos, lámparas de Murano, columnas recubiertas de pan de oro y muebles de ébano, habían sido eliminados para permitir llevar mayor número de pasajeros. Los únicos civiles eran la familia real griega.

Conmocionados, como autómatas, vieron alejarse las costas de Egipto y pasaron frente a Somalia, Tanganica, Mozambique; no les permitían bajar.

De noche veían las palmeras africanas a lo lejos debajo de una orgía de estrellas. No los querían.

El Índico ya era un mar peligroso, destructores norteamericanos, barcos japoneses, submarinos alemanes se cruzaban como animales a punto de devorarse. El Nieuw Amsterdam intentaba esquivarlos a todos, pero era muy difícil que la inmensa mole color acero pasara desapercibida. Había simulacros de alarma, y aquí otra vez el alarido de las sirenas. Faltaban solo dos meses, finales de 1941, para el ataque a Pearl Harbor por parte de los japoneses y la entrada de los norteamericanos en la guerra europea, cuando estas aguas se teñirán de sangre.

Sofía quería saber dónde estaba Sudáfrica. Le enseñaron un mapa; Nursi le señaló el lugar:

—Mira, aquí abajo.

Pobres desterrados, como la familia de Nazaret, proscritos, fuera de la ley. Nadie los quiere.

Tardaron un mes en llegar. En el barco a Sofía y a Tino los tuvieron que llevar sujetos con arneses, como perrillos, para que no cayeran al mar.

En Durban, un puerto caótico, con hidroaviones, barcos inmensos, un tren que pitaba incesantemente y un griterío demencial, a Sofía y a Tino les llamaron la atención los gritos de los niños negros:

—Cherio, cherio.

Nursi se informó y les susurró:

—¡Os saludan!

—¿Saben que somos príncipes? —se asombró Sofía.

—¡No! ¡Os saludan porque sois blancos!

Los fueron a recibir un pequeño grupo de funcionarios griegos que llevaban muchos años fuera de su país. Cuando sonrieron, Catalina le comentó a su cuñada:

—Mira, ¡entre todos hacen una dentadura entera!

La tía María, vivificada por el aire marino, con sus ojos juveniles en medio de su rostro ajado, les dijo a sus sobrinas para animarlas:

—¡Estamos viviendo la historia! ¡No nos quejemos! ¡Es mejor vivirla que leerla luego en los libros!

El cada vez más decaído tío Jacob necesitaba cuidados como un niño pequeño. En el puerto los esperaban una Eugenia de expresión tensa y labios muy apretados, ya que su matrimonio está a punto de deshacerse, porque, como dice Dominic Radziwill, ¡no hay peor tiranía que tener una mujer rica!, y su marido. Llevaban con ellos a su hija Tatiana, que tenía la misma edad que Sofía. Tatiana acunaba a una elegante muñeca casi tan grande como ella, la más delicada elaboración de la industria juguetera alemana: porcelana, seda en el vestido, pelo natural. Sofía se abrazaba a un atado de trapos que le había confeccionado Nursi, pero que ella no cambiaría por nada. Hasta le había puesto nombre: Helena. Se enfrentaron las dos primas, los ojos obstinados, cada una con su «hijita» en brazos. Pero, mecachis, Tatiana tenía carricoche para su muñeca y Sofía no. Debió ser bastante importante este detalle para Sofía, porque lo recordaba[13] años después:

—Solo teníamos un carricoche para pasear a nuestras muñecas… nos peleábamos, tirando una para cada lado.

En ese viaje delirante, que durará cinco años, se anudarán indisolublemente los lazos de la familia: Irene, que nacerá en mayo, Tino, Tatiana y Sofía serán más que primos, más que hermanos, ¡el dolor, las desventuras compartidas, añaden un lazo más a los de sangre! En el pequeño núcleo que se forma en esos días, indestructible, solo se causa baja con la muerte: Federica ya se ha ido.

Sobreviven Irene, Tatiana, Tino, Sofía.

Veintidós casas en cinco años.

