GUILLERMO BROWN, HÉROE
Guillermo Brown caminaba lentamente a lo largo de la carretera, rumbo a la casa de Pelirrojo. No veía la campiña, ni los setos de los jardines, ni las casas que se alineaban junto a las cunetas… Veía solamente un muelle atestado de gente: oía sus ensordecedores vítores, mientras maniobraba al timón de su yate diestramente.
Regresaba de un largo viaje por todo el mundo. Había conocido las tormentas del Pacífico y soportado las temperaturas extremas de las tierras árticas y también el calor agobiante de los trópicos; había dejado atrás estrechos, mares, continentes… En medio de furiosas tempestades, habíase visto sobre las crestas blancas de unas olas gigantescas y luego, por unos momentos, en las entrañas del océano; había sabido seguir adelante con su yate inundado, con el equipo de radio estropeado; perdiendo partes vitales de su embarcación… Pero ahora, tras aquella serie de terribles aventuras, llegaba a su patria.
La corporación municipal, con el alcalde al frente, le esperaban en el muelle. Guillermo desembarcó para recibir sus felicitaciones. Los vítores en estos momentos eran ensordecedores hasta el punto de trocarse en una especie de trueno. Un oficial de la Corte se abrió paso entre la multitud, entregando a Guillermo un sobre. El chico lo abrió. Era una convocatoria honrosa: tenía que presentarse en el palacio de Buckingham. Él…
—¡Hola, Guillermo!
Guillermo se detuvo, comprendiendo que sin darse cuenta había llegado a la puerta de la casa de Pelirrojo.
—Hola —replicó sin el menor entusiasmo, alejándose de mala gana de aquel muelle atestado de público que lo aclamaba.
Pelirrojo se unió a él en la carretera.
—Oye, Guillermo —dijo el chico con una inflexión especial en la voz—. Mi tía ha venido a comer con nosotros y…
—¿Y qué? —inquirió Guillermo.
—No ha parado de hablar sobre la idea de rendir servicios a la comunidad…
—¿Qué es la comunidad? —preguntó Guillermo, quien ahora comprobaba que el enviado del palacio de Buckingham se perdía más y más en la lejanía.
—La comunidad son las personas —explicó Pelirrojo, muy formal—. Unas u otras… Cuando se ayuda a la comunidad se ayuda a la gente. Y mi tía me prometió diez chelines si yo hacía algo en beneficio de la comunidad.
—¡Hombre! —exclamó Guillermo—. Eso es estupendamente útil. Podríamos hacer muchas cosas con esos diez chelines… ¿Y qué es lo que hay que hacer según ella?
—Pues verás… Estuvo hablando de las acciones emprendidas por algunas personas en pro de la comunidad… Fueron servicios de esta clase la supresión de la esclavitud, el establecimiento de los servicios médicos, la prohibición de ejecutar en público a los delincuentes…
—Llegamos tarde —contestó Guillermo tras unos momentos de reflexión—. Está todo hecho.
—¡Quedan muchas cosas por hacer todavía, Guillermo! —afirmó Pelirrojo—. Hay, además, otras empresas menores. Por ejemplo: visitar a los enfermos del hospital…
—Eso lo intenté ya una vez —manifestó Guillermo—. Un primo de mi madre se encontraba en el hospital y yo fui a verlo… En el vestíbulo, al paso, descubrí una silla de ruedas y quise probarla… Yo no sabía si era capaz de moverme de un lado para otro en ella; pero una vez en marcha no pude detenerla… Se enfadaron mucho allí. No me permitieron ya ver a aquel familiar ningún día. Me echaron a la calle; ni siquiera quisieron escucharme —Guillermo parecía estar todavía muy ofendido—. No hubiera pasado nada de haber quitado a tiempo de mi camino una mesita empleada para el servicio cargada de platos…
—También se puede uno dedicar a hacer recados para las personas de edad —apuntó Pelirrojo.
