Capítulo 24
Barry se sintió decepcionado por no haber podido hablar con Kinky la noche anterior después de que ésta volviera de la Asociación de Mujeres, pero él y O’Reilly habían sido requeridos para atender un parto. Sonrió mientras se hacía el nudo de la corbata. Si alguna madre más expresaba su gratitud poniéndole su nombre al niño, sería un auténtico follón tratar de averiguar quién de los pequeños Barry de Ballybucklebo era quién.
Aunque, por supuesto, no podía quejarse. Obraba maravillas para la moral ver a un bebé traído al mundo sin complicaciones por una madre sana y agradecida. Tal vez no fuera tan desafiante como la neurocirugía ni tan intelectualmente estimulante como ser cardiólogo o endocrino, pero —se sintió irritado por no poder expresar sus pensamientos con más coherencia— le hacía sentirse bien. Era un sentimiento muy agradable.
Se dirigió al comedor.
—Buenos días, Fingal.
—Pareces el gato que se bebió la leche —declaró O’Reilly, levantando la vista del plato de riñones de cordero picantes—. ¿Contento contigo mismo?
—Bueno, yo…
—Pues deberías. Tienes un don para traer niños al mundo.
Barry se sirvió una ración pequeña, inhalando el vapor de otra de las misteriosas, aunque deliciosamente irresistibles, salsas de Kinky.
—Ya sé que viniste aquí con la intención de probar qué tal te iba como médico de cabecera —continuó el médico. Barry se giró—. Y no me gustaría que te sintieras obligado a quedarte —añadió, mirándole fijamente—. Tal vez te iría mejor si te especializaras en obstetricia y ginecología. —No supo qué decir. La noche pasada había estado dando vueltas a esa posibilidad—. Tienes que hacer lo que sea mejor para ti, hijo.
—Eso es muy generoso de su parte, Fingal.
—Tonterías.
—Lo es.
O’Reilly respiró hondo.
—A mí me hubiera gustado especializarme en obstetricia. Pero la maldita guerra estalló y, como un completo idiota, me alisté. Después, cuando terminó, ya era demasiado viejo para pasarme otros cuatro años de preparación. Tenía que ganarme la vida. Y las cosas no me han ido tan mal aquí.
Barry recordó que su padre siempre decía que las víctimas de la guerra no estaban solamente entre los muertos y heridos.
—No lo sabía.
—¿Por qué ibas a saberlo? —Las palabras de O’Reilly sonaron bruscas.
Él sacudió la cabeza.
—Por ninguna razón. Me siento halagado porque me lo haya contado.
—Bobadas. Sólo te lo digo para que no pienses que estoy siendo, ¿cómo has dicho?, ¿generoso?
Estúpido viejo chiflado, pensó Barry. Preferiría morir antes que dejar que alguien piense que tiene un lado tierno.
—Tal vez me equivoqué de palabra. Lo que quería decir era justo.
O’Reilly pareció ablandarse.
—En fin, la elección depende de ti. Ahora come y calla. Tengo mucho en que pensar. —Se inclinó sobre el plato y, zampándose otro bocado, masticó con fuerza.
Barry se sentó. También él tenía mucho en que pensar. Obstetricia y ginecología resultaban de lo más recomendables. Y, además, no tenía ninguna duda de que disfrutaría con la obstetricia. Eso suponía un montón de pacientes satisfechas cuando las cosas iban bien, como habitualmente solía suceder. El problema era la ginecología. Pasar días interminables en la clínica tratando a mujeres con desarreglos vaginales y fuertes menstruaciones. O tener que romperles el corazón porque no podían concebir. Las pobres tenían la patética convicción de que sus médicos podían ayudar, pero él sabía bien que en la mayoría de los casos poco o nada podía hacerse. Era asombroso que muchas se quedaran embarazadas, normalmente a pesar de sus médicos. Y luego estaban los casos de cáncer. Se estremeció. Ovarios. Cervix. Había visto a mujeres morir por ambos, pese a una cirugía radical y heroica o a dosis masivas de radioterapia durísima y extenuante.
