CAPÍTULO 6
Alto voltaje
Una mañana, mi compañera de AO Little Janet me buscó y me dijo:
—¡Ya tenemos trabajo!
Me habían asignado al taller eléctrico, en el Servicio de Construcción y Mantenimiento (SCM). Me sentí decepcionada. ¿Por qué no podía enseñar, alimentar las mentes hambrientas de las oprimidas, que esperaban a ser liberadas, literalmente?
El programa obligatorio del DEG había sido clausurado temporalmente. Las dos aulas estaban invadidas por un virulento y tóxico moho que se introdujo en libros de texto, paredes y muebles, y que enfermó a muchas personas. Parece que las profesoras internas pasaron unas muestras de contrabando a una persona ajena para que las analizaran y presentaron una queja. La profesora titular se puso del lado de las presas, para gran enfado de la dirección de la prisión. Las estudiantes se alegraron mucho de aquel cierre, ya que la mayoría de ellas no querían asistir a aquellas clases. De modo que me tocó la electricidad.
Al día siguiente, Little Janet y yo seguimos a las demás trabajadoras del SCM, un helado día de marzo, hasta un enorme autobús escolar blanco aparcado detrás del comedor. Después de un mes atrapada en los confines del campo, el viaje en autobús fue realmente jubiloso. Dimos toda la vuelta a la ICF y nos depositaron en medio de un conjunto de edificios bajos. Eran los talleres del SCM —garaje, fontanería, seguridad, construcción, carpintería, jardinería y electricidad—, cada uno en su propio edificio.
Janet y yo entramos en el taller eléctrico, parpadeando ante la repentina oscuridad que encontramos allí. El suelo era de cemento y había unas cuantas sillas, muchas de ellas rotas; en el centro se encontraba un escritorio con un televisor encima, y unas pizarras donde alguien llevaba un calendario mensual grande a mano, tachando los días. Había también una nevera y un microondas, y una planta de aspecto debilucho en una maceta. Un cubículo totalmente enjaulado y brillantemente iluminado contenía las herramientas suficientes para abastecer una ferretería pequeña. En la oficina cerrada, la puerta estaba llena de pegatinas de un sindicato. Mis compañeras presas se sentaron en todos los asientos útiles. Yo me senté en el escritorio, al lado del televisor.
Se abrió la puerta de golpe.
—Buenos días —entró un hombre alto, barbudo, con los ojos saltones y gorra de camionero, y se metió en el despacho. Joyce, que era bastante amiga de Janet, dijo:
—Es el señor DeSimon.
Diez minutos más tarde, el señor DeSimon salió del despacho y pasó lista. Nos iba mirando a todas a medida que leía nuestros nombres.
—La auxiliar os explicará las normas del cuarto de herramientas —dijo—. Si rompéis las normas, iréis a la UHE —y se volvió a meter en el despacho.
Todas miramos a Joyce.
—Pero ¿vamos a hacer algún trabajo?
Ella se encogió de hombros.
—A veces sí, a veces no. Depende de su estado de ánimo.
—¡Kerman! —pegué un salto. Miré a Joyce.
Ella me miró con los ojos muy abiertos.
—¡Ve! —susurró.
Me acerqué a la puerta del despacho con precaución.
—¿Sabes leer, Kerman?
—Sí, señor DeSimon, sé leer.
—Bien. Lee esto —dejó un manual encima de su mesa—. Y tus compañeras convictas que son nuevas también deben leerlo. Os haré un examen.
Salí otra vez del despacho. El tocho era un curso básico de electricidad: energía eléctrica, corriente eléctrica y circuitos básicos. Pensé un momento en los requisitos de seguridad del trabajo y miré a mis compañeras con una cierta preocupación. Había un par de veteranas, como Joyce, que era filipina y muy sarcástica. Todas las demás eran nuevas, como yo: además de Little Janet estaba Shirley, una italiana muy nerviosa que parecía temer que la apuñalasen con un cuchillo improvisado en cualquier momento; Yvette, una amable portorriqueña que iba por la mitad de su condena de catorce años y, sin embargo, todavía no sabía más que diecisiete palabras en inglés (como máximo); y Levy, una diminuta judía franco-marroquí que aseguraba que había asistido a la Sorbona.
A pesar de lo que presumía de su educación en la Sorbona, Levy resultó ser una inútil total en nuestros estudios eléctricos. Pasamos varias semanas estudiando aquellos manuales (bueno, algunas lo hicimos), y luego nos hicieron una prueba. Todo el mundo copió y compartió las respuestas. Yo estaba convencida de que no habría repercusiones aunque suspendiéramos aquel examen o nos cogieran copiando. Todo aquello me parecía absurdo: no iban a despedir a nadie por incompetencia… Sin embargo, el simple instinto de conservación exigía que leyese y recordase las explicaciones de cómo controlar la corriente eléctrica sin freírme. No pensaba acabar despatarrada en el suelo de linóleo con mi traje de poliéster caqui y un cinturón de herramientas sujeto a la cintura.
