4

Fragmentos del diario personal del doctor Jones:

su entrevista con el jeque Mohamed

12 de julio

Qué día tan extraño.

Había concertado una entrevista con Harriet (Chetwode-Talbot) en la sede de Fitzharris & Price a primera hora de esta mañana. Debo admitir que estaba impaciente por conocer más detalles del proyecto, y al propio cliente. Diré incluso que tenía ganas de volver a reunirme con Harriet, pues me dejó impresionado por la manera inteligente y profesional con que se ha conducido hasta ahora. Su don de gentes está a años luz del de David Sugden, que, por cierto, se ha convertido en mi mejor amigo. El viernes, al salir del trabajo, tomamos una copa juntos en el pub.

En fin, me presenté en St. James's Street y anuncié mi llegada a la recepcionista. Me sorprendió un poco ver salir a Harriet de su despacho con un maletín y el impermeable sobre el brazo.

Le pregunté si se marchaba.

Ella me dio los buenos días y me propuso que la acompañara. Debo anotar que es una mujer muy atractiva cuando sonríe, pero si no su semblante es un poquitín severo. Salimos a la calle y vi que nos esperaba un gran coche negro. El chófer se apeó apresuradamente y nos abrió las portezuelas. Una vez dentro, Harriet me dijo: «Vamos a reunirnos con el cliente.» Le pedí que me contara algo de él, pero se limitó a responder: «Creo que será mejor que hable él mismo, si no tiene usted inconveniente.»

El coche se metió en Piccadilly y giró a la derecha. Harriet sacó unos papeles de su maletín, se puso unas gafas y dijo: «No le importa, ¿verdad? Tengo que repasar unos papeles de otro asunto en el que representamos a este cliente.)»

Se puso a leer. Mientras tanto, el coche atravesaba Vauxhall Bridge. Estaba un poco asombrado; esperaba que fuéramos a algún sitio como Belgrave Square o Eaton Place. Me acomodé en el asiento de cuero blanco, que olía a nuevo, y disfruté de ese desacostumbrado lujo. No tengo coche; no tiene sentido con las nuevas tasas que hay que pagar para circular por el centro. Recorrimos el sur de la ciudad, y empecé a preguntarme adónde diablos nos dirigíamos. Seguro que el jeque no vivía en Brixton.

—Disculpe, Harriet —dije—, pero ¿vamos muy lejos?

Ella se quitó las gafas, levantó la vista de sus papeles y me sonrió.

—Es la primera vez que me llama por mi nombre de pila.

No sabiendo qué responder a eso, dije algo parecido a «Oh, ¿de veras?».

—Pues sí, de veras. Descuide, no vamos a ir muy lejos. Sólo hasta Biggin Hill.

—¿Es allí donde nos reuniremos con su cliente?

—No. En Biggin Hill nos espera su avión.

—No me diga que vamos a Yemen —aventuré, alarmado—. No llevo encima el pasaporte, ni nada.

—Vamos a hacer una breve visita al jeque en la casa que tiene cerca de lnverness. Le gustó su propuesta, pero desea hablar con usted en persona.

—Es muy amable al decir que le gustó.

—Es muy amable, pero le gustó porque le daba esperanzas

Harriet no añadió nada más, y ya no quiso entablar conversación hasta que llegamos al aeropuerto.

En cualquier otra ocasión, la experiencia de volar en un avión privado me habría parecido extraordinaria; no es que yo vuele a menudo en ninguna clase de avión, pero en el fondo esta vez no era más que un desplazamiento aéreo. Lo verdaderamente memorable fue lo que ocurrió después de nuestra llegada.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de lnvemess había otro coche esperándonos frente a la terminal. Esta vez era un Range Rover. Tomamos la A9 y nos dirigimos hacia el sur durante veinte minutos y luego nos desviamos por una carretera de un solo carril y pasamos un guardaganado. «FINCA GLEN TULLOCH. PROPIEDAD PRIVADA», rezaba un rótulo. Seguimos la pista en dirección a unas colinas, mientras nos adentrábamos en un valle boscoso y cruzábamos un precioso río lleno de bonitas y oscuras pozas en las que debía de haber peces. Seguimos el río durante unos diez minutos más hasta que vimos aparecer, rodeado de inmaculados céspedes verdes y húmedos, un gran pabellón de granito rojo. Había torretas en cada extremo de la fachada y un pórtico con columnas sobre la imponente puerta principal, con escalones que bajaban hasta la gravilla.