—Tus riñones se están enfriando —advirtió O’Reilly—. Kinky es capaz de matarte.
—¿Qué?
—Devuelve esas malditas vísceras al calentador. Tal vez no se dé cuenta.
—Vale. —Se levantó. Estaba vertiendo los últimos restos del guiso cuando Kinky entró en la habitación, vio lo que estaba haciendo y resopló con semejante fuerza que, como ella misma diría, podría haber despedido a un gato pequeño chimenea arriba.
—¿Les pasaba algo a los riñones? —preguntó con los brazos cruzados y la papada temblorosa.
Barry intentó escabullirse como un ratón asustado por una linterna.
—En absoluto. Mis ojos tenían más hambre que mi estómago. No he podido terminar con todo lo que me serví.
—Huh.
—Es cierto —intervino O’Reilly—. Bastardo glotón. Y fíjese que no puedo decir que le culpe. —Le tendió su plato, tan impoluto que Barry pensó si no se habría tragado también parte del dibujo—. Estaban deliciosos. —Forzó un eructo—. Mil perdones.
—Me alegro —declaró, descruzando los brazos y aceptando el plato. Miró de reojo al calentador—. Hay sobras suficientes para un buen pastel de carne, si no les importa tomar otra vez riñones para la cena.
—Eso estaría genial —declaró Barry—. ¿Kinky?
—¿Qué?
—¿Pudo hablar con la señora Bishop anoche?
Kinky resplandeció.
—Sí, y tenía usted razón. La muchacha de Rasharkin trabaja como doncella en casa de los Bishop. Sólo es una pobre criada, eso es lo que es.
Barry sonrió. Las diferencias de clase en el servicio doméstico eran tan rígidas como el sistema de castas en la India. Un ama de llaves estaba muy por encima de una doncella —una criada—, lo mismo que un brahmán estaba por encima de un barrendero.
—¿Cuánto tiempo ha estado trabajando allí? —preguntó O’Reilly.
—Tres meses.
O’Reilly contó con los dedos.
—Muy interesante. ¿Y qué tal se lleva con los Bishop?
—La señora Bishop está desolada porque Julie ha avisado que se marchaba. La pobre muchacha no quiso decirle por qué. Ahora alega que tiene una hermana enferma viviendo en Liverpool.
O’Reilly miró a Barry.
Kinky resopló suavemente.
—La señora Bishop está indignada y de peor humor que una gallina mojada, así está. Piensa que no hay ninguna hermana en Inglaterra.
—¿Y entonces qué es lo que supone?
—Que Bertie Bishop siempre ha tenido ojos para las jovencitas. No está segura, pero piensa que su marido tal vez haya pellizcado el culo de la pequeña más de una vez.
Los ojos de O’Reilly se ensancharon.
—Eso sí es algo.
Barry no estaba seguro de lo que el médico había querido decir con eso, no obstante le pareció que era más importante tratar de averiguar quién era el padre del bebé.
—Kinky, ¿no sabrá por casualidad si Julie tiene novio?
El ama de llaves frunció el ceño.
—Lo pregunté.
—¿Y?
—La señora Bishop no lo sabía, pero alguna noche ha visto rondar a un tipo pelirrojo por las dependencias del servicio.
—¿Y no sabe quién es?
Kinky sacudió la cabeza.
—Lo vio de lejos.
—Maldición.
—No dejes que eso te preocupe, Barry. —O’Reilly se estaba frotando las manos con el mismo entusiasmo que debía de tener Ebenezer Scrooge[25] ante un montón de soberanos de oro—. Un millón de gracias, Kinky. Es usted mejor espía que ese hombre suyo, James Bond. Y encima él no sabe cocinar.
