Tienes miedo, yo también
El jueves por la tarde dejé a Mariola a cargo de la tienda. Virginia quería que la acompañase a una exposición en una galería de arte que acababan de inaugurar en la capital, y no admitía excusas. Virginia había sido profesora adjunta en la universidad hasta que nació nuestra hija Victoria. Trabajaba en el departamento de Arte Contemporáneo y se llevaba cada vez peor con el catedrático. El último año habían tenido varias trifulcas. Incluso parece, por lo que ella misma me contó, que una vez estuvieron a punto de llegar a las manos. Así que renunció a su puesto cuando nació nuestra hija mayor. Muy poco después —Victoria apenas tenía cinco o seis meses— la favoreció uno de esos golpes de fortuna que pueden cambiar de repente el color de toda una vida: le propusieron escribir una crítica de arte para el diario La Voz. Su estilo cáustico, irreverente, e incluso descaradamente frívolo, mezclado con toda clase de pirotecnia postestructuralista, gustó tanto que le ofrecieron una sección fija semanal en el suplemento de cultura del periódico. Algo más tarde, le encargaron también una columna en las páginas de sociedad de los sábados. Allí, suele mezclar toda clase de cotilleos con apuntes irónicos sobre el mundo intelectual y sus protagonistas. Sé que Virginia es inteligente. Tiene verdadero talento para escribir, no lo niego, pero me sorprende un poco el hecho de que haya empezado haciendo crítica de arte para terminar en lo que a mí me parecen meros chismorreos, aunque —eso sí— muy bien pagados. En fin… la cuestión es que aquel día me pidió que la acompañara a la exposición. Lo hizo con esa melosa insistencia que yo conocía bien, y que entrañaba la soterrada amenaza de un fin de semana bastante amargo si no la complacía. Era fácil detectar ese tono, al que sólo recurría esporádicamente, hay que admitirlo, y que significaba más o menos: «Te pido esto muy en serio, y si te niegas, prepárate para un sábado sin contacto físico, erizado de incómodos encargos domésticos». Acepté acompañarla, desde luego.
Creo que su interés por arrastrarme de vez en cuando a saraos de esa clase estribaba sobre todo en una secreta necesidad de demostrar a sus amigos intelectuales que ella no era una de esas feministas brillantes, solitarias y patéticas que suelen frecuentar tales foros; sino más bien una feliz madre y esposa que sabía compaginar sus celebradas colaboraciones en prensa con una vida familiar satisfactoria. No soy una eminencia, pero tampoco se me puede considerar un gañán. Siempre me ha gustado leer, y, de hecho, conocí a Virginia en la universidad —aunque dejé la carrera muy pronto—, así que hacía mi papel y, al menos, no la dejaba en ridículo. Aquellas fiestas artísticas, a las que debía asistir tres o cuatro veces cada año, habían pasado a formar parte de mis obligaciones conyugales. En general, resultaban incluso amenas.
La de aquel jueves, sin embargo, fue bastante aburrida. Volví a casa malhumorado y cansado. Mi mujer lo notó.
—¿Te has aburrido mucho? —me preguntó, una octava por encima, en el mismo tono dulzón al que antes había recurrido para coaccionarme. Le hice un mohín infantil, con algo de mueca de payaso, y le dije que había sido una experiencia realmente orgásmica. Sobre todo el tener que escuchar a un sujeto de unos sesenta años con ademanes de prima donna anfetamínica (lucía una chaqueta azul satinada de inspiración claramente glam, perfecta para un presentador de la peor época del music hall) criticar a Verdi por ser un compositor homófobo y reaccionario. Y eso, junto a una instalación de penes móviles en sagrarios.
—Tienes razón, cariño —concedió ella—, mucha razón… pero… no creo que venga a casa con un martillo a romperte el CD de Nabucco, ¿verdad? —se defendía, dejando entrever cierto sentimiento de culpa. Luego me abrazó cariñosamente por la cintura y me susurró al oído—: ¿Podría tu curtido cuerpo de marino resistir esta noche algún orgasmo más?