Cuando el Range Rover se detuvo frente a la casa, un hombre con traje y corbata descendió los escalones. Por un momento me pregunté si seria el cliente, pero mientras nos apeábamos del coche le oí decir:

—Bienvenida a Glen Tulloch, señorita Harriet.

—¿Cómo está, Malcolm? —repuso Harriet.

Malcolm inclinó la cabeza a modo de respuesta, murmuró algo parecido a una bienvenida y luego nos pidió que lo siguiéramos al interior de la casa. Lo primero que vi fue un gran vestíbulo de planta cuadrada con paneles de madera oscura. Una mesa de biblioteca redonda con un jarrón de rosas ocupaba el centro de la estancia. Colgados de las paredes había tenebrosos cuadros cinegéticos, y entre ellos unos intimidantes vaciados de enormes salmones montados sobre placas de madera, con el peso y la fecha de la captura.

—Su excelencia está rezando —me dijo Malcolm— y luego estará ocupado una hora o dos. Señorita Harriet, si es tan amable de ir a su despacho, él se reunirá con usted en cuanto pueda.

—Diviértase —me dijo Harriet—. Hasta luego.

—Si hace el favor de seguirme, doctor Jones —dijo Malcolm—, le mostraré su habitación.

Me sorprendió saber que me tenían preparada una habitación. Pensaba que se trataría de una visita breve y que luego volveríamos al aeropuerto. Imaginaba que estaría media, a lo sumo una hora, con el jeque y que cuando él me hubiera formulado todas las preguntas necesarias me mandaría de vuelta a casa. Malcolm me acompañó hasta un dormitorio en la primera planta. Era una habitación enorme pero confortable, había una cama con dosel y una mesa de tocador, y tenía cuarto de baño propio. Por las grandes ventanas de guillotina pude ver unos brezales que se extendían hasta las montañas. Sobre la cama había una camisa de cuadros, unos pantalones de color caqui, calcetines gruesos y unas botas de pesca.

Malcolm me sorprendió agradablemente al decir:

—Su excelencia ha pensado que quizá le gustaría a usted pescar durante un par de horas antes de reunirse con él, para relajarse un poco después del viaje. Confía en que estas prendas sean cómodas. No sabíamos su talla.

Señalándome el timbre que había junto a la cama, me dijo que si le avisaba cuando estuviera listo, me presentaría al gillie, Colin McPherson.

Media hora después caminaba por la orilla del río que había visto desde el coche, en compañía de Colin. Éste era de baja estatura, de pelo rojizo y mandíbula cuadrada, y de aspecto taciturno. Me miró lúgubremente cuando nos presentaron, yo calzado con las flamantes botas Snowbee y sintiéndome más bien estúpido.

—Usted no habrá pescado nunca, ¿verdad, señor? —preguntó Colín.

—En realidad, sí —le dije.

Su rostro se iluminó fugazmente pero recuperó enseguida el ceño.

—La mayoría de los señores que vienen a ver al patrón jamás han sujetado una caña de pescar.

Repuse que lo haría lo mejor posible y bajamos hasta el río. Colín llevaba una caña de cuatro metros y medio y un pequeño salabardo. Me habló del río y de la pesca mientras caminábamos por la ribera. El río tendría unos treinta metros de anchura y un buen caudal.

—Esta noche ha llovido un poco —dijo— y puede que se asomen unos cuantos peces, pero dudo que vea usted alguno.

Al final llegamos a una poza de unos cincuenta metros de longitud que desembocaba en unas aguas blancas sobre un bajío. Serbales y alisos desplegaban sus ramas sobre la orilla opuesta, donde vi que colgaban algunos tramos de hilo de pescadores demasiado ambiciosos.

—Este sitio no es peor para pescar que cualquier otro —dijo Colín.