—Déjese de bromas, querido doctor —se rió Kinky—. Fui a ver una de esas películas de 007. —Bajó la voz y, para sorpresa de Barry, añadió—: No me importaría tener las zapatillas de Sean Connery bajo mi cama, así es.
—Es usted una autoritaria, Kinky Kincaid —declaró O’Reilly.
—Y usted demasiado adulador para un hombre que tiene tanto trabajo que hacer.
—¿Cuánto exactamente?
—No demasiado. Media docena de los habituales. Julie MacAteer llegará más tarde. —Kinky frunció el entrecejo—. Y Cissie Sloan está aquí y no es su día de tónico.
* * *
Kinky tenía razón. La sala de espera estaba medio vacía. Mientras Barry y O’Reilly se asomaban por la puerta ligeramente entreabierta, el primero susurró:
—Su actuación de ayer debió de ser mejor de lo que pensaba, Fingal. No todos han regresado.
—Lo harán —aseguró O’Reilly—. Como su divina santidad debió decir: «Los pobres y los débiles que caminan heridos siempre estarán con nosotros».
—De hecho es: «Porque siempre tendréis pobres con vosotros», San Juan 12-8, al menos así era en la versión del rey Jaime.
—Yo lo he corregido —explicó O’Reilly. Entonces abrió la puerta de golpe y gritó—: Muy bien, ¿quién es el primero?
Cissie Sloan se levantó.
—Lo siento, Cissie, tus resultados no estarán aquí hasta dentro de media hora —advirtió—. Saldré a buscarte en cuanto lleguen.
Ella volvió a sentarse pesadamente.
—¿Alguien más?
—Yo, señor.
Barry siguió a O’Reilly y al paciente a la consulta. Se trataba de un hombre alto de mediana edad, con mirada lúgubre, vestido con terno negro. Su cabello, también negro brillante, estaba engominado y dividido en el centro por una raya de tal precisión que Barry pensó si no utilizaría un compás para encontrar el meridiano exacto. Eso o que el hombre se había pintado el cráneo con esmalte negro.
Sus mejillas, hundidas bajo pómulos de huesos altos, habrían dado a su cara la apariencia de una calavera de no haber sido por una nariz en cuya punta había florecido un rugoso y picado bulbo rojizo. Barry reconoció el síntoma —rinofima—, el resultado de un bloqueo de las glándulas sebáceas; la acumulación de secreción provocaba que la piel se deformara, hinchándose.
El desafortunado hombre podría hacerse pasar por el payaso Risitas con sólo una parte de su maquillaje, o por un esquelético W. C. Fields[26] en un día en que estuviera bebido.
—Siéntese, señor Coffin[27]. —O’Reilly ocupó la silla giratoria—. ¿Cuál parece ser el problema?
—No me siento yo mismo. —Su voz era tan lúgubre como su apariencia. Barry sabía que lo que el señor Coffin quería decir era que sencillamente no se encontraba bien, aunque no había ningún síntoma concreto.
—¿Todavía? —preguntó O’Reilly.
—Sí —pronunció la palabra lenta y pesadamente, y después de pensarlo mucho. Sonó como un «sííííí», con la inflexión aumentando gradualmente.
—¿Ha visitado a los dos especialistas a los que le envié?
—Sí —contestó con la misma intensidad que antes.
—¿Y ninguno de los dos pudo encontrarle nada malo?
—Sí. —El mismo tono.
Algunos hombres de campo podían ser tan reticentes como un niño, pero a juicio de Barry el señor Coffin bien podría representar al Ulster en un concurso internacional de taciturnidad.
O’Reilly le hizo algunas preguntas más. Todas fueron contestadas con largos síes.
—Creo que estamos un poco perdidos, señor Coffin —reconoció finalmente—. ¿No querría plantearse tomarse unas cortas vacaciones?
El paciente frunció el ceño, miró al techo y, respirando profundamente, comenzó a hablar, se lo pensó dos veces y, para asombro de Barry, dijo una palabra. Sus síes habían subido de escala. Esta vez se deslizaba en un aciago glissando al ritmo del escurrimiento de su estrecho trasero por la silla inclinada.
