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EL DANUBIO: ESTACIONES Y CASTILLOS

Solo conservo atisbos de Salzburgo: campanarios, puentes, plazas, fuentes, una o dos cúpulas y una impresión de claustros que podrían haber sido traídos aquí por genios y montados de nuevo como una ciudad renacentista italiana en el lado de los Alpes que no le corresponde.

Pero no me demoré, y por una razón deprimente. El aroma evocador de la cera de esquí caliente surgía de muchas ventanas, y nutridos grupos de jóvenes poco mayores que yo caminaban pesadamente por las calles, con los esquíes al hombro, todos ellos en dirección a las montañas. Llenaban las arcadas y los cafés, e intercambiaban alegres gritos como si ya estuvieran bajando por las laderas empinadas. Peor todavía, algunos eran ingleses. Me encantaba esquiar y allí todo hacía que me sintiera solo y fuera de lugar. Así pues, a la mañana siguiente di la espalda al Salzkammergut, los lagos y las cumbres invitadoras de Estiria y el Tirol, y me escabullí. No tardé en avanzar hacia el noroeste, alejándome cada vez más de la tentación a través de los bosques de la Austria Superior. Dormí en un establo cerca del pueblo de Eigendorf (un villorrio demasiado pequeño para que aparezca en los mapas) y las dos noches siguientes en Frankenburg y Ried. Una de ellas la pasé en un sobrado cuyos anaqueles estaban llenos de manzanas, y el olor era tan dulzón que casi hacía perder el sentido. Pocos recuerdos conservo de mis primeros días en Austria excepto el encanto de esas pequeñas montañas.

San Martín, uno de los castillos del barón Liphart, la primera de aquellas casas de amigos a las que él había escrito para que me alojaran, es mi primer hito verdadero. Para no presentarme de improviso, telefoneé antes de partir, y me enteré de que el propietario estaba en Viena, pero había pedido a su agente que cuidara de mí si me presentaba. El Graf Arco-Valley, a quien muchos ingleses tenían en gran estima y llamaban «Nando» (pero yo no, puesto que no llegué a conocerle),[21] había estado en Oxford y Cambridge un par de generaciones atrás. El amigable agente me dijo que el Schloss estaba cerrado, pero recorrimos sus habitaciones a media luz y paseamos bajo los árboles del parque. Finalmente me invitó a un festín en la alegre y bonita fonda, y me instó a comer con la insistencia de un tío que recoge a su sobrino al salir de la escuela. Había un par de músicos, uno que tocaba la cítara y otro el violín, y todo el mundo cantaba. Durante el desayuno me comunicó que había telefoneado al Schloss siguiente señalado en el itinerario de Liphart, y le habían dicho que podía ir cuando quisiera. (¡La situación empezaba a mejorar! Habría dado cualquier cosa por saber qué había escrito mi amable patrocinador de Múnich.) El resultado fue que, tras una segunda estancia en un establo de vacas cerca de Riedau, al cabo de dos noches me encontré en la torre esquinera de otro castillo, sumergido en una bañera de forma antigua, en un ambiente aromatizado por las piñas y los leños de pino que rugían como leones enjaulados en la enorme estufa de cobre.

El término Schloss significa cualquier grado de variación entre un castillo fortificado y un palacio barroco. Aquel era una casa solariega de tamaño considerable. Al llegar, a última hora de la tarde, me invadía la timidez mientras pisoteaba la nieve de la larga avenida, una timidez totalmente infundada. A juzgar por la solicitud del trío (el conde, su esposa y su nuera) sentado en el salón, al lado de la estufa, podría haber sido, una vez más, el escolar invitado a un festín o, mejor todavía, un explorador ártico a punto de expirar.

—¡Debes de estar muerto de hambre después de esa caminata! —me dijo la Gräfin, más joven que su marido, cuando trajeron un enorme servicio de té. Era una húngara bella y morena, y hablaba un inglés excelente.

—Sí —dijo el anciano, con una sonrisa inquieta—. ¡Nos han pedido que te alimentemos!

El conde irradiaba una benevolencia silenciosa mientras depositaban ante mí otra bandeja de plata. Unté de mantequilla y miel un tercer cruasán caliente y bendije interiormente a mi benefactor de Múnich.

El conde era viejo y frágil. Se parecía un poco a Max Beerbohm[22] en su ancianidad, con un toque de Francisco José sin las patillas blancas. Al día siguiente escribió una nota para una galería privada de Linz en el dorso de una tarjeta de visita. Después del nombre figuraban las palabras: K.u.K. Kämmerer u. Rittmeister i.R.,[23] es decir, «chambelán imperial y real y capitán de caballería retirado». En toda Europa central, las iniciales «K.u.K.» (Kaiserlich und Königlich) («Imperial y Real») eran el epítome aliterativo de la vieja monarquía dual. Más adelante me enteré de que solo los candidatos con dieciséis o treinta y dos cuarteles podían aspirar a la llave de oro simbólica que los chambelanes de la corte llevaban en la espalda de sus uniformes de gala. Pero ahora el imperio y el reino habían sido desmembrados y sus tronos estaban vacíos; no había puertas a las que pudieran abrir las llaves de oro, los heraldos se habían dispersado, los regimientos habían sido desmantelados y los caballos habían muerto mucho tiempo atrás. Las palabras impresas remitían a glorias pasadas. Si entonces eran raros, hoy cada uno de esos símbolos deben de pertenecer a la categoría del botón rojo translúcido, la túnica con un unicornio bordado y el cierre de rubí y jade de un mandarín de primera clase entre los manchúes: «Finis rerum, y el fin de los nombres, las dignidades y cuanto es terreno…». Admiro su atuendo, los calzones de suave ante que llegan a las rodillas, los zapatos de estilo Oxford, la chaqueta de color olivo oscuro con botones de asta y solapas verdes. Para salir añadía a esta indumentaria un sombrero de fieltro verde, adornado con una ensortijada pluma de cola de urogallo y que había visto entre una veintena de bastones de paseo en el vestíbulo. Fue en Salzburgo donde admiré por primera vez esas prendas rurales austríacas. Eran similares, aunque no tan espléndidas en sus detalles, a las libreas que vestían los criados que traían aquellas fuentes de plata. Recordaban el tejido verde de Lincoln, y tenían una elegancia silvestre que el conde exhibía con la desenvoltura de un cortesano y un coracero.

Después del baño me acicalé tanto como pude. Durante la cena, el conde, que tenía una memoria bien provista pero flaqueante, recordó los viajes que hiciera en el pasado cuando era un joven ayudante de campo, destinado a un archiduque a quien apasionaba la caza. Creo que por afabilidad hacia mí, todos sus recuerdos se relacionaban con las islas Británicas. Evocó grandes batidas en el condado de Meath, cacerías de faisanes casi antediluvianas en Chatsworth y de urogallos a fines de la era victoriana en Dunrobin, y unas fiestas de magnificencia inenarrable. «Und die Herzogin von Sutherland! (“¡Y la duquesa de Sutherland!”) —suspiró—, eine Göttin!» («¡Una diosa!») ¡Una diosa! Evocó bailes antiguos y cenas en Marlborough House, aludió discretamente a escándalos semiolvidados, e imaginé aquellos livianos coches de caballos llamados hamsom cabs lanzados hacia una u otra cita, rodando veloces por St. James y girando por una Jermyn Street con farolas de gas. Cuando le eludía el nombre de un noble desaparecido, su esposa le apuntaba. El conde rememoró las fincas de un primo que tenía en Bohemia («Ahora los checos las han arrebatado», comentó, exhalando otro suspiro) y una cacería de jabalíes realizada allí en honor de Eduardo VII cuando todavía era príncipe de Gales: «Er war scharmant!» («¡Era encantador!»). Todo esto me fascinaba. Mientras le escuchaba, la mano enguantada de blanco del sirviente con uniforme verde oliva vertía café y depositaba unas copitas de plata con la superficie interna sobredorada junto a la taza del conde y la mía. Entonces las llenó de un licor que tomé por schnapps. En las últimas semanas había aprendido lo que debía hacerse con ese líquido, o así lo creía, y tomé la copita para verterlo en el café cuando el conde interrumpió su relato con un grito tembloroso, como si le hubiera traspasado la flecha disparada por un arquero oculto: «Nein!! Nein!!». La voz se le quebró, extendió una mano suplicante, adornada con anillos y casi transparente, y la tensión del momento le hizo exclamar en inglés: «¡No! ¡No! ¡Nononono!».

Ni yo ni los demás presentes sabíamos qué había ocurrido. Hubo un momento de perplejidad. Entonces, siguiendo la mirada del conde, llena de preocupación, todos los ojos convergieron simultáneamente en la copita que yo sostenía. Las dos condesas, al ver la expresión atormentada del conde y mi perplejidad, prorrumpieron en una risa salvadora, la cual, mientras volvía a dejar la copita sobre la mesa, se extendió a mí y, finalmente, disolvió la aflicción que había ensombrecido el semblante del conde y la sustituyó por una sonrisa inquieta. Me dijo, en tono de disculpa, que se había preocupado por mí. El líquido no era schnapps, sino un néctar incomparable, lo que quedaba de una botella de un licor destilado de uvas de Tokay, un elixir excepcional y de una antigüedad fabulosa. Una vez recuperados, me alegré de que aquella bebida maravillosa se hubiera salvado, sobre todo por la tranquilidad del conde (era demasiado anciano para encajar muchas más conmociones) y me sentí avergonzado de mis modales tabernarios. Pero dada la gran amabilidad de aquellas personas, la mala sensación no podía durar mucho.

El conde se retiró temprano, besando primero las manos y luego las mejillas de su esposa y su nuera. Cuando me deseó las buenas noches, su mano me pareció liviana como una pluma. Con la mano libre me dio una palmada amistosa en el antebrazo y se alejó entre las astas de ciervo que llenaban las paredes, como un bosquecillo iluminado por las lámparas. Entonces la Gräfin, que, una vez caladas las gafas, había extendido la labor de punto en el regazo, me dijo: «Ahora cuéntanoslo todo sobre tus viajes». Procuré hacerlo lo mejor posible.

