Astarot
Astarot
En los tiempos fáciles, al principio de aquella corta paz, Astarot, el que siempre recuerda, subía mucho a la Tierra. Le apasionaban los atardeceres, la despedida del sol y la entrada de la noche, el brillo de las estrellas y la inmensidad del cosmos.
La piel de Astarot era de color gris perla; sus ojos, grandes y rasgados, de color verde claro. El pecho parecía esculpido en mármol, con las mamas de macho bien marcadas y las sombras de los músculos subrayando su propia perfección. Entre las piernas, un sexo grande y relajado se balanceaba a cada movimiento. El glande era rojo, degradado hacia el melocotón en un círculo cuyo centro era el pequeño túnel del meato. En el rabillo, tirante, tenía grabados diminutos símbolos mágicos que cobraban fuerza y parecían vivos sólo durante el coito. Negro era en sus tres cuartas partes su falo, y blancos los escritos del pubis. El vello, escaso.
Por pies tenía patas de camero, grandes, peludas, con pezuñas brillantes, afiladas y duras; aunque al caminar parecía andar de puntillas, su porte resultaba majestuoso. Por cabeza, tenía la de un camero. Largos bigotes le caían hasta el cuello. Enormes cuernos labrados ascendían y se curvaban sobre su frente. Los ojos miraban melancólicos, tristes y lejanos, adornados con una pequeña legaña fija y sólida, más parecida a una perla que a una lágrima. En su mano derecha empuñaba un arma que los hombres cambiaban en sus representaciones de este dios del aviso. Conforme avanzaban los siglos y los milenios, el arma se modernizaba: hacha, espada, lanza, trabuco, fusil, ametralladora, misil. Aquel día esgrimía un palo en llamas.
Astarot se apartaba de todos, nunca hablaba con nadie, no mantenía ningún tipo de relación. En las reuniones del infierno callaba y observaba, como ausente, pero escuchaba atento y obedecía sin titubear las órdenes que, en tanto que general, recibía de Lucifer. Nunca las discutió. Sentía un gran respeto por el príncipe destronado, sabía que jamás pensó herir a nadie cuando empezó la guerra, que todo fue un malentendido que desembocó en tragedia. De todos modos, al transcurrir de las eras, el recuerdo de aquella separación entre los dos primeros clanes iba nublándose, no así su oposición, que, para terror de todos, se volvía más y más sólida. Lucifer seguía en el fondo del Averno, aunque apenas participaba en acción alguna. Eran sus generales, sus opacos arcángeles, los que llevaban las riendas de la batalla, y los hombres, los encargados de escribir su historia, una historia muchas veces exagerada, que en ocasiones atribuía hechos que sólo pertenecían al creador.
Un atardecer, ese general de Lucifer, Astarot, conoció a Astartea.
Estaba sentado, como tantas otras veces, en un tronco junto a un riachuelo, en el claro de un bosque. Su mirada se perdía hacia el oeste, donde siempre terminaba escondiéndose el gran astro. El caliente amarillo se transformaba en un naranja vivo y serpenteaba entre las nubes, que, como camaleones, copiaban su color. Cada atardecer era diferente, la muerte del sol se acompañaba ora de colores vivos y apasionados, ora templados, enfriándose conforme dejaban paso a la negrura de la noche. Apareció Venus, el lucero del sistema, un puntito brillante que adquiría fuerza a medida que las sombras iban adueñándose del paisaje. La luna, otras veces más tempranera, parecía no querer aparecer aún sobre la línea del horizonte.
No se dio cuenta de que Astartea se acercaba a él.
—¿Qué eres?, —oyó que le preguntaba una suave voz a sus espaldas.
Se volvió sorprendido. Vio tras él a una mujer, aunque bien podía tratarse de una niña. En realidad, pensó, tenía la belleza de una adolescente. La muchacha, de grandes ojos negros, lo miraba más con diversión y asombro que con repugnancia, cosa que le extrañó. La observó detenidamente.
