ROSARITO

I

Sentada ante uno de esos arcaicos veladores con tablero de damas, que tanta boga conquistaron en los comienzos del siglo, cabecea el sueño la anciana Condesa de Cela. Los mechones plateados de sus cabellos, escapándose de la toca de encajes, rozan con intermitencias los naipes alineados para un solitario. En el otro extremo del canapé, está su nieta Rosarito. Aunque muy piadosas entrambas damas, es lo cierto que ninguna presta atención a la vida del santo del día, que el capellán del Pazo lee en alta voz, encorvado sobre el velador, y calados los espejuelos de recia armazón dorada. De pronto Rosarito levanta la cabeza, y se queda como abstraída, fijos los ojos en la puerta del jardín que se abre sobre un fondo de ramajes oscuros y misteriosos. ¡No más misteriosos, en verdad, que la mirada de aquella niña pensativa y blanca! Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabeza en divino escorzo, la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla y el busto delicado y gentil destacándose en penumbra incierta sobre la dorada talla, y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros.

II

La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño, dejan escapar un grito:

—¡Jesús...! ¡Qué miedo!...

Interrumpe su lectura el clérigo, y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea:

—¿Alguna araña, eh, señorita?... Rosarito mueve la cabeza:

—¡No, señor, no!

Rosarito estaba muy pálida. Su voz, un poco veda, tenía esa inseguridad delatora del miedo y de angustia. En vano por aparecer serena quiso continuar la labor que yacía en su regazo. Temblaba demasiado entre aquellas manos pálidas, transparentes como las de una santa; manos místicas y ardientes, que parecían adelgazadas en la oración, por el suave roce de las cuentas del rosario. Profundamente abstraída clavó las agujas en el brazo del canapé, después con voz baja e íntima, cual si hablase contigo misma, balbuceó:

—¡Jesús!... ¡Qué cosa tan extraña! Al mismo tiempo entornó los párpados, y cruzó: manos sobre el seno de candidas y gloriosas teas. Parecía soñar. El capellán la miró con extrañeza:

—¿Qué le pasa, señorita Rosario? La niña entreabrió los ojos y lanzó un suspiro:

—¿Diga, Don Benicio, será algún aviso del otro undo?...

—¡Un aviso del otro mundo!... ¿Qué quiere usted decir?

Antes de contestar, Rosarito dirigió una nueva mirada al misterioso y dormido jardín a través de cuyos ramajes se filtraba la blanca luz de la luna. Luego, con voz débil y temblorosa, murmuró:

—Hace un momento juraría haber visto entrar por esa puerta a Don Miguel Montenegro...

—¿Don Miguel, señorita?... ¿Está usted segura?

—Sí; era él, y me saludaba sonriendo...

—¿Pero usted recuerda a, Don Miguel Montenegro? Si lo menos hace diez años que está en la emigración.

—Me acuerdo, Don Benicio, como si le hubiese visto ayer. Era yo muy niña, y fui con el abuelo a visitarle en la cárcel de Santiago, donde le tenían preso por liberal. El abuelo le llamaba primo. Don Miguel era muy alto, con el bigote muy retorcido y el pelo blanco y rizoso.

El capellán asintió:

—Justamente, justamente. A los treinta años tenía la cabeza más blanca que yo ahora. Sin duda, usted habrá oído referir la historia...

Rosarito juntó las manos:

—¡Oh! ¡Cuántas veces! El abuelo la contaba siempre.

Se interrumpió viendo enderezarse a la Condesa. La anciana señora miró a su nieta con severidad, y todavía mal despierta murmuró:

—¿Qué tanto tienes que hablar, niña? Deja leer a Don Benicio.

Rosarito inclinó la cabeza y se puso a mover las agujas de su labor. Pero Don Benicio, que no estaba en ánimo de seguir leyendo, cerró el libro y bajó los anteojos hasta la punta de la nariz.

—Hablábamos del famoso Don Miguel, Señora Condesa. Don Miguel Montenegro, emparentado, si no me engaño, con la ilustre casa de los Condes de Cela...

La anciana le interrumpió:

—¿Y adonde han ido ustedes a buscar esa conversación? ¿También usted ha tenido noticia del hereje de mi primo? Yo sé que está en el país, y que conspira. El cura de Cela, que le conoció mucho en Portugal, le ha visto en la feria de Barbanzón, disrazado de chalán.

