VII
Salimos de Roma con los idus de enero, el último día del Festival de las Ninfas; Cicerón iba en un carro cubierto para que pudiera seguir trabajando, aunque a mí me pareció un suplicio tener que leer, y aún más escribir, en aquella bamboleante y vieja tartana. Fue un viaje sumamente desagradable, con un frío glacial y entre tormentas de nieve en los pasos altos. Por aquellos días, la mayoría de la cruces con los cuerpos de los rebeldes que bordeaban la vía Apia habían sido retiradas; pero algunas seguían allí a modo de advertencia, macabras siluetas contra la blancura del paisaje, todavía con restos prohibidos de los cuerpos clavados. Al contemplarlas, noté como si el largo brazo de Craso me hubiera alcanzado desde Roma y de nuevo me pellizcara la mejilla.
Habíamos partido con grandes prisas, por lo que nos resultó imposible reservar alojamiento en todos los lugares donde íbamos a pernoctar a lo largo del camino; y las tres o cuatro noches que no encontramos albergue tuvimos que dormir al borde de la carretera. Yo me acostaba en el suelo, aovillado junto a los demás esclavos en torno al fuego, mientras que Cicerón, Lucio y el joven Fruti dormían dentro del carro. En las zonas de montaña me desperté más de un amanecer con la ropa tiesa y blanca por el hielo. Cuando por fin llegamos a la costa, en Velia, Cicerón decidió que lo más rápido sería encontrar una embarcación que nos permitiera bordear el litoral, y eso a pesar de su marcada aversión a los viajes por mar, aversión provocada por el vaticinio de una Sibila que le dijo que su muerte estaría relacionada con el mar.
Velia era un pueblo balneario que tenía un famoso templo dedicado a Apolo Oulio, un dios para la sanación entonces muy de moda. Sin embargo, era fuera de temporada y todo estaba cerrado, y mientras nos dirigíamos al puerto, donde el oscuro mar azotaba los muelles, Cicerón comentó que no recordaba haber visto un lugar de ocio más deprimente. Aparte de la habitual colección de barcas de pesca, el puerto albergaba un único barco de gran tamaño, un barco mercante del tamaño de una trirreme grande. Mientras negociábamos nuestro embarque con los pescadores locales, Cicerón les preguntó a quién pertenecía. Según nos contaron, se trataba del regalo que los ciudadanos del puerto de Messina habían hecho a su antiguo gobernador, Cayo Verres. La nave llevaba un mes allí amarrada.
Había algo infinitamente siniestro en aquel enorme navío, hundido en el agua, con la tripulación lista para ponerse en marcha al primer aviso. Nuestra aparición en los desiertos muelles ya había sido debidamente registrada y estaba causando algo parecido al pánico. En cuanto nos acercamos prudentemente a la embarcación, sonaron tres bruscos toques de trompeta, los remos surgieron del casco cual patas de una enorme cucaracha, la nave se alejó del muelle y fondeó en medio del puerto. Mientras se aproaba al viento, las linternas de la proa destacaron con sus llamas amarillas en el gris atardecer y la tripulación se desplegó por cubierta. Cicerón debatió con Lucio y el joven Frugi sobre qué hacer. En teoría, el mandamiento que le había otorgado el tribunal de extorsiones le concedía autoridad para subir a bordo y registrar cualquier navío que considerase sospechoso de estar relacionado con el caso. Lo cierto, no obstante, era que carecíamos de medios; cuando hubiéramos podido reunirlos, el barco haría tiempo que habría desaparecido. Todo eso demostraba que los delitos de Verres adquirían unas proporciones que superaban con mucho lo que Cicerón había imaginado. En consecuencia, decidió que proseguiría su viaje hacia el sur a redoblada velocidad.
Supongo que desde Velia hasta Vibo, en línea recta desde la espinilla de la bota italiana hasta la punta, debía de haber unas ciento veinte millas, pero gracias a los vientos favorables y a un remar vigoroso, cubrimos la distancia en solo dos días. Viajamos siempre por la costa; una noche nos detuvimos en una playa de arena, cortamos un arbusto de mirto para hacer fuego y utilizamos los remos y las velas para improvisar una tienda. Desde Vibo tomamos la carretera de la costa hasta Reggio, donde fletamos una segunda embarcación para cruzar el estrecho. Partimos una mañana brumosa, temprano, en medio de una pegajosa llovizna. La isla aparecía en el horizonte con el siniestro aspecto de una oscura joroba. Por desgracia, solo había un lugar al que podíamos ir, especialmente en invierno, y ese era el bastión de Verres: Messina. El gobernador se había ganado la lealtad de sus habitantes eximiéndolos de pagar impuestos durante los tres años de su mandato; Messina era la única ciudad de la isla que había negado toda ayuda a Cicerón. Pusimos rumbo a su faro y, al acercarnos, nos dimos cuenta de que lo que habíamos tomado por un alto mástil cerca de la entrada del puerto era una cruz que miraba directamente a la península, al otro lado del estrecho.
—Esto es nuevo —comentó Cicerón frunciendo el entrecejo mientras se apartaba la lluvia de la cara—. Que yo recuerde, aquí no había ningún lugar destinado a ejecuciones.
No nos quedó más remedio que pasar navegando ante la siniestra cruz, y su visión tuvo un ominoso efecto en nuestro empapado espíritu.
A pesar de la hostilidad general de la población de Messina hacia el demandante designado por el tribunal de Roma, dos ciudadanos, Basilisco y Percennio, se habían ofrecido valientemente a brindarnos alojamiento y esperaban en el muelle para recibirnos. Nada más poner el pie en tierra, Cicerón les preguntó acerca de la cruz, pero ellos nos rogaron que los excusáramos de contestar hasta que nos hubieran llevado lejos del muelle. Solo cuando estuvimos en la casa de Basilisco ambos hombres se sintieron a salvo para relatarnos la historia: durante la última parte de su mandato Verres vivió de forma permanente en Messina, supervisando la carga de cuanto había robado en la isla en la nave que la ciudad había construido para él. Haría cosa de un mes tuvo lugar un festival en su honor durante el cual, casi como si formara parte del entretenimiento general, un ciudadano romano fue sacado de las mazmorras, desnudado públicamente en el foro, flagelado, torturado y, por fin, crucificado.
—¿Un ciudadano romano, decís? —preguntó un incrédulo Cicerón, al tiempo que me hacía una señal para que tomara nota—. Pero… ejecutar a un ciudadano de Roma sin juicio previo es ilegal.