—Es una cosa que también he probado —repuso Guillermo—. Mi madre me hizo ir de compras para la señorita Hopkins, ya muy entrada en años, con motivo de haber caído en cama, con una fuerte gripe. La mujer me dio una lista con lo que necesitaba, pero resulta que no pude entender bien lo escrito, porque tenía una letra endiablada. Había escrito, por ejemplo, «Pear’s Soap»[2] y yo leí «sopa de peras». Visité todos los establecimientos de comestibles de Hadley pidiendo aquello… Los dependientes de las tiendas, creyendo que les tomaba el pelo, me pusieron a caldo y ella tampoco me trató muy bien al regreso… Supongo que a todo esto se refiere tu tía cuando habla de prestar servicios a la comunidad. Yo ya estoy harto de ello…
—Hay otras cosas… —declaró Pelirrojo—. Ella me habló también del trabajo de despejar los caminos de nieve, para que los viejos puedan dar cada día sus paseos de costumbre.
Guillermo contempló risueño la campiña, despejada y verdosa, como todos los años por la época del verano.
—De acuerdo —repuso, sarcástico—. Tú me dices dónde está la nieve y yo me encargo de quitarla.
—Citó otros detalles —insistió Pelirrojo—. Ahora tiene una amiga que trabaja en el Buró Asesor de los Ciudadanos.
—¿Y eso qué es?
—Pues… La gente de allí se dedica a dar consejos a los ciudadanos —explicó Pelirrojo, vacilante.
Evidentemente, no se hallaba muy informado.
—Consejos… ¿acerca de qué? —preguntó Guillermo.
—Consejos de todas clases. La gente acude pidiendo consejos… y tú les das tu opinión.
—¿Y ya está?
—Me parece que no hay más.
—A mí me parece eso muy fácil —dijo Guillermo, que ahora daba muestras de sentir más interés por el tema—. ¡Caramba! Yo creo que eso no ha de tener dificultades para mí, que puedo aconsejar a cualquiera sobre lo que sea… ¿Y dónde opera esa gente?
—Tengo entendido que han montado una especie de oficina —indicó Pelirrojo.
—También podemos arreglárnoslas bien en ese aspecto —afirmó Guillermo—. El pajar no quedaría mal… Así que todo consiste en que van allí, piden consejo y uno se lo da, ¿eh?
—Es lo que yo creo —declaró Pelirrojo.
Las cosas marchaban tan de prisa cuando Guillermo se hacía cargo de ellas que siempre, inevitablemente, Pelirrojo se quedaba desconcertado.
—Es una manera muy fácil de ganar diez chelines —manifestó Guillermo—. ¿Cuánto pagan por consejo?
—Nada —repuso Pelirrojo—. Todo es gratuito porque se trata de un servicio prestado a la comunidad.
—Bueno, al final nosotros nos haremos con los diez chelines —dijo Guillermo—, de modo que eso poco importa. Adelante. Pondremos un anuncio y empezaremos a trabajar en seguida.
Pelirrojo encontró en un cesto un sobre grande que había contenido un catálogo de jardinería. Guillermo, lenta, laboriosamente, escribió en aquél el rótulo indispensable:
BURRO ASESOR DE LOS CIUDADANOS
El papel fue fijado sobre la puerta del viejo pajar. Los dos se quedaron junto a la entrada, aguardando la llegada de los futuros clientes.
—Tú te acordarás de que en otras ocasiones hemos probado suerte con otras cosas parecidas y que nunca logramos nada —declaró Pelirrojo, nada convencido.
—Algunas de ellas no dieron resultado, es verdad —admitió Guillermo—, pero con ésta no pasará lo mismo. Bueno, es que no puede marchar mal, ¿comprendes? Quiero decir que cualquiera está en condiciones de dar consejos. Es una manera muy fácil de ganar dinero.
—Puede ser que nos hagan preguntas sobre cosas que nosotros no conocemos —objetó Pelirrojo.
—¡Oh! Yo estoy al tanto de casi todo —repuso Guillermo, orgullosamente—. Y si me ponen en un aprieto, inventaré lo que sea.
—¡Mira! Por ahí viene alguien… —dijo Pelirrojo—. Es Anthea Green.
Anthea Green avanzaba hacia ellos lentamente.
Anthea era una chica de la edad de Guillermo, aproximadamente. Tratábase de una criatura de ojos y cabellos oscuros, de inteligente expresión, muy terca y voluntariosa.
—Tenía que ser ella, precisamente —señaló Guillermo, sombrío.
Anthea se detuvo en la puerta del pajar, leyó el rótulo y entró.
—Eso está mal escrito —declaró, de buenas a primeras.