Don Benicio se quitó los anteojos vivamente:

—¡Hum! He ahí una noticia, y una noticia de las más extraordinarias. ¿Pero no se equivocaría el cura de Cela?...

La Condesa se encogió de hombros:

—¡Qué! ¿Lo duda usted? Pues yo no. ¡Conozco harto bien a mi señor primo!

—Los años quebrantan las peñas, Señora Condesa. Cuatro anduve yo por las montañas de Navarra con el fusil al hombro, y hoy, mientras otros baten el cobre, tengo que contentarme con pedir a Dios en la misa el triunfo de la santa Causa.

Una sonrisa desdeñosa asomó en la desdentada boca de la linajuda señora:

—¿Pero quiere usted compararse, Don Benicio?... Ciertamente que en el caso de mi primo, cualquiera se miraría antes de atravesar la frontera; pero esa rama de los Montenegros es de locos. Loco era mi tio Don José, loco es el hijo y locos serán los nietos. Usted habrá oído mil veces en casa de los curas hablar de Don Miguel; pues bien, todo lo que se cuenta no es nada comparado con lo que ese hombre ha hecho.

El clérigo repitió a media voz:

—Ya sé, ya sé... Tengo oído mucho. ¡Es un hombre terrible, un libertino, un masón!

La Condesa alzó los ojos al cielo y suspiró:

—¿Vendrá a nuestra casa? ¿Qué le parece a usted?

—¿Quién sabe? Conoce el buen corazón de la Señora Condesa.

El capellán sacó del pecho de su levitón un gran pañuelo a cuadros azules, y lo sacudió en el aire con suma parsimonia. Después se limpió la calva:

—¡Sería una verdadera desgracia! Si la Señora atendiese mi consejo, le cerraría la puerta.

Rosarito lanzó un suspiro. Su abuela la miró severamente y se puso a repiquetear con los dedos en el brazo del canapé:

—Eso se dice pronto, Don Benicio. Está visto que usted no le conoce. Yo le cerraría la puerta y él la echaría abajo. Por lo demás, tampoco debo olvidar que es mi primo.

Rosarito alzó la cabeza. En su boca de niña temblaba la sonrisa pálida de los corazones tristes, y en el fondo misterioso de sus pupilas brillaba una lágrima rota. De pronto lanzó un grito. Parado en el umbral de la puerta del jardín estaba un hombre de cabellos blancos, estatura gentil y talle todavía arrogante y erguido.

III

Don Miguel de Montenegro podría frisar en los sesenta años. Tenía ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega. Era el mayorazgo de una familia antigua y linajuda, cuyo blasón lucía dieciséis cuarteles de nobleza, y una corona real en el jefe. Don Miguel, con gran escándalo de sus deudos y allegados, al volver de su primera emigración hizo picar las armas que campeaban sobre la puerta de su Pazo solariego, un caserón antiguo y ruinoso, mandado edificar por el Mariscal Montenegro, que figuró en las guerras de Felipe V y fue el más notable de los de su linaje. Todavía se conserva en el país memoria de aquel señorón excéntrico, déspota y cazador, beodo y hospitalario. Don Miguel a los treinta años había malbaratado su patrimonio. Solamente conservó las rentas y tierras de vínculo, el Pazo y una capellanía, todo lo cual apenas le daba para comer. Entonces empezó su vida de conspirador y aventurero, vida tan llena de riesgos y azares como la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada de fortuna. Liberal aforrado en masón, fingía gran menosprecio por toda suerte de timbres nobiliarios, lo que no impedía que fuese altivo y cruel como un árabe noble. Interiormente sentíase orgulloso de su abolengo, y pese a su despreocupación dantoniana, hacíale referir la leyenda heráldica que hace descender a los Montenegros de una emperatriz alemana. Creíase emparentado con las más nobles casas de Galicia, y desde el Conde de Cela al de Altamira, con todos se igualaba y a todos llamaba primos, pomo se llaman entre sí los reyes. En cambio, despreciaba a los hidalgos sus vecinos y se burlaba de líos sentándolos a su mesa y haciendo sentar a sus Criados. Era cosa de ver a Don Miguel erguirse cuan alto era, con el vaso desbordante, gritando con aquella engolada voz de gran señor que ponía asombro sus huéspedes:

—En mi casa, señores, todos los hombres son les. Aquí es ley la doctrina del filósofo de Judea.