En aquella época muerta del año, cuando la agricultura se había interrumpido, los habitantes de los castillos, en su mayoría, estaban dispersos hasta que la cosecha, la temporada de caza o las vacaciones escolares volvieran a reunirlos. Cuando pienso en aquellos refugios, se mezclan los recuerdos de otros castillos posteriores en estaciones distintas, y la confusión resultante, de diapositivas sin rotular, compone una especie de Schloss arquetípico, del que cada edificio independiente constituye una variación.

Un Schloss arquetípico… En seguida aparece en mi mente una reliquia angular de la Edad Media, que resiste los embates del viento en lo alto de un risco. Una segunda visión empieza a formarse con más lentitud. Escaleras que se entrelazan, un despliegue de techos con motivos alegóricos pintados, tritones que soplan caracolas en el centro de radiantes jardines de carpe recortado lanzan al cielo chorros de agua. Ambas visiones son ciertas, pero al final surge una tercera categoría: una casa solariega de tamaño considerable, en la que se combina el principio del castillo con un toque de monasterio y de granja. Suele ser hermosa, siempre agradable, y a veces la edad o la venerabilidad exigen unos adjetivos más severos. Un barroco rústico, aunque solo sea una superposición posterior en un núcleo mucho más antiguo, es el estilo generalizado. Hay tejados de ripia, paredes macizas encaladas o moteadas con liquen, y torres rectangulares y cilíndricas, rematadas con pirámides o conos, o cúpulas de cintura de avispa con tejas rosas o grises. En el conjunto de arcos gruesos y aplanados se abren cavernosas entradas. Hay una capilla, cuadras y una cochera llena de carruajes obsoletos; graneros, carretas, trineos, establos para vacas y una herrería. Luego campos, almiares y bosques. En el interior, las pisadas retumban en los suelos de losas, o resuenan más ligeramente en la madera pulimentada. Los vanos de las bóvedas de aristas, elípticas y blancas como la nieve, bajan en los ángulos de las salas y entre ellos unos ensanchamientos acampanados se van estrechando hacia las altas ventanas dobles herméticamente cerradas en invierno y recorridas por formaciones de hielo que parecen flores, con travesaños entre ellas para impedir las corrientes de aire. En verano, la inclinación de los postigos de rejilla guía la mirada hacia abajo, a las sombras de las hojas en los adoquines y una fuente o un reloj de sol maltrechos. Las estatuas cacarañadas están cuajadas de liquen. Las guadañas producen un sonido silbante en los densos campos de heno. Hay una trabazón de huertos y prados en cuesta, y más allá, el ganado, los bosques y una manada de ciervos que alzan las astas simultáneamente al oír pisadas.

Cuando cierro los ojos y exploro mentalmente, los espejos de mi memoria me devuelven esos reflejos desvanecidos: los detalles corroboradores se ensamblan con rapidez. En los retratos,[24] los solemnes magnates del siglo XVII con cuellos de encaje y petos negros son inferiores en número a sus descendientes con addisonianas pelucas empolvadas y, más adelante, a las esbeltas figuras de románticos mostachos y vestidas con uniformes blancos que evocan las imágenes de Sarah Bernhardt en L’Aiglon. Los torsos de los lanceros se ahúsan bajo sus fajas como bolillos de encaje. Cintas rojas y blancas les cruzan el pecho, y a veces el Toisón de Oro emerge de esos cuellos altos adornados con lentejuelas. Las manos descansan sobre la empuñadura de un sable junto al que pende el portapliegos con un águila bicéfala grabada en el cuero.[25] Otros sostienen un chacó con plumas, un casco de dragón o una czapka de ulano, con la parte superior cuadrada como un birrete y empenachado con un alto airón. En pinturas posteriores, el azul claro sustituye a esos níveos uniformes de regimiento, como un homenaje melancólico al progreso de las armas de fuego y la puntería desde la batalla de Königgrätz. La pasión por la caza se manifiesta en las paredes y las astas de ciervo extienden sus puntas entre las panoplias. Hay cuernos de alce que proceden de las fronteras de Polonia y Lituania, osos de los Cárpatos, los colmillos de jabalíes retorcidos como mostachos, gamuzas del Tirol y avutardas, urogallos y gallos lira. A lo largo de cada palmo libre en los pasillos, los pitones gemelos de los corzos, con una inscripción que, si bien desvaída, permite ver la bella caligrafía e indica la fecha de la cacería y el lugar de reunión, se multiplican indefinidamente.

La biblioteca ofrece una respetable cantidad de libros. En el vestíbulo hay uno o dos misales, la Wiener Salonblatt y Vogue se encuentran anacrónicamente juntas en el salón, y tal vez un nieto o una sobrina nieta con tendencias poéticas ha dejado un pequeño volumen de Hiperión o las Elegías de Duino en el alféizar de la ventana. Miniaturas y siluetas forman una constelación en los espacios entre los retratos y el espejo. Abundan los detalles heráldicos: coronas o rodetes con cinco, siete o nueve perlas solemnizan el rango del propietario y marcan sus posesiones con tanta abundancia como los hierros de marcar en un rancho. En un estante, a mano, los pequeños volúmenes dorados del Almanaque de Gotha, cada grado de un color distinto, se abrían automáticamente, como el colectivo de baronets en manos de sir Walter Elliot, de Kellynch Hall, en la propia familia de la castellana. Las mesas de Biedermeier están atestadas de fotografías. Decenas de veranos han desvaído el terciopelo verde, esmalte de cobalto, amarillo canario y clarete de sus marcos. Entre su corona repujada y una firma que ha amarilleado con el tiempo, Francisco José preside como un agathos daimon. La emperatriz, con aspecto de diosa entre las torres de cartón del fotógrafo, mira a lo lejos con la mano en la cabeza de un enorme galgo. Embutida en su traje de montar, salta unas vallas prodigiosas; o bien, girando el cuello como un cisne, mira por encima del hombro desnudo bajo una sucesión de espesas hileras de rizos o bucles en cascada espolvoreados con lentejuelas diamantinas.

En las bibliotecas de todos esos castillos no faltaba el Konversations-lexicon. En cuanto era decoroso, rogaba que me dejaran solo entre los numerosos volúmenes, con la excusa de que, a lo largo del camino, me había formulado muchos interrogantes y era un tormento seguir sin resolverlos. Esto a menudo causaba sorpresa, y siempre placer; como mínimo, resolvía el problema del entretenimiento, y a veces despertaba una curiosidad afín, que conducía a búsquedas en la biblioteca a través de densas columnas de caligrafía gótica. En ocasiones reforzaban al tomo de Meyer el Larousse XXème Siècle o la Encyclopaedia Britannica. Una vez, milagrosamente, en Transilvania, y otra, más adelante, en Moldavia, encontré las tres obras reunidas. A la hora de acostarme me ponían en los brazos atlas, mapas y libros ilustrados.

Creo recordar que, cuando oscurecía, algunas de aquellas habitaciones se iluminaban con lámparas de parafina en lugar de electricidad. Estoy seguro de que, cuando escuchaba la actuación de alguien al piano, había velas que iluminaban las partituras: veo el destello de las llamas en los anillos que el intérprete se había quitado y que reposaban en el extremo del teclado, con tanta nitidez como oigo los Lieder de Schubert, Strauss, Hugo Wolf y, finalmente, Der Erlkönig. La música desempeñaba un papel importante en todas aquellas viviendas. El sonido de las prácticas con instrumentos de viento a lo largo de los pasillos, las partituras en hojas sueltas o cuadernillos esparcidas por los muebles… Los estuches de instrumentos de formas diversas que iban llenándose de polvo en los desvanes son testigos de los días más florecientes en que la familia, la servidumbre y los invitados se reunían para escuchar sinfonías. De vez en cuando, los tubos de un órgano se arraciman en el vestíbulo, y un arpa dorada brilla en una esquina de la biblioteca con todas sus cuerdas intactas.

Tras haber dado las buenas noches y, con los brazos cargados de libros, recorrido el pasillo festoneado de cornamentas y subido por una escalera de caracol a mi habitación, me resultaba difícil creer que la noche anterior hubiera dormido en un establo para vacas. Pasar de la paja a una cama con dosel y volver a la paja es una secuencia muy recomendable. Entre sábanas suaves, sosegado por los aromas de los leños, la cera de abejas y la lavanda, de todos modos permanecía despierto durante horas, gozando de tales placeres y contrastándolos alborozado con los encantos ahora familiares de los establos para vacas, los almiares y graneros. La grata sensación permanecía a la mañana siguiente, cuando me despertaba y miraba abajo a través de la ventana.

El último día de enero, el sol se deslizaba por una extensión de césped, incidía en las estatuas de Vertumnus, Pales y, finalmente, Pomona, en el extremo, y extendía sus sombras delgadas sobre la nieve impoluta. Los bosques, llenos de grajos, se extendían hasta el horizonte, y notaba en el aire que el Danubio no estaba lejos.

Siempre solía tener algún castillo a la vista, apiñado en el borde de una población rural, recostado con soñolienta gracia barroca en salientes boscosos o proyectándose por encima de los árboles, discernibles desde lejos. Su presencia es una constante para el viajero, y cuando este cruza un nuevo límite se siente como el gato con botas cuando los campesinos le dicen que el lejano castillo, los pastos, los molinos y los establos pertenecen al marqués de Carabas. Aparece un nuevo nombre, y durante un trecho es Coreth, Harrach, Traun, Ledebur, Trautmannsdorf o Seilern; entonces se extingue y cede el paso a otro. Tal vez tenía suerte, pues cuando en la carretera o durante la estancia en una hostería, se suscitaba el tema de los moradores del castillo local, como sucedía invariablemente, no se lanzaban diatribas al estilo de Cobbett.[26] Los lugareños solían hablar del castellano local y su familia en el tono posesivo que podrían emplear para referirse a una fuente o una mampara de presbiterio muy antigua en la iglesia parroquial. Pero a menudo la gente tenía unos sentimientos más cálidos, y cuando la mala suerte, el juego, la extravagancia o incluso la imbecilidad total había causado el declive de una dinastía local, lamentaba el eclipse de un hito familiar como un síntoma más de disolución.