—Hay muchas maneras de escribir ciertas cosas —contestó Guillermo, muy digno—. Y la mía es tan buena como cualquier otra.
—¡Oh! Está bien —dijo Anthea—. ¿Qué es lo que cobráis por eso?
—Nada —explicó Guillermo—. Es un servicio que prestamos a la comunidad.
—¿Qué significa eso?
—La gente… Significa que es una ayuda para el prójimo.
—¿Quieres decir que se trata de ayudar a las personas que se encuentran en apuros, sin cobrarles nada?
—Así es —repuso Guillermo, algo dudoso.
—Bueno, pues os diré que yo me encuentro en un aprieto —explicó Anthea—. Por esta razón, tendréis que ayudarme.
—Nosotros… nosotros te daremos un consejo —especificó Guillermo.
—Hemos estado hablando de «ayuda» —señaló Anthea—. Primeramente, habláis de ayudar a las personas y luego decís lo contrario. Sois unos cuentistas…
—Está bien, Anthea —la atajó Guillermo—. ¿Qué es lo que deseas?
—Un nuevo vestido de fantasía —replicó la chica, calmosamente.
—Un… ¿qué? —inquirió Guillermo.
—Un nuevo vestido de fantasía —repitió Anthea—. Maisie Fellowes da una fiesta esta noche, con motivo de su cumpleaños. Todas acudiremos ataviadas con esa clase de vestidos y yo sólo tengo uno de campesina austríaca, que usé en ocasiones anteriores, que todo el mundo conoce… Mi madre dice que no piensa comprarme ni hacerme otro. Así, pues, me quedaré sin fiesta, ya que yo no estoy dispuesta a lucir…
—Naturalmente que no podemos proporcionarte ese nuevo vestido de fantasía —dijo Guillermo—. Los Burós Asesores de Ciudadanos no se hicieron para regalar a la gente vestidos o trajes de fantasía. Sólo dan consejos. Ahora, escucha. Te daré un consejo. Yo…
—Tú hablaste de «ayuda» —insistió Anthea, estampando uno de sus menudos pies en el suelo, irritada—. Tú me hiciste una promesa. Dijiste que os dedicabais a ayudar a la comunidad y explicaste luego que la comunidad era la gente, las personas… Y como yo soy una persona, formo parte de aquélla, ¿no?
—Pero nosotros no podemos proporcionarte un traje de fantasía —objetó Guillermo—. ¿Cómo vamos a poder…?
Anthea decidió cambiar de táctica. Profirió una risita sarcástica.
—Claro que no puedes —dijo—. Tú eres un chico insignificante, no muy despejado. Siempre andas fanfarroneando por ahí, diciendo que eres capaz de hacer esto, lo otro o lo de más allá… Pero la verdad es que no puedes lograr nada, que todo se reduce a un puro fanfarroneo…
—¿Qué? ¿Que no puedo yo…? —ahora Guillermo se sintió soliviantado… Notó de repente que una ola enorme lo levantaba. Entraba el agua en su camarote; inundaba toda la embarcación. Luchó furiosamente para recoger velas, haciendo funcionar las bombas de achique al mismo tiempo…—. ¡Bah! He hecho cosas que nadie en el mundo se habría atrevido a hacer.
—¿De veras? —inquirió Anthea, desdeñosa—. Pues me choca mucho que en cambio no seas capaz de procurarme ese vestido.
—Naturalmente que soy capaz… —repuso Guillermo, atando con mil dificultades unas drizas, todavía en plena tempestad—. ¡Ya lo creo que soy capaz!
Estas palabras habían salido de sus labios antes de pensárselas.
—Has hecho una promesa —manifestó Anthea, con aire triunfal—. Has hecho una promesa y ahora tendrás que cumplirla. Si te atreves a romperla es que eres un embustero…
—¡Eh! ¡Un momento! ¡Espera! —chilló Guillermo.
Pero Anthea era de los seres que saben perfectamente cuándo conviene emprender la retirada. Habiendo conquistado una ventaja, no quería arriesgarse a perderla con nuevos intercambios verbales.
Guillermo y Pelirrojo vieron cómo su menuda figura se alejaba, en dirección al camino.
—Bueno, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó Pelirrojo a su amigo.
—¿Qué?
