TIA ARABELA DE VIGILANCIA

La noticia de que los padres de Pelirrojo iban a pasar quince días en el extranjero fue recibido por Pelirrojo y sus amigos, los Proscritos, con un regocijo que trataban en vano de ocultar.

—El invernadero será nuestra jungla —dijo Pelirrojo.

—Y haremos alpinismo en la escalera principal —comentó Guillermo.

—Y podemos simular la caza de un oso con la alfombra del salón —exclamó Douglas.

—Y podemos pasarlo muy bien con esas armas africanas que tu padre tiene en su despacho —dijo Enrique.

Pelirrojo, que no quería parecer falto de afecto filial agregó:

—Siento que se marchen, por supuesto, pero no es como si no fueran a volver más.

—Y al fin y al cabo, son sólo quince días —dijo Enrique—, y pondremos todas las cosas en su sitio de nuevo, para que no sepan que las hemos cogido.

Su regocijo se empañó ligeramente al saber que una tía de Pelirrojo, que no le había visto desde que era un bebé, iba a venir para cuidar de la casa durante la ausencia de sus padres.

—Si es como «algunas» tías… —comentó Guillermo con pesar y amargura recordando todas las que había conocido.

—Puede que no —replicó Pelirrojo—. Escribe para los periódicos.

El ánimo de los Proscritos volvió a levantarse. Habían conocido a varias personas que escribían para los periódicos, y todas eran distraídas y ciegas a todo lo que les rodeaba.

—Probablemente no se fijará en lo que hacemos —dijo Guillermo—. Si es como algunas de esas personas, nos verá hacer alpinismo en la escalera y ni siquiera se dará cuenta de que estamos allí.

—Eso espero —replicó Pelirrojo—, porque mi madre me dará diez chelines cuando regrese, si la tía le dice que he sido bueno.

Todos dieron muestras de interés y excitación ante la noticia. Era costumbre entre los Proscritos repartirse todas las cosas, especialmente las propinas.

—Oh, conseguiremos esos diez chelines —dijo Guillermo confiado—. Se hallará tan ocupada escribiendo cuentos aburridos que estará ciega y «sorda».

Y el aspecto de la tía de Pelirrojo era tranquilizador por demás.

Era una mujer menuda, y corta de vista, de cabellos desordenados y dedos manchados de tinta, que tomaba sus deberes con lo que Pelirrojo consideraba un espíritu muy conveniente.

—Soy una mujer muy ocupada, querido —le dijo—, y no hay que importunarme mientras trabajo, así que procura no molestarme por «nada». Preocúpate de ti y trata de solucionar tus pequeños problemas lo mejor que puedas. No hay razón para que nos molestemos mutuamente excepto en caso de «crisis» absoluta.

De manera que Pelirrojo se preocupó de sí mismo y cuidó de sus propios problemas, que en conjunto se solucionaron muy bien. Tales problemas consistieron principalmente en cómo convertir en jungla el invernadero, cómo organizar una verdadera caza del oso con la ayuda de la alfombra del salón y las preciadas armas del padre de Pelirrojo, y cómo convertir la escalera en un buen terreno para escaladas.

El último problema fue resuelto colocando colchones a todo lo largo de la escalera. Guillermo y Pelirrojo se convirtieron en expertos esquiadores; Enrique se contentó con subir y bajar con la ayuda del bastón con punta de hierro del padre de Pelirrojo; y la especialidad de Douglas fue bajar rodando metido en el cesto de la ropa.

Guillermo, quien había escrito una obra que había sido interpretada por sus seguidores, y un serial que fue publicado en un periódico que él mismo editaba, y que por consiguiente se consideraba miembro de la sociedad de autores, se tomó un gran interés por las actividades de tía Arabela.

—Dile que si se atasca en algún cuento, yo la ayudaré —le dijo a Pelirrojo—; dile que yo escribo cuentos muy buenos. Bueno, nunca leí un cuento mejor que uno que escribí titulado «La Mano Sangrienta».

—Yo sí —dijo Pelirrojo.

—Apuesto a que no —replicó Guillermo—. Es el cuento mejor que se ha escrito. Yo lo escribí, así que debo «saberlo».

A Guillermo se le ocurrió que sería una buena acción agregar unos toques de adorno al manuscrito de tía Arabela mientras ella estaba dando su diario «paseíto higiénico», con lo que a su regreso tendría agradable sorpresa.

—Tal vez no escriba esa clase de cuentos —objetó Pelirrojo.

—Yo sé escribir cuentos de cadáveres y luego descubrir quién los ha matado.

—Hay otras clases de cuentos aparte de esos.

—No, no los hay —replicó Guillermo con firmeza—, por lo menos que la gente quiera leerlos.

Mas, un registro agotador del escritorio de tía Arabela, no reveló ninguna clase de cuento… sólo una hoja escrita a máquina con este encabezamiento: «Respuestas a nuestras Corresponsales». La primera era: «Querida, siento que él no haya hablado todavía, pero siga siendo dulce como siempre, y estoy segura de que lo hará pronto».

