GUILLERMO DA UN CORTO Y AGRADABLE PASEO
—¿A qué se debe todo este desorden? —dijo Guillermo, abarcando con la mirada el desordenado cuarto donde dormía.
—Estoy haciendo la limpieza de primavera, querido —dijo la señora Brown—; apártate.
—Pero si no estamos en primavera —objetó Guillermo—. No puedes hacer la limpieza de primavera cuando todavía no es primavera.
—Ya sé que no es primavera, querido, pero el año pasado tuve la gripe y quiero estar prevenida. Vamos, sal de aquí.
—Bueno, no me importa ayudar un poco en la limpieza de primavera —dijo Guillermo. Su interés aumentaba a medida que inspeccionaba el caos que le rodeaba—. Ya ayudé el año pasado, ¿no es verdad?
—Sí, si a aquello le llamas ayudar —dijo la señora Brown, introduciendo el cepillo de la aspiradora por los rincones del sofá—. Enjabonaste el sillón de tu padre, quitaste la tapicería y todo lo dejaste empapado. El agua goteaba por todas partes. Tu padre estaba furioso. No lo pudo usar durante semanas.
—Bueno, pero estaba limpio —dijo Guillermo después de pensar unos momentos—. Y ahora tengo un año más. Tengo un poco más de sentido común que entonces. Y de todos modos lo que hice fue muy sensato. Debía mojarse la parte interior para limpiarlo bien por dentro. Apuesto que a tu modo lo has limpiado por fuera. Apuesto que este sillón no ha estado en su vida tan limpio como cuando terminé de limpiarlo.
—Aun cuando estuvo seco le dio reuma a tu padre… Deja tranquila la aspiradora, Guillermo.
—Sólo quería saber cómo funcionaba… Bueno, ¿qué puedo hacer para ayudar?
—Te puedes ir —dijo la señora Brown—. Te puedes ir a dar un paseo corto y reposado.
—Oh, muy bien —dijo Guillermo alejándose—. Si no quieres que te ayude… pero apuesto que podría ayudar muy bien.
La mirada de resolución que brilló en sus ojos mientras se marchaba del cuarto, podía haber provocado terribles sospechas a la señora Brown, si ésta no hubiera estado separando un curioso montón de cosas: alfileres, migas de pan, lápices y hasta un par de tijeras, todas ellas salidas de entre el brazo y el asiento del sofá. La paz parecía haber entrado en la casa, interrumpida solamente por el ruido del aspirador. Se ha ido a dar un corto y agradable paseo, pensaba felizmente la señora Brown, empezando a limpiar el otro lado del sofá. Me pregunto de dónde saldrá tanto polvo… Si el tiempo sigue tan bueno, mañana sacaré todas las alfombras y las pondré sobre el césped… Las fundas han quedado bien… y esta tarde lavaré también las cortinas…
Un ruido producido en el contiguo cuarto cortó en seco sus dulces sueños en lavar cortinas y barrer alfombras. Se puso en pie inmóvil, escuchando, con el ceño fruncido. Se produjo otro ruido. La paz que envolvía la casa había desaparecido. Guillermo no había ido a dar un corto y agradable paseo.
Suspirando, se fue al comedor. Guillermo estaba esparciendo las últimas hojitas de un paquete de té encima de la alfombra.
—Bueno, no puedes decir que no he hecho esto bien —dijo con cara de santo, mientras retorcía el vacío paquete y lo tiraba a la chimenea—. He oído a la vieja señora Mexton hablando con alguien y decía que no había nada como la manera antigua de limpiar una alfombra con hojas de té. Dijo que era mejor que todas esas máquinas modernas y cosas parecidas y…
—¡Guillermo! —gimió la señora Brown—. Ella quiso decir hojas de té usadas. ¡Qué terrible porquería has hecho!
Guillermo levantó sus brazos al aire con un gesto elocuente.
—Bueno, esto es lo que ella dijo. Aseguró que no había nada como la manera antigua de limpiar una alfombra con hojas de té. Ella…
—Vamos a tardar horas en limpiarla.
—Pero yo sólo he hecho lo que ella dijo. ¿Cómo quieres que yo supiera que ella quería decir que se tenía que hacer primero el té con ellas? Nunca dijo eso. Nunca dijo que se tuviera que hacer el té con ellas primero… —pero, rápidamente, con un gesto de alegría, como hallando solución a su error, murmuró—: Podríamos poner agua hirviendo encima de la alfombra. Así las convertiríamos en hojas de té usadas.
