Capítulo Dos
I Don’t Wanna Walk Around With You
Acudíamos a las ferias de discos de segunda mano con el fin de comprar discos baratos. En las ferias de segunda mano encuentras a tipos extravagantes con chupas vaqueras que han comprado en otras ferias de segunda mano, melómanos que intentan vender discos harapientos a precio de oro; mods, melenudos y algún que otro punk intentando vender su colección de Sham 69.
Álex y yo teníamos poco que hacer antes de exámenes: escuchar música, pensar en qué iba a ser de nosotros y comer hamburguesas.
Él lo tenía claro, estudiaría algo relacionado con la música para producir discos como Phil Spector. Por mi parte, pensar en música era una cuenta atrás, una cuenta atrás temporal. Pronto se acabaría todo, ingresaría en una universidad privada y cambiaría mi estilo de vida por un traje entallado.
Hablar de futuro suponía olvidarme de todo aquello, de las zapatillas de lona de colores y las tardes en su casa escuchando los discos que mi padre me prohibía poseer.
Para él, la música era un asunto serio. En mi casa solo había algunos compactos de Dave Brubeck, Paul Desmond o Mozart.
Además de imbécil, también era racista.
Todos los músicos que sonaban en mi casa eran blancos excepto Michael Jackson, que se apilaba con otros artistas de soul en estanterías diferentes. De pequeño, le pregunté por qué ordenaba los discos así. Su respuesta fue tan vacía que no logré entenderla y con los años entendí que así serían todas sus frases.
Cuando la familia de Álex se marchaba de casa, comprábamos cerveza y veíamos una y otra vez DVD’s de Sum41. Después, subíamos a su habitación y escuchábamos sentados el primer disco de The Ramones cantando con el brazo en alto Judy is a Punk.
Álex era el único que entendía inglés y tenía que traducirme las letras. Algún día le plantaríamos cara a todos esos idiotas del colegio que eran capaces de intimidarnos con la mirada.
Días después, junto a la estufa de su habitación, tuve una epifanía.
—Tenemos que formar una banda.
—Bromeas, ¿verdad?
—No, lo digo en serio —dije.
—Está bien —dijo él.
No pareció entusiasmado.
Ni siquiera sabíamos coger un instrumento.
La idea insana, poco a poco tomó color con destellos bajo mi imaginación. Alcanzar la fama, el reconocimiento; llevar un estilo de vida tan poco convencional que nos permitiera experimentar todo lo que veíamos.
Un sueño, la excusa perfecta para romper con todo. Demostrarle a mi padre que era capaz de elegir mi propio destino.
Podía imaginarnos subidos al escenario. Álex tocando un solo de batería como Keith Moon en My Generation de The Who. Después se tiraría por el suelo mientras, mis dedos cubriendo un punteo de guitarra, nuestros cuerpos rodeados de botellines de cerveza vacíos y amplificadores Marshall. Frente a nosotros, todas esas chicas que ignoraban nuestras caras entre la multitud de los pasillos del instituto.
—Podremos ser como ellos —dije.
—Los artistas son artistas porque tienen algo que decir —dijo Álex.
—Nosotros tenemos mucho que decir.
—¿Algo cómo qué? —preguntó.
Levanté la mirada.
—No sé. Ahora mismo no sé qué decir.
—Ves, yo tampoco —dijo—. Quizá no tengamos el talento necesario.
Él suspiró y se tumbó mirando al techo con los brazos sobre la cabeza.
—Necesitaremos instrumentos.
—Y un manager.
—Necesitaremos a un batería, a un puto batería.
La duda nos consumió por un momento.
—Tú podrías ser el batería —dije sin estar seguro de si era una buena idea. Si por algo conocía a Álex, era por el énfasis que mostraba al golpear ciertas cosas.
Un silenció se apoderó de la habitación hasta que suspiró profundamente. Después se incorporó y miró lentamente con una sonrisa.
—Joder, esa idea es cojonuda.
De vuelta a casa, no dejé de darle vueltas a la idea. Formar una banda era la solución a todos nuestros problemas. Me sentía capaz de hacer algo importante con mi vida, algo que se encontraba fuera de todo lo establecido.