Parecía dudar realmente de que yo llegara a ver un pez, y no digamos ya a capturarlo. Me pasó la caña que había preparado para mí. La probé unas cuantas veces para habituarme a ella. Estaba muy bien equilibrada, era rígida y fuerte. Me adentré en el agua unos pasos, como Colín me había sugerido, y empecé a lanzar.

—Suelte línea, dé un paso, suelte un poquito más y dé otro paso —me aconsejó Colín desde la orilla.

Así lo hice. Poco después intenté un spey, es decir, un lance doble frontal, y vi con placer cómo el sedal salía disparado limpiamente y la mosca se posaba en el agua con la suavidad de un vilano de cardo.

—Los he visto peores —dijo Colin con un tono amistoso que no había empleado hasta entonces. Luego se sentó en la orilla, sacó una pipa y se entretuvo con ella. Me olvidé de él y me concentré en pescar. Un paso, soltar línea, ver posarse la mosca en la oscura corriente, cobrar línea, un paso, repetir lance. Hechizado por el fluir del agua y la silenciosa belleza del paraje, pesqué despacio y ojo avizor. En un momento dado vi un remolino y unas burbujas junto a la línea, en el agua remansada de la otra orilla, y pensé que podía haber sido un pez. Pero no me atreví a alargar mi lanzado por temor a enganchar el sedal en las ramas bajas. Después hubo un destello azul y dorado y oí que Colin, ahora unos metros río arriba, decía—: Un martín pescador.

Llegué al extremo de la poza, y, viendo que allí el agua era demasiado lenta, la vadeé de nuevo hasta la orilla. Para entonces ya casi me había olvidado de dónde me encontraba, absorto como estaba en mi quehacer, sereno por el silencio que solamente rompía la música del agua al deslizarse sobre la grava camino de la siguiente poza. Entonces Colin apareció a mi lado.

—Le pondré una mosca con algo más de color, creo que una Ally Shrimp servirá. Hay un pez rondando bajo esos alisos.

—Creo que lo he espantado —dije.

Remontamos la orilla y mientras Colin ajustaba una mosca nueva, miré a mi espalda. Vi la pista que llevaba a la casa y al otro lado el brezal. Oí los gritos estridentes de un par de ostreros y, un poco más lejos, el inconfundible canto de un urogallo. Colin me pasó la caña y me metí otra vez en la poza. Avancé como había hecho antes, y justo cuando estaba llegando al lugar donde creía haber visto moverse algo, noté ese cosquilleo en la nuca que sobreviene cuando alguien está observándonos. Hice un lanzado y me volví para mirar. Un poco más arriba, en la carretera, como a treinta metros de donde me encontraba, había un hombre de baja estatura con turbante y túnica blancos. Parecía completamente fuera de lugar en aquel entorno, con el brezal a sus espaldas. Estaba muy erguido e inmóvil. Me observaba con fijeza.

Noté un pequeño tirón en la caña y rápidamente centré la atención en el río. Un remolino, seguido de un chapoteo, y de repente el carrete empezó a escupir sedal a una velocidad prodigiosa mientras el pez atrapaba la mosca y escapaba. Con el corazón a cien, levanté la punta de la caña y empecé a tirar. Aquello no duró mucho: al cabo de diez minutos había cobrado una trucha plateada de tamaño mediano que, una vez llevada a la orilla, Colin se ocupó con destreza de atrapar con su red.

—Dos kilos —dijo—. No está mal.—Parecía complacido.

—La devolveremos al agua —dije. Colin puso mala cara pero me hizo caso, y después regresamos a la casa.

Más tarde

No me he entrevistado con el cliente hasta esta tarde a última hora. Al volver me pusieron en manos de Malcolm, que resultó ser el mayordomo. Siempre había imaginado que los mayordomos llevaban librea y pantalón a rayas, que se parecían a sir John Gielgud y que iban de acá para allá con una copa de jerez en una bandeja de plata. Malcolm vestía traje y corbata oscuros y camisa blanca. Parecía sombrío y discreto y se movía silenciosamente por la casa. Me acompañó de nuevo a la habitación y volví a ponerme mi ropa. Luego me sirvieron el té en la biblioteca, acompañado de emparedados (sin corteza) de pepino y los periódicos del día, todos ellos, desde The Times hasta el Sun.