Don Miguel era uno de esos locos de buena vena, con maneras de gran señor, ingenio de coplero y alientos de pirata. Bullía de continuo en si una desesperación sin causa ni objeto, tan pronto arrebatada como burlona, ruidosa como sombría. Atribuíansele cosas verdaderamente extraordinarias. Cuando volvió de su primera emigración encontróse hecha la leyenda. Los viejos liberales partidarios de Riego contaban que le había blanqueado el cabello desde que una sentencia de muerte tuviérale tres días en capilla, de la cual consiguiera fugarse por un milagro de audacia. Pero las damiselas de su provincia, abuelas hoy que todas suspiran cuando recitan a sus nietas los versos de El Trovador, referían algo mucho más hermoso... Pasaba esto en los buenos tiempos del romanticismo, y fue preciso suponerle víctima de trágicos amores. ¡Cuántas veces oyera Rosarito en la tertulia de sus abuelos la historia de aquellos cabellos blancos! Contábala siempre su tía la de Camarasa —una señorita cincuentona que leía novelas con el ardor de una colegiala, y todavía cantaba en los estrados aristocráticos de Compostela melancólicas tonadas del año treinta—. Amada de Camarasa conoció a Don Miguel en Lisboa, cuando las bodas del Infante Don Miguel. Era ella una niña, y habíale quedado muy presente la sombría figura de aquel emigrado español de erguido talle y ademán altivo, que todas las mañanas se paseaba con el poeta Espronceda en el atrio de la catedral, y no daba un paso sin golpear fieramente el suelo con la contera de su caña de Indias. Amada de Camarasa no podía menos de suspirar siempre que hacía memoria de los alegres años pasados en Lisboa. ¡Quizá volvía a ver con los ojos de la imaginación la figura de cierto hidalgo lusitano de moreno rostro y amante labia, que había sido la única pasión de su juventud!... Pero ésta es otra historia que nada tiene que ver con la de Don Miguel de Montenegro.

IV

El mayorazgo se había detenido en medio de la espaciosa sala, y saludaba encorvando su aventajado talle, aprisionado en largo levitón.

—Buenas noches, Condesa de Cela. ¡He aquí a tu primo Montenegro que viene de Portugal!

Su voz, al sonar en medio del silencio de la anchura y oscura sala del Pazo, parecía más poderosa más hueca. La Condesa, sin manifestar extrañeza, puso con desabrimiento:

—Buenas noches, señor mío.

Don Miguel se atusó el bigote, y sonrió, como hombre acostumbrado a tales desvíos y que los tiene en poco. De antiguo recibíasele de igual modo en casa de todos sus deudos y allegados, sin que nunca se le antojara tomarlo a pecho. Contentábase con hacerse obedecer de los criados, y manifestar hacia los amos cierto desdén de gran señor. Era de ver cómo aquellos hidalgos campesinos que nunca habían salido de sus madrigueras concluían por humillarse ante la apostura caballeresca y la engolada voz del viejo libertino, cuya vida de conspirador, llena de azares desconocidos, ejercía sobre ellos el poder sugestivo de lo tenebroso. Don Miguel acercóse rápido a la Condesa y tomóle la mano con aire a tiempo cortés y familiar:

—Espero, prima, que me darás hospitalidad por una noche.

Así diciendo, con empaque de viejo gentilhombre, arrastró un pesado sillón de moscovita, y tomó asiento al lado del canapé. En seguida, y sin esperar respuesta, volvióse a Rosarito. ¡Acaso había sentido el peso magnético de aquella mirada que tenía la curiosidad de la virgen y la pasión de la mujer! Puso el emigrado una mano sobre la rubia cabeza de la niña, obligándola a levantar los ojos, y con esa cortesanía exquisita y simpática de los viejos que han amado y galanteado mucho en su juventud, pronunció a media voz —¡la voz honda y triste con que se recuerda el pasado!:

—¿Tú no me reconoces, verdad, hija mía? Pero yo sí, te reconocería en cualquier parte... ¡Te pareces tanto a una tía tuya, hermana de tu abuelo, a la cual ya no has podido conocer!... ¿Tú te llamas Rosarito, verdad?