Un día de nieve, justo una semana más tarde de que nos presentásemos en el taller eléctrico, después de comer encontramos a DeSimon haciendo tintinear las llaves de la furgoneta grande del taller.
—Kerman… Riales… Levy. Subid a la furgoneta.
Entramos tras él. La furgoneta bajó una colina, pasó junto a un edificio que albergaba la guardería diurna para los niños de los OC, y pasamos junto a una docena de pequeñas casas del gobierno donde vivían algunos de los OC. A menudo pasábamos los días de trabajo cambiando bombillas exteriores o comprobando los tableros eléctricos de esos edificios, pero aquel día DeSimon no se detuvo. Por el contrario, salió de la prisión y se dirigió hacia la carretera principal que la rodeaba. Little Janet, Levy y yo nos miramos las unas a las otras, asombradas. ¿Adónde nos llevaría?
Al cabo de medio kilómetro más o menos por los terrenos de la cárcel, la furgoneta aparcó junto a un edificio pequeño de hormigón en un barrio residencial. Seguimos a DeSimon hasta el edificio, que él abrió. Del interior salía un ruido mecánico.
—¿Qué hay aquí, señor DeSimon? —preguntó Levy.
—Una bomba. Controla el agua de las instalaciones —respondió. Miró a su alrededor y luego volvió a cerrar la puerta—. Quedaos aquí —y se subió de nuevo a la furgoneta y se fue.
Little Janet, Levy y yo nos quedamos allí, junto a aquel edificio, con la boca abierta. ¿Estábamos alucinando? ¿Acababa de dejarnos allí, en el mundo exterior? Tres presas uniformadas, allí fuera… ¿era una especie de prueba malévola? Little Janet, que antes de Danbury había estado entre rejas más de dos años en unas condiciones muy penosas, parecía totalmente conmocionada.
Levy estaba agitada.
—¿Pero qué está pensando este tío? ¿Y si nos ve la gente? ¡Sabrá que somos presas!
—Esto tiene que estar en contra de las normas, seguro —dije yo.
—¡Nos vamos a meter en problemas! —se quejó Little Janet.
Me pregunté qué ocurriría si nos íbamos. Obviamente, nos podíamos meter en un problema gordo, nos enviarían a la UHE y probablemente nos caería un nuevo cargo por fuga, pero ¿cuánto tiempo tardarían en cogernos otra vez?
—¡Mira esas casas! Ay, Dios mío… ¡Un autobús escolar! ¡Ay! ¡Echo de menos a mis niños! —y Levy se echó a llorar.
Compadecía a cualquiera que se viera separada de sus hijos por estar en prisión, pero también sabía que los hijos de Levy vivían cerca y que ella no permitía que vinieran a visitarla porque no quería que la vieran en la cárcel. A mí me parecía fatal, porque creía que para un niño el desagradable entorno de la prisión se vería más que compensado por la tranquilidad de ver con sus propios ojos que su madre estaba bien. De todos modos, quería que Levy dejase de llorar.
—¡Echemos un vistazo por aquí! —dije.
—¡No! —casi gritó Little Janet—. ¡Piper, nos vamos a meter en un lío muy gordo! ¡No se te ocurra ni mover los pies! —parecía tan acongojada que obedecí.
Nos quedamos allí como idiotas. No ocurría nada. El barrio residencial era extraordinariamente tranquilo. Nadie nos señalaba con el dedo, ni frenaba de golpe al ver a tres convictas fuera de la prisión. Al final, se acercó un hombre con un perro enorme y greñudo.
Yo me animé un poco.
—No sé si es un Newfoundland o un Gran Pirineo… bonito el perro, ¿eh?
—No puedo creerlo… ¿estás mirando el perro? —dijo Little Janet.
El hombre nos miraba a nosotras.
—¡Nos está viendo!
—Claro que nos ve, Levy. Somos tres presas de pie en la esquina de una calle. ¿Cómo quieres que no nos vea?
El hombre levantó la mano y nos saludó amistosamente al pasar.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos volvió DeSimon con unas escobas y nos puso a trabajar limpiando el edificio de la bomba. A la semana siguiente tuvimos que limpiar el almacén de conservas, un granero grande y bajo que había en el terreno de la cárcel. El almacén de conservas contenía una mezcolanza de equipo de todos los talleres. En las sombras descubrimos enormes pieles de serpiente almacenadas allí que nos asustaron mucho, y que hicieron reír encantado a DeSimon. Pronto vendría una inspección del exterior y el personal de la prisión quería estar preparado, de modo que debíamos tenerlo todo en orden.
Además de ordenar, también debíamos sacar la basura del almacén de conservas, un trabajo sucio y pesado, y pasamos días enteros echando enormes tuberías de metal, pilas de artículos de ferretería y material eléctrico a los contenedores gigantes. A los contenedores de basura fueron bañeras y lavabos de porcelana todavía en sus cajas, componentes nuevos de calefacción para zócalos, y cajas de clavos de veinte kilos sin abrir.