—Nooooo.
A Barry le costó mantener la expresión seria.
—Bueno —concluyó O’Reilly, levantándose—, todo lo que puedo sugerirle es que tome aire fresco, coma una dieta sana y trate de dormir mucho.
—¿Sí? —Esta vez lastimero.
O’Reilly suspiró.
—Imagino que podría intentar algo que mi abuela solía recomendar a la gente que se sentía un poco decaída.
—¿Sí? —Ahora se percibía un matiz de interés.
—Coja un buen puñado de malta de San Juan, píquela y hágase una infusión.
—¿Sí?
—Sí —asintió O’Reilly.
Es contagioso, pensó Barry, mientras O’Reilly acompañaba al señor Coffin hasta la puerta.
—Inténtelo con la malta, pero vuelva a visitarnos si sigue sintiéndose preocupado —le ofreció O’Reilly.
—Sí —gimió el señor Coffin al marcharse.
—Pobre viejo loco —declaró O’Reilly después de haber cerrado la puerta—. Me apuesto a que no eres capaz de adivinar a qué se dedica. —Barry negó con la cabeza—. No me extraña que la sala de espera estuviera medio vacía. Los lugareños le tienen un miedo terrible. Creen que da mala suerte —explicó O’Reilly—. El señor Coffin es sepulturero.
—¡No es cierto!
—Lo es. ¿Te has fijado en su nariz? Eso sí es tener que cargar con una cruz. Nada puede convencer a los lugareños de que una nariz roja enorme no es la marca de un bebedor…, cuando el pobre y viejo Coffin es en realidad el jefe de los pioneros de Ballybucklebo.
—¿Pioneros?
—Es una organización de abstemios. Se comprometen a los trece años y evitan el demonio de la bebida como si fuera una plaga. —O’Reilly se estremeció.
—Oh.
—No es de extrañar que no se sienta él mismo. ¿Podrías soportar un trabajo y una nariz así… sin ni siquiera tener el consuelo de una jarra de vez en cuando?
—Debe de ser bastante duro.
—No podemos arreglar su nariz y él no puede permitirse renunciar a su trabajo —suspiró—. Lo único que podemos hacer es sentarnos y escuchar. Quién sabe, tal vez el brebaje de hierbas de mi abuela funcione.
—Sí —afirmó Barry, imitando el tono del sepulturero.
—¡Dios! No empieces tú ahora. Sal a ver si ya ha llegado el correo. Si tienes razón, podremos hacer algo por Cissie.
* * *
Dos informes en un sobre abultado esperaban: el de Cissie y el de Julie MacAteer. Barry leyó ambos. Su inmensa alegría cuando vio que la prueba de iones radiactivos había confirmado su diagnóstico se desvaneció por una única palabra en la segunda hoja de papel: POSITIVO.
Trató de sonreír a Julie, que estaba sentada en la sala de espera.
—Sólo será un momento, Julie. —Evitó cruzarse con su mirada—. ¿Querría pasar, señora Sloan?
Cissie le siguió hasta la consulta, moviéndose tras su estela como un buque de guerra siguiendo a un remolcador.
—Buenos días, Cissie. —O’Reilly levantó una ceja interrogante y Barry asintió—. Aquí —le indicó, poniéndose de pie—. Siéntate aquí —señaló, dejando libre la silla giratoria.
Ya veo, pensó Barry. Si estás enfermo de verdad, entonces no tienes que sentarte en la silla inclinada. Observó cómo los gestos conciliadores de O’Reilly estuvieron a punto de malograrse cuando Cissie forcejeó para acomodar su volumen entre los brazos de la silla.