—No, Guillermo. Ya has armado suficiente desorden por ahora.
Guillermo repitió su elocuente gesto y continuó afirmando:
—Pero te sigo diciendo que sólo he hecho lo que ella dijo. No había nada mejor, que la manera antigua de limpiar alfombras con hojas de té.
La señora Brown, apretando la cabeza entre sus manos, replicó:
—¡Guillermo, acaba de una vez de repetir eso!
—Bueno, ella lo dijo. No fui yo quien lo dijo. Fue ella. Dijo que no había nada…
—¿Quieres irte, Guillermo?
—Sí, pero escucha —contestó Guillermo seriamente—: Mientras estaba haciendo esta operación con las hojas de té, pensaba en una manera nueva de limpiar el hollín de la chimenea. Nunca me lo has dejado hacer, pero he pensado que siendo una limpieza general lo que estás haciendo te ahorrará tiempo si lo hago… Quiero decir… bueno, quiero decir que he pensado que te gustaría que lo hiciera.
—Guillermo —dijo la señora Brown controlando sus nervios con dificultad—, sólo hay una cosa que me gustaría que hicieras, y es, que te vayas a dar un paseo corto y agradable.
—Muy bien —dijo Guillermo, desalentado—. Pero apuesto a que te sabrá mal no haber dejado que te ayude, limpiando el tiro de las chimeneas. Sospecho que nunca habrás pensado en este nuevo sistema que se me ha ocurrido e insisto en que ella sólo dijo hojas de té. No dijo hacer primero el té con ellas. El…
—¡¡¡Guillermo!!!
—Muy bien, me voy —y tomando un aire de sentimiento iba murmurando—: Mandar a tu propio hijo fuera, igual que a un perro. Y no creo que haya ninguna necesidad de hacer la limpieza de primavera de todos modos. Creo…
Se encontró hablando en plena calle. La señora Brown había vuelto a la paz tranquila de su limpieza de primavera.
Guillermo erró carretera abajo tristemente con las manos en los bolsillos, y la cabeza hundida entre los hombros.
—Ella solamente dijo hojas de té —murmuraba—. ¿Cómo iba yo a saber que quería decir que se hiciera el té con ellas primero…? Y apuesto a que hubiera limpiado esos cañones de chimeneas muy bien. Algunas personas parece que no quieran que las ayuden. Así se le quitan a uno las ganas de ayudar a los demás.
Pero la naturaleza de Guillermo no era de las que le hacía permanecer abatido mucho tiempo. Poco a poco su cabeza se fue irguiendo y su paso tomó su acostumbrada elasticidad y empezó a observar con interés cuanto le rodeaba. Notó un movimiento sospechoso en la zanja, que a lo mejor había sido producido por una rata de agua; dos gorriones estaban llevando a cabo una excitada pelea en un seto; un caballo, más allá de este seto, retozaba alegremente y empezó a galopar a través del campo, y un hombre que llevaba un turbante e iba cargado con una cesta apareció súbitamente por la curva de la carretera.
Sin pensarlo ni un instante Guillermo se volvió para seguirle y empezó a andar a su lado, mirándolo con franca curiosidad. Nunca había andado carretera abajo al lado de un hombre que llevara un turbante y quería disfrutar de la experiencia. El hombre se volvió hacia él, lanzándole una mirada curiosa.
El interés de Guillermo, dividido hasta ahora entre la rata de agua, gorrión y caballo, se concentró en el hombre que andaba con paso largo, carretera abajo. Era alto, delgado, piel morena y llevaba barba negra y erizada.
La apresurada inspección que había hecho Guillermo de las chimeneas antes de que expusiera los planes para su limpieza, había dejado sus huellas en su frente y en una de las mejillas.
—Tienes la cara sucia —le dijo el hombre.
Tenía un tono de voz fuerte y agudo y encogía los hombros mientras hablaba.
—He estado haciendo limpieza de primavera —dijo Guillermo con dignidad.
—¡Ah! —dijo el hombre—, es fantástica esta limpieza de primavera. Sólo la mente de una mujer podría imaginar una manera tan rara de perder el tiempo, energía y dinero.
—Sí, esto sí que está bien dicho —adujo Guillermo impresionado—. Estaba probando de decir eso a mi madre, pero no encontraba las palabras precisas como usted lo ha hecho y de todos modos ella no me escuchaba. Probaré de recordar el modo como usted lo ha expresado.
