Hice el viaje en el tren, solo. Un viaje de más de ocho horas que me pareció una verdadera aventura de hombre.
En una de las estaciones del trayecto vi a Planibell, todavía con su gorra de colegial, yendo y viniendo con una maleta y paquetes. Iba dos o tres vagones más lejos. No sé si me vio. En todo caso, no volví a verlo hasta llegar a Zaragoza, porque el tren no era corrido.
En el andén de Zaragoza nos encontramos. Entre la vida civil y la del internado había espacios fabulosos que equivalían en cierto modo a períodos de tiempo. Yo miraba a Planibell como si hiciera años que no lo había visto.
Se presentó un chico de unos dieciséis años a recibir a mi amigo. Se saludaron como conocidos, pero sin familiaridad. Planibell me explicó que iba a pasar el verano con la familia de los Biescas, que eran compañeros de negocios de su padre. El recién llegado era o parecía un poco tímido y se apresuró a decir:
—Bueno, la cosa es un poco diferente. El señor Planibell es dueño de fábricas mientras que nosotros no somos más que pequeños comerciantes. Felipe Biescas, para servirle.
Me miraba Planibell satisfecho como diciendo: ¿qué te parece? ¿Quién es importante aquí? En aquel momento, llegaban mi hermana Concha y mi madre. Les presenté a Planibell cuya belleza de arcángel hizo impresión en mi hermana, aunque despreciaba generalmente a los chicos que tenían menos de veinte años.
Planibell presentó a Felipe Biescas, quien repitió, quitándose el sombrero, que él no era industrial en grande como el señor Planibell. La humildad de Biescas era sin cortedad alguna y resultaba agradable. Todo en él parecía honrado y simple. A veces tanto que yo dudaba de que fuera sincero.
No iba a quedarse Planibell en Zaragoza. Se iba al campo, a las montañas del Pirineo. Felipe Biescas dijo:
—A Monflorite. Allí nació mi padre y todavía tenemos una casa de labor.
Planibell se volvió hacía mí, displicente:
—¿Sabes a qué voy?
—No.
—Voy a cazar osos.
Biescas alzó las cejas asombrado. Mi hermana lo miró de reojo, escéptica. Yo lo creía a pesar de la fama de embustero de Planibell. Y le dije: «Ojo. Acuérdate de Favila».
—Cerca de Monflorite hay osos, es verdad —dijo Felipe, prudente.
Luego, los dos se despidieron con grandes extremos de cortesía y respeto para mi madre y mi hermana.
Yo me puse a hablarles de Planibell favorablemente, como era natural, para darme importancia con su amistad. Mi hermana escuchaba distraída y mi madre, atenta. A mi madre le gustaba la humildad de Felipe Biescas. «Parece un muchacho de buen corazón». De Planibell decía: «Su familia debe ser rica».
Un poco me extrañó verlas a las dos vestidas como sólo se vestían en la aldea para ir a misa los días de fiesta. Concha se dio cuenta y me dijo que en la ciudad, la gente se vestía cada día como si fuera domingo. Yo me apresuré a decir que en Reus también. Entonces mi madre me miró extrañada y dijo:
—Tienes un acento catalán terrible.
Tomemos un coche. Llevaba un paquete de libros atados con correas, la caja de madera con la cabeza de mármol preparada por el hermano lego, y mi maleta con la ropa. El cochero, al tomar la caja y ver que pesaba tanto preguntó en broma:
—¿Qué es esto? ¿Una bomba?
Estaban de moda las bombas en Barcelona y el tren venía de aquella ciudad. Dije que sí. Mi hermana Concha, a pesar de su buen sentido —era la más razonable de mis hermanas—, no las tenía todas consigo y miraba la caja con recelo. Mi madre decía que en Zaragoza la vida era diferente y que yo tendría que vivir de un modo civilizado. Las dos acordaron que había crecido mucho.
Vestía mi traje gris de chaqueta cruzada y pantalón corto. Llevaba la gorra de uniforme del colegio, que era como las de los oficiales de marina, azul en invierno y blanca en verano, con visera de charol y un escudete delante. En un lugar donde el coche se detuvo por dificultades de tránsito pasó a nuestro lado otro coche descubierto donde iba un cura. El cura me miró y yo me quité la gorra. El cura se apresuró a contestar quitándose el sombrero. Mi madre preguntó:
—¿Conoces a ese sacerdote?
—No, pero el hermano Pedro dijo que debemos saludar a todos los curas que veamos en la calle.
A mi madre esto le parecía bien. A mi hermana le chocaba un poco: «¡Qué raro!», decía. El hermano Pedro no podía seguramente imaginar la cantidad de sacerdotes que había en Zaragoza. No era que yo estuviera dispuesto a cumplir todas las indicaciones y las órdenes de los frailes, pero quise probar a ver qué sucedía y la experiencia me gustó. Durante tres o cuatro días seguí, pues, obedeciendo al hermano Pedro, pero luego comencé a ver que aquello era un poco tonto y lo dejé. «Los frailes —pensé— están allí siempre encerrados y no saben lo que sucede fuera del convento. No saben, como dice Concha, la cantidad de curas que hay en esta ciudad».
Sólo recordaba del colegio al hermano Pedro y al lego del taller. A los demás podía llevárselos el diablo, sobre todo al padre Ferrer. Como suele suceder, mi decisión de no saludar a los curas me empujó al extremo contrario. Me sentía un poco anticlerical a mi manera, no por principios sino tratando de imitar al terrible Planchat.
Mi padre había alquilado el primer piso de la casa de los marqueses de M. en el número quince de la calle de don Juan de Aragón. Los marqueses vivían en el segundo. La casa tenía un portal inmenso —entrada de coches— y un patio adecuado al portal, con pavimento de piedra rodada muy menuda y sólida. Más tarde, recordando aquella casa, yo la relacionaba, sin saber por qué, con las de los héroes de las novelas antiguas, con la casa de Calixto y Melibea, por ejemplo. La nuestra no tenía jardín. Tenía sólo tres patizuelos por donde tomaban luz las habitaciones interiores.
Aunque sólo de dos pisos la casa era amplia de fachada, con rejas y balcones y alero saledizo y con una profundidad tal que las habitaciones traseras daban a la plaza lejana de los Reyes, siempre desierta, con portales de piedra y un aire desvaído de códice medioeval. A veces yo creía estar en el castillo de Sancho Abarca, todavía.
Mi padre no conocía a los marqueses. No teníamos con ellos más relaciones que las de inquilinos y dueños. En el rellano siguiente al nuestro yo veía la enorme portada de madera labrada que daba acceso a su vivienda. En torno a los marqueses todo era grave, silencioso y de tonos oscuros. Tenía dos hijos ya mozos, mucho mayores que yo, que pasaban a veces a nuestro lado sin hablar. Y casi sin mirar.
En la plazuela frente a la casa, pavimentada con canto rodado entre el que asomaba algún tufo de hierba verde, había a veces, muchachitas del barrio que se cogían de las manos y giraban en rueda cantando. Cuando veían pasar al hijo del marqués de M. vestido con su uniforme de Húsares de Castillejos las pícaras cantaban:
Es nuestro vecino un mozo
alto, rubio, aragonés
y en el puño de la espada
lleva escrito que es marqués.
El joven oficial miraba de reojo y alargaba el paso, un poco ruborizado.
Su padre, el viejo marqués, llevaba la cabeza torcida a un lado, por alguna clase de enfermedad.
La plazuela, a la que daban las partes traseras de otros edificios tan antiguos como el nuestro (de modo que no había en ella más portal que el de nuestra casa), comunicaba con la calle Mayor por un pasadizo estrecho —se podían tocar los dos muros con los brazos abiertos— que se llamaba callejón de Lezáun.
Nuestro piso tenía tantas habitaciones que podíamos los chicos cambiar y elegir otra si la que nos habían asignado no nos gustaba. Había por lo menos veinticinco dormitorios, la mitad vacíos. En un cuarto grande estaba el piano de las chicas. Maruja se pasaba la mañana sentada en su taburete haciendo escalas y arpegios. Era tan grande la casa que había habitaciones donde el piano no se oía. A veces Luisa se perdía en algunos lugares y daba grandes voces para que fuéramos a rescatarla porque tenía miedo.
Los marqueses salían poco de casa. Debían vivir de puertas adentro una vida recatada con sus relaciones de familia y sus devociones. Nosotros, yendo a las escuelas, a los cines, peleando en casa o aporreando el piano debíamos representar —pienso ahora— la burguesía ascendente y ellos la aristocracia decadente. O más bien declinante.
El barrio era el más viejo de la ciudad. La calle de don Juan de Aragón, estrecha y sombría, comenzaba junto a la iglesia de la Magdalena, un antiguo templo pagano de los tiempos de Augusto sobre el cual se había construido una mezquita con su minarete en tiempo de los árabes y más tarde había sido dedicado a templo cristiano. Por los ajimeces salían murciélagos, al oscurecer. En el otro extremo de la calle estaba el Arco del Deán, que no era tal arco sino un túnel de piedra de más de veinte metros de profundidad y la entrada de veras grandiosa de La Seo. Esta era la verdadera catedral de Zaragoza, en la cual se veía también un basamento romano, un decorado mudéjar y un arquerío gótico. La labor del coro era renacentista y el conjunto de una sobriedad y grandeza impresionantes. El párroco de La Seo era pariente nuestro. Don Orencio, mosén Orencio. Su apellido —Borrell— era el mismo de Wifredo Velloso y era el de mi abuela materna. Borrell. Aquella rama de mi familia era de origen visigótico. Esas preocupaciones ridículas me parece que tienen ahora —en el recuerdo— una cierta poesía. Mi padre gustaba de recordar los orígenes de la familia de mi madre porque añadían algo a la personalidad de su esposa, de quien estaba enamorado.
Solíamos ir a misa a La Seo. Mi padre, cada día. A las ocho de la mañana, y a veces antes, se le oía volver a casa y andar por los pasillos dando voces:
—¡Todo el mundo en la cama! —decía escandalizado.
Tomaba el desayuno, que era siempre el mismo: un racimo de uvas y un vaso de agua. Luego fumaba un cigarrillo sin dejar de gruñir. Y se iba. Al oír la puerta todos respirábamos felices y nos volvíamos de lado en nuestras camas.
Mi padre estaba entonces muy atareado. Había vendido más de la mitad de la hacienda, pedido préstamos sobre la otra mitad y con aquel capital estaba intentando los negocios más dispares. Por de pronto, se había hecho socio capitalista de una imprenta y encuadernación bastante grande cuyo dueño estaba en apuros. De este dueño —que era un hombre pequeño y enlutado, con cara de raposa— solía decir mi padre cuando alguien preguntaba qué clase de persona era:
—Un hombre de comunión diaria.
Lo decía alzando la cabeza con gran solemnidad. Yo fui una o dos veces a la imprenta. Me encuadernaron allí los ejercicios de clase, hechos en el colegio, y pusieron en la cubierta mi nombre impreso en letras doradas.
Pero el dueño, aunque fuera cada día a la iglesia, no parecía hombre de fiar. Era demasiado humilde y tenía cierta rigidez entre los hombros, el cuello y la cabeza, que le impedía casi siempre moverse con gestos naturales. El instinto de los chicos es bastante seguro. Más tarde he pensado que mi padre no había leído el Tartufo de Moliére. En realidad no leía sino libros de devoción. Lo demás le parecía una manera un poco indecente de perder el tiempo. Mi padre quería por entonces matricularse como agente de negocios y todos los días tenía entrevistas «muy importantes». Por lo que digo, se podría pensar que mi padre era tonto, pero no hay tal. Era sólo confiado, noble y falto de experiencia.
Yo digo que estar en aquella casa y en aquel barrio no era estar en Zaragoza. Tenía yo la impresión de haber regresado al castillo. Ir desde mi casa al centro de la ciudad era una aventura. La ciudad verdadera estaba en el Coso, la Plaza de la Independencia con su paseo del mismo nombre, la calle de Alfonso y la plaza del Pilar. El templo del Pilar tan famoso y tan grande, era moderno y decorado casi como un hotel o un barco de lujo. Todo el barrio del Pilar con excepción de San Juan de los Panetes —que parecía datar del siglo XIII— era moderno. Mis padres veneraban a la Virgen del Pilar, pero no estimaban mucho el templo.
En cuanto a la parte sureste de la ciudad, desde la plaza del Justicia Lanuza hasta Torrero y el Cabezo de Buena Vista, era la parte más moderna y vivían allí los rentistas prósperos. Aquello era el porvenir. Casas con jardín, calefacción y hasta algunas —creo yo— piscina privada.
Como se puede suponer, yo era un gran andarín y en pocos días me recorrí la ciudad entera de arriba a abajo. Lo mismo que en la aldea necesitaba saber lo que en cada barrio sucedía a cada hora del día para poder sentirme a gusto en mi piel. Además, con aquellos paseos compensaba mis encierros en el internado de Reus. Y buscaba aventuras. Es decir, sorpresas, como todos los chicos.
Sabía que a las siete de la mañana, en el Coso asfaltado, los barrenderos regaban el pavimento con largas mangas cuyos chorros se irisaban al sol. Solía haber un perro lobo que jugaba con el agua y el manguero le daba unas duchas terribles. Al perro le gustaban. El manguero me dijo que aquel perro era muy inteligente y que todos sus parientes —los del animal— se dedicaban a las tablas. Con eso quería decir que trabajaban en el teatro o en el circo.
Un poco más abajo, por la calle de Cerdán, se iba al mercado, donde millares de compradores y vendedores hacían cada día sus negocios en frutas, legumbres, carne y pescado, protegidos del sol por un inmenso cobertizo de metal y cemento, complicado como laberinto de Creta. Los olores más diversos se mezclaban allí dentro, pero dominaba la sensación de frescura húmeda. Por el centro del pavimento de ladrillo había arroyuelos de agua circulando como en los alcázares moros. Aquel sitio me parecía terriblemente exótico. Las mujeres discutían de un puesto al otro, sobre todo las verduleras, y se decían las palabras más desvergonzadas que había oído en mi vida. Algunas al verme a mí se callaban como si les diera vergüenza.
Allí mismo comenzaba la calle que me parecía a mí más histórica de Zaragoza. La calle de Predicadores, donde estaba la cárcel. Allí tuvieron preso a Antonio Pérez, el privado de Felipe II, antes de escapar a Francia: era una calle ancha, de edificios altos, con esa pátina entre topacio y rosa que dan los siglos a las viviendas civiles mientras que las piedras de las catedrales y los palacios toman un color oscuro de hierro colado. En aquella calle de Predicadores se solía ver, a veces, algún soldado sentado en el encintado de la acera abriendo con su cuchillo un melón. Había también carritos con su toldilla ofreciendo «galletas americanas» que eran una especie de sandwiches de helado de vainilla. Valían quince céntimos y yo hacía un consumo razonable de ellas.
Detrás del costado norte de la calle de Predicadores se sentía el río con sus tres grandes puentes. Uno el del tren, otro clásico puente de piedra de pilastras romanas, muy amplio. Por él pasaban las dos vías de los tranvías del arrabal y de la estación del Norte. Todavía había otro más abajo, con pilastras de cemento, que debía ser el que usaban los carreteros y labradores de la parte más agrícola del municipio hacia la desembocadura del Gállego.
En sucesivas excursiones fui descubriendo el resto de la urbe. La curiosidad desplazaba todos los demás intereses. Quería sólo ver. Y no perdía detalle.
Zaragoza era mucho mayor que Reus y había entre ellas la diferencia que suele haber entre una ciudad industrial y otra agrícola con tradición y pasado histórico. Zaragoza tenía sus barrios aristocráticos, su distrito central de clases medias profesionistas y comerciantes, sus barrios militares, sus barrios de artesanía, sus barrios innobles y también extensas zonas como las de la calle de San Pablo y alrededores donde vivían los obreros. Reus era sólo una ciudad de gente de negocios. Había chimeneas de fábricas y bancos por todas partes.
Sin embargo, a mí me parecía Reus más romántica. Para mí, el romanticismo no estaba en los castillos ni en los palacios góticos sino en los barrios modernos flanqueados de comercios con grandes vitrinas donde se reflejaban los días de lluvia, los coches con ruedas de goma, silenciosos, que pasaban dejando oír nada más que los cascos de los caballos. Los cocheros llevaban las piernas cubiertas con hule impermeable.
Para mí, que venía del campo feudal, el romanticismo estaba en el automóvil, el cine y el restaurante de moda. Claro es que más tarde cambié de opinión. Pero, entonces, la civilización o sus apariencias me deslumbraba. Todavía recuerdo algunas tardes en el café de Ambos Mundos donde, de siete a nueve, unas muchachas vestidas de pajes disparaban al blanco con rifles de salón, desde una plataforma roja. Yo me quedaba fuera. No me atrevía a entrar. Las veía a través de los grandes ventanales.
Como se puede suponer, la cabeza de mármol había causado en mi familia sorpresa, confusión y por fin estaba siendo motivo de bromas y risas. Al principio creían que se trataba de algún regalo. El que vuelve de un viaje largo suele traerlos. Incluso Maruja, que no tenía nada que esperar de mí, creyó por un momento que era un regalo para ella. Cuando descubrí la cabeza, mi padre, que en aquellos días repetía a cada paso que el colegio me había hecho una persona diferente, dijo extrañado:
—¿De dónde has sacado esto? ¿Es que la has robado de un museo?
Le expliqué en pocas palabras lo que sucedía con aquella escultura. Mi padre preguntaba:
—¿Y dices que es para ponerla en las Pardinas? ¿Por qué en las Pardinas?
—Eso es lo que le dije al hermano lego.
Mi padre movía la cabeza, dolido:
—Demasiado tarde. Las Pardinas no son ya nuestras.
Las había vendido para invertir el dinero en sus negocios de Zaragoza. Yo no sabía qué pensar. No tenía la menor idea de las ventajas que pudiera representar ser dueño de una laguna y una ermita en ruinas. Pero la idea de no poner la escultura me desconcertaba un poco. Mi padre se debió dar cuenta y dijo:
—¿Necesitas poner esto en alguna parte? Llévala al Museo Provincial. Yo conozco al secretario. Aunque tal vez estaría mejor en una iglesia, porque debe ser un santo. ¿Qué santo será?
—No —dije yo secamente—. No es santo ninguno. Y no la pondré en ninguna iglesia ni en el museo.
Mi padre se quedó mirando como si pensara que la influencia del colegio no había sido tan beneficiosa. Él creía que yo había cambiado mucho en Reus. La verdad es que era él quien estaba cambiando de carácter en Zaragoza.
La escultura padeció las fortunas más raras y contradictorias. Concha la puso en lo alto de una estantería en el cuarto que, con más optimismo que justicia, llamábamos estudio. Mi padre tenía allí una mesa de despacho y dos o tres sillones con algunos libros. Pero no lo usaba nunca. La lámpara de sobremesa, que estaba rota y no funcionaba, siguió sin arreglar todo el tiempo que estuvimos en aquella casa. Mi padre tenía horror a los cuartos donde había libros, tinteros y sillones que invitaban a la reflexión.
Aquel verano sucedieron cosas sensacionales. Las unas de orden exterior y las otras de ámbito familiar. La más importante de las primeras fue la declaración de la primera guerra mundial. De las de orden interior la más notable fue que a mi hermana Conchita comenzaron —como ella decía— a gustarle los muchachos. La misma facilidad entusiasta con que lo decía, sin que nadie le preguntara, demostraba la inocencia de aquella inclinación natural. Pero la misma inocencia la inclinaba también a arriesgar más de lo que era prudente. Concha se iba haciendo una especialista en coqueteos de visillos y ventanas. Su capacidad de disimulo era inmensa, pero no la usaba sino con mis padres. Conmigo era sincera y natural. Un día la vi en una ventana interior sonriendo, mirando arriba, abajo, volviendo a sonreír muy consciente de estar siendo contemplada. Yo pensé: hombre a la vista. Con las necesarias precauciones y cambiando de observatorio descubrí en otra ventana a uno de los hijos del marqués haciéndole guiños y enviándole besos con las yemas de los dedos. Al principio me sentí ofendido por aquella ligereza con que el hijo del marqués entraba a compartir, siquiera a distancia y de un modo intrascendente, la intimidad de nuestro hogar. Luego pensé en Valentina. Mi hermana Concha podría ser la Valentina del hijo del marqués. Aquello era merecedor de respeto.
Fui el confidente de mi hermana en aquellos manejos. No dudaba de que el hijo del marqués le interesaba. Era un hombre hermoso. Moreno de piel y rubio de cabello, con ese rubio desvaído de plata sobredorada que tiene el pelo de una parte de la vieja aristocracia. Era alto, atlético y al mismo tiempo tenía en su vigor una delicadeza estilizada. No hice reparos a la inclinación de mi hermana.
Pero los amores de Concha eran la cosa más peculiar del mundo. Se enamoraba por las ventanas y por las ventanas se desilusionaba un día sin haber llegado a hablar con su galán y ni siquiera leer una carta. Porque el hijo del marqués le enviaba esquelitas que no llegaban a manos de mi hermana y si llegaban eran rotas o devueltas sin abrir. Se ponía Concha muy nerviosa antes de romperlas y me decía:
—¿Tú crees que eso de que me escriba es decente?
Luego añadía en voz baja: «Si mi padre se entera me va a romper un hueso». Concha tenía entonces sus buenos quince años. Yo a veces dudaba. No sabía si tomar el partido de hermano ofendido o de cómplice.