—Ahí va el dinero de los impuestos de nuestra familia —murmurábamos, agotadas. Nunca había trabajado tanto físicamente en mi vida. Cuando acabamos, el almacén quedó vacío, inmaculado y listo para la inspección.
Aunque yo había aprendido muy rápido que incluso en la cárcel tanto presas como personal pueden romper las normas, había un aspecto del trabajo en el taller de electricidad que era meticulosamente observado y respetado. La enorme «jaula» de herramientas, donde se sentaba la auxiliar del taller, contenía todo tipo de cosas, desde serruchos a taladros Hilti, y miles de tipos de destornilladores, alicates, cortaalambres y bolsas de herramientas llenas de juegos completos de todo lo básico, una habitación entera llena de objetos con potencial asesino. Había un sistema para registrar todas aquellas herramientas: cada presa tenía asignado un número y un puñado de fichas de metal que parecían las que llevan los perros en el collar. Cuando íbamos a hacer algún trabajo, cada presa sacaba una herramienta entregando una ficha, y era responsable de devolverla. Al final de cada turno, DeSimon inspeccionaba la jaula de las herramientas. Nos dejó muy claro que si se perdía una herramienta, la presa cuya ficha ocupase el espacio vacío y la auxiliar del taller irían las dos a la UHE. Era la única norma que parecía importarle. Un día se perdió una broca de un taladro y pusimos patas arriba todo el taller y la furgoneta buscándola mientras él nos miraba, con la auxiliar a punto de llorar, hasta que finalmente encontramos la dichosa pieza de metal, que se había escondido en la tapa de una de las cajas de herramientas.
DeSimon se mostraba desagradable también con los miembros del personal, que le llamaban «Yanki de mierda» y cosas peores. Pero aunque a la gente no le gustase, era el representante sindical principal de la institución, y por tanto la dirección le dejaba hacer lo que le daba la gana.
—DeSimon es un gilipollas —me dijo una vez uno de los jefes de otro taller con total sinceridad—. Por eso le elegimos.
Bajo la indiferente tutela del Gilipollas, aprendí los rudimentos más básicos del trabajo eléctrico.
Un grupo de mujeres totalmente inexpertas trabajando con alto voltaje y apenas sin supervisión: desde luego, la situación ofrecía momentos de alta comedia, y por suerte solo algún daño corporal de vez en cuando. Con el trabajo de la prisión, además de un cinturón de herramientas muy chulo, conseguí una gran sensación de normalidad, otra forma de marcar el tiempo y una serie de compañeras de trabajo con las que tenía algo en común. Y lo mejor de todo: me mandaron al garaje para que obtuviera mi permiso de conducir penitenciario, un tesoro que me permitía conducir vehículos del SCM. Aunque odiaba a DeSimon, también me alegré de estar más o menos ocupada cinco días a la semana, disfrutando además de la maravillosa libertad de movimientos que me daba conducir la furgoneta del taller eléctrico por el terreno de la cárcel.
El viernes, cuando volvía al campo después del trabajo, Big Boo Clemmons, del dormitorio B, salió a recibir el autobús del SCM.
—¡Culpable de cuatro cargos! —nos informó, muy alterada. Dentro vimos que las salas de televisión estaban atestadas porque el jurado acababa de encontrar a Martha Stewart culpable de obstrucción a la justicia y de mentir a los investigadores sobre una venta de acciones muy oportuna. La diva del estilo tendría que cumplir condena en una prisión federal. Su caso se había seguido con enorme interés en Danbury. La mayoría de las presas pensaban que sufría persecución porque era una mujer famosa: «Los chicos se libran de ese tipo de cosas constantemente».
Una tarde, Levy, nuestra nerviosa compañera de trabajo Shirley y yo, equipadas con nuestros cinturones de herramientas, íbamos recorriendo los alojamientos del personal dentro del campo, arreglando sus problemas eléctricos y comprobando los paneles de circuitos en cada casa. DeSimon nos escoltaba de casa en casa, donde podía conversar con los ocupantes mientras nosotras trabajábamos. Era un poco raro entrar en los hogares de nuestros carceleros y ver sus colecciones de angelotes, sus fotos familiares y animales de compañía, y los sótanos con su colada y llenos de trastos.
—Zey no tiene clase —se burló Levy. No me gustaban las guardias de la cárcel, pero aquella me resultaba insoportable.
Cuando volvimos al taller, DeSimon se fue y nos tocó a nosotras limpiar la furgoneta y devolver las herramientas a la jaula. Entonces fue cuando descubrí que tenía un destornillador de más en el cinturón.