—Has hecho una promesa —concretó Pelirrojo—, y ésa no renunciará nunca…
—¡Ah, bueno! —replicó Guillermo, tratando de comportarse con naturalidad—. Supongo que podré complacerla.
—¿En lo de encontrar un nuevo vestido de fantasía para ella? —inquirió Pelirrojo—. ¿Cómo?
—Dame tiempo para pensarlo, ¿quieres? —dijo Guillermo, obstinado—. Bien. Es la hora de comer ya y tengo hambre. Me parece que no ha de costarme trabajo dar con la solución cuando haya tomado un bocado.
Pelirrojo exteriorizó una irónica risita.
—Necesitaremos algo más que un bocado para salir bien parados de esto —declaró.
* * *
Guillermo encontró a Pelirrojo en la puerta de su casa, después de comer.
—¿Qué? ¿Has pensado ya algo?
—No te preocupes más de eso, hombre —respondió Guillermo—. Seguro que se me ocurrirá algo aprovechable si me dejas en paz unos momentos. Vámonos… Echaremos un vistazo por ahí, a las tiendas.
Pelirrojo sonrió con evidente desgana.
—De ahí sí que no vamos a sacar nada.
—¿Quieres callarte de una vez?
Estuvieron deambulando por las calles más céntricas de la población. Delante del ayuntamiento vieron un gran rótulo: GRAN LIQUIDACIÓN. Eran muchas las mujeres que entraban y salían del edificio.
—Adentro —dijo Guillermo—. En una liquidación de éstas podemos encontrar algo que nos convenga. Nunca se sabe lo que puede pasar.
—Nunca, es verdad —musitó Pelirrojo, entristecido.
—Venga, hombre. Anímate.
Penetraron en el edificio. En unos mostradores improvisados se veían artículos domésticos usados, elementos para la práctica de algunos deportes, prendas de vestir…
—¡Mira, mira! —exclamó de pronto Guillermo.
La señorita Milton cuidaba de uno de los mostradores. A su espalda tenía un puñado de vestidos que colgaban de sus perchas respectivas. La señorita Thompson ayudaba a aquélla. Guillermo se había fijado en un vestidito de falda acampanada, con muchas flores, y blanca blusa ceñida al talle por un corpiño negro sujeto por unos cordones.
—¡Caramba! —dijo Guillermo—. Ese vestido de ahí está bien. Es de fantasía, desde luego. ¿Cuánto dinero tenemos?
—Yo tengo ocho peniques —declaró Pelirrojo.
—Y yo seis peniques y medio —informó Guillermo.
Pelirrojo sumó mentalmente aquellas dos cantidades.
—Yo creo que con nuestro dinero tendremos bastante —opinó Guillermo—. Probablemente, no valdrá más de seis peniques. Vamos a acercarnos… Preguntaremos.
Abordó a la señorita Milton. Sus labios se estiraron en una forzada sonrisa.
—Por favor, señorita… ¿Son de fantasía esos vestidos de ahí?
—Sí, querido —respondió la señorita Milton, poniendo una taza de porcelana de modo que no se viese el asa rota—. Verás en esas dos perchas los vestidos de Hansel y Gretel, los famosos personajes de aquella deliciosa historia de hadas de Grimm…
—A nosotros sólo nos interesa el de la chica —explicó Guillermo.
—Es una lástima separarlos —manifestó la señorita Milton, probando a ver el efecto que producía una amapola artificial en el sombrero usado por la señora Monks la temporada anterior… y decidiendo ponerla aparte.
—Hacen una deliciosa pareja… Pero, en fin, podréis quedaros con el vestido de Gretel por cuatro chelines y seis peniques, si os parece bien —dijo la señorita Thompson.
—¡Cuatro chelines y seis peniques! —chilló Guillermo, indignado—. Nosotros no tenemos tanto dinero.
—Tal vez pueda dejároslo más barato —dijo la señorita Thompson.
—Desde luego que no —declaró la señorita Milton—. Es un vestido precioso, muy bien hecho y en excelente estado.
Guillermo adoptó una expresión muy formal.
—Le daré dos peniques y medio por él —dijo.
—Desde luego que no —repitió la señorita Milton—. Bueno, no cortéis el camino a la gente. Comprad el vestido si queréis. Y si no queréis, lo mejor que podéis hacer es apartaros de aquí.