Ya sin Pablo, que debía reunirse con su hermano, el rey Jorge, que había ido a Londres, se había acercado al hotel Claridge y, después de seis años, había pedido tranquilamente:

—¿Me da la llave de mi habitación?

—Sí, señor.

En su cuarto lo esperaba «la señora Brown».

En otro piso del hotel se alojaban Aspasia y Alejandra.

Su primo Pedro, el hijo de María Bonaparte, fue a verlo con su uniforme de la RAF. Jugueteando con sus guantes, le dijo con insolencia:

—Aquí en Inglaterra no tenemos muy claro si sois fascistas o no.

La primera casa en la que vivió Sofía estaba en Ciudad del Cabo. Eran invitados del general Smuts, el primer ministro. Pero una noche, mientras dormían, alguien le prendió fuego y tuvieron que salir corriendo al jardín. Todas sus cosas, las pocas que tenían, se quemaron. Ni Sofía ni Tino se inmutaron.

¡Ya han visto tanto!

De ahí fueron a una vivienda que había sido cuadra y todavía olía a boñiga, y después a cabañas de pastores, a chozas, a modestas viviendas de trabajadores extranjeros. A hotelitos, a pensiones con olor a perro mojado.

El general Smuts le regaló a Federica una pistola advirtiéndole que la llevara siempre encima. Alguna vez sintió pasos en medio de la noche, y en pijama y descalza, la empuñó dispuesta a dispararla.

Incluso estando embarazada.

Federica dio a luz a Irene en Ciudad del Cabo, el 11 de mayo de 1942. Sofía quiso cogerla enseguida, y la manejaba con tanta ligereza que su madre tuvo que advertirle:

—No es un muñeco, Sofía, ¡es un niño de verdad!

Federica se admiraba del gran instinto materno de Sofía, ¡seguro que se preguntaba de quién lo había heredado!

Las ratas se paseaban por encima de sus rostros mientras dormían, oían sus patitas en el techo, y Federica tenía que apartar a las más gordas, que se encaramaban a su tocador olisqueando sus potes de crema. Los murciélagos cruzaban los cielos de noche, y de día se colgaban de las vigas como trapos viejos. Al principio todo era:

—Nursi, tengo miedo.

A Sofía la abrazaba Nursi, a Tino, Sofía. Después Nursi aprendió que hay que encender fuego para ahuyentar a los murciélagos, que las cucarachas eran inofensivas y que no había que dejar comida para que no vinieran las ratas, pero ¿qué comida? Los fondos no llegaban, la tía María tenía las cuentas embargadas. A veces, de noche, cuando no podían dormir por el hambre, los mayores comían carne en conserva, con una cucharita cada uno, sin sacarla de la lata.Las señoras de la sociedad sudafricana iban a visitarlos por curiosidad y trataban a Federica con altanería. Ella se quejaba a su marido:

—No me dieron la preferencia, me tuteaban, ¡cruzaban la puerta antes que yo!

Aunque Federica estaba pero no estaba. «¿Quién dormirá en nuestra cama?», «Corazón, te amo», y también «No puedo vivir sin ti… si no te veo, me moriré…», le escribía a su marido en cartas interminables y melancólicas a las que él contestaba cuando podía:

«Freddy, si supieras lo que me entristece que hayas tenido que pasar todo eso, pensar que cuando me casé contigo mi mayor deseo había sido hacerte feliz». La tinta azul con la que Pablo escribía las cartas intrigaba a Sofía, que le preguntaba incesantemente a Nursi siguiendo las letras con el dedo:

—¿Qué es, Nursi?

—¿Pues qué va a ser? ¡Tinta!

Pablo viajaba incesantemente buscando voluntarios, fondos, el apoyo de sus parientes europeos a su pobre pueblo despedazado.