De vez en cuando Malcolm se asomaba para disculparse por la espera. Su excelencia estaba en plena conferencia telefónica y la conversación se alargaba más de lo esperado. O su excelencia estaba otra vez rezando. O su excelencia estaba en una reunión pero saldría de un momento a otro. Al final pregunté:

—¿A qué hora está previsto nuestro vuelo de regreso a

Londres?

—Mañana por la mañana, señor, después del desayuno.

—Pero si no he traído nada; no sabía que íbamos a pasar la noche aquí.

—No se preocupe, señor. Comprobará que todo está dispuesto en su habitación.

El busca de Malcolm pitó y el hombre se marchó tras excusarse. Al cabo de un rato apareció de nuevo y dijo:

—Me he tomado la libertad de prepararle la bañera, señor. Si quiere subir a darse un baño y cambiarse, su excelencia se reunirá con usted aquí en la biblioteca para tomar una copa a las siete en punto.

Meneé la cabeza un tanto exasperado y seguí a Malcolm arriba. Me acompañó una vez más a la habitación, aunque yo ya casi me había aprendido el camino. Entré, me desnudé y me metí en la bañera, estirado cuan largo soy, el agua humeando y perfumada con algo que olía a pino, y medité sobre ese día tan extraño.

Mientras me encontraba allí metido, mirando al techo del cuarto de baño, sentí que me embargaba una profunda sensación de paz. Era como si estuviera de vacaciones. Me encontraba lejos de la oficina, lejos de casa, y había tenido el muy inesperado placer de pescar una trucha, lo que sólo sucedía muy de tarde en tarde (Mary no es aficionada a las vacaciones de pesca; dice que son una barbaridad, un despilfarro de dinero, aburridas para los que no participan y, en definitiva, un capricho por mi parte). Salí de la bañera, me sequé con una enorme toalla blanca y volví al dormitorio. Aunque estábamos en pleno verano, habían encendido la lumbre y también lámparas de mesa. La habitación se hallaba caldeada y tenuemente iluminada, apetecía mucho tumbarse y echar una siesta de veinte minutos, pero pensé que quizá no me despertaría a tiempo para la cena y me senté a escribir unas palabras en mi diario sobre el viaje hasta aquí y la trucha capturada.

Cuando hube terminado, inspeccioné la ropa que alguien había dejado sobre la cama. Eran prendas de noche, camisa, corbata negra, ropa interior limpia, calcetines, y todo me sentaba como si me hubieran tomado las medidas. En la alfombrilla contigua a la cama había un par de mocasines negros recién lustrados. También me encajaban como guantes. En cierto modo no me extrañó. Salí de la habitación y al llegar al rellano para bajar por la escalera, vi a Harriet que venía hacia mí desde la otra ala de la casa. Llevaba un imponente vestido de noche negro con un cinturón dorado. Debo reconocer que estaba elegantísima. Me vio, sonrió y dijo:

—Siento que lo haya hecho esperar tanto. Su excelencia tiene muchas obligaciones y por desgracia se ha visto forzado a ocuparse de ellas esta tarde.

Incliné la cabeza dándome por enterado. Ya no importaba que me hubieran tenido esperando todo el santo día. Sentía curiosidad y me notaba expectante, como si un importante secreto hubiera de serme revelado. Estaba ansioso por conocer al cliente de Harriet.

Bajamos juntos. Harriet se había puesto un perfume que, aunque suave, me recordó al aroma de un jardín en una noche de verano después de llover. Me di cuenta de que lo estaba inhalando mientras descendía la escalera detrás de ella. Mary dice que los perfumes caros son una forma de explotación femenina y que en ningún caso reemplazan el uso frecuente de agua y jabón. Entramos en la biblioteca y allí, de pie en mitad de la alfombra, frente a una lumbre de leña, estaba el hombre menudo de blanca vestimenta al que había visto por la tarde en la carretera. Me fijé en que su túnica, y también su turbante, estaban ribeteados de oro. Tenía el cutis oscuro, bigote y perilla grises, nariz ganchuda y ojos castaños, pequeños y hundidos. Estaba como envuelto en un aura de inmovilidad, y su postura muy erguida hacía que uno se olvidara de su talla.