—Levy, Shirley, tengo uno de vuestros destornilladores —las dos miraron sus cinturones y no, cada una tenía los suyos. Yo tenía dos destornilladores en la mano, confusa—. Pero si no es vuestro, entonces, ¿de dónde…? —me quedé desconcertada—. Debo de haber… cogido este sin darme cuenta en alguna de las casas…
Mis ojos se encontraron con los de Levy y Shirley la Nerviosa, que los tenía muy abiertos.
—¿Y qué vas a hacer? —susurró Shirley.
Noté un nudo en el estómago. Empecé a sudar. Ya me vi en la UHE, sin visitas de Larry, con otro cargo criminal por robar a un OC un destornillador que podía ser un arma mortal. Y con aquellas dos idiotas metidas en el ajo, que no eran precisamente las personas a las que uno elegiría como cómplices.
—No sé lo que voy a hacer, pero vosotras no sabéis ni una palabra de esto, ¿entendido? —susurré también.
Las dos corrieron hacia el taller y yo me quedé fuera, mirando a mi alrededor, frenética. ¿Qué hacer con aquel puto destornillador? Estaba aterrorizada, porque sabía que se podía considerar un arma. ¿Cómo librarme de él? Si lo guardaba en un escondite, ¿qué pasaría si alguien lo encontraba? Pero ¿cómo se destruye un destornillador?
Mis ojos se fijaron en el cubo de la basura del SCM. Era grande, y todos los talleres tiraban allí su basura, todo tipo de basura. Lo vaciaban a menudo y se llevaban la basura no sé adónde, a Marte por lo que a mí concernía. Cogí la basura del taller y me dirigí hacia el contenedor. Estuve trasteando por allí con la basura mientras subrepticiamente metía en ella el destornillador, intentando quitarle las huellas. Luego arrojé ambas cosas al contenedor, que por desgracia no parecía demasiado lleno. Ya estaba hecho. Con el corazón latiendo con fuerza, volví al taller y me quité el cinturón de herramientas. Ni siquiera miré a Shirley la Nerviosa ni a Levy.
Aquella noche el asunto del destornillador volvió a aparecer en mi mente una y otra vez. ¿Y si el OC notaba que faltaba y recordaba que habían estado unas presas en su casa? Haría sonar la alarma, ¿y entonces qué? Una investigación, interrogatorios, y Levy y Shirley la Nerviosa me delatarían en un segundo. Cerré los ojos. Estaba bien jodida. Estaba muerta.
A la mañana siguiente, en el taller, sonó de pronto una extraña sirena como de alarma aérea. Casi vomito. Shirley parecía a punto de desmayarse. Levy no se inmutó. Normalmente, la sirena se usaba para los «recuentos», enviándonos a nuestras unidades de alojamiento para recuentos de emergencia o prácticas especiales. Pero aquella vez no ocurrió nada; la alarma sonó durante unos terribles minutos hasta que simplemente se paró. Shirley salió fuera a fumar un cigarrillo, con las manos temblorosas.
A la hora de comer me encontré con Nina y le conté lo que había pasado, muy afectada.
Ella abrió mucho los ojos.
—Por el amor de Dios, Piper… Vamos a buscarlo después de comer. Irás a ver a DeSimon y se lo explicarás. No te encerrarán.
Pero el contenedor estaba vacío. Nina frunció el ceño y me miró.
Yo quería llorar.
—Nina, ¿crees que la sirena de esta mañana…?
Aunque estaba preocupada, aquello le pareció muy divertido.
—No, Piper, no creo que la sirena de esta mañana fuese por ti. Creo que la basura ha desaparecido, y el destornillador también ha desaparecido, y si las pruebas han desaparecido, no pueden demostrar nada. Lo más probable es que no ocurra nada, y si ocurre, es tu palabra contra la de Levy o Shirley, y aceptémoslo, son unas idiotas, ¿quién les iba a creer?
Una tarde volví al dormitorio B y encontré a mi vecina, Colleen, presa de una gran excitación.
—¡Mis amigas Jae y Bobbie han venido de Brooklyn! Pipestar, ¿tienes algo de pasta de dientes para regalarles, o alguna otra cosa? —Colleen explicaba que antes de que la hubiesen destinado a Danbury, pasó un tiempo con sus dos amigas en el Centro Correccional Metropolitano de Brooklyn, más conocido como prisión federal. Ahora, sus compañeras llegaban en el autobús—. Son muy buena gente, Piper, te gustarán.
De camino hacia el gimnasio, vi a una mujer negra y otra blanca que estaban de pie junto al edificio del campo, bajo la llovizna primaveral, mirando las nubes. No las reconocí; supuse que serían las amigas de Colleen.
—Hola, soy Piper. ¿Sois las amigas de Colleen? Vivo al lado de ella. Ya me diréis si necesitáis algo.
Ambas bajaron los ojos del cielo y me miraron. La mujer negra tendría unos treinta años, guapa y maciza, con los pómulos altos. Parecía que la habían tallado de una madera muy suave. La mujer blanca era más bajita y de más edad, quizá de unos cuarenta y cinco, y tenía la piel basta, como un arrecife de coral, y los ojos con tantos tonos de azul como el océano. En aquel momento parecían de aguamarina.
