—¿No me digas que andas buscando una exclusiva para tu periódico?
—Algo así.
—Ha sido coser y cantar. El anormal ese se quedó con el misal de nácar y con el taco de recordatorios que repartía la niña. Le debió parecer bonita la imagen y regalaba una estampita a cada dienta que compraba merluza.
—¡Joder!
—Pues así de simple es la cosa. Como tiene diecisiete años y es tonto de remate, le caerán sólo veinte años. Antes de quince está
en la calle, jodiendo otra vez.
36
El instigador fue, una vez más, el adiposo y ubicuo concejal de Urbanismo. El edil había sido hasta procurador en Cortes y le veía las orejas al lobo. Según él, tenía «las pelotas negras del humo de mil combates».
—Eso de que Franco había dejado todo atado y bien atado es una filfa —aseguraba brioso—. Esto hace agua por todos lados y antes de que nos demos cuenta, aquí será legal hasta el Partido Comunista. El concejal tenía nombre de telenovela venezolana y el aspecto relamido de los provincianos cuyo dinero viene de la generación anterior y sigue produciendo dinero, aunque su propietario sea un inútil redomado. Había leído media docena de libros en su vida, El Padrino entre ellos, y en aquellos días se veía como un álter ego de Marión Brando, obligado a tirar de innumerables hilos para evitar el naufragio de la familia.
—Esto se va a la mierda y el que no espabile, va listo. Tras la lacrimógena dimisión del encallecido Arias Navarro y el 239
fulgurante acceso del juvenil Adolfo Suárez a la Presidencia del Gobierno, los cambios se sucedían a velocidad de vértigo. Después de cuarenta años de abstinencia electoral, los españoles se aprestaban para elegir democráticamente a sus corifeos. Santiago Carrillo cruzaba los Pirineos camuflado bajo una peluca, veteranos como Tierno Galván, Manuel Fraga o Josep Tarradellas seguían siendo las figuras más descollantes del firmamento político y el Partido Socialista Obrero Español de Felipe González se perfilaba como la fuerza que disputaría la primacía parlamentaria a la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez. Prolifera-ban las siglas y semanalmente nacían, se fundían, se escindían o desaparecían organizaciones. Prosperaban partidos de aluvión, aglutinados mucho menos por la ideología que por el afán de notoriedad y por otras afinidades espurias.
—Tienes que apuntarte y meterte en nuestra lista.
—A mí no me interesa la política —protestó Tomás.
—¿Nunca has oído que quien quiere peces tiene que mojarse el culo?
—También me he hartado de oír que lo importante es saber navegar entre dos aguas. El concejal se echó a reír y sus ojos casi desaparecieron en la masa carnosa y colorada de su cara. Cuando se calmó, adoptó un tono docente.
—En España siempre se ha dicho que en cuestiones de dinero no hay misterio, porque la razón la tiene siempre el hombre del ministerio. Se puede ganar parné de muchas maneras, pero los negocios redondos sólo se hacen con el respaldo de la Administración. Te lo digo yo, que soy el responsable de Urbanismo. Ante el silencio de Tomás, añadió:
—Piénsalo bien, porque si los rojillos ganan las elecciones, te van a crujir.
—No me da la impresión de que el león sea tan fiero como lo pintan.
—¿Sabes quién encabezará la candidatura de izquierdas?
—¿Quién?
El botijo puso cara de pasmo.
—¿De verdad que no lo sabes?
—¡No, cono!
Alzó el dedo a la altura de su cara y silabeó:
—Acacio Romero.
240
—¿Quién? —inquirió Tomás.
A diferencia de lo que le ocurría con Carrasco, jamás había utilizado el apellido al referirse al hijo de Pelegrín.
—Acacio Romero —repitió el concejal—. El que organizó la huelga en solidaridad con los mineros de Asturias, controla la Me-canicosiderúrgica y mangonea a los obreros de la central térmica.
—Lo conozco, es de mi pueblo y fuimos amigos de niños.
—De eso ha llovido mucho, ¿no?
—Bastante, pero Acacio nunca fue mala persona y no creo que haya cambiado. Nos vemos a veces.
—Éstos no van a quemar iglesias ni asaltar conventos, pero andan con ganas de meterle mano a los que se forraron con Franco.
—Yo no tengo nada que agradecerle a Franco, como no sea el tiempo que estuve alojado gratis en la prisión del Teleno —bromeó
Tomás, tratando de quitar hierro al asunto.
—Piénsalo —repitió casi implorante el concejal—, nos vendría muy bien poder contar contigo.
El que fuera un empresario floreciente, sin pasado político conocido, que daba trabajo a mucha gente, se movía rodeado de una aureola de eficacia y hacía favores a destajo, lo convertía en un cacique temible. Podía transformarse en una máquina de captar votos y rendidas fidelidades, al estilo de Eulogio Gómez Franqueira, el omnisciente patrón de Orense, o de Francisco Cacharro Pardo, el ladino ex inspector de Enseñanza Media que controlaba vida y milagros en la provincia de Lugo.
—Mañana llega una delegación de Madrid en la que vienen el responsable de organización y el delegado regional. ¿Por qué no me dejas que te monte una cita con ellos?
—Ando yo muy ocupado como para perder el tiempo con entrevistas.
—Te lo pido como un favor personal. ¡Hazlo por mí!
—No seas cargante.
—Tal como se están poniendo las cosas, el que se quede solo se pierde; hay que cerrar filas.
—Si sólo se pudiera llegar al cielo en grupo o dentro de un viaje organizado, renuncio de antemano a ir —comentó jocoso Tomás—. Que me guarden plaza en el infierno.
—El partido te necesita y te puede venir bien.
—A mí lo que me viene bien es que me des esa obra.
—Hombre... —tosió con discreción el concejal, demorándose 241
para encontrar las palabras exactas—, estar en el partido ayuda a conseguir contratas.
—Ya...
Tomás no había dicho «sí», pero el tono indicaba una disposición diferente. El de Urbanismo aprovechó la oportunidad.
—A las once en mi despacho. ¿Vale?
—De acuerdo.
Puntualizó que la cita no era en el Ayuntamiento sino en la sede del partido. La acababan de estrenar. Le rogó que fuera puntual.
—Tengo mucho interés en quedar bien con esa gente y prefiero que no les hagamos esperar.
—Por mí, no te preocupes.
A las once, cumplidor como la muerte, Tomás entraba en el edificio. Le hicieron perder diez minutos en una antesala, aduciendo que el delegado provincial y su colega estaban ocupados. Eso lo sacó
de quicio. Detestaba a los bufones que encubrían su falta de rigor considerándola una manifestación de su egregia importancia. Conocía unos cuantos que jugaban la carta del genio cuando les convenía y daban por supuesto que cualquier plantón, retraso o inconveniente que causaran en los de alrededor, debía ser aceptado.
—Se van a enterar estos cabrones —masculló para sí, cuando la secretaria se acercó a decirle que ya podía pasar.
Era la primera vez que visitaba el despacho donde el ecléctico concejal había sentado sus reales para iniciar una singladura política como demócrata de toda la vida y no podía dar crédito a sus ojos. Parecía un pub de barrio: escasa luz ambiental, cortinas tupidas, apliques de hierro con tulipas anaranjadas... La atmósfera estaba tan lograda, que Tomás sintió deseos de pedir un gin-tonic.
—¿No podías subir la persiana para que veamos un poco?
—preguntó a modo de saludo.
—Lo que tú digas.
Tanto el responsable de organización, que era rubio como un vikingo y procedía de una familia plagada de notarios, jueces y abogados del Estado, como el delegado regional, descendiente de latifundistas castellanos desde la desamortización de Mendizábal, dejaron patente que eran gente bien y habían sido educados en el amor a Dios, a la Patria y a la propiedad privada. Tomás no tuvo necesidad de devanarse los sesos para llegar a la conclusión de que el orden de prioridades de sus engominados interlocutores era precisamente el inverso al que habían expuesto. Lo que más preo-242
cupaba a aquellos dos artistas de la ambigüedad era el bienaventurado dinero. Si le doraban la pildora, no era porque lo admirasen sino porque estaban seguros de que les resultaría sencillo manipularlo.
—Aunque aún queda bastante para los comicios, estamos ya elaborando las listas y seleccionando candidatos. No queremos que nos pille el toro —explicó ampuloso el rubio, que parecía el jefe y actuaba como si lo fuera—. Hemos estudiado su back-ground, creemos que su perfil se ajusta a nuestras exigencias y hemos pensado proponerle que se incorpore a nuestra candidatura.
Tomás no le quitaba ojo de encima. No eran sus hipócritas maneras lo que más le irritaba, sino su cara. Aquella redondez infantil, las mejillas rosadas y el flequillo permanentemente caído sobre la frente.
—Nuestro partido tiene vocación de victoria y usted es un winner.
Era ya el enésimo anglicismo, pero a Tomás le chirrió de manera particularmente desagradable. No dijo nada. La mejor respuesta a tanta estupidez era el silencio.
—¿Qué opina? —insistió el rubio.
En el penal, hacía ya un zurrón de años, había hecho buenas migas con Pablo, el tipógrafo comunista al que la Guardia Civil había agarrado con una partida del maquis. Cuando coincidían en la biblioteca, discutían en susurros de política. También era de los que exigían a su interlocutor que se definiera, pero era muy distinto de aquellos dos. El tipógrafo creía de verdad en lo que decía.
—¿Qué opino de qué?
—De esto... de la situación...
—Si me pregunta por su programa, no tengo ni puta idea de qué
va. Y si desea saber cuáles son mis ideas sociales, es muy fácil: la educación y la sanidad deben ser gratuitas y para todos, la defensa del país y la seguridad de los ciudadanos corresponden al Estado.
—Ya.
—Me da cien patadas ver niños mendigando —continuó Tomás con cara de pocos amigos— y me revuelve las tripas que tengas que contratar un guarda privado para que no te roben la radio del coche.
Al rubio le pareció que aquello no se ajustaba mucho al pensamiento oficial de su partido, pero no había ido hasta allí para debatir con un constructor excitable. Miró a su amigo, quien curvó
las cejas tan desorientado como él. Hizo un gesto de interrogación y el otro le respondió con una sonrisa de ánimo.
—Vamos a meterle en nuestra lista.
Hubo una larga y pesada pausa.
—¿En qué puesto?
—No sabemos... el cuarto o el quinto...
—Verdes las han segado.
El vikingo y su compañero cambiaron una mirada de incredulidad. El de Urbanismo, visiblemente azorado, alzó las cejas para suplicarle que tuviera paciencia.
—Todavía es un poco prematuro, pero los sondeos indican que aquí sacaremos por lo menos tres diputados.
Tomás forzó una risotada, grosera y larga, que desconcertó a los dos forasteros y asustó al concejal.
—Y por eso me ofrecen a mí ir de cuarto en la lista, ¿no?
El delegado regional tragó saliva.
—No le entiendo.
—Pues está muy claro.
En un par de minutos, con la insensibilidad con la que el matarife destaza una res, hizo una disección del panorama político de la provincia, subrayando la hegemonía natural de la izquierda en la cuenca minera y la falta de líderes con arrastre al otro lado del espectro político.
—Si lo que buscan es a alguien para hacer bulto y rellenar la lista, no les costará encontrar figurones como ustedes en el Casino, pero conmigo no cuenten. O voy primero o no voy.
Dejó que el acero tintinease en su voz. Le irritaba la prepotencia con que se conducían aquellos tipos. Una actitud nacida de su algodonoso origen familiar, de la ignorancia y de una existencia endulzada con millones y exenta de sacrificios. El rubio recurría con excesiva frecuencia al plural mayestático y decía «nosotros»
en lugar de «yo», como si fuera el rey o el Papa.
—Por mí, pueden irse a hacer puñetas.
—Tampoco es eso, Tomás —terció el concejal, temeroso de que aquello acabase a gritos.
—Pues claro que es eso.
Lo había decidido sobre la marcha, en uno de sus típicos arranques. Su instinto le decía que no podía ser perjudicial figurar como representante del pueblo soberano. Con el respaldo de un acta de diputado y con escaño propio en el Parlamento nacional, se iba a 244
reír en las barbas de todos aquellos pelagatos con pretensiones de aristócrata. El dinero de verdad estaba en las obras públicas y con un cargo de relevancia y acceso privilegiado a los proyectos, el mangoneo estaba asegurado.
—¿Qué dicen?
Los dos forasteros se miraron indecisos.
—Nosotros habíamos pensado otra cosa... —comenzó el delegado.
—Pues encantado de conocerlos —le interrumpió Tomás—. Buenos días.
Se incorporó y echó a andar. La maniobra fue tan súbita que el concejal tuvo que correr para alcanzarlo. Lo interceptó en el descansillo y se colocó delante de él, con los brazos en cruz, bloqueándole el paso.
—No me hagas esto.
—No seas mamarracho y déjame pasar, que tengo prisa.
—Tomás. ¡Por favor!
—¿Qué coño quieres ahora?
El barrigudo lo tomó del brazo y tiró de él.
—Vuelve al despacho y vamos a hablar.
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir.
El concejal hacía pucheros como si fuera a romper a llorar.
—Ha habido un malentendido, pero lo arreglamos en dos patadas. Confía en mí. Tomás no confiaba en nadie pero siguió a su mentor político escaleras arriba. Media hora después salían juntos a la calle para celebrar con una ronda de cafés y aguas con gas el nuevo fichaje del partido. Encabezaría la lista al Senado. La palabra senador tenía resonancias romanas y llevaba un aura de respetabilidad. No aportaba poder político concreto como el que tenía un diputado, pero dispondría de tiempo para dedicarse a sus negocios y mantendría un contacto estrecho con su tierra. Esa tarde, antes de emprender viaje de regreso a Madrid, el responsable de organización aireó algunas dudas sobre la decisión tomada en la mañana.