Visité la biblioteca municipal y saqué discos y libros. Si iba a ser miembro de una banda, tenía que pensar como ellos lo hacían. Entre mis manos se encontraba Alta Fidelidad de Nick Hornby; Wouldn’t be Nice, una biografía sobre Brian Wilson y Por Favor Mátame, la historia oral del punk-rock. También saqué prestados Tommy de The Who y Rocket to Russia de The Ramones. El rock’n’roll en mis venas. Debía encontrar la manera de comprar un instrumento.
Cuando entré por la puerta, sentí el olor a filetes de ternera que mamá estaba preparando para la cena. Mi padre leía el periódico en el sofá del salón con un vaso de vino en la mano.
—No son horas de llegar a casa. Es martes, deberías estar preparando tus exámenes —dijo él con un tono de voz seco y monótono.
—Joder, papá. Quedan dos meses.
Puede que no fuera el mejor momento para abrir la boca. Nunca sabía si había tenido un buen día o no en el trabajo. Cuando las cosas iban bien, bebía para celebrarlo, y cuando había sido una jornada terrible, también.
—¿Qué llevas ahí? —Dijo señalando mi mochila.
—Nada. Está vacía —dije con torpeza.
—No suena como una mochila vacía —dijo serio—. Vamos, no mientas. Soy tu padre.
Un jodido mamón, pensé.
Deseé que su vaso se hubiera derramado.
Temeroso, saqué poco a poco lo que guardaba en ella.
—Vaya… —murmuró—. Esto es lo que te llevas entre manos.
—Es documentación… para un trabajo, ya sabes.
Mi padre miró los objetos uno por uno. Después agarró el disco de The Ramones y me miró a los ojos:
—¿Sabes dónde está toda esta gente ahora?
Guardé silencio como alguien que machaca la cabeza de una persona con un bate de béisbol y se disculpa arrepentido.
Conocía la respuesta.
—Muertos. Están todos muertos por no escuchar lo que un día alguien les dijo. Por salirse del camino que les correspondía.
Mientras hablaba, me imaginaba a mí mismo de adulto siguiendo el camino de mi padre y preferí estar muerto que convertirme en el amargado que me daba la paga cada viernes.
—Es solo música —dije.
—No, no lo es. Devuélvelos —dijo regresando a su diario y vaso de vino—. Olvídate, es una pérdida de tiempo. Lo agradecerás con el tiempo.
Al cruzar el pasillo, mi madre miró con pena y compasión apoyada en el marco de la puerta y regresó a la cocina.
Había pasado una semana y los días continuaban como El día de la marmota y yo era Bill Murray pero mucho más joven, con más pelo y aburrido porque no había coincidido con Cristal de nuevo.
Ni en el bus, ni en los pasillos.
Desestimé el consejo de mi padre. Pasé las tardes en la biblioteca leyendo los libros que había devuelto, escuchando a Pete Thownsend tocando My Generation, una generación que no era la mía ni por asomo. En la biblioteca municipal solo había gente extraña que iba allí para navegar por la red.
Apenas quedaban unos meses para los exámenes de junio. Los apuntes de física se mezclaban entre garabatos de logotipos de bandas y caricaturas de gente anónima. La idea de formar un grupo permanecía en mi cabeza, ligera, dispersa. Quizá mi padre tuviera razón y aquello no fuese más que una elección para unos pocos. Álex y yo no habíamos vuelto a hablar del tema desde la última vez y apenas podíamos vernos por culpa de los trabajos de literatura.
Era viernes, caminaba cruzando el barrio cuando recibí un mensaje suyo.
«A las siete en los Dum-Dum para comprar birra».
Me desconcertó. Los Dum-Dum eran unos recreativos cercanos a nuestro instituto. El centro de ocio donde se reunía lo peor de cada barrio. El futbolín, las recreativas y solo aquellos que no entendían cómo encender un ordenador se reunían en los bajos del local para vender pastillas o liarse a mamporros sobre una mesa de billar. Olían tu miedo y bastaba que estuvieran atentos para pedirte un cigarro y después limpiarte la cartera.
«¿Y el regalo?», contesté.
«La BIRRA», dijo y entendí que aquella conversación no precisaba de réplica. Durante la semana, había estudiado mi armario para encontrar la combinación perfecta con la que sorprender a Cristal. Por reglas del código, ella tenía que brillar sobre el resto. Es de mala educación asistir a la fiesta de alguien resaltando tres veces más, por mucho que uno sepa que la otra persona carece de gusto alguno.