—Bienvenido a mi casa, doctor Alfred —dijo, tendiéndome una mano.

Me adelanté para estrecharla y en ese momento Harriet dijo:

—Permita que le presente a su excelencia el jeque Mohamed ben Zaidi bani Tihama.

Le di la mano al jeque y nos quedamos los tres allí de pie, mirándonos, hasta que apareció Malcolm con una bandeja de plata en la que traía un vaso de whisky y dos finas copas de champán. El jeque Mohamed cogió el whisky (vi que contenía soda), y Malcolm me preguntó si quería otra cosa o si el champán me parecía bien.

—Le sorprende —dijo el jeque, en un inglés perfecto— que yo beba alcohol. En Yemen nunca bebo, por supuesto; en ninguna de mis casas tengo bebidas alcohólicas. Pero cuando descubrí que al whisky lo llaman el agua de vida, pensé que Dios sabría perdonarme si bebía de vez en cuando aquí en Escocia. —Su voz era sonora y profunda, libre de los sonidos guturales que tienen a veces los hablantes de árabe.

Tomó un sorbito del whisky e hizo un discreto gesto de aprobación con los labios. Probé el champán: frío y delicioso.

—Es Krug del ochenta y cinco —dijo el jeque—. Yo no bebo champán, pero mis benévolos amigos me dicen que es aceptable.

Nos indicó que tomáramos asiento, lo que Harriet y yo hicimos en un amplio sofá mientras él se sentaba enfrente. Luego empezó a hablar del proyecto. Aunque es tarde ahora, recuerdo muy claramente las palabras del jeque. Es, creo yo, un hombre cuya presencia y cuyas palabras no son fáciles de olvidar para quienquiera que lo haya conocido.

—Doctor Alfred —dijo el jeque Mohamed—, le agradezco profundamente el trabajo que ha hecho hasta el momento sobre el proyecto de introducir salmones en Yemen. Leí su propuesta y me pareció óptima. Claro que usted pensará que estarnos todos medio locos…

Murmuré un «No, en absoluto», pero él desechó mi negativa con un gesto de la mano.

—Por supuesto que sí. Usted es un científico, y muy bueno, según me han informado. Una lumbrera del Centro Nacional para el Fomento de la Piscicultura. ¡Y ahora vienen unos árabes diciendo que quieren salmones! ¡En Yemen! ¡Para pescar! Pues claro que piensa que estamos medio locos.

Tomó un sorbo de whisky y miró en derredor. Malcolm surgió de la nada con unas mesitas para que dejáramos en ellas nuestras copas y se retiró a un rincón de la estancia, fuera de la zona iluminada.

—He observado algo curioso —dijo su excelencia—, a lo largo de mis numerosas visitas a este país. ¿Me perdonará si hablo con franqueza de sus paisanos? —Asentí, pero él ya lo daba por sentado, pues continuó sin apenas hacer una pausa—. En este país todavía hay mucho esnobismo. En Yemen también tenemos muchos estratos sociales diferentes, pero todo el mundo los acepta sin cuestionarlos. Soy jeque de la clase sayyid, la clase dirigente. Mis asesores son cadis. La gente que trabaja en mis posesiones allá en Yemen son nukka o incluso ajdam. Pero cada cual sabe estar en el sitio que le corresponde, y hablan entre sí sin reprimirse y sin miedo al ridículo. No como aquí, en la Gran Bretaña. Nadie parece saber a qué clase pertenece. Sean de la clase que sean, se avergüenzan de ello y tratan de aparentar que pertenecen a otra. El equivalente de la clase sayyid adopta la manera de hablar de los nukka a fin de no destacar, usa el lenguaje de los taxistas y no de los lores porque teme que los demás piensen mal. Y lo mismo ocurre al revés. Un carnicero, un jazr, puede llegar a hacer fortuna y adoptar el habla del equivalente de la clase sayyid. También a él le inquieta la posibilidad de pronunciar mal una palabra o de ponerse una corbata inadecuada. Este país está atormentado por prejuicios de clase. ¿No opina lo mismo, Harriet Chetwode-Talbot?

Harriet sonrió e hizo una ambigua inclinación de la cabeza, pero no dijo esta boca es mía.