—No sé si hemos acertado al prometerle que irá de número uno. Puede que lo lamentemos más adelante.
—Tomás es más fiable que el Banco de España —aseguró el concejal, a quien le iba bastante en la jugada.
—Es ambicioso hasta decir basta.
—Un poco frío, pero nada más.
—¿Frío? —inquirió retóricamente el delegado, que hasta entonces se había mantenido a la expectativa—. Ese tipo mea cubitos de hielo. Cuatro meses después, en junio de 1977, se celebraron las primeras elecciones democráticas. Tomás salió elegido senador como cabeza de lista de su provincia. Había ido a votar con un impecable traje cruzado de color azul antracita y a partir de entonces, ése fue su uniforme. Un mes después cumplió cuarenta y un años. Aquel aniversario resultó distinto de todos los anteriores. Fue el primer 18 de Julio que no se conmemoró en España con paradas, ejercicios gimnásticos, fuegos artificiales y paga extra el aniversario del alzamiento de los nacionales que marcó el inicio de la Guerra Civil.
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Si había un cantante que despertase, sentimientos encontrados en Tomás era Julio Iglesias. Se quitaba el sombrero ante su tesón y la destreza con la que, en apenas diez años, había pasado de futbolista cojitranco a estrella ecuménica del showbusiness. Le fastidiaba que hubiera llegado tan alto, teniendo menos voz que algunas de sus teloneras. Se consolaba pensando que las facultades no garantizaban el éxito. Hacía falta talento. A menudo, Dios daba pan a quien no tenía dientes. Resultaba una paradoja que el trampolín de Julio Iglesias a la fama hubiera sido una canción titulada La vida sigue igual. En España, nada seguía igual, ni para el artista ni para muchos otros. Tampoco para él.
Tras su victoria en las primeras elecciones, se había dejado atrapar por el ajetreo de los viajes a Madrid, el galimatías de las comisiones parlamentarias y la parafernalia de las Cortes. Se había entregado al partido en cuerpo y alma y perdido incontables horas. Tanto él como el resto de la comparsa se sentían exultantes. Habían dado un revolcón a la izquierda. De su provincia, el único que contaba con sillón en el hemiciclo del Congreso de los Diputados era el cuitado de Acacio, salvado de la quema gracias a los votos de los mineros y al rojerío de los suburbios. 246
A Tomás le duró poco la fiebre madrileña. Disipada la novedad y comprobado que podía saltarse a la torera los debates, se replegó a sus dominios y se dedicó a cultivar a sus parroquianos. Al año, controlaba como un juguete el aparato local del partido. Cuando se aproximó la hora de confeccionar las listas de candidatos para las siguientes elecciones generales, dejó claro que debían olvidarse de él. No le interesaba un puesto en el foro. Lo que le venía como anillo al dedo era la Presidencia de la Diputación Provincial. No le costó hacerse con ella. Hasta entonces, los lugareños imaginaban al cacique de acuerdo al perfil caricaturizado por el escritor Alfonso Castelao: un ricachón orondo, trajeado, venal, aficionado al embutido y apegado al entorno rural. Tras los segundos comicios, cuando el constructor cambió los oropeles del Senado por la tramoya de la Diputación, el estereotipo cambió radicalmente. Para desgracia de la oposición, la mayoría de los electores consideraba natural el caciquismo de don Tomás. Alejados del centro, mal comunicados y pobres, compartían la impresión de que el campechano presidente hacía favores a mansalva y le mostraban su agradecimiento con votos.
A diferencia de los políticos de nuevo cuño, educados en la universidad y procedentes de núcleos urbanos, era un hombre del pueblo. Los catetos sostenían que no robaría mucho, porque ya era rico y que, si alguien se tenía que llevar las perras, mejor que fuera uno de ellos.
El presupuesto, que don Tomás repartía a su antojo, era su instrumento. A eso se sumaba la altiva independencia con que se conducía frente a los paniaguados de la Dirección Nacional y el riguroso control que ejercía sobre alcaldes y diputados autonómicos. Allí no se movía una hoja sin que él lo decidiera. No se llenaba un cargo vacante sin su visto bueno. Decidía desde la plantilla de jardineros municipales hasta las gratificaciones de los jugadores del equipo juvenil de fútbol.
—La ciudadanía no tiene mucha cultura, pero anda sobrada de memoria —se justificaba, riéndose para sus adentros.
Su estilo era inteligente y agudo; enfocaba las cosas de modo que pudiese sintonizar con el sentido común de los pueblerinos y a la vez crearse el mayor número de enemigos posible entre los llamados intelectuales. En un debate radiofónico, cuando el presentador pretendió
arrinconarlo recordando haberle oído responder a una pregunta sobre la reimplantación de la pena de muerte con la frase «no estoy a favor aunque algunos la merecen», don Tomás se defendió
alegando que la pena capital se aprobaría por inmensa mayoría, si convocaran un referéndum.
—No sabemos si sería un freno para el delito, pero está claro que los asesinos y los terroristas ejecutados no volverían a matar inocentes.
El público presente en el estudio aplaudió a rabiar, lo que terminó de convencerle de que era rentable ir contra los expertos, los columnistas y los sabiondos.
—Cuando un acontecimiento desafía las leyes de la física suele deberse a que hay economistas, profesores universitarios o políticos progresistas implicados —recitaba en todas las entrevistas—. La sequía, las inundaciones, las plagas y los terremotos producen pérdidas millonarias y muertes, pero ninguna de las grandes catástrofes humanitarias de este siglo ha sido causada por la Madre Naturaleza. Si el reportero de turno no estaba avisado y cometía el desliz de preguntar en qué basaba su original teoría, lo anegaba con datos:
—La hambruna china de finales de los años cincuenta, la peor que se recuerda, no tuvo nada que ver con la voluntad de Dios; se debió a las locuras de Mao Tsé-tung. Lo mismo puede decirse de Camboya, cuando el comunista Pol Pot hacía fusilar a los que llevaban gafas metálicas, o de lo que ocurrió en Ucrania entre las dos guerras mundiales, cuando perecieron de inanición veinte millones de personas por culpa de Stalin. Gobernaba la sección provincial del partido como un reino de taifas, sin permitir intromisiones de la Ejecutiva Nacional. La tenía tomada con los paracaidistas llegados de Madrid, pero no se mojaba y hacía añicos al forastero hasta que no contaba con pruebas concretas de su incapacidad. Si el ministro de turno o quien fuera se molestaba en inquirir por su recomendado para acelerar su promoción, su respuesta era invariable:
—Da el pego y cobra, que ya es bastante.
Si el padrino iba más allá y alababa a su ahijado argumentando que era una persona preparada, la contestación era ya más cáustica: 248
—No se necesita citar de memoria la Divina Comedia ni acampar una temporada en el infierno, para hacer creer a los incautos que uno ha leído a Dante Alighieri; basta un par de versos soltados a tiempo. Partía del principio de que la política funcionaba como cualquier otro asunto. El que valía para camarero, mecánico o comerciante, servía para un cargo público y al revés.
—Todos los negocios, y la política es uno de ellos, son iguales
—explicaba Tomás—. E)e lo que se trata siempre es de agitar con la mano izquierda una zanahoria colgada de una caña y mover con la derecha un buen garrote. Lo que tiene de peculiar la política es que casi todos los implicados lo pasan fatal. Dedican años a conspirar, hacer la pelota y arrastrarse y casi nunca llegan. Éste es un juego en el que sólo compensa alcanzar la cumbre. Nadie, con dos dedos de frente y unos gramos de amor propio, festeja quedar subcampeón.
Nada de ideas revolucionarias, grandes discursos u objetivos deslumbrantes. Los elementos de su fórmula victoriosa eran patear las aldeas, charlar con los jubilados, mantener abierta la puerta del despacho, recibir a todo cristiano que acudiera a verle, escuchar como si no tuviera otra cosa más importante que hacer, sobornar con generosidad, no dar tregua a sus rivales y perseguir como puta por rastrojo a quien se interpusiese en su camino. A veces, cuando bebía más de la cuenta, estaba enpetit comité y se sentía optimista, resumía su pragmática filosofía con un apotegma paralizante:
—Al amigo, el culo; al enemigo por el culo; y al indiferente, la legislación vigente.
El concejal de Urbanismo no andaba descaminado cuando había vaticinado que la pasta gansa salía de las obras públicas y que, con un cargo de relevancia y acceso privilegiado a los proyectos, la rapiña y el trinque estaban consolidados. Primero como senador y después como virrey provincial, con ministros de su cuerda en las alturas, a don Tomás le daba igual que la Administración convocase concursos o asignase las obras a dedo. Sus empresas, cuya propiedad se cuidó de maquillar con los subterfugios del Código Mercantil, copaban un buen puñado de contratas.
Una de sus sociedades, con nombre de satélite y consejo de ad-249
ministración de pacotilla, se quedaba con toda reforma municipal medianamente lucrativa que salía en la provincia. Su testaferro en ese ramo consiguió que varios alcaldes recalificaran espacios verdes para levantar en ellos moles de cemento. Hasta logró un contrato de ensueño con la central térmica. No poseía minas ni había metido un duro en pozos de carbón, pero se quedó con la exclusiva del suministro de combustible. El negocio era redondo, porque se facturaba por tonelada entregada y bastaba la discreta connivencia de un operario, para que el análisis diera altas calorías, bajos residuos sólidos y no detectara que la mitad de la carga eran peñascos y pizarra.
De su etapa de tractorista, le quedaban un conocimiento exhaustivo de la comarca y bastantes amistades. También, una idea cabal de las necesidades más perentorias de los aldeanos y de los resortes a pulsar para granjearse las loas del populacho. No dio la espalda a nadie. No se envaneció excesivamente. Recibía sin antesala y si había que escribir una carta de recomendación, lo hacía. Descolgaba personalmente el teléfono. Si una madre suplicaba que hiciera gestiones para que a su hijo le saliera un destino cómodo en la mili, llamaba al cuartel.
Rara vez se rascaba el bolsillo, pero repartía a granel. Igual reponía el instrumento roto a la banda de música, que hacía retejar una escuela con goteras. La gente alababa su disposición a prestar una excavadora, una apisonadora o un volquete, para que los vecinos de un concejo alejado reparasen una senda intransitable en invierno. Madrugaba más que los gallos y se movía como un descosido. 3»
Fue uno de esos días especiales en los que la ceñida rutina se vio rota por algo inopinado.
— El Cubano está en las últimas.
El funcionario acompañó el chascarrillo con un gesto zafio: se llevó la mano al gaznate.
—¿Está enfermo?
—No; está arruinado.
Ser director de la Caja de Ahorros no era moco de pavo y el chupatintas sudaba para conservar el puesto. El nombramiento dependía de don Tomás y había ido a su despacho a rendirle plei-250
tesía. Lo hacía periódicamente. Al presidente de la Diputación le encantaban los chismes. Quería estar al tanto de lo que se cocía en sus dominios. El bancario recolectaba información, mucha de ella confidencial, y se la pasaba.
Don Tomás necesitó unos segundos para digerir la noticia. Don Alejandro no era un personaje que se prodigara y llevaba años sin aparecer por el Casino o en un acto social, pero no había dejado de tenerlo presente en su memoria.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Ha estado en la Caja.
—¿Para qué?
—Necesita urgentemente trescientos millones.
—¡Trescientos millones!
—Efectivamente.
Consideró las contingencias, a toda velocidad, como un ordenador.
—Lo han liado, se ha metido en inversiones raras y está hasta el cuello de deudas. ¿No?
El bancario hizo un gesto afirmativo con los labios, igual que si hubieran estado jugando al ajedrez y su contrincante hubiera realizado un buen movimiento.
—Así es.
—Tiene propiedades; no le será difícil conseguir el crédito.
—Lo dudo. Lo único que resta del capital que se trajo de América es La Torre, la finca en la que vive, y hasta eso figura ya como garantía hipotecaria de algún préstamo.
—Lo que es la vida.
—Tampoco se va a morir de hambre.
—Ser pobre es jodido, pero ni la mitad de insalubre de lo que puede resultar ser pobre y además viejo —concluyó don Tomás. Puso cara de pena, pero pasó el resto de la mañana alegre como unas castañuelas. Tuvo la impresión de que el sol que entraba por las ventanas del despacho brillaba con mayor intensidad de la habitual. Hasta su secretaria le pareció más carnal y menos ñoña.
Marisa era casi adolescente, pero poseía unas formas opulentas. Parecía la protagonista de un anuncio televisivo sobre artículos de cocina: discreta, ansiosa, con buenas tetas y cacareando día y noche que todo estaba patas arriba. Hasta entonces, ni se había fijado en ella como no fuera para 251
exigirle unas fotocopias o un documento. Ese mediodía estaba apetecible. Las esporádicas experiencias amatorias del presidente de la Diputación se circunscribían al sexo de pago con profesionales fondonas y a escarceos con talluditas camareras de mesón de carretera, pero sus gustos iban por otros derroteros. Los rasgos infantiles de la nueva secretaria incrementaban el morbo. En la década de los cincuenta, cuando Vladimir Nabokov había publicado Lolita, vivía recluido tras los muros del monasterio, ajeno a las pompas mundanas. Ni se había enterado del sonoro escándalo literario orquestado en torno a la novela. Había leído el libro muy posteriormente y, a diferencia de algunos críticos, no sacó la conclusión de que fuera inmoral, obsceno o pornográfico. A él, que siendo novicio se había prendado de Rita Hayworth y que había guardado ese secreto como se prensa una flor marchita entre las páginas de un libro, no le resultaba desquiciada la conducta de Humbert. El refinado profesor llegado a una pequeña ciudad de Inglaterra para dar clases de literatura francesa, que en lugar de interesarse por la viuda Charlotte se enamora perdidamente de su hija de doce años, era cuarentón como él. También se veía obligado a ocultar sus verdaderos sentimientos.
—¿Hay algún recado para mí?
