2. Autoafirmación y fortalecimiento: la época de las guerras médicas

La sublevación jónica

En el año 499 a. C., Aristágoras de Mileto (ciudad del Asia Menor, en la actual Turquía) llegó a Atenas. Un año antes se había enemistado con su señor persa, debido al fracaso de una operación militar dirigida contra la isla de Naxos. A continuación había invitado a las otras ciudades griegas jónicas de la costa de Asia Menor a sublevarse contra los persas, que desde el 547 a. C. habían ampliado su zona de dominio a toda Asia Menor e incluso más allá de los Dardanelos, hasta Tracia y Macedonia. A pesar de que la rebelión se extendió como el fuego, Aristágoras necesitaba más apoyo. Por eso viajó hasta la madre patria, para hacer campaña en favor de la causa de los griegos de Asia Menor. Mientras que en Esparta solo halló rechazo, los atenienses se mostraron dispuestos a colaborar y decidieron enviar veinte naves de guerra.

Debieron confluir muchos factores en la decisión de los atenienses: desde hacía bastante tiempo, Persia había concedido la residencia en Asia Menor a Hipias, el derrocado tirano de Atenas, y apremiaba a los atenienses para que volvieran a admitirlo en Atenas. Esta presión no había hecho sino fortalecer aún más el resentimiento antipersa que se había despertado poco después del 508 a. C., cuando una petición de alianza de los atenienses había sido interpretada por el Gran Rey como un gesto de sometimiento. Pero el factor esencial que determinó la decisión ateniense de comprometerse en Asia Menor fue la conciencia de su propia valía militar y política, que con las victorias sobre Esparta, Beocia y Calcis había experimentado un notable impulso. A los atenienses se les sumó luego la Eretria eubea con otros cinco barcos más.

Evidentemente, la sublevación, que estalló de repente, cogió a los persas completamente desprevenidos, de forma que necesitaron una larga fase para movilizarse; entre tanto, el 498 a. C., los jonios sublevados —junto con los contingentes atenienses y eretrios— consiguieron avanzar hasta Sardes y destruir la ciudad. Pero en la retirada sufrieron una grave derrota en Efeso. No obstante, la sublevación se extendió y afectó a las regiones del Helesponto, a Licia, Caria y Chipre.

Al cabo de un año, Atenas y Eretria retiraron sus tropas, de forma que su intervención quedó reducida a una breve actuación extraordinaria y los enfrentamientos posteriores transcurrieron sin participación alguna de la metrópoli. Los rebeldes lograron aguantar tres años más. Pero el 494 a. C. selló el final de la sublevación jónica con el total exterminio de su flota en la pequeña isla de Lada, frente a Mileto, y la posterior conquista y destrucción de esta ciudad.

La catástrofe de Asia Menor trocó la confianza de los atenienses en sus propias fuerzas en una profunda inseguridad. En Atenas, el fracaso de la rebelión se vivió como una derrota propia. Era el primer gran descalabro político (exterior) de la reorganizada ciudadanía. Los atenienses dejaron clara esta sensibilidad cuando, en la primavera del 492 a. C., el poeta Frínico, con la tragedia La toma de Mileto (Milétu Hálosis), llevó a la escena la conquista persa de dicha ciudad, haciendo llorar a todos los presentes. Es más: el hecho de que con su obra recordase una desgracia «doméstica» hizo que se le impusiera al dramaturgo una elevada multa y se prohibiera su representación.

A los atenienses no les cabía la menor duda de que los persas maquinaban una venganza y no se darían por satisfechos con el mero restablecimiento de su antigua supremacía en Asia Menor.

Maratón y las consecuencias

En el verano del 493 a. C., cuando Milcíades el Joven llegó a Atenas huyendo de los persas, debió de parecer un emisario de futuras desgracias. Milcíades había tenido que renunciar a sus posesiones en la península tracia del Quersoneso, sobre las que había dominado casi durante un cuarto de siglo; también las pequeñas islas colonias de Lemnos e Imbros habían caído de nuevo en manos persas. Con todo ello, Atenas había perdido su importantísima posición en el Helesponto. Previendo la evolución futura que podían tomar los acontecimientos, y dados los permanentes enfrentamientos con la isla de Egina, Temístocles, arconte en funciones, forzó el año 493-492 a. C. la construcción del Pireo como nuevo puerto de Atenas e intentó conseguir un fortalecimiento duradero de la capacidad de combate de la flota ateniense. En ello debió de coincidir plenamente con Milcíades, que, tras su regreso a Atenas, fue subiendo escaños con rapidez hasta convertirse en dirigente político. Las divergencias entre ambos políticos en cuestión de política naval, defendidas por fuentes posteriores, son más que dudosas, ya que también Milcíades, a causa de sus experiencias de muchos años en el noreste del Egeo, debía de ser consciente de la importancia del potencial marítimo, máxime teniendo en cuenta que él mismo dirigiría pocos años después una gran empresa naval.