¿Estáis seguros de que lo era?
—El infeliz no dejó de gritar a los cuatro vientos que su nombre era Publio Gavio, que era comerciante en Hispania y que había prestado servicio militar en las legiones. Durante el flagelo, cada vez que recibía un latigazo, aullaba: «¡Soy ciudadano romano!».
— «Soy ciudadano romano» —repitió Cicerón como si paladeara la frase—. ¿Y de qué delito se le acusaba?
—De ser espía —respondió nuestro anfitrión—. Se hallaba a punto de embarcar rumbo a Italia, pero cometió el error de contar a todo aquel con el que se encontraba que había escapado de Siracusa y se dirigía a Roma para denunciar los crímenes de Verres. El consejo de ancianos de Messina mandó que lo detuvieran hasta que llegara Verres; luego, este ordenó que lo flagelaran, lo torturaran con hierros candentes y lo crucificaran mirando al otro lado del estrecho, de manera que pudiera ver la península durante su agonía. ¡Imagina lo que debió de ser contemplar la salvación a solo cinco millas de distancia! Los seguidores de Verres han dejado allí la cruz para que sirva de aviso a cualquiera que se sienta tentado de irse de la lengua.
—¿Hubo testigos de la crucifixión?
—Desde luego, cientos.
—Entre ellos, ¿otros ciudadanos romanos?
—Sí.
—¿Podrías identificar a alguno?
Basilisco lo pensó.
—Cayo Numitorio, un caballero de Puteoli; los hermanos Ottio, de Taormina; Lucceio, que es de Reggio. Seguramente hubo más.
Yo tuve buen cuidado en anotar sus nombres. Mas tarde, mientras Cicerón tomaba un baño, nos reunimos todos a su alrededor para hablar de aquella noticia.
—Tal vez ese hombre, Gavio, fuera realmente un espía —apuntó Lucio.
—Me sentiría más inclinado a creerlo si Verres no hubiera formulado la misma acusación en el caso de Estenio, que no es más espía que tú o yo. No. Estamos ante el modus operandi favorito del monstruo: primero se las arregla para presentar cargos falsos y después utiliza su posición como máxima autoridad de justicia en la provincia para emitir un veredicto y dictar sentencia. La pregunta es: ¿por qué la tomó con Gavio?
Nadie conocía la respuesta, y no teníamos tiempo para entretenernos en Messina y averiguarla. A la mañana siguiente, temprano, nos pusimos en marcha para asistir a nuestra primera reunión oficial en la localidad de Tindaris, en el norte de la isla. Dicha visita sentó el patrón de las que siguieron. El consejo de la ciudad salió a recibir a Cicerón con todos los honores y lo llevaron a la plaza municipal, donde le mostraron la estatua de Verres que este les había obligado a pagar y que, en esos momentos, yacía destrozada en el suelo. Cicerón hizo un breve discurso sobre la justicia romana y tomó asiento en la silla que le habían preparado, donde escuchó las quejas de la población local. A continuación seleccionó las que resultaban más llamativas y fáciles de probar (en Tindaris fue la historia de Sopater, al que habían desnudado y atado a una estatua hasta que la población entregó su bronce de Mercurio). Por último, yo o mis ayudantes tomarnos nota por escrito de las declaraciones, y los testigos las firmaron.
Desde Tindaris viajamos a casa de Estenio, en Termas. En el saqueado hogar conyugal nos encontramos con su mujer, que se echó a llorar cuando Cicerón le entregó las cartas que llevaba de su exiliado marido. Acabamos la semana en el puerto fortificado de Lilibaeum[4], en el extremo occidental de la isla. Cicerón conocía bien el lugar porque le había servido de sede durante su estancia como magistrado. Como tantas veces en el pasado, nos instalamos en casa de un antiguo amigo, Panfilio. La primera noche, durante la cena, Cicerón se fijó en que los habituales elementos decorativos de la mesa —una preciosa jarra y sus copas, que eran herencia familiar— faltaban. Cuando preguntó qué había pasado con ellos, le contestaron que Verres se los había quedado, y enseguida quedó claro que los demás invitados tenían historias semejantes que contar: al joven Cayo Cacurio le habían obligado a entregar todos sus muebles, y a Litacio, su mesa de madera de limonero, donde Cicerón había comido más de una vez. Liso había visto cómo le robaban su estatua de Apolo, y Diodoro, un juego de copas de plata de Mentor. La lista era interminable, lo sé bien porque fue a mí a quien encargaron realizarla. Tras recoger las declaraciones de todos ellos y de sus amigos, empecé a preguntarme si Cicerón se habría vuelto un poco majareta. ¿Acaso pretendía hacer inventario de todas las cucharitas y jarritas robadas en la isla? Sin embargo, tal como los acontecimientos demostrarían, estaba siendo más listo que yo.
Unos días más tarde nos fuimos de allí, y tomamos el camino de la ciudad de Agrigento y a continuación subimos por el montañoso corazón de la isla. El invierno estaba siendo anormalmente frío, y la tierra y el cielo parecían de acero. Cicerón, que había pillado un resfriado, hizo todo el camino envuelto en su capa y sentado en la parte trasera de la carreta. En Henna, una ciudad situada al borde de un acantilado y rodeada de lagos y bosques, vociferantes sacerdotes, vestidos con sus elaborados atuendos y portando sus sagrados ramos, salieron a nuestro encuentro y nos llevaron hasta el santuario de Ceres, de donde Verres se había llevado la estatua. Allí, por primera vez, nuestra escolta se vio envuelta en una refriega con los lictores del nuevo gobernador, Lucio Metelo. Aquellos brutos, con sus hachas y sus haces de ramas, se situaron en un lado de la plaza del mercado y empezaron a gritar advertencias y amenazas de sanción a quien se atreviera a declarar contra Verres. Aun así, Cicerón consiguió convencer a tres destacados miembros de la comunidad (Teodoro, Numenio y Nicasio) para que fueran a Roma a presentar su testimonio.