Los cabellos, largos, los llevaba recogidos en pequeñas trenzas, en multitud de pequeñas trenzas terminadas en piedras de colores que mantenían la cabellera tirante. Idénticos abalorios colgaban de sus orejas y rodeaban, engarzados, su cuello. Una piel de gacela la cubría desde los hombros hasta medio muslo; la adornaban dibujos al fuego que representaban una danza, y tenía caracolas marinas cosidas en el borde. Se adaptaba a su cuerpo, estrechándose en la cintura, donde se anudaba una faja de cuero muy ancha, realzando el talle y levantando los senos, más bien grandes para el tamaño de la joven. Tenía unas piernas bien formadas, con una cicatriz en la rodilla derecha producida sin duda en los juegos de infancia. Calzaba mocasines abiertos en la puntera y atados al tobillo por un único cordel.
Ella dejó que la mirara, consciente de que estaba estudiándola. Se sentó a horcajadas sobre un gran leño, frente al enorme cuerpo antropomórfico.
—Todas las tardes apareces por aquí, te sientas sobre este trozo de árbol y esperas pacientemente a que vayan apareciendo una por una las estrellas —dijo ella, y añadió en un murmullo—: Como verás, te he espiado.
Él mantuvo su silencio sin dejar de examinarla.
—¿No quieres hablar o no sabes hablar?, —se impacientó Astartea—. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? —suplicó.
—Mi nombre es Astarot. —Su voz sonó fuerte y hermosa, orgullosa, segura de sí misma, y como si acabara de estrenarla, pues hacía mucho que no hablaba con nadie. Astarot entrecerró los párpados y continuó—: Soy uno de los príncipes de las tinieblas, y vengo de lo más profundo del Érebo.
Esperó, convencido de que tal presentación la espantaría. Sin embargo, no ocurrió nada de eso: ella esbozó una sonrisa que terminó por desarmarlo, y la tensión que sentía desde que la vio tras él desapareció para dar paso a una sorpresa placentera.
—Y tú, ¿quién eres?, —acertó a preguntar.
—Mi nombre es Astartea —dijo, y levantó la mano con la palma hacia fuera, en un gesto simpático y jovial.
Astarot lo repitió, divertido y confundido.
—Pareces sorprendido —dijo ella.
—¿No te doy miedo? ¿No sales corriendo desandando el camino que te ha traído hasta mí, como es habitual entre los humanos? —replicó Astarot con cierta soma—. Naturalmente que estoy sorprendido. ¿Sabes con quién estás hablando? Con un maldito, con uno de los arcángeles expulsados de la Gloria, con un general de los infiernos, y tú, mírate, estás ahí sentada como si yo fuera un compañero más de juegos.
—¿Por qué habría de irme? —dijo irritada—. Te he seguido días y días sin decidirme a hablarte. ¿Voy a marcharme ahora que por fin veo que eres capaz de decir cosas pese a esa enorme cabeza de carnero?
Astartea se tapó la boca, avergonzada de sus palabras, pero Astarot reía a carcajada limpia.
—Bien, ya estás hablando conmigo. Ahora dime, ¿qué quieres de mí?
Ambos sostuvieron la mirada, y ella fue la primera en desviarla, pero no hacia otro lado, sino hacia el resto del cuerpo que aquel demonio desnudo le enseñaba. Astarot no podía creer que la piel, bajo los pelos de su barba, pudiera sonrojarse. Estaba claro que, al igual que él antes, ella lo estudiaba de la cabeza a los pies. Sus miradas se encontraron de nuevo, y ella lo observó seductoramente con sus felinos ojos negros. Como cantando, dijo:
—Eres tan hermoso, tan grande…
«¡Oh!, música del cielo», pensó él sin acabar de creerse que aquello pudiera ser cierto. Los símbolos de su rabillo centellearon y el círculo melocotón se estremeció. Una pequeña gota de semen saltó al vacío. Astarot recordaba esa reacción, si bien muy lejana en el tiempo, pero la vibración que sentía era nueva.