—Gracias —dijo—. Yo soy Bobbie. Esta es Jae. ¿Tienes cigarrillos? —su pesado acento de Nueva York sugería muchas veladas largas y muchos cigarrillos.
—Hola, Jae. No, lo siento, no fumo. Pero tengo artículos de tocador si los necesitáis —me estaba empapando y hacía frío. Pero aun así, tenía curiosidad por aquellas dos—. Hace un tiempo de mierda aquí.
Al oír esto, se miraron la una a la otra.
—Llevamos dos años sin estar bajo la lluvia —dijo Jae, la mujer negra.
—¿Cómo?
—En Brooklyn nos sacan a un patio pequeño, pero está cubierto, con alambre de espinos y mierdas de esas, y en realidad no ves el cielo —explicó—. Así que no nos importa la lluvia. Nos encanta —y volvió a echar atrás la cabeza de nuevo, con la cara hacia arriba, todo lo cerca del cielo que podía.
En el taller de electricidad, las cosas estaban cambiando. Vera, la que tenía más experiencia, se fue al único programa de Campamento de mujeres de Texas. El Campamento (un programa de libertad condicional que posteriormente fue eliminado) consistía en pasar seis meses en Texas, con todo el calor, y corría el rumor de que tenías que alojarte en una tienda gigante y afeitarte el vello púbico para que fuese más fácil detectar los insectos.
La partida de Vera a Texas supuso que el liderazgo del taller de electricidad pasó a Joyce. Joyce era una sustituta bastante adecuada, ya que había aprendido de Vera a hacer el trabajo eléctrico diario: cambiar fluorescentes de dos metros y medio de largo, reemplazar los contrapesos de las instalaciones eléctricas, instalar nuevas señales de salida y aparatos, y comprobar los tableros de circuitos.
Pronto, Levy se convirtió en el factor unificador del taller: las demás nos unimos contra ella. Era insoportable, lloraba cada día, se quejaba a gritos y constantemente de su mísera condena de seis meses, hacía preguntas inadecuadas al personal, intentaba mangonear a todo el mundo, y decía en voz alta cosas atroces del aspecto de las demás presas y de su falta de educación, sofisticación o «clase», como decía ella. Más de una vez había que convencer a las otras de que no le dieran una patada en el culo, recordándoles que no valía la pena el viaje a la UHE. La mayor parte del tiempo estaba nerviosa y casi histérica, y lo manifestaba con dramáticos síntomas físicos: se hinchaba como si la hubiese picado una colmena entera, adquiriendo el aspecto del Hombre Elefante, y le sudaban las manos tan copiosamente que resultaba inútil para trabajar con electricidad.
DeSimon tenía un televisor en el taller. De vez en cuando salía de su despacho, nos tiraba una cinta de VHS y gruñía:
—Mirad esto.
Luego nos dejaba solas durante horas. Aquellos vídeos instructivos explicaban los rudimentos de la corriente eléctrica y también procedimientos de conexiones eléctricas muy básicos. Aunque a mis compañeras de trabajo no les interesaba lo más mínimo el contenido de los vídeos, rápidamente averiguaron cómo sintonizar la televisión con una antena improvisada e ilegal. Así podíamos ver a Jerry Springer, mientras una de las presas vigilaba junto a la ventana para ver si se acercaba algún OC.
Yo intentaba aprender algo de español, y mi compañera de trabajo, Yvette, procuraba enseñarme con mucha paciencia, pero lo único que conseguía recordar hacía referencia casi exclusivamente a comida, sexo o palabrotas. Yvette era la más competente de mis compañeras de trabajo, con diferencia, y ella y yo a menudo hacíamos juntas algún trabajo eléctrico que requería algo de habilidad con las herramientas. En nuestras conversaciones, cada frase sufría múltiples fracturas, unidas a mucha mímica, porque ninguna de las dos quería sufrir descargas. Yo ya lo había experimentado y era muy desagradable: la cabeza te saltaba hacia atrás como si te hubieran dado una patada en la barbilla.
Jae, la amiga de mi vecina Colleen, fue asignada en seguida al taller de electricidad. En el CCM de Brooklyn habían autorizado que trabajase, de modo que su papeleo no tardó mucho. Le asignaron el trabajo administrativo.
—Mientras no tenga que tocar alambres y cosas de esas, irá bien —decía.
Por defecto, se pegó a mí en el trabajo. Yo era la mejor amiga de Little Janet, y Little Janet era la única persona negra que había en electricidad, además de ella. Mientras la primavera de Nueva Inglaterra se tomaba su tiempo para llegar, las tres ocupamos el banco delantero del taller, fumando y contemplando las idas y venidas de otras presas. Los guardias entraban y salían de su gimnasio de lujo, que estaba situado justo enfrente del taller eléctrico. Había largos periodos de inactividad, durante los cuales le dábamos a la lengua… hablábamos del juego de la droga (recuerdos distantes para mí), de Nueva York (de donde éramos todas) y de los hombres y la vida.