—¿Qué significa esto? —preguntó Pelirrojo con el entrecejo fruncido.

—Debe ser alguien que tiene un niño mudo y trata de curarle —explicó Guillermo con toda su buena fe—. ¿Cuál es la siguiente?

—«Te comprendo tan bien, querida Pensamiento —leyó Douglas—. Comprendo la angustia y el tormento que se oculta tras el rostro valiente que ofreces al mundo. Probablemente él siente lo mismo. ¿No podrías encontrar a algún amigo común que os presentara? Entonces estoy segura de que todo iría bien, tal como deseas».

—¿Qué significa eso? —exclamó Pelirrojo todavía más intrigado.

Guillermo también quedó perplejo un minuto, pero al fin pareció comprender.

—Se trata de alguien que tiene dolor de estómago y ella le dice que trate de conocer a un doctor que también haya tenido dolor de estómago, y así sepa cómo curarla. Es una idea estupenda. Yo he deseado muy a menudo que mi médico tuviera dolor de estómago cada vez que me duele a mí. Apuesto a que entonces encontraría mejores medicinas si tuviera que tomarlas él también.

Al día siguiente Guillermo habló osadamente con tía Arabela de sus trabajos literarios, ofreciéndole amablemente su ayuda si deseaba dirigir su arte hacia la ficción.

—He escrito algunos cuentos muy buenos —le dijo—, y no me importaría en absoluto ayudarla un poquito.


He escrito algunos cuentos muy buenos —dijo Guillermo—, y no me importaría ayudarla un poquito.

—No, gracias, querido —repuso tía Arabela—. Comprende, yo no me dedico a la ficción.

—Es mucho más interesante que escribir a la gente hablándoles de mudeces y dolores de estómago —dijo Guillermo.

—Pero yo no hago eso, querido. Les ayudo en sus pequeñas dolencias del corazón.

—Bueno, yo creo que todas las enfermedades son aburridas —dijo Guillermo—, lo mismo que sean del corazón, del estómago, o cualquier otro sitio. ¿Para quién escribe usted?

—Para un periódico llamado la «Esfera Femenina». Claro que no sólo escribo las «Respuestas a nuestras Corresponsales». Algunas veces celebro entrevistas. Pero —suspiró— es difícil encontrar personas realmente «interesantes» que se dejen entrevistar para la «Esfera Femenina». Es un periódico que sólo cuesta dos peniques, ¿comprendes?

Pero Guillermo, cuya experiencia literaria estaba centrada en la ficción, había perdido interés por su trabajo, aunque deseando estar siempre al día, tomó nota mentalmente de que en el próximo periódico que editara debía reservar un espacio para «Respuestas para nuestros Corresponsales».

—No me merece gran opinión —le dijo a Pelirrojo—, escribiendo tonterías sobre corazones, estómagos, mudeces, y cosas por el estilo.

—Por lo menos es mejor que cualquiera de tus tías —replicó Pelirrojo considerando que debía defender el honor de su familia.

—Oh, ¿sí? —exclamó Guillermo aceptando el reto—. Está bien, dime una sola de ellas que sea inferior a la tuya.

—La que preguntó por qué utilizaban sólo un poste de gol cuando vino a ver el partido de rugby.

—¿Ah, sí? ¿Es mejor la tuya? Bueno, permite que te diga que no lo es. Prefiero tenerla a ella que a una que escribe tonterías sobre los corazones, los estómagos y niños mudos.

—«Y» la que dijo a tu padre que era pecado quitar la vida a nadie y que aquella mosca verde tenía tanto derecho a existir como él.

A partir de este momento la discusión versó sobre las tías en general y finalmente tomó la forma de rivalidad para ver quién tenía la tía menos ridícula, y Pelirrojo salió triunfante con su tía Arabela.

Sin embargo, los pasatiempos que les parecieron tan emocionantes durante los primeros días de su estancia, comenzaron a aburrirles. El invernadero tenía sus límites como jungla, y la caza con armas africanas resultaba interesante sólo hasta cierto punto (aquellas armas habían demostrado serlo, pues mordían la mano de quien las empuñaba), y aunque los Deportes Alpinos conservaron su encanto más tiempo, sus delicias se agotaron antes de terminar la primera semana.

Entonces los Proscritos empezaron a buscar nuevas emociones. Luchaban con el deseo de volver a los campos y bosques, escenarios acostumbrados de sus actividades, y el sentimiento de abandonar la casa y jardín de Pelirrojo, que en las presentes circunstancias era una oportunidad dorada que tal vez no volviera a presentarse.

Porque tía Arabela, encerrada en la biblioteca donde escribía sus «Respuestas a nuestras Corresponsales» y artículos sobre «Cómo Hermosear su Hogar», o «Cómo Alimentar al Esposo», o «Cómo Renovar el Guardarropa con una Renta Reducida», permanecía ciega y sorda a todas sus andanzas, y el servicio doméstico de la casa de Pelirrojo desde mucho tiempo atrás, se había lavado las manos y le dejaba hacer.

—Pensemos en algo «verdaderamente» emocionante —dijo Guillermo.