Astartea, envalentonada al ver cómo aquel fuerte guerrero del más allá temblaba, se acercó más y más y, arrodillándose entre las piernas del hombre-bestia, que permanecía quieto sobre el tronco, empezó a acariciarle las pezuñas.
—¿Te importa que te toque? —preguntó ella sin mirarle.
—No me importa —contestó él.
—Entonces, ¿puedo dejar que mis manos bailen sobre tu cuerpo? —volvió a preguntar ella, esta vez con una maliciosa sonrisa en los labios.
Astarot asintió.
Astartea pasó repetidamente su mano por la enorme uña, como si le sacara brillo. Después, lentamente, subió hacia las pantorrillas para encontrarse con el final de la bestia y el comienzo del hombre. Aunque Astarot tenía las piernas abiertas, ella las separó un poco más. Su mirada se detuvo en los muslos lisos de aquel príncipe; el color perla la embriagaba, la empujaba de modo involuntario, quizá demasiado pronto, hacia el punto de placer.
Un pene erecto señalaba al cielo mostrándole los extraños símbolos plateados y brillantes que tenía grabados, y, en la punta, una luz de atardecer encendida y quieta iluminaba la pequeña puerta, la seductora puerta de los placeres.
Una mano llegó a la ingle, después llegó la otra. Ambas acariciaron los testículos y ambas siguieron con la yema de los dedos los símbolos grabados en el rabillo.
Astarot se estremeció, arqueó el cuerpo y ladeó repetidamente la cabeza para al fin dejarla caer hacia atrás al tiempo que emitía un sonido gutural en absoluto humano. La magia de la muchacha había llegado al círculo de color, y lo rodeaba sutilmente mientras acercaba la punta de su dedo al tenso falo. Un chorro de esperma salpicó las ramas más altas de los árboles.
Sujetó después Astartea el tronco y con la lengua recorrió de nuevo el camino que la mano ya había anticipado. Cuando rozó apenas el brillante matiz naranja, un nuevo chorro de esperma salió disparado para ahogarse en las aguas del arroyo.
Engulló Astartea el pene, lo cubrió de saliva, lo saboreó, olió su interior, repasó cada milímetro de la uretra y su redondel de fantasías. El macho se vació de nuevo, perdiéndose dentro de la boca de la hembra.
Ella se levantó y abandonó por unos segundos la enorme verga. Astarot aprovechó la pausa para, sujetándola por las piernas, elevarla y situarla frente a su boca. Una cueva abierta se ofreció apetitosa ante sus ojos, cuatro labios esperaban desnudos a que los lamieran, un clítoris rosado pedía a gritos un poco de humedad. Primero besó todo aquel ensueño, con paciencia, repitiéndose. Luego sumergió su larga lengua de camero en el interior oscuro y mojado que frente a él parecía levitar. Astartea cerró las piernas en tomo a la cabeza, se agarró con fuerza a los cuernos retorcidos y sintió cómo una cascada de flujos procedentes de todos los poros de su piel se derramaba sobre el dios infernal. Jamás antes había sentido tal placer.
Astarot la hizo descender entonces súbitamente y clavó su falo entre los labios humedecidos y rojos de Astartea, hundiéndose, perdiéndose con los flujos, los latidos y la vibración de aquel sexo femenino. La adolescente gemía por primera vez. El glande salía y entraba, rozando velozmente el clítoris hinchado. El leño de carne aparecía y desaparecía. Los cuerpos se abrazaban, perdían posiciones, se recuperaban, resbalaban sobre la yerba sin cesar de moverse. Los testículos golpeaban con fuerza las nalgas. Astarot, echado sobre Astartea, la poseía, se movía hacia delante, hacia atrás. Hacia delante y hacia atrás. Las bolas la acariciaban. El semen rebosaba por doquier, la espuma del orgasmo se derramaba en el suelo. Los gritos y las risas se sumaron al aquelarre. El mundo que les rodeaba enmudeció. La luna, que por fin había aparecido en el cielo, embellecía con su luz plateada el extraño apareamiento.
