CHANTAJE
Roberto Andrews era uno de los tipos pintorescos del pueblo. Vivía en el Pabellón Este de la Mansión, donde desempeñaba el cargo de jardinero. Era alto y bien parecido. Tenía una hermosa barba blanca y se distinguía por su indolencia. Brillaba la risa en sus ojos azules y era un verdadero genio en el arte de perder el tiempo, tanto el suyo como el de los demás. Era gran amigo de Guillermo y de los Proscritos. A ellos les parecía exento de todos los inconvenientes que acostumbran a tener las personas mayores. Nunca estaba ocupado, nunca se mostraba falto de aprobación, nunca era ordenado, nunca estaba abstraído. Tomaba en serio las cosas verdaderamente importantes de la vida, tales como coleccionar cromos, el jugar a pieles rojas y el buscar nidos. Después de hacerles prometer que tomarían «un huevo y nada más, Bribonzuelos»", les enseñaba dónde estaban todos los nidos del bosque de la Mansión. Parecía saber exactamente dónde haría cada pájaro su nido cada año. Tenía una familia de dos ardillas amaestradas, cuatro perros y siete gatos que vivían todos juntos en paz y armonía. Sabía hacer barcos de madera, silbatos, arcos, flechas y peonzas. Hacía todas estas cosas como si no tuviera más obligación en este mundo. Se pasaba horas enteras, completamente feliz, con las manos metidas en los bolsillos y fumando. Contemplaba cómo organizaban los Proscritos carreras de barcos, cómo tiraban con arco y flecha, interesándose por su puntería y ofreciéndoles consejos. Era, por todos conceptos, una persona eminentemente satisfactoria. El ausente propietario de la Mansión le pagaba un sueldo por abrir, de vez en cuando, la verja y ayudar, menos frecuentemente aún, a hacer el trabajo de jardinero. Extendía la palabra «ayudar» en su sentido más literal: el de mantenerse a la expectativa y echar mano al trabajo sólo en un caso extremo. También se mostraba generoso dando consejos a sus compañeros más activos. El hecho de que nadie se mostrara resentido de su falta de actividad, da una idea de lo simpático que era.
* * *
El señor Bott, nuevo propietario de la Mansión, era un hombre de negocios. Le gustaba obtener el valor del dinero que pagaba. No en balde tropezaba la vista de los ciudadanos de todas las poblaciones inglesas con el apasionado consejo de que salvaguardaran su salud tomando la Salsa Bott con todas las comidas. El señor Bott era partidario de sacarles hasta el último gramo de rendimiento a todos sus empleados. Eso era lo que le había hecho elevarse de recadero a propietario de la Mansión. Cuando el señor Bott descubrió que tenía en su finca recién adquirida, un hombre que cobraba sueldo de trabajador sin ganarlo, por vaguear y consumir, de vez en cuando, la mejor fruta de sus invernaderos solamente, le despidió inmediatamente. Hubiera sido contrario a los más sagrados principios del señor Bott el hacer otra cosa.
Los Proscritos se mantuvieron alejados de la finca algún tiempo después de su aventura con su hija. Pero, habiéndose enterado de que la niña había ido a hacer una larga visita a parientes lejanos, los Proscritos decidieron volver a sus lugares favoritos. Llegaron al bosque introduciéndose por un hueco abierto en el seto. Se distrajeron un rato gateando por los árboles y dando volteretas entre las hojas. Luego probaron saltar el arroyo. Este poseía el atractivo de ser demasiado ancho para que se pudiera saltar. El interés estribaba en ver hasta qué punto se mojaba uno las botas cada vez. Por fin los Proscritos se cansaron de estas diversiones.
—Vayamos a buscar a Roberto —dijo Guillermo.
Se dirigieron lentamente al Pabellón, arrastrando los pies, luchando unos contra otros, silbando y dándose puñetazos de vez en cuando para hacer más interesante el camino.
Roberto se hallaba junto a la puerta, fumando como de costumbre.
—¡Hola, Roberto! —saludaron los Proscritos.
—¡Hola, granujas!
—Oiga, Roberto, háganos unos barcos y haremos una carrera.
—No hay inconveniente —contestó el hombre, vaciando la pipa y sacando una navaja grande del bolsillo—, aun cuando estáis haciéndome perder el tiempo, como de costumbre.
Cogió un pedazo de madera y empezó a darle forma.
—¿Cómo están las ardillas, Roberto?
—Muy bien.
—Roberto, están haciendo nidos en la hiedra del Roble Viejo otra vez.
—Eso lo sabía yo antes que tú, muchacho.
Pero, aunque trabajaba y silbaba, era evidente que Roberto no era el mismo de siempre.