—Han llamado de la notaría para decir que las escrituras del polígono ya están listas. Preguntan de Madrid, de la dirección, si tendrá tiempo de acercarse este mes y han traído el informe de las minas.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Puedes irte.
—Voy a salir a comer. ¿Quiere que le compre algo?
Era tarde y la mayoría de los empleados había huido en desbandada. En el edificio quedaban los conserjes, los policías de escolta, los chóferes y la telefonista.
—No, no hace falta, tengo un yogur, nueces, almendras y queso en el cajón.
—Se tiene que cuidar y con esos alimentos de tan poca sustancia se está quedando en los huesos.
—No te preocupes, hija, que yo me cuido. Soy vegetariano,
—¿No come carne?
—Ni la pruebo.
—Y eso ¿por qué?
252
—Un trauma infantil.
Añadió risueño que sus hábitos gastronómicos no tenían nada que ver con teorías hinduistas, con perturbados como los Haré
Krishna o con la tesis de que no era necesario matar para alimentarse. Tampoco consideraba que la cría industrial fuera cruel.
—He sido vegetariano desde pequeño. Nunca he comido carne ni pescado, aunque sí productos lácteos y huevos.
Sin esclarecer si hablaba en broma o en serio, especificó que tampoco era alérgico al caviar y otras exquisiteces.
—A fin de cuentas, el beluga, que es el que más me gusta, también son huevos aunque muy chiquititos y negros. Marisa compartía con varias de sus predecesoras en el puesto lo que don Tomás definía jocosamente como el síndrome de la secre- taria maternal. En otras palabras: miraba a su jefe con el revoltijo de adoración y desvelo que siente el ama de cría por el bebé a su cargo. Se quedaba las horas que hiciera falta, se apuntaba a cualquier tinglado para rellenar el tiempo y vigilaba con esmero la salud del cacique.
—Tómate la tarde libre.
—¿Cómo dice?
—Que no vengas esta tarde. Vete a la piscina, sal con tus amigas o dedícate a comprar trapos, pero no te quiero ver por aquí
hasta mañana. Tengo cosas importantes que hacer y prefiero estar solo.
—¿Y las llamadas?
—Las cojo yo mismo; no será la primera ni la última vez.
—¿No necesita que se las filtre?
—No; anda, márchate ya.
—Muchas gracias, don Tomás.
—No hay de qué, hija.
Nunca se había tomado la menor confianza con ella, pero le dio un cariñoso cachete en la mejilla. Le miró el trasero y a punto estuvo de soltar un pellizco. Estaba de buen humor. Olfateaba una presa apetitosa y cuando se le exacerbaba el instinto cazador, su cordialidad solía ser desarmante.
—¿A qué se dedica tu novio?
—No tengo novio; el que tenía me dejó hace un mes y estoy so-lita y abandonada.
—¿Te abandonó?
Don Tomás se sintió como los que se cruzan con un conocido y después de varios minutos de hacer chirigotas sobre un pariente del interlocutor, se enteran de que ha fallecido y todavía le guardan luto. Con cierto asombro, cuando ya iba a disculparse, notó
cómo la cara de Marisa se iluminaba.
—Se lió con mi hermana mayor.
—¿Con tu hermana?
Contaba la historia como algo divertido, aunque debía de haber sufrido bastante. Don Tomás sintió ganas de cobijarla en sus brazos. Hasta unas semanas antes, siempre había tenido la misma secretaria, una solterona de nariz aguileña y eficacia germana, que lo había acompañado fielmente desde su primera empresa de construcción. Todo el mundo la conocía como señorita Matutes y así
la llamaba también él. Cuando había entrado en política, la había mantenido a su lado. Fue al acceder al cargo de presidente de la Diputación, cuando unos asesores de imagen se empeñaron en que la secretaria del gran jefe debía ser joven y atractiva. La señorita Matutes volvió a la inmobiliaria y entró en su vida la verde Marisa.
—Venía a buscarme a casa, se sentaba a esperar en la salita, veía la televisión, merendaba con ella mientras yo me arreglaba y poco a poco se fueron enrollando. Todavía me da rabia cuando los veo amartelados.
—Tú no te preocupes por ese tonto, que en la Tierra hay seis mil millones de personas y la mitad somos hombres y todos dispuestos a hacerles favores a chicas tan buenas como tú.
—No me diga eso, don Tomás.
—Sí te lo digo, sí.
El optimismo de los jefes suele ser contagioso y buena prueba de ello fue el regocijo con que Marisa agarró su bolso y emprendió
la carrera. A la chica le habían contado que don Tomás era un ogro y descubrir rasgos humanos en el presidente la entusiasmaba. La gente no le conocía; por dentro. Cada vez era más rico y poderoso, pero seguía solo como un cangrejo. Tenía adormecidas ciertas ilusiones. Quizá por eso lo excitó tanto la noticia de que el Cu- bano estaba quebrado y buscaba desesperadamente un préstamo. La Torre ocupaba un lugar de privilegio en sus fantasías infantiles y aquélla era la ocasión para hacer realidad el sueño. Bastaba maniobrar con habilidad, apretar bien los nudos, tender la trampa con sutileza, y la finca, con todo lo que contenía, sería suya. No vivía a disgusto en el Hotel Monaco. Tras ser nombrado presidente de la Diputación, había tenido el gesto inédito de renunciar al chalet destinado a vivienda oficial, argumentando que se sentía más cómodo donde estaba. Quizá había llegado el momento de establecerse en un lugar digno de su posición. Un plus no despreciable era que una casa de campo, con terreno vallado alrededor, permitía montar una pequeña granja, tener huevos de corral y hasta perros. Buscó el teléfono en el listín. Al otro lado de la línea descolgó
una joven. Esperaba escuchar un acento caribeño, pero la persona que contestó hablaba un castellano impecable. El capataz y su mujer debían de haber muerto o habían retornado a su isla natal. Se sintió decepcionado. La muchacha preguntó muy educada quién llamaba. Obvió su cargo. Facilitó únicamente su nombre y ella lo memorizó a la primera. La chica inquirió si podía esperar un momento y retornó enseguida para confirmar que don Alejandro le recibiría esa misma tarde.
—Estaré muy ocupado hasta las nueve. ¿No podría ser a las diez?
Lo lógico era que la chica volviera a consultar con su patrón, pero no lo hizo. Se limitó a decir que las diez era una buena hora. No le pasó desapercibido el detalle.
39
Don Alejandro le dedicó una sonrisa que no tenía nada que ver con el acto de sonreír.
—Supongo que está al tanto de lo ocurrido y que sabe la difícil situación en que me encuentro.
Hablaba con renuencia, como si cada palabra le fuera arrancada de un secreto rincón de su interior.
—Algo he oído.
El Cubano cabeceó. Tenía el cutis color gris ceniza que se les pone a los viejos que nunca salen a la intemperie, la boca fina como un cuchillo y unos ojos azabachados sin el menor signo de humor. Iba vestido con severidad, como si estuviera a punto de asistir a un entierro: traje oscuro, camisa blanca y corbata negra.
—Venga por acá, por favor.
Lo hizo pasar a la biblioteca. No estaba encendida la chimenea, 255
pero Tomás se acordó de la otra vez que había estado en la casa. Había sido hacía más de quince años y todavía vivía el encargado con pinta de pirata. Entonces, era portador de una fe religiosa sin interrogantes, una fe todavía sostenida en la certeza y la credulidad casi absoluta. Las cosas habían cambiado mucho desde la primera cita, aunque la tristeza que había en los ojos del Cubano era la misma. También el pescuezo de tortuga, que bailaba dentro del cuello de la camisa, y la voz desgarrada.
—El momento es muy malo —explicó don Alejandro con un ligero temblor en la barbilla—. Están paradas las ventas en la urbanización desde hace muchos meses, las facturas siguen llegando, hay que hacer frente a los créditos y todo el mundo se me echará
encima, a menos que se les empiece a pagar o aparezca un avalista. Pronunció la última palabra en un murmullo y haciendo pantalla con la mano delante de los labios, como si temiera que alguien estuviera escuchando.
—Si no consigo en las próximas horas trescientos millones, los bancos comenzarán a ejecutar.
Estaba hundido y parecía perder la batalla contra la aflicción.
—El abogado que me llevaba las cosas ha salido rana; le hice un poder notarial y se ha aprovechado.
El escenario era clásico. El Cubano, un hombre chapado a la antigua, había confiado la administración de sus bienes a un bufete multinacional, que se encargaba de asesorarlo en las inversiones y de representarlo. En realidad, movían su dinero como les parecía y se limitaban a darle cuentas. Las cosas habían marchado un tiempo. Incluso muy bien durante una temporada, a caballo del crecimiento desenfrenado de los años sesenta. La continua afluencia de capital fresco, las divisas que remitían los emigrantes y lo que gastaban los turistas, cubrían cualquier hueco. Los problemas surgieron con la recesión económica.
Durante el boom, hasta las inversiones chapuceras se solapaban con la llegada de nuevos incautos que mantenían en pie el artificio con sus alcancías e ilusiones, por lo que don Alejandro nunca prestó mucha atención a los balances que le presentaban o a los documentos que le llevaban a la firma. Su patrimonio era tan sólido, que ni se le pasó por la cabeza que lo arriesgaba cuando aportaba una finca, un piso o un local como garantía de los créditos que, según su elocuente abogado, permitirían desarrollar la lujosa 256
urbanización o dar un pelotazo mayúsculo en la Bolsa. Ignoraba que el leguleyo sacaba tajada en cada operación, tanto si resultaba fructífera como si se iba al garete.
—Lo razonable hubiera sido parar, dar por perdidos los millones empleados en el acondicionamiento de la urbanización, vender las acciones cuando los precios empezaban a desplomarse y aguantar el tirón, pero ese individuo insistió en que había que defender las inversiones, que nada era irremediable.
Hablaba casi para sí, como si el relato de su lenta, previsible y progresiva marcha hacia la quiebra fuese un pensamiento rumiado a solas y no una dramática conversación con un extraño.
—Debía haberle parado los pies, pero me encontraba enfermo y confié en esa sabandija como quien se agarra a un clavo ardiendo. Añadió que había dejado de asistir a la reunión mensual del bufete y se había desentendido, no porque necesitara reposo como decía el médico, sino porque sentarse a escuchar propuestas insensatas o quemarse los ojos analizando balances, no le parecía que tuviera propósito alguno. La venta de chalets, los tipos de interés, las cotizaciones de Bolsa y proyectos megalómanos como Sofico seguían yendo de mal en peor, tanto con él como sin él.
—Llega un momento en la vida en que te das cuenta de que el dinero tampoco lo es todo y que lo importante es estar en paz con el corazón.
El golpe de gracia fue descubrir que, a sus espaldas, aprovechando su bancarrota y conchabado con sus acreedores para comprar a la baja, su abogado había levantado una fortuna.
—¿Quién me mandaría a mí meterme en ese fregado? —se lamentó—. La palabra de un hombre ya no vale nada en España. Por dinero la gente está dispuesta a cometer cualquier tropelía. La felonía de su representante, en quien confiaba tan ciegamente que le había dado hasta poderes notariales para firmar en su nombre, había socavado su fe en lo que daba sentido a su existencia. Virtudes tradicionales, como el trabajo, la honradez o el ahorro, le parecían abstractas e insignificantes. A lo único que se aferraba, con desesperación de náufrago, era a lo más inmediato: la casa donde estaban conversando. Era lógico porque aquella mansión simbolizaba su pasado esplendor, era el sitio donde había sido más feliz y el que albergaba sus objetos más preciados.
—Lo demás me importa poco; estoy dispuesto a liquidarlo todo.
—¿A qué se refiere cuando dice «lo demás»?
El anciano se hurgó con la lengua entre los dientes, como si rebuscase restos de comida. Tomás imaginó que tardaba en responder porque le fallaba la memoria. En realidad, alargaba los silencios por miedo a los errores.
—Sumando el terreno de La Carroza, los veinte chalets ya terminados, las casas a medio hacer, los viales y las obras de infraestructura, aquello representa más de quinientos millones. Yo sólo necesito trescientos.
—Las cosas valen lo que el comprador está dispuesto a pagar por ellas.
Sólo había afán de precisión. Había hecho el comentario sin filo, sin deseo de apuntarse tantos, pero se dio cuenta de que al viejo se le desplomaba encima el techo.
—Tiene usted razón —admitió don Alejandro con voz lastimada—. A veces se me olvida que este país tiene ya muy poco que ver con el que encontré al volver de Cuba y que yo también he cambiado. Entonces era joven, fuerte, rico y emprendedor como usted y ahora soy un viejo achacoso y estoy entrampado hasta las cejas. Pretendía estar por encima de su tragedia, pero eran palabras angustiosas.
—Necesito que me eche una mano.
—¿Cómo?
Dudó si pedir el favor, odiándose por ello. Era consciente de que el gesto lo colocaba en una posición subordinada. Todavía mandaba en España Alfonso XIII cuando había dejado el pueblo calzado con unas alpargatas de esparto y había embarcado rumbo al Caribe. Desde entonces tenía a gala no haber doblado la cerviz ante nadie.
—Me hace falta algo de liquidez para hacer frente a lo más urgente.
—No soy banquero, soy un político y me dedico a cumplir mi programa.
—Usted puede conseguir que los bancos me concedan una moratoria.
—¿Yo? —preguntó Tomás señalando su pecho—. Lo único que me han dado los bancos son problemas.
—Usted es el presidente de la Diputación, tiene influencias, manda en la Caja de Ahorros y sabe cómo mover los hilos en las alturas.
No desmintió la afirmación, pero aprovechó para recordar al Cubano que él tampoco era un don nadie.
—Usted conoce a mucha gente y tiene que tener buenos amigos.
—Tenía.
Don Alejandro apenas hacía vida social, pero estaba al tanto de lo que se cocía en las altas esferas y de los intríngulis del poder local. Era consciente de que se había convertido en un cero a la izquierda. Eran sujetos como el sentado frente a él los que cortaban el bacalao.