El hombre dejó la cesta en la carretera, sacó una pipa y la cargó con todo el tabaco que le quedaba en la petaca y la encendió. Guillermo transfirió su atención a la cesta. Un pequeño chillido salió de ella.
—¿Hay un gato aquí? —dijo.
El hombre hizo con la cabeza un signo negativo.
—¿Ratones?
Volvió a negar del mismo modo.
—¿Un conejo de Indias? Una vez tuve un conejo de Indias que hacía un ruido como éste… Bueno, algo parecido.
El hombre se agachó y abrió la cesta. Una cara negra con ojos grandes y suaves le miraron de entre lo que parecía un nido de lana.
Abrió la cesta y una cara negra con ojos grandes y suaves miró a Guillermo.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡Un mono!
—Sí, un tití —dijo el hombre—. Siente el frío y siempre lo tengo envuelto en un chal.
—¡Troncho! —murmuró Guillermo otra vez.
El hombre había cerrado la cesta y andaba carretera abajo. Guillermo le acompañaba, con la mirada fija en la cesta.
—¿Dónde lo lleva? —dijo.
—Al Zoo privado de un caballero. Quería un tití hace bastante tiempo y se lo llevo.
—¿Cómo se llama?
—Tito.
—¿Puedo llevar la cesta?
—No.
—¿Puedo echarle otra ojeada?
—No —dijo el hombre, y añadió con fría cortesía—. No tengo ninguna necesidad de apartarte más de tu camino.
—No lo está haciendo —le aseguró Guillermo—. Llevo el mismo camino que usted.
—Pero yo me dirijo a la estación.
—Bueno, allí es donde voy yo precisamente —contestó Guillermo prontamente—. Es una cosa curiosa, pero yo voy a dar un pequeño paseo a causa de esta limpieza de primavera y es justamente un agradable y corto paseo hasta la estación. Apuesto a que de todos modos me hubiera gustado haber ido a dar un corto paseo a la estación… ¿Qué es lo que come este animalito?
—Una comida preparada especial para él —dijo el hombre bruscamente dando muestras evidentes de haber aguantado bastante la compañía de Guillermo.
—Se lo compraría si usted quisiera vendérmelo —ofreció Guillermo—. Le ahorraría la molestia de llevarlo a ese Zoo. Tengo casi dos chelines que me han sobrado de la propina que una tía me dio, por tanto apuesto a que se lo podría comprar muy bien, y lo podría cuidar muy bien también. He cuidado animales de todas clases durante toda mi vida. He cuidado perros, conejos y un conejito de Indias y orugas y… Una vez tuve una colección de insectos que fue famosa. Bueno, todo el mundo de por aquí la conocía. Llené una caja hasta que algunos de ellos se escaparon. Un mono no es nada para mí.
—Un tití —dijo el hombre.
—Apuesto a que aprendería a comer hojas de col y hojas de lechuga —dijo Guillermo—. Yo lo prepararía del modo que usted me dijera. O galletas de perro. También tengo un paquete de huevos de hormigas, que sobró de un pececito dorado.
El hombre miraba el paisaje de una manera distraída y no hizo ningún comentario.
—A lo mejor le gustará los huevos de hormigas —seguía Guillermo—. Debe ser su comida de costumbre. Debe de haber hormigas en la selva.
El hombre no hizo ningún comentario.
—Una vez alimenté un conejo de Indias con huevos de hormigas —repetía Guillermo—. Se murió, pero no creo que se muriera a causa de ingerir huevos de hormigas. Creo que murió por alguna otra causa.
Llegaron a la estación. El hombre siguió andando hasta el andén. Después de pensar un momento, Guillermo le siguió. Un tren acababa de llegar. El hombre subió a un vagón. Nuevamente Guillermo le siguió.
—Estaré solamente hasta que el tren se vaya —dijo, y aplicando su oído a la cesta, balbuceó—: Puedo oír cómo respira. ¿Vamos a echarle otra ojeada? Sólo para aseguramos de que está muy bien.
El hombre había sacado su bolsa de tabaco y una expresión de espanto se encendió en su delgada y oscura cara.
—¡Mi tabaco! Me olvidé de comprar más tabaco. Hay un estanco justo fuera de la estación. Tu presencia me ha distraído y… —Reparando con una lánguida mirada desde Guillermo a la cesta, continuó—: Vigílalo un momento hasta que yo vuelva. Correré hasta la tienda y vuelvo. Estaré aquí otra vez antes de que el tren se marche.