—Oiga, Roberto; el mes que viene…
—El mes que viene, muchachos, no me encontraré por aquí.
Los Proscritos le miraron boquiabiertos.
—¿Cómo? ¿Se va usted de vacaciones, Roberto?
Este siguió manejando la navaja tranquilamente.
—Me marcho, muchachos, porque ese demonio de la Mansión me ha despedido… Que Dios le perdone, porque yo no le perdonaré.
—Pero… ¿porqué? —preguntaron casi paralizados de sorpresa.
—Dice que no trabajo. ¡Yo! —exclamó Roberto con indignación—. ¡Yo…! ¡Y me estoy quedando en los huesos de tanto como trabajo para él! Y dice que le robo la fruta… yo que sólo cojo unos melocotones que vendría él a darme con sus propias manos si fuera un caballero.
—¡Qué vergüenza! ¡No hay derecho! —dijeron los Proscritos.
—¡Echarnos a mí y a mis animales! ¡Que Dios le perdone! Bueno, aquí tenéis los barcos, bribonzuelos, y no os acerquéis a mis nidos de faisán u os meto el miedo de Dios en el cuerpo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Guillermo cuando Roberto hubo vuelto al pabellón, fumando tranquilamente.
—Nosotros no podemos hacer nada —dijo Pelirrojo con desaliento—. ¿Quién nos haría caso? ¿Quién nos escuchará a nosotros?
Guillermo, el jefe, le miró con severidad.
—Tú aguarda y verás —contestó.
El señor Bott era muy grueso. Su corpulencia le preocupaba enormemente, en secreto. El señor Bott había hecho dinero y ahora quería hacerse sitio en sociedad. Consideraba, y no sin razón, que su corpulencia, aun cuando resultara un excelente anuncio de las propiedades nutritivas de la Salsa Bott, le restaba refinamiento. La señora Bott le instaba con urgencia a que hiciera algo para remediarlo. Había consultado muchos especialistas caros. La señora Bott no hacía más que encontrarle médicos nuevos. El último que había encontrado era muy recomendado por todo el mundo. Casi garantizaba que, mediante su tratamiento, un globo se convertiría en lápiz humano en dos meses. El señor Bott había empezado el tratamiento. Era muy latoso; pero el señor Bott no carecía de perseverancia, jamás hubiera alcanzado la eminente posición que ocupaba en el mundo de los negocios. Todas las mañanas, en cuanto amanecía, el señor Bott, cubierto con un gabán, se dirigía a un pequeño lago que había entre los matorrales. Allí se quitaba el gabán y aparecía enfundado en un cortísimo taparrabos. Entonces sacaba una comba del bolsillo del gabán y daba cinco vueltas al lago, saltando. Luego se guardaba la comba y hacía gimnasia. Retorcía su rechoncho cuerpo en actitudes extrañas, extendiendo sus cortos y gordezuelos brazos hacia el cielo, sosteniéndose sobre una pierna mientras colocaba la otra a variantes ángulos que acababan siempre por hacerle perder el equilibrio. Por último, el señor Bott tenía que echarse al lago (no era muy profundo) chapalear y correr por dentro de él y luego salir y secarse con la toalla que llevaba en el otro bolsillo del gabán.
«Se le veía haciendo equilibrio sobre un brazo y una pierna.»
A continuación volvía a ponerse el gabán, temblando de frío, y regresaba furtivamente a casa. Porque el señor Bott le daba vergüenza que se enterara nadie de lo que hacía. Su creencia era que nadie más que la señora Bott, el médico y él estaban enterados de sus aventuras matutinas.
* * *
Cierta helada mañana el señor Bott había saltado y chapaleado, se había retorcido y salido del agua; tiritando y con la nariz morada fue a ponerse el abrigo. Entonces recibió un susto que casi resultó ser superior a sus fuerzas. El abrigo había desaparecido. Miró alrededor del árbol junto al cual recordaba haberlo dejado y no lo encontró. No cabía la menor duda de que había desaparecido. Castañeteándole los dientes, echó una mirada de desesperación a su alrededor. Luego, por encima del ruido que le hacían los dientes al chocar entre sí, oyó una voz.
—Tengo su abrigo aquí arriba.
El señor Bott dirigió una mirada de sobresalto hacia las ramas de donde salía la voz. Por entre las hojas, vio un rostro severo, chato, cubierto de pecas, desgreñado, que le miraba con ferocidad.
—Le daré su abrigo —dijo Guillermo—, si promete dejar que se quede Roberto.
El señor Bott se llevó una mano que chorreaba a la cabeza, que chorreaba también.
—¿Roberto?
—Roberto Andrews, el que despide usted sin motivo.