—Desventurado país —se dijo—, que arroja por la borda toda una historia de sacrificios y se inclina ante personajes cuya única credencial son los millones ganados malamente al calor de la construcción barata, la corrupción política y el estraperlo. Se imaginaba a sí mismo como el producto final de una civilización. Como un espécimen en trance de extinción. Como el miembro de una casta antigua, depositaría de una tradición de caballerosidad, hombría, lealtad, buen gusto y cortesía, que ya no se estilaba.
—Todos los que antes me comían en la mano, me han vuelto la espalda.
Claro que había tenido el brazo duro y dado bocados, pero eso había sido al principio, en la emigración y nada más volver de América, cuando hacía falta romperse los puños y pisar cabezas para marcar un territorio.
—La victoria tiene muchos padres y la derrota es huérfana
—recitó don Alejandro—. Dios quiera que no le ocurra, pero puede que algún día sienta en carne propia lo que yo siento ahora. Estaba en la ruina, pero las formas seguían siendo importantes y por eso había llevado a su visitante a la biblioteca. Allí, entre aquellos anaqueles de nogal atestados de libros y circundado por cuadros al óleo, era más evidente el carácter venerable de lo que había sido y todavía representaba.
Don Tomás no se dejó impresionar. No escapó a su perspicacia, mientras reclinaba la cabeza contra el respaldo de cuero y entrecerraba los ojos, que el Cubano estaba contra las cuerdas dispuesto a transigir hasta en lo más sagrado.
—Habría que estudiar con detalle el asunto. Tiene muy mala pinta.
—La coyuntura es horrible, pero no siempre va a ser así —ra- 259
zonó con suavidad el viejo—. Si se hace usted cargo de la deuda, podría quedarse a cambio con la urbanización completa. Allí hay mucho dinero metido.
—Haría falta algo más, pero lo pensaré. En un par de días le daré una respuesta.
Le gustaba decir siempre la última palabra. Se despidió sin mencionar la razón real de su visita y el Cubano casi lo agradeció. En las encandiladas miradas de su visitante a las baldas de libros y en el inconsciente deleite con que el presidente de la Diputación había sobado el brazo del sillón de orejas estaba escrito lo que buscaba: La Torre.
40
Entró en el edificio, saludó con un aleteo de pestañas y cruzó
el vestíbulo. El conserje, que mantenía abierto el libro de registro, giró la cabeza y guiñó un ojo al policía situado junto a los ascensores. El vigilante arqueó las cejas dos veces, para indicar que a él también le parecía que la chica estaba muy buena y luego sonrió
con un encogimiento de hombros. Las normas eran precisas. Había que apuntar los datos de cada visitante y llamar arriba, para confirmar que tenía cita concertada.
—¿Adonde va, por favor?
—A ver a don Tomás —contestó la muchacha con un aplomo que estaba lejos de sentir—. Es en el primer piso, ¿verdad?
—En la segunda planta.
La mejor manera de obtener información era dejar que el subalterno corrigiera una afirmación equivocada.
—Muchas gracias —dijo Águeda, desplegando su más deslumbrante sonrisa y dándole la espalda. El guardia sopesó si le convenía pecar de permisivo o arriesgarse a ofender a una conocida del gran jefe, obligándola a mostrar el carnet de identidad y a perder tiempo ante el mostrador.
—¿Le importaría darme su nombre?
Por las luces del tablero, la cabina del ascensor estaba a punto de llegar. No deseaba Águeda afrontar el penoso proceso de solicitar ser recibida y recordó que, cuando uno no quiere responder, lo mejor es preguntar.
—¿Tiene hora? Por favor.
26©
El policía examinó la esfera de su reloj, como si fuera un insecto y lo acabase de descubrir posado en su muñeca.
—Las diez y diez...
Águeda se metió en el ascensor, dejándolo con la palabra en la boca.
El primer obstáculo estaba salvado, pero todavía quedaba lo peor. Para darse fuste, los políticos tendían a rodearse de un muro de secretarias y cuanto más provincianos, más infranqueable resultaba la barrera. Se sorprendió al comprobar que nadie le cerraba el paso y eso que no hubo un solo empleado, hombre o mujer, que no se volviera a mirarla cuando apareció en el segundo piso. El que se fijaran en ella, no era extraño. Alta, delgada y tenuemente pelirroja, Águeda tenía una de esas caras luminosas y sanas que los agentes de viajes usan para convencer a la gente de que vaya a esquiar a Suiza o haga un crucero por el Báltico en pleno invierno. Por lo que se refiere al cuerpo, era una invitación al tumulto. Como decía uno de sus compañeros de universidad: rezumaba tal aroma a pecado que cualquier director de teatro, con dos dedos de frente y una pizca de sensibilidad, la escogería a ojos cerrados para encarnar el papel de María Magdalena.
—¿El despacho de don Tomás? —repitió como un eco el chaval atareado con la fotocopiadora.
—Sí.
El botones se aturulló, tratando de hacer demasiadas cosas a la vez: sujetar los folios, pulsar la tecla adecuada, responder correctamente...
—Por allí...
Señaló con la barbilla en dirección a la mesa de Marisa.
—Gracias.
La secretaria de don Tomás, que había visto a la pelirroja surgir del ascensor y no quitaba el ojo de encima, adivinó hacia dónde se dirigía y salió a su encuentro.
—¿La puedo ayudar en algo?
La pechugona trataba de parecer distante y hasta sonrió, pero la traicionaba la premura. En el masculinizado ambiente de la Diputación no tenía rival y le molestaba el descaro con que oficinistas, asesores y contables buitreaban a la despampanante recién llegada. Intentó consolarse diciéndose que tenía las tetas un poco pequeñas, pero le bastó atisbar de refilón la marca del bolso para endemoniarse.
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—¿Que si la puedo ayudar en algo? —recalcó Marisa, imprimiendo a sus palabras un inequívoco tono de apremio.
—Buscaba a don Tomás.
—¿Tiene cita con él?
—No, pero si le dice que vengo de parte del dueño de La Torre, seguro que me recibe. La secretaria reaccionó al estilo clásico: arrugó los morritos haciéndose la extrañada y simuló esforzarse en hacer memoria.
—Déjeme ver, pero no creo. ¿De parte de quién me dijo que venía?
—De don Alejandro Sánchez, el dueño de La Torre.
Don Tomás ordenó a Marisa que la hiciera pasar de inmediato y aunque no era proclive a sorprenderse, se quedó de piedra. La chica le produjo la misma impresión que le había causado Rita Hayworth veinticinco años antes, cuando a solas, a oscuras y acurrucado en la fila ocho de un destartalado cine de Santiago de Compostela, había visto Gilda, la primera película de su vida. Aquí no había mambo, ni orquesta o pistoleros, pero como en el thriller de Charles Vidor, entraba en escena una hembra divina. Muchos hombres empiezan por la cabeza y van bajando. El presidente de la Diputación lo hizo al revés, de abajo arriba, empezando por las sandalias y terminando en el óvalo de la cara. Aquélla era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
—¿A qué debo el placer? —saludó caballerosamente, a la vez que indicaba el tresillo situado bajo el ventanal.
No usaba casi nunca los dos sillones. Tanto si trataba asuntos comerciales como si recibía en su papel de líder político, despachaba en la mesa de trabajo, utilizando el ancho tablero como franja de demarcación. Esa barrera física, sumada a su robustez y altura sobraban para hacer que el interlocutor, el peticionario o el pesado de turno se sintiera empequeñecido. Acentuaba la sensación utilizando un sillón más elevado que las sillas puestas al otro lado.
—Que es un placer, lo digo con absoluta sinceridad. Da gusto recibir visitas así.
Se abotonó la chaqueta del traje y entornó los ojos, poniendo una nota de ambigüedad moral en sus palabras. Águeda no había ido hasta allí para escuchar lisonjas y no se dio por aludida.
—He venido a hablar de mi padre.
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Don Tomás cambió de actitud, aunque sin llegar a adoptar la pose de halcón que tan buen resultado daba en las negociaciones. Hacía unos segundos que tenía en marcha el sensor alojado en el lóbulo más asilvestrado de su cerebro y cuando la joven pronunció la palabra padre fue como si se le encendiera una luz en el fondo del cráneo. Aquella preciosidad era la niña bautizada con todo boato, a los pocos meses de morir su madre de parto. Se acordaba muy bien, porque había bajado a curiosear desde la valla de La Torre. En aquellos días preparaba el papeleo para emigrar a Santo Domingo y era noticia en los periódicos que una española llamada Fabiola se casaba con Balduino, el rey católico de Bélgica.
—Usted dirá.
—Lo primero que quiero es pedirle disculpas por presentarme de esta manera.
La mayor parte de la gente no concordaba con su voz, pero la chica lo hacía. Había sido ella la que había contestado al teléfono, cuando llamó para pedir una entrevista con el Cubano.
—No hace falta que se disculpe por nada.
Águeda agradeció la cortesía con una tímida sonrisa.
—Sé que usted es una persona muy ocupada, pero lo que vengo a plantearle no admite dilación.
—Dígame.
Águeda intentó mantenerse firme, pero cuando contó que su padre pasaba las horas sentado en la mecedora, callado y con la mirada perdida, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Me ha confesado que en los momentos bajos acaricia la idea de suicidarse y al verlo tan deprimido me entra miedo. Le vino a la mente la imagen de Mochuelo. Se acordó de lo que le impresionó escuchar a don Faustino proclamar desde el pulpito que el suicidio era una insolencia contra el Creador.
—Dicen que la gente que habla de quitarse la vida no lo suele hacer.
Al ver el gesto de ella, pensó que había perdido una magnífica ocasión de quedarse callado e intentó corregir la torpeza.
—A lo mejor me estoy metiendo donde no me llaman, pero lo que quiero decir es que las cosas no suelen ser tan negras como las vemos a veces. Todo tiene remedio, menos la muerte.
Águeda asintió con los ojos cerrados.
—Lo que he venido a pedirle no es muy complicado.
Solicitaba lo mismo que había sugerido su padre el día anterior: 2 6 3 ; \ \
que don Tomás se quedase con La Carroza, asumiera las deudas pendientes y se encargase de lidiar con los bancos, para evitar que ejecutasen las hipotecas. Quería evitar a toda costa que La Torre cayera en manos de los acreedores. La obsesionaba el oprobioso trámite del desahucio.
—Mi padre está muy mal de salud. Un escándalo lo mataría. Tiene usted que ayudarme. Si hace esto por mí, le estaré eternamente agradecida.
—¿ Eternamente ?
—Sí, toda la vida.
Le hizo gracia el énfasis en la eternidad. No albergaba hasta entonces intención alguna de aprovecharse de ella, pero era ostensible que la tenía en sus manos.
—Déjame pensarlo.
Llevaban apenas quince minutos en aquella habitación, pero tenía la impresión de ver en su interior como a través del cristal. La comprendía y a los conocidos se les tutea. La muchacha seguía cabeceando muy seria.
—Sé que me echará una mano. Usted tiene buen corazón. Le complació el comentario, que tan usual había sido hasta el aciago incidente que dio con sus huesos en la cárcel. Desde entonces, apenas había oído el elogio un par de veces y ambas en boca de sujetos que mentían más que hablaban.
—En los negocios no deben primar los sentimientos, sino los intereses y yo no estoy seguro de que me convenga lo que propone tu padre.
—Se lo pido con toda mi alma. A usted no le cuesta nada.
¡Por favor!
La muchacha no actuaba. Resultaba halagador que alguien, sobre todo con aquella cara de ángel, creyera en sus buenos sentimientos.
—Déjame pensarlo.
—¡No! —se empecinó la chica—. Necesito una respuesta ahora y sé que será positiva. Su ansiedad era tan intensa que atravesaba la habitación en oleadas casi tangibles.
—Dígame que sí.
Súbitamente, la chica cambió de registro. Se relajó, apoyó las yemas de sus dedos sobre el curtido dorso de la zarpa de don Tomás y comentó con coquetería: 264
—Dicen que la gente le tiene miedo, pero yo creo que no hay razón alguna.
Sabía que había algo en su porte que intimidaba. Algo que no conseguía superar con su atuendo, cada día más cuidado, ni dejando traslucir lo mucho que había leído. Ni los trajes cruzados ni su talento musical ayudaban mucho. Era fibroso, con unos hombros de los que no se adquieren haciendo pesas en un gimnasio sino que vienen con los genes, pero no eran sólo su sólido armazón y su fama de implacable lo que arredraba a los extraños.
—Tampoco soy una hermana de la caridad y eso que me crié en un monasterio y que la ilusión de mi vida era ser misionero en Tierra Santa.
—¿De verdad?
La chica torció la cabeza con un mohín infantil, sopesando si hablaba en serio o de broma.
—Sí y creía que todos los hombres somos hermanos y que se debía amar al prójimo como a uno mismo.
—¿No piensa ya eso?
—No, y una de las cosas que tengo más presentes desde entonces es que el mundo es un sitio duro donde sobrevive el más feroz.
Águeda se asustó al ver el súbito brillo en las pupilas de don Tomás. La energía, el desbordante fervor vital del presidente de la Diputación, se exhibía en muchos detalles, pero era en sus ojos verde pálido donde concentraba su determinación. Había cierta apariencia felina en la forma en que miraban, como acechando, esperando un signo de debilidad.
—¿Nos va a ayudar?
—Se me ocurre una cosa.
Don Tomás explicó su idea, tal como lo había planeado. Con más frialdad de la que pretendía. Aceptaría quedarse con la urbanización y asumir las cargas correspondientes, pero aquilató que La Torre entraba en el acuerdo. En la escritura de compraventa, él figuraría como nuevo propietario y don Alejandro conservaría el derecho de usufructo. Águeda se limitó a mirarlo y a cabecear muy seria. Luego, como si no hubiera oído una palabra, preguntó
en tono melancólico:
—La Torre seguirá siendo de mi padre, ¿no?