—Doctor Laverty. —Levantó la mano y Barry le tendió el informe rosa del laboratorio. O’Reilly hurgó en el bolsillo delantero de su chaqueta, sacó las gafas y se las colocó firmemente sobre el puente de la nariz. Echó un vistazo al informe y luego se lo devolvió a Barry—. Tendrá que explicarme qué significa toda esta nueva jerigonza.
¿Estaba hablando en serio? ¿Realmente no sabía interpretar los resultados? Barry se aclaró la garganta y, aunque se dirigió a Cissie, clavó los ojos en la cara de O’Reilly.
—Señora Sloan, no la abrumaré con terminología científica. En dos palabras, hay una glándula en su cuello que no está produciendo unas cosillas que deben soltarse en el torrente sanguíneo. —La cara de O’Reilly permaneció impasible—. Esas cosillas se supone que ayudan a sentirse con fuerzas para levantarse y ponerse en marcha, así que no me extraña que se haya notado fatigada. —El médico sonrió levemente al oír eso. Ella entendería mejor «fatigada» que «deprimida»—. Y están ahí para ayudarla con la comida que toma. ¿Sabe lo que ocurre cuando enciende el fuego pero deja cerrado el tiro de la chimenea?
—Lo sé —contestó.
Barry la observó. Estaba inclinada hacia delante tanto como su perímetro le permitía y le miraba a la cara, atenta a cada una de sus palabras.
—Cuando eso sucede ya puede apilar el carbón, que no prenderá más rápido. La tiroxina…, así es como se llama esa cosilla… —Evitó deliberadamente utilizar la palabra «hormona» a sabiendas de que su sola mención aterraría el ánimo de cualquier paciente rural—. No tener la suficiente tiroxina es como tener el tiro cerrado todo el tiempo.
Ella se llevó las manos al vientre.
—Y esto de aquí es como llevar una carga inútil.
—Exactamente.
—¡Que me condenen! —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¡Quién lo habría pensado!
—Ya se lo había anunciado —intervino O’Reilly—, nuestro doctor Laverty es un pozo de sabiduría.
—Muy cierto. Esperen a que le cuente a mi marido que llevo esta carga porque mi tiro se ha cerrado. —Su tono era absolutamente serio.
Barry miró a O’Reilly.
—¿Cree que un extracto de tiroides podría ayudarla, doctor Laverty? —preguntó el médico.
—Desde luego. ¿Le importaría escribir la receta?
—Ahora mismo —respondió, garabateándola.
—Ya se lo dije —comentó Barry—, el doctor O’Reilly es el experto en el tratamiento.
—¿Y acaso no tengo suerte por tener a un par de médicos como ustedes para cuidarme?
—Oh, no lo sé… —contestó modestamente Barry.
—Esto pondrá a esa Aggie en su sitio. Va diciendo por ahí que a punto estuvo usted de matar al tonto del mayor Fotheringham. —Barry dio un respingo—. Yo le dije que una cosa así podría haberle pasado a un obispo, y me replicó que la última vez que les vio no eran obispos. Están preparados para ser médicos. Y le dije: «Nadie es perfecto, Aggie». —Miró a O’Reilly mientras dejaba caer de refilón esas palabras de perdón. Él inclinó la cabeza—. Aggie… es mi prima segunda por parte de padre…, la que tiene seis dedos… —¡Dios, ya vuelve a empezar!, pensó Barry, recordando los problemas que había tenido el viernes cuando trató de hacerle la historia—. Me dijo que ustedes no sabían distinguir entre una cataplasma y un anenema.
—¿Un qué?
—Un anenema. Ya saben, la cosa que te metes por el trasero cuando estás obstruida. Sólo Dios sabe cuántos de ésos me he puesto en los últimos seis meses.
—Esto también le arreglará ese problema —declaró O’Reilly, tendiéndole la receta—. Estará corriendo por ahí igual que un pollo en primavera, y con la figura de una sílfide.
—¿Como una qué? —preguntó con cara de asombro.