Y se le ocurrió a Pelirrojo.

—Organicemos una batalla naval en el invernadero con barcos de papel y bastones para guiarlos —dijo—. Podemos abrir el grifo del agua hasta que el suelo quede cubierto de agua, y como el suelo es de azulejo no se estropeará y nosotros podemos subirnos al escalón de la puerta.

La idea fue adoptada con júbilo por los Proscritos, y se pusieron a construir flotas de barcos de papel. Luego inundaron el invernadero, descubriendo que como el «mar» se escurría por debajo de la puerta deslizándose por el jardín, era necesario rellenarlo a intervalos frecuentes. Fue idea de Pelirrojo dejar el grifo abierto «Para tener un mar decente», y con la emoción del conflicto naval no se dieron cuenta de que habían dejado el grifo demasiado abierto y que el agua había rebasado el escalón que daba al recibidor.

Tía Arabela, con una sonrisa beatífica en los labios (acababa de escribir un artículo muy hermoso sobre el «Arte de Escribir Cartas de Amor») bajaba del despacho al vestíbulo, y volvió a la realidad bruscamente al verse con agua hasta el tobillo. Resultaba una molestia fría y húmeda que le calaba los mocasines que siempre llevaba para trabajar. Se miró los tobillos, y tuvo que subirse las faldas presa de terror. Sin detenerse a reflexionar qué clase de elemento le amenazaba gritó:

—¡Fuego!

La cocinera salió corriendo de la cocina con el extintor, y como había perdido la cabeza por completo con los gritos de tía Arabela que seguía gritando «¡Fuego!» roció a la desdichada señora con su espantoso contenido.

Los Proscritos al oír la conmoción se apresuraron a cerrar el grifo, pero era demasiado tarde. Tía Arabela había sido arrancada bruscamente de la atmósfera lejana en la que siempre vivía. Parte del contenido del extintor le había entrado en la boca y el sabor no era precisamente agradable. La blusa verde manzana que usaba para trabajar quedó destrozada. En resumen, la «crisis absoluta» necesaria para que ella y Pelirrojo se molestaran mutuamente había llegado.

Ahora es imposible que le diga a tu madre que has sido bueno —dijo a Pelirrojo.

Los Proscritos, que durante los intervalos en que no inventaban juegos nuevos, habían planeado cómo gastar hasta el último céntimo el dinero que Pelirrojo debía ganar por su buen comportamiento y que incluso habían gastado parte de él a cuenta en la dulcería de la localidad… estaban horrorizados. Emplearon sus mejores poderes de persuasión para convencer a tía Arabela, pero en vano.

—Es «imposible» —dijo tía Arabela—. Sería mentir si dijera que Pelirrojo ha sido bueno, y yo no puedo decir mentiras.

Y no consiguieron sacarla de ahí. El pesimismo les invadió. Incluso la casa había perdido su encanto. Marcharon al pueblo procurando no pasar ante la pastelería. Y una vez en él encontraron a Antonio Martín. Claro que ellos no sabían que era Antonio Martín. Vieron a un niño pequeño, de unos seis años, pintorescamente vestido, de expresión bondadosa y cabellos demasiado largos. Era un forastero.

—¿Quién eres? —le preguntó Guillermo.

—¿No lo sabes? —repuso el niño con una sonrisa orgullosa—. Soy Antonio Martín.

El rostro de Guillermo no reflejó la menor emoción. El niño pareció decepcionado por su forma de recibir la noticia.

—¿Es que no conocéis a Antonio Martín? —dijo.

—No. Nunca he oído hablar de él —replicó Pelirrojo.

Una sombra de disgusto veló el rostro del niño.

—¡Cielo Santo! —dijo—. ¿Qué clase de libros leéis?

—De piratas y Pieles Rojas —dijo Guillermo.

El niño estaba disgustado.

—¡Cielo Santo! —volvió a decir—. Nunca hubiera creído que hubiera «alguien»… ¿Es que no habéis leído ningún libro de Antonio Martín?

—No —repuso Guillermo sin impresionarse—. ¿Es que escribes? Yo también escribo libros.

—No, los escribe mi madre, pero hablan de mí. Poemas e historias. Todos sobre mí. Se han vendido cerca de medio millón de ejemplares, y han sido traducidos a catorce idiomas. Mi fotografía se ha publicado en cientos de revistas literarias. «Buenas» revistas, quiero decir. Nada de tonterías. Son historias y poemas «literarios», ¿sabéis? La gente verdaderamente culta las compra para sus niños. El año pasado hubo varias reuniones en Londres para que los niños me conocieran. Vinieron a «cientos». Sólo para verme. ¿De «verdad» no habéis oído nunca hablar de mí?

Guillermo no había conocido nadie así hasta entonces y estaba demasiado sorprendido para reaccionar, y se limitó a responder:

—No… nunca.

—Entonces no sabéis mucho de «libros» —prosiguió el niño dolido— ni vuestros padres tampoco, pues os los hubieran comprado. Son «los» clásicos infantiles de hoy en día. Recibo «cientos» de cartas de gente que los lee. Gente que jamás he conocido. Además me envían regalos por Navidad. Y…

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Guillermo interrumpiéndole.