—Sí, señor.

Don Miguel se volvió a la Condesa:

—¿Sabes, prima, que es muy linda la pequeña?

Y moviendo la plateada y varonil cabeza continuó cual si hablase consigo mismo:

—¡Demasiada linda para que pueda ser feliz!

La Condesa, halagada en su vanidad de abuela, repuso con benignidad, sonriendo a su nieta:

—No me la trastornes, primo. ¡Sea ella buena, que el que sea linda es cosa de bien poco!...

El emigrado asintió con un gesto sombrío y teatral y quedó contemplando a la niña, que con los ojos bajos, movía las agujas de su labor, temblorosa y torpe. ¿Adivinó el viejo libertino lo que pasaba en aquella alma tan pura? ¿Tenía él, como todos los grandes seductores, esa intuición misteriosa que lee en lo íntimo de los corazones y conoce las horas propicias al amor? Ello es que una sonrisa de increíble audacia tembló un momento bajo el mostacho blanco del hidalgo y que sus ojos verdes —soberbios y desdeñosos como los de un tirano o los de un pirata— se posaron con gallardía donjuanesca sobre aquella cabeza melancólicamente inclinada que, con crencha de oro, partida por estrecha raya, tenía cierta castidad prerrafaélica. Pero la sonrisa y la mirada del emigrado fueron relámpagos por lo siniestras y por lo fugaces. Recobrada incontinenti su actitud de gran señor, Don Miguel se inclinó ante la Condesa:

—Perdona, prima, que todavía no te haya preguntado por mi primo el Conde de Cela.

La anciana suspiró, levantando los ojos al cielo:

—¡Ay! ¡El Conde de Cela, lo es desde hace mucho tiempo mi hijo Pedro!...

El mayorazgo se enderezó en el sillón, dando con la contera de su caña en el suelo:

—¡Vive Dios! En la emigración nunca se sabe nada. Apenas llega una noticia... ¡Pobre amigo! ¡Pobre amigo!... ¡No somos más que polvo!...

Frunció las cejas, y apoyado a dos manos en el puño de oro de su bastón, añadió con fanfarronería:

—Si antes lo hubiese sabido, créeme que no tendría el honor de hospedarme en tu palacio.

—¿Por qué?

—Porque tú nunca me has querido bien. ¡En eso es de la familia!

La noble señora sonrió tristemente:

—Tú eres el que has renegado de todos. ¿Pero a é viene recordar ahora eso? Cuenta has de dar a los de tu vida, y entonces...

Don Miguel se inclinó con sarcasmo:

—Te juro, prima, que, como tenga tiempo, he de arrepentirme.

El capellán, que no había desplegado los labios, repuso afablemente —afabilidad que le imponía el miedo a la cólera del hidalgo:

—Volterianismos, Don Miguel... Volterianismos que después, en la hora de la muerte...

Don Miguel no contestó. En los ojos de Rosarito acababa de leer un ruego tímido y ardiente a la vez. El viejo libertino miró al clérigo de alto abajo, y volviéndose a la niña, que temblaba, contestó sonriendo:

—¡No temas, hija mía! Si no creo en Dios, amo a los ángeles...

El clérigo, en el mismo tono conciliador y francote, volvió a repetir:

—¡Volterianismos, Don Miguel! ¡Volterianismos de la Francia!...

Intervino con alguna brusquedad la Condesa, a quien lo mismo las impiedades que las galanterías del emigrado inspiraban vago terror:

—¡Dejémosle, Don Benicio! Ni él ha de convercernos ni nosotros a él...

Don Miguel sonrió con exquisita ironía: —¡Gracias, prima, por la ejecutoria de firmeza que das a mis ideas, pues ya he visto cuánta es la elocuencia de tu capellán!