Y Federica cogía aviones, barcos, helicópteros, en viajes interminables para ir a reunirse con él. ¿Cuántas veces hizo la ruta desde Ciudad del Cabo a Jartum en el pequeño Dakota del general Smuts, tan ligero que a través de las tablas del suelo podía verse la tierra? ¿Cuántos kilómetros hizo en esos cinco años para ver a su marido un día? ¿Cuántas horas, de las 43.800 que tienen esos cinco años, las pasó viajando?

Ella misma se contestaba: «¡Qué más da! ¡Era joven y estaba enamorada!».

Pablo había desplazado de la vida de ella sus otros afectos. Se olvidó completamente de sus cuñadas. Irene había dejado de ser la efímera reina de Croacia, al retirarse los italianos de la guerra, e incluso había llegado a tener un hijo, Amadeo, pero la tragedia se había cernido sobre ella. ¡Inesperadamente los nazis la detuvieron y la internaron en un campo de concentración, en Sartirana, y su rastro se había perdido y sus hermanos temían que fuera a parar a un campo alemán o a las cámaras de gas! ¿No habían ingresado en el terrible campo de concentración de Buchenwald a la princesa Mafalda de Italia, que cantaba el Dúo de las flores con Helena en los lejanos días de Florencia?

En su correspondencia, Federica no le dedicó ningún recuerdo, ni a Mafalda ni a su cuñada Irene.

Tampoco Alejandra mereció su atención. Una Alejandra que dijo que si no la dejaban casarse con Pedro de Yugoslavia se suicidaría. No le hicieron caso y la desgraciada princesa intentó cortarse las venas con el cristal roto de un vaso.

A su boda fueron media docena de personas, y de estas personas no había ni una sola, incluida su madre, que pensara que aquel podía ser un matrimonio feliz.

Pedro, el hijo de la tía María, el antropólogo, se empeñó en llevar a la boda a su mujer, Irina; y cuando el rey Jorge le dijo que era mejor que no lo hiciera, levantó el puño en dirección a Pablo y profirió:

—Mi mujer no es peor que las vuestras.

Aspasia intentaba disculpar en voz baja durante la ceremonia el difícil carácter de su hija:

—El sufrimiento la ha convertido en una anciana amargada.

Cuando el rey Jorge arguyó que Alejandra solo tenía veintitrés años, Aspasia contestó:

—¿Y?

Tampoco Federica tuvo para ellas un recuerdo ni en su correspondencia ni en sus Memorias. Pero todavía es más grave que Federica olvidara a sus propios padres o hermanos, que sobrevivían en el centro más duro del conflicto. Se lo confiesa a su marido sin ambages: «Como siempre estoy pensando en ti y echándote de menos, no tengo tiempo de preocuparme de ellos». Acerca de sus hijos, sin embargo, sí sentía a veces la vaga necesidad de justificarse: «No sufro por los niños… sé que están bien… en Sudáfrica no corren peligro…». Y es cierto; están con Catalina, con Eugenia y Dominic, con la tía María y el tío Jacob, ¡sobre todo con Nursi!, pero alguna añoranza sentiría el corazoncito de Sofía, porque un día su madre, antes de irse al Congo Belga a hacerle una visita a su marido, le ofreció dos fotos suyas, y la princesita escogió una en la que Federica miraba de frente. Cuando su madre le preguntó:

—¿Por qué has escogido esta y no esta otra en la que estoy mirando a lo alto?

La niña, algo ceñuda, rechazó la foto contestando:

—¡No, esa no la quiero! ¡Porque estás mirando a papá!

Sofía, que había crecido con bombas, sirenas, llantos y miseria, ya no le temía a nada. Seguramente incluso se había acostumbrado a que sus padres no estuvieran, ¡otra cosa sería que le faltase su Nursi del alma! Los cuatro niños, Tatiana, Tino, Irene, Sofía, picados por los mosquitos, mal alimentados, sin saber qué iba a ser de sus vidas, hacían casitas debajo de las camas, cogían una silla y construían una carretilla, con piedras y maderas trazaban caminos, cocinaban con yerbajos y con barro reseco hacían chocolate, ¡incluso se untaban la cara con él para parecerse a los nativos!