Continuó la bestia moviéndose, escuchando los susurros de placer mientras acariciaba los grandes pechos. Mamó de ellos, los besó, los lamió. Estirando el cuello, dejó escapar un bramido que llenó la noche de sentimientos extraños y de pavor. Aquélla era, sin duda alguna, su nueva amante, su única amante, su amante.
Se detuvo, sin sacar nada de lo que había entrado. Astartea lo obligó a pegar sus espaldas al suelo, colocándose ella en la posición que Lilith reclamaba: encima. Y bailó. Bailó para él moviendo sus caderas al tiempo que la caverna ceñía al pene y lo mantenía prisionero. Sentía en su interior que los símbolos del rabillo la abrasaban sin quemar* produciéndole un goce tan intenso que poco a poco los anteriores se iban olvidando. Notaba que la atravesaban descargas diminutas que ascendían desde su vagina hasta cada uno de los puntos sensibles que su cuerpo podía reconocer. Pensó que estaba desarmada, que se había ido, que su cabeza volaba. Su espíritu vivía el éxtasis que le producía la extraña criatura que día tras día había estado acechando. Aquél era, sin duda alguna, su nuevo amante, su único amante, su amante.
Así nació el amor entre Astarot y Astartea, el amor entre un demonio y una mujer, entre un inmortal y una mortal.
No hacían falta declaraciones ni juramentos, ceremonias ni escritos, y no se precisaba la sangre para firmar derechos ni obligaciones; los lazos creados por la pareja serían mucho más peligrosos y fuertes que los inventados por los amos de la Tierra en sus fantásticas y extravagantes ceremonias religiosas, todas ellas superfluas, banales…
Mandó entonces Astarot construir un palacio subterráneo digno de cuentos y leyendas, enterrado en el mundo de los enigmas. Tenía dos entradas, una directa al Averno, y otra al mundo material, pues desde que Yahvé implantó el reto del árbol del bien y del mal, en todas las relaciones se deja una salida, la posibilidad de un desliz, una trampa en definitiva.
El palacio tenía esa entrada y salida del mundo material en la boca de una diminuta cueva escondida entre matorrales. Si uno daba con ella y se atrevía a caminar quince yardas en la más absoluta oscuridad y silencio, si conseguía vencer el miedo y la tensión, entonces hallaba uno la puerta de los cristales, un enorme portalón de madera tallada, pintado del color rojo del vino tinto, de cuatro hojas, cada una con cuatro cristales rectangulares, grabados al fuego y pintados con colas de cometas. Dieciséis cristales en total y en cada uno un azazel representado, y cada azazel con un arma. Dos obeliscos anunciaban la entrada al palacio e invitaban a abrir las cuatro hojas de madera pintada y de vidrios tallados. Detrás se adivinaba luz.
Una vez abiertas, se encontraba uno en la cúpula, que nunca debía ser utilizada, pues el amo del palacio no deseaba ser molestado. Era circular, y en el centro una fuente lanzaba agua sin cesar por la boca abierta de un pegaso esculpido en mármol. La fuente, también redonda, era de alabastro negro, uno de los más preciados tesoros de los señores del infierno, y descansaba sobre una peana hecha de una sola pieza de mármol blanco.
Tras rodear la fuente, un pórtico señalaba la existencia de más recintos. Era de ébano, la madera más deseada por los dueños del crepúsculo. Para tallarla se eligieron a viejos carpinteros del sobaco de África que vencieron a la fibra grabando una a una más de mil serpientes entrelazadas, abrazadas, peleando, fornicando, devorándose y atacando, que dejaban muy claro cuán peligroso podría ser atravesar esta segunda entrada. Tras ella, la luz del sol bañaba un gran jardín durante todo el día, y el fulgor de la luna durante la noche. Un enorme cráter comunicaba aquel jardín con el exterior. Allí había una copia del viejo y mítico Edén: pájaros exóticos, plantas desaparecidas, árboles desconocidos, fieras domadas, cascadas, lagunas, ríos. Siguiendo cualquier sendero, se llegaba a los salones y habitaciones del palacio, todas exteriores, comunicadas entre sí y con el jardín, abiertas a la mirada. El mobiliario de aquel palacio excavado pertenecía a las más escogidas culturas: alfombras, tapices, mesas de coral fósil, cuernos de mamut tallados, cojines, jarrones, figuras de piedra y cristal.