Don Tomás levantó una ceja.
—Mientras viva.
265
41
—He conocido a la chica con la que voy a casarme.
—¿Lo sabe ella? —inquirió guasón Carrasco.
—No.
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
—Muy propio de ti —sentenció sardónico el comandante—. Tu matrimonio se parecerá a tus jugarretas políticas. Nadie se entera de nada hasta que se ha consumado el delito y el despelote es irreparable.
Estaban en uno de los mesones del barrio del castillo, donde habían quedado para merendar e intercambiar maldades. Era incómodo tener allí a los guardaespaldas, plantados como pasmarotes a unos metros de la mesa. Para no aguantarlos, los mandaban a la barra, advirtiéndoles que comieran lo que quisieran. Todo estaba pagado. A veces, de cuando en cuando, invitaba también a Acacio Romero a pesar de que el guardia civil ponía mala cara. Al comandante le fastidiaba que su amigo de juegos de la infancia se hubiera convertido en el patriarca de la izquierda local. A Tomás le daba igual. No le incomodaba que Acacio militase en el partido contrario y hubiera sido su rival directo en todas las elecciones. Ni siquiera que le fustigase en los mítines. Eran gajes del oficio y sólo los tarugos de las bases se creían a pies juntillas el cuento de que los políticos eran enemigos irreductibles.
Cuando estaban juntos los tres, las veladas nunca eran apacibles. Unas veces porque Carrasco echaba pestes de los rojos. Otras, la mayoría, por desavenencias sobre el menú. El guardia civil era un fanático de la chacina y un defensor a ultranza de las virtudes del cerdo, animal que, según él, «tenía bonitos hasta los andares». Que Tomás se negase en redondo a probar el chorizo, el jamón de pata negra o la cecina bien curada, lo sacaba de quicio.
—¡Ni que fueras moro, joder!
—No es eso, pero soy vegetariano desde niño y no voy a cambiar de camiseta a estas alturas del partido —explicaba Tomás, pasándose la mano por el estómago para dejar patente la firmeza de sus músculos abdominales—. Hace más de treinta años que no pruebo la carne y estoy seguro de que no me gustaría. Me daría asco. 266
—Tú te lo pierdes.
El comandante pedía raciones de embutido y lacón con pimientos, para abrir boca. Ordenaba como plato principal pulpo con cachelos, espolvoreado de pimentón y con un chorro de aceite de oliva por encima. Todo regado con vino tinto y acompañado de copiosas ensaladas en las que las cebollas o los puerros dominaban el conjunto. Tomás atacaba el amasijo de vegetales, pedía empanada de verduras y se hartaba de queso.
—¿No te pica la curiosidad?
—¿De qué?
—De saber quién es mi futura esposa.
Carrasco detuvo el tenedor a medio camino entre la fuente y su boca.
—¿Estás hablando en serio?
—Totalmente.
El guardia civil terminó de masticar el trozo de tentáculo y echó un trago, antes de preguntar:
—¿Y quién es la afortunada?
—¿A que no lo adivinas?
Estaba contento y quería divertirse antes de revelar su secreto. Carrasco le apretó.
—Déjate de hacer el ganso y suelta lo que tengas. ¿Quién es?
—Tú la conoces.
El comandante le dio un nuevo tiento al vino. Apreciaba a Tomás y hasta le tenía cierta envidia. Le hubiera encantado poseer su habilidad para los negocios, manejar dinero como hacía él y haber llegado tan alto en la política. Se consolaba pensando que, a diferencia del poderoso presidente de la Diputación, tenía mujer e hijos.
—Desembucha de una vez.
—Ten paciencia, que te vas a poner muy contento. Es Águeda, la hija del Cubano.
Carrasco soltó una blasfemia y dejó caer el cubierto sobre la mesa, como si le hubiera dado un ataque de parálisis.
—¡No me jodas!
Tomás asintió sonriente.
—Te hablo en serio. De verdad.
—¡Pero si debe de ser una niña!
—Tampoco es eso.
El comandante se frotó los labios con la servilleta y empezó a 267
toser. Hacía un ruido lastimero, como los perros cuando se atragantan con un hueso. Tomás también fumaba mucho, pero sólo cigarros habanos y nunca se ponía tan malo.
—Tómatelo con calma que te va a dar algo.
—Iba a proponer un brindis, pero me he quedado acojonado. El comandante alzó la mano y bebió para recuperar el habla.
—Siempre había oído que en caso de duda, la más tetuda, pero tú pareces tener otra norma.
—¿Cuál?
—Pues que, en caso de duda, la más menuda. Esa chávala debe de ser de la edad de mi hijo Juan; no tendrá ni veinte años.
—¿Y eso qué?
Carrasco resopló como un búfalo herido.
—Eres un pervertido. Mucho monasterio, mucha dieta vegetariana, mucha ópera y mucho leer, pero al final te comportas como un degenerado, como un jodido robacunas.
—Primero tendrías que verla, para comprobar que es una mujer de bandera. Y segundo, no es tan raro ni tan anormal que el marido sea mayor que la mujer.
Se justificaba en la casuística. Alberto Moravia, el escritor italiano, se había casado con la dinámica Carmen Llera, cuando ya bordeaba los ochenta. Le sacaba cuarenta y siete años y asistió impertérrito a los devaneos de la española con el libanes Walid Yum-blad y con algún otro. El agostado barón Thyssen tenía veintidós años más que Carmen Cervera —más o menos la diferencia que existía entre él y Águeda— y parecía feliz como un pimpollo. Otro tanto se podía decir del poeta Rafael Alberti, quien doblaba en edad a Asunción Mateo. Cario Ponti, un ligón de tomo y lomo, se había casado con Sofía Loren sin importarle que la actriz fuera dos décadas más joven que él. En Grecia, un político incombustible como Andreas Papandreu había plantado a su esposa norteamericana para liarse con la oronda Dimitra a la que sacaba treinta y seis años. Papandreu orilló su condición de septuagenario y que en Atenas se rumoreaba que la azafata se había acostado con todos los pilotos de Olympic Airways menos con los automáticos.
—Hasta Abraham se casó con una mujer mucho más joven que él y si un venerable profeta bíblico lo hizo, no sé qué puede haber de malo en que le imite, sobre todo estando lo cachas que estoy.
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Dobló el brazo y sacó bola. El comandante Carrasco trataba de contener la risa. —Allá tú, macho.
Se lanzó a la conquista de su presa amorosa con la soñadora obstinación de un buscador de oro y el gélido primor de un cirujano plástico. Partía con ventaja.
A Águeda ni se le pasaba por la cabeza casarse antes de completar sus estudios. Debido a la temprana muerte de su madre, había crecido en internados, ajena a la experiencia de una familia normal. Su idea del matrimonio o de las relaciones de pareja procedía del cine, de las novelas y de lo que contaban sus chispeantes amigas. No era una pazguata y había tenido historias, sexo, decepciones y sustos, como cualquier muchacha de su edad, pero era romántica y consideraba el amor la más fantástica de las aventuras. Su talón de Aquiles fue la ruina y el desmoronamiento de su padre. Estaba en un momento bajo, agobiada, cuando acudió al despacho de don Tomás a pedir auxilio. El hombre le pareció distinto, más sólido que cualquiera de los que había conocido hasta entonces. Sobre todo, más profundo que la decena de varones, casi todos estudiantes como ella, con los que había tenido affaires. El presidente de la Diputación parecía manejar a su antojo la vida y trataba a los demás como si fueran niños, ignorándolos u otorgándoles su protección. La cola de los que cortejaban a Águeda en la facultad era bastante larga, pero ninguno de los moscones que mariposeaban a su alrededor había dejado huella. Apoyada en su turbador atractivo físico, exigente y más precoz de lo habitual, no vacilaba un segundo a la hora de dejar plantado al enamorado, si éste la aburría o no se comportaba de acuerdo con las expectativas. En eso, Águeda era inflexible. No volvía a salir con el tedioso y ni siquiera devolvía las llamadas telefónicas. Si el galán era pertinaz e intentaba acercarse a ella en los pasillos o en el bar de la facultad, se lo quitaba de encima con una de esas odiosas sonrisas que los ricos de verdad reservan para los pedigüeños excesivamente pesados. La frase de condena era siempre la misma: «Ya te llamaré cuando tenga tiempo.»
El rechazado, herido en su ego, solía lanzarse entonces a una persecución lastimera. La asediaba con regalos, melifluas palabras 269
y apenados maullidos, todo lo cual no hacía más que reforzar la opinión de que no merecía la pena.
Águeda era enamoradiza. Se encandilaba hasta de su sombra pero no era de las que se resignaban al papel de divertimento sexual de un frescales o de las que consideraban objetivo primordial atrapar un marido solvente. Se había criado en la abundancia y el que don Tomás fuera rico y poderoso no tenía por qué haberla subyugado, pero salió del edificio de la Diputación convencida de que había encontrado al ángel de la guarda.
Esa misma tarde, un mensajero con la cara tiznada de carbonilla, frenó su Vespa a la puerta de La Torre y entregó un paquete rectangular. Dentro iba El Gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa sobre la vejez. En las primeras páginas, bajo el título, había una sencilla dedicatoria:
«Para Águeda, quien presiente como el noble Fabrizio que algo debe cambiar para que no cambie nada.»
A Águeda, que unos meses antes había visto la película de Lu-chino Visconti en el ciclo de cine italiano del Colegio Mayor San Juan Evangelista, y se había quedado prendada de la melancolía que transpiraban Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardina-le, le pareció un regalo bello. No reparó en lo que subyacía detrás: la indefensión del viejo aristócrata ante el desastre que se abate irremediable sobre los de su clase. Le chocó
la dedicatoria, pero no sacó conclusiones.
No le extrañó que, al día siguiente, don Tomás la llamase para anunciar que había comenzado a arreglar papeles. Tampoco que el presidente de la Diputación aprovechase para invitarla a cenar. No le atraía lo más mínimo consumir la velada poniendo cara de interesada y haciendo que se divertía con un carroza que iba en coche oficial y rodeado de gorilas, pero lo consideró parte del peaje por salvar a su padre del oprobio. Fueron a un restaurante cercano a la muralla romana y hablaron de libros, de cine, de música y del monasterio, sobre todo él. Águeda lo pasó bien. Mucho mejor de lo que esperaba.
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Durante unos días, la muchacha permitió que la cortejara y el hombre tendió silenciosamente sus redes, con la precisión y la sutileza de una araña. Águeda era una estudiante aplicada y los exámenes de junio quedaban a la vuelta de la esquina. Necesitaba retornar cuanto antes a Madrid. Lo que menos le apetecía era atorarse en la finca haciendo de enfermera filial, pero no podía partir antes de resolver el problema de los pagarés. Don Tomás fue alargando los trámites, inculcando delicadamente en el corazón de la muchacha que el precio no era la urbanización o La Torre, sino ella misma.
No trató de arrinconarla. Tampoco de aprovecharse con cualquier subterfugio. Simplemente permitió que las cosas siguieran su curso. No alteró su juego ni siquiera cuando Águeda telefoneó nerviosa para notificarle que se había presentado en la finca un funcionario del juzgado armado de un procedimiento de embargo.
—Déjame que te diga lo mucho que aprecio a tu padre y lo que lamento que los bancos exijan La Torre como garantía. En una sola oración, dos embustes. Un verdadero maestro.
—Pero tú me prometiste...
—No te preocupes, que lo arreglo ahora mismo.
A las dos semanas, coincidiendo con un nuevo requerimiento del banco, sugirió que se casaran. Ella se rió divertida, creyendo que era una broma. Cuando descubrió que no era así, cayó en un estado de estupor.
Estuvo atormentándose bastantes noches. Al final accedió, diciéndose que lo contrario sería como apretar el gatillo de la imaginaria pistola que apuntaba a la sien de su padre. Eso fue parte de la motivación. El resto fue el halo que rodeaba al presidente de la Diputación, su trasfondo turbio, su arbitraria soledad, su asombrosa peculiaridad, su apabullante seguridad en sí mismo y la fantasía de que era un ser blindado, curtido por mil aventuras y baqueteado en parajes extraños. Alguien que había pasado media vida en un convento, rechazaba la carne y amaba la ópera, pero además había levantado una fortuna millonaria y triunfado como político, tenía que ser muy especial. Parecía burdo y no hablaba idiomas, ni había salido al extranjero, pero no lo era. 271
Fue una boda de alto copete, a la que asistieron alcaldes, procuradores, jugadores de fútbol, militares, médicos e ingenieros, que miraban verdes de envidia al novio, mientras sus mantecosas cónyuges vituperaban a la novia. Hubo hasta un telegrama del ministro y un helicóptero. El autogiro pertenecía a la Benemérita y lo llevó Carrasco, que acababa de ascender a coronel y pasaba a la reserva a finales del año siguiente. El guardia civil estaba empeñado en dejar alto el pabellón. Le habían descubierto un tumor maligno y los médicos habían sido tajantes: debía dejar el tabaco. Le hacían chequeos mensuales. Si las manchas pulmonares aumentaban, tendría que internarse en una clínica para someterse a quimioterapia. 42
No se llevaba mal con el padre de Águeda. Simplemente, no se llevaba. Le parecía un fósil pretencioso y procuraba frecuentar su compañía lo menos posible. En justa contraprestación, el Cubano lo ignoraba, inerte al hecho de que seguía en aquella mansión, rodeado de sus cuadros, sus libros y sus muebles, gracias a él. Se habían instalado en La Torre. Tras una breve e intensa luna de miel, en la que recorrieron París, Roma y Atenas, ocuparon el ala de la casa orientada a poniente. No tuvieron necesidad de hacer obras. Ni siquiera sustituyeron la cama de soltera de Águeda por una de matrimonio, porque, tras los ardores de las primeras semanas, él se empeñó en dormir separados con la excusa de que así no la molestaba al levantarse. No porque no le atrajera físicamente, sino por el prurito de preservar su independencia. Águeda había sido una revelación. Cuando follaba, lo hacía con genuino entusiasmo, con un desenfado que Tomás encontraba tan sugestivo como embriagador. En comparación con su alegría, la forma de joder de las chicas de los burdeles de la estación aparecía aburrida, precisa y mecánica.