Lentamente, Guillermo y Pelirrojo salieron de allí.
—La cosa no tiene remedio —dijo el segundo—. Tendremos que renunciar a la recompensa de los diez chelines, ya.
—No, nada de eso —replicó Guillermo, sombrío.
La nota de decisión perceptible en su voz no había sido suscitada por el recuerdo de aquellos diez chelines. Había sido la visión del rostro de Anthea, levantado hacia él, en un gesto expresivo de gratitud y admiración. Había llegado a llamarle «necio». Le había dicho que sólo sabía fanfarronear. Aquella chica tenía que saber realmente cómo era él.
—¡Pero si ni siquiera tenemos los cuatro chelines y seis peniques que nos han pedido! —exclamó Pelirrojo.
—Nos podemos hacer de ellos, ¿no? —insistió Guillermo.
—¿Cómo? Ahora sólo tenemos un chelín y dos peniques y medio en total. Tenemos que conseguir… —Pelirrojo se esforzó mentalmente con la operación durante unos segundos— tres chelines y pico… Dime de dónde podemos sacar este dinero, Guillermo.
—Los conseguiremos en cuanto yo me ponga a pensar en ello —afirmó aquél.
—Recuerda que hemos ensayado muy diferentes formas de ganar dinero —dijo Pelirrojo—, sin que nunca nos diera resultado ninguno. Tendremos que darnos por vencidos. Hay días en que uno no está para nada —añadió el chico, recordando ahora una frase muy corriente en labios de su madre.
—¿Sí? —inquirió Guillermo—. Pues yo no voy a consentir que éste sea uno de esos días para mí.
Se les acercaba Víctor Jameson, caminando despreocupadamente. Era portador de un cubo de plástico. Se detuvo al verlos.
—Hola —dijo—. ¿Qué estáis haciendo?
—Nada —repuso Guillermo, reservado—. ¿Y tú?
—Ahora, nada tampoco, pero hasta hace poco estuve trabajando y mucho.
—¿Trabajando en qué? —preguntó Pelirrojo.
—Ganando dinero —declaró Víctor.
—¡Oh! —exclamó Guillermo, involuntariamente.
—¿Dónde? —preguntó Pelirrojo.
—¿Cómo? —inquirió Guillermo.
—Colaborando en trabajos de limpieza, en Las Torres, la casa del señor Monson, en Mellings, ya sabéis —repuso Víctor—. Tuvieron una fiesta el sábado, que se celebró en un llano de las inmediaciones del edificio, y la gente que asistió a ella cubrió el suelo de papeles y restos de otras cosas… El señor Monson nos ha estado pagando a tres peniques el cubo… Estuve allí toda la mañana y me he ganado cuatro chelines y seis peniques.
—¡Cuatro chelines y seis peniques! —exclamó Guillermo. Volvióse hacia Pelirrojo—. Vamos para allá.
—¿Y del cubo, qué? —preguntó Pelirrojo.
—Yo os puedo prestar el mío —dijo Víctor—. Así me ahorraré el trabajo de llevarlo a casa.
—Gracias —contestó Guillermo.
Cogieron el cubo y al poco estaban andando a campo traviesa.
—Será mejor que nos demos prisa —recomendó Guillermo—. No hay tiempo que perder. Esta noche es cuando se celebra esa fiesta de disfraces.
(«¡Oh, Guillermo! Eres maravilloso, —le diría ella—. Sabía que lo harías.» Él, entonces, se encogería de hombros con toda naturalidad, indiferente, contestando: «Ya verás que cuando yo hago una promesa la cumplo, generalmente.»)
Ya cerca de Las Torres caminaron más despacio. A uno y otro lado del edificio había una pequeña extensión llana y despejada.
—Ésta no es —informó Guillermo, echando un vistazo a la primera—. Vayamos a la otra.
Dejaron atrás las grandes hojas de hierro de la puerta de acceso y se detuvieron, dudosos, mirando al otro lado.
—Eso está limpio también —señaló Pelirrojo.
—¡Qué va! —exclamó Guillermo—. Fíjate si no… Verás una serie de estaquitas de madera clavadas en el césped. Seguramente, fueron colocadas para marcar los sitios destinados a los juegos y a poner las mesas. Los que han estado limpiando por aquí no se molestaron en quitarlas. Nosotros nos ocuparemos de ello… Ya verás como el señor Monson nos paga un precio alto por esto… Al fin y al cabo es un trabajo especial, que requiere alguna destreza. Hay que apretar a un lado y luego tirar hacia arriba… En marcha.