Little Janet se llevaba bien con nosotras a pesar de ser quince años más joven, y yo me llevaba bien con ellas a pesar de ser blanca. Little Janet era muy inquieta, propensa a discutir o lucirse haciendo un paso de baile o cualquier tontería, y en cambio Jae era divertida y amable, de risa fácil. Había cumplido dos años de una condena de diez, pero no parecía amargada, simplemente comedida y sensata. Sin embargo, había en ella una tristeza reposada, algo profundo y tranquilo en su interior, seguramente esa parte íntima suya que no permitía que destruyeran ni su entorno ni sus circunstancias. Cuando hablaba de sus hijos, uno adolescente y otro de ocho años, su rostro se iluminaba.
Yo admiraba el humor y la calma con la cual sobrellevaba sus carencias y nuestro mundo de la prisión. Su dignidad no era tan serena como la de Natalie, pero era igual de encantadora.
Joyce, la del taller de electricidad, se iba a casa pronto. Había dibujado el calendario en la pizarra del taller e iba tachando con tiza cada día que pasaba. Una semana antes de la fecha de su liberación, vino a verme y me preguntó si podía teñirle el pelo. Debí de mostrar mi sorpresa ante aquella petición tan íntima.
—Eres la única que conozco que me da la sensación de que no lo jodería —explicó, a su manera seca y realista.
Fuimos a la sala de peluquería que se encontraba junto al vestíbulo principal, que ocupaba tanto espacio como la biblioteca legal, más o menos del tamaño de un armario grande. Había dos lavacabezas antiguos de color rosa con grifos extensibles para aclarar el pelo, un par de sillones de peluquería casi totalmente destrozados, y algunos secadores de pie que parecía que procedían de principios de los sesenta. Las tijeras y otros utensilios cortantes los guardaban en una taquilla enrejada montada en la pared, y solo podían abrirla los OC. Una de las sillas estaba ocupada por una mujer a la que estaba arreglando el pelo una amiga. Mientras yo iba trabajando por partes en el pelo de Joyce, liso y brillante, siguiendo cuidadosamente las instrucciones de la caja, me sentí muy orgullosa de que me lo hubiera pedido a mí, y también me sentí un poco como una chica normal, realizando tareas de embellecimiento con sus amigas. Cuando se me disparó sin querer la boquilla del grifo extensible y salpiqué de agua a todas descontroladamente, para mi sorpresa se echaron a reír en lugar de insultarme. Quizá empezase a encajar un poquito…
En el mundo libre, tu residencia puede ser un refugio pacífico tras un largo día de trabajo; en la cárcel no es así. En el dormitorio B discutían ruidosamente sobre pedos. Había empezado Asia, que en realidad no vivía en el B y fue expulsada.
—¡Asia, estás fuera de tu sitio! ¡Vete de aquí cagando leches, poligonera! —le dijo alguien.
Yo sobrevivía bastante bien en el «gueto» del dormitorio B porque por suerte me habían emparejado con Natalie, quizá por mi tozuda convicción de que habría sido muy racista por mi parte intentar que me trasladasen, y quizá también debido al hecho de que había ido a una universidad de mujeres de élite. Vivir con gente de tu mismo sexo tiene determinadas constantes, ya sea en plan pijo o a lo bruto. En el Smith College, la obsesión constante con la comida se expresaba en cenas a la luz de las velas y tés los viernes por la tarde. En Danbury se manifestaba cocinando en el microondas y robando comida. En muchos aspectos, yo estaba mejor preparada para vivir en íntima relación con un montón de mujeres que algunas de mis compañeras presas, que se estaban volviendo locas por aquella convivencia femenina forzada. Había menos bulimia y más peleas de las que yo había soportado como estudiante universitaria, pero se vivía el mismo espíritu femenino: camaradería y empatía, humor subido de tono los días buenos, y dramas histriónicos acompañados de indiscreciones y cotilleos maliciosos los días malos.
Era muy extraña aquella sociedad toda de hembras, con un puñado de hombres desconocidos, la vida estilo militar, el rollo «gueto» que predominaba (tanto urbano como rural) visto a través de la lente femenina, la mezcla de edades, desde jovencitas bobas a ancianas muy mayores, todas juntas y revueltas, con distintos niveles de tolerancia. Las concentraciones absurdas de gente inspiran absurdas conductas. Ahora puedo verlo todo desde una distancia suficiente para apreciar su singularidad surrealista, pero con tal de estar en casa con Larry en Nueva York, habría recorrido todo el camino andando descalza sobre cristales rotos bajo una tormenta de nieve.
El señor Butorsky, mi consejero, tenía una política que se había inventado él solito. Una vez a la semana hacía que todas las presas a las que supervisaba (que era medio campo) acudieran a una cita de un minuto con él. Tenías que presentarte en la oficina que compartía con Toricella y firmar en un libro grande para acreditar que habías estado allí.