Águeda le gustaba y mucho pero deseaba total autonomía. Era una obsesión enfermiza. En el gabinete contiguo al dormitorio hizo poner un lecho a su medida, que empezó utilizando cuando volvía muy tarde y terminó usando a diario, incluso después de haberse saciado montándola como un verraco. Había decidido qué lugar ocuparía la mujer en su existencia y allí la situó. Por lo 272
tanto, no tenía por qué haber contratiempos y, al menos para él, era cómodo.
Ella protestó tímidamente. Ceder ante una pretensión tan estrambótica le parecía incorrecto, pero en esa época todavía pertenecía a la categoría de las personas tranquilas y amables, que se rinden por mor de la paz.
Fue la primera concesión de un largo y creciente rosario de claudicaciones. Hizo un esfuerzo para que el matrimonio funcionara. Llena de buena voluntad y de entusiasmo juvenil, se metió
en la piel de un nuevo personaje: el de esposa fiel y dedicada. Fue un error. No buscaban lo mismo y estaban tejidos en urdimbres diferentes. Él decidía lo adecuado, marcaba las normas y consideraba, en su infinita soberbia, que ella debía sentirse encantada. Águeda trató de engañarse: todo iba perfectamente; su marido era un genio y los genios tenían rarezas. A pesar de eso, de vez en cuando, afloraba a la superficie su rebeldía natural. Había perdido un curso, porque los exámenes de junio coincidieron con la boda. Tampoco se había presentado en septiembre, pero iba a terminar la carrera. No tenía intención alguna de depender de un hombre. Siempre había sido muy inconformista. Pensaba trabajar y estaba segura de triunfar profesionalmente.
En esos casos, cuando ella mostraba los dientes y repetía quejosa que necesitaba volver a Madrid y reanudar sus estudios, Tomás se las arreglaba para convencerla de que era muy prematuro, teniendo en cuenta, sobre todo, el delicado estado de salud de su padre.
—Matricúlate en la Universidad a Distancia —sugería magnánimo—, aquí tienes mucho tiempo para estudiar.
—No es lo mismo —replicaba ella—. Si quiero hacer luego el doctorado, tengo que hablar con los profesores, encontrar quien me dirija la tesis y todo eso.
—Bueno, ya veremos.
Si se quejaba del tiempo que pasaba sola, él repetía con su mejor sonrisa que no hacía otra cosa que ocuparse de ella, que vivía en función de sus caprichos. Durante bastantes meses le bastó un gesto para borrar cualquier complicación. Si algo no existía para él, tampoco debía existir para ella.
La soterrada inquina que le dispensaba el Cubano no ayudaba a hacer su existencia más placentera. Al principio, nada más volver del viaje de bodas, Tomás intentó intimar con él. Se acercó a la bi-blioteca, donde el anciano pasaba las horas acunando sus recuerdos al ritmo cansino de su mecedora. Allí, sentado frente a la chimenea y con una copa de vino en la mano, formuló largas preguntas, tratando de demostrar a su suegro que quería convertirse en su amigo. Don Alejandro contestó con monosílabos, dejando en claro que no compartía ese deseo. No asimilaba que su hija se hubiera casado con un sujeto maduro, con el colmillo retorcido y tan sinuoso como el presidente de la Diputación. Había sido débil, había cedido y llevaba el recuerdo de la capitulación clavado como una espina.
Después de engatusar a Águeda, Tomás había acudido a ver al Cu- bano con el pretexto de obtener su conformidad. Don Alejandro se acordaba muy bien del empaque del presidente de la Diputación cuando le comunicó con una voz fría y lisa como el marfil que pensaba casarse con su hija.
—Tengo esa intención, pero antes de nada desearía saber su opinión.
No se trataba de una propuesta amablemente formulada. Era una afirmación, que no admitía debate alguno. El viejo dio su beneplácito tratando de enmascarar su desazón. Hasta sonrió, intentando que sus palabras sonaran alegres, pero sus ojos reflejaron lo que sentía.
Esa inconfesable rendición dejó posos amargos en el corazón del indiano, quien parecía experimentar un malsano placer desdeñando todo contacto con su yerno. Tomás, incapaz de descubrir dónde residía el tan cacareado encanto de la vida familiar, detestado por su suegro y demasiado mayor y presuntuoso para hacer el paripé, se las ingeniaba para inventar una excusa y quitarse de en medio cada vez que Águeda le telefoneaba diciendo que le esperaba para cenar juntos. Para eludir el engorroso almuerzo dominical, iba a ver obras o urdía una imaginaria reunión con algún inexistente compañero de partido. El Cubano murió un jueves de primavera, cuando le faltaban por leer veinte páginas de El Gatopardo. Había empezado el libro a instancias de su hija, poco después de que ésta le anunciase que es-274
taba embarazada. Lo encontraron sentado en la mecedora y lo enterraron en el cementerio del pueblo, al lado de su madre. Aquella Alejandra, a la que él no había llegado a tiempo de sacar de la pobreza y a la que los vecinos no habían ayudado. Por deseo expreso suyo, los únicos adornos de su sepultura fueron una sencilla cruz de hierro forjado a la que iba unida una chapa con su nombre.
Fue durante el funeral, al cruzar su mirada con la de Águeda y ver su rostro desbaratado por el dolor, cuando Tomás atisbo por primera vez que algo no marchaba bien. En los ojos empañados de la muchacha había sufrimiento. A pesar de su fino instinto, no interpretó correctamente la señal. Pensó que aquellos signos perturbadores eran consecuencia del luto. Se equivocaba. Ella empezaba a culparlo de la tragedia de su padre y se mortificaba por no haber tenido el valor o la decisión de decir no y romper con todo. 43
Llamaban la atención como pareja. Él le sacaba un cuarto de siglo, ostentaba arrugas como surcos en la cara y tenía el cabello veteado de canas. Ella vibraba con vitalidad juvenil, tenía la piel tersa, caminaba con la gracia de una gacela y despedía sensualidad. Águeda era un objeto de lujo y don Tomás sentía un insano placer en la sorpresa que producía el contraste entre su madura corpulencia y la nubil belleza de ella. El orgullo de propietario tenía algo que ver con ese sentimiento.
Antes de casarse, en los días en que Carrasco le calentaba la cabeza repitiendo admonitorio que aquello era un disparate y que no durarían un año juntos, se había prometido a sí mismo y al guardia civil reformarse. Iba a ser un padre de familia de ley, y disfrutaría de la vida como todo hijo de vecino. Trabajaría menos horas y prescindiría de las casas de masaje de la estación y de las pu-tillas de tres al cuarto.
Perduraron poco los buenos propósitos. Sentía pasión por Águeda, pero su código genético lo empujaba en la dirección contraria a la imprescindible para establecer una relación conyugal plácida y segura.
Durante los primeros meses de matrimonio, permaneció fiel e hizo denodados esfuerzos para superar sus manías de solterón. El suplicio de ver al Cubano plantado como un tótem en la biblioteca, se veía compensado por el placer de tener a un ángel como Águeda de esposa.
Tras la muerte de don Alejandro se levantó entre ellos un muro invisible. El proceso fue tan sutil, tan silencioso, que apenas lo notaron. Ya no era un adolescente de glándulas alborotadas, y el asalto a las espléndidas turgencias y sugerentes oquedades de la muchacha se fue espaciando. A eso se sumó que ella empezó a rechazarlo en la cama, inventando imaginarias dolencias. Cuando a Águeda comenzó a crecerle la tripa de embarazada, don Tomás se buscó un cínico subterfugio. Ya que su esposa legítima no quería o no podía, había que encontrar en la calle una alternativa apetecible. Siempre y cuando eso no implicara cometer traición emocional, el único verdadero pecado según su catecismo personal.
El sucedáneo fue Marisa, su secretaria, quien a un sometimiento masoquista sumaba un furor uterino notable y una disponibilidad plena. Si le apretaban las ganas, a don Tomás le bastaba pulsar el botón del intercomunicador, hacer un gesto lascivo y ella se postraba y se abrazaba a sus rodillas para realizar bajo la mesa la preceptiva mamada.
Para evitar pifias, no prodigaba los excesos y confinó sus infidelidades a los discretos muros de su despacho, lo que hizo que nadie se escamase; al menos al principio. A pesar de todo, se sentía mal. No es que agonizase por hacer penitencia o anhelase cambiar, pero cuando se encerraba en sí mismo sentía una punzada de remordimiento. Lo exasperaba no haber estado a la altura, ser como cualquiera de los tipejos con los que trataba.
Estaba en una reunión del partido, cuando a Águeda se le aceleraron los latidos y supo que iba a dar a luz. Ella podía haber telefoneado, pero optó por ir sola a la clínica, conduciendo su propio coche. Don Tomás llegó cuando la acababan de bajar al quirófano.
A tientas, sin encender los interruptores de la luz de la escalera, buscó la capilla y allí, de hinojos, con furia neurótica, imploró
al Altísimo que no sucediera nada malo. Pidió por Águeda y.para que el niño naciera normal. Finalizadas las plegarias se justificó
diciéndose que ni siquiera él era inmune a la superstición. 276
Fuera aumentaba el número de ramos de flores. Se había ido congregando un gentío y cuando concluyó el alumbramiento y mostraron el bebé, don Tomás no lo cogió en brazos. Aquella carne frágil lo intimidaba. Le chocó que lo felicitaran, como si hubiera ganado un concurso.
—Enhorabuena, machote —le decían los amigotes—. Estamos muy orgullosos de ti.
No faltó al trabajo más que aquel día.
Cuando la madre y el recién nacido estaban ya en La Torre, tampoco se levantó para aplacar un llanto nocturno, ni cambió pañales, calentó biberones o acunó a la criatura. No fue algo consciente. Ni se le ocurrió. Consideraba al niño parte del universo de Águeda. Su padre también había dejado que él gravitase en la órbita materna hasta que empezó a valerse por sí solo. Al igual que su progenitor, de lo único que se preocupó inicialmente fue de imponer el nombre.
—Noé. Se va a llamar Noé.
Águeda, que a mitad del embarazo había elegido el nombre de Javier, arrugó el entrecejo.
—Tú has perdido la chaveta.
—Hablo en serio. Quiero que mi hijo se llame Noé.
La mujer se echó aterrada las manos a la cabeza.
—¿Y cómo se te ha ocurrido eso?
—De pequeño, en la escuela, cuando el maestro preguntaba quién nos hubiera gustado ser en la Historia, yo decía que polizón en el Arca de Noé. Este chaval mío será de los que sobrevivan a todos los diluvios.
Águeda se negaba a dar su brazo a torcer.
—Ponerle un nombre tan raro, sólo servirá para que los otros niños se rían de él.
—No sé por qué. Tú te llamas Águeda y no creo que el nombre haya sido un tormento y eso que a santa Águeda la metieron castigada en un lupanar para que se corrompiese y le cortaron las tetas con unas tenazas al rojo vivo.
Se rió de su ocurrencia y hasta aparentó que le extrañaba que ella no celebrase el chiste.
—¿No te hace gracia?
—Ninguna. Águeda es un nombre mucho más normal que Noé.
—Será para ti, que estás acostumbrada a oírlo.
—Para mí y para todo el mundo. Santa Águeda se celebra el 177
cinco de febrero, pero no tengo ni idea del día en que cae san Noé. Puede que ni exista.
—Noé fue un patriarca y de los grandes. Gracias a él y a que era un hombre justo, Yahvé no eliminó al ser humano de la faz de la tierra.
—Yo no rebato sus méritos, pero no quiero que mi hijo se llame así.
—Pues yo sí.
Como no podía ser de otro modo y a pesar de las lágrimas que vertió la madre y de los reparos que puso el cura, al niño lo bautizaron como Noé. 44
Los negocios marchaban viento en popa, su influencia crecía en el partido y tenía un heredero varón. También una mujer espléndida que, zanjado el engorro del Cubano, le pertenecía por entero. Se sentía feliz y satisfecho. Justo lo contrario de lo que le sucedía a Águeda, aunque ella hacía ímprobos esfuerzos para que no se notara.
La muchacha era una romántica incorregible. Se resistía con uñas y dientes a aceptar que se había equivocado. Durante muchas semanas, mientras amamantaba a Noé, trató de vencer la desazón atribuyendo su miserable estado de ánimo a la depresión posterior al parto. Más adelante, cuando el niño empezó a andar, se volcó en la casa, redecoró alguna de las habitaciones y reanudó los contactos con sus compañeras de estudios. Pasaba las horas haciendo planes o colgada del teléfono, parloteando con Patricia y otras amigas de la universidad. Cuando anunció a Tomás que se iba a Madrid, para renovar su matrícula y ver cómo podía arreglárselas para acabar la carrera sin asistir regularmente a clase, éste no se extrañó. Era como si lo hubiera estado esperando.
—¿Cuándo has pensado ir?
—Pasado mañana.
—¿En el coche?
—Sí, si no te parece mal.
—Todo lo contrario —sonrió Tomás—; si quieres te llevo yo. Ante el gesto de desconcierto de ella, añadió:
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—Podría estar bien eso de pasar tres o cuatro días en Madrid. Cogemos una habitación bonita en el Hotel Ritz, yo aprovecho para resolver asuntos pendientes, por la tarde salimos de compras y por la noche vamos a cenar a un buen restaurante y jugamos otra vez a ser novios.