Ya imagino que no le interesan los detalles de nuestra vida conyugal, pero me he propuesto ser totalmente preciso y exhaustivo. Me he propuesto no eludir nada. Por lo menos, nada que pueda servir para iluminar los hechos. Así que tampoco puedo omitir algunos avatares de nuestra vida íntima. Como le he dicho antes, por esos días había empezado a volverme realmente consciente de la brecha de desconfianza que se había abierto entre mi esposa y yo. No obstante, tal y como también le he anticipado, seguíamos manteniendo una vida sexual bastante activa y regular. (Ahora eso es algo que no deja de parecerme un poco extraño, la verdad). El caso es que aquella noche copulamos. Quiero decir que copulamos en diversas posturas, de pie, en la cama. Lo hicimos de un modo especialmente frenético. Solíamos practicar ese tipo de reconciliaciones físicas. Era como si la corriente de soterrado resentimiento avivara el fuego y convirtiera el sexo en una especie de refriega que nos servía de terapia.
Esa misma noche tuve un sueño delirante que recuerdo con toda claridad. Yo estaba hablando con una exuberante rubia —una bella y elegante mujer, más o menos parecida a la Nicole Kidman de Eyes Wide Shut— en una heladería del centro comercial Goldmare, muy cerca de mi tienda. No sé exactamente quién era la mujer del sueño, pero creo que me sentía obligado a mostrarme muy solícito con ella: a quedar bien a toda costa. Por esa razón estaba un poco nervioso. Hablábamos de algo con entusiasmo, pero no recuerdo de qué. De pronto, a través de la megafonía del local, y a un volumen mucho más fuerte de lo corriente, interrumpía nuestra conversación la voz del nuevo gerente. Más o menos, lo que decía era esto: «Atención, señor Juan Cáceres… Por favor, este es un aviso para Juan Cáceres, propietario de Zoo Amici… Preséntese inmediatamente en el nivel 0». Ella me preguntaba si yo conocía al tal Juan Cáceres, cosa que me apresuraba a negar con la mayor rotundidad. Intentábamos entonces reanudar nuestra charla, pero inmediatamente, otra vez, se oía la voz de Alberto Maños: «Señor Juan Cáceres, por favor… sus animales se han fugado». La voz hacía aquí una pausa terrible y continuaba enseguida con una cruel inflexión: «Se han fugado y están defecando en este momento por toda la galería». Recuerdo la espantosa sensación de vergüenza, concentrada como una bola de hormigón en mi estómago. La rubia se había convertido en Carmen, una periodista, conocida de Virginia, a la cual precisamente habíamos visto aquella misma noche. Yo temía ser descubierto en cualquier momento. Y mis temores no tardaban mucho en confirmarse, ya que de pronto unos dedos me pellizcaban dolorosamente la mejilla. Se trataba, cómo no, de Alberto Maños. Estaba muy cerca, a menos de un palmo de mi cara, y sonreía —sin soltarme el carrillo— con los ojos a punto de saltarle de las órbitas.
—Te he dicho ya dos veces que vengas —me recriminaba con los dientes apretados—, dos veces… Supongo que recogerás tú mismo toda esa mierda cuanto antes. La vas a recoger, ¿verdad?
Mi interlocutora, que era otra vez la rubia anónima y despampanante, sonreía y le quitaba importancia al asunto.
—No te preocupes, mira —y me mostraba un huevo en la palma de su mano, parecido a un huevo de gallina, pero un poco más grande de lo normal—, ¿lo ves? Yo adoro a los animales. ¿Sabes que este no es un huevo corriente?
—Ah… ¿no? —le preguntaba yo, completamente anonadado.
—¡No! —exclamaba ella, entre divertida y ofendida; y luego se aproximaba a mí y se ponía la otra mano a un lado de la boca, como si fuera a revelarme un gran secreto—: Este de aquí… lo he puesto yo…
El viernes 17 de octubre por la mañana conseguí finalmente hablar con Valle. Le pregunté si tenía intención de liquidarme aquel mismo fin de semana. Aclaré que me vendría bien saberlo para ajustar al suyo mi propio programa. Oí cómo reía. Me extrañó que lo hiciera. Nos habíamos reído juntos durante nuestro primer encuentro en el café Arrecife —el primero, después de sus diez largos años de ausencia—, recordando algunas de las hazañas del grupo. Eso fue justo un momento antes de que, en el mismo tono en que me podría haber anunciado que pensaba cambiar de marca de dentífrico, me descubriese su intención de asesinarme. Durante el resto de la conversación y a lo largo de todo nuestro segundo encuentro ya no había vuelto a reír, que yo recordase.