Sofía hacía el payaso para sus hermanos; ¡hasta que no se reían no quedaba contenta! ¡De pronto parecía la mamá severa y regañona que su madre no era, y un instante después deslumbraba con una risa loca de chiquilla! Se bañaban en pozas, no tenían horarios ni disciplina, se criaban de forma salvaje, rodeados de animales. Así la reina doña Sofía pudo rememorar con pasión aquel tiempo luminoso:

—¡Cinco años de absoluta felicidad! ¡De juegos constantes!

¡De libertad!

¿Es posible que dijera eso? ¿Que lo pensara?

¿Por qué no? ¿No tituló el director Jaime Camino Las largas vacaciones del 36 la película en la que contaba su infancia en la terrible guerra civil española? No queda bien decirlo, pero en las guerras ¡los niños se divierten! En 1944 regresaron a Egipto. A Alejandría. A una casa tan pequeña que la llamaban Caja de Cerillas Palace y que se caía a trozos, literalmente: un día estaban en el comedor y empezó a resquebrajarse el techo, salieron corriendo al jardín y así evitaron que cayera sobre sus cabezas. ¡Se salvaron de milagro! ¡Federica apretó su cruz con más fuerza que nunca!

Los niños enfermaron de varicela, sarampión, y se tuvieron que vacunar de peste bubónica. Claro que no había que preocuparse, ¡su madre no lo hacía! El recuento de las enfermedades de sus hijos apenas ocupa un par de líneas en las Memorias de Federica, sin embargo dedica varias páginas a hablar de una indisposición de riñón de su Palo adorado.

En Alejandría también había bombardeos. Los niños escuchaban las sirenas tranquilamente acostados. Solo Tino lloraba, y Sofía se pasaba a su cama para consolarlo. Federica le reñía:

—Tino, cuando se tienen cinco años no se llora por una cosa tan boba como las sirenas.

Y el pobre Tino contestaba dignamente desasiéndose de su hermana:

—Yo no tengo miedo, ¡el que está asustado es mi estómago!

Allí también había ratas, y un burro asomaba la cabeza por la ventana, y había cucarachas que se subían por las paredes y mosquitos que se achicharraban en las bujías y que producían un crepitar que Sofía no olvidará nunca.

Un día pasaron delante de una casa vecina y oyeron llorar a unas mujeres a gritos. A través de la ventana vieron a un hombre tendido en una cama, muerto. ¿Se asustaron? La verdad es que no. Miraron con curiosidad y después preguntaron por qué lloraban tanto las mujeres. Les contestaron:

—Son plañideras profesionales.

Las últimas Navidades que pasaron en el exilio, de nuevo en el hotel Mina House de El Cairo, Tino y Sofía se metieron en un armario y vieron disfrazarse a Catalina de Papá Noel, ¡y también vieron los juguetes escondidos debajo de la escalera! Pero, como todos los niños del mundo, fingieron que no lo sabían para no desilusionar a sus padres, lo que nos reafirma en la vieja creencia de que son los padres los que creen en Papá Noel y no al revés.

Y es que se podía celebrar la Navidad y hasta acudir a una escuelita inglesa, donde Sofía era muy mala estudiante, ¡no estaba acostumbrada a la disciplina! Porque la guerra mundial se iba terminando, Hitler y Mussolini eran los grandes derrotados y la familia real griega estaba perdiendo el sello de maldita, incluso Inglaterra se había puesto, con tibieza, eso sí, a su lado. Pero con tanta tibieza que la pobre Irene, liberada del campo de concentración de Hirschegg por los aliados, cuando intentó regresar a Italia se encontró con todos sus bienes requisados. Ninguno de sus parientes pudo ayudarla, y su marido, Aimon, tuvo que emigrar a Buenos Aires para intentar salir del agujero. ¡No tenían ni para comer! Los ingleses tampoco quisieron ayudar a su hermana Helena y a su hijo Miguel, al que los soviéticos amenazaban con pegar un tiro o sacarlo a patadas del trono de Rumanía, dependiendo del humor del militar ruso que ese día estuviera al mando.