—Pero vengo observando desde hace tiempo —continuó su excelencia—que hay un grupo de personas que, apasionadas por el deporte, ignoran todo cuanto tiene que ver con la clase social. Los que serían miembros de la clase dirigente y los nukka están unidos, comparten la orilla del río y hablan libremente y sin timidez. Me refiero, por supuesto, a pescadores de salmón, mejor dicho, a pescadores de todo tipo. Clase alta y clase baja, ricos y pobres, se olvidan de sí mismos en la contemplación de uno de los misterios de Dios: el salmón y por qué a veces atrapa la mosca con su boca y a veces no.

Tomó otro sorbo y Malcolm reapareció un segundo después con una licorera y un sifón.

—Mis compatriotas también tienen defectos —prosiguió el jeque—. Somos un pueblo impaciente y en ocasiones violento, muy dados a echar mano de una pistola para terminar una discusión. Aunque nuestra sociedad es en muchos sentidos antigua y se halla bien estructurada, somos antes que nada miembros de nuestra tribu y sólo en segundo término miembros de la nación. No hay que olvidar que mi familia y mi tribu hemos vivido en los montes Haraz durante más de un millar de años, mientras que Yemen sólo tiene unas décadas de existencia. Hay todavía muchas divisiones en nuestro país, que no hace tanto tiempo era dos países y mucho más atrás un conglomerado de reinos: Saba, Najran, Qa'taban, Hadramout. He advertido que aquí, en este país, aunque hay violencia y agresividad (los hooligans del fútbol, por ejemplo), existe un grupo de gente cuyas únicas virtudes son la paciencia y la tolerancia. Hablo una vez más de los pescadores en general, y de los de salmón en concreto.

El jeque Mohamed tenía una voz suave y modulada, pero poseía el don de suscitar respeto y atención con cada palabra pronunciada. Como ni me atrevía ni deseaba interrumpir sus pensamientos, guardé silencio.

—He llegado a la conclusión de que crear un río salmonero en Yemen sería en todos los sentidos una bendición para mi país y mis compatriotas. Soy consciente de que, si llegara a hacerse realidad, sería un milagro divino. Mi dinero y su ciencia, doctor Alfred, no podrían lograrlo sin la ayuda de Dios, pero del mismo modo que Moisés halló agua en el desierto, quizá logremos que haya salmones en las aguas del wadi Aleyn. Si Dios lo quiere, los wadi se llenarán con las lluvias de verano, bombearemos agua de los acuíferos y los salmones nadarán en el río. Y después mis compatriotas (sayyid, nukka, jazr y hombres de toda clase y condición) se alinearán en las riberas, codo con codo, y pescarán salmones. Y su manera de ser cambiará también. Experimentarán el hechizo de este pez plateado y el irresistible amor que tanto usted, doctor Alfred, como yo sentimos por el salmón y por el río en que habita. Y así, cuando la conversación derive hacia lo que dijo la tribu tal o hizo la tribu cual, o que si los israelíes o los americanos, y la cosa suba de tono, alguien dirá «Levantémonos y vayamos a pescar». —Hizo una pausa para apurar el whisky y luego añadió—: Malcolm, ¿han preparado cena para nosotros?

Ahora estoy cansado y no recuerdo mucho el resto de la velada, pero sí guardo memoria de esas palabras suyas como las pronunció. Sé que el jeque, como él mismo afirma, está loco, pero se trata de una forma suave, noble incluso, de locura, y por lo demás irresistible. No sé qué comimos y bebimos, salvo que estaba delicioso. Me parece que tomamos cordero. El jeque no bebió vino en la cena, sólo agua, y comió poco y habló sólo lo justo para animarnos a Harriet y a mí para que charláramos de esto y lo otro.

Recuerdo que mientras tomábamos tacitas de café con un toque de cardamomo en la biblioteca, después de cenar, dijo algo más:

—Si este proyecto funciona, el éxito cabrá atribuirlo a Dios y a él habrá que agradecérselo. Si fracasa, entonces usted, doctor Alfred, podrá decir que un pobre hombre, iluso y estúpido, le insistió para que tratara de conseguir lo imposible. Y no hay duda de que, pase lo que pase, algo positivo saldrá de su trabajo. Se sabrán cosas que antes se desconocían y usted recibirá por ello los debidos elogios. Lo demás quedará olvidado. Y si fracasa, la culpa será mía porque mi corazón no era lo bastante puro, ni mi visión lo bastante clara ni mi fortaleza lo suficientemente grande. Pero todo es posible si Dios quiere que acontezca.