Guillermo observó cómo recorría el andén y desaparecía por la salida. Casi inmediatamente el guardia levantó una banderita y el tren arrancó lentamente. Guillermo se asomó por la ventanilla y vio la figura del turbante corriendo como un loco a lo largo del andén, moviendo sus brazos y gritando palabras desconocidas con voz chillona. El tren aceleró. La gritona figura se iba reduciendo a medida que el tren se alejaba hasta que desapareció… Guillermo respiró profundamente y sentóse al lado de su carga. Cautelosamente abrió la cesta y la pequeña cara le miró otra vez con dulces ojos oscuros, demostrando con expresivos gestos su alegría.
Guillermo se estremeció de orgullo y excitación mientras cerraba la cesta. Se exaltó adornando en su mente la aventura que relataría del modo más impresionante a sus amigos… El hombre del mono debía hacer algunas compras y aseguró que no abandonaría su valioso mono a nadie más que a mí, por suponer que a ningún otro chico podía confiar el animalito.
El tren se paró en una estación y se le ocurrió a Guillermo por primera vez preguntarse adónde se dirigían el dueño y el mono. Miró la etiqueta de la cesta… Steedham. Faltaban sólo dos estaciones.
Tomando el aire de responsabilidad de un chico al que han confiado algo de mucho valor, sentóse cerca de la cesta, poniendo una mano sobre ella y de vez en cuando, inclinándose para susurrar alentadoras palabras al oído del ocupante.
—Bueno, amigo «Tito»… Buen chico… ¿Cómo andamos…? Alégrate, «Tito».
El monito hizo pequeños ruidos que Guillermo interpretó como expresiones de amistad e interés. El tren se deslizaba lentamente a través de la estación de Steedham.
Guillermo cogió la cesta y se apeó.
Le pidieron el billete, dando él a su manera una explicación de lo que había pasado. El portero se rascó la cabeza. Era una situación que nunca se le había presentado en tantos años de ocupar aquel puesto y no sabía cómo solucionarlo.
—Tendrás que esperar hasta el próximo tren —dijo al fin—. Falta todavía alrededor de una hora.
—Muy bien —contestó Guillermo.
Tomó asiento con su cesta al lado y al cabo de lo que le pareció una larga espera se levantó y acercándose al portero le dijo:
—Este tren debe llevar mucho retraso pues hace más de una hora que llegué.
—Sólo hace cinco minutos exactamente —contestó el portero secamente.
Inmediatamente una irresistible tentación se apoderó de Guillermo. Quería andar carretera abajo igual que el hombre del turbante, llevando un mono en una cesta. Estaría de vuelta a la estación bastante antes de que llegara el tren. Y cogiendo la cesta dijo con viveza al portero:
—No voy sino a dar un agradable paseo, porque tengo tiempo.
El portero estaba rascándose la cabeza en un nuevo sentimiento de confusión, mientras Guillermo apartó la barrera para hacerse camino y salió a la calle.
Allí empezó a andar con el mismo largo paso del hombre del turbante. Él se imaginaba alto y delgado, con la tez morena y con turbante. Llevaba un mono en una cesta, un mono que él había salvado de un ataque de un leopardo en la oscura África. O mejor en la secreta India. No… Reconstruyó una historia. Había sacado una espina del pie del mono en la selva y más tarde, cuando había sido capturado por caníbales y estaba a punto de ser devorado vivo, el mono había saltado de un árbol y había mordido sus ligaduras y desde entonces habían sido compañeros inseparables. No… Pensó una mejor todavía. Había rescatado el mono de un circo donde estaba mal tratado y todavía una cuadrilla de hombres del circo, despiadados y crueles malhechores, iban tras sus huellas. Aceleró sus pasos y miró hacia atrás cuidadosamente por encima de su hombro. Los hombres del circo no estaban a la vista… pero a lo mejor habían tomado un atajo a través de los campos y estaban esperándolo en la próxima esquina en la calle. Irían cargados de armas, claro. Apuntarían por nada. Raptarían a él y al mono.
Se detuvo. Estaba pasando cerca de una verja grande decorada con banderas. A través de la verja podía ver una extensión con árboles al fondo y a lo lejos la línea de una majestuosa mansión.