Pablo y Federica jugaron trabajosamente sus escasos triunfos.

¡Parecía que a Faruk ahora le caían bien! El rey de Egipto, magnánimamente, los recibió en palacio y les enseñó su garaje con los treinta y cinco Rolls Royce Phanton IV y Silver Shadow que había comprado de golpe, especialmente diseñados para él, con salpicaderos en plaqué de oro, alfombras de piel y botiquines empotrados. Las garrafas de cristal tallado y los estuches de maquillaje iban de serie.

Sofía se hizo muy amiga de sus hijas Ferial, Fawzia y Fadia, y juntas volaban cometas y se metían en los establos para admirar el centenar de caballos árabes con orejeras ribeteadas de brillantes, bocados de oro y mantas de cashmere que se alojaban en ellos, cada uno con su nombre escrito sobre una placa de porcelana. Mientras, las madres, Federica y Farida, tomaban té helado y hablaban debajo de los árboles de cosas de mujeres.

Quizás Federica contara que Alejandra y Pedro habían tenido un hijo que se llamaría Alejandro y que había nacido en el hotel Claridge de Londres, al que Winston Churchill había convertido por un día en territorio yugoslavo para conservar los derechos dinásticos del recién nacido al trono de Yugoslavia. Tal vez Federica profiriera una de sus carcajadas características y dijera lo que todos pensaban:

—¡Como si alguien imaginara que Yugoslavia va a volver a tener un rey algún día!

Viendo el desconcierto de sus interlocutores, quizás se había apresurado a aclarar que:

—El tema de Grecia es completamente distinto.

—Claro, claro —contestarían sus nuevas amigas.

Si estaba la tía María, comentaría entre risas que su ahijado Felipe ya había sido invitado varias veces en Windsor:

—Pica alto, el muchacho; ¡al final pescará a Isabel, que ya sabéis que va a ser reina pronto, porque su padre está enfermo! ¡Espero que nos agradezca la educación que le hemos dado!

Y aquí Freddy replicaría cerrando el puño:

—Sí, pero ni aun así los ingleses están dispuestos del todo a ayudarnos.

En este punto quizás la reina Farida aprovecharía para explicar con tristeza el último capricho de su marido, cuyas debilidades conocía muy bien: Faruk quiso encargarle a su amante una botella gigante de Chanel número 5. Cuando su chambelán, Antonio Pulli, le argumentó que faltaban siete horas para que abrieran las tiendas en Egipto, Faruk le dijo:

—¡Vete a París a buscarlo!

Las reuniones bajo las espigas rosadas de los tamarindos y con el aroma turbio de la flor de heliotropo se prolongaban hasta muy tarde; cuando la noche iba cayendo clavaban antorchas en el suelo y ponían música de Cole Porter en la radiogramola. A veces se reunía con ellas la hermana de Faruk, Fawzia, que se hizo muy amiga de la tía María, porque Fawzia, a pesar de su aspecto indolentemente oriental, era feminista y luchaba por el voto femenino en los países árabes.

—¡Pero si aquí no pueden votar ni los hombres ni las mujeres!

—Objetaba Federica, y la tía María y Fawzia la miraban con hostilidad, porque en realidad ellas consideraban que este era un pequeño detalle a punto de solventarse cuando se terminara la maldita guerra.

Sofía no se cansaba de mirar a Fawzia, que solía vestir lánguidos vestidos de gasa color rosa albaricoque y era tan bella que la llamaban «la Venus de Asia», y hasta había sido portada de la revista Life, cosa que le daba bastante envidia a Federica, que nunca había conseguido que la revista norteamericana publicara ni una foto suya. La princesa egipcia estaba casada con el sah de Persia y tampoco era feliz. ¡Su marido le pegaba y la tenía encerrada en palacio! Es de figurar que Federica, que no brillaba por su tacto, hablaría sin cesar de las virtudes que lucía Pablo, del que solía decir:

—¡Es el más perfecto de los maridos y el más dulce de los hombres! ¡Si una bomba cayera sobre él, yo me pondría debajo para salvarle! ¡Su existencia es necesaria y la mía no!