Veía por doquier un ejemplo de este sentimiento: las viejas fotografías de Francisco José, deterioradas y desvaídas, pero conservadas con un cariño tal vez un tanto extraño, porque su reinado fue una sucesión de tragedias personales y una erosión pública aunque periférica. Cada pocas décadas, algún fragmento del imperio aflojado por los irredentistas se separaba o, en ocasiones y aún peor, era anexionado temerariamente. Pero esas regiones estaban lejos, en los márgenes del imperio, sus habitantes eran extranjeros, hablaban distintas lenguas, y la vida en el corazón del imperio era todavía serena y lo bastante alegre para amortiguar tales choques y presagios. Al fin y al cabo, la mayor parte de aquel enorme conjunto de países, adquiridos lenta y pacíficamente durante siglos, gracias a brillantes enlaces matrimoniales dinásticos (Bella gerunt alii; tu, felix Austria, nubes!), seguía intacta, y hasta 1919, cuando la ruptura centrífuga solo separó las zonas centrales austríacas, una optimista douceur de vivre embargó al país, o así lo creían ellos ahora, y muchos parecían rememorar aquellos tiempos con la nostalgia de los campesinos y pastores virgilianos en el Lacio cuando recordaban el reinado amable de Saturno.

En Eferding, donde pernocté, el palacio barroco que se alzaba en un lado de la plaza central pertenecía a un descendiente de Rüdiger von Starhemberg, el gran defensor de Viena durante el segundo asedio a que la sometieron los turcos. Una vez más, ese nombre estaba en labios de todo el mundo, debido al papel que tenía el actual príncipe Starhemberg como jefe de la Heimwehr: una fuerza o milicia territorial voluntaria, según me dijeron, preparada para frustrar todo intento de hacerse con el poder por parte de cualquiera de los extremos políticos. Yo había visto las columnas de esa fuerza por las carreteras rurales, sus uniformes grises, los gorros de esquí semimilitares y una mochila de cuero crudo a la espalda. Para quien estaba acostumbrado al ritmo más vigoroso, las fuertes pisadas y los gritos del otro lado de la frontera alemana, parecían bastante inofensivos, pero no se libraban de la acusación de fascismo que les dirigía la mitad de sus adversarios. Después de la del doctor Dollfuss, la imagen de Starhemberg era la que más se veía en los lugares públicos, lo cual, comparado una vez más con Alemania, no era gran cosa. Se trataba de un hombre joven, alto, apuesto, de nariz alargada y mentón poco pronunciado.

El escenario estaba empezando a cambiar. Avanzaba siguiendo un arroyo helado que discurría a través de un bosque, por una región donde juncos, plantas acuáticas, vegetación de marisma, zarzas y arbustos se enmarañaban con tal densidad como en una selva primigenia. Los claros eran lisas extensiones de hielo, que daban la impresión de un manglar en el círculo polar ártico. Cada ramita, recubierta de hielo y nieve, centelleaba. La helada había convertido los juncos en empalizadas de varas quebradizas y los matorrales estaban cargados de carámbanos y gotas heladas que la luz irisaba. En cuanto a los pájaros, solo veía los habituales cuervos, grajos y urracas, pero la nieve estaba llena de huellas ahorquilladas. En otra época del año, en aquellos parajes debía de haber una ebullición de aves acuáticas y peces. Había rígidas redes colgadas de las ramas y una embarcación de fondo plano, hundida en sus tres cuartas partes, permanecía allí inmóvil durante el invierno. Era una región blanca y silenciosa, como presa de un ataque cataléptico.

Una sucesión de ruidos secos procedentes de la laguna rompió el silencio. Una garza se alzó lentamente del hielo, y entonces, con un aleteo más lento, se posó en la copa de un chopo lombardo donde había una multitud de nidos, oscuros y deformes. Su pareja, que parecía enorme mientras se desplazaba por la superficie de un charco helado, la siguió pesadamente, y al cabo de un minuto vi sus picos proyectados uno al lado del otro. Eran las únicas aves que vivían allí, e invernaban en la colonia de garzas casi vacía. Los demás nidos se llenarían hacia el final de la estación en la que abundan los renacuajos.

El lugar era maravilloso, inusitado, y me costaba definirlo: en parte laguna y en parte jungla helada. Terminaba en un montículo donde una hilera de abedules se mezclaba con fresnos, hayas y sauces entre densas moreras y avellanos. Al otro lado de esa barrera, de improviso el cielo se ensanchó y vi una gran masa de agua que fluía, oscura y rápida. En medio de la corriente, turbia a causa de los espectros semiesféricos de los sauces llorones, un islote dividía la corriente. Había una franja de hielo en la otra orilla, y a continuación cañas, árboles y una fluctuación de montes boscosos.

Este segundo encuentro con el Danubio me había cogido desprevenido. ¡Había llegado allí medio día antes de lo que tenía previsto! Mientras fluía entre aquellos montes boscosos y nevados, el río daba una impresión irresistible de fuerza impetuosa.

Saqué el mapa de la mochila y me informé de que las montañas que se alzaban al otro lado formaban parte del bosque de Bohemia. Se extendían por la ribera norte desde que el río penetraba en Austria, alrededor de dos kilómetros al este de Passau, que se hallaba a unos cincuenta kilómetros río arriba.

—Con este tiempo tan frío —me dijo el hostalero de una Gastwirtchaft, donde me detuve más adelante—, te recomiendo Himbeergeist.

Le obedecí y experimenté una conversión instantánea. El licor de frambuesa, o su espectro, esa destilación cristalina, destellante y gélida en la copa empañada, daba la impresión de estar homeopáticamente confabulada con el tiempo. Tomado a sorbos o de un trago, recorría estremecido su nuevo hogar y se ramificaba en pautas (o así me lo pareció tras la segunda copa) como los helechos de hielo que cubren los cristales de una ventana, pero irradiando calor y felicidad en vez de frío, al tiempo que transmite un fantasmal mensaje de bienestar a lo más recóndito de las entrañas. Los duros inviernos originan sus antídotos: Kümmel, vodka, aquavit, Danziger Goldwasser. ¡Ah, un dedo del frío norte! Pociones a la vez ardientes y heladas, chispeantes como lentejuelas, capaces de encender cohetes que recorren el torrente sanguíneo, reanimar los miembros derrengados y hacer que los viajeros reanuden con brío su marcha a través del hielo y la nieve. El fuego blanco me enrojecía las mejillas, me calentaba y daba alas. Este descubrimiento hizo que resplandeciera mi aproximación a Linz. Unos pocos kilómetros más adelante, tras un meandro del río, apareció la ciudad, una visión de cúpulas y campanarios reunidos bajo una severa fortaleza y unidos por medio de puentes a una población más pequeña al pie de una montaña en la otra orilla.

Cuando llegué a la hermosa y amplia plaza en el centro de la ciudad, elegí un café de aspecto prometedor, me sacudí la nieve, entré y pedí dos huevos hervidos. Eier im Glas! Esa era mi pasión más reciente. La delicia de golpear los huevos en toda su superficie con una cucharilla de porcelana antes de quitar la cáscara fragmentada y deslizar el frágil e intacto contenido en un vaso; entonces un trozo de mantequilla… alegrías del viajero. Había sido más afortunado de lo que creía al elegir aquel establecimiento, pues además de matar el hambre con los huevos, el joven propietario y su mujer me alojaron dos noches en su piso sobre el local. Mejor aún, como el día siguiente era domingo, me prestaron una botas y fuimos a esquiar. Todo Linz había ido de excursión a Pöstlingsberg, la montaña que se alza en la ribera opuesta, y los esquiadores descendían trazando espirales por sus laderas gélidas y cubiertas de surcos. Como había empezado sin ninguna práctica, no tardé en llenarme de moratones, pero exorcicé la melancolía que experimentara en Salzburgo.

Al atardecer, recorrí Linz, renqueante. Las fachadas con molduras de yeso estaban pintadas de color chocolate, verde, violeta, crema y azul. Los adornos eran medallones en altorrelieve, y las volutas en la piedra y el yeso les daban un aire de movimiento y fluidez. Las ventanas de los primeros pisos eran saledizas, en forma de semihexágono y con batientes, mientras que en los ángulos eran tres cuartos de cilindro y se alzaban hasta la línea de los aleros, donde trazaban un declive, se estrechaban y volvían a expandirse esféricamente, con idéntica circunferencia, formando animadas cúpulas y globos; bóvedas, pináculos y obeliscos se unían a esas cebollas decorativas a lo largo del horizonte de la ciudad. A nivel del suelo, unas columnas conmemorativas en espiral se alzaban desde las losas de las plazas y elevaban al cielo, similares a los rayos de una custodia, las púas doradas que eran como un estallido de la Contrarreforma. Con excepción de la adusta fortaleza encaramada en la roca, toda la ciudad había sido construida para el placer y el esplendor. Por doquier había belleza, espacio y amenidad. Por la noche, Hans y Frieda, mis anfitriones, me llevaron a una fiesta en una hostería, y a la mañana siguiente me puse en marcha Danubio abajo.