—No —dijo, poniéndose serio de pronto, en un tono rotundo y decidido—, no va a ser este fin de semana. Te lo aseguro.
—Entonces —sugerí— no te importará que nos veamos otra vez esta tarde. A no ser que tengas algo urgente que hacer, claro…
Dudó un momento. En realidad, tardó bastante en responder. Primero dejó vibrar sus cuerdas vocales sin articular ninguna palabra. Luego, ese sonido, grave y prolongado, más o menos equidistante de todas las vocales —como el canto de un monje tibetano—, se resolvió en una frase de aquiescencia que sonó más bien displicente:
—Sí, eh… si quieres…
—¿Nos encontramos en el mismo sitio que la otra vez, entonces…? —propuse. Él volvió a guardar silencio un momento, y luego me indicó algo distinto:
—No. Ven a buscarme aquí. ¿Te he dicho ya dónde me hospedo?
Le dije que no. Me facilitó la dirección. No fueron necesarias demasiadas explicaciones. Conocía el lugar: un motel a las afueras de Las Zalbias, a unos dos kilómetros del centro por la carretera de la costa.
Me encontraba en la galería cuando hablé con Valle aquella mañana. En una croissanterie del nivel 2, para ser exactos. Cuando regresé a la tienda le dije a Mariola que tenía que salir, y que por lo tanto estaría sola toda la tarde. No se podía decir que Mariola estuviera realmente recuperada, pero al menos era ya capaz de controlarse lo suficiente como para no llorar delante de los clientes. Comí en un bufet libre oriental, situado también en la galería, y después fui a casa. Vivimos (puede imaginar fácilmente lo doloroso que es para mí saber que ahora mismo debería decir «vivíamos») en un adosado de tres plantas con un jardín en la parte delantera y otro en la de atrás. Abrí con el mando a distancia y metí el coche en el garaje.
La casa estaba en silencio, pero por alguna razón sospeché que había alguien. Pregunté con un grito, al pie de las escaleras. Me respondió, remotamente, la voz de mi hija:
—Sí… estoy yo, papá.
Cuando, a continuación, le pregunté por su madre, me dijo que no tenía ni idea. Poco después, vi aparecer a Victoria en el rellano superior, a unos tres metros sobre mi cabeza. Llevaba unas bragas amarillas con un pequeño estampado de las Supernenas, y una camiseta del club de natación. Tenía el pelo mojado y una toalla en la mano.
—¿No es los viernes cuando va con Susana a pilates? —sugirió, mientras se ceñía la toalla a la cabeza en forma de turbante. Victoria tenía razón: mi mujer debía de estar en pilates, sin duda. La conversación no duró mucho más. Ella volvió a encerrarse en el cuarto de baño. Yo fui a mi cuarto para cambiarme de ropa. Cogí algo de dinero de un cajón de la cómoda. Después, encaramado a una silla, busqué en el altillo del armario mi equipo de submarinismo. Bajé de la silla con todo el utillaje. Saqué el cuchillo de la funda. Lo miré, lo sopesé, recorrí cuidadosamente el filo de titanio con la yema de mi dedo pulgar. Volví a guardarlo en la funda. A continuación, me lo coloqué en la pantorrilla con la correa de caucho ajustable, antes de ponerme los pantalones. Después me miré en el espejo del armario e hice varios movimientos con la pierna, para asegurarme de que no se notaba nada extraño. Me había ajustado la correa con el cuchillo más cerca de la rodilla que del tobillo, de modo que era muy difícil que nadie viera nada bajo la pernera de mis pantalones de pinzas. Le dije a Victoria, a través de la puerta de su cuarto, que iba a salir de nuevo. Me preguntó si quería que le dijese algo a su madre. Dudé un momento:
—Dile si quieres que no vendré a cenar… Pero no te preocupes, luego la llamaré yo.
Estuve a punto de preguntarle si pensaba salir y a qué hora volvería. Es decir, estuve a punto de hacer sumariamente de padre; pero me pareció una estupidez; así que me despedí con un diplomático y preventivo «hasta mañana», y luego volví al garaje a por mi coche.