Teníamos una cocinera y una doncella, las dos de nuestro pueblo. Es decir, la cocinera de un pueblo inmediato al nuestro. La doncella era la que abría la puerta. Más de una vez recibió cartitas del hijo del marqués. Mi hermana se las hacía devolver y yo me reía con todas aquellas contradicciones, aunque a veces me inquietaba un poco.
El hijo del marqués, al ver que le devolvía las cartas sin abrirlas dejó de escribir. Pero esto comenzó a preocupar a mi hermana. «¿Será que ya no se interesa por mí? —me preguntaba—. ¿O tal vez la doncella se niega a recibirlas?». Me pidió que indagara yo porque no quería que la doncella pensara que se interesaba demasiado. Pregunté a la doncella y ella me dijo:
—Otras cartas misivas ha querido darme, pero yo no he querido recibirlas. La señorita se enfada.
Esto tranquilizó a mi hermana. No quería leer cartas de amor, pero estaba siempre deseando que se las escribieran. Yo le decía:
—Si le sonríes por las ventanas y os estáis las horas muertas haciéndoos guiños, ¿no es absurdo que te niegues a recibir una carta? ¿Qué más te da?
Ella negaba. Una carta era una cosa muy seria. Y le extrañaba que yo, su hermano, que debía amonestarla, fuera tan complaciente.
Cuando Concha tenía que salir de casa no se atrevía a salir sola. Si era por la tarde se hacía acompañar de la doncella, y si por la mañana —que la doncella trabajaba— me pedía a mí que la acompañara. Tenía miedo a que el hijo del marqués se le acercara. Cuando la acompañaba yo, me obligaba a vestirme de pantalón largo y al salir me cogía del brazo. En la calle, mi hermana me trataba con gran deferencia y dulzura como si yo fuera su novio. Luego en casa peleábamos con frecuencia, tal vez porque yo trataba de abusar de la autoridad que me daba el secreto de las ventanas. Un día que la amenacé con decírselo a mi madre, Concha se puso en jarras:
—¿Tú crees que tengo miedo? Mamá es una mujer también y sabe que las ventanas son para mirar a los hombres y que una mirada o una sonrisa son cosas naturales que no comprometen a nada ni a nadie. ¿Tú crees que mamá me dirá nada? Ella sabe que hay que casarse, y si no miro a los hombres, ¿con quién me voy a casar?
Era posible que tuviera razón. Estaba tan lejos de la imaginación de mi hermana y seguramente de mi madre, la menor libertad en materia de conducta, que todo aquello no podía ser para ellas sino el inocente camino hacía la iglesia y los sacramentos. Yo me aburría y decidí no hacer caso y dejar a mi hermana en paz. Decididamente, Concha quería ser marquesa. Eso me parecía al mismo tiempo inaccesible y ridículo. Pero tal vez soy injusto con mi hermana porque las formas de esplendor social la habían tenido siempre sin cuidado.
Otro de los negocios de mi padre había sido comprar papel de crédito alemán. Al comenzar la guerra, la propaganda de los alemanes fue enorme, y muchos germanófilos, sobre todo mi padre y un grupo de amigos suyos, compraron bonos de guerra. Cuando se veían en la calle se cambiaban miradas de satisfacción y se mostraban el periódico doblado en la mano como diciendo: «esos pícaros alemanes han tomado Charleroi y avanzan sobre Amiens. Están ya casi en París. Vamos a hacer un negocio redondo».
Nadie dudaba de que los alemanes ganarían la guerra.
Si yo hubiera sido como mi hermana, también habría podido flirtear en las ventanas de mi cuarto, porque desde ellas se veía la parte trasera del colegio de las Paulas donde había novicias y algunas estudiantes internas. A veces, se asomaban a las ventanas y me provocaban con guiños o con alguna palabra dulce que yo oía como una verdadera ofensa, ya que sospechaba que por mi edad o por alguna razón me tomaban a broma.
Había una rubita, de nariz remangada y anchos ojos, que me llamaba a grandes voces «amor mío» y que me traía loco.
«Desde ahí, desde esas rejas y detrás de esos muros te atreverás», murmuraba yo. Pero hacía como si no la oyera.
Entretanto, la escultura había sido sacada del estudio de mi padre, no por él —que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí—, sino por mi madre, quien la miraba a veces con recelo y decía:
—¿No es Nerón? Ese deber ser Nerón, hijo mío.
Luego se acercaba a mirar la firma tallada en el pequeño pedestal donde decía el nombre del lego y luego en latín fecit. Y añadía:
—Yo no podría dormir con esa cabeza en mi cuarto.
No le gustaba a mi madre. Sin embargo, yo miraba la escultura pensando: «Ya me gustaría a mí ser como él cuando sea mayor». Luego me pasaba la mano por la cabeza a contrapelo viendo que la escultura era calva.
Había varios pareceres sobre el busto. Mi hermana Luisa decía, tontamente, que yo lo había robado en un cementerio y que debía ir a dejarlo donde lo había encontrado, porque era el alma de un «margarito». Para Luisa los novios que esperaban bajo el balcón eran margaritos. También lo eran los jóvenes a quienes veía en la calle con la cabeza pegada a la reja. Cuando veía una pareja en la que los novios amartelados caminaban juntos y del brazo, decía que era una Margarita y un margarito. Todas las novias se llamaban para ella Margaritas y aunque el masculino de ese nombre no existiera, ella se lo aplicaba a todos los novios, lo que resultaba bastante ridículo. Estuvo a punto de descubrir el flirt de Concha cuando dijo:
—Concha tiene también un margarito.
Pero nadie dio importancia a aquella observación irresponsable y Concha compró el silencio de la mocosa con caramelos.
Todo tenía un origen natural y lógico; hasta las tonterías de Luisa. Cerca de casa, en la misma calle, había una reja con flores y hacia media tarde, en verano, acudía cada día un galán alto, esbelto, acicalado, con su bastón y su flor en el ojal. Su novia se llamaba Margarita. Aquel joven era un escritor local que hacía una revista semanal con pretensiones literarias, titulada Cosmos. Esta revista se imprimía en los talleres de mi padre —es decir, donde tenía mi padre dinero invertido—. En la imprenta mi padre había conocido a ese escritor y se hicieron amigos. Cuando venía a casa, era Luisa quien se adelantaba a anunciarlo gritando:
—Es el margarito de Cosmos.
Un día vino a vernos un soldado de caballería lleno de cordones dorados y con su gran sable al brazo. Se llamaba Baltasar y era de nuestro pueblo. Mi padre lo trató con cierto aire protector. Aquel soldado, que era un alma cándida, grande, bondadoso y tímido, se hizo amigo mío. A veces venía a buscarme a casa y sin entrar decía a la doncella: «Dígale al señorito Pepe que está aquí Baltasar». Yo salía y nos íbamos los dos de paseo, al mercado, a veces al soto de Almozara, donde hacíamos pequeñas meriendas. Comprábamos una sandía bien fresca o dos docenas de melocotones y nos íbamos a comerlos al lado de un arroyo. El soldado me contaba la vida militar y después, suspiraba y decía: «Sólo me faltan tres meses para cumplir».
—¿Tienes ganas de volver al pueblo? —le preguntaba yo.
—Sí, muchas.
—¿Para qué?
—Pues, hombre, aunque sólo sea para sentir cantar los pajarracos en la huerta.
Yo le decía eso a mi padre y él tenía reflexiones muy extrañas. Decía, por ejemplo:
—Bah, Baltasar es un botarate y habla por hablar. Nunca ha comido tan bien como come ahora.
Creía yo que mi padre era injusto. Baltasar podía comer mejor en el cuartel, pero su deseo de «sentir cantar los pajaricos en la huerta» era legítimo y yo lo comprendía. La verdad es que mi padre sentía veneración por el ejército y por las instituciones tradicionales. La nostalgia de Baltasar le contrariaba.
Algunos días de verano salíamos Concha y yo dispuestos a correr aventuras. Para eso nos levantábamos a las seis de la mañana, tomábamos el tranvía de Torrero y al llegar al canal de Pignatelli alquilábamos una lancha y cogiendo yo los remos nos dedicábamos a navegar durante una o dos horas. Mi hermana Concha se ponía mi gorra de marinero, que le iba muy bien. Y si pasaba algún joven que le gustaba comenzaba a hacerme mimos como si yo fuera su novio. La cosa debía ser bastante absurda porque yo era demasiado joven y no debía caer nadie en el equívoco. Cuando oía a Concha decirme una terneza pensaba: «Galán a la vista». No fallaba nunca. Si yo me enfadaba ella se ponía a hablarme de Valentina:
—¿No te ayudo yo con ella? Pues ahora tienes que ayudarme tú. Los hermanos son para eso.
Si los recuerdos de Valentina no bastaban para conquistarme decía que yo me parecía a Hugo, el héroe de una serie de filme que se llamaba La moneda rota, y que daban en el Emma Victoria, a donde yo iba por la módica suma de veinte céntimos. Ese Hugo era un atleta que repartía una notable cantidad de puñetazos para salvar de situaciones arriesgadas a la heroína, que se llamaba Lucille Love. Recuerdo que en aquel cine había un explicador para que los campesinos analfabetos, si los había, pudieran entender lo que pasaba en la pantalla. Me parece estar oyendo a aquel hombre, que paseaba de arriba a abajo por el corredor central, gritando con inflexiones cantarinas:
—Caminaba Lucille por el desierto…
Y las sílabas acentuadas de cada palabra las decía en un tono mucho más alto. A veces daban también films cortos de Chaplin, que tenían un éxito loco entre chicos y grandes.
Iba yo al cine porque seguía la serie de La moneda rota. Aunque mi padre tenía muchas objeciones contra las diversiones modernas no le parecía mal que fuera yo al cine, pero nunca me daba dinero. Tampoco lo necesitaba, porque solía robar las monedas sueltas que veía por las mesas mientras la cantidad no alcanzara a dos pesetas, ya que esa cantidad me parecía respetable. Muchas veces veía una peseta y algunas monedas de cobre encima de una mesa o una silla y me las guardaba sin el menor reparo. Cuando la cocinera decía: «Aquí dejé una peseta ochenta y no está» mi madre suponía que habría cogido el dinero yo.
En una de aquellas excursiones matinales con mi hermana buscando aventuras, nos alejamos bastante canal arriba y encontramos un barco mucho mayor que mi lancha, todo blanco y en forma de cisne. Cabrían en él unas veinte personas y lo conducía un caballo blanco, también, que tiraba de él mansamente a lo largo de la verde orilla. Concha se había puesto mi gorra.
El cisne erguía su cuello en la proa en forma de interrogación y llevaba entre sus alas un poco separadas dos filas paralelas de cómodos asientos para los excursionistas. Me quedé absorto contemplando aquello y Concha, que llevaba más tiempo en Zaragoza y estaba mejor enterada, dijo:
—Esta debe ser la góndola que lleva la gente a la «Quinta Julieta». He oído hablar de ella.
Pero yo seguía sin entender:
—¿Qué es la «Quinta Julieta»?
Mi hermana me decía dando a su voz inflexiones acariciadoras:
—¿No lo sabes? Es un lugar paradisíaco. Un verdadero rinconcito del cielo.
—Bueno, ¿pero es público?
—Sí, claro.
—¿Y qué hay allí?
—Pues, ¿qué quieres que haya? Paseos, glorietas, césped, cenadores románticos, rincones floridos, rosaledas. Ya te digo, un paraíso. Y es público. Bueno, se paga una peseta por el viaje en la góndola y por la entrada, todo junto.
—¿Está lejos?
—Una hora en la lancha, más o menos, según dicen. La doncella va todos los domingos con su novio.
Yo calculaba: una hora de ir, otra de volver, dos de estar dentro de la «Quinta Julieta». Habría que dedicar toda la mañana. ¿Qué dirían en casa?
—Podríamos ir —dije.
Ella se quitó la gorra, puso en ella —entre las correítas del barbuquejo— una flor que había encontrado flotando en el agua y dijo:
—Creo que hoy no podemos ir. Es hora de volver a casa. Pero podemos ir otro día.
Luego añadió:
—¿Tú sabes? Siempre que veo a tu Petronio me acuerdo de la «Quinta Julieta».
Concha estaba leyendo Quo Vadis? en aquellos días y Petronio le parecía distinguido y hermoso. Arbiter elegantiarum repetía como si supiera latín.
Nerón o Petronio seguía recorriendo nuestra casa. El día anterior lo había sacado de la cocina donde la cocinera afilaba contra él su cuchillo. Y lo llevé a mi cuarto. Lo dejé sobre la pequeña mesa donde tenía mis libros, aunque ocupaba más de la mitad de ella. No quería dejarlo en el suelo porque me parecía irreverente. Yo estaba impaciente pensando en aquella «Quinta Julieta» y se me ocurrió que si no había otro lugar podría ir allí un día y dejar a Nerón. En secreto, claro.
—¿Hay columnas truncas? —dije.
—Ya te digo que hay de todo. Aunque a ciencia cierta no sé. Yo no he estado nunca.
—Si no has estado nunca, ¿cómo sabes tantas cosas?
—Hijo, una oye hablar a la gente. Una no es sorda. También sé cómo es el mar y no lo he visto nunca. Lo que puedo decirte es que la «Quinta Julieta» es un lugar ideal para los enamorados como Valentina y tú, queridito.
Ese «queridito» me recordó que debía haber algún galán en la orilla. Y lo había. Era un joven risueño que saludaba sonriendo, llevándose la mano a la frente al estilo militar. Yo di un golpe ligero y rasante con uno de los remos y alcé un ala de agua en su dirección que debió mojarle los zapatos. El joven saltó hacia atrás y dijo sin dejar de reír:
—¿No me recuerdan? Soy Felipe Biescas, el amigo de Planibell —y volviendo a llevarse la mano a la frente añadió—: A sus gratas órdenes.
—¿Qué hace usted aquí?
—Contemplar la barca y su preciosa carga.
Yo acerqué la lancha a la orilla. Allí estaba aún la góndola. Felipe se apartó un poco. No las tenía todas consigo. Yo le pregunté:
—¿Piensa usted ir a la «Quinta Julieta»?
—Sí pienso ir. El amo es pariente mío. Bueno, el verdadero amo es otro y mi pariente es el encargado. —¿Es posible?
—Sí, la gente suele tener parientes. Es lo que me pasa a mí. Mi tío paga un tanto y explota la «Quinta Julieta».
Mi hermana quería darla impresión de que despreciaba a Felipe, quién sabe por qué. Tal vez porque todavía no se afeitaba.
—¿A qué hora sale la góndola? —pregunté.
—El primer viaje a las siete y media en punto.
—No madrugas mucho.
—No. Nadie madruga aquí más que ustedes y yo. Bueno, y mi gente.
—¿Qué gente? —pregunté.
—Gente de paz —respondió en el estilo militar—. Allá están. ¿No las ve?
Se veía a unas muchachas riendo y saltando a la comba, entre los árboles. El chico seguía locuaz:
—Usted hace demasiado esfuerzo para remar y se fatiga. Yo estoy más acostumbrado. Verá.
Saltó a la lancha. Yo me senté en el suelo contra las piernas de mi hermana y el desconocido comenzó a remar con toda su fuerza, pero con un ritmo más lento que yo y no con los brazos sino echando todo el cuerpo atrás. Era mayor y más fuerte que yo, pero me daba beligerancia como si fuéramos de la misma edad. Mi hermana lo miraba con recelo. ¿Sería aquello correcto? Ella se entendía bien con los hombres de ventana a ventana y tal vez de un lado a otro del canal. Pero los dos en una barca, aunque estuviera yo por medio… El remador, al tiempo que remaba iba completando su presentación:
—Soy, como ya saben, Felipe Biescas y vivo en la calle de las Escuelas Pías. Mi padre tiene un comercio de telas y yo trabajo en él por las tardes. A mí me gusta levantarme pronto, al amanecer, en verano y en invierno. Y salir al campo. En invierno cuando hay nieve es muy agradable. Parece un paisaje polar. Vuelvo a casa al mediodía. Por la tarde trabajo en la tienda. Yo sólo vivo, lo que se dice vivir de veras, por las mañanas. A las doce, con la última campanada del Pilar, se acabó. A la tienda. Entonces comienza la lucha por la vida. Una vara de percal, tres de terciopelo, siete de algodón para camisas de aldeanos, dos piezas de grano de oro. Retales a medio precio. Bueno, todo el repertorio. Ya ven. Mi padre no sabe más que comprar y vender. Ni pizca de esto —se tocaba la cabeza y volvía a coger el remo—. Buena persona, eso sí. Quiero decir que no muerde. Aunque a veces cocea. Hablo mal de él, pero no crean, lo estimo y le obedezco. Me doy cuenta de que él no tiene la culpa. Hace lo que ha visto hacer. Él dice que yo soy tonto. No es verdad. Parezco tonto, a veces, pero soy hombre de doblez. Para triunfar en la vida hay que tener doblez y hacerse a veces el tonto.
A mi hermana le impacientaba aquella manera de hablar de Felipe y seguía mirándolo como a un perro que sabe ponerse en dos patas. Felipe continuaba:
—Mi padre cree que tiene derecho a romperme un hueso con la vara de medir. ¿Su padre tiene también esas ideas?
Hablaba como un fonógrafo y yo le escuchaba confiado y feliz, pero no contesté su impertinente pregunta. Él se puso todavía más locuaz:
—En la tienda sólo me encuentro a gusto cuando vienen campesinos. Sobre todo si visten de corto, a la antigua. Vienen muchos porque mi casa tiene telas especiales de pana y terciopelo y minarete y trencillas, todas esas cosas que sólo emplean los campesinos de calzón corto. Mi padre no los quiere porque son molestos y cicateros, pero yo me entiendo bien con ellos. Viene una paleta de sayas anchas y medias blancas y le digo: ¿Qué desea usted? Una tela. ¿Qué tela? Una tela que esté bien pa basquiñas. ¿Qué clase de basquiñas? Así como de rocera pero de buen ver. ¿Como cuánto quiere gastar? Pues lo que sea razón así, entre probes. ¿De dónde es usted? De Zuera para servirle. ¿Es usted la tía de Benita? No señor, que la tía de Benita es más vieja que yo, dicho sea sin faltar. Yo soy la señora Vicenta la del Cojo. Entonces yo me quedo pensando y digo: Ya sé qué quiere usted. Y digo a mi empleado: Trae una tela que esté bien para basquiñas tal como las gasta la señora Vicenta la del Cojo, de Zuera, de rocera pero de buen ver. Y el mozo trae una tela cualquiera de percal y la campesina la compra sin chistar. La doblez. Hay que tener doblez en el comercio. Yo con ellos me entiendo muy bien porque casi todos los domingos me voy de excursión a un pueblo u otro y sé cómo las gastan.
—¿Y qué hace usted en esos pueblos? —le preguntaba yo pensando que era más experto que él en cosas aldeanas.
—Entro en los juegos de los mozos. En unas partes juego a la pelota y en otras a las birlas. En los pueblos donde están en tiempo de ferias entro en las carreras pedestres.
—¿Gana alguna vez?
—No. Aunque pudiera ganar no querría porque los mozos antes de permitir que les gane un forastero creo que serían capaces de matarlo. Hay que tener pupila.
Mi hermana, aunque era buena chica, tenía el don de burlarse de los desconocidos de una manera irritante, a veces sin hablar. Me había devuelto mi gorra y escuchaba dando la impresión de que pensaba en otra cosa. Yo sé muy bien en lo que estaba pensando: en que aquel desconocido había entrado en la barca. Un desconocido hijo de un comerciante de la calle de Escuelas Pías, cerca del mercado, que hablaba como un loro para hacerse agradable a mi hermana. Los comerciantes son para la gente de origen campesino hombres de poco más o menos. Para mi padre y mi abuelo un tendero era un hombre que vivía sin trabajar. Mi abuelo solía decir —cuando vivía— que todos eran ladrones. Mi padre, más razonable, no decía sino que eran ciudadanos venales. Sentían por ellos un desprecio natural del cual estábamos contagiados mi hermana y yo. Al principio no podía creer que hubiera tanto comerciante en Zaragoza. Como no sabía que existían casas de veranos con varios pisos para alquilar a distintas familias, creía que el comerciante de la planta baja habitaba toda la casa. En ese caso todo el centro de la ciudad me parecía habitado por comerciantes. Tardé mucho en comprender mi error. Al principio el hecho de vivir dos familias en la misma casa de los marqueses de M., me parecía un signo de pobreza lamentable lo mismo para ellos que para nosotros. Y allí estaba Felipe remando —un comerciante— y hablando. Yo le dije, viendo que nos alejábamos mucho del lugar donde lo habíamos encontrado:
—¿Y su gente? Quiero decir sus amigas.
—No son amigas. Son mis primas. No me importan. Mis primas son las hijas del amo de la góndola y van todas las semanas a la «Quinta Julieta».
—¿Y usted no va con ellas?
Se quedó callado y por primera vez sombrío:
—Alguna vez —dijo—. Pero me escapo siempre que puedo y las dejo plantadas, así como hoy. Soy más amigo de ustedes que de mi familia. Esas chicas, aparte de que son parientes y uno no lo puede remediar, no me gustan. Sólo quieren…
Miró a mi hermana y comprendió que no debía decir más. Yo le tiré de la lengua:
—¿Qué quieren?