Uno de esos aposentos era especialmente bello. Casi vacío, sencillo, en él había una cama muy grande, cubierta de edredones, fulares y multitud de cojines esparcidos desordenadamente sobre un grueso colchón de plumas. Bajo la cama se extendía una piel de rinoceronte pacientemente ablandada, de la que se había respetado la cabeza y los dos cuernos, de modo que coronaba los pies del catre. Una de las fantasías que más le gustaban al príncipe demonio era ver a su amada Astartea masturbándose sentada sobre el más largo de esos dos punzones óseos.
En el cuarto destacaban un par de objetos. El primero ocupaba un gran espacio y servía para llamar al dueño de la caverna: un gong pesado y grande, de oro viejo manchado, con su enorme mazo de marfil forrado con tiras de cuero negro. El segundo objeto era una caja delicada y transparente que descansaba sobre una sencilla mesita de madera, de manera que la atención se dirigía siempre hacia el objeto que se adivinaba a través de las paredes cristalinas del cofre: el juguete que todas las noches, desde aquel primer encuentro, utilizaban Astarot y Astartea al retozar, al amarse, al fornicar. Ese preciado tesoro era el regalo de Luzbel, el que por ventura rodó a los pies del que siempre recuerda.
Astartea viviría allí rodeada de una cohorte de doncellas que atendería todos sus caprichos. Sería inmortal, como inmortal había de ser el amor que se profesaban. Juntos verían todos los amaneceres del mundo. Cada noche harían el amor envueltos por la magia del regalo de Luzbel. Nada ni nadie podría separarlos. Y, sin querer, se hicieron mil y una promesas a lo largo de mil y una noches de tal vez mil y un años.
Para Astarot la guerra había terminado, no le importaba ya. Sólo sabía amar.
Pero Astartea, ahora inmortal, no había nacido así. Nació mortal, pasó de bebé a niña, de niña a adolescente, de adolescente a mujer y de mujer a eterna. La educación grabada en su cabeza era del todo opuesta a la de un monarca como Astarot. Si a él le resultaba imposible e inimaginable engañarla, ella sólo necesitaba tiempo, un momento adecuado y un intruso inesperado. No se trataba de que ocurriera de manera premeditada. Sólo había que dejar que el azar, la suerte, el sino, echaran sus cartas. En una partida que tiene por límite el infinito, se presentan muchas ocasiones para ser débil o hacer trampa.
Y ese momento llegó. Fue una tarde especialmente ruidosa, una espesa capa de nubes negras cubría el cielo, y relámpagos y truenos anunciaban de lejos la tromba de agua que se avecinaba. El viento curvaba los árboles, y las plantas pequeñas, de raíces casi en la superficie, eran arrancadas de cuajo y escupidas hacia lo alto.
En medio de aquella tempestad, un guerrero, un joven cazador, trataba de encontrar refugio cuando, por una de esas cartas que el azar deja caer de vez en cuando, se encontró de repente ante el agujero que, si bien era estrecho al principio, se ensanchaba más adelante y terminaba en la hermosa sala iluminada desde no se sabe dónde.
Ni el asomo de una duda cruzó la mente del héroe legendario. Franqueó las puertas fascinado, atravesó el jardín, y vio por el cráter cómo en el exterior arreciaba la tormenta. Sin embargo, allí dentro, el agua parecía ser recogida en riachuelos y cascadas. Tras cobijarse bajo su capa, cruzó el pequeño bosque y se encontró de pronto frente a la habitación de Astartea.
Estaba tumbada sobre la cama, completamente desnuda. Contemplaba la lluvia ensimismada, escuchando la música de una lira a la que acompañaban los sonidos de una flauta de Pan, instrumentos tañidos por dos mellizas mulatas que, desnudas de cintura para arriba, se cubrían el bajo vientre con un faldellín blanco sobriamente ornado con detalles dorados.