Pero no lo hice de inmediato. Siguiendo la sugerencia de la joven pareja, tomé un tranvía, desviándome unos kilómetros de mi ruta, y luego un autobús, hasta la abadía de San Florián. El gran convento barroco de la orden agustina se alzaba entre colinas bajas, y las ramas de los millares de manzanos que la rodeaban estaban cubiertas de liquen y brillantes de escarcha. Los edificios, los tesoros y la maravillosa biblioteca, todo ello, con excepción de los cuadros, forma un blanco resplandeciente en mi memoria. Me quedé un momento ante los campanarios gemelos, con un fraile amigable. Seguí la dirección del dedo con que señalaba, y contemplamos una sucesión de extrañas brechas en las montañas. En línea recta, esa abertura se extiende por el sudoeste a lo largo de más de doscientos cincuenta kilómetros, recorre la parte superior de Austria y llega a los linderos del Tirol y la Alta Baviera, hasta un lugar donde se atisba, como si flotara, la cima del Zugspitze, a medias espectral y a medias brillante.

Cuando di la espalda a esas montañas, los cuadros que había visto en el convento todavía llenaban mi mente, y me entregué a vagas reflexiones sobre el considerable papel que juegan la geografía y el azar en el conocimiento y la ignorancia que uno tiene de la pintura.

En Holanda había pensado que el habitante de las islas Británicas que no es un experto en arte y se pasea por las galerías conocería los nombres y algunas obras de docenas de pintores holandeses, flamencos e italianos y una veintena de franceses como mínimo. Sin duda también podría nombrar media docena de españoles, y todo gracias a la geografía, la religión, ese viaje a Europa que uno emprende por lo menos una vez en la vida y los caprichos de la moda. Pero la totalidad de sus conocimientos (es decir, la mía) sobre el mundo de habla alemana se reduce a tres nombres: Holbein, Durero y, muy rezagado, Cranach. Holbein, porque parece casi inglés, y Durero porque es la clase de genio que uno no puede dejar de conocer, un fenómeno original y universal, muy adelantado en la cuesta que conduce a la clase de los Da Vinci. Mis recientes visitas a algunas galerías alemanas, sobre todo en Múnich, habían ampliado mi visión de Cranach y añadido a la lista los nombres de Altdorfer y Grünewald.

Aunque estos pintores difieren entre sí, lo cierto es que tienen ciertas cosas importantes en común. Todos ellos proceden del sur de Alemania, todos nacieron en los últimos cuarenta años del siglo XV, todos ellos trabajaron en las primeras décadas del XVI, primero bajo el emperador Maximiliano, «el último caballero», superviviente tardío de la Edad Media, y luego bajo su nieto y sucesor medio español, un hombre del alto Renacimiento, Carlos V. Toda la pintura alemana parece entrar apretadamente en ese período de sesenta años: una abundancia repentina, sin nada que la anuncie más que los talleres medievales y sin verdaderos seguidores. Fue el momento de Alemania, causado por el Renacimiento en Italia y la expansión de los estudios humanistas en Alemania, estimulado y atormentado por el surgimiento del protestantismo. (Grünewald, el mayor, estaba profundamente turbado y finalmente se vio reducido a la inacción. Holbein, el más joven, estuvo a la altura de las circunstancias. No resulta fácil considerarlos contemporáneos, pero lo cierto es que sus vidas se solaparon durante cuarenta años.) Dos canales principales de aproximación y huida unían el sur de Alemania con el mundo exterior.

El más natural seguía el curso del Rin hasta Flandes y conducía en línea recta a los estudios de Bruselas, Brujas, Gante y Amberes. El otro cruzaba los Alpes a través del puerto de Brenner y seguía el Adigio hasta Verona, donde una ruta sin obstáculos se extendía hacia Mantua, Padua y Venecia. Pocos tomaban el segundo camino, pero al final era el más decisivo. Esa polaridad resultaba fructífera, y la pintura alemana giraba, por así decirlo, sobre un eje formado por Van der Weyden y Mantegna.

Caminaba a lo largo del Danubio sin saber que estaba atravesando una importante subdivisión secundaria de la historia del arte. «La Escuela del Danubio», un término arbitrario que suele ponerse entre comillas, cubre exactamente el período al que me he referido y abarca la cuenca del Danubio desde Regensburg hasta Viena, contiene el norte de Bohemia hasta Praga y, por el sur, las vertientes de los Alpes del Tirol a la Baja Austria. Aunque Durero y Holbein son naturales de las ciudades casi danubianas de Núremberg y Augsburgo, no están incluidos: uno es demasiado universal, y el otro, tal vez, demasiado complejo o tardío por una o dos décadas. Desde el ángulo geográfico, Grünewald está un poco más alejado de la cuenta en el oeste, y probablemente lo necesitaban para una escuela renana no menos arbitraria. De lo contrario, encajaría de una manera admirable. Quedan, pues, Cranach y Altdorfer, astros de primera magnitud danubianos entre una multitud de maestros regionales menos conocidos.

A cada nuevo cuadro de Cranach que veía, aumentaba mi desagrado hacia él. Aquellas mozas equívocas, que posan vestidas de muselina contra un fondo oscuro, eran bastante misteriosas y antipáticas, y en yuxtaposición con la Schadenfreude («alegría del mal ajeno»), la satisfacción por el mal ajeno, de sus martirios, resultan profundamente siniestras. Esta idea era no menos aplicable al austero detalle de los maestros menores de la escuela del Danubio y tal vez, si fuésemos hasta el final, al inquietante tema del realismo en Alemania.

Algunas de esas pinturas de la escuela danubiana son maravillosas. Otras son patéticas o conmovedoras o simpáticas y, para un extranjero como yo, tenían un atractivo inmediato que no guardaba relación con sus avances técnicos renacentistas, de los que no sabía nada. En realidad, el aspecto que me agradaba era precisamente el espíritu medieval y teutónico que cambiaba por completo la atmósfera renacentista de aquellos cuadros: el verde esmeralda del césped, es decir, el verde vigoroso de los montes, los oscuros bosques de coníferas y frondosas estribaciones de caliza jurásica; los fondos erizados de picos nevados, lejanos atisbos, sin duda, del Grossglockner, el Reifhorn, el Zugspitze y el Wildspitze. ¡Este es el escenario donde se produce la huida a Egipto y el viaje de los Reyes Magos, y por donde discurren los senderos que llevan a Caná y Betania! Un establo cuyo tejado de paja tiene goteras da refugio a la Natividad en un claro alpino. Las Transfiguraciones, Tentaciones, Crucifixiones y Resurrecciones tienen lugar entre piñas, edelweiss y gencianas. Los personajes en un cuadro de Wolf Huber son campesinas suabas, pasmados vejestorios de barbas enmarañadas, mujeronas de mejillas rollizas, arpías desabridas, labradores maravillados y leñadores perplejos, todo un reparto de rústicos del Danubio, reforzados, en los laterales, por una multitud de patanes. Las escenas que presentan tienen un enorme encanto. No son obras ingenuas, ni mucho menos, pero el equilibrio entre la rusticidad y el refinamiento llega a tal extremo que contemplar una de ellas es como sentarte en un tronco bajo el firmamento nórdico mientras te susurran al oído, de una manera rápida y admirable, los incidentes bíblicos. Te afectan como los cuentos populares en suabo cerrado o en los dialectos tirolés, bávaro o bajo austríaco. Todo lo rústico y sencillo es de una realismo maravilloso en esos cuadros; un convincente desenfado impera al lado de la piedad más tierna. Pero, a menos que los bosques y el sotobosque sean territorio de los trasgos, apenas hay indicios de un sentimiento espiritual o sobrenatural en esas escenas, excepto en un sentido diferente y desfavorable. Por ejemplo, en algunas de esas telas y tablas las leyes de la gravedad parecen ejercer una atracción cuya potencia es antinatural. Los ángeles, al contrario que sus congéneres de Italia o Flandes que permanecen a gran altura, muestran escasas aptitudes para el vuelo y están mal equipados para mantenerse mucho tiempo en lo alto. Los severos rasgos de Bürgermeister del Niño Jesús tienen a veces la ferocidad de un Hércules infantil estrangulador de serpientes. Parece más pesado que la mayoría de los bebés mortales. Una vez se han observado estos síntomas, todo lo demás empieza a fallar, y de una manera que es bastante difícil de definir. Los cutis se vuelven pálidos, parecidos al sebo, los ojos se estrechan hasta quedar reducidos a ranuras que dan una sensación de perspicacia y malevolencia, y brotan chispas de locura. La parte central de los rostros es fláccida y, al mismo tiempo, está contraída, como si una dieta inadecuada los hubiera despojado prematuramente de todos los dientes, y a menudo, sin una razón clara, las facciones empiezan a perder su forma. Las narices se tuercen, los ojos se enturbian y las bocas están abiertas como las de muñecos de nieve o idiotas de pueblo. Hay algo enigmático e inexplicado en este deterioro progresivo, que no está relacionado con la santidad o la vileza del personaje afectado y, claramente, no tiene nada que ver con la capacidad técnica. Es como si una toxina de inestabilidad y disolución se hubiera filtrado en el cerebro del pintor.

Pero cuando el tema pasa de las escenas pastorales a los martirios, sus intenciones son desconcertantes y rebasan todas las conjeturas. Esos cuadros son lo contrario de las escenas bizantinas equivalentes. En estas últimas, el verdugo y su víctima tienen una idéntica expresión de benévola reserva, y el primero, como un artesano beatífico que esgrime una llave en forma de espada que da acceso a la salvación, es tan merecedor de nuestra aprobación como la víctima. Es posible que los italianos no se propongan esa despreocupación en sus escenas de martirio, pero la sensibilidad hacia lo sagrado y la dignidad que revela el talante del pintor hacen que tanto el verdugo como la víctima participen en una coreografía ceremonial de grandeza que mantiene el horror a distancia.