—Nada. Sólo quieren andar de bureo como se suele decir. A mí eso no me divierte. Prefiero acompañarles a ustedes y remar. Bueno, yo hablo mucho, pero suele sucederme cuando estoy con desconocidos que me gustan. Luego que nos conozcamos será otra cosa. Es lo que pasa. Bueno, ya hemos llegado al embarcadero. El amo de las lanchas es amigo mío. Eh, tío Nicanor, estos jóvenes vendrán otro día, ¿no es verdad? Han pasado veinte minutos más de la hora. No les cobre el exceso porque son amigos míos. Vamos. Ahora tomaremos el tranvía e iremos donde quieran ustedes. Los amigos de Planibell son mis amigos. Todavía es pronto. No pica el sol. Aquí está el tranvía. Arriba. Bueno, cada cual paga lo suyo, aquí no hay cortesías. A la francesa. ¿No les parece?
Mi hermana no despegaba los labios.
Era Felipe mayor que yo. ¿Tres años? ¿Cuatro? Tenía la cara redonda. Era blanco de piel y negro de pelo, con facciones delicadas, pero bastante viril. Se veía que no le preocupaban gran cosa los demás y sin embargo vivía para los demás, siempre hacia fuera.
—¿De qué conoce usted a Planibell? —le pregunté.
—De negocios.
—Él, también, es hombre de doblez.
—Sobre eso no sé qué decirle.
—Algunas personas —añadí, ya agresivo— creen que todos los comerciantes son ladrones.
—Eso es verdad —dijo él sin inmutarse—. Yo también soy un ladronzuelo, porque le robo a mi padre un duro cada semana. En la tienda. El sábado después de hacer una venta, voy a la caja y abro: ¡cling!, pero marco un duro menos del dinero que llevo en la mano y ese duro no lo dejo sino que me lo guardo. Es siempre un duro en una sola pieza, para que no haga ruido en el bolsillo, porque entonces mi padre sospecharía. Usted sabe cómo son los padres. El mío cree que los padres pueden romperles a sus hijos el espinazo de un golpe. Ideas atrasadas. Pero mire usted, aquí tengo el duro de la semana pasada. Aún no lo he reventado. Está enterito. Un duro republicano. ¿No son ustedes republicanos? Yo tampoco. Los republicanos son gentes que dicen: lo mío, mío; y lo tuyo, mío. Eso dicen. Para ellos la vida consiste en guardar lo que se tiene y robar lo que se puede. ¿Qué les parece? El reparto social. No. A mí no me gustan los republicanos. Lo único que me gusta de ellos es el duro. ¿Ven? «República española: 1873». Y esta mamona recostada en su trono con el ramito de laurel en la mano. Es lo único que me gusta de los republicanos. Según como se mire soy, pues, un ladrón. Le robo a mi padre. Bien. Es lo menos que uno puede hacer con su padre: robarle un poco.
—¿Porqué?
—Pues porque me ha traído a la vida. Yo pienso mucho en las cosas aunque no lo parezca. A mí no me pidieron mi opinión para ver si quería nacer o no. Y una vez aquí no voy a estar como un papanatas sentado en el balcón y haciéndome aire con un pay-pay. Es lo que yo digo. Por ejemplo, más tarde iré a nadar a casa de doña Pilar. Y esas cosas cuestan dinero.
—¿A nadar en una casa?
—Bueno, son los lavaderos de doña Pilar. Y cuesta dos reales. Usted ve: dos reales. ¿De dónde voy a sacar yo dos reales si no es de la caja de mi padre?
Mi hermana se ponía a mirar por la ventanilla para demostrarle que no le escuchaba. Al lado de mi hermana iba yo y a mi lado Felipe. El tranvía era de esos corridos con dos asientos frontales de punta a cabo y un ancho espacio en medio. Éramos nosotros los únicos viajeros. El suelo del tranvía estaba mojado y limpio y olía a desinfectantes. Se veía que lo habían regado y barrido recientemente. Felipe seguía:
—Iré a nadar a casa de doña Pilar. Con este calor del verano, ¿qué puede uno hacer? Yo voy por la mañana hacia el mediodía, porque por la tarde aquel agua está espesa y caliente como sopa, con la mugre de todos los que se han bañado antes. Sí. Allí hay que ir temprano. Yo soy joven, es verdad, pero he aprendido a navegar por la existencia.
Mi hermana lo miró con desprecio. La existencia. Vaya una manera de hablar. Se había puesto tan fino porque un momento antes había dicho una vulgaridad —hablando de la mugre de la gente— y quería compensarla. Yo también lo miraba con cierto desdén. La existencia, bah. Él se dio cuenta:
—Bueno, perdonen. Siento hablar tanto. Desde el primer momento pensé que íbamos a ser buenos amigos. Desde el día que vino Planibell y les conocí a ustedes en la estación. Ahora bien, es posible que no congeniemos. Entonces yo tomaré las de Villadiego y abur. No lo digo por usted, Pepe, sino más bien por su hermana. En todo caso, abur. No ahora, claro. Es posible que yo no pertenezca a su clase. Por lo menos sé que soy muy inferior a Planibell.
Yo estaba impresionado por aquella humildad. Mi hermana me quitó el reloj del bolsillo y miró la hora. Era ya la hora de su sesión de ventaneo con el hijo del marqués. Al bajar del tranvía en la plaza de la Constitución, tuve una idea que me pareció cómoda:
—Tú —le dije a mi hermana— vete a casa y yo me quedaré con Felipe:
Ella se sobresaltó:
—¿Con quién? ¿Con un hombre que hace un robo todos los sábados?
Entonces, Felipe, que no parecía estar ofendido por mi hermana, se puso de su parte:
—Ladrón lo soy con mi padre, es verdad. Sólo con mi padre. Pero su hermana tiene razón. Debe acompañarla a su casa. Por eso no tenemos que separarnos. Yo iré con ustedes si no lo tienen a mal. Hay que acompañarla. Si se tratara de otra muchacha sería distinto. Es como mis primas. Exactamente lo mismo. Yo las dejo allí. Que las parta un rayo. Bueno, perdone usted, señorita. Es una manera de hablar. Quiero decir que no me importa lo que les pase, porque estando todas juntas están seguras. ¿Me explico? Pero usted es un caso diferente. Permítame que se lo diga.
—Usted también es un caso diferente —dijo Concha, seca—. Y la verdad, su caso de usted no me gusta.
—Ya lo percibí —aceptó Felipe humildemente—. Pero hay algo que no podrán ustedes negarme. Soy sincero. Yo me puse de su lado:
—Eso es verdad. Felipe es sincero.
Impresionó tanto a Felipe mi defensa que decidió tutearme. Yo acepté el tuteo, también. Me molestaba que Concha lo maltratara, me parecía injusto y yo quería deshacer aquella injusticia.
Íbamos andando. Tardamos bastante en llegar por la calle de don Jaime, la del Correo, la plaza de Argensola, la calle Mayor y la plazuela de Don Juan de Aragón. Porque delante de nuestra casa había, como dije, una plazoleta. Cuadrada, pequeña, con verdín y hierba entre las piedras, y siempre desierta, a la que se entraba por un callejón desde la calle Mayor. Felipe dijo:
—A mí me gustaría también vivir así, en una calle apartada y sin tiendas. Esta calle es como la del Tenorio donde vive don Gonzalo de Ulloa. ¿No sabes quién es don Gonzalo? Aquel que dice embozado —y Felipe ponía el brazo doblado a la altura de la nariz como si estuviera cubriéndose el rostro con la capa:
—«¡Villano, me has puesto en la faz la mano!». Es el comendador. Hombre terrible.
Se rió Felipe. Sólo Felipe, es verdad. Entró con nosotros y comenzó a subir las escaleras. Mi hermana estaba indignada. Llegamos arriba y entramos los tres. En un cuarto lejano se oían las escalas y los arpegios de Luisa en el piano. Había madrugado. Felipe escuchó y dijo:
—Hombre, tienen piano. ¡Qué suerte! Yo sé tocar un poco. Bueno, es mi afición desde chico y mi padre no ha querido comprarme nunca un piano. Dice que es cosa de señoritas. Pero sé tocar algo. Si quieres puedo daros un pequeño concierto. No gran cosa, claro. ¿Y a ti? ¿No te interesa la música?
Mi hermana había desaparecido, como se puede suponer. Yo hice un gesto de indiferencia. Mi amigo —ya podía llamarlo así— me preguntó si no sería demasiado temprano para tocar en casa y prometió que tocaría sólo una pieza.
—¿Cuál?
—El vals de las pulgas.
Vaya un título extraño para un vals. Fuimos al piano. Luisa no quería dejar su puesto en el taburete, pero al ver a un desconocido cambió de parecer. Felipe se sentó, miro al techo, soñador, y de pronto comenzó con una musiquina de esas que tocan en sus armónicas los húngaros que van con una mona por las ferias. Tan ramplón y miserable era aquello que mi hermana Concha apareció, cerró el piano —casi le atrapó los dedos a Felipe— y dijo con calma:
—Basta. Con eso basta. Perdone usted —repitió aún—, pero con eso basta.
Felipe no sabía qué pensar. Yo le dije:
—Está bien. Ya ves que tu música le molesta a mi hermana. Vamos a mi cuarto.
Al entrar vio la escultura sobre la mesa:
—¿Es tu abuelo?
Me parecía aquel joven, después de tocar el vals de las pulgas, indigno de oírme hablar del hermano lego. Pero Felipe era un conversador insaciable y comenzaba otra vez a hablar de su familia. Yo le interrumpí:
—¿Cómo es la «Quinta Julieta»?
Esto rompió el hilo de su discurso, pero sólo por un momento:
—Está bien. Un sitio hermoso, así como para poetas. Yo sólo voy cuando está cerrada al público. Un día a la semana la cierran para barrer, podar los rosales, regar y recortar la hierba. Como el que la cuida es mi tío yo no tengo cortapisas. Pero verás lo que sucede con mi familia. Mi padre es muy estricto, aunque no sé por qué. Tal vez es el dinero que lo vuelve loco. A mí no me importa tanto el dinero. Con el duro del sábado me las arreglo muy bien.
Volvió a decir que en su tienda no trabajaba por las mañanas. Su familia creía que estaba débil del pecho y que debía respirar el aire libre. «Esta es una idea de mi madre. Las madres son más humanitarias, tú sabes». Yo insistí:
—¿Qué día de la semana está cerrada la quinta?
—Los martes. Te convido si quieres venir el martes de la semana próxima. Gratis. Todo pagado. Lo que se dice ni un céntimo que gastar. La góndola gratis también. Y esa góndola tiene su mérito, no creas. Mucho mérito. Sobre ella han hecho, según dice mi madre, una ópera que se llama Lohengrin. Ir en esa góndola a la luz de la luna con una muchacha hermosa debe ser de veras encantador.
—Yo iré un día con mi novia.
—¿Tienes novia?
—Sí.
Él se quedó reflexionando:
—¡Y que debe ser guapa!
—Lo es.
Volvió a reflexionar:
—Eso es grande, de veras. Una novia. A la luz de la luna. Te felicito.
Le di las gracias secamente y Felipe cambió de tema. Se puso a decirme que la góndola no era el único barco que había en Zaragoza. Entre el puente del ferrocarril y el de piedra en el Ebro había una barca ligada a un cable de metal para pasar a los viajeros que no querían ir al puente de piedra. Porque pasando en la barca se ganaban tres cuartos de hora. Él lo había calculado reloj en mano cuando iba a las arboledas del soto de Almozara. Lo mejor era, pues, tomar la barca del tío Toni. Él era muy amigo del tío Toni y muchas veces iba a charlar con él y si llovía se metían en un túnel que había en la roca del pretil. Un túnel misterioso, bastante grande y profundo, como los lugares donde los piratas enterraban sus tesoros. En el pasado, claro.
—¿Ese de la barca es también tu tío?
—No. Es que lo llaman así: tío Toni. Todo el mundo lo llama tío Toni. Pesca barbos y dice que los que se crían en esta parte del río, desde el puente del tren hasta la del Gállego, tienen en la cabeza un huesito con la figura de la Virgen del Pilar. Yo no lo creía, pero él me lo enseñó y es verdad. Yo sé muy bien cómo es la Virgen del Pilar porque de chico me pasaron por el camarín. Mi madre es bastante beata. Tú sabes, a los chicos de siete años o menos los pasan por el camarín. Mi madre es beata, ya te digo. Me llevaron arriba por unas escalinatas de plata, quince o veinte peldaños de plata que valen un dineral, y al llegar a lo alto vi que había un nicho grande. Al fondo, en el centro, hay una columna de mármol y encima de la columna una imagen de no sé qué materia. Alabastro, creo yo. Oro negro, dicen otros. Lo dudo. ¿Es que hay oro negro? Bastante oscura. De eso viene el cantar que dice que la Virgen del Pilar es morena. Al llegar allí acompañado de un monaguillo revestido con sotana roja y roquete, uno hace una genuflexión —Felipe la hacía— y besa el centro del manto de la Virgen. ¿Tú no sabes que los tesoros de la Virgen valen cientos de millones? Y están en la sacristía, que yo los he visto también, porque soy amigo del pertiguero, ese que va con un capisayo de seda verde hasta el suelo y una peluca blanca y un bastón de plata. Yo soy amigo de él. Yo tengo muchos amigos. ¿Tú sabes? Por la noche sueltan dentro del templo varios perros mastines así de grandes. Como leones. A ver quién es el ladrón bastante guapo para entrar a robar. Esos perros comen cada uno tres kilos de carne cruda y yo lo sé porque la compran en la carnicería de al lado de mi tienda. En la calle de Escuelas Pías. Tú dirás que hablo mucho. Me pasa siempre que conozco a alguna persona nueva. Luego, cuando somos verdaderos amigos, me reprimo.
Se calló. De pronto me miró fijamente y dijo:
—Tú lo que necesitas es un amigo como yo, que te abra los ojos. Porque vienes del colegio bastante paleto. Bueno, entiéndeme, quiero decir para las costumbres de la ciudad. Por lo demás, tú y tu hermana valéis más que yo. Desde el primer momento lo vi. Y Planibell me dijo este Pepe Garcés irá lejos. Eso creo yo también. Ese Planibell es muy raro. Todo el tiempo que estuvo en casa se lo pasó hablándome de su rifle con televisor. Tú sabes que el televisor es una especie de telescopio que se pone encima del cañón. Bueno, pues yo no vi el televisor por ninguna parte. Te digo que es un misterio. Hablando de otra cosa. ¿Tú sabes que voy al Emma Victoria cuando quiero?
—¿Gratis también?
—Sí claro. El explicador es amigo mío. Viene a comprar a la tienda y yo le doy el género a mitad de precio.
—¿Cómo tienes tantos amigos? ¿Es que a todos los vendes la tela a mitad precio?
—No, hombre, no es necesario. Es muy fácil tener amigos. Basta con que uno se haga pequeño e insignificante a su lado. Todos buscan gente que se haga pequeña. Y cuando la encuentran, ya está, amigo para siempre. Yo soy así. Tengo mi idea. Parezco insignificante, pero tengo mi idea. Bueno, cuando tú tengas mis años también tendrás tu idea, es natural. O quizá la tienes ya. Mi idea es dar coba a mi madre y engañar a mi padre. Así me va bien dentro de mi casa.
Se quedó Felipe toda la mañana y me extrañó que no se invitara a comer. Por fin se marchó. Yo acepté su invitación para ir el martes de la semana siguiente a la «Quinta Julieta». Pensaba poner allí —en alguna parte— el busto de mármol y escribir después al lego dándole la noticia. Pero antes debía explorar el terreno.
En aquellos días, alguien nos invitó a ir al teatrillo de la Acción Social Católica en la calle de Espoz y Mina. Fuimos mi hermana y yo. Estaba bien. Los actores eran buenos, pero el teatro era pequeño y estaba atestado de gente. Representaban un sainete: El cabo Pérez. Hacía un calor insoportable. Mi hermana no flirteó con nadie. Menos mal, porque aquellos flirts en público ultrajaban un poco mi dignidad.
En el mismo edificio de la Acción Social había una biblioteca y en ella una sala de revistas. Yo solía ir a ver algunas, entre ellas una de alpinismo y exploración. Pero lo único que me interesaba era una dibujo en serie, una historieta de aventuras de dos exploradores ingleses en África.
Llegaba la revista a la biblioteca los jueves. Y cada jueves a las tres de la tarde me dirigía allí con una impaciencia voluptuosa como no he vuelto a sentir en mi vida en relación con libros o papeles impresos. Subía las escaleras anhelante y sudoroso de emoción. Y al abrir aquellas páginas y ver los cuadritos con las nuevas aventuras sentía de veras una inmensa delicia. Llegué a apasionarme tanto que en casa dibujaba nuevos episodios que inventaba. Concha decía que estaban muy bien. En aquellos días, mi hermana se escribía con doña Julia, la mamá de Valentina, y le daba noticias mías para que se las trasmitiera a mi novia, porque yo tenía la vaga idea de que mis cartas no se las entregaban. Le había escrito contándole cómo era la vida de Zaragoza, pero le hablaba menos de amor porque me parecía un poco cursi «sobre todo a nuestra edad». Mi hermana me dijo que en aquello me equivocaba y que el verdadero amor no es nunca cursi. No puede serlo. Es natural, el amor. ¿Puede ser cursi una cosa tan natural como el amor? Añadió que lo único cursi era hablar de góndolas a la luz de la luna, como hacía mi amigo Felipe.
En vista de eso, decidí hablarle otra vez de amor a Valentina en mis cartas. Pero repito que alguien las interceptaba.
Llevaba mi hermana un ramito de violetas en el pecho, con los tallos verdes hacia arriba. Eso quería decir —yo lo sabía por habérselo oído decir a ella misma— que estaba enamorada. Se ponía las violetas, tal vez, para que las viera el hijo del marqués. En aquel tiempo todas las mujeres parecían ridículas con su manía del amor, menos Valentina, que me parecía sublime. Aquellas violetas de Concha la separaban demasiado de mí. El mundo de las mujeres era diferente e incomprensible.
Había otra familia de mi pueblo en la ciudad, con tres hijas, todas jóvenes y solteras. En la aldea vivían en un palacio con un salón que tenía lanzas y celadas, pero en la ciudad habían alquilado un tercer piso bastante miserable en la calle Mayor. Era de origen noble, pero el padre, que se llamaba Lucas Ramírez, no hacía nada. Se pasaba el día buscando por las tiendas de comestibles cosas especiales, porque era un gran comilón. Y cuando las encontraba volvía con un paquete a casa, y a los conocidos que iba encontrando por la calle les decía lo que había comprado, dónde, cuánto le costó y lo que iba a hacer la cocinera con ello —bajo su dirección inmediata—. Porque le gustaba guisar. Al llegar a su casa se sentaba en la portería para descansar antes de subir las escaleras. Estaba siempre pálido y sudoroso. Entretanto, le enseñaba a la portera el kilo y medio de salmón fresco y le decía que había que prepararlo al estilo de Bilbao para que tuviera tales o cuales virtudes. Después, mirando las escaleras con melancolía solía decir:
—Subir tres pisos y el entresuelo y el principal es una agonía para mí. Cinco pisos. He pensado que podríamos poner una canasta con una polea arriba y meterme yo dentro. ¿Qué le parece a usted, señora portera? ¿Sería usted bastante fuerte para tirar de la cuerda?
Lo decía en serio y muy convencido. Ella le advertía que podía alquilar un piso más bajo o ir a vivir a una casa con ascensor. Esto último se lo decía con ironía, pero él no se daba cuenta y respondía gravemente:
—Ya lo he pensado, pero el ascensor me da miedo. Gentes hay que se han quedado colgados entre dos pisos toda la noche. Me da miedo.
Aquella gente venía a vernos con frecuencia y mi padre se burlaba de ellos. Don Lucas era tan inocente que se pasaba la vida elogiando con gran entusiasmo el sentido práctico de mi padre. Los antepasados de don Lucas habían sido los que coronaban reyes e iban a rescatar el Santo Sepulcro con Godofredo de Bouillon.
Era la vida en la ciudad un poco más animada que en la aldea —digo por lo que se refiere a mi hogar— pero no mucho. Las hijas de don Lucas Ramírez eran un poco mayores que yo. Venían a veces y jugábamos a la lotería de cartones. Si cuando jugábamos yo llevaba pantalón largo, la segunda de las hijas, que se llamaba Vicenta, coqueteaba conmigo. El hecho más audaz de su coquetería consistía en escoger las fichas y darme a mí siempre las de color violeta. Ya es sabido que ese color significa amor. Si llevaba pantalón corto no me hacía caso.
Aquella tarde iban a venir, pero yo me había citado con Felipe en el Arco de Cinegio a las dos. Los martes, Felipe no trabajaba en la tienda y en cambio trabajaba los domingos.
Cuando llegué, estaba ya esperándome. Echamos a andar deprisa. Felipe decía:
—Has llegado un cuarto de hora tarde. Si yo fuera como mi padre te diría que tienes que pagarlo de una manera u otra. Es su manía.
—¿Qué manía?