Iniciaron inmediatamente la tarea, sacando las estaquitas del suelo para echarlas al cubo de plástico. Tiraban ya de las últimas cuando vieron a un hombre alto y fornido, que avanzaba en dirección a ellos.
Cuando el hombre se encontró más cerca, vieron que tenía el rostro congestionado a causa de la ira; fruncía el ceño ferozmente.
—Es el señor Monson —había dicho Guillermo—. Seguro que se mostrará enormemente agradecido por lo que hemos hecho.
—No tiene aspecto de estar muy satisfecho —comentó Pelirrojo ahora.
El señor Monson tronó:
—¿Qué estáis haciendo aquí vosotros? ¿Quién os ha dado permiso para entrar en mi finca?
—Estamos limpiando esto de desperdicios y cosas arrojadas al suelo durante la fiesta —explicó Guillermo.
—La fiesta se celebró en el lado opuesto de la casa y hace ya unas horas que terminó la limpieza de aquel sitio.
—La limpieza no terminó hasta ahora, señor Monson —repuso Guillermo, triunfal—, ya que nosotros hemos encontrado, por ejemplo, estas estaquitas, usadas quizá durante la fiesta, las cuales acabamos de arrancar. Ahora sólo servían ya para que alguien tropezara con ellas o para que se tragara alguna cualquier oveja, equivocadamente, ahogándose. Tendrá usted que pagarnos el cubo a más de tres peniques, ya que la nuestra ha sido una labor especializada.
El señor Monson se asomó entonces al cubo, lanzando un resoplido de rabia.
—¡Estúpidos! ¡Imbéciles! —chilló—. ¿Es que no os habéis dado cuenta de que en víspera de una importante excavación arqueológica habéis destruido todas las señales que con tanto cuidado habían sido fijadas?
—Sí, pero… —empezó a decir Guillermo.
—¿Es que no os habéis dado cuenta —siguió diciendo el señor Monson—, de que los espacios marcados con esas estacas hablan sido cuidadosamente medidos para marcar ciertas posiciones? ¿No sabéis que habéis malgastado días y también semanas de trabajo, que los investigadores llegan mañana, que tendremos que reconstruir desde el mismo comienzo todos nuestros preparativos?
—Podemos ayudarles —sugirió Guillermo—. Tengo en casa una regla. Haremos las medidas que sea necesarias y solamente le cobraremos por todo tres chelines y cuatro peniques y medio y…
El señor Monson se abalanzó sobre ellos. Su cuerpo, al hacer eso, pareció adquirir unas proporciones enormes; su faz era cada vez más oscura; era un macizo, un gigantesco ogro. Cogió el cubo, volcó su contenido en el suelo y lo arrojó contra Guillermo, apuntándole a la cabeza.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera DE AQUÍ!
Rápido y silenciosamente, Guillermo y Pelirrojo salieron de allí. Llegados a la carretera, siguieron corriendo, no deteniéndose hasta que se hallaron a prudente distancia del majestuoso edificio de Las Torres.
—Nunca había visto a nadie tan enfadado —comentó Pelirrojo.
—A mí se me antoja que todo lo que dijo sobre la investigación arqueológica es mentira —repuso Guillermo—. Quizás anduvo marcando la situación de algo escondido… Seguramente, no querrá que se entere nadie de lo que es.
—¡Cómo se puso el hombre!
—Piensa, por ejemplo, en ese asalto al tren del que los saqueadores obtuvieron millones de libras. Tendrían que esconder el dinero en alguna parte. No podían ingresarlo en la Caja Postal de Ahorros, ya que entonces habrían despertado sospechas. Yo creo que esos investigadores de que nos habló son miembros de su pandilla de malhechores. Tenían que disfrazarse para ocultar su botín. Las estaquitas señalaban el sitio en que debían cavar.
—Bueno, la verdad es que lo asustamos —opinó Pelirrojo.
—Desde luego —reconoció Guillermo.
Satisfecho su amor propio parcialmente, se encaminaron lentamente a su punto de partida.