No sucede lo mismo en las obras de la escuela danubiana. Unos patanes rollizos y sin afeitar, con petos ladeados, los faldones de la camisa colgantes y los alzapones semiabiertos, acaban de salir tambaleándose de la Hofbräuhaus, por así decirlo, hediendo a cerveza y Sauerkraut y empeñados en emprenderla a mamporros con alguien hasta dejarlo sin sentido. Encuentran una víctima y se abalanzan sobre ella. Miran de soslayo, hacen guiños, muestran los dientes, con la lengua fuera, y el esfuerzo no tarda en hacerles sudar. Esos palafreneros, carniceros, toneleros, aprendices y lansquenetes cuyos perifollos parecen una muda de pluma son expertos retorcedores de miembros y saben muy bien cómo dejarle a uno cojo, lapidarle, azotarle, vaciarle las cuencas de los ojos y decapitarle, son diestros en el manejo de sus relucientes herramientas y su tarea les regocija. Las ventanas de los pintores se han abierto a patíbulos en los que la rueda, el tajo y la horca atraían con frecuencia a la muchedumbre. En estos cuadros se observa la recurrencia con una gran regularidad de ciertos detalles que no abundan tanto en otros pintores. Cuatro fornidos torturadores, con las estacas cruzadas dobladas bajo su peso, aplican una enorme corona de espinas a la cabeza del reo, mientras el quinto la golpea para clavarla con un taburete de tres patas. Cuando otro le prepara para azotarlo, pone una bota en la parte inferior de la espalda de su víctima y tira de las muñecas atadas hasta que le sobresalen las venas. Las pesadas varas de abedul requieren ambas manos para blandirlas, el suelo no tarda en estar cubierto de ramitas rotas y azotes destrozados. Al principio el cuerpo de la víctima parece cubierto de picaduras de pulgas. Más adelante lo vemos como el de un ocelote, con centenares de espinas clavadas. Finalmente, tras una veintena de vejaciones, clavan el cuerpo moribundo en la cruz y la alzan entre dos delincuentes barrigudos que tienen las piernas rotas y torcidas como palos sangrantes. El toque final de sordidez es la misma cruz. Maderos de abeto y álamo plateado, apenas sin desbastar y con los extremos irregulares, unidos de un modo tan zafio que se doblan bajo el peso de la víctima, como si estuvieran a punto de venirse abajo, y la ley especial de la gravedad, que desgarra la carne y ensancha los orificios de los clavos, disloca los dedos y los expande como las patas de una araña. Las heridas se enconan, los huesos asoman a través de la carne y los labios grises, fruncidos concéntricamente alrededor de un agujero con dientes, se abren presa de un espasmo doloroso. El cuerpo, lacerado, deshonrado y linchado, queda torcido por el rigor mortis. Pende, como dice Huysmans en su descripción del retablo de Grünewald en Colmar, comme un bandit, comme un chien. Las heridas se amoratan, hay indicios de gangrena y putrefacción en el aire.

Pero de alguna manera, y muy contradictoria por cierto, Grünewald queda fuera de la categoría a que me estoy refiriendo. El cadáver coronado de espinas que pende de la cruz corresponde a una fórmula antigua. El horror es extremo, pero, gracias al desgarrador patetismo de los deudos presentes y cierta vena de genio que le exime, la última palabra corresponde a una sensación de drama y tragedia,[27] que, a mi modo de ver, le aparta de la atmósfera y el talante de «Woofully araid», el extraordinario poema sobre la Pasión del poeta inglés Skelton, que fue coetáneo suyo.[28]

Críticos y apologistas culpan a estas escenas crueles del salvajismo contagioso que revistió la Guerra de los Campesinos en 1523. Esta demoledora continuación del conflicto religioso afectó a la mayoría de los alemanes meridionales. Aunque algunos de esos cuadros fueron pintados antes (y, por cierto, el retablo de Isenheim los precedió en una década), es muy posible que el cruel carácter de los tiempos influyera en esa pintura. Pero, aunque así fuese, los resultados son insólitos y ambiguos: los horrores de los Treinta Años y la Guerra de la Independencia española afectaron a Callot y Goya de una manera que no permite duda alguna sobre su actitud con respecto a esas guerras o el objetivo de su obra.

¿Qué son, entonces, estos cuadros? ¿Sombrías reliquias de la Edad Media, hueras de la iluminación del Renacimiento pero animadas por sus técnicas, que surgen bajo unos estímulos salvajes? Tal vez. Pero la pintura religiosa es, ipso facto, didáctica. ¿Qué prescriben esas pinturas? Es imposible saberlo. En Bizancio, una actitud imparcial exaltaba tanto a los virtuosos como a los inicuos, y unía sus manos en una abstracción. Aquí interviene una actitud contraria. El bien y el mal, amasados con la misma pasta sin levadura, conviven en la sordidez hasta que ambos se vuelven igualmente viles, y esta igualdad en la abyección ahuyenta a la piedad. La dignidad y la tragedia emprenden juntas el vuelo, y uno contempla las escenas perplejo. ¿Se trata de santos martirizados o de criminales a los que ejecutan lentamente? ¿De qué lado está el pintor? No hay respuesta.

Tal vez era imposible huir de esa atmósfera. Desde luego, hay restos de ese talante, aunque muy reducido, en algunos cuadros de Altdorfer. Pero este artista eclipsa a sus colegas danubianos de la misma manera que un ave lira sobresale entre cuervos carroñeros. Era de Regensburg, una ciudad en la que aún no había estado (me la perdí cuando giré hacia el sur en Ulm), pero una visita posterior fue muy ilustrativa. Allí, en el extremo más septentrional del río, a doscientos kilómetros río arriba desde la abadía de San Florián, la antigua fortaleza de Ratisbona tiende sobre el Danubio un puente que rivaliza con los grandes puentes de la Edad Media. Esas almenas y esos chapiteles, envueltos en el mito, dominan una de las ciudades medievales más completas y convincentes del mundo. Cualquiera que haya deambulado por sus calles puede comprender por qué las pastorales sagradas que sus colegas convirtieron en relatos folclóricos dialectales, cambian, bajo sus pinceles, al talante y el escenario de las leyendas. Los episodios bíblicos, que en ningún lugar se manifiestan de manera más espléndida que en el retablo de San Florián, son revestidos de repente con la magia y el encanto de los cuentos de hadas. Y, además, unos cuentos de hadas en los que el eje entre Mantua y Amberes ha tejido considerablemente, desenrollando brillantes hebras en el tejido. Bajo el entrelazamiento gótico de fríos blancos y grises que endoselan escenas sagradas en Flandes, los personajes bíblicos, vestidos con túnicas de tonalidades violáceas, amarillo limón y ese amarillo azufre estridente que Mantegna adoraba, evolucionan y posan con un esplendor renacentista convincente. Poncio Pilatos, vestido de terciopelo, con un manto de color zafiro oscuro, borlas y cuello como un elector palatino y turbante de califa, se restriega las manos humedecidas entre el aguamanil y la salvilla, bajo un magnífico baldaquín de oro difuminado. A través de las ventanas de arco y los rosetones, y más allá de los vidrios romboidales, se elevan las rocas estriadas, y los bosques, riscos y bancos de nubes de Getsemaní enmarcan una puesta de sol luminosa e incandescente que presagia a Patinir. Aunque los centuriones son caballeros con armadura negra, ningún herrero mortal forjó jamás esos yelmos, esos adornos metálicos, rodilleras y coderas, ni siquiera en los yunques de Augsburgo y Milán durante el reinado de Maximiliano. Es la espléndida armadura que luciría más adelante todo buscador del Grial prerrafaelita, la de los paladines con grebas y guanteletes que aparecen en los volúmenes de cuentos de hadas ilustrados a color.

Se pasa de la divinidad a la fábula sacra, y el mismo ambiente mágico aisla a los caballeros solitarios entre millones de hojas y enfrenta a san Eustaquio y el ciervo con su crucifijo de astas en un bosque de azares y hechizos.

Grünewald es muy variado. Un destartalado establo de vacas, en cuyo tejado crecen plantas como la lechetrezna, titila de una manera extraña al otro lado del prado, con los toques de luz difuminados de la Navidad. En transparentes palacios babilonios se amontonan caprichosas hileras de galerías con arcadas entre bancos de nubes; unos palacios, por otra parte, elaborados con los secretos de la perspectiva, dominados casi por completo, que Durero había traído de Bolonia y Venecia. ¡Tiempos embriagadores! Debía de haber sido como si Durero, desde la torre más alta de Núremberg, hubiera tendido una geometría invisible sobre Franconia, una geometría que trazaba en el aire una red de líneas de puntos, ducados montañosos cuadriculados se alzaban por encima de Suabia, Austria y Sajonia en panorámicas ajedrezadas que lanzaba descuidadamente andanadas de paralelos hacia los obispados soberanos del Rin.[29]

Desconocía entonces que algunas de las pinturas rurales de Grünewald (escenas de la naturaleza sin ningún episodio bíblico ni nada humano, ni siquiera un Ícaro que cae para justificar su existencia) son las primeras representaciones de puro paisaje de Europa. Solo años después, durante un viaje, comprendí con qué fidelidad el paisaje de este pintor reproduce el del Danubio. Fue su asombrosa Alexanderschlacht, la victoria de Alejandro sobre Darío en Issus, la obra que me marcó el camino. En esa ocasión, contemplaba el río corriente arriba desde Dürnstein, pensando en la gran pintura que había visto recientemente, cuando un destello apocalíptico me reveló que el trecho fluvial del cuadro no era ningún río asiático, ni siquiera el Granicus, sino la cuenca del Danubio en la que está a punto de librarse una de sus innumerables batallas. Así debía de ser, pero ¿cómo no me había dado cuenta de ello durante mi primera visita? La batalla en el desfiladero pintado tiene lugar a la puesta de un pálido sol de octubre, y los ejércitos rivales, como maizales barridos por el viento, erizados de lanzas y salpicados de estandartes a modo de amapolas, colisionan bajo una luz otoñal. En cambio, cuando estuve aquí por primera vez, el campo de batalla estaba cubierto de nieve, la cual borraba todos los contornos, y no se oían las fanfarrias.