—Lo que él llama la «impunidad» lo vuelve loco. Dice que cada cual tiene que cumplir con su deber o hacer frente al castigo. Él con la impunidad y yo con la doblez a ver quién puede más. Figúrate si yo andaré con cuidado. Mi madre me salva a veces. Pero hay un aprendiz en la tienda que me tiene envidia porque soy el hijo del amo y le va con el cuento a mi padre. Un día le voy a dar una somanta que se van a oír las voces en Calatayud. Bueno, hablando de otra cosa, vamos a los lavaderos de doña Pilar.
—¿No dices que sólo se puede ir por las mañanas?
—Sí, pero no es tarde todavía. Hasta las tres, el agua está buena.
Consistían los lavaderos de doña Pilar en una piscina cuadrada como de veinte metros de lado. Para entrar allí había que pagar dos reales. Se podía uno quedar en la piscina una hora.
Daba el sol de lleno. Alrededor había terracitas y departamentos cerrados con tela metálica donde, durante los días de trabajo, las lavanderas colgaban sus ropas.
Al entrar me quedé un poco extrañado. Había diez o doce individuos nadando, todos desnudos como el día que nacieron. Felipe se quedó también en cueros en un instante y se tiró al agua de cabeza. Dio una vuelta a la piscina nadando como los perros a cuatro manos y de frente (quiero decir, no de costado). Cuando llegó a mi lado me dijo, sofocado por el esfuerzo:
—¿No nadas tú? El agua está estupenda.
Era la primera vez que oía aquella palabra: «estupenda». Tendría que acordarme de ella y decirla también. Entretanto yo veía a aquella gente en cueros y no acababa de comprender. Todo me repugnaba. Los sexos de tanta gente —púber o impúber— me ofendían. Sobre todo los de la gente púber y peluda. ¡Qué indecencia! En cuanto a mí, yo era impúber aún, pero lo fuera o no a nadie le importaba. Exhibir aquello era de gente miserable.
Felipe me invitaba a imitarle.
—No —dije—. Yo no nado ahí, con esa gente.
Mi amigo se revolcaba en el agua, iba y venía feliz. Estaba aprovechando bien los dos reales. Yo sentí ganas de insultarlos a todos. O de escaparme. Pero me quedaba y pensaba: ellos tienen razón. Lo que hacen es natural y no tiene importancia. No sabía en definitiva qué pensar.
Doña Pilar era una matrona de pelo gris, grande y ancha, con unos ojos fríos y penetrantes. Ella misma administraba su negocio y vigilaba a los clientes. Ni ella ni los bañistas parecían dar la menor importancia a la desnudez impúdica de los hombres. Doña Pilar tenía un cuadernito y un lápiz. Y también un relojito colgado de un collar de cuentas color azabache. Apuntaba la hora en que había entrado cada uno y por lo tanto sabía el tiempo que les quedaba por consumir. Salió de su pequeña oficina y se acercó al agua:
—Tú —dijo a uno que «se hacía el muerto» flotando en la superficie—. Vamos, vamos, que ya han pasado diez minutos de la hora.
Le acercaba un lío de trapos. El otro rezongaba y ella cortó, autoritaria:
—No te hagas el remolón, que nos conocemos y sé que eres un granuja, de modo que listo y a la calle. Ahí tienes la ropa.
El otro salía del agua. Parecía una enorme rana. Doña Pilar pasó a mi lado hablando consigo misma:
—Aquí hay que andar más lista que Lepe, Lepijo y su hijo. Volvió a su oficina mientras el bañista aludido se vestía despacio, murmurando. Yo no podía comprender. Por vez primera en mi vida me preguntaba si tal vez la gente exageraba al hablar de pudor, de la vergüenza de la desnudez, etc. Yo, vestido en medio de aquella gente, comenzaba a sentirme diferente e incómodamente extraño.
Llegaban otros clientes. Poco después, la piscina estaba llena. Se veía más carne humana que agua. Mi amigo Felipe salió:
—Esto es —dijo— lo que yo llamo la sopa de doña Pilar. De ahora en adelante el agua sucia y caliente y tan espesa que se podrá cortar como jalea. Pero ya veo. Tú no quieres nadar.
Hay que venir antes de las doce, como te decía.
Iba vistiéndose, primero la camisa, después los calcetines.
Luego, juntos, el pantalón y los calzoncillos. Y hablaba feliz:
—¡Qué falta me hacía a mí este baño! —decía. Salimos callados.
—Estás pensativo, ¿qué te pasa? —me preguntó.
—Yo creí —dije— que la gente usaba taparrabos para nadar.
—Ahora comprendo lo que te chocaba —dijo gravemente—. Pero ¿qué importa? ¿No ves que somos todos hombres? Bueno, está doña Pilar, pero doña Pilar es como una madre.
Me extrañó que el hecho de no querer desnudarme como ellos me diera con Felipe una cierta clase de prestigio. Cuando le dije que aquella piscina parecía un charco de ranas él soltó a reír:
—Con algún que otro samarugo.
En Zaragoza, a los tontos los llamaban «samarugos». El samarugo es un pez de gorda cabeza que se convierte luego en rana. La cosa me hizo gracia. Bueno. Había conocido los lavaderos de doña Pilar, donde la gente se bañaba completamente en cueros como los romanos de la antigüedad. Y el martes próximo conocería la «Quinta Julieta». El nombre me parecía bastante raro. ¿Por qué Julieta? Parecía también nombre de una quinta de recreo del tiempo de los romanos. La ciudad se llamaba entonces Cesaraugusta. De ahí venía Zaragoza.
Seguía yo sintiendo cierto desvío por mi padre, aunque él parecía mucho más humano que en la aldea, tal vez por hallarse en una atmósfera como la de Zaragoza donde nosotros no éramos nadie. Mi enemistad sólo se manifestaba en pequeñas decisiones secretas. Por ejemplo, me sentía inclinado en favor de los franceses, en la guerra. En otras cosas de menos importancia pasaba lo mismo. Me situaba en el lado contrario al suyo. Mi padre no tenía grandes simpatías por mosén Orencio, párroco de La Seo, porque era primo de mi madre. Tenía celos de él. Celos «buenos», claro. No celos eróticos. Mi madre admiraba a su primo y eso bastaba para que mi padre no lo pudiera ver. Entonces yo decidí ir a confesarme con él cuando mi padre acordaba que todo el mundo tenía que comulgar, lo que solía ser una vez al mes por lo menos. Y si no era con mosén Orencio no me confesaba. No lo hacía sólo por molestar a mi padre. Es que aquel confesor me gustaba por su gravedad y su dulzura paternal. Si mi padre me decía:
—¿Pero qué manía es esa de don Orencio? Uno no debe confesarse con los parientes.
Yo le respondía haciéndome el sorprendido:
—Pues un cura es un cura. Y tanto vale uno como otro. Yo comencé con don Orencio y sigo con él porque me entiende mejor que los demás.
Era mentira y lo hacía sólo por molestarle a él. Mi padre chascaba la lengua y se iba dando un portazo.
El párroco don Orencio era gordo, vulgar, poco espiritual y muy poco inteligente. Tenía una biblioteca espléndida, que le venía de Gracián y Lastanosa, pero no sentía por ella la menor curiosidad. Mi padre censuraba y satirizaba a todos los parientes de mi madre. Lo cierto era que mosén Orencio merecía las censuras. Era un sacerdote bastante materialista que entendía más de vinos que de libros. Un vinatero de origen francés, que se llamaba Labatut, le había dicho a mi padre que mosén Orencio era uno de sus mejores clientes.
Mi tío Orencio tenía un rostro ancho y rojizo como una patata temprana. Por cada poro de la piel se veía sangre —un puntito rojo— deseando saltar.
La aventura de mi hermana Concha seguía en su primitivo estado, sin avanzar ni retroceder. El único avance posible sería que el hijo del marqués formalizara las relaciones pidiendo permiso para entrar en casa. Como eso no sucedía ni mi hermana lo esperaba, porque era muy joven, seguían haciéndose guiños por las ventanas de uno de los patios interiores en los cuales se habían hecho sin duda guiños parecidos muchos galanes y muchas vírgenes desde los tiempos de los Reyes Católicos y quién sabe si antes, desde el rey Marsilio. Porque la calle de don Juan de Aragón tenía a cada paso alusiones al mundo árabe de las mezquitas, los alcázares, las almunias y las alcazabas. Mi hermana con el óvalo de su cara color marfil y los grandes ojos negros como la noche debía parecer una fátima en su ajimez.
Pero el galán, sin duda para impresionar favorablemente a mi hermana, aparecía a punto de día en uno de aquellos patizuelos cuadrados con traje de montar, fusta y polainas de cuero brillantes. Sacaba de algún lado un caballo bayo que ocupaba casi todo el patizuelo. Antes de levantarme yo oía voces del jinete acallando al bruto, el ruido de los cascos de un caballo impaciente y más voces del jinete en un tono de bajo grave y afectado:
—Boa, Babieca…, sooo…
No sé si el caballo tenía algo de Babieca, pero el marquesito no parecía el Cid ni mucho menos. Daba el caballo pequeños relinchos, a veces, se levantaba de manos y al volver a caer producía un choque sordo. Yo no podía comprender qué hacia el joven con aquel caballo en un lugar tan pequeño. Nunca le vi montarlo. Tampoco sabía que hubiera establos en la casa. Me daba la impresión de que era un caballo que tenían guardado en algún armario para los efectos de la caballería heráldica. Y el muchacho lo lucía delante de mi hermana una hora cada día. Era muy hermoso, el animal, eso sí.
No seguimos mucho tiempo en aquel sombrío palacio de la calle de Don Juan de Aragón. De pronto, nos cambiamos de casa. Fuimos del extremo histórico de la ciudad, al más moderno. Como decía antes, la parte moderna me parecía entonces a mí romántica.
El resto de la fortuna familiar —es decir, del capital disponible— lo invirtió mi padre como garantía bancaria de un empleo que le concedieron. Un empleo bastante bueno de agente para todo Aragón de una compañía importante: «La Seguridad y la Unión Nacional». Parecía un lema político, más que el nombre de una compañía anónima.
La compañía tenía sus oficinas en el número tres del Coso, con una inmensa placa de jaspe en los balcones. Era el sitio más céntrico de la ciudad. Allí estaban las finanzas saneadas, los comercios de lujo, los cafés de moda con concertistas famosos. En fin, todo lo contrario de la calle Don Juan de Aragón. El edificio era una casa antigua de seis pisos y el segundo nos lo daba la compañía como vivienda. Hacía esquina al callejón de la Audiencia, pero como en aquel lugar el Coso torcía un poco hacia la calle de Cerdán, las ventanas y balcones que daban a la calle de la Audiencia eran como si dieran al Coso mismo. Un lugar de veras hermoso para vivir. Yo no cabía dentro de mi piel. Me sentía hombre moderno, civilizado y cosmopolita.
La casa inmediata a la nuestra era el palacio de los Lunas, un caserón renacentista que los turistas visitaban y fotografiaban y que tenía una inmensa portada con dos gigantes de piedra, uno a cada lado, sosteniendo el friso y amenazando a hipotéticos enemigos con enormes mazas de piedra. Aquel edificio se dedicaba a Audiencia Provincial. Cuando entraba o salía de mi casa yo lo miraba con respeto.
Tenía mi padre la debilidad de relacionar aquel palacio con la historia de la familia de mi madre. «En las montañas de Aragón —decía— los Garcés y los Lunas siempre han sido parientes». Mi madre no hacía caso. Nunca pensaba en nada que tuviera relación con abolengo, nobleza o hidalguía.
Yo tampoco. Me parecía muy bien ser plebeyo.
Al mismo tiempo que pasamos a vivir al Coso perdimos una de las sirvientas: la cocinera. Mi madre no la sustituyó. Nos quedó una sola sirvienta para todo, la que hacía antes de doncella. Las hermanas tenían que arrimar el hombro.
Yo comprendía que algo iba mal económicamente. Mi padre suspiraba, ponía una expresión fría y hermética y decía palabras bastante duras refiriéndose a su asociado impresor. En esos casos mi madre se ponía pensativa y triste.
Era la casa de una alegría y luminosidad notables. La oficina de mi padre tenía tres empleados y un chico que abría la puerta. Un «meritorio», como decía mi padre.
Aquel lado del Coso era la arteria más hermosa y tranquila de la urbe. Como no había lineas de tranvías en aquella parte y no existían aún los autos de alquiler, nuestra calle era un remanso silencioso en el tráfico de la parte comercial de la ciudad.
En la misma esquina de mi casa, frente a la puerta, y ocupando un pequeño espacio de la ancha acera, se instalaba a veces un hombre alto de grandes bigotes caídos. Vestía de oscuro. Llevaba consigo una pequeña mesita cuadrada y por los lados de la mesita colgaba una franja amarilla de seda.
Era un charlatán de origen francés o que fingía ser francés. Cuando había instalado su mesita abría un maletín e iba sacando pequeños objetos. Vendía plumas estilográficas. Aunque charlatán —cosa rara— hablaba poco.
Con una gran seriedad sacaba un punzón cosedor y dos tabletas perforadas. Se ponía una a cada lado de la nariz. Luego colocaba el punzón —que tenía un bramante rojo— en el orificio de una de las tabletas. Parecía perforarse la nariz con fuerza. Al mismo tiempo hacía con la lengua ligeros ruidos como si las mucosas fueran sometidas a violentas presiones. Yo no podía contener la risa. Luego el buen hombre sacaba de la tablilla de enfrente perforada también una punta del hilo, como si la perforación hubiera sido completa y lo hacía correr de un lado a otro. Yo no comprendía y el hombre me miraba familiar y bufonesco.
Aquello lo hacía sólo para llamar la atención de los pequeños. Cuando tenía ocho o diez muchachos alrededor sacaba un pequeño bastidor con dos rodillos de goma al parecer entintados. Dándole a una manivela, los rodillos giraban el uno contra el otro. Entonces ponía una hoja de papel blanco por un lado y salía por el otro convertida en un genuino billete de banco de cien pesetas.
Lo que sucedía era que el papel blanco se quedaba dentro de uno de los rodillos, mientras del otro salía un verdadero billete nuevo que tenía para el caso. No sólo nos impresionaba el truco sino sobre todo el hecho de que un pobre charlatán ambulante pudiera tener tanto dinero.
Cuando había acudido bastante gente comenzaba su trabajo. Sacaba una pluma y decía mostrándola:
—Délicate, parfaite, una joya para la buena «escritora» del hombre moderno.
La destapaba, mostrando la punta de oro y de pronto, daba con ella un golpe sobre la mesa como si quisiera clavarla en ella. Los gavilanes de la pluma quedaban lamentablemente torcidos. Entonces, con los dedos, los ponía juntos y escribía en un block. Mostraba el block al público y decía con una gran voz de barítono:
—La plume fine, la plume élégant. Imposible gompé.
Aquel vendedor era uno de los tipos que yo frecuentaba más. Otros que me interesaban eran los pintores al aire libre que hacían cuadritos al pastel y luego los rifaban entre el público.
Seguía yo con mis paseos exploradores por la ciudad. A veces, me acercaba a nuestra antigua casa de la calle de Don Juan de Aragón y recordaba el tiempo reciente en que vivíamos allí como si hubieran pasado ya treinta años. Compadecía a los marqueses de M. por seguir allí mientras nosotros habíamos pasado al barrio de los comercios de lujo. Me creía de veras un ser privilegiado. Ya no íbamos a misa a La Seo —que caía muy lejos— sino a la iglesia de San Felipe Neri, que estaba en una plazuela a espaldas de nuestra casa. Yo me acordaba de ese santo que había ido por el mundo con una mona pequeñita atada con una cuerda muy gruesa y no podía tomarlo en serio.
El cambio de casa alteró mis planes y tuve que llamar por teléfono a Felipe para aplazar la cita y la excursión a la «Quinta Julieta». El comerciante estaba encantado de que hubiéramos ido a vivir cerca de su casa. Nos citamos para el martes de la semana siguiente en el Arco de Cinegio.
Cuando fui no serían más de las siete y, como llegué antes que mi amigo, me entretuve viendo cómo regaban la plaza de la Constitución. Esperaba ver al perro lobo que jugaba con el agua de las mangas, pero aquel día no acudió.
Mi amigo se alegró de verme a mí solo y sin mi hermana. «Tú sabes —dijo—, tu hermana es ya una señorita. Es lo que pasa con las mujeres. A los dieciséis años son señoritas. Nosotros, a los dieciséis años no somos nada, no somos más que samarugos. ¿Cuántos años tienes tú?».
—Catorce —mentí.
—Ya ves, catorce. Nada. Yo dieciséis. Nada. Pero no me preocupo. Tú ves lo que hago. En lugar de ir con los grandes voy con los pequeños. Así los dos estamos a gusto. ¿De qué hablan los mayores? De mujeres. Bien. Podemos hablar de mujeres también. O de negocios. Yo soy comerciante. Tienes que venir a mi casa para que te conozcan mis padres. Les he hablado de tu familia y de ti. Les he dicho… Bueno mi padre es imbécil como todos o casi todos los padres. Tiene la manía de castigar la impunidad. Mi padre…
Estábamos en el tranvía. El vehículo subía paseo de Sagasta arriba, ligero y matinal, con brisas entrando y saliendo por las ventanillas abiertas. Felipe seguía hablando y aunque decía cosas muy elogiosas para mí las decía con una gran naturalidad y sin la menor inclinación a la lisonja. Decía:
—Hablé con mis padres de ti. Y les dije: un muchacho de mérito que estudia en Cataluña para ingeniero de caminos, canales y puertos. Mi padre es imbécil y mi madre es una santa. Me alegro de que hayas venido a vivir más cerca de mi casa. Bueno, mi padre quiere que yo sea viajante. Yo viajante. ¿Por qué? Para vender al por mayor. Pero es lo que yo digo. Al por mayor sólo vende el fabricante. Nadie más que un fabricante puede hacer negocio con los mayoristas. ¿Sabes qué me dijo? Pues va y dice: ¿quién te ha dicho que no voy a fabricar telas un día? Y más pronto de lo que algunos creen. Es posible que mi padre fabrique telas. Por eso está en tratos con el padre de Planibell, porque quiere comprar maquinaria usada. A propósito, aquí tengo una carta de Planibell desde Monflorite. Me habla de ti. Vas a ver. Dice: «Si ves a Garcés, dile que Prat ha encontrado a Ervigio en Salou y le ha pegado una paliza, que, según informes indirectos, tendrá que permanecer dos semanas en la cama. Es lo que merecía por haber ultrajado sus sentimientos». Yo confirmé las palabras de Planibell. Era lo que merecía Ervigio.
En su carta, Planibell hacía elogios de mí, pero con un aire protector que me molestaba un poco. Yo pregunté a Felipe si su padre iba a montar una fábrica de veras.
—Ya te digo que sí. Es cuestión de dinero y mi padre lo tiene. Está podrido de oro. Pero yo, la verdad, no tengo ganas de trabajar en eso ni en otras cosas. Si espera que yo voy a recorrer el mundo con un maletín de muestrarios, pues se equivoca de medio a medio. Es lo que dice mi primo Juan: vivir es vivir. Uno se levanta, sale a la calle con un duro en el bolsillo y a vivir. Eso es lo que quiero yo: vivir. Que no llegue nunca la hora de diñarla —otra palabra que oía por vez primera—. Mi primo Juan piensa así y yo le alabo el gusto. Trabaja de jardinero en la «Quinta Julieta». Tú lo conocerás. Porque yo quiero que conozcas a toda mi familia.
Yo pensaba: este chico tiene una alta idea de mí a pesar de ser más grande que yo. ¿Qué haré para no decepcionarlo? Desde luego no me atrevía a decirle que no estudiaba para ingeniero de caminos, canales y puertos, porque, tal vez —pensaba yo—, basaba en aquello su respeto por mí. Y cuidaba mis palabras.
Llegamos al final del trayecto y nos apeamos. Íbamos hacia el canal. Yo miraba el agua con ojo de experto en canales. Me daba cuenta de que Felipe me trataba como si yo fuera un hombre. En el fondo no lo comprendía, aunque vestido de pantalón largo podía muy bien tomarme por un joven de quince años. Según decían en mi casa, había crecido mucho. Mi padre, que parecía no fijarse en mí, me había dicho un par de veces mirándome atentamente:
—Ya no crecerás más. Ahora ensancharás por los hombros.
Como era tan alto como él, seguramente no quería que siguiera creciendo.
La góndola estaba atracada a la orilla. No había nadie. El caballo blanco mordisqueaba la hierba. Mi amigo lo enganchó y subimos los dos a la góndola. El caballo comenzó a marchar. Yo consideraba demasiado grande aquel vehículo para sólo dos muchachos y dije:
—Podríamos haber ido a pie.
—¿Para qué? ¿Para gastar zapatos y energías? No. En verano hay que moverse lo menos posible. Cuando tengas mi edad te darás cuenta. Si viene mi tío y ve que la góndola no está dirá: el sobrino se la llevó. O tal vez diga: «el hijo del “Micho”». Porque mi padre tiene cara de gato. Nosotros somos de pueblo y ya sabes lo que pasa. Mi abuelo vino de Monflorite, de la Montaña. Fue él quien puso la tienda. La gente de Monflorite no es mala. Uno por uno son honrados y trabajadores. Buenos amigos y nobles. Pero todos juntos… es lo que pasa en los pueblos. Hay que entenderlos. Dijeron que mi abuelo había puesto la tienda con el dinero de un robo. Porque una noche mataron a un usurero en el pueblo de al lado y le robaron setecientas onzas de oro. No encontraron al criminal y cuando vieron que mi abuelo ponía esa tienda, pues ya se sabe: El Micho por aquí, el Micho por allá. Por eso mi padre no puede ver a los aldeanos. Yo no sé si habría algo de verdad en eso de las setecientas onzas. ¿Tú qué piensas?