Un gran aviso ponía «Steedham, Jardín de Fiestas», y varias personas estaban ocupando la verja. Guillermo miraba con interés. En la distancia podía ver un tiovivo, una barraca de tiro al blanco. Guillermo sentía irresistible pasión por los tiovivos y por el tiro. Una idea se le ocurrió. Podría despistar a la cuadrilla de los hombres del circo y disfrutar de una vuelta en el tiovivo y luego disparar unas cuantas tiradas en la barraca y estar de vuelta en la estación antes de que el tren con el hombre del turbante llegara.
Entró en las posesiones y vagaba por un ancho camino en dirección a un prado del cual venían las animadas notas de la monótona musiquilla del tiovivo. Entonces se acordó de su cesta… No se puede subir con una cesta a un tiovivo. Miró a su alrededor. Había una hilera de puestos bajo los árboles al borde del prado. Un gran montón de diferentes cosas puestas a la venta y entre ellas un letrero que decía: «Mostrador de Compra y Venta». Parecía no tener ni clientes ni quién se cuidara del mostrador. Guillermo se acercó. Debajo había algunas cestas no muy diferentes a la que él llevaba. Dejaría su cesta entre las otras (nadie se daría cuenta), se subiría en el tiovivo y volvería a buscarla para llegar a tiempo a la llegada del tren. Colocó la cesta lo más disimuladamente posible entre otras dos y se marchó corriendo hacia el tiovivo.
Volviendo una esquina del camino, chocó con un hombre alto, con un monóculo y que estaba de pie hablando con un clérigo.
—Mira dónde vas, chiquillo —dijo el hombre del monóculo.
—Perdón —se disculpó Guillermo casi sin aliento mientras se precipitaba hacia delante.
—La juventud de hoy no tiene modales —murmuró severamente mientras observaba la figura de Guillermo que se escapaba.
—No tienen modales, ninguna consideración, ninguna cortesía, ningún respeto a la ley ni al orden.
—Exactamente, señor Gervase —dijo el clérigo—. Muy diferente de nuestra generación, de verdad. Muchas veces pienso qué amabilidad la suya de dejar sus terrenos abiertos al público a pesar de todo.
—Es un placer —afirmó el señor Gervase—. Un placer, se lo aseguro.
—Este año no ha incluido su Zoo privado. Quizá es mejor.
—Sí… Algunos de los animales son un poco nerviosos y los niños pueden darles de comer cosas que no les van bien… A propósito, estoy esperando un nuevo inquilino esta tarde. Un amigo me ha mandado un tití desde la India y su agente me lo tiene que entregar esta tarde. Pero estoy un poco preocupado acerca de mi Zoo.
—¡Oh! ¿Por qué?
—Mi padre y el propietario de la finca lindante con el Zoo eran viejos amigos, amistad que procedía de su común afición a la pesca y fue por esta amistad que mi padre cedió a su vecino un derecho de paso a través del Zoo, pero ahora un sobrino de este señor ha heredado la finca y va a edificar en este prado y está reclamando el derecho de paso para sus desagradables camiones y pasarán justo por mi Zoo. Y va a estropear el lugar… Estoy seguro de que una vez oí decir a mi padre que el derecho de paso podía ser retirado, pero no puedo encontrar ninguna prueba de ello. Los abogados no tienen en su archivo ningún documento en el que pueda apoyarme; así están las cosas y aparentemente no puedo hacer nada. Sin embargo, tendré que tirar las paredes abajo.
—Penoso —dijo el clérigo.
—Yo uso una palabra más fuerte —corroboró el señor Gervase con un brillo de águila en sus ojos azules—. Una palabra que no puede entrar por vuestros oídos, mi querido vicario. Ah, allí creo que está el hombre que me traía mi tití, pero…
El alto y delgado hombre del turbante se estaba abriendo camino por entre la multitud y su cara mostraba una expresión de aguda angustia.
—¿Es usted el señor Gervase? —preguntó al llegar a dónde estaban los dos.
—Sí. ¿Dónde está el tití?
—Ha sido robado —dijo el hombre dramáticamente—. Robado ante mis propios ojos.
—¡Dios mío! —exclamó el señor Gervase—. ¿Quién lo ha robado?
—Un chico —contestó el hombre—. Joven, pero muy experto en la materia. Un chico con la cara sucia.
—Un chico —el señor Gervase y el clérigo se miraron entre sí—. ¡Cielo Santo! ¡El chico que nos ha empujado hace un momento!
—Llevaba sucia la frente y la mejilla.
—¡Ése es! —gritó el señor Gervase—. ¡Vámonos! Vamos a buscar a ese joven pícaro y usted puede decirnos lo que ha pasado por el camino.