—Perdona, Cissie, quería decir una esbelta ratita. —Se volvió y guiñó un ojo a Barry—. Precisamente esto es lo que estaba intentando enseñarle, doctor Laverty: a usar siempre un lenguaje que los pacientes entiendan.
Viejo tramposo, pensó Barry, pero le devolvió el guiño.
—Ahora, Cissie… —Le dio las indicaciones de cómo utilizar el medicamento, explicándole cuáles eran los síntomas más importantes de sobredosis que debía poner inmediatamente en conocimiento de los médicos, y la acompañó hasta la puerta.
—Le diré a Aggie y a los demás que tenemos un verdadero profesor aquí en Ballybucklebo.
—No hay necesidad de hacerlo, Cissie —contestó Barry.
—¿No la hay? Esa Aggie es la que de verdad necesita un anenema. —Bajó la voz, pero todavía pudo mofarse—: Siempre ha estado llena de mierda.
—Bien hecho —le alabó O’Reilly cuando la mujer se hubo marchado—. Lo digo en serio. Ha sido un diagnóstico certero, y estás empezando a saber cómo explicar las cosas. Me ha gustado la analogía del tiro de la chimenea y el fuego. Y gracias por esa cortesía profesional dando a entender que estoy más al corriente sobre el tratamiento.
—Siempre hay honor entre ladrones —declaró Barry, sonriendo.
—Sin duda, «todas las profesiones conspiran contra los legos de su oficio».
Barry frunció el ceño.
—¿Quién dijo eso?
—Esta vez te he ganado. George Bernard Shaw en El dilema del médico.
—Apúntese una, Fingal. Y hablando de dilemas… —Barry le pasó los resultados de Julie MacAteer—, ella es la siguiente.
* * *
—Haga el favor de pasar, Julie —indicó O’Reilly, manteniendo la puerta del comedor abierta—. Tome asiento. —Sacó una silla de la mesa y esperó a que la joven se sentara de cara a la ventana—. Acomódese, doctor Laverty.
Barry cerró la puerta y se sentó de espalda a la ventana y frente a la joven con cara de preocupación. O’Reilly hizo otro tanto en la cabecera de la mesa.
—Esto es un poco más acogedor que la consulta.
Barry la observó detenidamente mientras ella cruzaba las manos y apoyaba los brazos sobre la mesa, sin mostrar curiosidad por lo que la rodeaba sino simplemente mirándose las manos.
—Lo siento, Julie… —comenzó O’Reilly.
—Es positivo, ¿verdad? —Levantó la vista.
Él asintió.
—Me temo que sí.
Ella se enderezó.
—Lo sabía. —Respiró hondo—. O sea que me toca ir a Liverpool.
—No inmediatamente, pero sí. Antes de que empiece a notarse…, salvo…
—¿Salvo qué?
—El padre…
—No puede.
O’Reilly se rascó la barbilla.
—¿Le importa si le pregunto por qué no puede?
—No me importa que pregunte, doctor, pero no voy a decírselo. —Barry vio un principio de sonrisa en la comisura de sus labios. Desde luego tenía temple.
—Está bien. Tenía que preguntarlo.
—Lo sé. ¿Eso es todo?
—Deberíamos empezar con los análisis de sangre prenatales. Voy a buscar los formularios del laboratorio —indicó O’Reilly, apoyando al levantarse una mano en el hombro de la joven y apretándolo suavemente.
Ella se giró y le miró a la cara.
—Gracias, doctor.
El aludido refunfuñó y salió.
—Bueno, doctor Laverty —suspiró.
Barry vaciló. Kinky se había tomado el trabajo de descubrir cosas sobre la joven y él sospechaba que había una razón muy sencilla por la que el padre no podía casarse con ella. Decidió coger el toro por los cuernos.
—Julie, ¿le gusta trabajar para los Bishop?
Ella se revolvió en la silla.
—¿Cómo sabe dónde trabajo?
—Es un pueblo pequeño.
—Como Rasharkin. Cuanto antes me vaya de aquí, mejor.