El vínculo entre los viajes y la pintura, sobre todo esta clase de viaje, es muy estrecho. Tenía mucho en lo que pensar mientras caminaba por las huertas monásticas cubiertas de nieve y, cuando me encontraba en los campos silenciosos que se extendían más allá, se me ocurrió por centésima vez desde que desembarqué en Holanda, que hasta entonces un solo pintor había estado presente en cada etapa de aquel Winterreise, aquel viaje de invierno. Cuando no había edificios a la vista, regresaba a la Edad Media. Pero en cuanto aparecía una granja o una aldea, me veía en el mundo de Peter Brueghel. Los copos blancos que caen junto al Waal (o el Rin o el Neckar o el Danubio), los gabletes en zigzag y los tejados cubiertos de nieve, todo esto era suyo, como también los carámbanos, la nieve pisoteada, los troncos amontonados en los trineos y los campesinos doblados bajo haces de leña. Cuando llegaba a un pueblo y veía a los niños con capuchas de lana y carteras salir corriendo de la escuela, calzados con zuecos en miniatura, sabía por anticipado que al cabo de un instante agitarían los brazos y echarían el aliento a los dedos enmitonados, despejarían un espacio para jugar a la peonza o bajarían veloces por un callejón para deslizarse por el arroyo más cercano, donde todo el mundo, niños, adultos, reses y perros, se movían seguidos por la estela de vapor de su aliento. Cuando la tenue luz invernal se filtraba a través de brechas cerca del horizonte o un sol anaranjado se ponía a través de las ramas de una mimbrera, la identidad era completa.

Me encaminé al noreste, avanzando cuesta abajo a través de la nieve, y a cada paso que daba me hundía más. Los árboles estaban llenos de grajos y los campos eran paralelogramos blancos y grises flanqueados por numerosos sauces. Estaban cruzados por arroyos que, bajo las capas de hielo, iban al encuentro de un meandro pizarroso del río, y el escenario silencioso y amortiguado era el fondo del cuadro Cazadores en la nieve de Brueghel. Solo faltaban los cazadores, con sus lanzas y sus perros de cola curvada.

Crucé el río, en dirección a las luces de Mauthausen, por un puente antiguo y macizo. Un alto castillo del siglo XV se alzaba junto a la corriente y, bajo los muros, Hans y Frieda estaban en el embarcadero, fieles a la más vaga de las citas. Y, mientras nos saludábamos mutuamente desde lejos, me di cuenta de que tenía por delante otra alegre noche.

Al día siguiente emprendí la marcha por un sendero a lo largo de las estribaciones montañosas. El río Enns, que había cruzado en el crepúsculo, salía serpenteante de su valle y desembocaba en el Danubio, donde giraba río abajo para trenzar una franja verde claro de límpida agua de montaña en el flujo de color pardo grisáceo. Fui a parar a Perg, que se encuentra a pocos kilómetros de la ribera norte. El río, tras inundar los campos helados, había errado en una maraña de corrientes que se separaban y volvían a unirse. En Ardagger, las montañas volvían a alzarse. Cada vez que sucedía esto, experimentaba una sensación de solemnidad.

Aquella noche dormí en el pueblo de Grein, río arriba desde un islote boscoso que había dado lugar a numerosas leyendas. Antiguos peligros acechan en esos desfiladeros. Se cree que el mismo nombre es una onomatopeya del grito de un marinero que se ahogó en un remolino, pues los rápidos y escollos de ese trecho del río fueron los causantes de no pocos naufragios en el transcurso de los siglos. A los marineros que caían por la borda se les abandonaba a su suerte, considerándolos como ofrendas propiciatorias a algún dios celta o teutón que aún sobrevivía secretamente tanto desde los tiempos prerromanos como precristianos. Antes de aventurarse por esa zona amenazante, los romanos arrojaban monedas al río para aplacar a la divinidad fluvial Danubius; y viajeros posteriores tomaban los sacramentos antes de efectuar la travesía. Los ingenieros de María Teresa aportaron seguridad al viaje, pero las destructivas puntas rocosas sumergidas no fueron destruidas por completo hasta la década de 1890. Con anterioridad todo dependía de la astucia del piloto, y hasta cierto punto así sucede todavía; la superficie del agua que, en mitad de la corriente, forma ruedas de carro en frenético movimiento, evidencia la conmoción que reina abajo. A fin de evitar tales riesgos, se ataba a las embarcaciones, como catamaranes, y su estabilidad se mantenía desde las orillas, por medio de maromas. Las que navegaban río arriba eran remolcadas por tiros de caballos y yuntas de bueyes, en número de veinte, treinta y a veces cincuenta, escoltadas por tropas de lanceros a fin de mantener a raya a los bandoleros. Los muros almenados de Werfenstein, cuyos castellanos vivían de los naufragios y el saqueo, se proyectan ávidos sobre los rápidos, pero el ejército de Barbarroja, que se encaminaba a la Tercera Cruzada, era demasiado numeroso para ser atacado. Los moradores del castillo observaron a través de las troneras y se mordisquearon los nudillos con frustración mientras los cruzados avanzaban lentamente río abajo.

El Danubio, sobre todo en aquella honda garganta, parecía bastante más revuelto que el Rin, y mucho más solitario. ¡Qué escaso era el tráfico del río en comparación! Tal vez el temor a los atascos en el hielo hace que las embarcaciones permanezcan ancladas. Podía caminar durante horas sin oír una sola sirena. A intervalos muy espaciados, una ristra de gabarras, que solía proceder de alguno de los reinos balcánicos, avanzaba pesadamente río arriba con una carga de trigo. Tras dejar esta mercancía y cargar tablones o adoquines, se deslizaban río abajo, siguiendo la corriente. Las piedras y la madera procedían de canteras y talas de árboles en las riberas. En los riscos abrían con explosivos grandes cavidades en forma de herradura, y las montañas, desde la orilla hasta la cima, eran un amontonamiento interminable de troncos. Las veredas cubiertas de nieve y casi perpendiculares recorrían los bosques, largas franjas blancas a cuyo alrededor había millares de troncos caídos, como el contenido de cajas de fósforos derramadas. En los claros cortaban troncos más pequeños y los colocaban en rimeros, y oía el sonido de la tala y las voces de los leñadores mucho antes de verlos. Desde la orilla, cada kilómetro y medio más o menos, se alzaba el zumbido de una sierra circular y el eco de maderos que caían allí donde unos vagos espectros cubiertos de serrín desmembraban una carga de trineo tras otra de gigantes del bosque.

Aparte de los leñadores, no había allí más hombres que los guardias forestales, uniformados de verde y con botas de suelas claveteadas, quienes vivían entre los ciervos, las ardillas, los tejones y los turones. De vez en cuando, uno de ellos, con una escopeta bajo el brazo, hielo en las patillas y las cejas y una pipa con cazoleta de porcelana, aparecía entre los árboles como una visión de Jack Frost, la helada personificada. A veces nos hacíamos compañía durante tres o cuatro kilómetros, mientras dos perros brueghelianos trotaban ojo avizor por delante de nosotros. En aquellas montañas abundaba la caza; las huellas hendidas que veía en la nieve eran, tal como había pensado, de corzos, y una o dos veces tuve breves atisbos de esos animales, los cuales permanecían un instante inmóviles, mirando fijamente, y entonces saltaban para ponerse a cubierto, desparramando la nieve acumulada en las ramas inferiores. Pero todos los guardas de coto convienen en que las regiones de caza más ricas son Estiria y el Tirol. Me enteré de que cuando un joven cazador acecha a su primer ciervo y lo abate, el veterano que dirige la cacería señala la ocasión con una especie de blooding,[30] de tan remota antigüedad y evocadora de las leyes medievales que regían en el bosque (o de su incumplimiento) que la pequeña ceremonia permanece en mi memoria desde entonces. El cazador veterano rompe una rama y golpea al novicio tres veces sobre los hombros, con bastante fuerza, diciendo un verso al tiempo que propina cada golpe:

Eins für den Herrn,

Eins für den Knecht,

Eins für das alte Weidmannsrecht![31]

Precipitándose desde la sierra, densas sombras cubrían el fondo del desfiladero. Aquí el Danubio seguía un corredor serpenteante que se expandía sin previo aviso, formando gigantescas salas de baile circulares, y volvía a cerrarse del mismo modo abrupto; y, a lo largo de muchas leguas, en esa hondonada que se ensanchaba y estrechaba no había más que una casa de campo y uno o dos graneros, unos pocos castillos, torres y ermitas solitarias, todos ellos en estado ruinoso. Surgían entre la masa forestal para desintegrarse en agujas de roca a una altura vertiginosa. Cuando subía por el camino de montaña, llegaba al nivel de las ruinas y luego quedaban abajo y las montañas de enfrente pasaban de ser un muro de ramas a un laberinto de morrenas, hendiduras y estribaciones, con prados ondulantes y villorrios solitarios encaramados en las crestas, todos ellos invisibles hasta entonces, y gozando de la luz solar que estaba vedada al mundo inferior. La altura progresiva descubría nuevos trechos del río como una cadena interminable de lagos, y en los escasos tramos en que el valle se orientaba al este y el oeste, la salida y la puesta del sol permanecían reflejadas e inmóviles y un efecto óptico elevaba cada lago un poco más que su predecesor, hasta que formaban brillantes escaleras que ascendían en cada dirección; y finalmente los promontorios que se alzaban entre unos y otros perdían contacto con la otra orilla y las escaleras acuáticas, ahora muy abajo, se unían en una sola serpiente líquida.