—¿Algún problema? —preguntaba. Era tu oportunidad de pedir algo, confesar algo o quejarte. Yo solo pedía cosas, normalmente que aprobaran a algún visitante.
A veces él mostraba curiosidad.
—¿Qué tal le va, Kerman? —me iba bien—. ¿Todo bien con la señorita Malcolm? —Sí, todo estupendo—. Es una dama encantadora. Nunca me da ningún problema. No como otras —¿cómo, señor Butorsky?—. Sé que es muy difícil para alguien como usted, Kerman. Pero parece que lo lleva bien. —¿Algo más, señor Butorsky? Porque si no, tengo que irme…
Otros días estaba más conversador.
—Estoy a punto de irme de aquí, Kerman. Casi veinte años llevo en esto. Las cosas han cambiado. La gente de arriba tiene ideas diferentes de cómo hacer las cosas. Por supuesto, no tienen ni idea de lo que pasa realmente aquí, con esta gente…
—Bueno, señor Butorsky, seguro que disfrutará mucho de la jubilación…
—Sí, estoy pensando en algún sitio como por ejemplo Wisconsin… donde haya más norteños como yo, no sé si me explico…
Minetta, la conductora que me había traído al campo el día que llegué, tenía que salir en abril. A medida que se aproximaba la fecha, en todo el campo se hablaba sin parar de su sucesión, ya que la conductora que iba a la ciudad era la única presa a la que se permitía salir diariamente de las instalaciones. Era la responsable de hacer los recados para el personal de la cárcel en la ciudad, llevar a las presas y a sus escoltas OC a visitas al hospital, y acompañar a las presas a la estación de autobuses cuando las soltaban… y cualquier otra misión que se le encomendase. Nunca, nunca jamás se había elegido una conductora para la ciudad que no fuera «norteña».
Un día fui al despacho del consejero a hacerle la habitual visita de un minuto. Mientras firmaba el libro, el señor Butorsky se me quedó mirando.
—Kerman, ¿por qué no pide el puesto de conductora en la ciudad? Minetta se va pronto. Necesitamos a alguien responsable para ese trabajo. Es un trabajo importante.
—Hum… déjeme que lo piense, señor Butorsky…
—Claro, Kerman, váyase y piénselo.
Por una parte, ser conductora de la ciudad significaba tener la oportunidad de citarme con Larry en los baños de la gasolinera, en el mundo exterior. Por otra parte, se consideraba en general que la conductora de la ciudad era la chivata de la cárcel. Yo no era ninguna chivata, eso ni hablar, y estaba claro que no podía venir nada bueno de la intimidad con el personal de la prisión que requería el puesto de conductora. El privilegio racial y que te considerasen colaboradora era algo que me costaba digerir. Además, después de mi desventura con el destornillador, no tenía agallas para actividades ilícitas ni para visitas conyugales, por mucho que deseara a Larry. A la semana siguiente, en el despacho de Butorsky, rechacé el trabajo discretamente, para su gran sorpresa.
Cuando llegué al campo, Pop, la que dirigía la cocina, contemplaba la película que proyectaban cada semana en la cárcel flanqueada por Minetta y Nina, compañera de litera de Pop. Las dos se sentaban en un lugar preferente, en la parte trasera de la sala, y cotorreaban y disfrutaban de exquisiteces de contrabando, cortesía de Pop. Cuando Minetta se fue al centro de reinserción social, su asiento en las películas lo ocupó brevemente una chica blanca muy callada, alta e imponente, que hacía ganchillo sin parar y que también iba a salir pronto. Nina también estaba preparándose para salir, pero ella iba a ir «colina abajo», a un programa de drogas de nueve meses. Era para las presas que documentasen adicción a las drogas y el alcohol y que hubiesen tenido la fortuna de ser elegidas para aquel programa por el juez que las sentenció. Era el único programa de rehabilitación algo serio que había en Danbury, aparte de los cachorros, y actualmente es la única forma que tiene el sistema federal de reducir significativamente tu sentencia. Las que se dirigían al programa de drogas siempre estaban asustadas, ya que tenía lugar no en el campo, sino en una prisión «de verdad»: alta seguridad, confinamiento en la celda, y mil doscientas mujeres cumpliendo condenas de verdad, algunas incluso con cadenas perpetuas.
Nina tenía la preocupación añadida de encontrar una sustituta aceptable para que se sentara al lado de Pop. Después de mi cagada inicial en el comedor, ni siquiera se me ocurrió que yo pudiera ser candidata, pero una noche de sábado, en la sala común, Nina me hizo señas. Ella y la chica callada estaban sentadas con Pop.
—Piper, ¡ven a comer algo!
La comida de contrabando era irresistible. No se podía rechazar así como así la sencilla novedad de comer algo que no fuera la comida institucional, algo cocinado con cierto cariño. Pero yo me sentía algo cohibida después de la velada amenaza que me hizo Pop en el comedor.