Por fin giramos al sudeste, hacia el mar nuevamente, por las fértiles llanuras del Etna. Aquellos eran terrenos del Estado romano administrados en nombre del Tesoro por una empresa que se dedicaba a la recaudación de impuestos y que era la encargada de arrendarlos a los campesinos locales. Cuando Cicerón viajó a la isla por primera vez, las llanuras del Leontini abastecían los graneros de Roma, pero en esos momentos lo que vimos fueron granjas abandonadas y campos yermos puntuados por columnas de humo de las hogueras encendidas por los antiguos campesinos que entonces vivían al raso. Verres y sus amigos de la empresa recaudadora de impuestos habían pasado por la región como un ejército entregado al pillaje, se apoderaron del ganado y las cosechas por una fracción de su precio y subieron las rentas muy por encima de lo que la mayoría podía pagar. Un granjero que se atrevió a quejarse (Nifodoro de Centuripae) fue arrestado por los sicarios de Verres y colgado de un olivo de la plaza del pueblo de Etna.
Todas esas historias ponían furioso a Cicerón y lo empujaban a buscar más testimonios. Todavía recuerdo con cariño al más urbanita de los caballeros, con la toga arremangada por encima de las rodillas, los delicados zapatos en una mano y su mandamiento judicial en la otra, abriéndose paso bajo la lluvia por un campo embarrado para recoger el testimonio de un campesino junto a su arado. Cuando al fin llegamos a Siracusa, tras más de treinta días de arduo viaje por la provincia, teníamos las declaraciones de más de doscientos testigos.
Siracusa era con mucho la mayor de las ciudades de Sicilia. En realidad estaba formada por la unión de cuatro aldeas. Tres de ellas (Acradina, Tica y Neapolis) se han extendido alrededor del puerto, mientras que en el centro de esa gran bahía natural se levanta el cuarto asentamiento, conocido simplemente como «La Isla», la antigua sede real, conectado a los demás por un puente. En esa ciudad amurallada dentro de otra ciudad, prohibida durante la noche a los sicilianos, se hallaba el palacio del gobernador, al lado de los grandes palacios de Diana y Minerva. Teníamos un recibimiento hostil, pues se decía que solo Messina la superaba en su fidelidad a Verres, y su asamblea había votado recientemente a favor de un elogio en su nombre. Sin embargo, ocurrió lo contrario. Las noticias de la rectitud y diligencia de Cicerón lo habían precedido, y nos vimos acompañados a través de la puerta Agrigentina por una multitud de ciudadanos que nos aplaudían. (Una de las razones de la popularidad de Cicerón era que durante su etapa como magistrado en la isla había localizado en el abarrotado cementerio la tumba centenaria y perdida del célebre matemático Arquímedes, el mayor personaje de la historia de la ciudad. Cicerón había leído en alguna parte que estaba señalada por un cilindro y una esfera, y una vez que localizó la tumba, pagó para que retiraran la maleza y las malas hierbas. Luego pasó muchas horas meditando ante ella sobre lo efímero de la gloria humana. La población local no había olvidado su generosidad y respeto.)
Nos alojamos en casa de un caballero romano, Lucio Flavio, un viejo amigo de mi señor que tenía un montón de historias sobre la crueldad y la corrupción de Verres que no tardaron en incrementar la larga lista de las que ya disponíamos. Estaba el caso de un capitán pirata, Heracleo, que logró entrar en Siracusa al frente de cuatro galeras y saqueó los almacenes sin encontrar resistencia; capturado poco después en la costa, en Megara, ni él ni sus hombres desfilaron como prisioneros, y se rumoreó que Verres los había soltado a cambio de cobrar un cuantioso rescate. Luego estaba el macabro relato del banquero romano de Hispania, Lucio Herenio, que una mañana fue arrastrado a la fuerza hasta el foro, acusado sumariamente de espionaje y, a pesar de las súplicas de sus amigos y socios, que se presentaron en el escenario de los hechos tan pronto tuvieron noticia, decapitado allí mismo por orden de Verres. Las similitudes entre el caso de Herenio y el de Gavio en Messina resultaban sorprendentes: ambos eran ciudadanos romanos, provenían de Hispania y eran comerciantes, y ambos fueron acusados de espionaje y ejecutados sin haber tenido un juicio justo.
Esa noche, después de cenar, Cicerón recibió a un mensajero proveniente de Roma. Inmediatamente después de leer la carta que este le entregó, nos llevó a Lucio, al joven Frugi y a mí a un aparte. El mensaje lo enviaba su hermano Quinto y contenía graves noticias: al parecer, Hortensio había vuelto a las andadas. El tribunal de extorsiones había concedido permiso para que se procesara al antiguo gobernador de Acaya. El fiscal, un antiguo y conocido socio de Verres llamado Dasanio, se había propuesto viajar a Grecia y volver para presentar sus pruebas dos días antes de la fecha límite establecida para que Cicerón regresara de Sicilia. Quinto instaba a su hermano a que volviera a Roma lo antes posible y salvara la situación.
—Es una trampa para que te dejes llevar por el pánico e interrumpas tu expedición en la isla —Declaró Lucio.
—Tal vez —convino Cicerón—, pero no puedo permitirme correr ese riesgo. Si esta demanda se cuela en la agenda del tribunal por delante de la nuestra, y si Hortensio se ocupa de marear la perdiz como él sabe, nuestro caso puede verse demorado hasta después de las elecciones. Para entonces, Hortensio y Quinto Metelo habrán sido elegidos cónsules. El más joven de los hermanos Metelo sin duda será elegido pretor, mientras que el tercero seguirá de gobernador aquí. Yo diría que como forma de acumular dificultades no estará mal.
—¿Y qué vamos a hacer?
—En esta investigación hemos malgastado demasiado tiempo persiguiendo a los peces pequeños —repuso Cicerón—. Es hora de llevar la guerra hasta las puertas del enemigo y soltar algunas lenguas entre los que realmente conocen lo ocurrido, los romanos.
—Estoy de acuerdo —dijo Lucio—. La cuestión es cómo.
Cicerón miró en derredor y bajó el tono de voz.
—Organizaremos una incursión —anunció muy decidido—, una incursión a las oficinas de la empresa recaudadora de impuestos.
Hasta Lucio palideció al oírlo. Aparte de dirigirnos al palacio del gobernador para intentar arrestar a Metelo en persona, era la iniciativa más audaz que Cicerón podía emprender. Los recaudadores de impuestos eran un grupo de individuos bien relacionados e influyentes dentro del orden ecuestre, que actuaban bajo un estatuto particular, y entre cuyos clientes sin duda figuraban algunos de los más adinerados senadores romanos. El propio Cicerón, especialista en las leyes mercantiles, había creado su propia red de partidarios entre la misma clase de hombres de negocios. Sabía que se trataba de una estrategia arriesgada, pero no estaba dispuesto a dejarse disuadir, pues estaba convencido de que allí se hallaba el núcleo de la corrupción de Verres.