Hacía demasiado calor para ser octubre, aunque estaba nublado. Conduje por la avenida de la Estación y luego giré a la izquierda. Avancé, en medio de una fluida y rápida corriente de tráfico, en paralelo a la playa y al paseo marítimo. Dejé atrás el hotel Excelsior. Eran casi las siete. El mar, bajo aquella luz triste de calima, parecía plomo líquido. Conduje hasta el motel Azarbe, apenas a un kilómetro y medio de Las Zalbias. Se trata de un feo edificio de muros casi amarillentos —originalmente blancos— en algunas partes, y de ladrillo visto en otras; consta de cuatro o cinco plantas comunicadas por escaleras y corredores externos. Sobre la azotea hay un luminoso con mayúsculas verdes que lo anuncia para que se pueda divisar bien desde la carretera: la nacional de dos direcciones que pasa justo por detrás, a cierta altura, separada del motel por un patio cubierto de grava que sirve de aparcamiento. Cerca de allí hay una urbanización llamada Los Galeones, ocupada principalmente por alemanes jubilados.
Dejé el coche en la explanada y busqué la recepción. La encontré enseguida. Estaba en un flanco del edificio. Nada más franquear la puerta principal, vi a una mujer negra bastante voluminosa, con un traje muy colorido, que estaba sentada frente a una televisión, entre dos troncos de Brasil, en una pequeña sala con muebles de mimbre contigua a la recepción. Parecía estar siguiendo una especie de show, a base de música, baile y gente gritando en las gradas. Le pregunté si no había nadie, señalando el mostrador vacío. Ella negó con la cabeza y dijo algo inaudible; así que subí directamente a la habitación. Valle me había dado el número durante nuestra conversación de aquella mañana. El 26, en la segunda planta. Estaba, como todas, en un corredor abierto. Llamé a la puerta con decisión, pero no contestó nadie. Volví a llamar. Y entonces la puerta se abrió.
—Pasa —me dijo en tono terminante. Vestía una camiseta vieja y unos pantalones cortos. Llevaba calcetines, pero no iba calzado. No se había afeitado por lo menos en dos días. Me senté en una silla, sin pedirle permiso, y estuvimos varios minutos sin hablarnos. Luego, él dijo—: Ahora ya sabes dónde estoy viviendo.
Estuve a punto de preguntarle «y para qué crees que podría servirme eso», pero me contuve. No dije nada. Luego le pedí un vaso de agua. Me lo sirvió en silencio. La habitación era más acogedora de lo que podía esperarse. Tres piezas: un funcional salón-cocina, un dormitorio y el cuarto de baño. Desde la ventana podía verse el mar.
—¿Quieres cerveza? —me preguntó después de que me bebiera el medio vaso de agua que me había servido. Asentí. Fue hacia el pequeño frigorífico que había debajo de la televisión y sacó dos latas de cerveza. Las puso sobre la mesa. Abrió la suya.
—¿A qué has venido? —preguntó sin mirarme, con una mezcla de indolencia y aspereza. Luego dio el primer trago, directamente de la lata, cerrando los ojos.
—No entiendo nada, ¿sabes? —le dije; Valle me miró, sonrió y movió negativamente la cabeza.
—Puede ser que no haya nada que entender, ¿te lo has planteado?
Comprendí que volvíamos a un callejón sin salida que ya habíamos registrado palmo a palmo en nuestras conversaciones anteriores y decidí cambiar de registro.
—¿Sigues con la música…? ¿Lo has dejado… del todo…?
—Ya no me interesa, me hastía… —dijo con amargura—, ni siquiera he traído mi armónica. A veces oigo alguna cosa en la radio.
Después de aquello, estuvimos callados otros cinco o diez minutos. Sacó dos latas más de cerveza. Nos las bebimos en silencio. Fuera, anochecía lentamente.
—Yo era bastante feliz hace dos meses —dije de pronto—, pero ahora parece que vivo en un decorado a punto de desmoronarse —esta vez no sonrió. Tuve la impresión de que me escuchaba comprensiva, compasivamente—. No me refiero sólo a esto… no sólo a ti… A la galería ha llegado un nuevo gerente y me parece que la tiene tomada conmigo…
Inesperadamente, Valle pareció muy interesado por el caso. Me preguntó por qué sospechaba tal cosa, y entonces le conté todo lo relativo a Alberto Maños. Luego, le hablé también de Mariola y, más tarde, de mi mujer y de mis hijos. Me lancé a hablar de mi vida sin restricciones. (Algo normal, por otra parte, en una charla con un viejo amigo; pero extraño, muy extraño, dadas las circunstancias). Incluso le conté mi conversación con Francisco y su vehemente consejo de que acudiera a la policía cuanto antes. Esto último le hizo sonreír de nuevo. Entonces habló él:
—Nuestras vidas son incomprensibles y miserables, ya lo ves. Siento que estemos en esta situación. No lo entenderás, pero realmente es inevitable. Si lo vieras por un instante desde mi punto de vista, te darías cuenta de que es inevitable. Yo no he puesto nada en marcha, créeme. No soy ninguna causa. Soy un puro resultado. Nada más.