Al principio, solo una sierra, un hacha o el estampido de una escopeta rompían el silencio de los bosques. Pronto se sumaban otros sonidos: la nieve que se deslizaba de una rama, una piedra suelta que iniciaba una pequeña avalancha, una gabarra, el mugido de cuya sirena rebotaba de un risco a otro. Los rumores de arroyos ocultos, apenas percibidos al principio, se prolongaban; pero las cascadas, aunque visibles a lo largo de kilómetros, eran inaudibles hasta que uno llegaba ante ellas. Veía sus aguas precipitarse sobre un saliente y otro, dividirse y volver a unirse, desvanecerse bajo los árboles y caer al río trazando largas parábolas; y todo ello en silencio, al parecer con tan poco movimiento como la blanca cola de caballo a la que agita el más leve soplo de brisa. Entonces el sendero rodeaba un espolón rocoso y un murmullo que había ido creciendo lentamente se volvía de improviso atronador. Desde un saliente lleno de carámbanos, como estalactitas, toneladas de jadeíta líquida caían entre las rocas, y la rociada de su impacto cargaba las ramas con abanicos de gotas heladas. Un conducto formado por cantos rodados y un túnel de hielo y helechos congelados la llevaban al borde del risco y allí, en una nube de bruma, la arrojaba por encima de los racimos de estalactitas y las copas de los árboles, la sumía resonando en el abismo hasta que se perdía de vista. Tras dejarla atrás, el estrépito iba disminuyendo y la distancia que había que recorrer me hacía reducir el apresuramiento hacia la siguiente y lejana cola de caballo encrespada.

Innumerables agujas de pino sombreaban los ratos de sol y salpicaban los senderos de una fascinante luz fragmentada. Un entusiasmo gélido crepitaba entre las ramas, y yo avanzaba por aquellos bosques rutilantes como un indio hurón. Pero había momentos, a primera hora de la mañana, en que las densas coníferas y los diáfanos esqueletos en los bosques de madera dura eran tan livianos como plumajes, y las primeras nieblas que se cernían sobre los valles hacían flotar en el aire los picos transparentes y encerraban los pináculos rocosos en aros de vapor de diámetro decreciente. En esos momentos, el paisaje inferior parecía haberse trasladado lejos de Europa central, incluso más lejos que los bosques habitados por pieles rojas, hasta China. El monograma del pintor en tinta roja, arrastrando como una cola de cometa los ideogramas trazados con ligeras pinceladas, debería haber figurado como una firma en la palidez del cielo.

Los senderos serpenteaban cuesta abajo desde aquellas tierras altas; bajaban y bajaban hasta que los árboles disminuían y la luz del sol se extinguía. Aparecían prados, luego un granero, a continuación un huerto, un cementerio parroquial y delgadas columnas de humo que se alzaban de las chimeneas de un villorrio a orillas del río. Volvía a hallarme entre las sombras.

Et jam summa procul villarum culmina fumant

Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.

(«Lejos ya de las aldeas humean las cumbres

y caen largas sombras desde las altas montañas.»)

Siempre había un Venado de Oro o una Rosa Blanca donde comprar pan y queso entre el apiñamiento de tejados, o para tomar café y Himbeergeist. A menudo, a medias en una depresión de las montañas y a medias en un promontorio, un Schloss pequeño y semianfibio se enmohecía bajo la luz declinante, rodeado de gansos, saúcos y manzanos. Húmedos muros se erguían entre torres rematadas por conos de ripia. Los hierbajos medraban en todas las grietas. El musgo moteaba los muros que se alzaban entre torres coronadas con mohosos conos de mampostería que oxidadas abrazaderas de hierro trataban de sujetar, y contrafuertes de ladrillo acodalaban las paredes peligrosamente inclinadas. Las montañas, que retrasaban la salida del sol y apresuraban la oscuridad, debían de haber reducido a la mitad la duración de los cortos días invernales. Aquellos edificios parecían demasiado desolados para vivir en ellos, pero en las minúsculas ventanas, sofocadas por las enredaderas, al oscurecer se distinguía una débil iluminación. ¿Quién vivía en las habitaciones con losas en el suelo, a las que jamás llegaba el sol? ¿Confinados entre unos muros de casi dos metros de grosor, el exterior cubierto de hiedra conquistadora y el interior de árboles genealógicos que se enmohecían? En seguida me ponía a pensar en personajes solitarios… una viuda descendiente de una dama de honor de la corte de Carlomagno, a solas con el Sagrado Corazón y el rosario, o una familia de barones pálidos como la cera, temerariamente endogámicos; solteros con mostachos de morsa, encorvados a causa del reumatismo, deambulando estremecidos de una habitación a otra y tosiendo entre sus perros de caza, hombres con fisuras palatinas que se llamaban unos a otros en corredores de una oscuridad casi absoluta.

Después de cenar y hacer unas anotaciones en mi diario en la sala de la hostería de Persenburg (creo que debí de alojarme allí gracias a los principios caritativos del burgomaestre), me puse a dibujar a Maria, la hija del patrón, que estaba muy atareada zurciendo ropa. Le hablé de mi visita a San Florián: o bien no era un día en que admitían visitantes, o bien la abadía estaba oficialmente cerrada. El portero se mostró inflexible. Le dije que era mi única oportunidad, que había cruzado Europa para ver la abadía, y al final, cuando debía de dar la sensación de que estaba al borde de las lágrimas, el hombre empezó a ablandarse. Me dejó en manos del amigable canónigo, el cual me lo mostró todo. Maria se reía, lo mismo que el hombre sentado en la mesa vecina, el cual dejó el Neue Freie Presse y me miró por encima de las gafas. Era alto, de aspecto académico, rostro alargado y simpático y grandes ojos azules. Vestía calzones de cuero y chaqueta de lana verde oscuro, y un voluminoso perro de tendencia bruegheliana, llamado Dick, permanecía tranquilamente tendido al lado de su silla. «Hiciste lo que debías —me dijo—. En Alemania solo habrías logrado entrar gritando.» Maria y dos barqueros, las otras dos personas en la Gastzimmer, se rieron y mostraron de acuerdo.

El Danubio inspira a quienes viven en sus riberas una pasión contagiosa. Mis compañeros lo sabían todo acerca del río. Les alegraba el hecho de que, después del Volga, que estaba casi demasiado lejos para tenerlo en cuenta, es el río más largo de Europa, y el hombre vestido de verde añadió que era el único que fluía de oeste a este. Los barqueros hacían espeluznantes descripciones de los peligros del Strudengau, y la veracidad de sus anécdotas era ampliamente confirmada por los otros. Descubrí que el hombre vestido de verde oscuro hablaba un inglés perfecto, pero excepto en el caso frecuente de que yo no entendiera una palabra, se expresaba en alemán por cortesía hacia los demás. Dijo que el Danubio desempeñaba un papel en el Nibelungenlied que era casi tan importante como el del Rin. Yo aún no lo había leído, pero admití que nunca había relacionado esa obra con otro río que no fuese el último. «¡Y nadie lo ha hecho!», exclamó él. «¡Y eso se debe al doctor Wagner! Unos sonidos magníficos, pero muy poco que ver con la verdadera leyenda.» ¿Qué parte del Danubio? «¡Exactamente aquí! Toda esta zona río abajo, hasta entrar en Hungría.»

Miramos a través de la ventana. La corriente fluía bajo las estrellas. El hombre siguió diciendo que aquel era el río más ancho de Europa y el que tenía, con gran diferencia, una riqueza biológica más interesante. Más de setenta especies distintas de peces nadaban en él. Tenía su propia especie de salmón y dos clases de percas. Varios especímenes disecados de estos peces colgaban de las paredes en vitrinas de cristal. El río constituía un enlace entre los peces de Europa occidental y los que poblaban el Dniéster, el Diniéper, el Don y el Volga.

—El Danubio ha sido siempre una ruta de invasión —comentó—. Incluso más arriba de Viena hay peces que, por lo demás, nunca se aventuran al oeste del mar Negro, o por lo menos es muy raro que lo hagan. El esturión auténtico se queda en el delta, por desgracia, pero aquí contamos con muchos de sus parientes.

Uno de ellos, la variedad Acipenser ruthenus, era muy corriente en Viena, y el hombre me aseguró que tenía una carne deliciosa. A veces se aventuraban río arriba hasta Ratisbona y Ulm. El mayor de ellos, otro primo del esturión al que llamaban Hausen, o Acipenser huso, era un gigante que a veces alcanzaba una longitud de siete metros, y en algunos casos extremos hasta nueve, y que podía llegar a pesar casi una tonelada.

—Pero es un animal inofensivo —siguió diciendo nuestro interlocutor—. Solo come pequeñeces. Toda la familia del esturión es miope, como yo. Nada tanteando el fondo del río con los palpos y se alimenta de plantas acuáticas. —Cerró los ojos y entonces, con una cómica expresión de aturdimiento, extendió los dedos entre los vasos de vino con un movimiento exploratorio—. Su verdadero hogar es el mar Negro, el Caspio y el mar de Azov. ¡Pero el auténtico terror del Danubio es el Wels!

Maria y los barqueros asintieron lúgubremente, como si el otro hubiera mencionado a un Kraken o el Grendel. ¡El Silurus glanis o barbo gigante! Aunque era más pequeño que el Hausen, se trataba del pez puramente europeo de mayor tamaño, y a veces medía cuatro metros.

—La gente dice que se come a los niños si caen al agua —comentó Maria, dejando caer sobre el regazo un calcetín a medio zurcir.

—También a los gansos —dijo uno de los barqueros.

—A los patos —añadió el otro.

—A los corderos.

—A los perros.

—¡Dick tendría que andarse con cuidado! —concluyó Maria.

Las palmadas tranquilizadoras de mi erudito vecino en la peluda cabeza que estaba a su lado obtuvieron la recompensa de una mirada lánguida y varios golpes de cola contra el suelo, mientras su dueño me decía que uno o dos años antes habían extraído de las entrañas de un barbo un perrito de lanas que se había tragado.

—Son unos bichos terribles —comentó—, terribles y extraordinarios.

Le pregunté qué aspecto tenían, y él repitió la pregunta para sí mismo mientras rumiaba.