Una apresurada búsqueda no reveló rastro alguno del joven pícaro.
—Creo que por el momento ya está muy lejos de aquí —dijo el hombre del turbante, encogiendo sus delgados hombros.
Pero Guillermo no andaba muy lejos, estaba muy cerca de ellos, hurgando frenéticamente por entre los cachivaches del puesto de compra-venta para ver de encontrar el cesto. Pero no estaba allí. Había desaparecido. Aparecieron cestas de todas clases y medidas, conteniendo toda clase de artículos imaginables, desde ruedas de patines hasta galletas, pero su cesta con su valioso ocupante había desaparecido. Su cara sucia se contrajo de horror, registró todo el mostrador, volviendo al revés las provisiones caseras, tazas de té, adornos anticuados y juguetes de lana… hasta que una mujer vestida con un traje rosa y estola de piel se le acercó indignada.
Guillermo hurgaba frenéticamente buscando el cesto.
—¿Cómo te atreves a desarreglar nuestras cosas de este modo? —exclamó—. ¿Qué es lo que buscas?
—¡Mono! —inquirió Guillermo desesperadamente.
—No seas impertinente —dijo la mujer—. Y vete. ¡Vete!
El fuerte tono con que pronunció estas palabras sobresaltó a Guillermo, tanto que una plancha de hierro que tenía asida se le escapó de su mano yendo a parar a una cesta de huevos recién puestos y, horrorizado de su nuevo estropicio, escapó bajando en un santiamén la avenida bordeada de corpulentos árboles, y sólo se paró cuando tuvo la certeza de que ya no era perseguido. Miró hacia las copas de los árboles con la vaga esperanza de encontrar allí al mono. No vio nada, pero, sentadas en la hierba debajo de un haya, habían dos mujeres de mediana edad, con una cesta entre ambas. Eran indiscutiblemente dos hermanas, vestidas iguales, con unos bonitos trajes gris pálido y sólo se distinguían por el color de una boina, pues una la llevaba color castaño y la otra de azul.
Pero no eran en las mujeres donde los dilatados ojos de Guillermo se fijaron, sino en la cesta. Había algo familiar en ella. Tantas cestas había investigado mientras buscaba por debajo del puesto de compraventa, que sus impresiones empezaban a ser un poco borrosas, pero verdaderamente había algo familiar en aquella cesta. Se acercó vacilando a la pareja y escuchó como decían:
—No creo que la gente haya comprado y vendido este año tanto como el pasado —comentaba la de la boina azul—, pero vale más poco que nada y es una buena ayuda… y ahora a comer querida. No negarás que ha sido una excelente idea la de haber traído el almuerzo en una cesta.
—Sí —dijo la de la boina color castaño sonriendo con ironía—, he preparado una comida extraordinaria. No te voy a decir lo que es hasta que la abras. Es una sorpresa.
—De todos modos no recuerdo haber visto esta cesta —murmuró la de la boina azul, mirándola con extrañeza.
—Oh, sí, querida —afirmó la de la boina color castaño con indiferencia—. Estas cestas son todas muy parecidas. Hay varias en el desván, ya lo sabes. Subí y escogí una bastante grande para la comida especial que estaba preparando y…
—Por favor… —suspiró Guillermo jadeante.
—Márchate, chico —dijeron las boinas azul y castaño a la vez.
—Fíjate en su cara —dijo una de ellas.
—¿No tienes modales, chico? —exclamó la otra—. Márchate… y ahora, querida, voy a abrir la cesta y se te hará la boca agua.
Despacio empezó a levantar la tapa…
Se oyó un penetrante grito mientras «Tito» saltaba de la cesta, se apoderó de la boina color castaño, se la puso en la cabeza, y, meneando su larga cola, trepó por el árbol y sus ramas rápidamente.
Frases de exclamación resonaron por todas partes y una multitud de gente se precipitó al pie del haya.
—¡El mono! —gritó el señor Gervase.
—¡«Tito»! —chilló el hombre del turbante.
—Es una broma de muy mal gusto, querida —dijo la mujer de la boina azul dirigiéndose a su compañera.
La muchedumbre corría por el camino, mientras «Tito», esforzándose en retener la boina castaño en su cabeza, se balanceaba de una rama a otra. Entonces se oyó un suspiro. «Tito» había llegado a una rama que se extendía hacia la mansión y trepando por ella en un ágil movimiento de balanceo, saltó, entrando por una ventana que encontró abierta y desapareció de la vista.