—Eso depende. ¿La víctima era un usurero?
—Sí.
—Entonces le estuvo bien empleado. Supongamos que fuera tu abuelo, ¿y qué? El usurero es la hez del mundo. Felipe se quedaba pensando:
—Peor usurero que mi padre no lo hay, la verdad.
—¡Quién sabe! —dije yo, ecuánime.
Me había dado cuenta de que frente a la locuacidad de Felipe lo mejor que podía hacer era mostrarme lacónico y reservado. Recordaba que en el colegio, al que hablaba poco, aunque fuera tonto, lo tenían en más estima que al que hablaba mucho, aunque fuera inteligente. Así pues, y para no decepcionar a Felipe, yo callaba. Mi amigo volvió a tomar la palabra.
—Mi primo Juan sabe esperanto y piensa como tú en algunas cosas. Con la diferencia de los años porque él es un hombre. Claro que a veces hay hombres como niños y niños como hombres y eso lo digo por ti. Te veo taciturno. Se diría adusto.
Yo no comprendía que Felipe me tratara con tanta deferencia y diera tanta importancia a mi expresión, pero, naturalmente, todo aquello me gustaba.
Habíamos salido hacía rato del barrio de Torrero y resbalábamos sobre las aguas en silencio. Mi amigo dijo:
—Mi primo también habla poco. Pero es porque piensa mucho. Piensa tanto que mi tío, el de la «Quinta Julieta», que es hermano del que maneja la góndola, le dice a veces: no puede ser que llegues a viejo. Siempre estás cavilando en una cosa u otra y eso seca las entrañas.
Chascó la lengua para amonestar al caballo que se detenía a comer y el animal, con un poco de hierba en el hocico, siguió marchando. Yo dije que más valía dejar comer al caballo en paz, puesto que no teníamos prisa. Mi amigo negaba con su expresión iluminada por una sonrisa de oreja a oreja.
—No, si el caballo no tiene hambre. Eso lo hace porque sabe que voy yo en la góndola. Que voy solo o con un amigo. Cuando la góndola va llena de gente y sobre todo, cuando oye la voz de mi tío no se detiene ni un segundo. Eso lo hace de vicio. Mi primo Juan también quiere que los animales coman tranquilos. Tiene ideas raras mi primo. A veces pienso si estará un poco tocado. Cree que las plantas ven y oyen y entienden a los hombres igual que nosotros las entendemos a ellas. Además no come carne. Sólo come frutas y legumbres. Ni siquiera pescado. Un día peleó conmigo porque me vio pescando. Me dijo, dice: ¿qué te parecería a ti si alguien te agarrara con un gancho de acero por la garganta o por debajo del paladar y te arrastrara adentro del agua hasta que murieras allí ahogado? Porque eso es lo que hacemos con los peces. Es decir, a los peces los sacamos con el gancho a la tierra, donde mueren asfixiados. La cosa tiene miga. Desde entonces no he vuelto a pescar. Pensándolo despacio, la cosa tiene su intríngulis. ¿No crees? Mi primo cavila mucho.
Yo no decía nada. ¿No había dicho Felipe que su primo era lacónico y adusto? Yo no decía nada para parecerme a él. Envidiaba yo a Felipe por algunas cosas. Una de ellas era su abundancia de tíos. Era Felipe una especie de sobrino universal.
No tenía yo en cambio más tíos que mosén Orencio, con quien me confesaba.
Se veía la quinta a medio kilómetro. Es decir, se veían unos muros cuyo remate brillaba al sol porque debía tener esos vidrios, incrustados y puntiagudos, que suelen poner en las cercas de adobe. Al otro lado, árboles en flor y más lejos unos edificios con columnas de piedra gris y muros encalados.
Poco después nos deteníamos frente a la entrada de la quinta. Un hombre joven de aire maduro, con anchos hombros y sombras azules en la cara afeitada, llegaba portando en la mano un cabezal de caballo mediado de avena.
—Hola, Felipe y la compañía —dijo sin mirarnos.
Le puso al caballo el cabezal y le tiró suavemente de las orejas. Luego se fue a su trabajo sin decirnos más.
Era la «Quinta Julieta» lo que yo había pensado. Macizos verdes, amarillos, arcos de rosales trepadores que en algunos lugares formaban verdaderos túneles. A medida que avanzábamos por una avenida pavimentada con ladrillos, entre cuyas junturas crecía la hierba, yo iba comprendiendo que allí había una atmósfera de privilegio, un aura celeste sobrenatural. Estaba conmovido y disimulaba mi emoción. Todo aquello parecía de nadie. Parecía mío. Y lo era en mi imaginación. Cuando un lugar, un palacio, un parque, me gustaban, me los apropiaba y nadie en el mundo habría podido convencerme de que no eran míos. Mirando a mi alrededor, pensaba: este es el lugar adecuado para Valentina y para mí. Todo es amor. Flores, estanques y cisnes. Yo querría trabajar aquí siempre y vivir con Valentina hasta ser viejos y morirnos el mismo día. Todo es amor aquí. Y la gente debe ser buena como los ángeles.
Al volver una esquina —había calles formadas con macizos de boj o de rosales trepadores— vi un ancho espacio de césped cortado muy raso. Parecía una alfombra. En el centro una pequeña columna blanca y encima un angelote, un querube gordinflón de mármol rosa. Yo me quedé pensando: ¡Qué sitio admirable para la obra del hermano lego si pudiera sacar de ahí a ese angelote que parece una salchicha! Luego vi que aquella salchicha era Eros, dios del amor. Mucho me decepcionó, la verdad.
Pero la curiosidad no me dejaba tiempo para reflexionar. Seguía mirándolo todo vorazmente. Fuimos a una glorieta donde confluían cuatro caminos, los cuatro con columnas a los lados y pequeñas estatuas. La glorieta, cubierta con madreselvas que dejaban colgar sus delicadas flores amarillas, estaba en sombra. Tenía bancos de mármol alrededor formando un círculo abierto sólo para dar paso a las avenidas. Nos sentamos. Pasó algún tiempo en silencio y de pronto oí una voz encima de nuestras cabezas. Una voz humana que parecía bajar del cielo. Aquella voz decía una sola palabra:
—Hola.
Alcé los ojos sin ver a nadie. No era posible que entre las madreselvas hubiera un hombre. La misma voz repitió:
—Hola.
Viendo mi estupor, mi amigo me dijo:
—Es un cuervo. No sabe decir más que eso, pero lo dice igual que una persona. ¿Sabes? Es muy manso, el animal. Como nadie le ha hecho nunca daño no tiene miedo.
En aquel momento, de las madreselvas bajó la voz del cuervo:
—Hola.
Nos levantamos y echamos a andar. Mi amigo me dijo súbitamente animado:
—Vamos a los viveros. ¿Ves aquella casa de cristal cubierta de persianas verdes? Allí están los viveros. Mi primo Juan podría tener un empleo en un banco o en una oficina del gobierno. Es muy listo. Está siempre leyendo algún libro. En eso no le alabo el gusto. Yo no leo libros. Desde el Catón no he vuelto a leer ningún libro. ¿Para qué? Eso no quiere decir nada, tú sabes. Me parece muy bien que los lean los demás. Pero yo sólo quiero levantarme y salir a la calle y ver la gente. No necesito saber más. ¿Y sabes qué te digo? Que las mujeres hacen más caso a uno que vende telas que a otro que estudia. Por ejemplo a un cirujano.
Yo pensaba: ¿Por qué un cirujano? Podía haber dicho un profesor o un ingeniero. Pero aquel lugar era el paraíso de un enamorado como yo. ¡Qué feliz tenía que ser la gente allí! Había olores fragantes por todas partes y mirar —sólo mirar— era una delicia. Pensaba en Valentina y caminaba al lado de Felipe.
Llegamos a los viveros y entramos. Dentro el aire estaba húmedo y sombrío. Los reflejos de las ramas se mecían en los cristales. Mi amigo fue a un lugar donde trabajaban dos hombres jóvenes.
—Monflorite —gritó.
—Me llaman —respondió una voz cachazuda—. Ah, ¿eres tú? ¿Y la compañía? Cuánto de bueno.
Aquel hombre afable que estaba en mangas de camisa y trabajaba en un semillero me dio la mano. Mi amigo explicaba:
—No se llama Monflorite, pero le decimos así porque es del mismo pueblo que mi padre y mi abuelo. Aquel otro que trabaja allí se llama Pascual.
En la puerta se oyó:
—Hola.
El cuervo nos había seguido. Se acercó otro obrero de apariencia hosca, todo pelos. Encarándose con Felipe le dijo de pronto:
—Tú eres muy campechano, pero tienes también tu mala sangre.
Felipe, sin mirarlo, quiso darle una lección.
—Primero se dan los buenos días, Pascual. Pero el otro no escuchaba:
—Tú eres —le dijo gritando como si Felipe fuera sordo— el sobrino del amo. Bien, yo lo que necesito saber es quién manda aquí en los viveros. ¿Oyes?
El afable Monflorite se apartaba prudentemente y se ponía a trabajar con unos esquejes de clavel.
—Yo no sé nada —dijo Felipe, distraído—. Supongo que debes preguntárselo a mi tío.
Se veía que aquellos dos obreros habían peleado hacía poco. Felipe dijo al obrero afable:
—Ven con nosotros.
—Espera que saque estos esquejes del cubo —respondió Monflorite con una calma afectada.
Sacaba unos manojos de plantones de clavel. Quince pasos más lejos, el obrero malcarado iba y venía con una carretilla. Monflorite comenzó a silbar un vals sin más objeto que mostrarnos que estaba tranquilo y de pronto se oyó la voz áspera de Pascual:
—Cállate de una vez o te haré tragar esta falca que tengo en la mano.
Tenía una especie de cuña de hierro oxidada. Monflorite calló prudentemente. Acabó de arreglar los claveles y salió con nosotros. Fuimos otra vez a sentarnos a la glorieta del cuervo y dejamos a Pascual solo con su rabia.
El pobre Monflorite, desde que salimos del invernadero, se puso a perorar en tono quejumbroso.
—Todo viene de lo mismo —decía—, de que yo, a pesar de ser su jefe, lo trato como a un igual. Ese soy yo. Por los motivos que sea, el tío de aquí me ha hecho jefe de los viveros. Yo no se lo he dicho a Pascual, todavía. Pero él se da cuenta por el orden de los trabajos. Digo, se da cuenta que soy su jefe. ¿Qué culpa tengo yo? Así es que… Si canto se pone furioso. Si silbo dice que me va a hacer tragar una falca. Si me río cree que me burlo de él.
Intervine sin acabar de comprender lo que pasaba y aconsejé a Felipe que los pusiera en trabajos diferentes. Felipe respondió:
—Yo no soy quien decide esas cosas. No soy más que el sobrino de mi tío.
Monflorite, con la expresión del hombre atemorizado añadía:
—No es que tenga miedo, pero Pascual lleva la podadera en la mano y es hombre que pierde pronto el aguante. No es miedo, pero he oído decir que hizo una muerte en Tudela.
Ah, aquello era otra cosa. El cuervo entre las madreselvas dijo:
—Hola.
Monflorite mordía un tallo de clavel, pensativo.
—Yo no sé si es verdad, pero eso dicen. Hay que tomar una determinación. Por las buenas, pero hay que hacer algo. No es porque yo sea su jefe. Es por otras cosas. Pequeñeces. Yo creo que si lo hicieran jefe a él y a mí su ayudante la cosa sería igual. Está muy quemado.
—¿Usted lo aceptaría a él como jefe? —le pregunté yo.
Monflorite me miraba como a un niño cuyas palabras carecen de importancia. Felipe repitió mi pregunta y Monflorite respondió:
—Hombre, francamente, no. Tal como están las cosas preferiría morirme de hambre antes de aceptar una situación como esa. Pero supongamos que acepto. No se habría arreglado nada. Te digo que no se habría arreglado nada.
Estaba yo terriblemente impresionado por el hecho de que Pascual hubiera cometido un crimen en Tudela. Pregunté si era verdad y Felipe dijo:
—Habladurías.
Me asombraba de encontrar aquellos problemas en un lugar tan hermoso como la «Quinta Julieta». No podía comprenderlo. Y entretanto, Monflorite insistía:
—No son cosas para tomarlas a broma. Cuando el río suena, agua lleva. Además, si no ha hecho nada podría hacerlo un día. La verdad es que hace una semana, estando eligiendo las simientes en los armarios, vino él por la espalda, que yo le veía en el reflejo del cristal. Sólo pude apartarme de un brinco cuando vino sobre mí. Bueno, él vio que yo le había calado la intención y entonces dijo: parece que me conoces. Si quieres saber más, anda a Tudela y pregunta por mí. Allí te darán informes. Y no se reía. Nunca se ríe.
Felipe volvía a hablar:
—Pascual es de una familia de labradores honrados. Ha podido tener alguna pelea. Y un hombre bebido, a veces, da un botellazo, pero no se mancha con sangre.
Mi asombro iba creciendo. Escuchaba con mis ojos, mis oídos y mi boca.
—No, si él no bebe. No lo he visto nunca beber un trago de anís. Su vicio es la hembra. Lo que es por eso…
—¿Tú qué piensas? —me dijo Felipe.
—¿Yo? —Y seguro de mi propia importancia añadí—: Los dos tienen razón y los dos tienen culpa. A su manera, claro.
Repetía lo que había oído decir, a veces, al hermano Pedro después de separar a dos contendientes. Entonces Monflorite me miró extrañado tal vez de verme razonable y siguió:
—Hace dos días, sin ir más lejos, le dije: anda, cava las márgenes de aquel parterre para preparar la tierra ahora que hay tempero. Bueno, uno es un jardinero y sabe lo que hacen en este oficio los madrileños y los barceloneses. Por eso le dije: «anda a cavar las márgenes del parterre».
—¿Y no entendió lo del «parterre»?
—No. ¿Qué va a entender ese mastuerzo?
Yo tampoco lo entendía, lo que me humilló bastante. Pero Monflorite seguía:
—Yo dije: «el parterre». Y él dijo que esa palabra no la había oído nunca. Pues yo no sé otra —le dije— y lo que te mando te lo mando como es debido. Anda al parterre. Entonces él me miró con las de Caín y me dijo: si me repites esa palabra te tiro a la cabeza las tijeras de podar. Porque eso es lo malo, siempre tiene en la mano algo que corta o punza. Yo le dije: ven y voy a enseñarte lo que es un parterre. Y le expliqué lo que era. Entonces él me dijo que yo no sabía mi oficio, porque aquello no era un parterre sino un arriate y que lo que yo llamaba el margen del parterre era la platabanda. Bueno, yo conozco esas palabras, pero un «parterre» es algo diferente al gusto madrileño y entonces… bueno, como ignorante, Pascual es lo que se dice un ignorante. De eso ni hablar. Pero ya se sabe. Yo respondo del trabajo delante de tu tío. Entonces él obedece o no. Bueno desde aquello del parterre, a mí me llama «el tío Partegre» porque ni siquiera sabe pronunciar esa palabra. Y todavía si lo dijera riendo… pero no. No se ríe nunca. Y yo me río con frecuencia porque mi conciencia está tranquila. Ya ha visto usted lo que pasa —añadió dirigiéndose a mí—, cada vez que me río se le pone a hervir la sangre. Si le digo una palabra que él no sabe comienza a tragar saliva. Si me río para mí mismo se pone a tirar las herramientas, a dar patadas a la carretilla. Si me pongo a silbar una canción comienza a insultarme y si canto… bueno, ya no me atrevo, porque un día que cantaba me saltó encima como un tigre. Ya lo dije antes. Gracias que lo vi en la sombra y me aparté. Es lo que les decía antes.
Escuchaba Felipe con los ojos graves:
—¿Qué cantabas aquel día? Digo cuando te saltó encima.
—Una jota muy inocente. Una jota fematera que he oído en mi pueblo.
—¿Y cómo dice esa jota?
—Pues la letra dice: «A mí me llaman el tonto / el tonto de mi lugar / todos viven trabajando / yo vivo sin trabajar». La verdad es que yo lo cantaba en un momento en que él se sentaba para echar un cigarro. Es lo que pasa. Yo no lo gasto, pero él está todo el tiempo dándole a la yesca para encender el cigarrillo. Y ni siquiera trabaja cuando fuma. Se tiene que sentar en el suelo y echa unas alentadas por las narices que parece una locomotora. Bien, ustedes debían haber visto cómo se puso. Que si mi canción, que tal… que cuando él quiera… en fin, lo que pasa.
El cuervo, desde el techo de la madreselva repitió:
—Hola.
Y Monflorite dijo:
—Este cuervo me recuerda también que un día Pascual dijo, dice: ese cuervo lo llevo yo atravesado en la boca del estómago. No es cabal que un animal hable como una persona. ¿Por qué no? ¿Y qué más tiene que hable o no hable?, le dije yo y él fue y me respondió: no me gustan las cosas que no entiendo. Y yo le dije, digo: Pues yo sí que lo entiendo. A lo mejor ese cuervo es hijo de una cuerva y un lorito. Ya ve si eso es inocente. Otro se habría reído. Pues la broma se le atravesó y estuvo diciéndome que de él no se burlaba ni la madre que lo parió. La verdad es que al principio éramos amigos y los domingos íbamos con una amiga cada uno al soto o al arrabal. Bueno, lo que pasa. La mía es mi novia y me quiere como es debido. La de él lo mandó a escardar cebollinos. Esas fueron las palabras de ella: «vete a escardar cebollinos». Al día siguiente estábamos trabajando y al rematar la faena en aquella platabanda le dije sin acordarme de lo que había pasado el día anterior: Pascual, anda a escardar aquellos cebollinos. Entonces él volvió a mentarme la madre. Eso es.
—Pero usted lo hizo a propósito —le dije yo.
Felipe me puso la mano en el hombre y dijo:
—Gachó, esa es la mejor palabra que se ha dicho esta mañana. Tú has puesto el dedo en la llaga.
Lo que más me gustó fue aquella expresión —«gachó»— que sólo se oía a la gente del bronce en las puertas de las tabernas, con acento andaluz o madrileño. Luego Felipe miró a Monflorite, que estaba un poco nervioso y le preguntó:
—¿Qué respondes a lo que ha dicho mi amigo?
Monflorite se puso a explicar con más detalles el incidente del arrabal:
—Cuando la novia lo echó de su lado y Pascual se marchaba se volvió a una distancia de ocho o diez pasos y me dijo: ¿No vienes tú? Yo no respondía. Mi amiga, dijo un poco desvergonzada: se ha quedado sordo de un aire. Y todos reímos un poco. Entonces, la amiga que lo había enviado a escardar cebollinos dijo: no es decente ese tío. No quiere más que tentarme. Y es lo que yo digo: que tiente a un farol del alumbrado público. Y entonces reímos los tres. Él se iba mascullando malas palabras. Hasta que desapareció. Al día siguiente había algunos faroles de la glorieta recién pintados y le dije, digo: anda a tentar aquel farol a ver si está seco. Se puso como una culebra venenosa. Ya saben cómo es. Y yo no lo hice con mala intención, sólo que parece que la casualidad viene a soplarme al oído las palabras que más pueden envenenarle la sangre. Ya digo que es pura casualidad, pero cuando me quiero percatar ya lo he dicho y no tiene remedio. Ya es tarde.
Felipe se mostraba indeciso:
—¿Pues qué hacer?
Monflorite, después de una larga pausa reflexiva siguió:
—Lo que digo es que la cosa todavía podría tener arreglo. No habría más que llamarlo aquí ahora mismo, por ejemplo. Los tres sentados en este banco y Juan también, digo tu primo. Los cuatro presentes. Y decirle claritas las cosas. Decirle que soy un hombre como es debido, que vengo de una familia honrada y eso lo sabe bien el padre de aquí, el de la tienda, digo el señor Biescas, y que hay que bajar la cabeza y obedecerme en todo lo que le mande, sin chistar. Pero hay que llamarlo aquí delante, los cuatro sentados como un tribunal y él con la gorra en la mano. Y decirle que si yo me río es porque tengo la conciencia tranquila y que si silbo una canción o canto es porque tengo derecho y no gasto más que mi chuflo o mi voz y que a nadie tengo que darle cuenta. Pero no es fácil, ya lo sé. Quiero decir que no es fácil conseguir que Juan forme tribunal aquí con nosotros tres. Porque él todo lo quiere arreglar por las buenas, y con Pascual no hay buenas que valgan. Ustedes no saben todavía quién es ese sujeto.
En aquel momento se oyó la campana de la verja de entrada. Llegaba el tío de Felipe. Era un hombre de cincuenta años y de pelo rojizo. Monflorite volvió al trabajo y Felipe y yo nos acercamos al amo, despacio, mientras mi amigo me explicaba:
—Hoy es un mal día para irle a mi tío con problemas de esta clase. Los martes tiene mal genio porque el parque está cerrado al público y además, mi tío tiene que pagar algún jornal extra si necesita peones. Es decir, que no sólo no gana sino que gasta. Eso no le gusta. Hoy está peor que otras veces, lo veo desde lejos. Yo creo que en lugar de irle con el pleito de los viveros sería mejor seguir recorriendo la quinta. Allá lejos está la casa. Algunos dicen que es palacio. Yo diría que no. Es sólo casa, o digamos por mejorarlo, que es una especie de mansión. También tu casa es una mansión. Donde yo vivo es una casa. Ni siquiera casa sino vivienda.