La situación se agravó todavía más en el 492 a. C., cuando ni siquiera se habían dado los primeros pasos en la nueva política naval. En una gran expedición marítima y terrestre, el jefe militar persa Mardonio, yerno de Darío el Grande, volvió a extender la esfera de influencia persa más allá de Tracia, hasta llegar a Macedonia, sometiendo también a la isla de Tasas. Y quizá el avance habría continuado hasta el interior de Grecia si la flota persa no se hubiera estrellado durante una tormenta contra el monte Athos; más de trescientos barcos resultaron destruidos y más de veinte mil hombres hallaron la muerte en el mar embravecido. Pero el fracaso del monte Athos no disuadió a los persas de proseguir una campaña de venganza y conquistar Grecia. En el 491 a. C., el Gran Rey planteó a los griegos un ultimátum conminándolos a través de enviados a que le entregasen tierra y agua como signo de sometimiento. Muchos estados obedecieron, pero los espartanos con sus aliados y los atenienses, que ya en una ocasión, tras la caída de la tiranía, habían rechazado un requerimiento similar de Darío, se negaron.

En Esparta y en Atenas los emisarios persas fueron incluso asesinados, vulnerando la ley de los embajadores. Así quedaban rotos todos los puentes y no existía otra salida que oponer resistencia. En la primavera del 490 a. C. los persas se armaron con gran aparato para la campaña contra Grecia. Para no volver a fracasar en el monte Athos, optaron ahora por una ruta marítima que cruzaba el Egeo en diagonal. Al mando de Datis y de Artafernes, una enorme flota persa, que transportaba más de veinte mil soldados y centenares de jinetes con sus caballos, navegó a través de las Cícladas en dirección a tierra firme griega. A bordo se encontraba también el anciano Hipias, a quien los persas, después de la victoria, pretendían volver a nombrar tirano y su sátrapa en el lugar.

Ante los aterrados ojos de los atenienses, los persas bordearon directamente la costa oriental del Ática y desembarcaron en la ciudad eubea de Eretria, de la que también querían vengarse por su participación en la sublevación jónica. Tras solo seis días de asedio, la poderosa y muy fortificada ciudad cayó y fue incendiada. Únicamente entonces comprendieron los atenienses con claridad lo que se les venía encima. Temiendo lo que se avecinaba, eligieron a Milcíades uno de sus estrategas, apostando por su experiencia de muchos años en la relación con los persas. Fue un cálculo que no se vería defraudado. A pesar de que el mando supremo le correspondía al polemarca Calímaco, Milcíades se convirtió en el protagonista decisivo.

Cuando, a finales del verano del 490 a. C., tras la destrucción de Eretria, la armada persa desembarcó en la costa de Maratón, situada justo enfrente de Eubea, fue Milcíades quien, en su calidad de portavoz, impuso en la asamblea popular la decisión de partir ese mismo día con todo el ejército para enfrentarse a los persas en Maratón. Al mismo tiempo envió un mensajero urgente a Esparta con la noticia del desembarco de los persas y la apremiante petición de rápida ayuda.

Los persas habían acampado en la parte nororiental de la amplia bahía de Maratón. Los atenienses se situaron al sur, donde las estribaciones de la cordillera del Pentélico se aproximan mucho al mar y solo dejan un paso muy estrecho en la ruta hacia Atenas. Ese escenario era el más propicio para cerrar el paso a los persas. Los ejércitos permanecieron varios días frente a frente, sin que ninguno se atreviese a presentar batalla. De nuevo parece que fue Milcíades quien logró convencer que esperasen a sus indecisos compañeros estrategas, que temían una batalla campal.

Para los persas ese tiempo era peligroso, ya que sabían que podían llegar tropas de socorro espartanas. Por eso se decidieron al fin a presentar combate y marcharon contra los atenienses, que habían obtenido refuerzos con una leva militar procedente de la beocia Platea. A pesar de la superioridad numérica, los persas no resistieron el contraataque y fueron rechazados hasta sus barcos con graves pérdidas. Al parecer, en la batalla fallecieron 6.400 persas, mientras que los atenienses solo tuvieron que lamentar 192 muertos. Los persas, sin embargo, lograron salvar la mayor parte de su flota y poner a salvo en los barcos al grueso de su ejército. Un intento de atacar Atenas directamente desde el este, tras rodear el Ática, fue desechado, pues las tropas atenienses habían regresado de Maratón a marchas forzadas y habían vuelto a apostarse junto a la ciudad. La flota persa se retiró a Asia Menor sin haber conseguido nada.

Indudablemente, los atenienses sabían que la victoria de Maratón no significaba ni mucho menos haber superado definitivamente el enfrentamiento con los persas. Pero el inesperado éxito no solo fortaleció la conciencia de su propia valía y la confianza en sus propias fuerzas, sino que les procuró un gran prestigio en el mundo griego. A los espartanos que, debido a una festividad religiosa, no habían podido salir antes y habían llegado a Atenas poco después de la batalla, los atenienses les presentaron, llenos de orgullo, el campo de batalla, en el que erigieron para sus caídos un alto túmulo. En Delfos y Olimpia ricas ofrendas procedentes de Atenas proclamaron la gesta gloriosa de Maratón, cuyo recuerdo no se cansaron de mantener vivo los atenienses para subrayar en el futuro la justicia de su hegemonía, basándose en la salvación de toda Grecia de la amenaza de los «bárbaros».