—Mi madre ha venido a descansar —respondió Antonio Martín—; ha trabajado demasiado, y la gente no nos dejaba en paz. Estoy «harto» de reuniones «Antonio Martín», pero no puedo decepcionar a la gente, y están locos por verme. Pensamos pasar aquí quince días descansando. No voy a conceder ninguna entrevista. Bueno, tal vez una. El editor de «El Parnaso» quiere enviar a alguien, y yo le he prometido retratarme en sus rodillas. Claro, que aún no sé «si» lo haré. Bueno, ahora he de irme a casa a comer. Decid en vuestras casas que me habéis visto. Les interesará. No comprendo cómo no habéis oído hablar de mí. Buenos días.

Los Proscritos le vieron marchar con la boca abierta.

Luego regresaron a la casa apesadumbrados. El incidente había aumentado su depresión. Encontraron a tía Arabela ya seca, con otras ropas, y presa de gran excitación.

—¡Queridos míos! —les dijo—. ¿A que no «adivináis» quién ha venido al pueblo? ¡Antonio Martín!

—Le hemos visto —dijo Guillermo, abatido.

—Pero, «queriditos». ¿No estáis «emocionados»?

—No —replicó Guillermo.

—Conocéis sus «gracias», ¿verdad?

—No —fue la respuesta de Guillermo.

—Oh, debo leeros algunas. Tengo casi todos sus libros aquí. No voy a ninguna parte sin ellos.

El abatimiento de los Proscritos aumentó aún más.

—¿Le habéis visto «realmente»? —preguntó tía Arabela.

—Sí.

—Oh, queridos, «tengo» que verle. Quisiera saber… No, supongo que es «imposible»…

—¿El qué? —dijo Pelirrojo.

—Le he escrito varias veces oficialmente y no he tenido contestación. Claro que la «Esfera Femenina» no es «del todo»… Quiero decir que no pueden «esperar»… pero él concede muchas entrevistas.

—Oh, sí —repuso Pelirrojo—. Él dijo que lo hacía. Y que iba a retratarse en las rodillas de no sé quién.

—¡Oh! ¿Quién será esa «afortunada»? —dijo tía Arabela con aire estático—. ¿Dijo de qué periódico era?

—Sonaba a algo así como El Payaso —dijo Guillermo.

—«El Parnaso» —dijo tía Arabela entre dientes—. Ah, sí, claro… —Y suspiró profundamente.

Guillermo la miraba, y el fantasma de los diez chelines perdidos apareció difuminado en su horizonte mental.

—¿Desea usted mucho que le entreviste ese niño? —preguntó Guillermo.

—Al revés, querido. Quiero que «él» se deje entrevistar por «mí». Lo deseo más que nada en el mundo.

—¿Sabe usted dónde se hospeda? —preguntó Guillermo.

—Oí decir que han alquilado Villa Madreselva —repuso tía Arabela—. Por lo menos tengo que intentar «verle» de lejos.

Cuando después de merendar Antonio Martín salió al jardín de Villa Madreselva, se encontró a los cuatro Proscritos en fila ante la cerca. Antonio Martín estaba acostumbrado a que la gente se acercara a verle y lo consideraba un privilegio suyo, pero la ignorancia de los Proscritos había picado su vanidad. Se acercó a ellos caminando despacio.

—No puedo comprender cómo no habéis leído mis libros —dijo—. Están por «todas partes». Y las librerías están llenas de ellos. Las Navidades pasadas en todas las librerías estaba mi retrato. Y vendieron una felicitación de Navidad de Antonio Martín. Vaya, si quisiera podría ir invitado a merendar todos los días del año.

—Escucha —dijo Guillermo tomando la voz cantante—, ¿quieres conceder una entrevista a la tía de Pelirrojo? Es para un periódico «muy» importante.

—Si lo haces te dejamos jugar a Pieles Rojas con nosotros —le ofreció Pelirrojo.

—Te enseñaremos dónde están los mejores sitios para pescar —intervino Enrique.

—Te llevaremos a nuestro lugar secreto del bosque —dijo Douglas.

—¡Cielo santo! —dijo Antonio Martín despreciativo—. Esas clases de cosas no me atraen lo más «mínimo»… ¿Qué periódico es ese?

—Se llama la «Esfera Femenina» —dijo Pelirrojo.

—No lo he oído nombrar ni una sola vez. ¿De qué trata?

—De la mudez, dolores de estómago y enfermedades del corazón, y cosas así —replicó Guillermo muy seguro.

—Nunca he concedido entrevistas para periódicos de medicina —replicó Antonio Martín dándose importancia—. Escuchad… nuestro representante vendrá a vernos mañana. Se lo preguntaré. Él conoce todos los periódicos. Venid mañana a esta hora y os daré la contestación.

Tantas eran las esperanzas de los Proscritos que en el intervalo de tiempo que transcurrió antes de reunirse ante la cerca de Villa Madreselva a la tarde siguiente, ya habían pedido prestados seis peniques a Víctor Jameson a cuenta de los diez chelines y llevado a cabo una revisión de los planes para gastar el resto.