Nos habíamos desviado y en lugar de ir hacia la verja de entrada íbamos otra vez hacia el interior del parque. El sobrino tenía miedo de su tío.
Yo comenzaba a darme cuenta de que aquel lugar de delicias era también o podría ser un infierno. Felipe seguía hablando de palacios, mansiones y viviendas. Y caminando a mi lado y mirando las platabandas con graciosos dibujos de flores y arbustos decorativos añadió:
—Mi casa es una choza con la fachada llena de letras pintadas y de anuncios.
Pasábamos cerca de Juan, quien sin dejar de trabajar nos preguntó:
—¿De qué vais hablando?
—Pues de la casa —contestó Felipe—, digo del palacio de la quinta. Y yo decía que es más que una casa y menos que palacio. ¿Cómo diríamos? ¿Mansión?
Juan soltó a reír:
—Es una casa de campo —y añadió—: ¿Qué más da el nombre? Un día, todo el mundo vivirá en casas como aquellas y en jardines como estos. Pero antes tiene que llover mucho. Muchísimo, tiene que llover.
Felipe no daba gran importancia a lo que decía Juan. Seguíamos paseando. Estábamos junto a un lago circular bastante hondo en el que nadaban pequeños peces. La orilla del lago era de mosaico decorado con figuras de la Edad Media: el Cid, un rey moro, la Virgen del Pilar. Junto al borde del lago y a distancias iguales, había ranas de mayólica verde que echaban agua por la boca. Esa agua debía ser más fresca que la del lago y docenas de pequeños peces acudían debajo de cada chorro a gozar de ella. Mi amigo fue a una poceta cubierta con tablas, metió la mano allí y accionó una llave. Los chorros de agua de las ranas se alzaron en el aire hasta reunirse formando en el centro una cúpula líquida. Daba el sol de lado y se veía un arco iris perfecto. Yo vibraba de emoción bajo mi piel y al mismo tiempo pensaba: ¿Se habrán matado ya los empleados de los viveros? Me habría gustado que se mataran el uno al otro y que los enterraran al pie de algún hermoso árbol al que servirían de fertilizante. Los hombres —tan feos— serían así tributarios de los árboles, tan hermosos.
Mi amigo cerró la llave del agua y seguimos.
Aquella mañana fue encantadora a pesar de los empleados de los viveros. Lo mejor de todo había sido la afirmación de Juan: un día, todo el mundo vivirá en lugares como este aunque antes tiene que «llover mucho». Yo no comprendía la relación de la lluvia con la felicidad universal. Pero acababa de hacer un descubrimiento. Dentro del lago y rebasando el nivel del agua, había una columna con su remate en forma de tosco capitel. Era bastante gruesa y encima no tenía nada. Parecía el lugar adecuado para poner el busto —es decir la cabeza del hermano lego—. Se lo dije a mi amigo y él respondió:
—Un día, vendremos sin que esté mi tío, la pondremos y ya está. Pero no se lo digas a nadie.
—¿Por qué?
—Mi tío va a pensar que eso tiene alguna intención oculta. —¿Se lo diremos a Juan?
—Hombre… cuando vea la escultura ya puesta, si dice algo se lo contaremos.
—¿Y Monflorite? ¿Y Pascual?
—Esos son dos zotes. Yo llamo zotes a los que no se fijan en las cosas. ¿Tú crees que verán la cabeza de mármol? No han visto esa columna y necesitarían cuarenta años pasando todos los días delante para ver una estatua. Son verdaderos zotes. No piensan más que en comer, en la hembra y en soy más que tú y tú eres menos que yo. Tienes que venir a mi casa un día. Verás que mis padres son un poco zotes también, pero buena gente. Yo no me entusiasmo mucho con mi padre porque me ha arrimado cada golpiza que sólo de acordarme se me ponen los pelos de punta. Pero lo respeto, claro. ¿No lo he de respetar? Nosotros, tú y yo, somos seres humanos, mi madre también, aunque es un poco simple. Mi padre, no. Siempre está con que odia la impunidad. Pero es mi padre. Nosotros, digo tú y yo, somos distintos, ya digo. Verdaderos seres humanos.
—¿Y Juan? —pregunté—. ¿Qué dirías tú de Juan? Mi amigo miró alrededor y bajó la voz.
—¿Estamos solos?
—Sí —dije yo, nervioso.
—Mi primo Juan es un pistolero.
Se hablaba entonces de los pistoleros de Barcelona, que arreglaban los problemas de los sindicatos a tiros. Yo le dije:
—Algún otro oficio o carrera debe tener.
No me parecía bien que Juan fuera un pistolero-jardinero. Era una combinación estúpida.
—Tienes razón —dijo Felipe—. En Barcelona trabaja en otra cosa. Creo que es cortador de sastre.
Yo me llevé una decepción más. Cortador de sastre, ¡bah! Felipe continuó:
—Y gana lo que quiere. Si lo vieras algunas veces, cuando se viste con corbata parece un señor. Pero ahora yo creo que está medio escondido. No quiere malquerencias con nadie, ni con mi tío ni con los de los viveros, porque sabe que está en una situación delicada, y si alguien lo denuncia lo pueden meter en la cárcel. O quién sabe lo que le puede pasar. Mi tío cree que yo no me doy cuenta, pero no tengo nada de zote. Veo las cosas aparentes y también las escondidas. Puedo ser tonto en algunas cosas, porque dicen que he salido a mi madre, pero tengo mucha pupila. Mi tío quiere que Juan trate a patadas a los dos de los viveros. Dice que si Monflorite y Pascual tienen un jefe contra quien desfogar su mala sangre, se pondrán a trabajar tranquilos. La gente baja tiene que odiar a alguien —dice— y es la única manera de que se pongan de acuerdo entre sí. De ahí la necesidad de emplear capataces. Es una idea un poco rara, pero comprendo que puede tener razón.
Para demostrarle que yo tampoco me chupaba el dedo, le dije:
—No creo que Juan fuera capaz de tratar a los de los viveros a patadas, como tu tío quiere.
—¿Quién sabe? Para Juan, esos de los viveros no son seres humanos. Es capaz de tratarlos a palos y de insultarlos. Tú no sabes quién es Juan. Trata mejor a un perro que a ciertas personas cuando cree que esas personas no lo merecen.
Callábamos.
—¿Y qué ha podido hacer Juan como pistolero en Barcelona? —pregunté.
—¡Ah!, eso no lo sé. Y nadie lo pregunta, porque de esas cosas es mejor no hablar. ¿Pero tú crees que lo que haya hecho puede ser un crimen? —Y antes de que yo contestara añadió—: Bueno, hay crímenes y crímenes. Puede ser un santo y… un hombre que entablilla la ramita de un arbusto cuando se tuerce y que lleva puñaditos de abono especial a algunas plantas cada semana, un hombre así…
Dejaba sin terminar la frase, con un silencio ponderativo. La verdad es que yo estaba teniendo experiencias y aventuras que dejaban atrás todas las del colegio y de la aldea. Sin embargo, recordaba con admiración a Prat, con un recelo reverente a Planibell y con amistad al hermano Pedro y al lego del taller. Y seguía odiando a Ervigio, a quien recordaba desgreñado, con las facciones contraídas como las de una chica cuando pelea con otra y dándole golpes de florete a Prat en la cabeza. Pensaba escribir a todos mis amigos menos a Ervigio, para contarles lo que había visto en la «Quinta Julieta». No les hablaría de Juan por si acaso. Si aquel hombre estaba escondido, había que tener cuidado, porque la policía abre a veces las cartas y las lee. Ya no estaba en el colegio. En la calle la cosa iba en serio. Había guardias y policías, y cárceles y patíbulos. No se trataba de representar dramas como La vida es sueño.
Miraba desde lejos a Juan, que trabajaba encorvado sobre unos arriates. Dudaba de que aquel hombre pudiera ser un pistolero. Y unas veces creía lo que decía Felipe y otras dudaba. Me sentía especialmente inclinado a creerlo cuando oía sonar en su bolsillo el duro que le había robado a su padre el sábado último y que estaba sin reventar todavía. Por cierto que cuando salíamos de la «Quinta Julieta» para volver a la ciudad le dije:
—Tu duro hace ruido en el bolsillo y si tu padre lo oye…
Felipe declaró que hacía ruido porque llevaba en el mismo bolsillo una llavecita, pero que cuando volvía a su casa se ponía la llave en el bolsillo izquierdo para evitarlo. Y al salir a la calle volvía a ponerlos juntos, la llave y el duro.
—Ese ruidito —dijo— me hace más hombre con la gente, tú comprendes.
Luego puntualizó:
—Sobre todo con las mujeres.
Cuando nos separamos eché a andar a mi casa deprisa y sin ver a nadie. Mi amistad con un pistolero me hacía crecer en mi propia opinión. No estaba seguro de que Juan lo fuera, pero me gustaba creerlo para sentirme a mí mismo más importante. Y decía: Si mi padre supiera cuáles son mis amistades… De mi madre no me preocupaba. Era mi madre una clase de persona dispuesta siempre a explicar, aceptar y comprenderlo todo. Si yo le decía: tengo un amigo que se esconde de la policía, ella me preguntaría más detalles sin asustarse lo más mínimo. Yo creo que mi madre no sabía gran cosa de la sociedad ni de sus leyes. Se casó al salir del colegio donde había estado interna. Un colegio de Paulas, es decir, de las mismas monjas que tenían un internado cerca de nuestra antigua casa, en la calle de Don Juan de Aragón. Y antes de saber, quizá, lo que era el amor tuvo el primer hijo. Para ella la vida consistió en decir amén a las personas a quienes quería. Yo creo que quería de un modo u otro a todo el mundo. A veces he pensado que no había rebasado su mente el nivel de una inteligencia de once o doce años y carecía por completo de resistencias. No sé cómo explicarlo, pero tal vez por esa razón mi padre no hacía nada por empujarla a la vida social. No tenía vida social mi madre, al menos en Zaragoza. Mi padre no la llevaba a ninguna parte.
Recuerdo que cuando él se iba de viaje yo la llevaba al teatro Principal a ver alguna comedia de Benavente. Mi madre era —creo yo— ese caso de feminidad, frecuente en España, de las mujeres nacidas para esposas y madres. Sin idea del mundo y sin resistencias, porque todo en ellas es amor. En materia de amor y maternidad, tenía la sabiduría de los instintos. Por eso si yo le hacía alguna pregunta ella tenía respuestas sabias. Cuando años antes en la aldea le pregunté si yo era un hombre guapo, sin vacilar ella me dijo que no, que no sería nunca guapo; pero que era esa clase de hombres que gustan a todas las mujeres. Discreta respuesta. Ya digo que había algo en mi madre de fundamental, instintiva, sabia y bárbaramente femenino.
Estaba contenta mi madre conmigo aquel verano porque había obtenido un «notable» en francés (en todas las demás asignaturas aprobado y gracias) y se lo debía a ella. La cosa fue como sigue. Mi madre recordaba de memoria algunas cosas que había estudiado en su colegio —todo el mundo estudiaba entonces de memoria— y a veces, nos las repetía siendo nosotros niños también. Una de ellas era en el análisis gramatical lo que decía de la preposición «a». Decía: «Denota el complemento de la acción del verbo y carece de accidentes gramaticales por ser parte invariable de la oración». Era una frase que repetimos en broma para demostrar que habíamos aprendido muy bien la lección, cualquiera que fuera. En el examen del francés, teniendo que analizar una frase, al llegar a la «a» dije lo mismo, añadiendo al final: «y se distingue de la a, verbo, en el acento». La cosa gustó tanto a los profesores, que si hubiera dicho algo razonable en el resto del examen me habrían dado la más alta calificación. Yo lo contaba a mi madre y nos reíamos. Maruja, que comenzaba a crecer y a sacar los pies del cesto, se había enterado de aquel truco y quería aprender la frase de memoria. No podía. La llamaba «la jotica del notable», recogiendo esa expresión de mis imprudentes labios, que la habían dicho una vez y creía que aprendiéndola de memoria le darían notable en cualquier examen, no importa de qué materia. Aunque fuera astronomía o aritmética.
Tenía mi madre algunos parientes en Zaragoza. Ya hablé del cura párroco de La Seo, a quien mi padre no quería mucho. Una monja medio pariente, que fue niñera mía cuando yo era muy pequeño y que había hecho una gran carrera dentro de su orden de la Caridad, venía a vernos. La hermana Adela. Era importante entre los suyos y abadesa o superiora de una casa allí mismo, en Zaragoza. Esa monja sentía por mí una especie de adoración materna y cuando venía a vernos no apartaba sus ojos de mi cara y me pellizcaba en las mejillas o en los brazos, interponiendo siempre entre los dedos y mi pobre persona el velo sutil de su hábito bendecido. Entre pellizco y pellizco, me decía:
—Sinvergüenza, ¿cuántas novias tienes?
Yo me apresuraba a decir que sólo una: Valentina. Luego ella me daba un cartuchito de papel de seda atado con una cintita azul, dentro del cual había quince o veinte monedas de plata de media peseta. Yo quería a la hermana Adela lo mismo que a mi madre. Tal vez un poco más. No por las monedas, sino por los pellizcos y por lo que Concha me había dicho de ella. Según mi hermana, cuando aquella monja tan bonita estuvo viviendo en mi casa yo tenía un año o dos. Y ella jugaba a las madres conmigo. La muchacha se enamoró de mi padre. Estaba platónicamente enamorada de él y al darse cuenta mi madre, sin violencia alguna y comprendiendo que aquello era natural e inevitable, la ayudó a entrar de monja en un convento. Como digo, la hermana Adela, que era muy lista, llegó en diez o doce años a tener los cargos de mayor responsabilidad en la orden. No sé si su amor por mi padre había existido de veras o era una fantasía de Concha. Las dos cosas son igualmente posibles. Concha veía amor en todas partes.
Teníamos otra pariente de mi madre, una soltera de unos cuarenta años, flaca y seca, cuyas manos sarmentosas yo odiaba. Concha decía que tenía manos de muerta y yo pensaba para mí: no tanto, pero esas son las manos exangües de las que hablan los poetas. Aquella mujer, que se llamaba Rita, venía, al menos una vez cada mes, y mi madre y ella charlaban por los codos. Al verme a mí con pantalón largo la tía Rita me dijo:
—¿No te choca un poco llevar las piernas cubiertas?
—Sí, es verdad.
Entonces, como aquella mujer tenía soluciones para todo, dijo a mi madre que en su caso me encargaría los pantalones un poco más largos cada vez, de modo que, sin darme cuenta y de una manera progresiva, me encontrara un día con pantalones de hombre. Yo me imaginaba a mí mismo con los pantalones hasta media pierna, ridículo y risible y miraba a mi tía con inquina. Ella, como digo, tenía soluciones para todo. Menos para su soltería. Cuando hablaba de algún hombre solía decir que era muy sugestivo. Todos los hombres eran sugestivos por una razón u otra. Daba la casualidad de que siempre los conocía en el banco, a donde iba a cortar el cupón de sus pequeñas rentas. A veces mi padre decía: «Esa prima tuya, Rita, va a hacer un día alguna tontería grave». Y mi madre negaba: «No creas. La haría si un hombre se enamorara realmente de ella. Pero eso no es probable, y ella tiene un olfato fino para darse cuenta. No creas que es tan tonta». Mi madre tenía razón. En esas cosas siempre era más inteligente que nadie, porque no pensaba con la razón, sino, por decirlo así, con el instinto o el temperamento. Mi padre habría querido intervenir en las finanzas de la tía Rita, hacerla invertir dinero en sus propios negocios, pero no se atrevía. Comprendía —en esas cosas mi padre era prudente— que hacerla arriesgar sus medios de vida habría sido criminal. Y la miraba a veces con un poco de melancolía, como a una víctima propiciatoria a la cual renunciaba por caballerosidad.
La cabeza de mármol seguía en mi cuarto. Yo comenzaba a ver en ella otra vez los misterios del taller del hermano lego. Misterios vagos que, a veces, se me hacían muy concretos y me inquietaban. Escribí una carta al hermano lego diciéndole que había encontrado un lugar mejor para su escultura y le explicaba dónde y cómo la íbamos a poner. Si venía a Zaragoza podría verla. No decía si en público o privado. Una vez escrita la carta la leí y me di cuenta de que el lego podía pensar que la «Quinta Julieta» era una finca de mi familia. Aunque no lo hice a propósito, la confusión no me disgustó. Hablaba del canal y del cisne blanco y no dije nada del caballo que lo arrastraba. El pobre hermano lego debió creer que estaba contándole un sueño. Y algunos días después recibí una carta suya en aquel papel timbrado que me era tan familiar. Encabezada por una cruz y una sentencia religiosa, decía:
«Querido hermano en Jesús: Al recibo de la presente celebraré que disfrute de los bienes de la salud en compañía de sus bondadosos padres y hermanos. Por lo que se refiere a mí, aunque no lo merezco, Dios me conserva en condiciones propicias para su santo servicio. Amén.
»De lo que me dice sobre la escultura, le agradezco sus informes y el buen deseo que muestra para esta pobre obra de mis manos y como me parece que transcurrirá mucho tiempo antes de que yo pueda ir a esa, le estimaré el favor especial de hacer una fotografía del lugar donde está instalada la susodicha obra y de enviármela. Por si eso le ocasiona gastos incluyo una peseta en timbres de correos.
»Ruego a usted que salude a sus virtuosos padres y que les asegure tanto como puede asegurarse usted mismo de que no les olvidaré en mis oraciones diarias.
»Suyo afectísimo en Jesús…».
La carta llevaba una postdata diciendo que el padre Ferrer estaba enfermo y que iban a hacerle una operación. Esta noticia me dio alegría. Los niños son fácilmente crueles. Pero yo me preguntaba, leyendo y volviendo a leer, si aquel fraile era el mismo que yo había conocido. Hablaba de su pobre obra y luego me pedía una foto para ver el lugar donde estaba. El acento quejumbroso y humilde de la carta parecía suyo, pero me daba la noticia del padre Ferrer sin decir nada en su elogio, como si supiera que la noticia de la operación habría de alegrarme. Más tarde me di cuenta de que el hermano lego, como muchas otras personas inteligentes, estaba perdido con la pluma en la mano. No sabía qué decir y para evitar decir más o menos de lo que quería se encerraba en fórmulas y frases hechas.
No era una peseta, sino una peseta y cinco céntimos, es decir, siete sellos de 0,15. Los guardé pensando usarlos en mis cartas a Valentina. En cuanto a la foto, podía pedir a Concha que me prestara su maquinita. Una kodak de cajón muy barato, al que llamaba «la ratonera». No había en casa ninguna máquina decente de fotografía. Tal vez mi amigo Felipe tenía una cámara mejor. Todos los comerciantes tienen buenas cámaras. Pero antes había que poner el busto en la «Quinta Julieta». ¿Cuándo? El martes siguiente. Habíamos quedado en que Felipe me avisaría.
Concha quería ir a la quinta, pero de ningún modo estaba dispuesta a permitir la menor promiscuidad con jóvenes como Felipe, que no se afeitaban todavía y que robaban dinero a su padre. Yo le dije que podríamos ir un día en que la quinta estuviera abierta al público. Ella me preguntaba:
—Y ese Juan que dices que hizo tantos asesinatos en Barcelona, ¿qué clase de persona es?
—No sé. Si tienes miedo no vengas.
El viaje en la góndola le gustó a mi hermana. Una vez en la quinta fuimos al lago de las ranas verdes. Hice funcionar la llave del agua y al ver los surtidores en acción se acercó Juan. Me reconoció en seguida y me preguntó si iba a ir a los viveros a ver a Monflorite. Yo le dije que no, y él comprendió que la sola idea me disgustaba.
—¿Es tu novia? —me preguntó, indicando a mi hermana.
Mi hermana se reía estúpidamente, como siempre que había un equívoco de esta clase. Todavía se rió más en un viaje con mi padre en el cual alguien le dijo a mi padre: «su señora»… refiriéndose a ella. Concha se divertía de un modo absurdo que, a veces, extraña un poco a la gente. La reacción de Concha con Juan fue muy diferente de la que había tenido con Felipe. Parecía pensar: «Esto ya es otra cosa. Aunque haya asesinado a alguien en Barcelona». Concha respetaba los derechos de la imaginación entre nosotros, es decir, los chicos. Se podía creer todo lo que decíamos con la condición de no creer nada si llegaba el momento de la comprobación. Ella vio a Juan y decidió que no tenía cara de asesino. Entonces mis palabras carecían de valor. Si se hubiera hallado frente a un hombre de cara siniestra las cosas habrían sido diferentes. Y lo miraba con amistad y con respeto. Quizá, yo creo, con una reserva de placentero miedo.
Juan se condujo muy bien. No galanteó a Concha ni la obsequió más de lo que pide la cortesía. Cuando Concha le preguntó por aquella columna que asomaba sobre el agua, Juan le dijo una serie de cosas muy raras.
—Hace un año había ahí un fauno con patas de cabra, caramillo y dos cuernecitos en la cabeza. Y sucedió una desgracia.