Dejó su taza y nos sonrió, preparándose para darnos las buenas noches. Algo me hizo decir:

—Pero no ocurrirá nada malo, su excelencia, si este proyecto no llega a funcionar.

—He hablado con imanes y eruditos acerca de este sueño de pescar salmones. Les he transmitido mi convicción de que esta mágica criatura nos acerca un poco más a Dios, por el misterio mismo de su vida, por el largo viaje que realiza atravesando los océanos hasta que encuentra las aguas de sus ríos de origen, un viaje muy similar al que nosotros realizamos hacia Dios. Y ellos me han dicho que un musulmán puede pescar tan bien como un judío o un cristiano, sin ofender a Dios. Sin embargo, no es eso lo que pensarán los yihadis, que dirán que estoy llevando las costumbres de los cruzados a la tierra del islam. Si fracaso, en el mejor de los casos me pondrán en ridículo; y si piensan que puedo conseguirlo, entonces sin duda intentarán matarme.

Es noche cerrada y las gruesas cortinas de mi habitación están echadas, pero puedo oír cómo ululan los búhos en el bosque. Dentro de un momento dejaré la pluma, pero debo escribir estas palabras: me siento en paz.

19 de julio

Esta mañana David Sugden me ha dijo que fuéra a su despacho. Me señaló una silla. Estaba radiante.

—Parece que tus encantos han surtido efecto en nuestro amigo árabe.

—Supongo que te refieres al jeque Mohamed.

Asintió con la cabeza, alargándome sobre la mesa un fajo de documentos.

—Esto ha llegado a primera hora. Es de Freshwaters, los asesores legales del jeque. Me atrevería a decir que son muy caros, además. —Dio unos toquecitos con el dedo índice en los documentos—. Cinco millones de libras. Ahí lo tienes.

Resultó que Freshwaters nos enviaba un borrador de contrato a fin de disponer de un marco legal y comercial para el proyecto del salmón.

—Está todo ahí —dijo David—. Nuestros abogados lo están estudiando, pero parece que recogen todo lo que queremos. Condiciones pactadas en caso de que no funcionara, retribución al margen de lo que suceda, avales bancarios, pagos escalonados para que el dinero no deje de circular. En resumen —puso los ojos en blanco, mirando al techo—, el verdadero maná. Si no soy capaz de colar parte de esos cinco millones a alguno de mis empobrecidos presupuestos, es que estoy en muy baja forma.

Le dije que confiaba en que no fuéramos a abusar de la confianza del jeque.

Debió de sonar muy gazmoño por mi parte, porque David hizo un gesto desdeñoso con la mano antes de replicar:

—No me vengas con remilgos, Alfred. Tú ya me entiendes. Me refería a que cualquier departamento del CNFP podrá facturar horas a cuenta del proyecto por el motivo que sea. El cliente tendrá su río con salmones en pleno desierto… o no, ya se verá. Nosotros cobramos cinco millones pase lo que pase. Bueno, hablemos de los detalles. Encabezaré el proyecto y asumiré la responsabilidad de la relación con otros departamentos…

—¿Te refieres al Ministerio de Asuntos Exteriores?

David se llevó el índice a un lado de la nariz en un gesto teatral.

—La oficina del primer ministro ya está involucrada; Peter Maxwell ha querido estar al día sobre el proyecto. Pero tú haz como que no te he dicho nada. En realidad, debo pedirte que seas muy discreto en este asunto. Tanto el jeque como el ministerio, y no sólo ellos, desean que el proyecto sea materia reservada hasta estar seguros de que sabemos qué va a pasar. Así que no lo olvides, mantén la boca cerrada. Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado? Ah, sí. Tú estarás al mando de las operaciones, me refiero al equipo de investigación y luego a la dirección del proyecto. Deberás informarme a mí.