—¿Es el concejal Bishop el padre?
—¿Qué? ¿Ese viejo verde? —Frunció el entrecejo y sus mejillas se colorearon. Se levantó y, apoyando las manos en la mesa, dejó descansar su peso sobre los brazos—. No tengo tan mal gusto.
O’Reilly regresó con los formularios rosas del laboratorio en una mano. Miró a Julie y luego a Barry, quien sacudió la cabeza.
—Si lo es —prosiguió Barry—, podríamos al menos hacerle pagar por…
—No es él. —Curvó los labios hacia abajo.
—¿Quién es él? —quiso saber O’Reilly.
—El concejal Bishop. Le he preguntado a Julie si era él el padre.
—Y yo le he dicho al doctor Laverty… —Un sollozo interrumpió sus palabras—. Él trató de propasarse conmigo, pero yo no dejé que se acercara.
—Está bien, Julie —la calmó O’Reilly—. El doctor Laverty sólo estaba intentando ayudar.
—Lo sé. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Es que sólo pensar en ese hombre me da escalofríos. —Sus ojos verdes centellearon.
—No hablaremos más de ello. —El médico aguardó.
Ella se retorció la falda y alargó un brazo.
—Déme esos impresos. ¿Adónde tengo que ir para hacerme las pruebas? ¿Puedo hacérmelas aquí?
O’Reilly le entregó las solicitudes.
—Puede, pero si quiere guardarse esto para sí, tal vez sería mejor que fuera a la clínica de salud de Bangor.
—Lo haré —asintió con la barbilla firme y los ojos secos—. ¿Mañana estaría bien?
—Por supuesto. Tendremos los resultados el viernes.
Ella sacudió la cabeza.
—No puedo pedir más tiempo libre esta semana. ¿Podría venir el lunes?
—Claro, así tendremos toda la información necesaria sobre Liverpool.
Sonrió forzadamente.
—He oído que hay tantos Paddies viviendo allí que parece la capital de Irlanda.
—Así es —reconoció O’Reilly.
—Bueno, cuando todo esto acabe tal vez mi pobre bastardo pueda encontrar una buena casa irlandesa —declaró.
—Eso espero.
Ella metió los impresos en el bolso.
—No será tan malo. No soy la primera chica en darlo a una familia…, ni tampoco la última. —Le tendió la mano a O’Reilly, quien vaciló.
Barry se sorprendió. Las mujeres normalmente no daban la mano a los hombres.
O’Reilly sonrió y le estrechó la mano.
—Estará bien, Julie MacAteer. —Rodeó su hombro con el brazo—. Lo estará, ya lo verá.
La joven le miró a la cara y luego a Barry.
—Aprecio mucho lo que los dos han hecho por mí. —Tragó saliva y se volvió a O’Reilly—. Si este pequeño bastardo es un niño, tal vez le llame Fingal. —Dio un paso atrás—. Más vale que me vaya. Volveré el lunes.
—Se lo ha tomado muy bien, Fingal —admitió Barry después de que se hubo marchado—. Espero no haberla disgustado demasiado preguntándole sobre Bishop, pero creí…
—Sé exactamente lo que creíste —interrumpió O’Reilly—. Yo también tenía esa intuición; pero todo esto me ha dado una idea. Necesitaré tu ayuda y tendremos que saltarnos unas cuantas normas, pero…
Barry abrió los ojos como platos cuando O’Reilly le expuso su plan. Podría funcionar —de hecho, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que funcionaría—, y si forzar unas cuantas normas era para bien, bueno…
—¿Forzar las normas, Fingal? Le ayudaré a retorcerlas tanto que acabarán pareciéndose a esas rosquillas alemanas.
Sabía que si conseguían tener éxito, el concejal Bishop sería la víctima de una caída; una caída como no se había visto desde que Josué luchó en la batalla de Jericó y las murallas de la ciudad se derrumbaron.