—Ahora no estamos más cerca que antes de la cantidad de dinero que necesitábamos —declaró Guillermo.
—No, claro —contestó Pelirrojo—. Ya te he dicho antes lo que pasaba: hay días en los que uno no está para nada.
—La idea del Buró Asesor de Ciudadanos no es muy buena —declaró Guillermo—. Yo no me explico cómo esa amiga de tu tía se aferró tan afanosamente a ella.
—Pues tendremos que darnos por vencidos —opinó Pelirrojo.
—No. Todavía podría salir bien —indicó Guillermo. Todavía le asaltaba la visión del rostro de Anthea, radiante de gozo y de gratitud—. Vamos a echar otro vistazo a la gran liquidación…
Se pararon un momento ante la casa de Víctor Jameson, para arrojar al jardín el cubo.
La gran liquidación continuaba muy animada. El puesto de la señorita Milton se había aclarado mucho, pero todavía estaban en sus perchas casi todos los trajes de fantasía, entre ellos los de Hansel y Gretel. La señorita Milton había desaparecido. Se había quedado sola la señorita Thompson. Se acercó a los dos chicos al verlos.
—La señorita Milton se ha ido a tomar el té —dijo con una sonrisa de conspiración—. Me he quedado al frente de esto. Verdaderamente, no sé por qué os habéis de quedar sin el vestido de Gretel que deseabais. No creo que surja ningún comprador más… Es mejor, de otro lado, venderlo a precio reducido que dejarlo aquí, donde no va a producir nada. ¿Qué dijisteis que dabais por él?
—Un chelín y dos peniques y medio —repuso Guillermo—. Hemos intentado hacernos con algún dinero, pero no hubo suerte…
—¿Y por qué no os lo he de vender? —dijo la señorita Thompson—. Bueno, esperad un momento. Voy a haceros un bonito paquete.
—Muchísimas gracias —contestó Guillermo.
La señorita Thompson, mientras llevaba a cabo lo prometido, no paró de hablar:
—Estos dos vestidos no llegaron aquí juntos, en realidad. Vinieron por separado y fue a la señorita Milton a quien se le ocurrió la idea de ponerlos juntos, como los de Hansel y Gretel. Creyó que de esa manera se venderían mejor, pero yo opiné que debían ser vendidos separadamente. Además, que hay que despejar esto de cosas y cuanto antes lo haga mejor.
Guillermo y Pelirrojo escarbaron en sus bolsillos, juntando sus capitales.
—¡Estupendo! —exclamó la señorita Thompson—. Tratad el paquete con delicadeza, no vayáis a arrugar el vestido.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando Guillermo y Pelirrojo pisaban la calle.
—Bueno, por fin nos ha salido una cosa bien —dijo Guillermo mientras caminaban—. Apretemos el paso. Quiero entregarle el vestido cuanto antes…
—Pensándolo bien —consideró Guillermo—, ¡vaya servicio que hemos prestado a la comunidad!
—No puede ser mejor —declaró Guillermo—. Vale algo más de diez chelines… Las molestias que hemos sufrido para llegar a este resultado fueron grandes… Desde luego, no hay dinero para pagarlo.
—Espero que mi tía sabrá valorar nuestro trabajo de la misma manera —contestó Pelirrojo.
—Anthea se sentirá muy agradecida —se prometió Guillermo.
Flotaba una fatua sonrisa en sus labios. Encogióse de hombros, a medida que caminaba. («Tú querías un vestido de fantasía, ¿no? Pues aquí lo tienes… No he tenido que afrontar ningún conflicto grave. ¡Oh, no! Yo no tengo nada de maravilloso. Todo se reduce a que cuando yo digo una cosa se cumple. ¿Qué quieres? Yo estoy hecho de esa manera.»)
—Ya estamos aquí —avisó Pelirrojo—. Y fíjate, Guillermo: está en el jardín…
Se detuvieron frente a la casa de Anthea. La muchacha salvó corriendo la distancia que le separaba de sus amigos. Sus ojos se hallaban encendidos, a consecuencia de la ansiedad que sentía. Aplaudió gozosamente al ver el paquete…
—¡Oh! ¡Me traéis uno! ¡Habéis encontrado uno!
—Pues claro —contestó Guillermo, tranquilamente—. Te traemos uno que te agradará.