Astartea descansaba sobre varios cojines; su cuerpo formaba la figura de una ese. Nada más salir él del vergel mojado, ella lo vio. Se miraron. Pero sólo uno demostró sorpresa. Astartea supo ocultar su turbación. Tanto tiempo llevaba sin ver a un hombre que aquél, el primero después de que sus recuerdos se desencadenaran, le pareció especialmente hermoso. Los bucles mojados de su pelo caían sobre unos hombros fuertes y rectos. Lo cubría una capa que cerraba con sus manos, ocultando el resto del cuerpo…
«No tiene cuernos ni pies de cabra», pensó Astartea dejándose llevar por los latidos de su corazón.
Él avanzó un poco hacia el aposento. Mirándola a los ojos, y embrujado por su belleza, recorrió muy despacio el corto pasillo que los separaba.
Ella fue abriendo lentamente las piernas. Primero alargó una, enseñó el muslo de la otra, se estiró y alargó después las dos, muy juntas, para enseguida recogerlas, pero separadas, abriéndose al apoyar los pies sobre el colchón. Mostró así su centro poco velludo, ungido con un aceite brillante que convertía en rizos y tirabuzones la pequeña mata de pelos que lo rodeaba, y en el que destacaban los primeros labios, entreabiertos, lisos e hinchados, enseñando muy poco de más adentro.
El joven dejó caer la capa al suelo, y después la espada. Atado a la cintura, llevaba un faldón de color hueso sucio, enfangado. Lo desató. Apareció entonces un diminuto taparrabos que sujetaba un gran bulto.
Astartea, tras incorporarse sobre la cama, se quedó sentada en ella con las piernas abiertas. Mojó sus dedos y los perdió bajo el faldellín de cada una de las doncellas. Ambas siguieron tañendo mientras su ama en celo les acariciaba el clítoris. Con un gesto, Astartea las mandó enmudecer, y con otro desencadenó una orgía de lesbianas.
Las mulatas dejaron de producir sonidos. Inclinadas sobre las piernas de Astartea, besaban y lamían cada milímetro, sus bocas se aproximaban y se alejaban de la raja, para sentirla muy cerca, pero sin tocarla, hasta que las bocas no pudieron evitar lanzarse a escupir, a comer, a morder tenue o salvajemente. Como culebrillas, como colas de áspid, las dos sabrosas mulatas movían sus cabezas turnándose entre los muslos de Astartea. Ella seguía mirando al guerrero. Su calzón había caído también al suelo y una verga grande y gruesa se erguía desafiante. Se encontraba ya a los pies del catre y acariciaba con sus manos abiertas los culos esclavos. Luego los apartó, y se arrodilló sobre el jergón de plumas mientras el pene iba en busca de la reina. Con la palma de las manos abarcaba los dos sexos color café y disfrutó al sentir en ellas la viscosidad del néctar de las hembras.
Las cabezas lo mimaron cuando ya casi enfilaba la abertura de la cueva. Lo besaron, lo lamieron. Astartea levantó las piernas y las apoyó sobre las domadas espaldas. Empujaron entonces las dos bocas el falo tieso y las bolsas creadoras de esperma hacia los voraces labios.
Se besaron. Se besaron los sexos y los cuerpos. Mientras cuatro manos lo masajeaban, el joven guerrero no podía dejar de pensar en cuán utilizado se sentía, pero de qué hermosa forma.
Cuando él eyaculó, Astartea mandó salir a las muchachas. Una vez a solas, se levantó y, tras abrir la urna de cristal, sacó el juguete, el regalo de Luzbel. Pensativa, lo acarició unos segundos para después, escondiéndolo entre las palmas de sus manos, acercarlo lentamente al extenuado humano. El guerrero nada dijo, pero el brillo de sus ojos hablaba por sí solo del embrujo que aquel mágico óvalo le producía. Parecía un pequeño recipiente destinado a portar el filtro de una hechicera, una copa sin pie. Su color azul lo fascinaba.