Atendiendo a las palabras de Franco, los cumpleaños de chicas se reducían a una jauría de tíos bebiendo en corros y en un extremo de la casa, un grupo de chicas bailando y poniéndose hasta arriba con vodka de marca blanca. Los más espabilados, aprovecharían el momento de fumarse un cigarrillo para acompañar a las damas al balcón y meterles mano, y los más desesperados se acercarían a las que no lograsen mantenerse en pie.
Fin de la fiesta y todos a casa.
De acuerdo con su teoría, mi presencia debía resaltar en un primer impacto. Evitar perderme entre tanta testosterona. Eso sería yo, un anuncio de publicidad. Ni siquiera conocía si ella sabía que asistiría, así que el único modo de no parecer un imbécil era vistiendo acorde a mi personalidad. Concepto duro de aceptar pero extravagante cuando te acostumbras a ver a todos los demás uniformados como borregos.
Mamá planchó los Levi’s 501 desgastados y secó unas Converse All-Star de color crema que me había regalado por mi cumpleaños y guardaba para ocasiones especiales.
La ropa de ligar.
Tendía a utilizar la misma ropa cuando las cosas salían bien.
No obstante, cuando vives con un padre retrógrado y autoritario, solo puedes ser punk rocker a medias tintas. Debes salir pronto de casa para que piense que vas a comprar el pan. Jamás se lo perdonaría.
—¿Te encuentras bien, Darío? —preguntó mi madre mientras me miraba al espejo una y otra vez.
—Voy a una fiesta, mamá.
—Supongo que irán chicas.
Esa era mi madre, una mujer que leía novelas de Paulo Cohello y se esforzaba por entender a su hijo.
—Claro. Si no, para qué.
—Ya sabes.
—Sí —dije y asentí con la cabeza frente al espejo. Hablar con una madre puede ser incluso peor que cortarle la cabeza a tu hijo y decírselo a tu familia. Frases cortas sin dirección, cargadas de consejos sexuales que omitimos por la vergüenza que nos causa pronunciarlos en alto.
En un minuto, me advirtió de que llevara cuidado con el alcohol, las drogas, y sobre todo, el sexo. Me lastimaba pensar que mi madre creyera que ya no era virgen, que era todo un hombre que las llevaba de calle. Pero más lejos de la realidad, ese había sido mi hermano Ismael, un lobo con piel de cordero de marca Lacoste.
Al salir del cuarto de baño escuché la cerradura de la puerta principal.
Mierda, pensé.
Era mi padre, y supuse que llegaría más tarde para no encontrarme con él. También escuché la voz de Ismael.
Por algún motivo, se encontraba en la ciudad y había decidido reunirse con mi padre para ponerle al día de su vida. Ismael me dio un abrazo y corrió a saludar a mi madre sonriente. Mi padre, desde lo alto, levantó la mirada con desaprobación.
—Es viernes. ¿A dónde vas así vestido?
—Déjalo, Arturo. Llegará tarde —dijo mi madre.
—Espero que no vayas así a una cita —contestó Ismael.
Deseé perforarle la cara.
—No tengo tiempo para vuestros cumplidos.
—Un momento… —dio un vistazo mi padre y señaló el calzado—. Ponte algo decente. No tienes edad para eso.
—¿Qué tiene esto de malo?
—Maldita sea, mamá, dile algo a tu hijo —añadió Ismael.
—A él le gusta —dijo ella.
—Esa no es razón. Que le guste no significa que sea adecuado —sentenció.
—Necesitas un código, Darío —dijo Ismael.
—Ya tengo un código.
Ismael caminó hasta su antiguo cuarto y apareció con una caja. En su interior había unos botines. Eran los zapatos más feos que había visto en mi vida. Unas botas parecidas a las que las chicas llevaban en invierno con la punta alargada.
—Esto te servirá. Cuídalas, tienen historia.
—No me pienso poner eso —dije ofendido.
—Lo harás si quieres salir por esa puerta —contestó mi padre enfundado en su chaqueta Hackett.
—¿Bromeas?
Y me neutralizó con la mirada.
—No puedes hacerme esto. Se van a reír todos de mí.
—Quiénes son todos —preguntó con semblante frío.
—Darío, haz lo que dice tu padre y márchate. Vas a llegar tarde.
—¿Estáis todos mal de la azotea? No puedo salir con eso, mamá.
—¿Qué formas son esas de hablar a tu familia? —gritó mi padre—. Nadie se reirá de ti. No son nadie, recuérdalo —dijo y se retiró a su dormitorio.