La chica no paraba de hablar. Entretanto, Guillermo, escuchándola, soltaba los hilos del paquete.
—Sabía que me conseguirías el vestido, Guillermo. Lo sabía perfectamente. Me hubiera muerto de vergüenza de haberme visto obligada a ponerme aquel horrible modelito de nuevo… —Anthea se echó a reír, muy nerviosa—. ¿Sabéis lo que hice para asegurarme de que no me lo pondría más? Pues lo llevé a la gran liquidación de esta mañana… Yo sabía que tú, Guillermo, me proporcionarías lo que necesitaba. El otro vestido me resultaba odioso. La señorita Milton lo colgó encima de su mostrador. ¡Uf! ¡Menos mal que lo he perdido de vista para siempre…! ¡Oh! Guillermo: enséñame lo que me has traído. ¡De prisa! ¡De prisa! Ya no puedo esperar más.
La sonrisa se heló en sus labios cuando Guillermo le mostró el vestido de Gretel que acababa de sacar de entre los papeles.
—¡Es el viejo! —chilló—. El que tanto detestaba… Sois unos idiotas. Me habéis devuelto el vestido que entregué a la señorita Milton… Me acordaré de esta burla toda mi vida. ¡Os odio, os odio! Vosotros…
La chica calló un momento. La ira la sofocaba. Después, cobró aliento para otro arranque. Tenía las mejillas muy rojas. Sus ojos brillaban fieramente, con la fiereza de los del tigre.
Fue Pelirrojo el primero en volverse para huir e, instintivamente, Guillermo le siguió. Corrieron hasta quedar a cierta distancia de la casa de Anthea, donde ésta no podía ya verles. Luego, caminaron unos metros tranquilamente, en silencio.
—Bueno, hay que reconocer que éste ha sido uno de esos días en que uno no está para nada, ¿eh? —dijo Pelirrojo.
—Es verdad —convino Guillermo.
—Ahora ya no hay que esperar que mi tía nos dé esos diez chelines, de modo que nos hemos quedado a la cuarta pregunta, sin un penique.
—Sí —repuso Guillermo—. Oye: ¡qué chica! Más que un ser humano parecía un monstruo…
—Podía habernos agradecido, por lo menos, las molestias que nos tomamos —consideró Pelirrojo—. Yo no sabía que tenía ese carácter.
—Cuando las conoces bien te das cuenta en seguida de que todas son iguales —filosofó Guillermo.
—Todo el mundo parece estar contra nosotros hoy. Esto ha sido así desde el mismo momento en que hemos empezado a movernos —dijo Pelirrojo, totalmente desilusionado.
—Sí —confirmó Guillermo—. Y no está en nuestra mano evitarlo, por desgracia.
—Vámonos a casa… ¿Qué otra cosa podemos hacer ya?
—Sí. Ya está bien por hoy.
Los dos amigos se separaron delante de la casa de Pelirrojo.
Guillermo echó a andar lentamente, camino de la suya. Iba recordando los acontecimientos de aquella jornada. Evocó la figura del señor Monson, una tempestad de ira, la desdeñosa actitud de Anthea, la vergonzosa huida frente al primero, la todavía más ignominiosa fuga ante la chica… Por un momento, le invadió un profundo desánimo. Pero esto le duró poco. Guillermo era así. Se recuperaba con facilidad de aquellas situaciones. Volvió a acordarse de lo sucedido después… Y se desentendió de sus recuerdos. Pertenecían al mundo de la fantasía, eran como un sueño, constituían algo irreal. Enormemente aliviado, tornó al mundo de lo circundante, de la realidad pura.
Una ensordecedora ovación le acogió en el instante en que su coche se detenía ante las puertas del palacio de Buckingham.
Las puertas se abrieron entonces de par en par. Movióse entre reverencias. Se había congregado la familia real para saludarle. Todos aquellos egregios personajes le sonreían, llenos de admiración y gratitud; todo el mundo se sentía orgulloso por el honor y la fama que había dado a su país.
Los aplausos de la multitud eran como un prolongado trueno, mejor aún: como un terremoto, pues la tierra parecía estremecerse.
Hincó las rodillas sobre un cojín de terciopelo.
La espada tocó ligeramente su hombro.
—«Levantaos, sir Guillermo Brown.»