Los persas no debieron de valorar en tanto su derrota, puesto que no solo mantenían su esfera de influencia en Tracia y Macedonia, sino que también habían extendido su poder al mundo insular del Egeo. En realidad era solo una mera cuestión de tiempo que volvieran a intentar someter la tierra firme griega. En cambio, los atenienses, eufóricos por la victoria, se atrevieron a oponerse a tales ambiciones de poder y decidieron pasar ellos mismos a la ofensiva. En la primavera siguiente, Milcíades, cuyo consejo ahora era mucho más solicitado tras su victoria en Maratón, logró convencer a los atenienses de emprender una campaña bélica contra la isla de Paros con la promesa de un rico botín. A juzgar por lo que sabemos, él tenía además una vieja cuenta personal que saldar con los parenses. Sin embargo, el ataque contra Paros respondía también a los intereses generales de Atenas, ya que la presencia persa en las Cícladas, justo ante sus propias puertas, constituía una amenaza permanente.

Los atenienses confiaban también en recobrar su influencia en el norte del Egeo, perdida a finales de los años noventa. Así pues, aprobaron los planes de Milcíades y le facilitaron dinero, soldados y la mayor flota ateniense que se había hecho a la mar hasta entonces: los setenta barcos del contingente eran el triple de los que se habían enviado el 498 a. C. para apoyar la sublevación de los griegos de Asia Menor.

Pero esta vez las elevadas expectativas de los atenienses se vieron amargamente defraudadas. Tal vez Milcíades lograse ganar para Atenas algunas de las Cícladas menores, pero al cabo de veintiséis días tuvo que suspender sin éxito el asedio de Paros y regresar a Atenas con las manos vacías. El carisma del «vencedor de Maratón» había sufrido un duro golpe y la euforia de los atenienses se disipó como por ensalmo. Sus enemigos políticos, aprovechando el momento propicio, entablaron un proceso por alta traición, exigiendo incluso la pena de muerte, de la que Milcíades se libró por los pelos; poco después falleció a consecuencia de una herida sufrida durante el asedio de Paros. En el proceso contra Milcíades se le había reprochado al fracasado estratega haber engañado al pueblo. Esta acusación es una prueba de la incrementada conciencia de la propia valía y de las exigencias de una ciudadanía ática que ya no estaba dispuesta a secundar sin condiciones a sus dirigentes políticos. El proceso del 489 a. C. contra Milcíades marcó el comienzo de enconados enfrentamientos políticos que iban a dominar la década comprendida entre Maratón y Salamina. Se reavivó la lucha de algunos individuos y grupos por lograr la influencia dominante; pero ahora ya no se trataba de imponer los intereses de poder de una persona. El régimen de Clístenes, que constituía la base —incluso en el ámbito institucional— para los procesos de decisión políticos, forzaba una política más orientada a temas objetivos y perspectivas programáticas. Así, la cuestión de si mantener y ampliar o abandonar este nuevo orden, fue objeto de debate tanto como la cuestión de las relaciones con la gran potencia persa, y también con la vecina isla de Egina, la vieja rival de Atenas justo a las puertas del Pireo. También se mezclaron variopintos aspectos de política interior y exterior, de forma que a quienes se pronunciaron a favor de un arreglo con Persia se les tildó de profesar, el credo de la tiranía; y viceversa, a los seguidores de los Pisistrátidas que todavía permanecían en Atenas se les imputó una actitud favorable a los persas, lo que no era de extrañar si se recuerda que los persas habían concedido asilo al viejo tirano Hipias.

Fragmentos de cerámica (ostraka) con los nombres de Arístides, Conón y Temístocles. Foto: Archiv für Kunst und Geschichte, Berlín.

La década de los ochenta se convirtió en la prueba de fuego de la organización isónoma de Atenas creada por Clístenes. En el ambiente acalorado de las pugnas políticas, el procedimiento del ostracismo se convirtió en el principal instrumento regulador. Fue en esta época cuando este procedimiento pasó del consejo de los quinientos a manos del conjunto de la ciudadanía, que consiguió con ello una importante baza de intervención política. Entre el 487 y el 482 a. C. fueron sometidos al ostracismo año tras año y desterrados de la escena política importantes políticos: entre ellos Jantipo, padre de Pericles, y Arístides, que más tarde sería uno de los cofundadores de la supremacía ateniense. Si consideramos que una votación exitosa estaba vinculada a un quórum de un mínimo de 6.000 votos, esto evidencia la amplia participación de la ciudadanía y la intensidad con la que se luchaba en Atenas por el sistema político.