La Condesa sonrió fríamente con el borde de los labios, y dirigió una mirada autoritaria al clérigo para imponerle silencio. Después, adoptando esa actitud seria y un tanto melancólica con que las damas del año treinta se retrataban, y recibían en el estrado a los caballeros, murmuró:

—¡Cuando pienso en el tiempo que hace que no nos hemos visto!... ¿De dónde sales ahora? ¿Qué nueva locura te trae? ¡Los emigrados no descansáis nunca!...

—Pasaron ya mis años de pelea... Ya no soy aquel que tú has conocido. Si he atravesado la frontera, ha sido únicamente para traer socorros a la huérfana de un pobre emigrado, a quien asesinaron los estudiantes de Coimbra. Cumplido este deber, me vuelvo a Portugal.

—¡Si es así, que Dios te acompañe!...

V

Un antiguo reloj de sobremesa dio las diez. Era de plata dorada y de gusto pesado y barroco, como obra del siglo XVIII. Representaba a Baco coronado de pámpanos y dormido sobre un tonel. La Condesa contó las horas en voz alta, y volvió al asunto de su conversación:

—Yo sabía que habías pasado por Santiago, y que después estuviste en la feria de Barbanzón disfrazado de chalán. Mis noticias eran de que conspirabas.

—Ya sé que eso se ha dicho.

—A ti se te juzga capaz de todo, menos de ejercer la caridad como un apóstol...

Y la noble señora sonreía con alguna incredulidad. Después de un momento añadió, bajando insensblemente la voz:

—¡Es el caso que no debes tener la cabeza muy segura sobre los hombros!

Y tras la máscara de frialdad con que quiso revestir sus palabras, asomaban el interés y el afecto. Don Miguel repuso en el mismo tono confidencial, paseando la mirada por la sala:

¡Ya habrás comprendido que vengo huyendo! Necesito un caballo para repasar mañana mismo la frontera.

—¿Mañana?

—Mañana.

La Condesa reflexionó un momento:

—¡Es el caso que no tenemos en el Pazo ni una mala montura!...

Y como observase que el emigrado fruncía el ceño, añadió:

—Haces mal en dudarlo. Tú mismo puedes bajar a las cuadras y verlo. Hará cosa de un mes pasó por aquí haciendo una requisa la partida de El Manco, y se llevó las dos yeguas que teníamos. No he querido volver a comprar, porque me exponía a que se repitiese el caso el mejor día.

Don Miguel de Montenegro la interrumpió:

—¿Y no hay en la aldea quien preste un caballo a la Condesa de Cela?

A la pregunta del mayorazgo siguió un momento de silencio. Todas las cabezas se inclinaban, y parecían meditar. Rosarito, que con las manos en cruz y la labor caída en el regazo estaba sentada en el canapé al lado de la anciana, suspiró tímidamente:

—Abuelita, el Sumiller tiene un caballo que no se atreve a montar.

Y con el rostro cubierto de rubor, entreabierta la boca de madona, y el fondo de los ojos misteriosos y cambiante, Rosarito se estrechaba a su abuela cual si buscase amparo en un peligro. Don Miguel la infundía miedo, pero un miedo sugestivo y fascinador. Quisiera no haberle conocido, y el pensar en que pudiera irse la entristecía. Aparecíasele como el héroe de un cuento medroso y bello cuyo relato se escucha temblando y, sin embargo, cautiva el ánimo hasta el final, con la fuerza de un sortilegio. Oyendo a la niña, el emigrado sonrió con caballeresco desden, y aun hubo de atusarse el bigote suelto y bizarramente levantado sobre el labio. Su actitud era ligeramente burlona:

—¡Vive Dios! Un caballo que el Sumiller no se atreve a montar casi debe ser un Bucéfalo. ¡He ahí, queridas mías, el corcel que me conviene!

La Condesa movió distraídamente algunos naipes del solitario, y al cabo de un momento, como si el pensamiento y la palabra le viniesen de muy lejos, se dirigió al capellán:

—Don Benicio, será preciso que vaya usted a la rectoral y hable con el Sumiller.

Don Benicio repuso, volviendo las hojas de El Año Cristiano:

—Yo haré lo que disponga la señora Condesa; pero, salvo su mejor parecer, el mío es que más atendida había de ser una carta de vuecencia.