Le acarició el pelo con su manaza derecha y aquel gesto de ternura conmovió a Águeda. Quizá lo juzgaba con excesiva severidad. Todo no estaba perdido. A lo mejor era sólo un problema pasajero. Ocurría en todas las parejas. Tomás había vivido mucho y experimentado demasiados avatares para comportarse como uno del montón. Trabajaba como un poseso y pasaba tanto tiempo fuera porque no tenía alternativa.
—Me haría ilusión que me llevaras y que pasáramos unos días juntos.
—El único problema es el niño. ¿No es muy pequeño para quedarse solo?
—No le pasa nada porque esté unos días sin nosotros. Noé
ya anda, traga como una lima y está muy encariñado con la niñera.
—Pues ya está todo dicho; encárgate del equipaje y pasado mañana, en cuanto dé una vuelta por la Diputación y liquide el papeleo, salimos pitando.
—¿A qué hora crees que estarás listo?
—Al mediodía.
—Perfecto.
Águeda se puso de puntillas y le estampó un beso en la mejilla. Estaba radiante.
El martes, Tomás se presentó en el último momento manifestando que no podía ir con ella porque le había salido un trabajo urgente. El ministro de Obras Públicas llegaba esa tarde a revisar las obras de la autovía. Estaban a punto de asignar las contratas para un par de tramos. No podía faltar.
Águeda, furiosa y decepcionada, se dijo a sí misma que ya estaba bien de jugar a las casitas. Encasquetó a Josefa, su devota criada, el cuidado de Noé, pidió a su marido las llaves del Mercedes y partió hacia Madrid.
Él retornó a la Diputación en el vehículo oficial y de un humor de perros. Cuando el chófer conectó la radio, creyendo que 279
el jefe querría oír las noticias, le dio un berrido que lo dejó sordo.
—¡Quita eso y pon una cinta!
—Perdone.
—¡Ni perdone ni leches!
—¿Cuál prefiere? —preguntó el conductor, hurgando atolondrado en el compartimiento donde estaban los casetes.
— Norma.
—¿Éste?
—Sí, el de Bellini.
El chófer hizo lo que le ordenaban y fue girando la ruedecilla del volumen hasta que vio por el espejo retrovisor que su patrón asentía. No entendía un comino de ópera. Lo suyo era el Fary, quien antes de cantante había sido taxista. No supo ni le importó
que el aria que interpretaba Montserrat Caballé se llamara Casta Diva. Sólo le pareció muy triste.
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Águeda no se alojó en el Hotel Ritz, sino en el apartamento que Patricia compartía con otra compañera de facultad. La casa quedaba en la zona de los colegios mayores, en uno de los bloques levantados en el solar donde antaño estaba ubicado el estadio Metropolitano. El primer día no hizo otra cosa que desmadejarse en el sofá y hablar por los codos.
Comprobar que Patricia, peor estudiante que ella, la había rebasado y se licenciaría ese año, acrecentaba su sensación de fracaso. Había perdido un tiempo inestimable; en todos los sentidos. Tenía un hijo precioso que merecía cualquier sacrificio, pero su horizonte se había achicado.
Ella, que siempre había considerado la quintaesencia de la estulticia escribir «sus labores» en la casilla de los documentos oficiales reservada para la profesión, se veía abocada a ese infame destino. Su marido era un hombre desprendido, más inteligente, culto y rico de lo que cualquiera pudiera imaginar, pero tenía intereses muy distintos de los suyos y vivía circunscrito a un mundillo provinciano que a ella le resultaba asfixiante.
—Es muy mayor, ¿no? —se atrevió a preguntar Patricia.
—Bueno... —concedió Águeda—, no es un guayabo, pero se conserva muy bien.
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—¿Cuántos años te saca?
—Veinte —mintió Águeda, porque la cifra real le pareció tan desmesurada que sintió rubor.
—Es una burrada.
Patricia se fijó en el enorme diamante que llevaba Águeda en la mano y, con una chispa de envidia, comentó que era precioso.
—Los pedruscos siempre me han hecho ilusión. Hace juego con los pendientes.
—El anillo lo tengo desde la boda y los pendientes me los regaló estas Navidades. Patricia castañeteó los dedos admirativamente.
—Pues bien pensado, el Tomás ese no es tan malo como parece. Ya me gustaría a mí pescar uno que tuviera esos detalles. Águeda sonrió, pero sin alegría.
—Si el Diablo no fuera capaz de ser encantador de vez en cuando, todavía seguiríamos viviendo en el Paraíso. Pasó la mañana siguiente en la universidad, departiendo con profesores, saludando a conocidos y recordando viejos tiempos. Por la tarde fue de compras a las tiendas de la calle Serrano y esa noche salió con Patricia y con dos amigos de ésta. Ambos eran sevillanos y preparaban oposiciones a abogado del Estado. Vivían enfrente, al otro lado del descansillo y a fuerza de coincidir en el ascensor y de intercambiar banales favores domésticos habían terminado pelando la pava con la vecina. Empezaron con unas tapas y copas de fino en las tascas de Cuatro Caminos, cenaron en La Ancha de la calle Príncipe de Verga-ra, se hartaron de reír y culminaron la velada con unos cubalibres en el apartamento de las chicas. A las tres de la madrugada, Águeda señaló la esfera de su reloj y dijo que era hora de que cada mochuelo se fuera a su olivo, a lo que uno de los andaluces replicó achispado que de allí no lo sacaban ni con disolvente.
—¿Por qué no acampamos aquí esta noche?
—Porque no —contestó Águeda, levantando risueña la mano derecha y haciendo que la luz centelleara en el grueso brillante de su anillo de pedida.
—¿Tienes novio?
—No, estoy casada y además tengo un niño.
Hubo un soplo de silencio, que el opositor solventó comentando que nadie era perfecto.
—Yo no soy celoso.
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Miró a las chicas y al ver que no colaba, inició educadamente la retirada. Su amigo lo imitó.
Águeda soñó esa noche. Hacía dos años que no le tiraba los tejos un hombre distinto de Tomás y la experiencia resultaba refrescante. En la fase de enloquecimiento, cuando no le llegaba la camisa al cuello debido al cataclismo familiar y Tomás ocupaba todo el espacio, no suponía que añoraría con tanta intensidad el libre albe-drío estudiantil.
El nacimiento de Noé y la orfandad la habían hecho madurar de golpe. Ahora veía las cosas con otra perspectiva. Se daba cuenta de que el dinero, la estabilidad o el buen nombre eran circunstanciales. Sucesos como la quiebra o la expropiación podían resultar truculentos, pero no le parecían tan funestos. Se podía sobrevivir a ellos.
Era consciente de que muchas de sus decisiones habían estado condicionadas por la fragilidad de su padre y por el afán de dulcificar los últimos años de su existencia. Había aceptado tan irreflexivamente la propuesta matrimonial de Tomás y había tirado por la borda su futuro profesional, para ahorrarle sufrimientos. Aparcar los estudios no era la única renuncia. Como explicó a Patricia, al casarse también había asumido en su interior el compromiso de no acostarse jamás con un hombre que no fuera su marido. Ahora, sin proponérselo ni recapacitar, gracias a las torpezas de su atareado esposo, se sentía exonerada de cualquier vínculo. Eso no significaba liarse con el primer advenedizo que se acercara a cortejarla, pero presentía que más pronto que tarde habría nuevos amores en su vida. A pesar de los años de internado con las monjas, no era religiosa. No se sentía constreñida por las rígidas ataduras morales y sociales que habían lastrado a las españolas de las generaciones anteriores a la suya. No había prestado oídos a los requiebros del sevillano ni planeaba hacerjo, pero sabía por sus experiencias sexuales de soltera que acostarse con un hombre por puro placer no le producía remordimiento alguno.
Había previsto estar sólo dos días en Madrid, pero permaneció
una semana completa. No dio explicaciones a la vuelta. Tomás tampoco se las pidió. Se limitó a comentar que el niño la había echado en falta. Águeda se hizo la sueca.
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La pasión por el orden, la inflexible disciplina personal y la capacidad sobrehumana de trabajo, tres de las virtudes que habían permitido prosperar a Tomás, se convirtieron en un calvario para Águeda. El presidente de la Diputación carecía de ese tiempo bordeado de aburrimiento en el que puede florecer la fantasía. Era un obseso de la laboriosidad y consideraba un despilfarro imperdonable o una debilidad levantarse tarde, las sutilezas amorosas, las vacaciones o sentarse a perder el tiempo charlando de insustan-cialidades.
Águeda aún no había cumplido los veintitrés años. No era una pardilla y había corrido lo suyo, pero todavía era un ser delicado. Muy de vez en cuando, como si no se resignase a que su matrimonio naufragara, intentaba transmitirle su zozobra y hablaba de sentimientos. La reacción de él era siempre la misma. Esbozaba una sonrisa conmiserativa y decía:
—Hablas como hablaba mi madre, a quien Dios tenga en su gloria.
Esos comentarios sólo contribuían a ahondar la sima entre ellos. Reforzaban en el sediento corazón de la muchacha la idea de que el tiempo corría en su contra y de que estaba abocada a romper con él o, por lo menos, a plantearse la vida por su cuenta. Tenía que marcharse a Madrid, matricularse de nuevo y realizarse como profesional. Se obsesionaba pensando que quedaría atrapada para siempre en aquella jaula dorada en que se había convertido La Torre, si no osaba poner pronto las cartas sobre la mesa, pero temía perjudicar al niño. En el internado había compartido pupitre con la hija de un diplomático cuyos padres estaban separados y el espectáculo —inusual en la época— de los fines de semana repartidos y las peloteras previas a cada período vacacional protagonizadas por los progenitores de su amiga, la habían impresionado. No deseaba por nada del mundo algo así para Noé. Una noche, al poco de volver de Madrid, anunció que estaba pensando ponerse a trabajar.
—¿En qué? —inquirió él, más atónito que sarcástico.
—En lo que sea, pero estoy harta de pasar tantas horas en casa sin hacer nada.
—Tampoco estás ociosa y alguien tiene que ocuparse de Noé.
—La próxima semana empieza a ir a la guardería.
—¿Tan pequeño?
Águeda asintió.
—Las monjas del Sagrado Corazón tienen un kindergarten estupendo, donde les enseñan a cantar, a pintar, a hacer figuras con plastilina y a relacionarse con otros niños. Eso es mucho mejor que tenerlo aquí día y noche pegado a mis faldas o con las chachas.
—Allá tú, pero lo que me parece un despropósito es eso de buscarte ahora un empleo.
—No es ningún despropósito.
—Pero ¿qué falta te hace?
—No es que me haga falta, ni que necesite ganar dinero, pero quiero hacer algo.
—A ti no te gusta madrugar y, para que algo funcione, hay que levantarse pronto —bromeó él.
—No estoy hablando de cavar zanjas o de un trabajo de secretaria de nueve a cinco, sino de otra cosa.
—¿De montar una tienda?
Había oído que la esposa de un procer de su partido regentaba un negocio de antigüedades en Madrid y que las nuevas boutiques de la ciudad estaban en manos de mujeres de dirigentes locales.
—No, no me interesa nada vender trapos y pasarme las horas atendiendo a pesadas convencidas de que la solución a sus miche-lines es un modelo de Versace o un traje de Balenciaga.
—¿Entonces?
Águeda frunció los labios y se miró las manos antes de levantar la vista y decir, alto y claro, que se había enterado de que el Ayuntamiento había restaurado el antiguo Teatro Apolo. Lo iba a convertir en un centro de actividades artísticas y ella se creía la persona idónea para ocuparse de algo así.
—Ya tendrán director —argüyó Tomás—. Esos cargos son todos de chupetín y se dan a los amiguetes para que trinquen.
—En ese tipo de instituciones culturales siempre existe una junta y se necesitan expertos que den ideas.
—Estará todo cubierto. Seguro que tienen cerrados ya hasta los presupuestos.
—Si necesitase un sueldo o un contrato fijo, a lo mejor era complicado, pero lo que pretendo es trabajar de asesora y gratis. Fue como un parto con fórceps, pero le sacó la promesa de ir a hablar con el concejal de Cultura y organizar una entrevista.
—El de Cultura no pinta un comino; es mucho mejor y más rápido que vaya directamente al alcalde.
—Ño quiero que hagas eso y tampoco que los fuerces a bus-284
carme un hueco. De lo que se trata es de que el concejal me escuche unos minutos y si mis ideas le parecen bien y cree que puedo ser útil en el Teatro Apolo, que cuente conmigo.
—No te preocupes. Lo haré como dices.
A la hora de la verdad, fiel a su naturaleza, hizo las cosas a su modo. A la mañana siguiente, apenas llegar a su despacho, telefoneó
al alcalde, quien se puso ipso facto en contacto con el concejal y le ordenó que llamara a Águeda y concertara una cita con ella. El alcalde no comentó nada sobre emolumentos o cargos, pero al regidor le bastó escuchar el nombre de la recomendada para saber lo que era conveniente.
Águeda comenzó a principios de septiembre con el título de
«asesora cultural», un pequeño, despacho y una modesta retribución. A diferencia del resto del equipo, tenía cierta experiencia, adquirida en el colegio mayor, y muchas ganas de trabajar. A los pocos meses, desbordando al panfilo del director y a sus acomodaticios colegas de la junta rectora, se había convertido en el catalizador del reinaugurado Apolo. Se divirtió tanto montando obras dramáticas, conciertos y exposiciones de pintura que llegó a pensar que todavía podía realizarse allí, sin necesidad de escapar a Madrid.
Águeda conservaba los gustos y los hábitos cultivados en su pubertad, cuando su padre andaba sobrado de fuerzas y el dinero traído de Cuba parecía inagotable. La fortuna y la esplendidez de su marido hacían que no echara nada en falta. Gastaba lo que quería, tiraba de tarjeta de crédito y él jamás fiscalizó una factura o inquirió sobre las fluctuaciones de la cuenta corriente. 46
La común afición a la lectura, el bagaje cultural y el gusto por la ópera, establecían lazos entre ellos pero la sintonía se quebraba en cuanto no había música o libros por medio. Algo tan baladí
como el menú o las visitas podía, inopinadamente, hacer saltar chispas y provocar un altercado.