Después de decir esto echó hacia atrás ruidosamente su silla. Encendió la luz y sacó de un armario una botella de whisky, y luego, de la nevera, otra de cocacola de dos litros que estaba a la mitad de su capacidad, más o menos.
—Sé por qué has venido, ¿sabes? —continuó, mientras se preparaba un cubalibre—. Has venido porque tienes miedo —me miró por encima del borde del vaso, mientras bebía, entornando un poco los ojos. La mirada de un profesor de primaria a un alumno tramposo. Hizo una pequeña pausa para dar un segundo trago, luego siguió hablando—: Pero yo no puedo curarte de eso. Yo también tengo miedo… Piensa que en cualquier momento se te podría ocurrir la buena idea de matarme. Y a pesar de que mi vida sea despreciable, no me he librado del todo del instinto de supervivencia. Creo que ese es mi problema. Nietzsche escribió que se puede sufrir por exceso de vida o por defecto de vida. Yo he sufrido por lo primero… Überfülle des Lebens. He sufrido por exceso…
En aquella habitación, durante nuestros frecuentes silencios, podía oírse el rumor del mar y algo de música (vocal, melódica) que llegaba muy débil hasta nosotros, probablemente desde algún otro cuarto. Quizá desde otro piso. La ventana estaba abierta. Valle la había abierto poco después de que yo llegara. Se había levantado, y en aquel momento estaba asomado a ella, dándome a mí la espalda. Pensé, naturalmente, en el cuchillo, oculto bajo la pernera de mi pantalón. De improviso, se volvió hacia mí con los ojos algo enfebrecidos. Una especie de rizo delirante le caía por un lado de la frente, casi hasta la ceja. (Juraría que sólo un minuto antes no estaba allí ese grotesco rizo). Supuse que saltaría sobre mí. Imaginé que me obligaría a matarlo. Puse en tensión mis cuádriceps y mis bíceps femorales y convertí mis manos en puños bajo el asiento de la silla. Para un gesto de súbita violencia habría estado muy bien preparado; en cambio no lo estaba, en absoluto, para la propuesta que me lanzó, en un tono casi eufórico, como si fuera la mejor idea que había tenido en su vida:
—¿Por qué no vamos a la cala a bañarnos?
No era ninguna aberración, para venir aquella idea de un lunático declarado. Hacía mucho calor. Valle no había puesto el aire acondicionado. (Puede que no hubiera en aquel cuarto aire acondicionado). Y el mar, después de todo, estaba muy cerca.
—Báñate tú, si quieres —respondí, intentando no contrariarlo demasiado—, yo te acompaño… pero no creo que me meta en el agua…
Era casi de noche y los dos estábamos ya bastante borrachos. Valle sonrió y me puso una mano en la cabeza. Me frotó el pelo. A continuación, se puso un viejo bañador azul oscuro de tipo «pirata» (le llegaba por debajo de las rodillas) y se quitó los calcetines antes de calzarse unos deportivos. No se cambió la camiseta. Entró en el cuarto de baño y salió con una toalla roja. Echó casi media botella de JB en la botella de plástico, mezclándolo con la cocacola. Cogió la llave, que estaba junto a su cartera en la mesita auxiliar, y salimos los dos de la habitación.
El alcohol (al igual que la mayor parte de las otras drogas) lleva la vida humana a veces un poco por encima y, casi siempre, muy por debajo de sus límites habituales. Me cuesta mucho imaginar cómo habría sido mi vida de haberme mantenido rigurosamente abstemio. Le digo esto porque no le puedo explicar todo lo que sucedió aquella noche sin remitirme al efecto de la bebida. El caso es que me sentía exaltado e inseguro. Asustado, pero también temerario. Furtivo y un poco melodramático —como un adolescente, si usted quiere—, caminando por aquella estrecha vereda y saltando sobre aquellas escarpadas rocas, en compañía de mi amigo Valle; que ya no era exactamente amigo mío. ¿Tiene algún sentido que un hombre amenazado por otro de muerte se encuentre junto a él en cierta clase de armonía? ¿Tiene algún sentido emborracharse con quien ha jurado convertirse en tu verdugo? No lo tiene, me parece, a no ser que víctima y verdugo (o verdugo y víctima) se hayan emborrachado juntos antes muchas veces.