Un niño de dos años se cayó y se ahogó. Un accidente. El niño resbaló en la orilla. Más tarde vinieron el juez y el médico forense y también un cura. Y el cura, cuando las ceremonias terminaron, dijo al amo que más valdría que sacara aquel fauno de allí porque era una figura pagana. Yo creo que es auténtico, anterior a la era cristiana. Y lo sacó. El amo decía mirando la escultura: ¡y bien que parece un demonio! Tontas supersticiones. Desde entonces no ha habido ningún accidente, es verdad. Casualidades, digo yo. El lago es bastante hondo. A mí me cubre cuatro palmos por encima de la cabeza. De modo que hay que tener cuidado.
Más tarde, ya solos mi hermana y yo, fuimos a la «mansión» —como decía Felipe—. En un porche que había al lado en el lugar, donde antiguamente estaban las caballerizas, se veían algunos objetos de mármol. Medias Venus, un ángel roto… Yo me acordé del taller del hermano lego. En un rincón estaba el fauno pequeño, de no más de medio metro, paticorto y barbón.
—La verdad es —dijo Concha— que parece un diablo.
—Y lo es.
—¿Cómo es eso?
Mi hermana había ido hasta hacía poco a colegios de monjas donde sólo enseñaban a escribir con una letra puntiaguda —especialidad del colegio—, sin cuidarse de la ortografía porque unas cuantas faltas hacen bien en una carta de mujer. Y a cantar a coro. También les hacían hacer gimnasia y estudiar historia general e historia sagrada. Leían además, y comentaban La perfecta casada, de fray Luis de León, en la que había muchas cosas que ni las monjas ni las estudiantes entendían. «Cosas del mundo», decían las maestras, un poco escandalizadas a pesar de que el autor había sido un religioso.
Concha me consideraba a mí un sabio a su lado, y a veces, cuando yo hacía alguna observación que le sonaba a cosa nueva y nunca oída, me miraba con asombro. Un día le dije que cada uno de nuestros cabellos es un tubo por el que va y viene un líquido y ella se quedó asombrada: «Chico tú eres un brujo. Un verdadero brujo». Aquel día, en la «Quinta Julieta» le expliqué quién era el fauno, contándole la tradición griega del terrible dios Pan y el origen de la palabra «pánico» que había leído días antes. Mi hermana estaba de veras sorprendida.
—Tú estudias demasiado —dijo— y yo creo que eso no puede conducir a nada bueno. Figúrate, costumbres de los griegos. ¿Cuántos siglos hace?
—Veinticinco o más.
—¡Qué barbaridad!
Además, todas las cosas griegas le parecían a ella bastante indecentes. Había estatuas que ya, ya.
Quise llevarla a los viveros y mostrarle que tenía otros amigos, pero recelaba de que riñeran delante de ella. Al llegar a la glorieta de mármol el cuervo dijo como siempre:
—Hola.
Mi hermana quiso salir de allí.
—Vámonos. Parece que esta glorieta está embrujada.
Recorrimos el resto del parque. Mi hermana quería que le hiciera fotos en todas partes, apoyada en las columnas, con la cara junto a los macizos de rosas, a los surtidores. Pero el cuervo nos seguía:
—Hola.
Aquel cuervo acabó por echarla del parque. Ella lo miraba de reojo y me decía:
—Vámonos.
Por fin nos fuimos. Ya fuera me dijo: «¡Qué lugar ideal para dos enamorados!»; debía pensar en sí misma y en el marqués, pero añadió generosa: «… así como Valentina y tú». Yo pensaba: «¿Y el cuervo?». Pero mi hermana comprendió que no representaba una objeción grave.
—Se podría encerrar a ese pájaro en una jaula —dijo después de una larga reflexión.
En la puerta del parque vimos otra vez a Juan, que venía a despedirse de nosotros, muy fino.
De vuelta a casa, Concha me dijo que había roto con el hijo del marqués porque había ido a pasearse por la calle al Coso y se le había acercado un día al salir con la doncella. Concha parecía horrorizada:
—¿Qué se habrá figurado? —decía.
Yo le preguntaba:
—Entonces, ¿no has hablado con él?
—No, ¡pues no faltaría más!
—¿Ni os habéis escrito cartas?
—No. Yo a él, ninguna. ¿Tú qué crees? Yo no soy una cualquiera.
Estuve tentado de comunicarle mis opiniones sobre el amor libre, pero comprendí que aquello no era bueno para todo el mundo y me callé. Mi hermana estaba impresionada por Juan.
—¿Y dices que es sólo un obrero?
—Sí. Bueno, en Barcelona era, según dicen, cortador de sastrería.
Vaya un oficio vil. Mi hermana parecía confusa. Y me decía:
—No sé qué pasa ahora. Hay hombres bajos, obreros o cosa parecida, que tienen una gran apariencia. Eso debe ser cosa de las ciudades. En la aldea un obrero es un obrero y un señor un señor. Aquí todos parecen gentes importantes.
Luego hablábamos de la guerra. Concha no era partidaria de los aliados ni mucho menos de los bárbaros alemanes. Lo que quería era que se acabara la guerra y que no hubiera otra. Yo, sin gran entusiasmo, prefería a los aliados pero sufrían tantos descalabros, que me sentía inclinado a la admiración por los alemanes, como mi padre, aunque esto me parecía indigno de un hijo que se estima. Y prefería no pensar en aquello.
Cuando llegaba ABC de Madrid, cada día al oscurecer, y aparecían docenas de vendedores corriendo por el Coso y dando voces, yo bajaba y se lo compraba siempre a una viejecita seca y nerviosa que llevaba un enorme fajo bajo el brazo con el que apenas si podía caminar.
Mi padre no era sólo germanófilo por devoción, sino, también por interés. Seguía comprando bonos alemanes y había invertido en ellos más de treinta mil pesetas. Si las perdía sería un golpe rudo porque en aquella época esa cantidad era una verdadera fortuna.
Frecuentemente mi hermana y yo hablábamos de la «Quinta Julieta» y sobre todo de aquel estanque donde, según decían, se había ahogado un niño.
Felipe me llevó un día al Casino Mercantil, a donde tenía que ir con un matraco —así decía él— de Monflorite, amigo de su padre. Fuimos los tres. El campesino era un pastor que había bajado a Zaragoza a «apalabrar la lana». Y la familia de Biescas lo obsequiaba. Según me decía Felipe, su padre hacía el generoso y el gran señor con los de Monflorite a quienes odiaba con toda su alma. Eso, Felipe, a pesar de su doblez, no lo comprendía. Yo le dije que su padre quería estar a bien con ellos para venderles tela y sacarles los cuartos y entonces Felipe me dijo algo que me sorprendió:
—Esa manera de hablar no es razonable, porque al fin, mi padre es mi padre. Yo digo que es avaro. Y hasta que es un imbécil. Y es la pura verdad, pero si lo dice otra persona yo tengo que salir por él y defenderlo.
Estuve yo dudando un momento y por fin le dije:
—Perdona.
Pareció Felipe satisfecho y en prueba de eso añadió:
—Yo no digo que tú no tengas razón hablando contra mi padre. Pero como soy su hijo —repitió admirando su propia lealtad—, tengo la obligación de salir por él.
Súbitamente, creí comprender lo que decía mi amigo cuando hablaba de su propia doblez y la verdad es que aquella clase de doblez en relación con su padre me parecía plausible, a pesar de todo.
Yo no había estado nunca en el Casino Mercantil. Veía al pasar por la calle el edificio moderno y lujoso, con su portero de librea, pero nunca había entrado. Fuimos allí y Felipe invitó al pastor y a mí a un refresco en el café. Cerca, al otro lado de una puerta de cristales, se oía ruido de monedas y de fichas. Felipe dijo: «Es la sala de juego». En aquella época el juego no se había prohibido aún. Entramos. Como el pastor parecía muy interesado en el juego de la ruleta y hacía preguntas a Felipe, este le dijo: «Ponga un duro en un número a ver qué pasa». Lo puso sobre el once negro y en seguida cantó el croupier: «Once negro impar y falta». Le envió por el aire treinta y seis duros. El pastor no sabía qué hacer. Felipe le decía: son suyos. Por fin el pastor los tomó cachazudo, y se dispuso a salir. Felipe le preguntó:
—¿No sigue jugando?
—No —y añadió mirando a su alrededor con recelo—: Dan mucho.
Salimos. Desde entonces Felipe, para burlarse de los recelos de los campesinos en la ciudad, solía decir: «Dan mucho».
Como no podía menos de suceder, mi hermana Concha descubrió que desde el balcón de mi cuarto, en el lugar donde el callejón de la Audiencia se hacía más estrecho, se veía al otro lado el interior de una oficina con los muros llenos de archivos y legajos atados con cinta roja. Cerca del balcón había una gran mesa y a veces, un hombre ya entrado en años trabajando. Pero con frecuencia acudía a aquella mesa un joven bastante apuesto. Llevaba gabán de verano —si el cielo estaba nublado— con solapas de seda. Parecía un figurín de sastrería, lo que no le disgustaba a mi hermana.
Tenía aquel hombre una cara larga y enjuta con nariz aguileña y un pequeño bigote. Era como los maniquíes de las sastrerías de lujo. Y usaba sombrero hongo.
Poco después aquel hombre y Concha se cambiaban miradas y sonrisas. A mí comenzaba a molestarme aquello de veras.
—Este es mi cuarto —le dije— y desde aquí no te permito que sigas con esas tonterías.
Entonces ella se ofendió terriblemente. Me negó el saludo por unos días. Como yo estaba muy poco en mi cuarto y no podía cerrar la puerta con llave, ella hacía de las suyas. Convencido de que todo era inútil, acabé por convertirme, una vez más, en su confidente. Ella me decía:
—Ese joven debe ser un juez o casi así. O un fiscal. O un abogado defensor. Va vestido como un juez, siempre de negro.
En nuestra nueva casa había una portera con una hija de nueve o diez años muy marisabidilla, que se daba conmigo una importancia loca. Como es natural, por conducto de aquella niña le llegó una carta a Concha. A veces, la portería tenía correo para nosotros y no le extrañó a Concha recibirla. Cuando la hubo leído me la pasó a mí. Era una declaración de amor sacada, tal vez, de un manual. Pero tenía una parte autobiográfica que era original y propia. Se llamaba el galán Santiago Martínez y era un acróbata de circo. Formaba con otro una pareja que se llamaba en los anuncios «Los reyes del trapecio volante». Con la S de Santiago y las cuatro primeras letras del apellido habían formado un nombre inglés: Smart. «Los Smart Brothers», reyes del trapecio. Yo estaba demasiado sorprendido para poder formar una opinión.
A mi hermana se le cayó el alma a los pies. Primero, por el atrevimiento de la carta. Después por la manera vulgar y pedestre como estaba escrita. Finalmente, por la profesión del galán. Y mi hermana se quedaba con la mirada perdida en el aire y me decía:
—¿Qué demonios hace un acróbata de circo todos los días en la oficina de la Audiencia?
Ese incidente la ayudó un poco a corregirse de aquel romanticismo ventanero. Por mucho tiempo no volví a conocerle otra aventura. Pero aunque yo no le decía nada, a veces, trataba de defenderse y defender al rey del trapecio. Decía:
—Un acróbata es alguien. Algo así como un héroe antiguo.
Yo callaba. Había aprendido con Felipe que mis silencios me daban autoridad. Pero no volví a encontrarla en mi cuarto ni en ninguna otra ventana de mi casa. Además, yo la había asustado un día que le dije: «Por esas ventanas de la Audiencia, cuando menos lo pienses, te pondrás a coquetear con el mismo verdugo». Le aseguré que el verdugo iba todos los días precisamente a aquella oficina que daba frente a mi cuarto.
Cuando quería yo escribir una carta solía ir a las oficinas de mi padre. En la sala de los escribientes había una mesa que ocupaba un sargento retirado de la Guardia Civil, hombre alto, canoso, de bigotes enormes. Había sido comandante del puesto de mi aldea y al retirarse había venido a Zaragoza a vivir con sus hijos, que eran almacenistas de cereales bastante prósperos. Mi padre le había dado un pequeño empleo y todos los días, a la hora en punto, llegaba, saludaba al que le abría la puerta, se dirigía a su puesto y allí estaba escribiendo hasta la hora de marcharse. Era regular como un reloj, cortés e impersonal. Fumaba un tabaco muy fuerte en cigarrillos que él mismo fabricaba en su casa y de los cuales llevaba siempre una regular provisión en una petaca de cuero muy adornada y elaborada. Nunca hablaba sino para decir algo necesario e inevitable.
Yo me instalaba en el lado contrario de su mesa y me ponía a escribir mis cartas. No hablábamos. Los otros empleados iban y venían silenciosos. Se oía en el papel la pluma del sargento, cuya mano enorme parecía más grande sobre la mesa. Y de vez en cuando el buen hombre se mondaba la garganta —costumbre de fumador— y me llegaban oleadas de frío tabaco, de catarro y de vejez. Por fortuna, era una vejez saludable.
Pero cincuenta años de fumar veinte o treinta cigarrillos diarios le habían dado al aliento de aquel hombre un olor como el de las pipas viejas.
Lo estimaba yo mucho. Todos los que lo conocían lo estimaban. Era un hombre fuerte, grande, servicial y honrado. Cuando pensaba en aquel sargento no podía concebir las crueldades que se atribuían a los guardias civiles.
Había otro cuarto lleno de estanterías hasta el techo, en las cuales se alineaban, al parecer, cientos de libros encuadernados en cuarto menor, es decir, del tamaño del papel de cartas. Pero no eran libros. Eran cajas de madera imitando libros, que se abrían y cada una de las cuales contenía una documentación completa de un cliente asegurado contra incendios. Creo que ese era el único género de seguros que hacía aquella empresa. A mí me gustaba contemplar los cuatro muros llenos de libros falsos.
Por aquellos días recibí una carta de Planibell, que decía:
«De Monflorite, a tantos de tantos del año de gracia de tantos. Apreciado amigo: la presente tiene por objeto comunicarte que en un plazo de pocos días me personaré en esa para pasar una semana con nuestro común amigo Felipe Biescas y su respetable familia. Por lo tanto, será oportuno que te impongas por la presente de mi viaje a esa heroica ciudad de los Sitios, para poder reunirnos a su debido tiempo.
»Sin más por hoy y deseando que toda tu respetable familia se encuentre bien (la mía buena, a Dios gracias), te ruego que me pongas a los pies de tu bella hermana y de tu bondadosa madre. Tu amigo que lo es —Planibell—. P. D. Mi llegada a esa capital será, Dios mediante, el día ocho. —Vale».
Igual que a mí, a Planibell le gustaban las postdatas.
El mismo día se me planteó la posibilidad de ir a la aldea con mi padre y mi hermana Concha. Lo malo era que coincidía la fecha de salida para la aldea con la llegada de Planibell. Era una verdadera lástima. No hay duda de que prefería ver a Valentina.
Pero antes había que ir a la «Quinta Julieta» y poner la cabeza de mármol sobre la columna, en el lago. Se lo dije a mi amigo. Él estaba de acuerdo. Iríamos dos días después, que era martes, a las seis de la mañana, antes de que llegara el tío de Felipe. Estuvimos discutiendo los detalles técnicos porque el lago era muy profundo y para llegar a la columna que estaba a unos tres metros de la orilla había que inventar algún medio seguro.
Se puso a decirme Felipe que aquel lago estaba maleficiado desde que se cayó el niño y se ahogó y que no sabía si mi elección era razonable. Había otros lugares en la quinta. No quise explicarle que mi decisión tenía algo que ver con el alma líquida de la que había hablado el hermano lego. Además, si el lago estaba maleficiado la obra del fraile le quitaría, quizá, el maleficio. Por otra parte, yo no comprendía que por haber muerto allí un niño quedara aquel lugar maldito.
Entonces Felipe se puso, una vez más, confidencial.
—Es que… no sé si sabrás que lo que pasó allí fue un crimen. El crimen de una mujer loca. Una madre viuda arrojó a su niño al agua para que se ahogara. Y se ahogó. Claro que se ahogó. Yo no estaba, pero me lo han contado. La madre es muy joven y bastante hermosa. La cosa sucedió un domingo de esos del verano, todavía de día, pero con luna. Lo digo porque la luna tiene su maleficio, a veces, sobre todo con las mujeres. Su marido había sido maquinista del acorazado Reina Regente y murió ahogado. Su padre y su abuelo habían sido marinos también y murieron en el mar. Ella tenía miedo del mar, horror del mar, y se fue del Ferrol porque era allí donde vivían. Al morir su marido ella quedó embarazada y se vino tierra adentro porque no quería que su hijo viera el mar y se aficionara y quisiera ser marino. Y se vino a Zaragoza. Aquí nació el zagal. La mujer venía casi todos los domingos a la quinta con el niño. Se acercaba a dos personas desconocidas que estaban hablando y hacía como si fuera a besarles la mano, pero en lugar de besarla la escupía. «Salivitas», decía ella disculpándose. Esa era su única locura por entonces. Un día vio que su hijo quería un barco con el que otros chicos estaban jugando en el estanque. Ella decía: «No, hijo. Deja al barco. ¡Qué manía con los barcos! Iremos a la montaña. Iremos a vivir a jaca, donde no hay mar ni río ni lagos. Donde no hay barquichuelos ni verdaderos ni de mentirijillas». Pero el chico seguía dando alaridos y queriendo el barco, y de pronto, la madre lo soltó, lo dejó ir. Y el chico se acercó a la orilla, resbaló en los azulejos y cayó dentro. Eso pasó. Otros dicen que la vieron empujar el niño al agua diciendo: «Bien, vete con tu padre y tu abuelo». Todo sería posible, porque está un poco loca. La arrestaron. Luego la dejaron en libertad y se dedicaba a dibujar al niño muerto. Lo dibujaba en papel, en tela bordada y hasta en la arena de las avenidas de la quinta. Cuando yo le decía que el dibujo estaba bien, ella contestaba: «Es Bizancio, que me ilumina». ¿Quién será Bizancio, me digo yo? Ahora está en un hospital. Bueno, en un manicomio, en observación, según dicen.
Yo comenté, impresionado:
—Parece mentira que en lugar tan hermoso sucedan cosas como esa.
—Sí, es verdad —dijo él—. Así suele pasar siempre.
Tenía yo dinero porque la hermana Adela había venido a casa y me había dado al despedirse el consabido cartuchito. Una pequeña fortuna: siete pesetas. Cuando venía la hermana Adela era siempre por la mañana, y ella misma parecía salida de la entraña de la luz matinal. Entre sus tocas se veía sonrosada, fresca y gordita. No demasiado gorda, pero redonda, con una fragancia de manzana reineta, y alegre como un cascabel. Entraba sonriente y feliz preguntando siempre por mí. Los primeros que la veían comenzaban a dar voces repitiendo su nombre, y en seguida acudía mi madre.
A pesar de lo que mi hermana me había dicho del amor platónico de la monjita por mi padre, la verdad es que mi madre no había tenido nunca ninguna clase de celos ni de reservas. Se alegraba más que nadie cuando la hermana Adela venía a casa y era la primera en abrazarla. Luego besaba el crucifijo de cobre que la monja llevaba medio oculto en la doblez del escapulario. Las tocas de la monjita azuleaban de blancura. Entre ellas, los ojos de la hermana Adela eran también azules como turquesas. Era la piel de la hermana Adela de nácar y toda ella parecía —como decía Concha— una rosa en la nieve.
Mi madre charlaba con la monja largas horas. Yo la oía decir, a veces:
—¡Qué sabia has sido, hermana Adela, eligiendo el claustro!
La hermana sonreía y no decía nada. Yo comprendo ahora que en aquellas palabras tan sinceras de mi madre había un fondo inconsciente de provocación y de alarde victorioso. Porque todo en mi madre tenía la honestidad primaria de la vida instintiva. Y mi madre repetía:
—Lo que has dejado con el mundo no vale nada. La monjita respondía:
—¡Oh!, no se puede hablar de una manera tan tajante. La vida secular tiene también sus atractivos, sus legítimas satisfacciones.
Me miraba a mí la hermana Adela y miraba a mis hermanas. Hijos. Éramos hijos. ¿No era bastante para una mujer tener hijos como nosotros? Alguna vez se lo dijo y mi madre nos miró sonriendo con melancolía:
—¿Crees que son de la madre los hijos? No, Adela. Esa es una ilusión más.
En eso tenía razón. Más tarde comprobé que los hijos no son de los padres. Los hijos pertenecen desde que salen de la infancia a sus hijos potenciales. A los hijos de mañana. A un futuro en el cual sus propios hijos los reclaman ya.
Después de las visitas de la monjita, Concha me decía siempre lo mismo, con aire secreto y de sabroso escándalo:
—Yo creo que todavía está enamorada de papá. A su manera, claro.
Quería decir: no como una mujer, sino como un ángel. Todo lo que fuera amor, a mi hermana le parecía muy bien.
Yo preparaba una sorpresa a mi hermana. Como era evidente que se habían acabado sus flirts por las ventanas, pensé que llevarla al circo sería una broma estupenda. Antes me aseguré de que los Smart Brothers estaban en el programa. Un poco caro me resultaba aquello (cuatro pesetas ochenta, los dos), pero el circo me gustaba. Y mi hermana, que iba a ir conmigo a la aldea y que era una especie de hada tutelar de mis amores con Valentina, merecía aquello.