Giró un poco la pantalla del ordenador para que yo pudiera ver y me mostró un plan de proyecto. ¡Qué burócrata! Lo tiene organizado de manera que yo haga todo el trabajo y él se lleve los laureles (pero no las culpas, si es que hubiera que culpar a alguien). David no sabe realmente de qué va esto. No tiene la menor idea de lo difícil que va a resultar, la mucha investigación científica que supone, los modelos de ecosistema que habrá que crear, las valoraciones sobre impacto medioambiental, la modelización de índices de oxígeno disuelto en los cursos de agua yemeníes, el muestreo bacteriano. Me parece que me explota la cabeza cuando pienso en lo complejo que va a ser todo. Y aquí está este imbécil hablando de «hitos», «entregables» y «Consignación de fondos».

23 de julio

Mary ha regresado esta tarde de Ginebra. Está durmiendo en el cuarto de invitados. Apenas dos horas en casa y ya hemos discutido.

Primero me ha hecho callar cuando intenté hablarle del jeque Mohamed y de su hermosa visión de los salmones surcando los wadi yemeníes:

—A ese viejo debe de faltarle un tornillo. ¿Estás seguro de que quieres embarcarte en una aventura tan estrafalaria?

—Es lo que me aconsejaste.

—Dije que no tomaras una decisión mientras te durase la rabieta, pero no que asociaras tu nombre a algo que suena a suicidio profesional. De cualquier modo, supongo que sabrás lo que te haces.

—Así lo espero —repuse sin más.

Después de un largo silencio, dijo que lo sentía, que había tenido un día de mucho trabajo.

Mary dice eso a menudo, que ha tenido un día muy atareado. Como si fuera la única persona que trabaja hasta muy tarde en la oficina, la única que tiene que soportar tediosas reuniones y aguantarse las ganas de tamborilear o ponerse a hacer garabatos en el orden del día. Todos acabamos cansados. Me sentía embargado por la excitación, y me perseguía una imagen de la que no podía librarme: el jeque vestido de blanco hablando de futuros ríos salmoneros en un tono cálido y sereno; las negras aguas de aquel otro río en las Highlands; de las truchas que allí medraban. Quería contarle lo del avión privado, hablarle del serio e impecable Malcolm, de las burbujas del champán. En alguna parte de esa imagen, vista por un telescopio puesto del revés, estaba Harriet, tan hermosa con su vestido de noche, la cabeza ladeada, inclinándose para oír algo que el jeque le decía. Deseaba compartirlo con Mary; quería compartir con ella mi inquietud científica, la idea de que con el dinero del jeque Mohamed podría hacer algo diferente, algo que nadie había hecho antes; cambiar las reglas del juego.

Sin embargo, a ella no le interesaba, así que la imagen se ha desvanecido y la he guardado muy dentro de mí. Es la primera vez que no comparto algo importante con Mary. Ella sencillamente no quería saber nada.

Después, mientras cenábamos, me he enterado de qué le rondaba la cabeza.

—Quieren que me traslade a Ginebra —dijo sin mirarme, concentrada en enroscar la pasta con el tenedor.

—¿Que te traslades? —pregunté, dejando el mío sobre la mesa.

—Eso he dicho.  Que me traslade, que me mude, vaya.

—¿Y por qué?

—Porque el hombre que cogió la baja por enfermedad no va a volver.

—¿Y eso por qué?

—Porque ha muerto.

El asunto, al parecer, era definitivo, de modo que pregunté:

—¿Y por cuánto tiempo?

—No lo sé. Al menos seis meses.

—Evidentemente, eso es imposible —dije, y al punto me arrepentí.

—Imposible ¿por qué? —preguntó sin levantar la voz, con una mirada desapasionada e irguiéndose más.

—Bueno, no sé, ¿cómo te vas a ir? Tenemos nuestra vida organizada aquí. Yo trabajo aquí. Nuestro hogar está aquí.

Mary guardó silencio mientras comía un poco más.

—Les he dicho que sí —anunció al final.

Al oírlo, claro, dejé de contenerme, y ella también. Por eso Mary está ahora en el cuarto de invitados y yo aquí escribiendo en mi diario, y dentro de un momento guardaré la pluma y me acostaré en nuestra cama sin poder dormir y rechinando los dientes.