La luna era media onza de oro viejo jugando al escondite con las nubes, y la espuma se arremolinaba entre las piedras, al pie del acantilado. Habíamos llegado a una especie de cala, con un poco de arena oscura y demasiadas algas, muy cerca ya de las luces de la urbanización. Valle se quitó la camiseta y los deportivos y se metió en el agua. Empezó a dirigirme toda clase de gestos conminatorios para que lo acompañara.
—¡Métete, imbécil! —gritaba—. ¡Gilipollas! ¡No creas que voy a ahogarte! ¿Tienes miedo, Juan? Está fría la hija de puta. ¡Métete, vamos!
Lo veía sumergirse y desaparecer, y tenía la esperanza de que no volviera a sacar la cabeza. Pero una y otra vez me contrariaba, emergiendo, un metro a la derecha o a la izquierda de donde yo miraba. Y volvía entonces a insultarme, y a gritarme que me metiese en el agua con él. Cogí la botella de plástico y me bebí casi un cuarto de su contenido. Luego, me desnudé y entré en el mar corriendo. La pendiente del lecho era acusada. Enseguida tuve que nadar. El agua, en realidad, no estaba demasiado fría, y la cúpula de nubes impedía que el calor escapase hacia las capas altas de la atmósfera, por lo que la noche prometía ser bastante cálida.
Puede que fueran la cerveza y el whisky, claro, pero el caso es que disfruté de aquel baño clandestino, nocturno; gritando y chapoteando frenéticamente en compañía de Valle, mi demonio de otra época, y mi ángel exterminador particular. Éramos, en aquel momento, dos genios ridículos emergidos de una misma y miserable botella; un par de Dióscuros terminales y borrachos.
Había sido el segundo en entrar y fui el primero en salir. Volví, un poco aterido, hacia la roca en la que habíamos dejado nuestra ropa y la toalla roja. Me sequé con ella rápidamente, y luego se la entregué a Valle, que acababa de salir corriendo del agua.
—Pero ¿qué es eso? —dijo de pronto, señalándome la pantorrilla. Antes de que pudiera reaccionar se agachó y sacó el cuchillo de la funda. Rio furiosamente, de un modo ofensivo, exagerado—. ¿Y con esto pensabas degollarme, subnormal?
Ahora yo estaba de pie frente a él, con el slip y la camisa que acababa de ponerme. Había empezado a abotonármela, pero dejé de hacerlo. No sabía qué decir. Me limité a reír, con los brazos caídos, mientras él apuntaba con la hoja desnuda a mi garganta. Entonces, un relámpago de inspiración debió de entrarme por la cima del cráneo y se materializó en una sencilla frase que brotó, rotunda, de mi sonriente boca:
—Yo tampoco voy a matarte… este fin de semana.
Valle rio. Los dos reímos bajo la luna, bajo aquellas nubes lentas, perezosas como un rebaño de bóvidos amodorrados y deformes.
Nos despedimos en la explanada de grava que servía de aparcamiento al motel Azarbe. Valle me acompañó hasta mi coche. Tenía los ojos enrojecidos y las aletas de la nariz completamente blancas.
—Haz pronto lo que tengas que hacer —dijo, masticando con alguna saña las palabras—, porque ahora yo no tardaré mucho… Así que si quieres matarme primero te recomiendo que no te lo pienses demasiado.
Yo no pronuncié una palabra. Me estaba poniendo el reloj y tenía el cuchillo —guardado en la funda— debajo del brazo. Subí al coche. Bajé la ventanilla y —aunque conocía de sobra la respuesta— le pregunté:
—No podríamos dejarlo… ¿verdad?
Negó con la cabeza. Encendí los faros y el motor. Arranqué, haciendo girar los neumáticos ásperamente sobre la grava. Retrocedí, volví a girar iluminando a Valle un momento (estaba allí de pie, con los ojos muy abiertos, tensando la toalla contra su nuca con las dos manos), y salí hacia la carretera.
Cuando llegué a casa serían aproximadamente las cuatro.