La figura pequeña y pintoresca se acercó a ellos en la penumbra.

—¿Y bien? —le preguntó Pelirrojo con gran ansiedad.

—Es un periódico muy bueno —dijo Guillermo—. El mejor que hay sobre la mudez, dolor de estómago y enfermedades del corazón.

—Te daremos seis peniques —dijo Enrique, refiriéndose a los diez chelines y olvidando que Antonio Martín no sabía nada del dinero.

—Te enseñaremos un nido de petirrojo —ofrecióle Douglas.

Antonio Martín despreció todos sus ofrecimientos con un gesto de su mano.

—Está decidido —respondió—. Queda descartado. Nuestro representante dice que es un periódico insignificante y que no nos trae cuenta concederle una entrevista. No tiene apenas circulación.

—No trata de circulación —replicó Guillermo—, sino de enfermedades del corazón.

—No sabes lo que dices —replicó Antonio Martín con aire altivo—. Nuestro representante dice que no es un periódico de medicina, sino una vulgaridad que cuesta dos peniques y medio.

—No te ocasionaría ningún perjuicio concederle una entrevista —suplicó Pelirrojo.

—Mi querido amigo, vaya si me perjudicaría —replicó Antonia Martín—. Abarataría nuestro mercado, y eso es la última cosa que deseamos hacer… De todas maneras, mi madre dice que podéis venir mañana a merendar conmigo, si queréis.

—Muchísimas gracias —dijo Guillermo logrando una buena imitación de la cortesía.

—Quiero enseñaros algunos de nuestros recortes de Prensa —dijo Antonio Martín.

Estaba bien a las claras que era un verdadero misionero dispuesto a convertirlos a su culto.

—No traigáis a vuestra tía —les advirtió—, porque no quiero verla. Y es inútil que le contéis las cosas que yo diga porque no puede publicarlas sin mi permiso.

Al día siguiente los Proscritos, limpios y aseados, se presentaron en Villa Madreselva. Primero fueron recibidos por la madre de Antonio Martín, que estaba recostada en un sofá con las persianas bajas, envuelta en una complicada bata de casa, y la cabeza envuelta en una especie de turbante. Al verles entrar alzó la mano en son de protesta.

—Oh, entrad de puntillas, por favor. Todos los ruidos me repercuten en la cabeza. Siempre estoy así cuando no cultivo mi genio creativo. Postrada. Nadie sabe lo que sufro…

Una mano lánguida alzó unos impertinentes de entre los pliegues de aquella bata tan complicada y estudió a los cuatro en silencio durante unos instantes. El resultado de su examen pareció aumentar su abatimiento.

—Qué «atención» la suya al invitaros —fue su comentario final—. Espero que os daréis cuenta de que cientos de personas lo hubieran dado casi «todo» por gozar de este privilegio. Espero que recordéis esta tarde mientras viváis… —La mano lánguida les despidió con un gesto, luego se posó en su atormentada cabeza mientras salían los Proscritos.


—Qué «atención» la suya al invitaros —dijo la madre de Antonio Martín—. Cientos de personas lo hubieran dado casi «todo» por gozar de este privilegio.


Los Proscritos, corteses, procuraron parecer impresionados por la noticia.

Arriba, Antonio Martín tenía un piso para él solo, consistente en una pequeña salita, un dormitorio y un salón. Este reino estaba presidido por una mujer con delantal y cofia a quien Antonio Martín llamaba «nurse», y trataba con la altivez de un déspota oriental.

—Primero quiero que oigáis mi último disco —dijo a sus invitados—. Mamá ha hecho impresionar un disco de los poemas de Antonio Martín recitados por mí. Cuando regresemos a Londres piensa dar dos fiestas «Antonio Martín», muy selectas y ha impresionado los discos para entonces. Aún no los conoce el público. Este se titula «Deberes escolares». Es muy popular. Todos los versos terminan con «Antonio Martín hace sus sumas».

Puso el disco y los Proscritos lo escucharon en amargo silencio.

—Mañana voy a impresionar otro —continuó Antonio Martín cuando el disco hubo terminado—. Va a venir un hombre de Hadley con el aparato, yo lo recitaré, y luego ellos sacarán el disco de la impresión. Mañana voy a recitar «Caminando por los Charcos». Mamá quiere que esté completamente solo con ella cuando recito para impresionar discos. Si hay otras personas en la habitación estropean el ambiente.

Cogiendo un gran álbum lo entregó a Guillermo.

—Tú puedes mirar los recortes de Prensa, y yo me llevaré a los otros a mi dormitorio para enseñarles los juguetes que salen en los cuentos. Ahora ya puede bajar a preparar el té, nurse.

Guillermo quedó solo en la pequeña salita con el álbum de recortes de periódicos, cuyas páginas fue volviendo perezosamente.

De pronto se abrió la puerta y apareció un hombre llevando una especie de gramófono.