La muchedumbre, sin miramiento alguno en su afán de atrapar al animalito, se precipitó por la puerta principal.
—Está abajo.
—Está en la librería.
—Todavía no lo entiendo, querida. ¿Tú sabías que había un mono en la cesta? —exclamó, no saliendo de su estupor, la de la boina azul.
Toda la gente se metió en la biblioteca. Allí, encima de la librería, estaba «Tito», pavoneándose de su triunfo, chirriando a la multitud. Empezó a coger los libros de piel del último estante tirándolos hacia las cabezas de sus perseguidores. Ante los golpes producidos por los duros libros de piel, comenzaron a retirarse aquéllos y solamente el señor Gervase aguantó los golpes recogiendo los libros uno por uno mientras se los iba arrojando. Algunas de las encuadernaciones cedieron y los libros se abrieron y él los recogió con cariño.
«Tito» arrojó los libros de piel a la cabeza de sus perseguidores.
—Una colección única —dijo—, y el pequeño demonio la está estropeando. Puedo decir que ni yo mismo he leído ninguno, pero los he visto aquí desde mi más tierna infancia. Mi padre pensó que no había nada de más valor en el mundo que ellos —se arrodilló y cogió un tomo muy grande con un exquisito trabajo marroquí—. Horacio… Mi padre estaba loco por Horacio. Lo leía a todas horas. En el original, naturalmente. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?
Un papel doblado se había caído de entre las páginas. Lo recogió y lo examinó. Hasta su monóculo parecía bailar de excitación.
—¡Dios mío! Es una especie de documento legal… Sí. Escuchen. Nuestro viejo amigo renunció a su derecho de paso por el camino, a cambio de que se le permitiera pescar en aquella parte del río que corre al final de las tierras. Completamente legal. Firmado, sellado y con testigos. Firmado por un abogado del norte de Escocia. Supongo que los viejos amigos estaban de vacaciones pescando allí y, por tanto, no me extraña que el procurador no pudiera encontrarlo. Bueno —se volvió hacia el hombre del turbante—, éste es un día completo.
Pero el hombre del turbante no estaba interesado. Estaba haciendo unas cariñosas señales y peculiares silbidos al monito. Éste, por fin, como si se hubiera fijado en él por primera vez, saltó de repente desde la estantería yendo a caer en los brazos del hombre del turbante, quien lo colocó cariñosamente sobre su hombro.
El señor Gervase acarició su cabeza.
—Así que el pequeño monito puede tener un bonito y tranquilo hogar en el Zoo, después de todo. Allí estarás tranquilo sin coches ni camiones…
—Mi «Tito» —murmuraba el hombre del turbante—. ¡Cuánto habrás sufrido en las manos de aquel pillo!
Entonces se volvió y vio a Guillermo de pie delante del grupo de curiosos y extendiendo su mano en actitud acusadora, exclamó:
—¡El ladrón! ¡El chico! ¡El chico con la cara sucia!
El señor Gervase se puso el monóculo, que se le había caído durante los acontecimientos e inspeccionó a Guillermo con interés.
—Ah, sí… El chico con la cara sucia. Ya nos habíamos conocido antes, creo yo. ¿Y eres tú el responsable de todo eso?
—Bueno… según como se mire —murmuró Guillermo cabizbajo mirando de reojo a su alrededor buscando la forma de escapar—. Quiero decir, que puedo explicar todo… Quiero decir, verá, todo fue así…
Pero el hombre del monóculo le interrumpió.
—Las explicaciones son fastidiosas —dijo—. Vamos a dejarlo así. Tus actividades han causado una gran confusión. Yo no soy ningún gran estudiante de caracteres, pero puedo imaginar que tus actividades son siempre igual. De todos modos, te tengo que dar las gracias por el descubrimiento del documento valioso y legal, así, pues, corramos un tupido velo sobre el resto de los acontecimientos.
—No correremos ningún velo —afirmó el hombre del turbante, indignado—. Él robó mi «Tito». Lo dejó perder por entre los árboles. Arriesgó su preciosa vida. Él…
Se detuvo. Guillermo, discretamente, se retiraba y se estaba haciendo camino entre la multitud. En la puerta estaba todavía la de la boina azul apenada por el disgusto.