Aquí levantó el clérigo la tonsurada cabeza, y al observar el gesto de contrariedad con que la dama le escuchaba, se apresuró a decir:

—Permítame, señora Condesa, que me explique. El día de San Cidrán fuimos juntos de caza. Entre el Sumiller y el abad de Cela, que se nos reunió en el monte, hiciéronme una jugarreta del demonio. Todo el día estuviéronse riendo. ¡Con sus sesenta años a cuestas, los dos tienen el humor de unos rapaces! Si me presento ahora en la rectoral pidiendo el caballo, por seguro que lo toman a burla. ¡Es un raposo muy viejo el señor Sumiller!

Rosarito murmuró con anhelo al oído de la anciana:

—Abuelita, escríbale usted...

La mano trémula de la Condesa acarició la rubia cabeza de su nieta:

—¡Ya, hija mía!...

Y la Condesa de Cela, que hacía tantos años estaba amagada de parálisis, irguióse sin ayuda, y, precedida del capellán, atravesó la sala, noblemente inclinada sobre su muleta, una de esas muletas como se ven en los santuarios, con cojín de terciopelo carmesí guarnecido por clavos de plata.

VI

Del fondo oscuro del jardín, donde los grillos daban serenata, llegaban murmullos y aromas. El vientecillo gentil que los traía estremecía los arbustos, sin despertar los pájaros que dormían en ellos. A veces, el follaje se abría susurrando y penetraba el blanco rayo de luna, que se quebraba en algún asiento de piedra, oculto hasta entonces en sombra clandestina. El jardín cargado de aromas, y aquellas notas de la noche, impregnadas de voluptuosidad y de pereza, y aquel rayo de luna, y aquella soledad, y aquel misterio, traían como una evocación romántica de citas de amor, en siglos de trovadores. Don Miguel se levantó del sillón, y, vencido por una distracción extraña, comenzó a pasearse entenebrecido y taciturno. Temblaba el piso bajo su andar marcial, y temblaban las arcaicas consolas, que parecían altares con su carga rococó de efigies, fanales y floreros. Los ojos de la niña seguían miedosos e inconscientes el ir y venir de aquella sombría figura. Si el emigrado se acercaba a la luz, no se atrevía a mirarle; si se desvanecía en la penumbra, le buscaban con ansia. Don Miguel se detuvo en medio de la estancia. Rosarito bajó los párpados presurosa. Sonrióse el mayorazgo contemplando aquella rubia y delicada cabeza, que se inclinaba como lirio de oro, después de un momento llegó a decir:

—¡Mírame, hija mía! ¡Tus ojos me recuerdan otros ojos que han llorado mucho por mí!

Tenía Don Miguel los gestos trágicos y las frases siniestras y dolientes de los seductores románticos. En su juventud había conocido a lord Byron y la influencia del poeta inglés fuera en él decisiva. Las pestañas de Rosarito rozaron la mejilla con tímido aleteo y permanecieron inclinadas como las de una novicia. El emigrado sacudió la blanca cabellera, aquella cabellera cuya novelesca historia tantas veces recordara la niña durante la velada, y fue a sentarse en el canapé:

—Si viniesen a prenderme, ¿tú qué harías? ¿Te atreverías a ocultarme en tu alcoba? ¡Una abadesa de San Payo salvó así la vida a tu abuelo!...

Rosarito no contestó. Ella, tan inocente, sentía el fuego del rubor en toda su carne. El viejo libertino la miraba intensamente, cual si sólo buscase el turbarla más. La presión de aquellos ojos verdes era a un tiempo sombría y fascinadora, inquietante y audaz. Dijérase que infiltraban el amor como un veneno, que violaban las almas y que robaban los besos a las bocas más puras. Después de un momento añadió con amarga sonrisa:

—Escucha lo que voy a decirte. Si viniesen a prenderme, yo me haría matar. ¡Mi vida ya no puede ser ni larga ni feliz, y aquí tus manos piadosas me amortajarían!...

Cual si quisiera alejar sombríos pensamientos agitó la cabeza con movimiento varonil y hermoso, y echó hacia atrás los cabellos que oscurecían su frente, una frente altanera y desguarnecida, que parecía encerrar todas las exageraciones y todas las demencias, lo mismo las del amor que las del odio, las celestes que las diabólicas... Rosarito murmuró casi sin voz:

—¡Yo haré una novena a la Virgen para que le saque a usted con bien de tantos peligros!...