Esa noche envió de vuelta al mensajero con una carta para Quinto en la que le comunicaba que solo le quedaba una cosa por hacer en la isla y que regresaría en cuestión de días.
Cicerón tuvo que hacer sus preparativos con gran celeridad y secreto. Planeó que la incursión tuviera lugar al cabo de dos días a la hora menos esperada, justo antes del amanecer, la víspera de un importante día festivo, Terminalia. En su opinión, el hecho de que se tratara del día consagrado a Términus, el antiguo dios de los linderos y la buena vecindad, añadía atractivo simbólico a la iniciativa. Flavio, nuestro anfitrión, se mostró dispuesto a acompañarnos para indicarnos la ubicación exacta de las oficinas. En el ínterin, yo fui al puerto de Siracusa y localicé al mismo capitán de confianza con el que habíamos viajado años atrás, cuando el infortunado regreso de Cicerón a la península. Le alquilé el barco con toda la tripulación y le dije que estuviera listo para hacerse a la mar antes de que acabara la semana. Las pruebas que habíamos recogido fueron cargadas a bordo, y el navío puesto bajo vigilancia.
Ninguno de nosotros durmió mucho la noche de la incursión. En la oscuridad que precedía al amanecer colocamos nuestros carros, tirados por bueyes, en ambos extremos de la calle, para bloquearla, y cuando Cicerón dio la señal, saltamos al suelo blandiendo antorchas. El senador golpeó la puerta con el puño, se apartó sin esperar respuesta, y dos de nuestros más fornidos esclavos arremetieron contra la puerta hachas en mano. Tan pronto como cedió, nos lanzamos dentro, derribando al anciano vigilante, y localizamos los archivos de la empresa. Rápidamente formamos una cadena humana —incluido Cicerón— y fuimos pasándonos de mano en mano, hasta las carretas, las cajas con las tablillas de cera y los rollos de papiro.
Ese día aprendí una valiosa lección: si uno quiere hacerse popular, nada mejor que asaltar una oficina de recaudación de impuestos. Mientras el sol salía y las noticias de nuestra actividad se difundían por la vecindad, nos vimos rodeados por una entusiasta guardia de honor, formada por habitantes de Siracusa, que resultó más que suficiente para mantener a raya a Carpinatio, el director de la compañía, cuando llegó para recuperar el control del edificio con un destacamento de legionarios que Lucio Metelo le había proporcionado con tal fin. Él y Cicerón se enzarzaron en una furiosa discusión en medio de la calle; Carpinatio insistía en que los archivos provinciales de la recaudación estaban amparados por la ley ante cualquier intento de hacerse con ellos, y Cicerón replicaba que su mandamiento judicial le confería autoridad suficiente para pasar por alto semejantes tecnicismos. «Lo cierto es que Carpinatio tenía razón —reconoció mas adelante—, pero quien controla las calles controla la ley.»
En total transportamos cuatro carretas llenas de datos a casa de Flavio. Cerramos las puertas con llave, apostamos centinelas y empezamos la tediosa tarea de examinar los archivos. Incluso en estos momentos, al recordar la magnitud de la tarea a la que nos enfrentamos, me entran sudores fríos. Aquellos archivos, que se remontaban años atrás, no solo abarcaban todas las tierras que eran propiedad del Estado en Sicilia, sino que enumeraban todos los animales que tenían los campesinos, su tipo y calidad, además de las cosechas en función de su tamaño y cantidad. Allí encontramos detalles de los créditos concedidos, de los impuestos pagados y de la correspondencia resultante. Pronto se hizo evidente que otras manos habían trabajado con aquellos materiales para eliminar cualquier rastro del nombre de Verres. Nos llegó entonces un furioso mensaje del palacio del gobernador exigiendo a Cicerón que al día siguiente se presentara ante Metelo, cuando los tribunales abrieran sus sesiones, para responder al escrito presentado por Carpinatio solicitando la devolución de los documentos. Entretanto, una multitud aún más numerosa que la anterior se había reunido frente a la casa y coreaba el nombre de Cicerón. Me acordé entonces de la predicción de Terencia de que ella y su marido serían relegados al ostracismo en Roma y que acabarían sus días como cónsul y primera dama de Termas. Nunca una predicción me pareció más acertada que esa. Solo Cicerón mantuvo la calma. Como abogado, había representado a un buen número de turbios recaudadores de impuestos y conocía casi todos sus trucos. Cuando se hizo evidente que en la mayoría de los documentos relacionados con Verres se había borrado toda referencia al personaje, buscó en una vieja lista donde figuraban todos los administradores de la empresa el nombre del que había sido director financiero durante la etapa de gobierno de Verres.
—Te diré una cosa, Tiro —me comentó—: nunca me he encontrado con un director financiero que no se hubiera guardado una copia de los archivos antes de ceder el puesto a su sucesor, aunque solo fuera para protegerse las espaldas.
Dicho lo cual, nos lanzamos a la segunda incursión de la mañana.
Nuestra presa era un hombre llamado Vibio que en esos momentos se encontraba celebrando Terminalia con sus vecinos. Habían montado un altar en el jardín de su casa y en él había dispuesto un poco de trigo, vino y unos panales de miel, además del lechón que había sacrificado con sus propias manos. («Estos recaudadores, siempre tan piadosos», fue el comentario de Cicerón.) Cabe señalar que, curiosamente, cuando vio que todo un senador se le echaba encima, el comportamiento de Vibio se pareció mucho al de un lechón, pero cuando hubo leído el mandamiento judicial, donde destacaba el sello pretoriano de Glabrio, comprendió que no le quedaba más remedio que colaborar. Se disculpó ante sus perplejos invitados, nos condujo al tablinum y abrió su arcón de seguridad. Entre las escrituras, las joyas y los libros de contabilidad había un pequeño fajo de cartas marcadas con la palabra VERRES. Cuando Cicerón lo abrió, una expresión de terror se apoderó del rostro de Vibio. Supongo que le habían ordenado que las destruyera y… bien se había olvidado, bien había pensado obtener algún provecho guardándoselas.
A primera vista, el hallazgo no era gran cosa: la correspondencia de un recaudador de impuestos, Lucio Canuleio, que era responsable de recaudar las tasas de exportación de todas las mercancías que salían del puerto de Siracusa. Las cartas hacían referencia a un determinado envío de mercancías que había salido de la ciudad hacía dos años y por el que Verres no había abonado impuesto alguno. Los detalles figuraban adjuntos: cuatrocientas ánforas de miel, cincuenta divanes, doscientos candelabros y noventa pacas de tejidos malteses. Cualquier otro abogado no habría visto la diferencia, pero Cicerón la descubrió al instante.