—Como la puerta de la calle estaba abierta —dijo— he subido directamente aquí. No tenía que traerlo hasta mañana, pero como he tenido que llegarme cerca de aquí… a casa del vicario, pensé que podía dejarlo.

Contempló a Guillermo con sorpresa.

—Tú no eres el joven personaje, ¿verdad?

—No —se apresuró a responder Guillermo—, está en su dormitorio.

—Bueno, no vale la pena molestarle —dijo el hombre—, sólo dile que lo he traído. Te explicaré cómo funciona por si acaso se les ha olvidado. Está todo dispuesto para efectuar la impresión, y lo único que han de hacer es tirar de aquí, y de esta forma se irá impresionando la cera. Entonces se saca una vez terminada… así… y se nos trae a nosotros para que la fijemos. —Miró a su alrededor y al fin colocó el instrumento detrás de un asiento bajo—. Aquí estará bien y no estorbará hasta que lo necesiten mañana, ¿no te parece?

Luego se marchó dejando a Guillermo volviendo aburrido las hojas del álbum. La nurse trajo la merienda y los seis se sentaron alrededor de la mesa. Antonio Martín era el único que hablaba. Aún le quedaba mucho que contar a sus nuevos amigos, y mucho que enseñarles. Tenía una carta firmada por un Personaje de la Realeza, y un regalo que le fue enviado por la esposa de un Ministro. Una fotografía suya junto a una eminente celebridad literaria, etc., etc. La nurse interrumpió su monólogo diciendo:

—Ahora bébase la leche, señorito Antonio.

—No quiero —replicó el niño mundialmente famoso.

—Ya sabe que el médico le dijo a su madre que tenía que beber un vaso de leche cada día a la hora de la merienda.

—Cállese —replicó el pequeño.

—Su mamá ha dicho que no le deje levantarse de la mesa hasta que se la haya bebido —insistió la nurse.

Antonio Martín se volvió hacia ella lanzándole un torrente de vituperios, demostrando que cuando se presentaba la ocasión sabía hacer honor al talento literario heredado de su madre.

Durante su discurso, Guillermo recordó que se había olvidado hablarle del hombre del gramófono, y de pronto su rostro se iluminó. Escurrióse fuera de la habitación regresando a los pocos instantes blandiendo su pañuelo mientras murmuraba:

—Lo siento, me lo había dejado en la otra habitación.

Antonio Martín continuaba imperturbable con su «escena», y el tono de su voz se había elevado ostensiblemente.

—No me la beberé… Está bien, vieja bruja, intente hacérmela beber, y se la arrojaré a su fea cara, y le daré puntapiés en las espinillas. Saltaré sobre sus juanetes. Déjeme en paz…, le digo que me deje en paz, viejo adefesio. Se lo diré a mi madre. ¿Usted cree que voy a hacer lo que me diga ahora que soy famoso en todo el mundo? Yo…


—Está bien, intente hacérmelo beber —gitó Antonio Martín—, y se lo arrojaré a su fea cara.

Y así por espacio de cinco o diez minutos. Guillermo le escuchaba con una sonrisa que intrigó a los otros. La cosa terminó sin que Antonio Martín se bebiera la leche y con la amenaza de la deprimida nurse, de decírselo a su madre, cuando se hubiera repuesto.

Después de merendar, Guillermo le pidió permiso para continuar leyendo los recortes de Prensa, y para que le acompañara Pelirrojo, pues estaba seguro de que habrían de gustarle mucho. Antonio Martín estuvo plenamente de acuerdo en que habrían de gustarle mucho.

—Os dejo que los leáis —les dijo—. Yo terminaré de enseñar a los otros dos las cosas de mi dormitorio, y luego ellos pueden ir a leer los recortes de periódicos y yo os enseñaré a vosotros lo de arriba.

Los otros Proscritos estaban más que intrigados por la actitud de Guillermo. Estaban alternando con aquel niño atroz sin llegar a ninguna parte. Como siempre seguían a su capitán, aunque esta vez de mala gana, cosa que hacía muy poco favor al tan cacareado «encanto» de Antonio Martín.

Douglas y Enrique le siguieron a su dormitorio, que era una especie de museo de Antonio Martín (su madre llevaba con ellos todas sus propiedades aunque se ausentasen por poco tiempo), dejando a Guillermo y Pelirrojo sentados en el sofá y con las cabezas inclinadas sobre el álbum de recortes de Prensa. En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ellos, Guillermo se puso en pie de un salto, se agachó detrás del sofá y salió con algo envuelto y escondido debajo de la chaqueta.

—Cuando baje dile que no me encontraba bien y que he vuelto a mi casa —le dijo saliendo de la habitación y dejando a Pelirrojo intrigado, pero contento, porque era evidente que el fértil cerebro de Guillermo había elaborado un plan.

El hombre de la tienda de gramófonos recibió a Guillermo y su precioso paquete, sin la menor sospecha.

—Oh, sí —dijo—, les diré que lo tengan preparado a primera hora de la mañana. ¿Vendrás tú a buscarlo? Muy bien. Es un honor para este pueblo tener aquí a este caballerito, ¿no crees?