—Sé un hombre. Deja de pensar como un maldito adolescente —añadió mi hermano dándome una palmada en el hombro y caminó hasta el salón quitándose la chaqueta del traje.
De nuevo, observé atento el rostro de mi madre que estaba a punto de romperse en pedazos, esperando una respuesta de consolación, un suspiro de esperanza que me librara del mal y de aquel par de botines. Quise llorar y vomitar al mismo tiempo. El odio acumulado se palpaba bajo mi piel.
—No le des importancia. Nadie se fijará. Haz caso a tu padre.
Aquella actitud sumisa comenzaba a hincharme las pelotas. Sudores fríos de impotencia me recorrieron el cuerpo, quise que un agujero me tragara hasta lo más hondo del infierno y no sucedió.
Supe que aquella decisión desafortunada traería consecuencias más tarde.
El sol caía bajo el palmeral que cercaba las afueras de la ciudad. El autobús estaba vacío, Álex comprobaba su teléfono móvil y Franco hablaba con dos tipos que conocía. Cargábamos bolsas de plástico con cervezas. Cristal vivía en una mansión de dos plantas como las que habíamos visto en las películas americanas. Familia adinerada, su padre se dedicaba a la exportación de caucho y seguramente no sería la única casa que tenía en la ciudad. De pronto, Álex levantó la mirada del teléfono.
—He intentado no decirte nada hasta ahora, pero joder —dijo y comenzó a reír.
—Vete a la mierda, quieres.
—Eres el puto Robin Hood.
—No me jodas tú también.
Álex llevaba unas Converse All-Star de cuero granates y unos vaqueros negros estrechos. Sin duda, si alguien iba a causar sensación era él y no yo, y ese detalle ya me molestaba.
—Solo bromeo… —dijo y relajó el tono de voz—. Ha sido él, verdad.
Asentí con la cabeza.
—Tío, plántale cara a tu padre. Mis padres dicen que eso no es sano.
—Joder, ¿también se lo has contado a ellos? —pregunté indignado. Acababa de alcanzar el primer puesto en el hazmerreír de mi generación.
—Son mis padres, ya sabes, preguntan.
—Yo no les digo que te la cascas con un calcetín.
—No es lo mismo, tío, no es lo mismo.
Franco volvió con nosotros.
—Joder, qué grande, tío. Eres un puto vaquero.
—Déjalo, quieres —dije.
—Me gustan, en serio.
Volví a mirar los botines. Franco mentía.
—Hablemos de otra cosa —dije.
—Mirad —dijo Álex, abrió su cartera y sacó varios condones de colores—. Son de sabores. Menta, limón y fresa.
—¿Para qué quieres condones de sabores? —dijo Franco.
—Es lo más estúpido que he visto —dije.
Álex no supo qué decir.
—Quizás me la chupen.
—Si te hacen una mamada, ¿para qué querrías un condón? —preguntó Franco.
—Los condones de sabores no tienen sentido. Los compras y luego no sabes por qué lo has hecho —añadí.
—Puede que antes le dé por el culo —contestó Álex convencido.
—Qué puto asco —dije.
—Creo que para eso, aún nos quedan años.
—Por detrás les gusta. Lo he visto en internet.
—Esta conversación no tiene sentido —pensé en voz alta.
—Los que no tienen sentido, son tus zapatos —dijo Álex y él y Franco rieron frente a mí.
—Os voy a callar la boca de una patada como sigáis así.
Ambos rieron de nuevo una vez más hasta que Franco se levantó de su asiento.
—Esta es nuestra parada.
No eran las nueve de la noche y casi había anochecido cuando llegamos a una urbanización de casas blancas impolutas rodeadas de puestos de seguridad y un parque céntrico de césped natural. Un hilo musical de música electrónica nos invitaba a caminar recto como si se tratara de un canto de sirena. A medida que nos acercamos a la vivienda, escuchamos jolgorio de voces adolescentes y el sonido de los tubos de escape de las motos los que se reunían en la parte trasera del instituto para fumar. Mi misión era encontrar a Cristal antes de que alguien corriera la voz de mis zapatos y fuese demasiado tarde.
La entrada estaba colapsada de adolescentes que saludaban con cervezas en la mano, chicas acicaladas y caras poco familiares.
Álex y yo abrimos dos latas y Franco desapareció entre la multitud.
—Deberíamos hablar de la banda, tío —dije dando sorbos a una cerveza caliente.