En esos momentos estoy segura de que tanto Farida como Fawzia hubieran recibido alegremente cualquier proyectil que estuviera dirigido a borrar de la faz de la tierra a su simpática amiga.

Se terminó la guerra mundial, pero en Grecia estalló otra guerra peor, porque era entre hermanos. Una guerra civil. Un año y medio, cuatrocientas mil vidas de griegos; muchos de ellos no pudieron ser enterrados y fueron devorados por las alimañas.

Un año y medio más que Federica, Pablo y sus hijos debieron esperar angustiados por la falta de dinero y la incertidumbre de su destino. ¡Quién sabe si alguien necesitará un rey en Grecia!

Me gustaría introducir en este punto un tema de reflexión que creo viene bien a esta altura del relato: cuando durante tantos años se nos ha hablado tanto y tan largo sobre los sufrimientos de la familia real española en el exilio en París, Roma, las neutrales Suiza y Portugal, ¡siempre viviendo en buenos hoteles y elegantes residencias, utilizando coches de lujo, jugando al golf, con una cuadra de caballos digna de un rey, navegando y degustando cócteles! Cuando tantos libros se han dedicado a su sacrificio por la patria, cuyas miserias únicamente han compartido a través de los periódicos.

¿Qué deberíamos decir entonces de la infancia de doña Sofía? ¿De esa época en que se forja la personalidad y se templa el carácter?

Ruido, furia, el fragor de la guerra, muerte, bombas, violencia.

Hambre, chinches, ratas, pulgas, hambre, desprecios. Hambre. No, ¡a mí que no me hablen más de la dura infancia de don Juanito!

Finalmente, en 1946, los griegos votaron la restauración de la monarquía. De repente, aquel pequeño grupo familiar al que nadie daba mucha importancia iba a ponerse a la cabeza de un país que formaba parte de la nueva Europa que estaba saliendo de sus ruinas. El gobierno de Atenas envió un destructor al puerto de Alejandría, aviones británicos trazaban tirabuzones en el aire para despedirlos y oficiales de la armada egipcia esperaban, en perfecta formación, al pie del barco. Nursi vistió a los niños con sus mejores ropas, aun así Sofía llevaba un abrigo que le quedaba corto y Tino se movía con incomodidad en sus zapatones nuevos. Irene, en brazos de María, la doncella, se chupaba el dedo. Federica trataba de caminar con aire majestuoso y paso seguro, no quería que nadie advirtiera las heridas que habían infligido a su orgullo estos largos años de exilio y desprecios, ni sus tacones torcidos.

Dos filas de soldados presentaron armas, y Tino se llevó la mano a la frente, como había visto hacer a papá en tantas ocasiones.

Tiraron salvas y palomas, les ofrecieron flores. Un pequeño grupo de griegos residentes en Egipto aplaudió, algunos voltearon las gorras al aire. Una orquestina compuesta por tres miembros empezó a tocar una tonada irreconocible, y Federica exclamó, asombrada:

—¡Es el himno griego!

Lo escucharon inmóviles, con los mustios ramos de flores entre las manos, los ojos lívidos de miedo y el corazón encogido.

Todos se creían que iban a ir directamente a Atenas, pero Federica se empeñó en pasar por París. Su marido se echaba las manos a la cabeza:

—Estás loca, corderito, París, ¿para qué? ¡Grecia está esperando a su diádoco y a su basilisa! ¿No tienes ganas de llegar después de tantas desventuras?

Pero la princesa ya no era aquel ratoncito asustado que a todo decía que sí. Con una mirada de acero que su marido no le conocía y toda su sangre prusiana puesta en pie como un solo hombre, fue terminante:

—No pienso presentarme delante de mi pueblo como una desharrapada, quiero que estén orgullosos de su princesa heredera.