Guillermo asintió sin gran entusiasmo y se marchó.

A primera hora de la mañana siguiente, ya estaba en la tienda de gramófonos. Parecía muy nervioso y su postura, al entrar en la tienda era la de quien se prepara la huida. Pero por lo visto no había ocurrido nada todavía para tener que huir. El hombre de los gramófonos estaba decepcionado, pero no receloso.

—Yo creo que se trata de un error —dijo al entregar el disco a Guillermo—. Es tan distinto de su línea y personalidad que no creo que tenga éxito. No es la clase de cosa que interesa a la gente.

Guillermo cogió el paquete y escapó. Al final de la calle encontró a la nurse, quien al reconocerle le detuvo.

—¿Dónde está la tienda de gramófonos? —le preguntó.

Guillermo, conservando la postura propicia a la huida, se la señaló con la mano.

—Enviaron el aparato —se lamentó— un día antes de lo ordenado, sin dejar la menor indicación, y sin que estuviera preparado. Lo encontramos detrás del sofá, y como no hay teléfono en la casa yo tengo que molestarme en ir allí. ¿Te importaría volver conmigo y ayudarme a llevarlo?

—Lo lamento muchísimo —dijo Guillermo—, pero esta mañana estoy muy ocupado.

Acababa de ver el autobús de Hadley, y no había otro hasta dentro de media hora. Aquello le daba media hora de ventaja. Tía Arabela había salido a dar su paseíto matinal (ella lo llamaba «Comunicar con la Naturaleza») que le daba la inspiración precisa para su trabajo del día. Los Proscritos le esperaban ante la casa de Pelirrojo y le acompañaron corriendo a Villa Madreselva, donde Antonio Martín estaba paseando por su jardín sin saber qué hacer.

—Hola —les dijo, y agregó dirigiéndose a Guillermo—: ¿te encuentras mejor?

—Sí, gracias —dijo Guillermo.

—Supongo que habrá sido porque no estás acostumbrado a meriendas tan buenas como la de ayer —le dijo Antonio Martín añadiendo—: Estoy harto de campo. Aquí no hay nada que hacer. Está muy bien para escribir poemas, pero es aburridísimo para quedarse. Mamá escribió ayer uno estupendo llamado «Estancia en el Campo». Todos los versos terminan con «Antonio Martín ordeña una vaca». Hoy está postrada otra vez, por supuesto.

—¿Quieres venir a casa de Pelirrojo? —le invitó Guillermo—. Tenemos algo que enseñarte.

El disgusto que reflejaba el rostro de Antonio Martín se intensificó.

—No es probable que «tengáis» nada que yo quiera ver —respondió—. Es tu tía quien quiere verme y yo no voy a dejar que me vea.

—No, ella no está —respondió Pelirrojo—, y es algo que te interesa mucho.

—¿Tiene que ver CONMIGO? —dijo Antonio Martín.

—Sí —replicó Pelirrojo.

Antonio Martín se alzó de hombros con aire petulante.

—Siempre me enseñan cosas que se publican en los periódicos sobre mí, y que yo debiera haber visto primero —dijo—. Las agencias que se cuidan de recoger los recortes de Prensa son un desastre. —Lanzó una mirada preocupada por el jardín—. Bueno, lo mismo dará que esté aquí, o que vaya con vosotros, supongo, puesto que vuestra tía no está.

Fue un alivio poder llevarle con ellos antes de que volviera la nurse con la sensacional noticia.

Antonio Martín les acompañó a casa de Pelirrojo y durante el camino les fue dando su franca opinión sobre el campo y sus moradores. Ellos le escucharon en silencio.

—Bueno, ¿qué es eso que queréis enseñarme? —preguntó al entrar en la casa.

—Es un disco de gramófono —repuso Guillermo.

—¿Alguno mío?

—Sí.

—Mi querido amigo, no estará recitado por mí, porque aún no se ha publicado ninguno. Sé que muchas de mis cosas se han reproducido en disco, pero no recitadas por mí, y ahí está la gran diferencia. ¡Mira que hacerme venir aquí sólo para esto!

—Este no lo has oído —le dijo Pelirrojo.

—Apuesto a que sí. Los he oído todos.

—Está bien. Lo pondremos y tú juzgarás.

Les siguió a la galería, donde junto a la ventana había un gramófono encima de una mesita. Guillermo colocó el disco en silencio. Se oyó primero el ruido de la aguja, y luego una voz chillona y descompuesta gritó:

—No me beberé… Está bien, vieja bruja, intente hacérmela beber, y se la arrojaré a su fea cara, y le daré puntapiés en las espinillas. Saltaré sobre sus juanetes. Déjeme en paz… le digo que me deje en paz, viejo adefesio. Se lo diré a mi madre. ¿Usted cree que voy a hacer lo que me diga ahora que soy famoso en todo el mundo? Yo…

Naturalmente había aún mucho más en el mismo tono. Aunque no era la dulce voz del disco «Deberes Escolares», no cabía duda de que era la de Antonio Martín. El «niño prodigio» perdió su aplomo y se puso del color de la remolacha. Los ojos casi se le salen de las órbitas, y tenía la boca abierta del todo.