—No es el momento, Darío —dijo y dio otro trago—. Estamos en una fiesta. El tiempo es oro.
Nos acercamos a un grupo de gente que bebía junto a nosotros. Álex nos presentó. Un tipo granudo y menudo, me miró a los ojos y rio. El joven de su lado le soltó un puñetazo en el estómago cortándole la respiración. El tipo bajito con acné lanzó una ráfaga de espuma y se esfumó.
Aquel gancho acababa de salvar mi noche.
—¡Hijo de puta! —gritó a lo lejos el enano retorciéndose entre los setos.
—Eres imbécil —contestó el otro.
Después se presentó.
Su nombre era Carl.
Hablamos con él y olvidé a Cristal por completo. Carl estudiaba en otro instituto. Era delgado y adolescente, eternamente adolescente. Alguien radiante del que pensamos que jamás envejecerá. Procedía de una familia de músicos. Sus hermanos lo eran, él había empezado a tocar canciones de Nirvana y Pearl Jam. Carl encajaba con nosotros. Tenía todos los puntos para ser el guitarrista de nuestra banda.
Compartimos las cervezas y nos escabullimos entre la multitud hasta el primer piso.
En la cocina había una chica hasta el culo de vodka, con cara de primate e intentando engullir un bote de comida de perro. Según nos adentramos en las habitaciones tuve la sensación de que habíamos llegado tarde y por tanto, alguien se habría adelantado para dar el pase de la muerte antes que yo.
Dejé a Álex y Carl rellenando de sal botellas de Larios en la cocina y busqué sin éxito el perfil de Cristal. Me meaba, era mi quinta cerveza y hasta el momento no había hecho más que evitar a toda esa gente.
Llegué al piso de abajo, todos bailaban sobre una pista improvisada.
Un deejay pinchaba tecno con un iPod.
Caminé en otra dirección hasta llegar a una puerta de dormitorio. Dentro había una chica gorda con gafas haciéndole una mamada a un tío en la oscuridad. La oscuridad tenía todo el sentido. Una mamada era una mamada, y posiblemente de las primeras. Nadie quiere llevarse un mal recuerdo de por vida al ver la cara de la otra persona. Entonces recordé a Álex y sus condones de sabores y no pude evitar reírme como un borracho cuando alguien se acercó a mí.
—¿Qué te resulta tan gracioso? —dijo una voz aterciopelada.
Era Cristal. Estaba frente a mí, bajo la sombra. Era bonita y su piel más pálida bajo la oscuridad. Quise contarle lo que vi, pero hubiese arruinado el momento y mi oportunidad de hablar con ella.
—No sé, supongo que nada.
—¿Nos conocemos?
—No, creo que no —mentí. Era el código. Nos habíamos encontrado varias veces. Ambos sabíamos que mentíamos, pero era parte del juego si quería tantear el terreno.
—Miento. Sí que te conozco —dijo pensativa—. Tú eres el chico del autobús. Coincidimos hace unas semanas, pero seguramente no te acuerdes.
Más que recordar, no lo había olvidado, pero debido a las zorras de sus amigas, me negué a admitir que yo la había visto antes, o al menos, la recordaba.
—Lo siento, no sé —dije y me encogí de hombros.
Miramos al infinito mientras todos esos jóvenes alcoholizados bailaban en un rincón bebiendo vodka y whisky barato en vasos de plástico.
—¿Te estás divirtiendo? —dijo.
Mi cuerpo tembló como un relámpago y la borrachera se esfumó de él.
—Honestamente.
—Sí.
—No. No conozco a nadie —contesté en un arranque de sinceridad.
Ella me cogió del brazo y dio un leve tirón.
—Yo tampoco. Odio esta fiesta.
Ambos reímos.
—Por cierto, ¿fumas? —preguntó. Era evidente que no, y ni sabía cómo hacerlo, pero más evidente era que me estaba firmando el pase de gracia para acompañarla al jardín y buscar el beso.
—Sí, claro.
—Te invito a un cigarrillo si me sacas de aquí —sonrió y abandonamos el sótano.
Una larga piscina ocupaba gran parte de la superficie trasera de la casa. Tumbonas de playa y burdas figuras de enanos de roca.
Cristal y yo salimos por una de las ventanas que comunicaban la cocina con el patio y nos alejamos del resto hasta llegar a una pequeña barbacoa de ladrillo. Sacó dos cigarrillos y yo le ofrecí una cerveza. Recordé las palabras de mi hermano, sus consejos sobre cómo fumarse un cigarrillo como un hombre de verdad.