—Yo ya dije desde el principio que parecía una clase diferente de cesta, yo te lo insinuaba, pero tú no me querías escuchar —sus ojos se fijaron en Guillermo y lo miró con un lóbrego interés—. ¡El chico! ¡El chico que estaba rondando por ahí! Yo creo que sabe algo acerca de ello. Yo creó…
Pero Guillermo había completado su retirada bajando al paseo, tomó el camino de la estación, compró un billete con un aire de seguridad que dejó al portero desconcertado, vio el tren en el momento en que aminoraba su marcha y saltando entró en el vagón, miró por la ventana, saludó con enfática sorna al boquiabierto portero, y acomodóse para el viaje.
Empezaron entonces a desfilar por su mente los acontecimientos de la tarde. Lo que más claramente le quedó fijado era el recuerdo de «Tito» saltando encima de la librería, tirando los libros, parecía poner un hondo anhelo en tocar los libros como si tuviera conciencia de lo que estaba haciendo, como si su vida no pudiese ser nunca completa hasta haberlo hecho.
Llegado a casa, entró en la salita de estar, donde la señora Brown cosía la funda de un sillón.
—Se han lavado mucho mejor de lo que yo pensé —dijo complacidamente—. Bien, querido, ¿has dado un pequeño y agradable paseo?
—Sí, gracias —contestó Guillermo—. Llevé un mono muy valioso en una cesta a Steedham y se perdió y encontró un documento legal, así que no les importó el jaleo.
—¡Qué tonterías estás diciendo, querido! —dijo la señora Brown plácidamente, mientras ataba un hilo y arreglaba la funda a su forma—. Así queda igual que nueva… Ahora sí que creo que habré acabado la limpieza de primavera al final de la semana.
Guillermo se encogió de hombros y habló en alta y chillona voz.
—Solamente una mujer podría… —se decía tratando de repetir las mismas palabras que el hombre del turbante había usado. Y finalmente, dándose por vencido de no poder reconstruir la frase, exclamó—: Solamente una mujer podría hacer esto.
La señora Brown, durante la ausencia de Guillermo, había notado remordimientos angustiosos. Había rechazado las ofertas amables de Guillermo para ayudar. Estaba siempre rechazando las nobles ofertas de ayuda de Guillermo, y siempre después notaba remordimientos angustiosos… Hasta con las hojas de té había querido hacerlo bien. Tenía que encontrar algún pequeño trabajo para él que pudiera hacerlo bien. Y mientras estaba afuera, en su pequeño paseo, pensó y encontró uno, por esto ahora exclamó:
—¿Sabes, querido? He estado pensando en tu propuesta.
—¿Sí? —dijo Guillermo.
—Mira, si de verdad quieres ayudar en la limpieza de primavera, podrías sacar el polvo de los libros de los estantes del comedor. Es un agradable y pequeño trabajo y sería una gran ayuda para mí.
Un centelleo vino a los ojos de Guillermo. Iría a buscar a Pelirrojo y volverían a reconstruir la escena. Primero él sería el mono encima de la estantería y Pelirrojo la muchedumbre de abajo y luego, trocando los papeles, Pelirrojo haría de mono y él de invasor de la biblioteca… A lo mejor la muchedumbre sería vengativa y tiraría los libros contra él. Sí, esto haría la cosa aún más excitante. Parecería una especie de duelo. Él y Pelirrojo eran expertos en duelos. Los habían tenido, usando como armas patatas, manzanas podridas, pedazos de carbón y hasta cebollas, pero nunca habían probado guerrear con libros… Les sacarían bien el polvo, ayudando con ello muy bien a la limpieza de primavera. Después los pondrían en su sitio. Bueno, les haría bien estar tirados por ahí un poco, y quizás al sacudir el polvo de entre las hojas encontrarían un valioso y legal documento.
—¿Puedo ir a buscar a Pelirrojo para que me ayude? —preguntó.
—Si tú quieres, querido, puedes ayudar a la limpieza —insinuó la señora Brown no muy segura de las intenciones del chico—. ¿Pero seguro que no lo puedes hacer solo?
—No, tienes razón, no se puede —dijo Guillermo—. Mejor sería hacerlo entre dos.
—Bueno, ¿lo haréis muy bien, verdad? —inquirió la señora Brown—. ¿Los sacaréis todos fuera?
—Sí, los sacaremos todos fuera —prometió Guillermo.
—Y lávate la cara y que sea un buen trabajo… La limpieza de los libros, quiero decir… —Puntualizó recelosamente—. Sácalos cuidadosamente uno por uno y límpialos…
Pero Guillermo ya estaba fuera del alcance de su voz, caminando carretera abajo para citar a su compañero de lucha.