El señor Bott hizo un esfuerzo por parecer severo y digno, a pesar de que le seguían castañeteando los dientes y de que le corría el agua por la cara.
—Tengo mis motivos, niño —dijo—, de los que tú nada sabes. ¿Tendrás la bondad de devolverme mi abrigo? Eres un niño muy malo y muy travieso y si no andas con cuidado se lo diré a la policía.
—Le daré el abrigo si promete no echar a Roberto —repitió Guillermo con severidad.
—Hablaré con tu padre y con la policía —dijo el señor Bott—. ¡Eres un niño muy impertinente! ¡Dame el abrigo ahora mismo!
—Le daré su abrigo —volvió a decir el niño—, si promete no echar a Roberto.
Empezó a desaparecer toda la dignidad del señor Bott.
—¡Mal bicho! —rugió—. ¡Vas a…!
Miró, desesperado, a su alrededor y vio algo que Guillermo debiera de haber visto. Por una vez, a Guillermo se le había pasado por alto algo vital para el éxito de sus planes. Entre la hierba, por detrás del árbol, yacía una escalera que algún jardinero se habría dejado allí y olvidada. Lanzando un alarido triunfal, el señor Bott corrió hacia ella.
—¡Atiza! —exclamó Guillermo, entre las tupidas hojas.
El señor Bott apoyó la escalera en el tronco del árbol y empezó a subir, chorreando, tiritando, furioso y helado. Guillermo retrocedió por la rama sin soltar el abrigo. El señor Bott le persiguió.
—¡Granuja…! ¡Demonio! ¡Ya te enseñaré yo!
La rama por la que Guillermo retrocedía se hallaba por encima del lago. A Guillermo solo, le hubiera soportado sin dificultad; pero no podía con el señor Bott. Sonó un chasquido, un alarido de terror del señor Bott, y la rama cayó al agua con sus dos ocupantes. El agua que levantó el cuerpo del señor Bott oscureció, momentáneamente el paisaje. Antes de que Guillermo pudiera rehacerse de la sorpresa que le produjo su propia caída y el salpicón y el alarido del señor Bott, este se le había echado encima. El señor Bott gruñía de rabia y estaba mojado y frío. Metió a Guillermo debajo del agua, le sacudió y le quitó el abrigo. Guillermo le dio un cabezazo al señor Bott en la parte más grande y más redonda de su anatomía, luego salió del lago y echó a correr, empapado, hacia la verja. El señor Bott le persiguió al principio. Luego, dándose cuenta de que se iba acercando a la carretera, dio media vuelta, se echó el empapado abrigo sobre los hombros, y corrió, tiritando, hacia su resplandeciente mansión.
* * *
Dos horas más tarde, Gullermo se reunió con los demás Proscritos en el viejo cobertizo en que tenían lugar sus reuniones.
—¿Qué? —inquirieron los Proscritos, con ansiedad.
Guillermo, que llevaba puesto el traje de días de fiesta, parecía pálido, cohibido, pero no menos determinado.
—No salió del todo bien —dijo—. Algo falló.
Brilló el desencanto en sus semblantes; pero no le interrogaron.
—Bueno; nosotros hemos hecho todo lo que podíamos —dijo Pelirrojo, con resignación—, y no podemos remediarlo.
—Tengo otra idea —aseguró Guillermo, sombrío—; aún no me doy por vencido.
Los otros le miraron con reverencia y respeto.
—Volveremos a reunirnos dentro de tres días —dijo Guillermo, frunciendo el entrecejo—; y… y… bueno, ya veréis.
Al día siguiente hacía sol. El señor Bott casi se divirtió haciendo sus ejercicios matutinos. Pensó, de vez en cuando, con indignación, acerca de los acontecimientos de la mañana anterior. Aquel niño terrible… Bueno, ya le había escarmentado… No era fácil que volviera después de lo ocurrido el día anterior.
Y Roberto Andrews se marcharía, desde luego… ¡Como que iba a consentir que un niño le diese órdenes! Pero el señor Bott no podía sentirse de mal humor mucho rato. La mañana era demasiado agradable y, además, acababa de descubrir que medía veintiún milímetros y medio menos de cintura que la semana anterior. Saltó, corrió, jugueteó y chapaleó. Una vez creyó ver la cara de aquel horrible muchacho entre los matorrales; pero al volver a mirar llegó a la conclusión de que debía haberse equivocado. También creyó oír una vez un chasquido, como si alguien hubiese pisado una rama; pero, al pararse a escuchar, decidió que sería imaginación suya. Halló muy agradables sus ejercicios durante las dos mañanas siguientes también. Pero la tercera mañana, en cuanto bajó, vestido ya, a su despacho, después de la gimnasia de rigor, para examinar la correspondencia antes de desayunarse, el mayordomo abrió la puerta y anunció:
—Dicen que se trata de un asunto muy importante, señor, y que usted sabe ya de qué se trata. Espero que no habré hecho mal.