Pero Astartea no lo posó en sus labios, ningún líquido contenía la joya, se utilizaba de otro modo, y sus efectos devolvían al cuerpo todas las energías perdidas, multiplicándolas para poder mantener durante mucho, muchísimo rato, un coito ininterrumpido. Irreal y extraño coito, bien de reyes, placer de dioses.
El hombre ni siquiera entendió los mensajes que el objeto le dictaba a su mente.
A partir de aquí, la historia se vuelve un poco confusa. Unos dicen que los amantes se durmieron y que Astarot los descubrió. Otros, que el joven guerrero, enamorado locamente de Astartea, tocó el gong para llamar y desafiar al príncipe demonio.
Astarot, y ésta es la verdad, los encontró fornicando. Se sintió ultrajado hasta en lo más profundo de las entrañas de las que había sido creado, y sintió un dolor inigualable: el ahogo de la ira, su opresión, esa sensación de impotencia ante un sentimiento que todo el tiempo repite sólo una cosa, una cosa que quema, que daña, que lleva hacia el sendero del mal, hacia el dulce sabor de la venganza. Con una furia poco común en él, agarró por los testículos al hombre, y tirando de ellos separó los dos sexos. Arrancó después el juguete de Luzbel del cuerpo aterrorizado del humano y lanzó el objeto al jardín. Miró la cara de aquel que le había robado lo que más quería, su amor, y le dijo:
—¿Has jugado con el juguete de Luzbel? ¿No le escuchaste? ¿Tampoco te dijo esta ramera que, una vez probado, jamás podrías volver a fornicar sin él? ¿No te contó que para los mortales todo ese placer conlleva perder la posibilidad de gozar con placeres inferiores? ¿Sabes lo que eso significa? Significa que te dejo vivo porque nunca más podrás poner tu lanza a punto, y ningún agujero, sea de mujer o de hombre, de animal o de piedra, jamás, ¿lo entiendes?, jamás te satisfará. Hoy has copulado por última vez; eso sí, puedes sentirte orgulloso, lo has hecho con una reina.
Dicho esto, arrojó hacia la boca del cráter al hombre, que salió despedido al exterior, todavía lluvioso y oscuro.
Astartea se había acurrucado en una esquina de la habitación, sin apartar la mirada de la cabeza de camero.
Astarot gritó y lloró de rabia, de infinito dolor, de miedo al futuro, tan largo, tan lleno de soledad. Resoplaba, bramaba, invocaba vientos que entraron en la cueva y arrancaron árboles, palmeras, rocas, flores. La tierra se movió, y la cueva, la enorme gruta y todo su contenido quedaron sepultados. Fuera también ocurría lo mismo: los mares se levantaron ocupando tierras secas, algunos volcanes entraron en erupción, se desbordaron los ríos. Las montañas se hundieron al tiempo que los valles se elevaron. El magma se revolvió febril. Gaia sentía en sus entrañas el dolor de aquel demonio.
Su pecho color perla subía y bajaba rápidamente, como si necesitara mucho más aire del que sus pulmones podían almacenar.
Astartea se acercó reptando y se abrazó a sus pezuñas implorando una misericordia imposible.
Astarot bajó la cabeza y la miró lleno de lástima hacia sí mismo. «¡Qué va a ser de mí!», pensó mientras acariciaba apenado los cabellos siempre trenzados de ella. La miró de nuevo y por última vez, y murmuró:
—Seeerpiiieente…
Desde entonces nunca más se vio a Astarot en ningún atardecer. Dicen que se construyó una temible morada en el Averno, lugar que abandonaba sólo para cumplir órdenes. En el centro de ella se le podía ver sentado sobre un trono de cráneos, acariciando con su mano derecha el arma de tumo, la izquierda apoyada sobre el brazo de su gran silla y rascando siempre la frente huesuda de un cadáver reciente. La cabeza en alto, la mirada fría y directa. Las patas apoyadas firmemente sobre el suelo. Y Astartea enroscada. A sus pies. Arrastrándose. Convertida en serpiente para toda la eternidad.