James 5

Te pitan los oídos una barbaridad. Es insoportable. Sientes que los pulmones se te van a salir literalmente por la boca, como no pares de inmediato y te sientes a descansar un rato. Cosa imposible, claro. Porque tienes que seguir manteniendo entretenidos a esos bichos repulsivos; si no por ti, por el muchacho.

Quitas el pie una décima de segundo antes de que la mano de un muerto viviente te agarre por el tobillo. Les sueltas los peores insultos que has aprendido, a lo largo de tu vida. No sólo para llamar su atención, y que no sigan al muchacho, sino porque necesitas sacar toda la rabia y la frustración enquistada en lo más hondo de tu ser.

Te sitúas en el centro del techo del automóvil estacionado, al que te has subido. No parecen capaces de trepar hasta donde estás. Pero tarde o temprano, alguno te va a agarrar; y si te tira al suelo, no crees que puedas incorporarte antes de que se te echen todos encima.

Mientras golpeas con la culata de la escopeta, sin descanso, con tu mente desnuda de cualquier atisbo de raciocinio, a todo aquello que invade tu campo visual, destruyendo carne y hueso, tomas conciencia de que estás disfrutando de lo lindo, con el sádico juego en el cual te hayas inmerso. Te sientes como un niño travieso, torturando y aplastando hormigas; aunque esta clase de hormigas, como te descuides, pueden comerte vivo.

A medida que tu mente va adaptándose a toda esta locura desencadenada, te das cuenta de que empiezas a banalizar las cosas que suceden; así como tus acciones que se derivan de las mismas. Ya no te importa matar a cientos. No te afecta que antes fueran hombres y mujeres vivos; o que, en cierto modo, aún lo sigan siendo. No los ves como seres humanos; solo como trozos de carne pútrida e infecta.

Oyes el sonido del caucho de los neumáticos al quemarse contra el asfalto. Instintivamente, miras más allá de la muchedumbre de seres grotescos que se arremolina en torno al vehículo. Y te quedas de piedra, cuando ves venir el automóvil, donde supuestamente está el botín, directo hacia ti. No sabes si Matt conduce, o se trata de otra persona. De lo que si estás convencido, es que no va a poder frenar a tiempo.

Antes de que puedas reaccionar, el morro del coche se empotra contra el lateral del automóvil en el que estás subido. Sales despedido hacia delante, volando por los aires. Tu cabeza impacta contra el suelo, con extrema violencia, y las imágenes se vuelven borrosas. Intentas incorporarte, pero te ves incapaz de despegar si quiera tu cara del asfalto.

Sientes que ya no te quedan fuerzas para seguir luchando. Tendrás que empezar a aceptar la derrota. En menos de un segundo, la turba de descerebrados comenzará a moverse otra vez y se abalanzará sobre ti.

Así que parece que solo resta esperar tu muerte.

Oyes disparos.

«El séptimo de caballería», piensas, mientras sonríes estúpidamente.

Intentas cerrar los ojos, descansar, olvidar que estás a punto de ser devorado por unos monstruos irracionales.

Pero estás tan agotado, que ni siquiera eres capaz de bajar los párpados. Con la mejilla derecha aplastada contra el asfalto, mientras oyes, exclusivamente, el gorgoteo de la sangre que mana de tus oídos y de los orificios de tu nariz destrozada, contemplas, en la distancia, destellos y fogonazos provenientes de algún punto del horizonte.

Los muertos vivientes comienzan a desplomarse a tu alrededor. Una lluvia de brazos, órganos, vísceras, piel, tejidos humanos y textiles, esquirlas de hueso y sangre lo inundan todo.

«Ojalá», piensas, cuando comprendes que los fogonazos y los ruidos son originados por armas de fuego, «sea quien sea, puede salvar al menos al chico».

Unos zapatos relucientes, a pesar del barro, se detienen a unos centímetros de tu cabeza. No logras ver las caras difuminadas que aparecen en lo alto, cortadas por tu reducido campo visual; pero crees que son dos hombres quienes te alzan en volandas. Tratas de decirles que te dejen, que tiene que salvar a Matt, pero las palabras no son trasmitidas de tu mente a tu boca.