—Echa un vistazo a esto —me dijo entregándome el documento—. No se trata de bienes arrebatados a algún infeliz particular. ¿Cuatrocientas ánforas? ¿Noventa pacas? —Se volvió hacia Vibio con la ira brillándole en los ojos—. Esto es un cargamento, ¿verdad? Tu gobernador Verres tuvo que robar un barco.
El pobre Vibio no tuvo la menor oportunidad. Nervioso, mirando por encima del hombro a sus atónitos invitados, que a su vez lo contemplaban con la boca abierta, nos confirmó que, en efecto, se trataba de un envío por barco, y que Canuleio fue seriamente advertido de que en lo sucesivo se abstuviera de cobrar impuesto alguno a las exportaciones del gobernador.
—¿Cuántos cargamentos más envió Verres? —exigió saber Cicerón.
—No estoy seguro.
—Di una cifra aproximada.
—Diez —contestó un temeroso Vibio—. Tal vez veinte.
—¿Y ninguno pagó impuestos? ¿No se dejó constancia?
—No.
—¿Y de dónde sacó Verres todas esas mercancías? —inquirió Cicerón.
Vibio estaba a punto de desmayarse de terror.
—Senador, por favor…
—Haré que te detengan y te envíen a Roma cargado de cadenas —amenazó un tronante Cicerón—. Te obligaré a hablar en el estrado de los testigos ante miles de espectadores, en el foro, y arrojaré lo que quede de ti a los perros del Capitolio.
—De barcos, senador —contestó Vibio con vocecita de ratón—. Las sacó de barcos.
—¿Qué barcos? Barcos… ¿de dónde?
—Barcos de todas partes, senador. De Asia, de Siria, de Tiro, de Alejandría…
—¿Y qué fue de esos barcos? ¿Acaso Verres los confiscó?
—Sí, senador.
—¿Basándose en qué?
—En acusaciones de espionaje.
—¡Espionaje! ¡Claro! ¿Crees que algún hombre ha logrado desenmascarar a más espías que nuestro vigilante gobernador Verres? —me preguntó volviéndose hacia mí antes de devolver su atención a Vibio—.Y, explícanos, recaudador, ¿qué fue de las tripulaciones de esos barcos?
—Fueron llevadas a la Cantera de Piedra, senador.
—¿Y que les ocurrió allí?
Vibio no contestó.
La Cantera de Piedra era la prisión más terrible de Sicilia y probablemente la más terrible del mundo. En cualquier caso, nunca he oído hablar peor de ninguna. Tenía seiscientos pies de largo por doscientos de ancho y estaba profundamente excavada en la roca maciza de esa meseta fortificada conocida como Epipolae, que mira a Siracusa desde el norte. Allí, en aquel pozo infernal de donde no escapaba grito alguno, sin protección ante los calores del verano y los fríos chubascos del invierno, atormentadas por la crueldad de sus guardianes y los viciosos apetitos de sus compañeros de encierro, las desdichadas víctimas de Verres sufrían hasta morir.
Los enemigos de Cicerón, conocida su aversión a la vida militar, lo acusaban con frecuencia de cobardía. Y aunque es menester reconocer que era propenso a ponerse nervioso y a los remilgos, también lo es que ese día realizó toda una demostración de coraje. Regresó a nuestro cuartel general y buscó a Lucio; el joven Frugi siguió examinando los archivos. Luego, armados solamente con nuestros bastones para caminar y el mandamiento librado por Glabrio, y acompañados por la ya habitual multitud de siracusanos, ascendimos por el empinado camino hacia Epipolae. Como siempre, la noticia de la presencia de Cicerón y de la naturaleza de su misión nos había precedido, y el capitán de la guardia, tras ser fustigado verbalmente por el senador con todo tipo de implacables amenazas si sus demandas no eran satisfechas, nos permitió franquear el perímetro de las murallas exteriores y adentrarnos en la meseta. Una vez dentro, y a pesar de nuestras advertencias sobre lo peligroso que podía resultar, Cicerón insistió en que lo autorizaran a inspeccionar personalmente el recinto.
Aquella inmensa mazmorra, obra de Dionisio el Tirano, tenía entonces más de tres siglos de antigüedad. Nos abrieron una vieja puerta de hierro y descendimos por un túnel guiados por los guardias de la prisión, que portaban llameantes antorchas. Las húmedas paredes, viscosas de moho y verdillo, el corretear de las ratas entre las sombras, el hedor a muerte y despojos, los gritos y gemidos de los condenados convirtieron el trayecto en un descenso al reino de Hades. Por fin llegamos a otra formidable puerta y, una vez corridos los cerrojos y abiertas las cerraduras, nos adentramos en el interior de la prisión. ¡Qué espectáculo tan espantoso nos dio la bienvenida! Era como si un gigante hubiera metido en un saco a cientos de hombres encadenados y luego hubiera vaciado su contenido en un agujero. La claridad era débil, casi subacuática, y había prisioneros hasta donde alcanzaba la vista. Algunos vagaban arrastrando los pies, otros se apelotonaban en grupos, pero la mayoría se mantenían apartados de sus camaradas, convertidos en simples sacos de huesos. Los cadáveres de los que habrían fallecido aquel día aún no habían sido retirados, y resultaba difícil distinguir a los esqueletos vivientes de los difuntos.
Nos abrimos paso entre los cuerpos de los que ya habían muerto y aquellos cuyo fin se hallaba cercano. Cicerón preguntó el nombre a algunos desdichados; se agachaba para poder escuchar lo que respondían con un hilo de voz. No hallarnos a ningún romano, solo sicilianos.
—¿Hay aquí algún ciudadano romano? —preguntó mi señor a voz en cuello—. ¿Alguno de vosotros ha sido traído hasta aquí desde un barco?
El silencio fue la única respuesta. Se volvió, llamó al capitán de la guardia y le exigió que le mostrara los registros de la prisión. Lo mismo que Vibio, aquella sabandija dudó entre el miedo a Verres y el que le infundía Cicerón. Al final cedió a las presiones de este último.