—¡Bestial! —dijo por fin—. No tienen escamas, ¿sabes?, son completamente lisos, de color apagado y viscosos. ¡Pero la cara! ¡Eso es lo terrible! Tiene unos rasgos grandes y toscos y unos ojillos odiosos que miran fijamente. —Mientras hablaba, bajó las cejas, frunciendo el ceño, y de alguna manera logró que los ojos grandes y sinceros detrás de las gafas se contrajeran y sobresaliesen simultáneamente, con una expresión furibunda—. ¡Y la boca! —siguió diciendo—. ¡La boca es lo peor de todo! La tiene colgante y con hileras de dientecillos aterradores. —Ensanchó la boca hasta reducirla a una ranura que se hundía ominosamente en ambas comisuras y adelantó la mandíbula inferior, formando una espantosa proyección habsburguiana—. Y tiene unos pelos largos, muy largos —añadió, deslizando las yemas de los dedos por ambas mejillas—, que se extienden a cada lado. —Se los echó airosamente por encima de los hombros, como las largas barbillas del barbo ondulantes en la corriente—. ¡Este es el aspecto que tiene! —exclamó, levantándose poco a poco de la silla y, mientras lo hacía, volvió la temible máscara hacia nosotros, a través de los vasos de vino. Era como si el gran pez se hubiera deslizado silenciosamente por la puerta.

Herr Jesus! —exclamó Maria, con una risa nerviosa, y el perrito se levantó y se puso a ladrar, excitado.

Entonces los rasgos del hombre adoptaron de nuevo su expresión normal, volvió a sentarse y sonrió ante nuestro pasmo.

¡Había dado por casualidad con una mina de oro! Podía preguntarle sobre cualquier cosa: flora, fauna, historia, literatura, música, arqueología… Como depósito de cultura estaba mejor surtido que cualquier biblioteca de castillo. Su inglés, que había adquirido con sus hermanos gracias a las institutrices británicas, era de amplio espectro, impecable en el uso idiomático y pulido por numerosas estancias en Inglaterra. Sabía muchas anécdotas sobre los habitantes de los castillos danubianos, entre los que él se contaba, como había colegido por la manera de hablarle que tenían los demás: su guarida era un Schloss destartalado cerca de Eferding, y un criadero de garzas vacío que había allí fue lo primero que despertó su interés, cuando era un muchacho, sobre la fauna del río. Tenía un delicioso toque bohemio, de sabio gitano.

Regresaba de hacer una visita a Ybbs, la pequeña población que estaba al otro lado del río. El objetivo que le había llevado allí, como aficionado a las antigüedades, era la tumba tallada de Hans, caballero de Ybbs, «un personaje de elegancia deslumbrante», según él. (Era tan impresionante que, al día siguiente, crucé el río para verla. El caballero, de pie, en altorrelieve, en un rectángulo con las profundas incisiones de las letras góticas, fue tallado en 1358. Cayó en combate, en la misma década que Crécy y Poitiers, y había sido coetáneo de Guesclin y el Príncipe Negro, es decir, había vivido en el pináculo de la caballería. Viste armadura completa y los dedos del guantelete derecho se curvan alrededor del asta de una lanza en la que ondea un estandarte. Los dedos de la otra mano, bajo un codo doblado en ángulo que hace girar el torso cubierto con el peto desde la cintura de avispa, se extienden sobre la empuñadura en forma de cruz de una espada que requiere el uso de ambas manos. Su casco de acero puntiagudo está arrugado como una almendra y la cota de malla le cubre las mejillas, el mentón y la garganta como un griñón monjil, similar a esa toca de lino almidonado en vez de metal que da un aire caballeresco a las monjas de ciertas órdenes. Un yelmo enorme, con penacho de hojas de roble y ranuras para los ojos está equilibrado sobre la placa que cubre un hombro. La fluidez sinuosa de la talla presta al caballero una actitud animada, poética y airosa que probablemente es única en esa clase de efigies.)

Al oír la mención del Ritter von Ybbs, pregunté al erudito por el significado exacto de von, y me explicó que Ritter von y Edler von («caballero o noble» de alguna parte) fueron en su origen terratenientes medievales a quienes se concedía un feudo, que solía ser epónimo, a condición de que sirvieran como caballeros. Más adelante se redujo a significar tan solo el grado más bajo en la escala de títulos nobiliarios. El aura perversa que tiene en Inglaterra, debido a la inclinación militarista de los junkers prusianos, es inexistente en Austria, donde el prefijo evoca algo más suave, algo así como la condición de squire o hacendado noble en Gran Bretaña. Esto dio pie a una digresión sobre la aristocracia de Europa central, efectuada con gran brío y la objetividad de un zoólogo. Lo entendí en líneas generales, pero ¿qué decir de esos personajes alemanes que me intrigaban, los landgraves, margraves, rhinegraves y wildgraves? ¿Quién era la margravina de Bayreuth y Anspach? Mi interlocutor me respondió con una rauda disquisición sobre el Sacro Imperio Germánico y la manera en que el tremendo título había invadido e inquietado a Europa desde Carlomagno a las guerras napoleónicas. Por fin vi con claridad cuáles habían sido los papeles de los electores, los príncipes y prelados que elegían a los emperadores hasta que la corona se convirtió en una reliquia no oficial de los Habsburgo, cuando ellos todavía la ratificaban. Me enteré de que entre su elección y su ascenso, al futuro emperador le llamaban rey de los romanos.

—¡Hombre! —exclamó mi informador—. ¡Hubo uno inglés, el hijo del rey Juan, Ricardo de Cornualles! Y su hermana Isabel se casó con el emperador Federico II, el stupor mundi! Pero, como sabes —un gesto de tácito asentimiento que servía para todo me pareció la mejor respuesta en este caso— el pobre Federico no tuvo ningún éxito y se murió de pena cuando Guy de Montfort asesinó a su hijo Henry de Almain en Viterbo. Dante ha escrito sobre ello…

Por entonces no me sorprendía nada. Me explicó la mediatización de los estados soberanos menores cuando se disolvió el imperio; y a partir de ahí, a un ritmo vertiginoso, abordó la historia de los caballeros teutones, los szlachta polacos y los reyes electivos, los hospodares moldovaláquicos y los grandes boyardos de Rumanía. Rindió breve tributo a las prolíficas ijadas de Rurik y a la principesca progenie que esparció por las Rusias, la gran princesa de Kiev y Novgorod, los kanes de la Crimea tártara y los kaganes de las hordas mongolas. Si nada nos hubiera interrumpido, habríamos llegado a la Gran Muralla china y sobrevolado el mar hasta el mundo de los samuráis.[32] Pero algo nos requería más cerca de casa: las antiguas reglas austríacas, casi brahmínicas, de la eligibilidad y la rígida ceremonia de la corte española que sobrevivía desde los tiempos de Carlos V. Mi interlocutor se mostraba crítico con respecto a los fracasos de la nobleza en momentos cruciales, pero de todos modos estaba unido a ella. Atacó sin encono la proliferación de títulos en la Europa central.

—Es mucho mejor en Inglaterra, donde al final todos menos uno solo vuelven al mister. ¡Fíjate en mí y mis hermanos! No somos más que asas sin jarro.

¿Acaso le habría gustado que se prescindiera de los títulos?[33]

—¡No, no! —exclamó, de una manera más bien contradictoria—. Hay que preservarlos a toda costa… el mundo ya se está volviendo bastante insípido. Y no es cierto que se estén multiplicando, pues tienen en su contra a la historia y la ecología. ¡Piensa en el órix! ¡El mergo de la isla Auckland! ¡La gran alca! ¡El dodo! —Una sonrisa le dividía el rostro—. Deberías ver a algunos de mis tíos y tías!

Pero al cabo de un instante tenía una expresión preocupada.

—¡Todo va a desvanecerse! ¡Hablan de construir presas hidroeléctricas al otro lado del Danubio y tiemblo cada vez que pienso en ello! Es el río más agreste de Europa, y lo van a domar hasta que no se diferencie de un sistema de abastecimiento de agua municipal. Todos esos peces del este… ¡no volverían jamás! ¡Nunca más se les vería por aquí!

Parecía tan deprimido que cambié de tema y le pregunté por las tribus germánicas que en el pasado habían vivido allí, los marcomanos y los cuados… no podía quitarme de la cabeza sus curiosos nombres.

—¿Cómo dices?

El hombre se animó en seguida. ¿Aquellos adoradores de Wotan, de largas cabelleras, que durante siglos asomaron entre los troncos de los árboles, mientras los legionarios se ejercitaban y formaban testudos en la otra orilla? Le brillaban los ojos, y en un cuarto de hora aprendí más sobre los Völkerwanderungen de lo que podría haber espigado consultando durante una semana los atlas históricos más completos.

Los demás habían ido a acostarse horas antes. Habíamos vaciado la tercera botella de Langenlois, y nos levantamos también. Él se detuvo un momento ante una vitrina de vidrio en cuyo interior una enorme trucha disecada, de ojos brillantes, parecía nadar velozmente entre una maraña de algas de hojalata.

—Es una lástima que no hayas ido a San Florián, al otro lado de las colinas —me dijo—. Habrías llegado al pueblo de Steyr y el valle del Enns —este era el afluente verde que había visto curvarse, procedente de las colinas frente a Mauthausen—. Solo está a veinte kilómetros. Schubert escribió ahí el quinteto de La Trucha. Hacía un viaje a pie, como tú.

Se puso a silbar la música schubertiana mientras caminábamos por el embarcadero cubierto de nieve. Dick iba delante y resbalaba cómicamente en el hielo oculto. El campanario de Ybbs se distinguía claramente por encima de los tejados, y las copas de los árboles en la otra orilla. Por encima de los tejados en la ribera donde estábamos, y casi de una manera inevitable, se alzó un gran castillo barroco bajo la luz de las estrellas.

—¿Ves la tercera ventana a la izquierda? —me preguntó el erudito—. Es la habitación donde nació Karl, nuestro último emperador. —Tras una pausa, siguió silbando la tonada de La Trucha—. Cada vez que la oigo pienso en arroyos que corren hacia el Danubio.