Hubo otras innovaciones políticas que fortalecieron el potencial democrático del orden trazado por Clístenes: desde el 487 a. C. los nueve arcontes ya no fueron elegidos, sino sorteados entre los cien candidatos que proponía cada «demos». Al mismo tiempo, el arconte polemarca perdió el poder del mando militar, que pasó a manos de los diez estrategas, mientras que a él mismo solo le quedaron competencias para organizar las celebraciones conmemorativas en honor de los caídos de guerra y para desempeñar funciones judiciales en el ámbito del derecho de extranjería. La arbitrariedad del procedimiento del sorteo disminuyó la importancia política del colegio de arcontes y, a largo plazo, la del Areópago, que estaba integrado por los antiguos arcontes. En cambio se fortaleció la posición de los estrategas, que en lo sucesivo serían elegidos anualmente por asamblea popular. Como aquí sí que era posible la reelección ilimitada, el cargo de estratega fue evolucionando hasta convertirse en una posición clave dentro del estado ateniense, desde la que se ejercer la política global, mucho más allá del ámbito militar. Estos cambios institucionales, cuyo alcance no llegaron a vislumbrar los atenienses en ese momento, constituyeron importantes hitos para el posterior desarrollo del régimen ateniense y fortalecieron el peso del conjunto de la ciudadanía en el proceso de decisión política. Todo hace suponer que uno de los protagonistas de esta evolución fue Temístocles.

Aunque las fuentes no señalan relación directa alguna entre su persona y las modificaciones legales de los años ochenta, su nombre aparece con mucha frecuencia en los fragmentos que fueron utilizados en aquella época para el ostracismo y que se han hallado en gran número en las excavaciones arqueológicas de Atenas. En estas votaciones de ostracismo, en las que Temístocles logró imponerse siempre frente a todos sus rivales, estaba también en juego el rumbo de la política exterior de Atenas, en la que, según nuestras fuentes, Temístocles ejerció un influjo decisivo.

Durante la primera mitad de los años ochenta, una nueva escalada en el conflicto con la isla de Egina relegó a un segundo plano las tensiones entre atenienses y persas. Dado que Daría el Grande, y a su muerte (486 a. C.) su sucesor Jerjes, estaban retenidos por sublevaciones en el interior de su reino, a los atenienses en principio no les amenazaba un peligro inminente por parte persa. Pero la isla de Egina suscitó una guerra que muy pronto hizo ver claramente a los atenienses su inferioridad militar en el mar. A pesar de la victoria de Maratón, era cada vez más evidente que un ejército terrestre tradicional no permitía alcanzar ni a los habitantes de Egina ni a los persas. Impresionado por la creciente influencia de los persas sobre el Egeo y por la pérdida consiguiente de las esferas de influencia ática en el Helesponto, Temístocles ya había abogado, siendo arconte en el 493-492 a. C., por un urgente incremento del poderío naval ateniense y por la elección del Pireo, con sus tres grandes bahías protegidas, como nuevo puerto. A la vista de la guerra naval con Egina, una isla situada justo delante de la costa ática, y del peligro persa en ultramar, Temístocles volvió a hacer todo lo posible para ganar a los atenienses a sus viejos planes navales.

En la segunda mitad de los años ochenta la situación se agudizó. Estabilizada de nuevo la situación en el interior del reino persa, el Gran Rey Jerjes, a partir del 484 a. C., inició los preparativos de una nueva campaña contra Grecia. Hizo construir un gran canal que atravesaba la península de Athos para facilitar el paso de la flota, visto que en el 492 a. C. la armada persa se había deshecho ante la punta meridional, difícil de rodear. Y para el avance más rápido y sin fricciones del ejército de tierra se erigieron puentes en los Dardanelos y se instalaron almacenes de avituallamiento hasta en el interior de Macedonia. Todos estos enormes preparativos armamentísticos de los persas tuvieron que gravitar como una sombra ominosa sobre la política cotidiana de Atenas.

Así que fue una suerte que, en el 483 a. C., se lograran explotar nuevos y productivos yacimientos de plata en los territorios mineros del Ática meridional (Laureion), que produjeron a los atenienses grandes superávit financieros. Temístocles puso ese superávit, que hasta entonces se había distribuido siempre entre todos los ciudadanos, a disposición de la asamblea popular y mandó que se aprovechase el dinero para construir doscientos barcos. El núcleo de esta nueva flota ateniense eran los trirremes. La forma de combate de estos barcos de guerra rápidos y de fácil manejo, de 37 metros de longitud y solo 5,5 de anchura, consistía en poner fuera de combate o hundir los barcos enemigos con un espolón de bronce en la proa. Lo importante con ellos era maniobrar hábilmente y alcanzar una gran velocidad. Todo dependía de los remeros, que tenían que estar bien sincronizados, para lo que debían entrenarse constantemente. Con el correr del tiempo, los atenienses iban a alcanzar en esto una insuperable perfección, y su flota se convertiría en la columna vertebral de la política de dominio ateniense durante los siglos V y IV a. C.