En una serie de celdas y galerías excavadas en las paredes de piedra de la Cantera se llevaban a cabo las torturas y las ejecuciones, y allí dormían también los guardias. (El método habitual de ejecución era el garrote.) En ese lugar se hallaban también las dependencias administrativas de la prisión, por llamarlas de alguna manera. Nos dejaron delante varias cajas llenas de mohosos rollos de pergamino que contenían largas listas con los nombres de los reos y sus fechas de llegada y salida. De algunos constaba que habían sido puestos en libertad, pero en la mayoría habían garabateado encima la palabra siciliana edikaiothesan, que significaba que se les había aplicado la pena de muerte.
—Quiero una copia de todas las entradas ocurridas durante los tres años que Verres fue gobernador —me dijo Cicerón—, y tú —añadió señalando al capitán de la prisión— firmarás una declaración diciendo que hemos hecho una copia fidedigna.
Mientras mis dos auxiliares y yo nos poníamos manos a la obra, Cicerón y Lucio buscaron algún nombre romano en los archivos. La mayoría de los encerrados allí en tiempos de Verres eran sicilianos, pero también había una considerable proporción de habitantes de otros lugares del Mediterráneo: hispanos, egipcios, sirios, cilicios, cretenses y dálmatas. Cuando Cicerón preguntó por qué habían sido encarcelados, le contestaron que eran piratas… piratas y espías. Constaba que todos ellos habían sido ajusticiados, incluido el malvado capitán pirata Heracleo. Los romanos, por su parte, figuraban como «puestos en libertad», entre ellos los hispanos Publio Gavio y Lucio Herenio cuyas ejecuciones nos habían relatado nuestros amigos de la isla.
—Estos archivos no tienen sentido —comentó Cicerón a Lucio en voz baja—. Son lo contrario de la verdad. Nadie vio morir a Heracleo; sin embargo, el espectáculo de un pirata crucificado es algo que suele atraer a multitudes entusiastas. En cambio, fueron muchos los que vieron morir en la cruz a ciudadanos romanos. Me da la impresión de que Verres intercambió los papeles: mató a las tripulaciones inocentes y soltó a los piratas, sin duda a cambio de un sustancioso rescate. Si resulta que Gavio y Herenio descubrieron la superchería, no me extraña que Verres estuviera tan ansioso por deshacerse de ellos lo antes posible.
Me dio la sensación de que el pobre Lucio estaba a punto de marearse. Evidentemente había recorrido un largo camino desde sus libros de filosofía, en la soleada Roma, para hallarse examinando listas de condenados a muerte, a la luz de una vela, en una siniestra catacumba. Acabamos lo más rápidamente que pudimos. Nunca me he sentido tan contento de marcharme de un sitio como cuando subí por el túnel de la Cantera de Piedra y me uní con la humanidad en el exterior. Se había levantado una ligera brisa proveniente del mar, y recuerdo, como si esa tarde fuera ayer en vez de hace más de cincuenta años, que todos volvimos el rostro instintivamente hacia ella para saborear, agradecidos, el aroma de aquel aire limpio y fresco.
—Prométeme —dijo Lucio al cabo de un momento, mirando a Cicerón— que si alguna vez alcanzas el imperium que tanto deseas nunca presidirás una demostración de crueldad e injusticia como esta.
—Te lo juro —le contestó Cicerón—.Y si alguna vez, mi querido Lucio, te preguntas por qué los hombres buenos han abandonado la filosofía para correr en pos del poder del mundo real, prométeme que no olvidarás que en su momento fuiste testigo de la existencia de la Cantera de Piedra de Siracusa.
En esos momentos caía la tarde, y, gracias a las actividades de Cicerón, Siracusa era presa del tumulto. La multitud que nos había seguido sendero arriba nos aguardaba fuera de los muros de la prisión. En realidad, había aumentado en número, ya que se habían unido a ella algunos de los ciudadanos más prominentes de la ciudad, como el sumo sacerdote del templo de Júpiter, ataviado con sus sagrados ropajes. El cargo, normalmente reservado para los siracusanos de mayor rango, lo ostentaba nada menos que uno de los clientes de Cicerón, Heraclio, que había vuelto de Roma discretamente, y con gran riesgo para su persona, para ayudarnos. Se había presentado para pedir a Cicerón que lo acompañara inmediatamente a la cámara del Senado de la ciudad, donde los ancianos de Siracusa lo esperaban para darle la bienvenida con carácter oficial. Cicerón dudó. Por una parte, tenía mucho trabajo que hacer y poco tiempo para ello, y el que un senador romano se dirigiera a una asamblea sin el permiso previo del gobernador local suponía un quebranto del protocolo; por otra parte, prometía ser una gran oportunidad para progresar en sus pesquisas. Tras una breve vacilación, aceptó y todos echamos a andar camino abajo seguidos por un enorme séquito de respetuosos sicilianos.
La cámara del Senado estaba abarrotada. Bajo una dorada estatua del mismísimo Verres, el senador de mayor antigüedad, el venerable Diodoro, dio la bienvenida en griego a Cicerón y se disculpó por el hecho de que hasta el momento la cámara no le hubiera prestado su colaboración: hasta los acontecimientos de ese día no había comprendido que las intenciones de Cicerón eran honradas. Cicerón, hablando también en griego y espoleado por las escenas que acababa de presenciar, realizó entonces uno de sus mejores discursos improvisados, en el que aseguró que dedicaría su vida a reparar las injusticias sufridas por el noble pueblo de Sicilia. Al final, los senadores votaron unánimemente anular su elogio a Verres (con respecto al cual juraron que habían aceptado votarlo debido a la presión de Metelo). Entre gritos de alegría, algunos de los senadores más jóvenes lanzaron cuerdas alrededor de la cabeza de la estatua de Verres y tiraron de ellas hasta derribarla; mientras, y lo más importante, otros sacaban de los archivos secretos del Senado un montón de pruebas de los crímenes de Verres y nos las entregaban. Entre los ultrajes figuraba el robo de veintisiete retratos de gran valor del templo de Minerva (¡Verres se había llevado hasta las muy decoradas puertas del santuario!) y el detalle de todos los sobornos que había aceptado a cambio de emitir veredictos de inocencia siendo juez.