Sin burlarse abiertamente de las incontables horas que ella dedicaba a promover artistas de irrisoria trascendencia o a estirar el magro presupuesto municipal para dar lustre al teatro, Tomás tendía a menospreciar sus esfuerzos. A él, que almorzaba en el 285
despacho y muchos días no volvía a casa hasta la madrugada, lo irritaba que Águeda trasnochara y denotara tanta pasión por su labor.
Consideraba una caterva de inútiles —«adosados a la teta de la subvención oficial»— a los pintores, actores, poetas y escritores que pululaban cerca de ella. A pesar de eso, para no contrariarla, de vez en cuando hacía de tripas corazón y acortaba su jornada laboral para acompañarla a los estrenos.
—¿Tienes algún compromiso mañana por la noche? —preguntó Águeda a mediados de abril, cuando ya echaban brotes los árboles, empezaban a alargarse los días y la temperatura se había dulcificado lo suficiente como para poder tomar una copa en la terraza.
—No. ¿Por qué?
—He organizado una cena aquí en casa, aprovechando que este fin de semana actúan Los Juglares Cósmicos en el Apolo y me gustaría que estuvieras. He invitado a los tres actores de la compañía, a un par de miembros de la Junta y a varios intelectuales de los que están más de moda.
Tomás abrió la boca para decir que no. Lo último que necesitaba era una noche de viernes, rodeado de gandules que beberían más de la cuenta, dirían idioteces, se hartarían de comer y se pondrían sentimentales o aguafiestas. Se oyó diciendo «sí». La pregunta inicial de Águeda le había pillado desprevenido y no tenía forma de inventar una excusa y dar la espantada sin que ella lo tomara como una ofensa.
—Espero que esta vez hayas elegido mejor que la anterior y que los invitados no se queden pegados a los sofás hasta las tantas.
—No empieces...
—No empiezo, pero la mayor parte de esos haraganes no come caliente más que el día que se les queda al sol el bocadillo de mortadela. Si dejamos que le cojan gusto al buen vino y a los filetes, no habrá quien los mueva. A propósito, ¿qué pondrás de cena?
Se había vuelto bastante sibarita.
—El plato principal son canelones y llevan sólo relleno vegetal, bechamel y queso. He pedido hasta un poco de caviar, pensando en ti.
No fueron los alimentos los que enturbiaron la velada de aquel viernes, sino los comentarios de los comensales. A la hora de las presentaciones, alguien dejó caer con afán adulador que el marido 286
de la anfitriona debía de ser el millonario más trabajador del planeta, porque continuaba llegando el primero a la Diputación y marchándose el último.
Los invitados locales, que conocían el percal, fueron discretos. Los forasteros, capitalinos y progres, no resultaron tan comedidos. En particular, el jefe de la troupe, quien además de actor y director era autor de los guiones y tenía a gala su afilada lengua. Lo habían sentado a la izquierda del presidente y después del segundo plato y de dar cuenta de media docena de copas de Barón de Chirel, un rioja de los de más de mil duros por botella, la tomó
con los ricos.
—Yo no entiendo a esa gente que no hace más que trabajar y trabajar, como si no hubiera otras cosas en la vida.
—Lo que a mí me admira es cómo se las arreglan algunos para vivir del cuento, sin dar un palo al agua y sin que se les caiga la cara de vergüenza.
Don Tomás remató la frase con una sonrisa que helaba la sangre. Tenía los dientes pequeños, blancos y perfectamente alineados.
—¿Lo dice por mí?
—No; hablaba de Perico el de los palotes...
El autor, desorientado por las risitas de la concurrencia, tardó
en replicar.
—Acepto que la gente quiera vivir bien, pero nunca me ha entrado en la cabeza que el principal objetivo de una persona sea juntar y juntar millones.
—Ya.
El presidente de la Diputación jugó con la comida de su plato, dando a entender que le aburría el tema. El otro, creyendo que estaba en retirada, se giró para encararlo con más agresividad.
—¿Por qué sigue acumulando dinero si ya tiene bastante?
—Lo hago por la misma razón que algunos escalan el Everest... porque está ahí; porque es un reto, señor comediante, y queda fuera del alcance de pelanas como usted. El director teatral engulló de un trago el contenido de su copa y agitó la cabeza aturdido. La señora sentada a su izquierda sonrió mecánicamente. Los situados al fondo hicieron como que no habían oído. Águeda, asustada por el tono de la tertulia, preguntó
si alguien quería postre.
—Tengo fruta, queso y... sorbetes.
—¡Qué bien! —exclamaron al unísono varios.
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Una de las mujeres preguntó de qué eran los helados y Águeda enumeró:
—De kiwi, chirimoya, pepino y de...
Se volvió hacia la cabecera, buscando la palabra.
—Tomás... ¿Cómo se llaman esas cosas verdes que comes tan a menudo?
Sabía que Águeda se refería a los pistachos, pero la tentación de ridiculizar tanto amaneramiento era muy fuerte.
—Lechugas.
Águeda lo fulminó con la mirada. Se hizo un breve silencio en la mesa y después, a medida que la anfitriona les iba apuntando con su dedo índice, fueron respondiendo uno a uno.
—Para mí, de kiwi —susurró el director de la troupe, todavía no repuesto del meneo dialéctico.
—También para mí —dijo la señora sentada a su lado.
Cuando le llegó el turno, con una flema de gurú indio y pronunciando cada sílaba cuidadosamente, don Tomás anunció:
—Yo lo que quiero es un helado de chocolate normal... dos bolas.
La cara de Águeda era un poema. Primero enrojeció. Después se ensombreció, como si estuviera a punto de llorar.
—No tengo chocolate...
—¿Ni una tableta?
—¡No! ¡Ni una tableta, ni una onza, ni nada!
Esa noche, una vez solos y antes de que él se batiera en retirada hacia la habitación que había convertido en su dormitorio permanente, le afeó su desconsiderada conducta. Hacía mucho que no dormían juntos y ella estaba decidida a no volver a tener relaciones sexuales con él. Empezaba a cogerle aversión.
—Antes todavía te controlabas un poco, pero ahora todo te da igual. Si llego a imaginar que ibas a dar un espectáculo, no te habría pedido que asistieras a la cena.
—Tampoco me voy a disgustar porque prescindas de mi presencia en el futuro. Me ahorrarías un tormento. Estoy cansado de ser el único de los asistentes que no ha tenido contactos con ex-traterrestres.
—Dices eso para molestarme.
—No, lo digo porque estoy hasta los cojones de artistas petardos, de intelectuales gilipollas y de cuarentonas estiradas; me gustaría cenar alguna vez con gente normal, de la que trabaja de fir-288
me, pone los pies en la tierra y cría una familia como Dios manda, y que el menú no sean corazones de seta francesa con salsa de cebolla salvaje y perfume de codorniz. Dicho lo cual y sin molestarse en mirarla o en dar las buenas noches, enfiló hacia su cuarto. Águeda, ofendida hasta la médula, comenzó a vaciar los ceniceros. No le importaba que la gente fumase, pero le desagradaba el olor de las colillas y no quería que impregnase los muebles. Le molestaba en particular el denso tufo que dejaban los puros que consumía su marido.
Estaba alterada, con la cabeza en otro sitio, y sin darse cuenta derribó con el codo el botellón de cristal tallado donde servían las guindas en aguardiente. Era una pieza antigua, a la que su fallecido padre tenía mucho afecto y al ver esparcidos por el suelo los pedazos de vidrio, la cucharita de plata y el licor, se le saltaron las lágrimas. Reaccionaba con serenidad ante tragedias de considerable magnitud, pero los pequeños trastornos domésticos la desarmaban. Por la mañana, cuando ella se levantó, él ya no estaba en casa y las criadas habían recogido y limpiado todo. Águeda sabía que en el cerrado círculo de la burguesía local chocaba que una mujer casada fuera sola a todas partes, pero ni intentó convencer a su marido para que la acompañase esa noche al teatro. El Apolo estaba lleno hasta la bandera. La representación de Los Juglares Cósmicos fue un éxito clamoroso y todo el mundo la felicitó. Una fútil compensación por los sinsabores de la noche anterior fue que, en los descansos, varios de los asistentes a la cena se acercaron a darle encarecidamente las gracias. Todos alabaron la sofisticación del menú.
Se había prometido replantear su vida, pero retornó a casa encantada. Pasó el domingo con Noé, divirtiéndose con los balbuceos del niño, y el lunes su relación matrimonial retomó su frustrante cauce de rutina. Hubo más reyertas y nuevas capitulaciones, aunque en cada ocasión la callosidad se iba haciendo más grande y Águeda se sentía menos afectada. El pazo, que tanto había amado, se convirtió
en un almacén de hastío.
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Tomás no era muy dado a las lindezas amorosas. Desde su turbulento estreno sexual en el prostíbulo sahariano de doña Felisa, pensaba que el galanteo era condenadamente cursi. El arte amato- rio estaba lleno de palabrería huera, de la misma que utilizaban los anunciantes para vender crema de afeitar, coches utilitarios o viajes al Caribe. Ella era distinta, recordaba sus experiencias sentimentales con querencia, incluso las que habían terminado mal. Hasta que empezó a ver a su marido como un enemigo, Águeda deseó con todo su corazón que la quisiera. Hizo piruetas para salvar su matrimonio y sólo logró desgarrarse en el intento. El amor era delicado como las mariposas; bastaba tocar sus alas para que no pudiera levantar de nuevo el vuelo. Pasaba el día en la ciudad, dedicada al Apolo. Si no hubiera sido por una colega de Junta empeñada en hacer de alma caritativa, que le reveló apenada que Tomás se entendía desde hacía mucho con Marisa, hubiera seguido en la luna. Darse cuenta de que vivía en la inopia y que todo el mundo menos ella estaba al tanto de las andanzas de su marido, la ofendió más que la propia infidelidad. Siguió actuando como si no supiera nada y cuando llegaron las siguientes elecciones municipales y el niño alcanzó la edad de ir al colegio, hizo su equipaje —doce maletas— y anunció que se marchaba para siempre.
—¿Adonde? —preguntó Tomás, estupefacto.
—A Madrid —respondió Águeda con la fría determinación de quien ha reflexionado a fondo—. No quiero quedarme aquí ni un minuto más y tampoco que Noé crezca en este ambiente.
—¿Y eso por qué?
Águeda lo miró con malevolencia.
—Estoy escuchando —exclamó impaciente Tomás.
Ella permaneció impertérrita.
—¿Se puede saber qué coño te pasa ahora?
La voz del hombre iba subiendo de tono al compás de su enfado. Águeda siguió callada. Si podía ser tan obtuso, era preferible no dar explicación alguna. Caminó hacia el jardín, donde el niño jugaba con la cocinera. Tomás permaneció en el vestíbulo viéndola marchar. Tan seguro de sí mismo habitualmente, sintió la perturb o badora sospecha de que había perdido el control de la situación. Le disgustaba, porque nunca le había pasado antes.
Por la noche, mientras esperaban que les sirvieran el café en la biblioteca, trató de entablar conversación.
—Águeda.
-¿Sí?
—Escucha un momento.
Ella terminó de leer el párrafo y bajó el libro. Él la miró con ternura. Había dado cuenta de una botella de Pesquera durante la cena y el vino tinto había encendido en su interior viejos sentimientos.
—¿Por qué no lo piensas bien?
—Está todo pensado; mañana me voy.
Él cerró los ojos y exhaló un largo suspiro.
—¿No te preocupa el futuro de Noé?
—Precisamente porque me preocupa más que nada en el mundo, he postergado tanto tiempo esta decisión, pero sería peor para él y para todos que las cosas siguieran como hasta ahora.
—¿Y yo? ¿No te importo nada?
Confiaba todavía en convencerla.
—Sí me importas, pero no quiero seguir viviendo contigo. Soy infeliz y me asfixio.
—Me parece un poco egoísta eso, sobre todo cuando yo me mato para que vivas en la abundancia. Siempre he estado pendiente de ti.
—De mí y de alguna otra.
Tomás se quedó cuajado.
—¿De qué otra?
—De Marisa, por decir un nombre.
—¿Y qué pinta la infeliz de mi secretaría en esto?
—Lo que pinta no lo sé, pero con esa carita de mosquita muerta ha hecho bastante.
—¿El qué?
—Joder contigo a diario.
Don Tomás escuchó la palabra con sobresalto. En el léxico de Águeda, ex alumna de las monjas, «joder» era lo que decían los obreros cuando se chafaban un dedo con el martillo, pero no un término utilizable en el seno familiar.
—No sé de dónde has sacado esa tontería —repuso Tomás, como si la acusación no lo afectara en absoluto.
Estaba a punto de repetir que la gente se inventaba muchas bobadas, pero ella lo impidió enfrascándose en la novela y dando por terminada la charla.
—No vas a decir nada, ¿verdad?
Ella no respondió. Tomás conservaba su fino instinto. Era mejor buscar un arreglo, que convertir aquello en un conflicto, que envenenaría las cosas. Águeda no daría marcha atrás y, lo que era peor, insuflaría en el niño un perpetuo resentimiento. El hijo terminaría por odiarlo, como ya lo hacía ella.
—Si realmente crees que esto no tiene vuelta de hoja, no hay nada que pueda hacer. Lo único que te pido es que no salgas corriendo; no es necesario. Quédate un par de días y déjame arreglar las cosas bien.
—No hace falta.
—Sí, sí hace falta. Necesitarás dinero y una casa; no se puede vivir del aire.
De repente, se le ocurrió que había otro hombre. Su aparente apatía se debía, quizá, a que tenía las espaldas cubiertas.
—¿Hay alguien esperándote en Madrid?
—Tengo amigas.