En los años ochenta, sin embargo, Temístocles todavía tenía que imponer su programa de construcción de la flota frente a una enconada oposición: seguramente entonces se escucharon reproches como los que más tarde formuló Plutarco, empleando una cita de Platón (Nomoi 706 c): «Temístocles convirtió a hoplitas en marineros y gente de mar, arrebatando con ello a sus conciudadanos de las manos el escudo y la lanza y sentando al banco de los remeros al pueblo de Atenas». Tras estos reproches se escondía el cambio político que implicaba la decisión ateniense de apostar militarmente por la flota. Porque lo que aquí se trataba no era únicamente el fortalecer un nuevo tipo de arma. Dado que cada trirreme tenía una dotación de 170 remeros y una tripulación de 30 hombres, la construcción de la flota ateniense iba exigir un contingente humano que superaba con creces el que se reclutaba para el servicio militar.

La integración de todos estos ciudadanos en el potencial defensivo ático hacía que este, que así duplicaba su fuerza, aumentase también su peso político. En vista de la estrecha unión que había en la Antigüedad entre organización militar y estatal, las implicaciones políticas del programa de Temístocles de construir la flota no debieron de pasar inadvertidas, aunque tal vez no se previeran todas sus consecuencias. Quizá Temístocles opinaba que el fortalecimiento del conjunto de la ciudadanía abría una nueva oportunidad política a Atenas, pero también a sí mismo, de ahí que pueda considerársele también el auténtico iniciador de las transformaciones legales de los años 487-486 a. C., que marcaron una profunda reorientación.

La segunda prueba de eficacia

A finales del verano del 481 a. C., hasta el último escéptico debía de tener claro que una nueva confrontación con Persia era inminente. Los persas habían concluido sus preparativos de varios años para la guerra y habían reunido en Sardes un ejército de más de cien mil hombres; además, una flota de más de seiscientos barcos se estaba congregando en las costas de Asia Menor.

Jerjes repitió el juego de su padre, Darío, y mandó enviados a los estados griegos exigiendo agua y tierra en señal de sometimiento. Aunque los atenienses y espartanos quedaron excluidos de esta delegación diplomática, ya que diez años antes habían asesinado a los emisarios de Darío, en adelante no existió la menor duda de las intenciones persas. Los demás estados griegos reaccionaron de manera muy distinta, al igual que en el 491 a. C. Una vez más se pusieron de manifiesto la desunión y los diversos intereses en la tierra griega. Vastas zonas del norte y centro de Grecia, incluyendo el oráculo de Delfos y la mayor parte de las islas, pero también algunos estados del Peloponeso, tomaron partido por los persas, o al menos adoptaron una actitud de benévola neutralidad frente a ellos. Fueron apenas 30 los estados que, por iniciativa de Atenas y bajo el mando de Esparta, se congregaron en Corinto para formar una alianza defensiva contra los persas. Además de Atenas y Esparta junto con sus aliados del Peloponeso, al principio solo pertenecían a esta «Liga Helénica», unida por un juramento común, unas pocas polis del centro de Grecia y de las Cícladas; a ella se sumó también la isla de Egina, que dejó a un lado sus disputas con Atenas. Por el contrario, la ayuda esperada de la siciliana Siracusa y de Corcira nunca llegó.

A la vista del enorme destacamento militar que en la primavera del 480 a. C. avanzaba por mar y por tierra hacia Grecia desde Asia Menor a lo largo de la costa de Tracia y Macedonia, las perspectivas de rechazar con éxito a los persas no debían parecer halagüeñas. El plan inicial de cerrar el camino a los persas en la frontera norte de Tesalia, en el estrecho desfiladero del valle del Tempe, se abandonó enseguida, pues las posiciones griegas en ese punto eran demasiado fáciles de rodear. La idea de retirarse hasta el istmo de Corinto se desestimó, porque no se quería ceder Atenas a los persas sin lucha. Así que se erigió en la Grecia central una línea defensiva, cerrando el rey Leónidas de Esparta el istmo en las Termópilas con un contingente relativamente pequeño de unos 7.000 hombres. Y, al mismo tiempo, se bloqueó la ruta marítima en el cabo Artemision, situado en la punta norte de Eubea, con 271 trirremes, de los que Atenas aportó más de la mitad al mando de Temístocles.

La Liga Helénica se decidió por la ofensiva en el mar, mientras que por tierra optó más bien por situarse a la defensiva. El conflicto, sin embargo, se decidió en las Termópilas, después de que los persas lograran rodear el desfiladero por un atajo con ayuda de un traidor griego. La derrota del espartano Leónidas en las Termópilas supuso al mismo tiempo el final de las enconadas batallas navales que se venían desarrollando desde hacía días junto al cabo Artemision: como la flota griega corría el peligro de que le cortasen la retirada, navegó a toda prisa hacia el sur a lo largo de la costa occidental de Eubea para volver a formar en Salamina. Al mismo tiempo el ejército terrestre de la Liga Helénica se reunió en el istmo de Corinto, que intentó protegerse del inminente ataque construyendo un muro adicional.