Las noticias de dicha asamblea y del derribo de la estatua no tardaron en llegar al palacio del gobernador, de manera que cuando nos disponíamos a salir del Senado nos encontramos con que el edificio estaba rodeado por soldados romanos. La reunión se disolvió por orden de Metelo, Heraclio fue arrestado, y Cicerón recibió instrucciones de que fuera a informar al gobernador en el acto. Aquello pudo haberse convertido fácilmente en un sangriento tumulto, pero Cicerón trepó a la plataforma del carro y pidió a los sicilianos que se tranquilizaran; les dijo que Metelo no se atrevería a hacer daño a un senador Romano que actuaba con un mandato de los tribunales y, con una pizca de sorna, añadió que si no había regresado al anochecer quizá resultara conveniente que indagaran sobre su paradero. A continuación se apeó y nos condujeron a través del puente hasta la isla.
En aquella época, la familia Metelo se estaba acercando al cenit de su poder. En particular, la rama que había dado a los tres hermanos, Quinto, Lucio y Marco —todos de unos cuarenta años—, parecía destinada a gobernar los destinos de Roma durante los años venideros. Como decía Cicerón, se trataba de un monstruo de tres cabezas, cuya testa central —Lucio, el segundo de los hermanos— era en muchos aspectos la más formidable de las tres. Lucio Metelo nos recibió en la cámara real del palacio del gobernador, rodeado de toda la panoplia de símbolos de su imperium; la verdad es que, sentado en su silla curul, bajo la implacable mirada de mármol de una docena de sus predecesores, flanqueado por los lictores, con los magistrados y los secretarios tras él, y un centinela armado en la puerta, su presencia imponía.
—Fomentar la rebelión en una provincia romana constituye un delito de traición —dijo sin alzar el tono, pero prescindiendo de levantarse y de otros preámbulos.
—Y también lo es insultar al pueblo y al Senado de Roma entorpeciendo la labor de investigación de sus representantes —replicó Cicerón.
—¿De verdad? ¿Y qué clase de representante de Roma se dirige a un Senado griego en su lengua nativa? Allí donde has estado no has hecho más que provocar problemas. ¡No estoy dispuesto a consentirlo! Nuestra guarnición es demasiado reducida para mantener el orden entre tantos isleños.
¡Tu maldita actitud está consiguiendo que la provincia se convierta en un territorio ingobernable!
—Te aseguro, gobernador, que el resentimiento del pueblo se dirige contra Verres, no contra Roma.
—¡Verres! —Metelo dio un puñetazo en el brazo de la silla—. ¿Desde cuándo te importa Verres? Te lo diré: desde que viste la oportunidad de utilizarlo como herramienta para medrar en política, ¡miserable abogado de tres al cuarto!
—Anota esto, Tiro —me ordenó Cicerón sin apartar la mirada de Metelo—. Quiero que quede constancia. Semejante intimidación verbal es del todo inadmisible ante un tribunal.
Pero yo estaba demasiado asustado para moverme siquiera debido al griterío de los demás individuos allí reunidos y porque Metelo se había puesto en pie.
—¡Te ordeno que devuelvas los documentos que has robado esta mañana!
—Y yo te recuerdo, gobernador —replicó Cicerón con toda calma—, con el mayor de los respetos, que no estás pasando revista a las tropas, sino que estás dirigiéndote a un ciudadano romano libre que no piensa renunciar a la tarea que le han encomendado.
Metelo se puso en jarras, alzó el mentón y se inclinó hacia delante.
—Escucha, o devuelves esos documentos ahora mismo, en privado, ¡o tendrás que hacerlo mañana ante los tribunales y todo el pueblo de Siracusa!
—Como siempre, prefiero tener una oportunidad ante los tribunales —repuso Cicerón con una leve inclinación de cabeza—. Especialmente sabiendo que tendré en tu persona, Lucio Metelo, un juez tan honorable e imparcial… ¡digno heredero de Verres!
Me consta que esa fue exactamente la conversación porque, tan pronto como salimos de la cámara real —que fue inmediatamente después de que se zanjó la discusión—, Cicerón y yo la reprodujimos mientras la teníamos fresca en la memoria, por si acaso tenía que utilizarla al día siguiente ante el tribunal. (Una copia exacta figura en la actualidad entre los papeles de Cicerón.)
—Bueno, no ha ido tan mal —bromeó, aunque sus manos y su voz temblaban; era evidente que su misión en Sicilia y su seguridad personal se hallaban amenazadas por el mayor de los peligros—. Pero si ansías el poder —dijo casi para sí mismo—, y eres un homine novo, esto es lo que tienes que hacer. Nadie va a entregártelo sin más.
Regresamos sin perder tiempo a casa de Flavio y nos pasamos toda la noche trabajando a la luz de las humeantes velas sicilianas y de las oscilantes lámparas de aceite para preparar nuestra aparición en los tribunales para el día siguiente.
Francamente, yo no entendía qué esperaba lograr Cicerón con aquello, salvo una humillación. Metelo nunca dictaría una sentencia favorable; además, tal como Cicerón reconocía en privado, la ley estaba del lado de la compañía recaudadora de impuestos. Sin embargo, como dice el noble Terencio, la diosa Fortuna favorece a los audaces, y esa noche desde luego favoreció a Cicerón. Fue el joven Frugi quien hizo el descubrimiento. No he mencionado a Frugi en esta narración tan a menudo como debería haber hecho, principalmente porque poseía esa clase de callada decencia que no atrae demasiados comentarios y en la que solo reparamos cuando su poseedor ya se ha ido. Había pasado todo el día enfrascado en los archivos de la empresa, y por la noche, a pesar de estar resfriado, no quiso acostarse y centró su atención en las pruebas aportadas por el Senado de Siracusa. Creo que fue mucho después de medianoche cuando oí que soltaba una exclamación contenida y nos llamaba a todos. Repartidas por toda la mesa había una colección de tablillas de cera que detallaban las actividades bancarias de la compañía. Examinadas cada una individualmente, las listas de nombres, fechas y cantidades no significaban gran cosa; pero una vez que Frugi las hubo comparado con la lista de los que se habían visto obligados a pagar un soborno a Verres —lista aportada por los ciudadanos de Siracusa—, vimos que coincidían plenamente: sus víctimas habían conseguido el dinero para pagar las extorsiones pidiendo préstamos. Mejor aún fue ver el tercer juego de documentos que Frugi nos mostró: los recibos de la compañía. Las mismas cantidades habían sido depositadas nuevamente, en las mismas fechas, en las cuentas de la empresa recaudadora, por un personaje llamado Cayo Verricio. La identidad del depositante constituía una deformación tan burda que nos echamos a reír; saltaba a la vista que habían escrito «Verres» y que después habían borrado las dos últimas letras y añadido en su lugar «icio».