¿Quieres que salga en las fotos con este cutis quemado por el sol y estos vestidos a la moda de hace diez años?

Pablo masculló algo así como que él la encontraba muy guapa y muy elegante, pero después se calló y empezó a parlotear sobre Isis sin velo, un libro de madame Blavatsky, la fundadora de la Teosofía, que le había impresionado muchísimo, descubriendo con cierta alarma que cuando a su Freddy adorada se le ponía la boca de cierta manera, era mejor no llevarle la contraria.

Pero aún intentó una tímida objeción:

—Pero el dinero… el gobierno todavía no nos ha asignado ninguna partida…

A lo que Federica repuso majestuosamente:

—La tía María me ha abierto una cuenta en la banca Rothschild, ¡pero es un adelanto! ¡Si el pueblo quiere y necesita a su diádoco, nos tienen que recompensar generosamente por todos estos años!

Federica se hizo un trousseau completo como si fuera a casarse, ¡cómo un trousseau!, ¡veinte o treinta! La mujer del rey Faruk, Farida, le había recomendado un modisto que, aunque nacido en El Cairo, era hijo de griegos: Jean Dessès, que se había formado en la prestigiosa Maison Jane. Freddy entró con cierto temor en los elegantes salones del Faubourg de Saint Honoré de color malva y beis, pero pronto se sintió cautivada por el carácter meridional del modisto. Nada más verla había juntado las manos con arrobo y se había postrado prácticamente de hinojos:

—¡Vuestra alteza parece una maniquí!

Le diseñó decenas de vestidos, de cóctel muy cortos, enseñando las rodillas:

—¡Vuestra alteza no puede esconder sus piernas!

Para los trajes de noche, y ya más segura de sí misma, Federica sacó una foto arrugada de su bolso y le expuso una idea que había maquinado en las largas veladas del destierro:

—¡Mira, es una cariátide del Erecteion de la Acrópolis! ¡Hazme algo que recuerde las túnicas griegas!

Como a todos los artistas, a Dessès no le gustaba que a otros se les ocurrieran ideas nuevas, y arrugó la nariz con desprecio:

—Bueno, es lo que hace madame Grès desde hace años… no es original… pero intentaré adaptarlo a su estilo.

Cuando Federica salió del taller, el modisto se puso a dibujar febrilmente unos patrones nuevos. A partir de ese día se pusieron de moda las túnicas de un solo hombro, con telas que caían hasta el suelo, de seda de gasa y de chifón, imitando los vestidos de las vestales de los templos. También Dessès se permitió la licencia de resaltar la estrechez de la cintura de Federica con un drapeado o un simple cordón de seda con borlas en los extremos.

Pero de día, la nueva mujer surgida de la guerra tenía un aire masculino, con hombreras y falda ajustadas —¡todavía faltaba un año para que Christian Dior deslumbrara con su New Look!—, y cuando Federica reclamó sombreros, Dessès accedió a hacerle un casquete con un velito que ocultaba los ojos, pero arrugó la nariz y decretó:

—Los sombreros están pasados de moda.

Y también:

—Mañana viene Alexandre, que tiene salón en Cannes, únicamente para peinar a la Begum. La va a atender en la peluquería Gervais. Yo, si estuviera en el lugar de su alteza, me pondría en sus manos.

Alexandre observó el peinado descuidado de Federica con disgusto y empuñó con ferocidad sus famosas tijeras de plata.

Federica le suplicó:

—Por favor, Alexandre, no me corte usted mi melena.

A lo que le contestó fríamente el peluquero:

—Madame, usted no puede decir a un cirujano qué debe amputar.

Sus bucles fueron cayendo al suelo. Los rizos cortos formaban ahora una aureola alrededor de un rostro que se había llenado de aristas y huecos que antes no existían, ¡había perdido su redondez y su encanto adolescente, pero resultaba más profundo e interesante! La mujer nueva es deportista, conduce su propio coche y no quiere estar pendiente de moños y horquillas.