Los persas tenían ahora el paso libre hacia Grecia central: el Ática estaba indefensa y a su merced. Se cumplían así los peores temores de los atenienses. La consternación, el duelo y el espanto cundieron por doquier. Y fue de nuevo Temístocles quien pidió a los atenienses casi lo imposible, convenciéndolos de que se lo jugasen todo a una carta y buscasen la salvación en la batalla naval. Para defenderse del peligro imparable que se avecinaba, se tomó la decisión de abandonar casas y granjas y trasladar fuera del país a toda la población del Ática. Todos los hombres capaces de combatir fueron movilizados en los barcos de guerra y las mujeres, los niños y los ancianos fueron trasladados a Salamina, Egina y Trecena.

Entre tanto, las tropas persas saqueando e incendiando, llegaron hasta el Ática, que, indefensa, cayó fácilmente en sus manos. Los persas habían jurado venganza por el incendio de los santuarios de Sardes durante la sublevación jónica y se tomaban ahora amarga revancha con la destrucción sistemática y total del Ática, y sobre todo de Atenas. Indefensos y forzados a la inactividad, los atenienses tuvieron que contemplar desde sus refugios en el golfo Sarónico cómo su ciudad era incendiada y su tierra devastada. Jamás, ni antes ni después, se verían expuestas Atenas y el Ática a semejante furia destructora.

Mientras tanto, la flota persa había llegado a la bahía de Faleron; justo al sur del Pireo y a la vista de Salamina, donde estaba anclada la flota griega que entre tanto había aumentado hasta más de 370 trirremes, más de la mitad de las cuales los aportaban los atenienses. Cuando los persas entraron en el estrecho y ocuparon la pequeña isla de Psytaleia, situada delante de Salamina, Temístocles sólo con mucho esfuerzo logró mantener quietas en Salamina a las embarcaciones griegas situadas bajo el mando supremo del espartano Euribíades. Temístocles se había dado cuenta de las ventajas estratégicas que ofrecían las aguas entre Salamina y la tierra firme ática y atrajo a los barcos persas a una trampa. Cuando en los últimos días de septiembre del 480 a. C., estos pasaron a la ofensiva y penetraron más profundamente en el delgado estrecho, los maniobrables trirremes griegos demostraron su ventaja, ya que los barcos persas, más grandes y pesados, no tenían posibilidades de desenvolverse. Se desencadenó una encarnizada batalla naval que duró un día, y cuyo transcurso describió de manera impresionante el poeta Esquilo, que participó personalmente en los combates, en su tragedia Los persas, representada ocho años después.

A pesar de la tremenda derrota, una parte de la flota persa logró retirarse a Asia Menor y reagruparse en Samas. El Gran Rey Jerjes huyó a Sardes por tierra, pero dejó a su ejército en Grecia al mando de Mardonio. Como el Ática estaba completamente destruida, las tropas persas instalaron sus cuarteles de invierno en Tesalia. Ahora bien: sin el apoyo de su flota, la situación del ejército terrestre persa era muy precaria, máxime teniendo en cuenta que la relación militar de fuerzas ahora estaba hasta cierto punto igualada.

En vista de esta situación, los persas concentraron todos sus esfuerzos en intentar dividir a la Liga Helénica y, sobre todo, desgajar a Atenas del frente antipersa. Estos intentos tenían ciertas probabilidades de éxito, pues los aliados se mostraban poco dispuestos a cruzar la frontera del istmo para proteger de un nuevo ataque persa a los atenienses que habían regresado a su patria. Además, la oferta que difundieron los persas era muy atractiva: suspensión de todas las hostilidades, liberación del Ática y garantía de plena libertad política. Además, prometían a los atenienses cualquier ampliación deseada de su territorio y ayuda para reconstruir los santuarios destruidos. A pesar de encontrarse en una situación desesperada, los atenienses rechazaron con decisión la oferta persa y, a principios de la primavera, huyeron de su patria por segunda vez. Lo que no había sido destruido en el Ática el 480 a. C., fue arrasado en la devastación del 479.

Por fin los atenienses, con grandes esfuerzos, lograron convencer a sus aliados de emprender una intervención militar conjunta. Bajo el mando supremo del espartano Pausanias, todo el ejército avanzó contra las tropas de Mardonio, que se vio obligado a retirarse a Beocia. Varias semanas duraron las operaciones militares en la llanura de Platea, hasta que se produjo la batalla decisiva en la que el ejército persa sufrió una aplastante derrota.

La victoria sobre los persas se completó con la aniquilación, más o menos simultánea, de los restos de la flota persa en la península de Micala, situada frente a Samos. Ya en la primavera del 479 a. C. había sido enviada al Egeo, a instancias de Temístocles, una escuadra griega al mando del espartano Leotíquides. Al principio, los griegos no estaban dispuestos a atacar a los persas y, para proteger a la metrópolis, se limitaron a avanzar hasta Delos. Sin embargo, tras muchas vacilaciones, terminaron por ceder al apremio sobre todo de los samios y, al pie de los montes de Micala, atacaron con éxito a las fuerzas terrestres y marítimas persas allí atrincheradas.