—Así pues —resumió Cicerón con creciente excitación—, Verres exigía el pago de un soborno e insistía en que su víctima tomara prestado el dinero necesario de manos de Carpinatio, sin duda con unos intereses abusivos. Luego reinvertía el dinero en la empresa recaudadora, de modo que no solamente protegía su capital, sino que obtenía también ingresos por la parte de los beneficios que le correspondían. ¡Brillante canalla! ¡Brillante, avaricioso y estúpido canalla!
Tras dar unas cuantas vueltas de alegría, abrazó a Frugi y le dio dos afectuosos besos en las mejillas.
De todas sus victorias ante los tribunales, debo decir que la que disfrutó a la mañana siguiente fue una de las más dulces, en especial si consideramos que, técnicamente, no fue en absoluto una victoria, sino una derrota. Seleccionó las pruebas que necesitaba llevarse a Roma; luego, Lucio, Frugi, Sosisteo, Laureo y yo llevamos cada uno una caja con documentos hasta el foro de Siracusa, donde Metelo había organizado el tribunal. Una considerable multitud de lugareños se había reunido allí. Carpinatio estaba sentado esperándonos. Se consideraba a sí mismo un abogado de renombre y expuso su caso, citando la legislación correcta y los precedentes que establecían que los archivos de una empresa de recaudación de impuestos no podían salir de la provincia a la que correspondían, dando la impresión general de que no era más que la humilde víctima de un todopoderoso senador.
Cicerón inclinó la cabeza y puso tal expresión de fingido abatimiento que tuve que hacer un esfuerzo para contener la risa. Por fin, cuando le llegó el turno, se disculpó por sus acciones, reconoció que la ley no le daba la razón, pidió clemencia al gobernador y prometió devolver los documentos a Carpinatio; pero… —hizo una pausa—, pero había un pequeño detalle que no acaba de comprender y agradecería que se lo aclararan. Cogió una de las tablillas de cera y la estudió con perplejidad.
—¿Quién es Cayo Verricio?
De repente, Carpinatio, que se había mantenido sonriente, adquirió el aspecto de un hombre que acaba de ser traspasado por una flecha desde corta distancia mientras Cicerón, con aire confundido, señalaba como si solo se tratara de una mera coincidencia los nombres, las fechas y las cantidades que figuraban en los archivos de la empresa, así como las acusaciones de soborno presentadas por el Senado de Siracusa.
—Y hay otro asunto —añadió Cicerón en tono amistoso—, este caballero que hizo tantos negocios contigo no aparece en los documentos antes de que su casi tocayo, Cayo Verres, llegara a Sicilia y tampoco ha vuelto a hacer negocios desde que Cayo Verres se marchó. Sin embargo, durante los tres años que Verres estuvo en la isla, fue vuestro mejor cliente. —Mostró los documentos a la multitud—. En cualquier caso es una lástima que siempre que vuestros esclavos escribían el nombre del caballero cometieran el mismo error con el punzón. ¿Lo ves? de todas maneras, estoy seguro de que no hay nada sospechoso y que podrás aclarar ante este tribunal quién es el tal Verricio y dónde se le puede encontrar.
Carpinatio miró a Metelo en busca de ayuda justo cuando alguien de la multitud gritó:
—¡No existe!
—¡En Sicilia nunca ha habido un Verricio! —exclamó otra voz anónima.—. ¡Es Verres!
—¡Es Verres! ¡Es Verres! —coreó la gente.
Cicerón alzó la mano solicitando silencio.
—Carpinatio insiste en que no puedo llevarme de la provincia estos documentos, y yo reconozco que tiene la ley de su parte; pero la ley no dice que no pueda llevarme una copia, siempre y cuando sea fidedigna y haya sido realizada ante los testigos necesarios. Todo lo que preciso es ayuda.
¿Quién de entre los aquí reunidos está dispuesto a ayudarme a copiar estos documentos de manera que pueda llevármelos a Roma y poner a ese cerdo de Verres ante la justicia?
Un mar de manos se alzó. Metelo intentó imponer silencio, pero sus palabras se perdieron entre los gritos de la gente que manifestaban su apoyo. Cicerón, con la ayuda de Flavio, escogió a los personajes más eminentes de la ciudad —tanto romanos como sicilianos— y los invitó a dar un paso al frente y hacerse cargo de su parte de las pruebas, entregándoles a continuación una tablilla y un punzón.
Con el rabillo del ojo vi que Carpinatio intentaba frenéticamente abrirse paso hasta Metelo, y que este, con los brazos cruzados, desde el estrado, contemplaba con expresión iracunda el caos que invadía el tribunal. Al final, dio media vuelta y caminó a grandes zancadas hasta desaparecer en el interior del templo que tenía a su espalda.
Así concluyó el viaje de Cicerón por Sicilia. No me cabe la menor duda de que a Metelo le habría gustado arrestarlo o, como mínimo, evitar que se llevara prueba alguna, pero Cicerón se había ganado demasiados partidarios tanto entre los sicilianos como entre los ciudadanos romanos. Si lo hubieran detenido, se habría producido una insurrección y, tal como el propio Metelo había reconocido, no tenía suficientes tropas para controlar a toda la población. Al final de aquella tarde, las copias de los documentos, debidamente atestiguadas y selladas, fueron trasladadas a nuestro barco, donde se unieron a los otros cargamentos de pruebas. Cicerón se quedó una noche más en la isla preparando una lista de los testigos que deseaba llevar a Roma. Frugi y Lucio aceptaron quedarse en Siracusa para organizar su traslado a la península.
A la mañana siguiente acudieron al puerto para despedir a Cicerón. Los muelles estaban abarrotados de seguidores, y el gran orador pronunció un breve discurso de agradecimiento.
—Me consta que en este frágil barco me llevo las esperanzas de toda la provincia. Os aseguro que, si en mi mano está, no os defraudaré.
A continuación lo ayudé a embarcar. Permaneció de pie en la cubierta; las lágrimas corrían por sus mejillas. Yo sabía que era un actor consumado y que podía representar a placer cualquier emoción que deseara. Sin embargo, estoy seguro de que ese día sus sentimientos eran auténticos. La verdad es que ahora, echando la vista atrás, me pregunto si no sabía ya que nunca más volvería a poner el pie en aquella isla. Los remos se hundieron en el agua y nos impulsaron hacia el canal. Los rostros de los muelles se tornaron borrosos, las figuras menguaron y desaparecieron, y lentamente avanzamos hacia la bocana del puerto y a mar abierto.