No sabía tragarme el humo y Cristal tampoco parecía una profesional. La situación fue ridícula cuando ambos tosimos al mismo tiempo. Después nos miramos de nuevo y sonreímos.
Entonces comprendí el por qué de aquel ritual.
Cristal era una chica atractiva, demasiado para lo que acostumbraba a tener a mi alrededor. La presión se desbordó cuando me contó que le gustaba Nirvana. Con el tiempo podría desarrollar su gusto musical. Las chicas guapas no dedicaban demasiado tiempo a la música, no las chicas de mi edad.
—Película favorita —dije.
—¿En serio?
—No me defraudes.
—Promete no reírte —dijo con una mueca traviesa.
Asentí con la cabeza.
—Regreso al futuro.
Rompí en una carcajada. Ella golpeó mi brazo. Me fijé en su vestido negro y unas medias que colgaban sus piernas en el aire y me hacían sentir como un hombre afortunado.
—Es mi favorita —contesté.
—No te creo.
Entonces hice algo que jamás repetiría en mi vida ante una mujer, un acto que debería estar penalizado con violencia continua en todo encuentro romántico: repetir un diálogo de la película. Había visto tantas veces Regreso al Futuro que hablar de ello me llenaba de ansia.
—Vaya, eso es demasiado —dijo—. Vamos a bailar.
Cristal cogió mi mano y fuimos hasta la pista de baile del primer piso.
Un chaval idéntico al que se encontraba en la planta inferior, se concentraba en unos auriculares y un ordenador portátil. Me sentía imparable, capaz de todo. Estaba con la chica más bonita de la fiesta. Ni siquiera me acordaba de mis zapatos. Mis acciones en la bolsa popular se dispararían como la espuma después del fin de semana. Solo necesitaba besarla y que todos me vieran hacerlo.
—Odio esta música —susurré a su oído.
—No te preocupes, yo también —sonrío.
Todo parecía perfecto, la magia fluía y me emborraché de nuevo hasta que una sombra se interpuso entre nosotros.
Dos tipos nos arrastraron hasta la puerta. Su cara me resultaba conocida, era Rondo Borrego, un hijo de papá y campeón provincial de artes marciales. El único capaz de plantarle cara a todos los delincuentes que rondaban las puertas de los institutos. En el fondo, él era uno de ellos. A su lado, un joven hortera con la cabeza afeitada me echaba el aliento.
—Cristal, tengo que hablar contigo —dijo.
Borrego observó sacudiendo su flequillo. Dio un repaso y empujó mi cuerpo hacia atrás.
—¿Quién eres tú, perdedor? —preguntó.
—Darío.
Borrego apoyó una mano sobre mi hombro y acercó su cara. La música se detuvo y todos miraban en un círculo.
—Entiéndelo, Darío.
—Entender, el qué —dije con voz inocente.
Un mojón despegó de mis intestinos. Borrego y su amigo nos quitaron las cervezas de las manos y las derramaron lentamente sobre mi ropa.
Lo entendí todo. El murmullo general se acrecentó cuando el chorro sobre mis botas salpicó los pantalones de Rondo. Mi hora había llegado. Estaba preparado para ser sacrificado. Era el tipo gordo al que todos le ponían chinchetas sobre la silla.
Quise jugar con lo prohibido y fui pateado del Edén.
—Miradlo, se cree Robin Hood y viene a quitarnos lo que nos pertenece —dijo.
Todos rieron.
Carcajadas siniestras.
Vacías las latas, guardaron silencio.
—Tu mamá va a tener que pagar la tintorería de esto.
Guardé silencio, apreté los dientes y miré a Cristal. Mi cara de terror ante la sonrisa de sus labios. Sentí cómo su cuerpo se alejaba del mío.
Borrego me asestó una patada en el estómago y yo encogí mi cuerpo contra la pared.
La fiesta terminó.
El equipo visitante ganaba.
Mis acciones se desplomaban de nuevo. Demasiado bonito para ser real, pensé y me lamenté de haber ido a aquella fiesta, de haberme acercado a Cristal y de haber nacido incluso. Quise estar muerto.
Cuando todos se fueron, Cristal se acercó a mí y me regaló unas palabras: Lo siento.
Demasiado tarde, aquella zorra había muerto para mí.