Este ataque más allá del Egeo supuso un punto de inflexión en la política de la Liga Helénica. Habían pasado de la defensiva a la ofensiva. Esto implicaba preguntarse por los objetivos políticos de la Liga, que en realidad solo se había creado para rechazar los ataques persas. Ahora, sin embargo, se veía obligada a afrontar las expectativas de las ciudades griegas de la costa de Asia Menor y de las islas que se extendían ante ella, que abandonaban en serie a los persas confiando en que la Liga Helénica protegería su libertad.

Pero cuando se discutió en Samos la solicitud de ingreso de esos estados en la Liga Helénica, se pusieron claramente de manifiesto las diferentes opiniones de los coaligados sobre su futuro: los espartanos se opusieron categóricamente a cualquier compromiso militar en el Egeo y abogaron por un traslado a la metrópoli de todos los griegos de Asia Menor. Los atenienses, por el contrario, defendieron con energía el mantenimiento y protección de las ciudades griegas de Asia Menor. El resultado de esta «Conferencia de Samos» fue un compromiso: los estados insulares fueron admitidos en la Liga, pero la relación con las ciudades costeras quedó en el aire.

Ahora bien, los atenienses no se dieron por satisfechos con esta solución, por lo que se ofrecieron a las polis de Asia Menor como potencia protectora. Hasta entonces, ellos siempre se habían sometido al mando supremo de los espartanos, a pesar de haber soportado la carga principal de las guerras persas y de que los contingentes atenienses —sobre todo en el mar— habían sido esenciales en la movilización militar total de la Liga Helénica. Pero ahora emprendían su propio camino. Mientras Leotíquides regresaba a Grecia con la escuadra del Peloponeso, los atenienses, apoyados por los griegos de Jonia y del Helesponto, sitiaron con éxito la guarnición persa de Sestos en el invierno del 479-478 a. C. Esta acción constituyó el germen del que apenas un año después nacería un vasto sistema de alianzas que constituiría la base del poderío ateniense a lo largo del siglo V.

El transcurso de la Conferencia de Samos y el sitio de Sestos fueron también los primeros signos del incipiente antagonismo entre Atenas y Esparta. Los éxitos en las guerras persas fortalecieron la autoestima de los atenienses, y su intervención desinteresada a favor de la causa común griega les granjeó un enorme prestigio entre los demás helenos. Los atenienses supieron aprovechar este estado de ánimo para emanciparse de Esparta y extender su campo de acción político. Esto se puso de manifiesto ya en 479-478 a. C., inmediatamente después de la expulsión de los persas, cuando los atenienses, en contra de la explícita voluntad de Esparta, rodearon su ciudad y el Pireo con murallas y comenzaron a convertirla en un firme bastión. Primero dieron largas a los espartanos reacios y luego los situaron ante hechos consumados. Ninguno de los dos estados quería llegar todavía a una ruptura abierta; pero —como escribiría el historiador ateniense Tucídides en su obra sobre las guerras del Peloponeso— había nacido «una secreta desavenencia».

A la búsqueda de la hegemonía

El semestre de invierno del 478-477 a. C. trajo consigo un cambio político. Una flota griega al mando del espartano Pausanias había logrado arrancar a Chipre y a Bizancio del dominio persa. Pero la conducta despótica y ávida de gloria que manifestó Pausanias en Bizancio fortaleció el resentimiento antiespartano de los griegos jónicos que, junto con los atenienses, habían tenido una participación decisiva en el éxito de la expedición naval del 478 a. C. Ya un año antes, los debates y decisiones de la Conferencia de Samos habían puesto en evidencia el escaso interés de Esparta por la suerte de los griegos de Asia Menor. Ahora, la conducta de Pausanias, que se comportó como un déspota persa, no hizo sino corroborar esta opinión. Entonces los griegos jónicos, sobre todo los poderosos estados insulares de Quíos y Samos, forzaron la cesión del mando supremo al ateniense Arístides, que dirigía los contingentes navales áticos.

Arístides, como muchos de los condenados al ostracismo en los enfrentamientos políticos de los años ochenta, había regresado a Atenas en el curso de una amnistía general y, desde entonces, se había destacado en la lucha contra los persas. Ahora aprovechó el puesto que se le ofrecía para construir un sistema de alianzas con Atenas completamente nuevo, con estructuras organizativas mucho más firmes de las que había poseído la Liga Helénica. Estas alianzas las fundamentó en los tratados bilaterales que Atenas había concertado, por tiempo indefinido, con numerosos estados insulares y costeros del Egeo. Dichos tratados obligaban a prestarse ayuda mutua y a reconocer a «los mismos amigos y enemigos»: y aunque esta cláusula se refería en principio solo a los persas, dejaba abierta la posibilidad para un nuevo sistema de alianzas. Ahora los atenienses, a los que se concedió el mando supremo por tierra y por mar, disponían de un instrumento de poder que, llegado el caso, podrían dirigir también contra otros enemigos.