Entonces cuatro niños se acercaron a su mesa. Uno de ellos era el que le había quitado el abrigo dos días antes. El mayordomo se había marchado. El señor Bott, lleno de rabia, alargó, la mano hacia el timbre. Iba a decir «Echa a estos niños a puntapiés», cuando el peor de ellos depositó media docena de instantáneas sobre su mesa. El señor Bott las miró y se quedó rígido, con la mano extendida hacia el timbre aún.
En la primera instantánea se le veía, bajo, gordo y (salvo por el microscópico taparrabos), desnudo saltando a la comba junto al lago. La posición de sus piernas resultaba irresistiblemente cómica. En la segunda instantánea se le veía al señor Bott, corto y gordo aún y casi desnudo, haciendo equilibrio sobre un brazo y una pierna. El otro brazo y la otra piernas los tenía alzados; los ojos aparecían a punto de desorbitarse y tenía la lengua fuera. En la tercera instantánea se le veía en el instante en que perdía el equilibrio durante un ejercicio difícil. Esta era la más exquisita de la colección. La cuarta mostraba al señor Bott tumbado panza arriba, agitando las piernas en el aire. En la cuarta aparecía a gatas, con brazos y piernas muy tiesos y cara de sufrimiento. En la sexta se le veía al señor Bott chapaleando en el lago.
El señor Bott sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que le perlaba la frente.
—Si las quema —dijo Guillermo con firmeza—, podemos sacar más. Tenemos la película y podemos hacer muchos centenares más… y la mar de buenas.
El señor Bott empezó a tartamudear.
—¿Qué… qué… vais a… a… a hacer… con… con ellas? —inquirió.
—Enseñárselas a la gente nada más —respondió Guillermo, con seriedad.
El señor Bott empezó a tener visiones horribles. Vio las instantáneas publicadas en el periódico del pueblo. Las vio pasar, de mano en mano, en los salones. Vio a los hombres fuertes retorcerse, impotentes, de risa al contemplarlas. Su puesto en sociedad… bueno, cuando menos se hablara de su puesto en sociedad si aquellas fotografías se hacían del dominio público, mejor.
Guillermo sacó un arrugado documento del bolsillo y lo depositó, solemnemente, sobre la mesa del señor Bott.
—Es un contrato —dijo—, firmado con nuestra sangre, y que dice que las tendremos escondidas y no se las enseñaremos nunca a nadie mientras deje a Roberto seguir aquí.
El señor Bott sabía cuando estaba vencido. Se humedeció los labios.
—Bueno —susurró—. Bueno… Prometo… pero… marchaos.
Se marcharon.
El señor Bott encerró el contrato en su mesa y se guardó la llave.
Entró la señora Bott. El señor Bott aún estaba acurrucado en su sillón.
—No pareces estar muy bien, querido Botty —dijo la señora.
—No —respondió él, con voz hueca—; me parece que este tratamiento no me está sentando nada bien.
—¿De veras, nene? Bueno, intentaré encontrarte otro médico.
* * *
Aquella tarde los Proscritos vieron a Roberto. Estaba a la puerta de su pabellón, con las manos en los bolsillos, la pipa en la boca, con su hermosa barba blanca, gloriosamente perezoso.
—He encontrado una culebra para vosotros, muchachos —les dijo—; está dentro de una caja, en el patio. ¡Ah!, y Roberto Andrews no se va, muchachos. Ya no le despiden. El viejo demonio ese se ha dado cuenta de todo lo que valgo, a Dios gracias.
Aquella noche Roberto, hermano mayor de Guillermo, bajó la escalera con su máquina fotográfica en la mano.
—Caramba —dijo—; hubiera jurado que guardé esta máquina con un rollo de película.
—¿Cuándo la usaste la última vez, querido? —preguntó la madre.
Guillermo cogió un libro del estante y se sentó a la mesa, apoyando la cabeza en las manos.
—La guardé en otoño, en espera de que viniera el buen tiempo; pero hubiera jurado que dejé dentro un rollo de película.
Su mirada descansó, acusadora y severa sobre Guillermo.
Este alzó la cabeza, sostuvo la mirada de su hermano sin pestañear, con expresión de paciencia y resignación en el semblante.
—Roberto —dijo, con un suspiro—; te agradecería que hablases más bajo. Estoy intentando aprenderme las fechas de mi lección de historia.
Roberto se quedó boquiabierto. Luego salió, silenciosamente del cuarto, con la boca abierta aún. No había manera de entender a aquel crío…