El cumpleaños de María Eduvigis

Hoy estaba invitado al cumpleaños de María Eduvigis. María Eduvigis es una niña, pero es fenómena; tiene el pelo amarillo, ojos azules, es toda rosa y es la hija de los señores de Courteplaque, que son vecinos nuestros. El señor Courteplaque es jefe de la sección de zapatos en los almacenes del Pequeño Ahorro, y la señora Courteplaque toca el piano y canta siempre lo mismo, una canción con montones de gritos, que se oye muy bien desde nuestra casa, todas las noches.

Mamá compró un regalo para María Eduvigis: una cocinita con cacerolas y coladores, y yo me pregunto si realmente se puede pasarlo bien con juguetes así.

Y después mamá me puso el traje azul marino con la corbata, me peinó con montones de brillantina, me dijo que debía portarme bien, como un hombrecito, y me acompañó a casa de María Eduvigis, justo al lado de la nuestra. Yo estaba encantado, porque me gustan los cumpleaños y quiero a María Eduvigis.

Claro, en todos los cumpleaños no se encuentran amiguetes como Alcestes, Godofredo, Eudes, Rufo, Clotario, Joaquín o Majencio, que son mis compañeros de escuela, pero siempre consigue uno divertirse; hay pasteles, se juega a los vaqueros, a policías y ladrones, y es fenómeno.

La mamá de María Eduvigis abrió la puerta y lanzó unos grititos, como si le extrañara verme llegar, aunque fue ella la que telefoneó a mamá para invitarme. Estuvo muy amable, dijo que yo era una monada, y después llamó a María Eduvigis para que viera el bonito regalo que le había llevado. Y vino María Eduvigis, enormemente rosa, con un traje blanco lleno de plieguecitos, realmente fenómeno. Yo estaba muy fastidiado al darle el regalo, porque estaba seguro de que iba a parecerle una birria, y estaba muy de acuerdo con la señora Courteplaque cuando le dijo a mamá que no habríamos debido. Pero María Eduvigis pareció muy contenta con la cocina; ¡las chicas son muy raras! Y después mamá se marchó, diciéndome otra vez que me portara bien.

Entré en la casa de María Eduvigis, y había dos niñas, con trajes llenos de plieguecitos. Se llamaban Melania y Eudoxia, y María Eduvigis me dijo que eran sus dos mejores amigas. Nos dimos la mano y fui a sentarme en un rincón, en un sillón, mientras María Eduvigis les enseñaba la cocina a sus mejores amigas, y Melania dijo que ella tenía una igual, pero en mejor; pero Eudoxia dijo que la cocina de Melania no estaba tan bien, seguramente, como la vajilla que le habían regalado a ella el día de su santo. Y las tres empezaron a discutir.

Y después llamaron a la puerta, varias veces, y entraron montones de niñas, todas con trajes llenos de plieguecitos, con regalos idiotas, y había una o dos que habían traído sus muñecas. Si lo hubiera sabido, habría traído mi balón de fútbol. Y después la señora Courteplaque dijo:

—Bueno, creo que ya estamos todos; podemos pasar a merendar.

Cuando vi que era el único niño, me dieron ganas de volver a casa, pero no me atreví, y tenía la cara muy caliente cuando entramos en el comedor. La señora Courteplaque me hizo sentar entre Leontina y Berta, que también, me dijo María Eduvigis, eran sus dos mejores amigas.

La señora Courteplaque nos puso unos sombreros de papel en la cabeza; el mío era uno puntiagudo, de payaso, que se sujetaba con una goma. Todas las niñas se rieron al verme, y aún tuve más calor en la cara, y la corbata me apretaba terriblemente.

La merienda no estaba mal: había pastas, chocolate, y trajeron una tarta con velas, y María Eduvigis sopló y todas aplaudieron. Yo, es gracioso, no tenía hambre. Y eso que aparte el desayuno, la comida y la cena, lo que prefiero es la merienda. Casi tanto como el bocadillo que comemos en el recreo.

Las niñas comían mucho, hablaban todo el tiempo, todas a la vez; se reían y fingían darle tarta a sus muñecas.

Y después la señora Courteplaque dijo que íbamos a pasar al salón, y yo fui a sentarme al sillón del rincón.

Luego, María Eduvigis, en medio del salón, con los brazos a la espalda, recitó una cosa que hablaba de pajaritos. Cuando acabó, todos aplaudimos, y la señora Courteplaque preguntó si alguien quería hacer algo, recitar, bailar o cantar.

—¿Quizá Nicolás? —preguntó la señora Courteplaque—. Un niño tan simpático, seguramente sabrá recitar algo…

Yo tenía una gran bola en la garganta, y dije que no con la cabeza, y ellas se rieron todas, porque debía parecer un payaso con mi sombrero puntiagudo. Entonces Berta le dio su muñeca a Leocadia para que se la guardara, y se sentó al piano a tocar algo, sacando la lengua, pero se le olvidó el final y se echó a llorar. Entonces la señora Courteplaque se levantó, dijo que estaba muy bien, besó a Berta y nos pidió que aplaudiéramos, y todas aplaudieron.

Y después María Eduvigis puso todos sus regalos en medio de la alfombra, y las niñas empezaron a soltar gritos y montones de risitas, y eso que no había ni un juguete de verdad en el montón: mi cocina, otra cocina más grande, una máquina de coser, trajes de muñeca, un armarito y una plancha.

—¿Por qué no vas a jugar con tus amiguitas? —me preguntó la señora Courteplaque.

Yo la miré sin decir nada. Entonces la señora Courteplaque batió palmas y gritó:

—¡Ya sé lo que vamos a hacer! ¡Un corro! ¡Yo tocaré el piano y vosotros bailaréis!

Yo no quería ir, pero la señora Courteplaque me cogió del brazo y tuve que darle la mano a Blanquita y a Eudoxia, nos pusimos todos en corro, y mientras la señora Courteplaque tocaba su canción al piano, empezamos a dar vueltas. Pensé que si me veían mis amiguetes, tendría que cambiar de escuela.

Y después llamaron a la puerta, y era mamá que venía a buscarme; estaba terriblemente contento de verla.

—Nicolás es un cielo —le dijo la señora Courteplaque a mamá—, nunca he visto un niño tan bueno. Quizá sea un poco tímido, pero de todos mis invitados, ¡es el más educado!

Mamá pareció un poco asombrada, pero satisfecha. En casa, me senté en un sillón sin decir nada, y cuando llegó papá, me miró y le preguntó a mamá qué me pasaba.

—¡Estoy muy orgullosa de él! —dijo mamá—. Ha ido al cumpleaños de la vecinita, era el único niño invitado, y la señora Courteplaque me ha dicho que era el mejor educado.

Papá se frotó la barbilla, me quitó el sombrero puntiagudo, me pasó la mano por el pelo, se secó la brillantina con su pañuelo y me preguntó si me había divertido mucho. Entonces me eché a llorar.

Papá se rió, y esa misma noche me llevó a ver una película llena de vaqueros que se zurraban y que disparaban montones de tiros.