Hizo ademán de abalanzarse sobre el gramófono, pero Enrique y Pelirrojo le sujetaron con fuerza mientras Douglas quitaba el disco y Guillermo lo guardaba en un armario que cerró con una llave que luego introdujo en su bolsillo.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —le dijo Guillermo.

El resultado fue una continuación del disco con algunas adiciones pintorescas.

—Es inútil que te pongas así —le dijo Guillermo en tono severo—. Tenemos ese disco y todo el mundo conocerá que eres tú aunque nadie te haya oído nunca así.

—Es igual —chillaba Antonio Martín—. Daré parte a la policía. Eso es robar.

—Está bien, avisa a la policía —respondió Guillermo—. Yo lo esconderé donde ni la policía ni nadie pueda encontrarlo. Y ya me cuidaré de que lo oiga mucha gente. La tía de Pelirrojo va a dar una fiesta esta tarde y se lo haremos escuchar a todos. Apuesto a que dentro de una semana lo conoce todo el mundo.

Antonio Martín estalló en amargos sollozos. Forcejeaba, pataleaba, mordía y arañaba, mas, Pelirrojo y Enrique continuaron sujetándole con fuerza.

—Ahora, escucha —le dijo Guillermo al fin—. Este es el único disco y te lo entregaremos para que puedas romperlo, o tirarlo, con una condición.

—¿Cuál es? —dijo Antonio Martín conteniendo sus sollozos para escuchar.

—Que concedas una entrevista a la tía de Pelirrojo para su periódico y que te dejes retratar sentado en sus rodillas como ibas a hacer con la otra.

Hubo un largo silencio durante el cual Antonio Martín luchó con su orgullo profesional. Al fin tragó saliva, y dijo:

—Está bien, salvajes. Dádmelo.

—Cuando hayas celebrado la entrevista con mi tía —exclamó Pelirrojo.

Al regresar la tía de Pelirrojo a su casa, encontró a su sobrino esperándola en la puerta.

—Está aquí —le dijo—, y te va a conceder una entrevista para tu periódico. Y se dejará retratar en tus rodillas. Ha telefoneado al fotógrafo de Hadley y no tardará en llegar.

Durante el resto del día, tía Arabela tuvo de pellizcarse continuamente para convencerse de que estaba despierta.

—Queridos, es demasiado «maravilloso» para ser cierto. Es tan «dulce», ¿verdad? Es una «lección» para todos vosotros, los niños. Las cosas que ha dicho durante la entrevista han hecho asomar lágrimas a mis ojos. Sólo desearía que amaseis a la Naturaleza como la ama ese niño. Es una entrevista maravillosa. La editora se morirá de alegría cuando la lea.

Guillermo fijó en ella su pétrea mirada.

—Nos ha costado muchísimo lograr que accediera.

—Estoy segura de ello, queridos —repuso tía Arabela—, y os estoy «tan» agradecida.

—Aquel grifo que Pelirrojo dejó abierto sin querer…

Hubo un largo silencio durante el cual Guillermo y tía Arabela se miraron de hito en hito, mientras la relación entre el grifo y la entrevista se iba haciendo evidente en la mentalidad sencilla de tía Arabela. Apartó sus ojos de los de Guillermo.

—Bueno, claro —dijo—, pensándolo bien, no hubo ningún desperfecto. En «realidad», no fue más que… tener que volver a fregar el suelo del invernadero y del recibidor. No, Pelirrojo querido, pensándolo bien, no veo que ese episodio sea causa de que deba quejarme ante tus padres.

Tía Arabela se quedó hasta la noche que llegaron los padres de Pelirrojo, que entusiasmados con su viaje no paraban de charlar describiéndolo con todo detalle. Incluso tía Arabela llegó a cansarse. Al fin la madre de Pelirrojo lo notó y dijo en tono amable:

—¿Y tú, querida, tienes alguna noticia que darnos?

Con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes, tía Arabela les dio la gran noticia a trompicones.

—¿No sabéis? Antonio Martín… «él». Antonio Martín… sí, «aquí»… una entrevista de media hora «entera»… y la editora quedó tan complacida que me pagó el doble, y ahora piensa encargarme todas las entrevistas importantes, y me ha aumentado el sueldo.

—Qué estupendo —exclamó la madre de Pelirrojo—. ¿Y Pelirrojo, ha sido bueno?

Los ojos de Pelirrojo y tía Arabela se encontraron en una mirada de completo entendimiento.

—«Buenísimo» —repuso tía Arabela—. Y además una «gran» ayuda.

—Lo celebro mucho —dijo la madre de Pelirrojo.

—Tú dijiste que me darías diez chelines —le recordó Pelirrojo como por casualidad.

Ella sacó de su bolso un billete de diez chelines y se lo entregó.

—Y ahora, querido Pelirrojo —continuó—, quiero hablarte de otras catedrales maravillosas que he visto.

Pero Pelirrojo ya se había escabullido para ir a reunirse con los Proscritos que le esperaban ante la puerta del jardín.