Una onda de indecible compasión la ahogaba con ahogo dulcísimo. Sentíase presa de confusión extraña, pronta a llorar, no sabía si de ansiedad, si de pena, si de ternura; conmovida hasta lo más hondo de su ser, por conmoción oscura, hasta entonces ni gustada ni presentida. El fuego del rubor quemábale las mejillas; el corazón quería saltársele del pecho; un nudo de divina angustia oprimía su garganta; escalofríos misteriosos recorrían su carne. Temblorosa, con el temblor que la proximidad del hombre infunde en las vírgenes, quiso huir de aquellos ojos dominadores que la miraban siempre, pero el sortilegio resistió. El emigrado la retuvo con un extraño gesto, tiránico y amante, y ella llorosa, vencida, cubrióse el rostro con las manos de novicia, pálidas, místicas, ardientes.

VII

La Condesa apareció en la puerta de la estancia, donde se detuvo jadeante y sin fuerza:

—¡Rosarito, hija mía, ven a darme el brazo!...

Con la muleta apartaba el blasonado portier. Rosarito se limpió los ojos y acudió velozmente. La noble señora apoyó la diestra blanca y temblona en el hombro de su nieta, y cobró aliento en un suspiro.

—¡Allá va camino de la rectoral ese bienanventurado Don Benicio!...

Después sus ojos buscaron al emigrado:

—¿Tú, supongo que hasta mañana no te pondrás en camino? Aquí estás seguro como no lo estarías ¡en parte ninguna.

En los labios de Don Miguel asomó una sonrisa de hermoso desdén. La boca de aquel hidalgo aventurero reproducía el gesto con que los grandes señores de otros tiempos desafiaban la muerte. Don Rodrigo Calderón debió de sonreír así sobre el cadalso, a Condesa, dejándose caer en el canapé, añadió con ave ironía:

—He mandado disponer la habitación en que, según las crónicas, vivió Fray Diego de Cádiz cuando tuvo en el Pazo. Paréceme que la habitación de Santo es la que mejor conviene a vuesa mercé... Y terminó la frase con una sonrisa. El mayorazgo se inclinó mostrando asentimiento burlón.

—Santos hubo que comenzaron siendo grandes cadores.

—¡Si Fray Diego quisiese hacer contigo un milagro!

—Esperémoslo, prima.

—¡Yo lo espero!

El viejo conspirador, cambiando repentinamente e talante, exclamó con cierta violencia:

—¡Diez leguas he andado por cuetos y vericuetos, estoy más que molido, prima!

Don Miguel se había puesto en pie. La Condesa le interrumpió murmurando:

¡Válgate Dios con la vida que traes! Pues es menester recogerse y cobrar fuerzas para mañana. Después, volviéndose a su nieta, añadió:

—Tú le alumbrarás y enseñarás el camino, pequeña.

Rosarito asintió con la cabeza, como hacen los os tímidos, y fue a encender uno de los candelabros que había sobre la gran consola situada enfrente del estrado. Trémula como una desposada se adelantó hasta la puerta donde hubo de esperar a que terminase el coloquio que el mayorazgo y la Condesa sostenían en voz baja. Rosarito apenas percibía un vago murmullo. Suspirando apoyó la cabeza en la pared y entornó los párpados. Sentíase presa de una turbación llena de palpitaciones tumultuosas y confusas. En aquella actitud de cariátide parecía figura ideal detenida en el lindar de la otra vida. Estaba tan pálida y tan triste que no era posible contemplarla un instante sin sentir anegado el corazón por la idea de la muerte... Su abuela la llamó:

—¿Qué te pasa pequeña?

Rosarito por toda respuesta abrió los ojos, sonriendo tristemente. La anciana movió la cabeza con muestra de disgusto, y se volvió a Don Miguel:

—A ti aún espero verte mañana. El capellán nos dirá la misa de alba en la capilla, y quiero que la oigas...

El mayorazgo se inclinó, como pudiera hacerlo ante una reina. Después, con aquel andar altivo y soberano, que tan en consonancia estaba con la índole de su alma, atravesó la sala. Cuando el portier cayó tras él, la Condesa de Cela tuvo que enjugarse algunas lagrimas.