Tenían guacamole y patatas fritas. Yo sabía que los aguacates los habían comprado en el economato. Cogí un poco pero no quería parecer codiciosa.
—¡Qué buenoooo! ¡Gracias! —Pop me miraba de reojo.
—¡Vamos, coge más! —dijo Nina.
—Bueno, ya estoy llena, pero muchas gracias —y empecé a alejarme.
—Ven, Piper, siéntate aquí un momento.
Me empecé a poner algo nerviosa, pero confiaba en Nina. Cogí una silla y me senté con ellas dispuesta a salir corriendo al menor signo de disgusto por parte de Pop. Hablamos del inminente regreso de la otra presa al mundo exterior, de lo bueno que sería para ella reunirse con su hijo adolescente, y de que quizá consiguiera trabajo en un sindicato de carpinteros. Cuando empezó la película, me disculpé.
Hicieron el mismo movimiento de aproximación a la semana siguiente. Aquella noche me ofrecieron hamburguesas, gordas y jugosas comparadas con las que había en el comedor. Sin que tuvieran que pincharme demasiado devoré una de las hamburguesas, que sabía a orégano y a tomillo. Pop parecía complacida por mi deleite y se inclinó y me confió:
—Uso más especias.
Un día o dos después, Nina me hizo una pregunta:
—¿Qué te parece ver la película con Pop cuando yo entre en el programa de drogas? —me preguntó.
¿Cómo?
—Ella necesita a alguien que le haga compañía cuando yo me vaya, y que le traiga el hielo y la gaseosa, ¿sabes?
¿Realmente Pop quería mi compañía?
—Bueno… tú no eres una chiflada, ¿sabes? Por eso somos amigas, porque realmente se puede hablar contigo.
Aquella invitación parecía la aceptación definitiva… y no se podía tomar a la ligera. Cuando veía a Pop, intentaba mostrarme encantadora, y quizá hubiese tenido algo de éxito. El contingente de gente no chiflada debía de ser muy escaso en aquellos momentos en el campo porque, una semana más tarde, Nina me preguntó si quería su puesto en la litera de Pop en el dormitorio A, «el barrio residencial».
Yo estaba perpleja.
—Pero estoy en el dormitorio B… No puedo trasladarme.
Nina me miró abriendo mucho los ojos.
—Piper, Pop coge la litera que quiere.
Yo estaba asombrada por la revelación de que una presa podía coger lo que quisiera. Por supuesto, si esa presa es la responsable de que tu cocina institucional funcione de una manera ordenada…
—¿Quieres decir que me trasladarían? —abrí más los ojos. Fruncí el ceño, sintiendo impulsos contradictorios.
El dormitorio B ciertamente hacía honor a su apodo de «gueto», con todos los problemas que acarrea un gueto. Una práctica del dormitorio B por ejemplo me hacía rechinar los dientes casi hasta volverme loca: la gente colgaba sus pequeños auriculares en las literas de metal y ponía las radios de bolsillo a tope para que sonaran a través de los improvisados «altavoces», endilgándole su música chirriante a todo el mundo, a volumen máximo y con sonido de lata. No era la música en sí lo que me molestaba, sino la horrible calidad del audio.
Pero el dormitorio A parecía poblado por un desproporcionado número de ancianas quisquillosas, más los cachorros del programa y sus cuidadoras, la mayoría de las cuales estaban locas. Y yo no quería que nadie pensara que yo era una racista… aunque nadie más en el campo parecía sentir el menor remordimiento por expresar las generalizaciones raciales más burdas.
—Cariño —me dijo otra presa—, aquí todo el mundo intenta atenerse al peor estereotipo cultural posible.
De hecho, en parte era ese el motivo de esta nueva invitación.
—Pop no quiere lesbianas aquí —dijo Nina, con naturalidad—. Y tú eres una chica blanca muy maja.
Por una parte, Pop sería una compañera de litera que ofrecería múltiples ventajas, ya que estaba claro que ejercía una gran influencia en el campo. Por otra parte, tenía la sospecha bastante fundada de que sería también una compañera de cubículo con muchísimas exigencias… no había más que ver todas las molestias que Nina se estaba tomando por ella.
Al final pensé en Natalie: lo amable que había sido conmigo y lo fácil que era vivir con ella. Y solo le faltaban nueve meses para irse a casa. Si yo la dejaba, quién sabe qué especie de majareta le podían meter en el cubículo 18.
—Nina, creo que no puedo dejar abandonada a la señorita Natalie —dije—. Ha sido muy buena conmigo. Espero que Pop lo entienda.
Nina pareció sorprendida.
—Bueno… déjame pensar qué otra podría ir entonces. ¿Qué tal Toni? Es italiana…
Dije que me parecía estupendo, que encajarían a la perfección, y me retiré al dormitorio B, mi hogar en el gueto.