La columna vertebral de la alianza la constituían las cuotas de los miembros (phóroi) que afluían a una caja de la liga, y que, administradas por diez tesoreros atenienses (hellenotamíai), se destinaban a la construcción y mantenimiento de la flota aliada. Pero estos pagos solo tenían que satisfacerlos en efectivo los aliados que fueran incapaces de facilitar su propio contingente de barcos, y así lo hicieron Tasos, Quíos, Samos y alguna otra potencia naval, al menos durante los años iniciales de la alianza. Arístides había fijado estos impuestos anuales en 460 talentos; dicha suma equivalía casi a 12.000 kilos de plata y a más de cinco millones de jornales de un artesano ateniense, una cantidad colosal, aunque menor que el tributo que la satrapía persa de Asia Menor tenía que entregar todos los años al Gran Rey. La caja de la alianza se depositó en el santuario de Apolo en Delos, considerado un centro de culto por todos los griegos jónicos, y allí se reunía también la asamblea de la alianza, en la que cada estado miembro disponía de un voto aunque, de hecho, Atenas la dominó desde el principio, ya que, con los votos de los aliados «menores», conseguía siempre la mayoría sobre las «potencias centrales». Además de que disponía del mayor potencial militar, con diferencia.

Lo que Arístides puso en marcha el 478- 477 a. C. se conoce hoy comúnmente como la «Liga naval ática» o —atendiendo a su núcleo— «Liga naval delo-ática». Sigue siendo dudoso si su fundación supuso al mismo tiempo la disolución de la Liga Helénica, o si esta siguió existiendo al menos formalmente hasta que en el 461 a. C. se consumó la ruptura definitiva entre Esparta y Atenas. Lo cierto es que, por aquel entonces, los espartanos ya habían cedido por entero a los atenienses y a su nueva liga naval la contención del todavía amenazador peligro persa y la liberación y protección de las ciudades griegas de Asia Menor.

Durante las dos décadas siguientes la política ateniense estará indisolublemente unida al nombre de Cimón, hijo de Milcíades, el vencedor de Maratón. Él eclipsó con creces a todos los demás políticos que hasta entonces habían destacado en la lucha contra los persas. Mientras que, en los años sucesivos, Arístides, el arquitecto de la Liga naval, perdió influencia con la misma rapidez que Temístocles, que a finales de los años setenta incluso fue condenado al ostracismo y que, tras largos extravíos, iba a hallar al fin refugio en Asia Menor... y con el Gran Rey persa.

Cimón influenció tanto la política exterior ateniense de los años setenta y sesenta, que este periodo se conoce todavía hoy como la «era cimónica». Condujo a la Liga naval de victoria en victoria: la última guarnición persa en tierra firme europea fue expulsada de Eion Tracia, y la ofensiva contra los persas se llevó incluso hasta Caria y Licia. El punto culminante de las acciones militares de Cimón fue la completa aniquilación de una fuerza armada combinada (terrestre y marítima) en la desembocadura del Eurimedonte en Panfilia durante la primera mitad de los años sesenta. Esto acabó definitivamente con todos los intentos persas de lanzar una contraofensiva.

El auténtico impulso de la política de la liga naval ateniense iba dirigido sobre todo contra Persia. Pero ya las primeras empresas pusieron claramente de manifiesto una estrecha imbricación con marcados intereses particulares de Atenas. El establecimiento de colonias atenienses en Eion (476 a. C.) y después, sobre todo, la conquista de la isla de Skyros (475 a. C.) situada al este de Eubea, y la incorporación forzosa a la liga naval de la ciudad de Caristos, situada al sur de Eubea (470 a. C.), sirvieron claramente para ampliar la esfera de influencia ateniense. La creación de una colonia en Skyros fue el último eslabón de una cadena de islas-colonia de los atenienses, que llegaba hasta el Helesponto y aseguraba a ruta del comercio marítimo hacia el mar Negro, de vital importancia para la ciudad. Con Caristos, Atenas obtenía una plaza estratégicamente muy importante para el control del sudeste del Egeo.

Como los atenienses se servían cada vez más de la Liga naval para imponer sus propios intereses, era previsible que a largo plazo surgieran conflictos con los aliados, aun cuando estos carecían en principio de alternativa a Atenas. Esto cambió cuando, tras la doble batalla de Eurimedonte, la amenaza persa quedó conjurada, con lo que parecía haberse alcanzado la auténtica finalidad de la liga naval. Una sublevación de Naxos (467-466 a. C.), finalmente fallida, evidenció el malestar de algunos aliados por la hegemonía de Atenas. Un año más tarde también se rebeló la isla de Tasas, aunque apenas tres años después se consiguió volver a obligarla a entrar en la Liga naval. Ambos estados tuvieron que entregar su flota y pagar en adelante elevados tributos a la caja de la Liga naval. El duro proceder de los atenienses no dejó ya ningún resquicio de duda sobre la decisión de Atenas de no renunciar a la Liga naval como instrumento decisivo para imponer sus ambiciones de poder.