—¡Qué vida, Dios mío! ¡Qué vida!

VIII

La sala del Pazo —aquella gran sala adornada con cornucopias y retratos de generales, de damas y obispos— yace sumida en trémula penumbra. La anciana Condesa dormita en el canapé. Encima del velador parecen hacer otro tanto el bastón del mayorazgo y la labor de Rosarito. Tropel de fantasmas se agita entre los cortinajes espesos. ¡Todo duerme! Mas he aquí que de pronto la Condesa abre los ojos y los fija con sobresalto en la puerta del Jardín. Imaginase haber oído un grito en sueños, uno de esos gritos de la noche, inarticulados y por demás medrosos. Con la cabeza echada hacia delante y el ánimo acobardado y suspenso, permanece breves instantes en escucha... ¡Nada! El silencio es profundo. Solamente turba la quietud de la estancia el latir acompasado y menudo de un reloj que brilla en el fondo apenas esclarecido...

La Condesa ha vuelto a dormirse.

Un ratón sale de su escondite y atraviesa la sala con gentil y vivaz trotecillo. Las cornucopias le contemplan desde lo alto. Parecen pupilas de monstruos ocultos en los rincones oscuros. El reflejo de la luna penetra hasta el centro del salón. Los daguerrotipos centellean sobre las consolas, apoyados en los jarrones llenos de rosas. Por intervalos se escucha la voz aflautada y doliente de un sapo que canta en el jardín. Es la medianoche, y la luz de la lámpara agoniza.

La Condesa se despierta, y hace la señal de la cruz.

De nuevo ha oído un grito, pero esta vez tan claro, tan distinto, que ya no duda. Requiere la muleta, y en actitud de incorporarse escucha. Un gatazo negro, encaramado en el respaldo de una silla, acéchala con ojos lucientes. La Condesa siente el escalofrío del miedo. Por escapar a esta obsesión de sus sentidos, e levanta y sale de la estancia. El gatazo negro la igue maullando lastimeramente. Su cola fosca, su lomo enarcado, sus ojos fosforescentes, le dan todo el aspecto de un animal embrujado. El corredor es oscuro. El golpe de la muleta resuena como en la desierta nave de una iglesia. Allá al final, una puerta entornada deja escapar un rayo de luz...

La Condesa de Cela llega temblando...

La cámara está desierta, parece abandonada. Por una ventana abierta que cae al jardín alcánzase a ver en esbozo fantástico masas de árboles que se recortan sobre el cielo negro y estrellado. La brisa nocturna estremece las bujías de un candelabro de plata que lloran sin consuelo en las doradas arandelas. Aquella ventana abierta sobre el jardín misterioso y oscuro tiene algo de evocador y sugestivo. ¡Parece que alguno acaba de huir por ella!...

La Condesa se detiene paralizada de terror.

En el fondo de la estancia el lecho de palo santo donde había dormido Fray Diego de Cádiz, dibuja sus líneas rígidas y severas a través de luengos cortinajes de antiguo damasco carmesí que parece tener algo de litúrgico. A veces una mancha negra pasa corriendo sobre el muro. Tomaríasela por la sombra de un pájaro gigantesco. Se la ve posarse en el techo y deformarse en los ángulos, arrastrarse por el suelo y esconderse bajo las sillas. De improviso, presa de un vértigo funambulesco, otra vez salta al muro, y galopa por él como una araña...

La Condesa cree morir.

En aquella hora, en medio de aquel silencio, el rumor más leve acrecienta su alucinación. Un mueble que cruje, un gusano que carcome en la madera, el viento que se retuerce en el mainel de las ventanas, todo tiene para ella entonaciones trágicas o pavorosas. Encorvada sobre la muleta, separa las cortinas, y mira... ¡Rosarito está allí inanimada, yerta, blanca! Dos lágrimas humedecen sus mejillas. Los ojos tienen la mirada fija y aterradora de los muertos. ¡Por su corpino blanco corre un hilo de sangre!... El alfileren de oro que momentos antes aún sujetaba la trenza de la niña, está bárbaramente clavado en su pecho, sobre el corazón. La rubia cabellera extiéndese por la almohada, trágica, magdalénica...