Rosi «Dedos de Oro» Carita le depiló las cejas, le hizo la manicura y la pedicura y le aplicó la afamada Mascarilla de la Eterna Juventud, a base de crema montada y rosas cuyo componente secreto se guardaba en una caja fuerte de la Banque de France. Para terminar, le dio un masaje con aceites orientales que devolvió a su piel ese brillo lujurioso que su marido gustaba de acariciar interminablemente.

Una nube de Shalimar la inundó de la cabeza a los pies de un aroma a bergamota, rosa, jazmín, vainilla, naranja y lima. La indiscreta perfumista le dijo:

—Parece un perfume diseñado para usted: nació en el Taj Mahal y es para mujeres de un solo hombre.

Únicamente entonces Federica estuvo dispuesta a volver a su patria.

Mandó poner las decenas de piezas de Vuitton que había comprado en la cubierta del Nauvarinon, los baúles de la ropa, había una maleta solo para la lencería, y otra para los guantes largos bordados de Hermès, un enorme necessaire para las cremas de Helena Rubinstein que le habían traído desde Estados Unidos a precio de oro. ¡Sombrereras! ¡Incluso dos enormes maletones para sus abrigos de pieles!

La casa Vuitton agradeció de una manera tan especial este importante encargo en una época en que Europa estaba en ruinas, que años más tarde diseñó en honor a Federica una bolsa de viaje que bautizó con el nombre del dios griego del viento, Eolo.

Federica contemplaba orgullosa su equipaje; hasta Sofía se acercaba de vez en cuando a pasar la mano sobre la suave lona con su sutil anagrama de forma romboidal que brillaba tenuemente al sol de otoño. Cuando de pronto se desató una tormenta en el habitualmente tranquilo Mediterráneo y un golpe del oleaje empezó a arrastrar las maletas hacia el mar. ¡Federica y los niños intentaron detenerlas con sus propios cuerpos y estuvieron a punto de caerse también!

Maletas, baúles, necessaires, maletines, sombrereras. Los vieron precipitarse al mar uno a uno. Algunos se abrían y dejaban ir las filigranas que habían salido de las manos de Jean Dessès, el guardarropa más completo que había preparado nunca. Los camisones flotaban largo rato como medusas gigantescas y los guantes parecían manos de ahogados.

Federica, que llevaba cinco años de duro destierro sin que el destino le hubiera ahorrado ninguna penalidad y sin que nadie la hubiera visto llorar, se puso a gemir:

—Mira, el vestido de seda color champán con cola… los zapatos, el sombrero de Reboux, ¡el traje de montar!

Su marido la consoló:

—Las diosas se presentaban desnudas, Nausícaa cautivaba únicamente con sus canciones.

Consiguió hacerla reír, porque Freddy graznaba como una rana cuando quería cantar, pero ante la idea de presentarse desnuda delante de sus compatriotas no tenía la conciencia muy tranquila, ¡la verdad es que, sin decirle nada a su marido, se había comprado una prenda de baño de dos piezas que se llamaba biquini!

En septiembre de 1946 entraron en Grecia por el puerto de El Pireo. Una Federica que no había cumplido aún treinta años se abrazaba emocionada a su marido, que le susurraba al oído:

—Te quitaré tus arrugas a besos, una a una, agapi mou.

Con lo que Freddy se quedaba algo turbada, pues creía que con la Mascarilla de la Eterna Juventud se le habían borrado las odiosas huellas del tiempo. Sofía, que iba a cumplir ocho años, agarrada a la barandilla, contemplaba con asombro los colores de esta patria que se le había olvidado.

Y después, excitada, gritando, se giraba a Nursi para contarle su gran descubrimiento:

—¡Nursi! ¡Ya sé la tinta que usaba papá para escribirnos!

Distraída, Sheila, que estaba abrochando el abriguito de Tino, le preguntaba:

—Cuál, Sofía.

Y la niña señalaba con el dedo abajo, al agua azul tinta por la que navegaba Ulises, donde las sirenas cantaban:

—¡El mar! ¡El mar de Grecia!