Fuimos al circo. Estaba instalado en el parque de Santa Engracia, en la parte más alejada del templo y de los jardines. Era muy grande la tienda de lona con la bandera nacional en lo alto. A la entrada había payasos tocando en sus flautas y trompetas. Un domador, con su látigo, mostraba el pecho cubierto de condecoraciones. Mi hermana, para no ser reconocida se había puesto el pelo recogido dentro de un gorrito verde. Llevaba una blusa marinera sin mangas. Y como precaución para desfigurarse, si era preciso, unas gafas de vieja con cristales ovalados y aros de estaño. El color de los cristales era ligeramente mente rosáceo. Las gafas no las llevaba puestas. Las tenía yo en el bolsillo para una emergencia.
Como mis padres no dejaban a mi hermana maquillarse, tenía que hacerlo en las escaleras, cuando salía, casi a oscuras. Esta vez lo hizo en el circo, mientras yo sacaba las entradas.
El circo estaba lleno. Siempre me ha gustado a mí la luz que proyectan durante el día las lonas de los circos. Aquella tarde se veían además, sobre las lonas, las sombras de las palomas que pasaban y volvían a pasar.
Mi hermana no se interesaba mucho por el circo. Le daban miedo los payasos con sus narices hinchadas y rojas y sus enormes cuellos planchados. A veces no podía mirarlos y bajaba la cabeza.
Por fin llegó el número de los Smart Brothers, que fue precedido de una presentación imponente. Las luces se apagaron, comenzó a oírse un vals lejano y un rayo de luz malva salió de alguna parte y se proyectó sobre la orilla de la pista. Allí estaban los dos acróbatas, uno al lado del otro. Iban envueltos en capas rojas y negras, con una especie de bonete o solideo pegado al cráneo, que acusaba la silueta de la cabeza. Se daba un caso curioso: los dos eran exactamente iguales. Mi hermana dijo, un poco emocionada:
—Pues es verdad que son hermanos.
El espectador de al lado se volvió hacia ella: «no sólo son hermanos, sino gemelos». Y le mostraba el programa.
Se habían despojado de sus capas y trepaban ya por las cuerdas, cada uno en un lado opuesto de la pista. Dos reflectores se cruzaban formando un aspa e iluminando a los acróbatas. Mi hermana iba del uno al otro sin saber cuál era el del sombrero hongo y el gabán de verano. Entonces decidió hacerse conocer. Se soltó el pelo y rechazó las gafas que yo le ofrecía. Me dijo.
—Necesito saber cuál de los dos es. Yo creo que el que sea, cuando me vea hará algo. Un gesto, una sonrisa. Algo. Y yo podré enterarme. ¿No te parece? Es sólo por enterarme.
La verdad es que aquellos dos jóvenes eran atléticos. Tenían formas de una perfección viril, elástica y armoniosa. Sin mirar a mi hermana, veía yo su perfil lleno de admiración y fervor.
Ya estaban arriba. Cada uno había alcanzado una plataforma colgada de la techumbre. El suelo de la plataforma estaba tapizado con terciopelo color malva y por abajo tachonado de estrellas. La malla ceñida a la piel, color malva también, con una S y una B de plata en el pecho. La luz de los reflectores, malva. Los trapecios pintados de malva, es decir, violeta (el color del amor). Entonces me di cuenta de que mi hermana llevaba en el pecho un ramito de violetas con los rabos verdes hacia arriba. Yo me sentía ligeramente incómodo.
Y uno de los Smart Brothers, mientras se frotaba las manos con un pañuelo, miraba alrededor. Los dos estaban escuetos en sus mallas con cada músculo perceptible al menor movimiento. Uno de ellos, como digo, miraba abajo. Y vio a mi hermana. No sonrió. No hizo gesto alguno. Pero se volvió varias veces a mirar a mi hermana. Ya sabíamos quién era.
Lanzaron los trapecios volantes y comenzaron a columpiarse en ellos. De pronto saltaban y cambiaban de trapecio cruzándose en el aire. Mi hermana no sabía en qué trapecio había quedado su galán y tenía que decírselo yo.
Hicieron ejercicios muy arriesgados, es verdad, y aquel día más que otros, como si quisieran lucirse delante de Concha. Yo, entre tanto, le decía a ella:
—¿Qué te parece?
Ella estaba muy convencida:
—Pues que aparte las tonterías que dice la gente, un hombre vale tanto como otro, y este es un artista. ¿Pero qué diablos va a hacer a la Audiencia?
Yo le decía que la Audiencia es una oficina pública. Y añadía:
—Si te casas con él, tendrás que aprender a hacer esos volatines y entonces seréis tres, y los anuncios dirán: «Los Smart Brothers y la Rosa Volante». La rosa serás tú. ¿No te animas? ¿No quieres ser una rosa volante?
Ella me pellizcaba en el brazo y me hacía daño. Miraba en silencio. Los acróbatas hacían cosas notables. Uno cabeza abajo agarraba al otro, que llegaba por el aire. Todo con suavidad y blandura milagrosas y, además, siguiendo el ritmo de la música. Mi hermana balbuceaba:
—Te agradezco mucho que me hayas traído. Diría, como la tía Rita, que los dos son muy sugestivos.
Tenían en el programa el lugar de honor y debían ser verdaderas estrellas. Esto enorgullecía a Concha, que en aquel momento debía estar enamorada de los dos, puesto que eran semejantes. Yo pensaba: creo que no traeré nunca a Valentina al circo, al menos si hay trapecistas como estos. Mi hermana me decía en voz baja, sin mirarme:
—¿Tú crees que debo contestar a su carta?
Se refería a la declaración de amor del gimnasta. Habían pasado ya muchos días desde que la recibió y no pensaba responder pero ahora, mirando a las alturas con una expresión soñadora decía:
—Creo que debo contestar, aunque sea para decirle que no.
Pensaba yo que no estaría mal tener por cuñado a alguno de aquellos hombres. Por lo menos entraría gratis al circo. Pero decía:
—Pues claro está que para decirle que no.
—Pero —añadía sin dejar de mirar a lo alto— advirtiéndole que le estimo como persona y que le admiro como artista.
—No. Artista, no. Dile como gimnasta.
—Pero es un artista. Hijo, qué pedante has venido de tu colegio. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra? Vamos, mira, si parece que tienen alas. ¿Dónde está ahora? ¿Cuál de los dos es? ¿El de la izquierda? Aplaude, hombre, aplaude.
Yo aplaudía. Ella también. Mi hermana decía:
—Cuando se acabe este número nos iremos ¿verdad? No quiero que venga aquí a saludarnos. ¿Tú crees que vendrá? Es muy posible. Y eso, no. Te digo que no.
—Pues, ¿por qué le has sonreído? ¿No ves que una sonrisa es una señal de amistad y una invitación? Y más aún teniendo las violetas en el pecho.
—¿Una invitación a qué?
—A acercarse. Y a pedir la mano y casarse.
Ella se quedaba pensativa.
—Si a ti te sonriera una muchacha, ¿te acercarías?
Claro que sí. Bueno, si no estuviera enamorado de Valentina.
Concha me miraba, alarmada. Pero estaba atenta al último y más complicado ejercicio. La música había callado. En el público no se oía una mosca. Estaban en lo alto los acróbatas y detrás de ellos la cúpula de lona iluminada desde afuera por el último sol. Se veían en la lona sombras fugitivas —palomas— y en aquel gran silencio se oyó un arrullo insistente y voluptuoso.
Mi hermana suspiró y dijo:
—Nosotros no vivimos.
—¿No? ¿Pues qué hacemos?
—Hablar. Nosotros hablamos y los otros viven.
¿Se refería a los acróbatas? ¿Qué tenía que ver la acrobacia con la vida? A veces, según la dirección de la luz, un ala de paloma se proyectaba en proporciones enormes sobre la lona. Parecía que en lugar de palomas fueran aves enormes. O ángeles.
Por fin, uno de los acróbatas se lanzó con su trapecio sin ver al otro que estaba separado por un gran bastidor circular de papel. Este rompió el papel con la cabeza y cogió con sus manos las del compañero que en aquel momento llegaba. Para poder sincronizar los movimientos, el que se lanzaba sobre el bastidor tenía que guiarse solamente por la voz del otro. La cosa era diabólicamente alarmante, sobre todo sin red, y cuando se encontraron y se cogieron las manos en el vacío, el público lanzó un ¡ah!, de alivio. Mi hermana aplaudía. Yo también. Los acróbatas ya en la pista saludaban juntos. Uno de ellos nos sonreía. Luego entraron corriendo pero volvieron a salir dos veces más a agradecer los aplausos.
Se levantó mi hermana un poco angustiada:
—Vámonos.
Yo quería ver el resto del programa, pero ella insistía:
—Vámonos ahora mismo.
—¿Qué más te da? Espera un poco.
Ella se irritaba y dijo sentándose:
—Está bien, pero yo te juro que si ese hombre viene aquí, me iré con él por el mundo a hacer volatines.
Era muy capaz. Me levanté y salimos. Ya en la puerta, ella me dijo sonriente:
—¿Qué pasaría si yo me fuera con los Smart Brothers?
—Pues que te traería la Policía.
—¿Por qué? Eso no es un crimen. Ah, porque soy menor de edad. Es una lata ser menor de edad. ¿No te parece?
Me di cuenta aquel día que la atracción del hombre y la mujer está gobernada por leyes muy extrañas.
Mi hermana y yo íbamos del brazo —yo llevaba pantalones largos— y ella me hablaba:
—¿Sabes qué digo? Que tú eres un hombre listo.
—¿Por qué?
—Hombre, ya tienes tu novia. Ya sabes con quién te has de casar. ¿Que no? ¿Es que tú puedes casarte con otra sino con Valentina? ¿Y para ella no es una gloria tener ya su marido, es decir, su novio? La verdad es que hacéis buena pareja. ¿No sabes? Ella ha crecido también. Está espigadita, con una cintura como un mimbre. Y casi tan alta como tú.
Suponía yo que su padre se opondría cuando llegara el momento. Mi hermana no podía imaginarlo. ¿Por qué iba a oponerse? Yo le dije:
—¿No has visto que su padre es cada día más rico?
—Bien, ¿y qué?
—Pues que nosotros seremos cada día más pobres.
Ella no se asustaba, ni mucho menos. Le dije que había oído a mi padre hablando en su oficina con un desconocido y que decía: «Estoy arruinado. Entre unos y otros van a acabar por robarme hasta la camisa. ¿Es que no queda buena fe en el mundo?». Mi hermana decía que no entendía cómo la gente ganaba o perdía dinero. Yo le expliqué —aunque sólo por conjeturas— que todos los negocios de mi padre iban mal. Parece que no tenía condiciones de hombre de negocios, que le faltaba «doblez». Y estábamos viviendo del magro sueldo de la compañía de seguros. Concha se quedaba un momento pensativa. De pronto decía:
—Pues cuanto antes. Que venga cuanto antes la ruina y entonces me casaré con el Smart Brother.
Lo decía en serio. En cambio, si yo era pobre y no podía hacer una carrera brillante nunca me casaría con Valentina, al menos mientras viviera su padre don Arturo. Esa era la diferencia. Sin embargo, lo mismo que Concha, yo me veía a mí solo, pobre y sin carrera ni fortuna, con cierta romántica admiración. Todavía me quedarían muchos caminos. Y pensaba en Juan, el de la «Quinta Julieta». Me parecía que no tener nada en el mundo más que la noche y el día —y una pistola en el bolsillo— y vivir en la «Quinta Julieta» era igual que ser millonario. Yo no era ambicioso. Me bastaba con lo indispensable, es decir, con lo que tenía entonces: un lecho, una mesa donde comer, un traje. La pistola era sólo para darme a mí mismo sensación de seguridad. Sería como ser dueño del mundo. Pero tendría que renunciar a Valentina y eso no podía imaginarlo. Mi hermana me consoló:
—¿Sabes lo que te digo? Que Valentina está enamorada de ti y que a su madre la has tenido siempre de tu parte.
Cerca de casa, mi hermana me preguntaba muy seria cuándo llegaría la ruina, es decir la catástrofe. Yo pensaba: si le digo que está próxima se pondrá a escribirle una carta esta noche al Smart Brother. No sabía qué contestarle. Por fin le hice prometer que no le escribiría y sólo cuando ella lo juró haciendo una cruz y diciendo: «que me muera si miento», le respondí:
—La ruina vendrá cualquier día. Por ahora todavía veo dinero por encima de los muebles aquí y allá.
—¿El que robas tú?
—No lo robo. Es mío, es dinero de la familia. Pero un día ya no se verá más dinero. Y entonces ¿qué?
Mi hermana era en esa materia más razonable que yo. Decía que tal vez faltaría dinero para pagar los colegios y viajes y coches, pero el dinero para la compra y para los vestidos y la casa no faltaría nunca.
Concha no escribió al acróbata ni volvió a coquetear con él, al menos por el balcón de mi cuarto. Era muy razonable, como suelen ser la mayor parte de las mujeres, mientras son solteras. Sabía que debía pensar en otra clase de posibles maridos. Ella me había dicho un día:
—¿Tú crees que estoy loca? No, hijo. Si me enamorara de un hombre que no me conviniera me mordería la lengua antes que decirle que sí. No soy tonta. El matrimonio es cosa seria.
Algunos días después vino a verme el soldado de caballería, el grande y buenazo Baltasar, y me fui de paseo con él. Aquel soldado creía que mi padre era una especie de Dios capaz de hacer y deshacer en el mundo. Yo me daba cuenta de que una gran parte de su amistad por mí se debía a la idea desproporcionada que tenía de mi padre. Generalmente venía a vernos los días de gran gala, por ejemplo, el día de Santiago. Y venía con sus correas blancas sobre el uniforme azul, sus espuelas tintineantes y sus polainas. A mí me gustaba que un hombre con tantas correas y metales me tratara de igual a igual.
Fuimos por el paseo de la Independencia, arriba dentro de los porches flanqueados de hermosos comercios. Hablábamos de la guerra. Baltasar creía que ganarían los alemanes aunque no era partidario de los unos ni de los otros, pero del tema de la guerra pasó a otro mucho más sensacional. Me dijo, de pronto, como si yo estuviera en antecedentes, que la cocinera que teníamos en la calle de Don Juan de Aragón había acabado mal. Y añadió:
—Salió de tu casa embarazada.
Yo me quedé sin aliento.
—Eso no puede ser. Era soltera.
—Bueno, Pepe. No debería ser, pero la gente es como es y a veces peor. La cosa es que tu madre la echó y que hizo bien.
—¿Cómo? Eso no es verdad. Ella se fue sin que nadie la echara.
—¿Ah, sí? Entonces es que no quiso esperar a que la echaran. Ahora está en una casa de mala nota.
La noticia era escandalosamente desagradable. Era eso —el escándalo— lo único que yo percibía. Una persona que había vivido con nosotros, bajo nuestro techo, era ahora prostituta. No había nada más feo, más abyecto. Al soldado Baltasar le parecía sólo una cosa natural e inevitable porque estaba en antecedentes. Y seguía hablando:
—Ella es de un pueblo al lado del nuestro y yo conozco a su novio. Pero el padre no es su novio sino un soldado de mi regimiento que está casado y tiene dos hijos. Ah, yo no sé qué pasará cuando se entere el novio de la chica. Es un mal trago para cualquiera. No sé qué pasará. Nunca se sabe lo que pasa en las entrañas de un hombre. Ella tiene miedo y con motivo.
No me importaba lo que pudiera sucederle a la pobre muchacha. Estando donde estaba y siendo lo que era me parecía natural que alguien la insultara, la maltratara, incluso la matara. Es decir, que siguiera el escándalo hasta el fin. Pero la idea de que aquella mujer que había vivido en nuestra casa estuviera en un prostíbulo me parecía horrible. Y unida al peligro de la ruina económica de mi padre, me alarmaba. Tenía miedo a recordar aquellas palabras del soldado Baltasar que no podían menos de ser ciertas como todo lo que aquel hombre decía.
Se dio cuenta Baltasar de que me había impresionado mucho.
Pocos días más tarde fuimos a la «Quinta Julieta» mi amigo Felipe y yo. Llevábamos la cabeza de mármol en la misma jaula que dispuso el hermano lego. Pesaba bastante. Mi amigo era ingenioso e hizo una lazada con una gruesa cuerda. Por allí pasó un pequeño palo y la llevábamos suspendida entre los dos.
Al llegar vimos que no estaba todavía el tío de Felipe. Sólo estaban Juan y los empleados de los viveros. Estos se fueron a su faena.
Juan nos ayudó a poner un tablón junto al estanque con uno de los extremos avanzando sobre el agua. Eligió el más ancho para facilitar las maniobras. Antes de permitirme avanzar con aquel busto en los brazos me preguntó si sabía nadar. Al decirle que sí, todavía dudoso, me pidió la escultura y con ella en los brazos avanzó por el tablón mientras Felipe y yo nos poníamos de pie en el extremo contrario.
—¿Está bien así? —preguntaba Juan.
—No. No lo pongas de espaldas al público. Ni tampoco de frente.
—¿Así? ¿Sesgado?
—Eso es.
Luego Juan volvió y retiramos el tablón. El busto blancocrema sobre la columna gris hacía buen efecto. Se reflejaba en el agua, temblando cuando la brisa rizaba la superficie. Juan preguntaba sin dejar de contemplarlo:
—¿Quién es?
Felipe se adelantó a decir:
—Nerón.
Juan negaba. No podía ser Nerón. Nerón era gordo y tenía una expresión degenerada y estúpida.
—¿Pues quién es? —preguntaba Felipe mirándome a mí. Recordando al fraile lego dije:
—San Benedicto José Labré. Un santo vagabundo.
Juan soltó a reír, se me acercó y viendo que su risa me hería se puso serio y dijo:
—Esta cabeza es la de un sabio romano o griego. ¿Sabes? Entonces todos los sabios eran estoicos. Me reía por lo que dices del vagabundo. No. El estoicismo era una doctrina de aristócratas. Este es uno de aquellos nobles que eran degollados en los rincones de sus jardines por los hombres de Espartaco. Hermosa cabeza, la verdad.
Todos convenían en que en el estanque estaba mucho mejor. Yo pensaba en el hermano lego. ¡Si pudiera ver su escultura allí, sobre la superficie del lago azul-verdosa! La cabeza parecía de una materia diáfana.
Volvió Felipe a aludir al niño ahogado y Juan afirmó, pero contó la cosa de otra manera. La madre del niño no había sido quien lo arrojó al agua sino su amante. Estaba enamorada de un hombre que no quería al niño. «Este hombre llevaba una gabardina gris con banda de luto en la manga y venía por aquí. Quería a la viuda, pero no al niño. Ya se sabe. Hay hombres que no pueden tolerar un hijo de otro padre. El hombre, un día, empujó al niño cuando jugaba sobre las baldosas verdes y lo tiró al estanque. Luego ella contó las cosas como quiso y la creyeron, aunque dicen que está un poco loca. A veces, estaba yo entrecavando los claveles y ella se acercaba y me escupía en la mano. No era repugnante. Y su locura no es de extrañar. El padre de esa pobre mujer era alcohólico y el abuelo también. Todos eran marineros y empinaban el codo. Por lo que se refiere al amante, es decir al novio, lo que hizo…».
—Es un crimen —dijo Felipe, adelantándose.
—Sí, es un crimen. Pero no seré yo quien lo denuncie.
Me sentía confuso.
—¿Y si nosotros hacemos la denuncia diciendo que te lo hemos oído decir a ti? —amenazó Felipe.
—No lo haréis —dijo Juan midiéndonos de arriba a abajo con la mirada—. Y si lo hacéis seréis un par de marranos. Me extrañaría en ti, la verdad. Digo en ti, Pepe.
Nosotros callábamos y yo sospechaba que aquel hombre sabía más del niño ahogado en el estanque y no quería decirlo. Tal vez la madre loca que le escupía en la mano era su amante e iba a la «Quinta Julieta» a verlo a él. Por un momento Juan me pareció peligroso y desagradable. Baltasar, con sus historias de prostitutas, también. Y Felipe yendo a nadar a los lavaderos de doña Pilar. Yo era diferente. Valentina y yo éramos diferentes. No sabía cómo explicármelo a mí mismo. Ella y yo juntos y solos en el mundo, comiendo en vajillas de plata o alimentándonos de raíces y durmiendo en una cueva seríamos diferentes. Ella y yo solo sabíamos lo que era la vida. Los demás hablaban de la vida —como había dicho Concha—, pero Valentina y yo vivíamos. Me refugiaba en aquel secreto y me sentía más fuerte y mejor.
Además iba a ver pronto a Valentina. La idea de que mi padre me llevara consigo para que pudiera verla me conmovía.
Pensábamos Felipe y yo ir a los viveros, pero Juan dijo:
—No vayáis. Dejemos allí al perro y al gato en paz.
—No es posible que estén en paz —dijo Felipe.
—Entonces que se maten. Uno al cementerio y otro a la horca. Todos saldremos ganando.
No me gustó aquello. Aquel día Juan me parecía demasiado bronco y duro. Cuando íbamos a marcharnos llegó el amo. Siempre iba los martes entre ocho y nueve. Nos miró con aquella expresión que aun queriendo ser cordial parecía desdeñosa:
—Hola —dijo.
Lo decía exactamente igual que el cuervo. Sin duda, el animal lo imitaba a él.
—Se ve que madrugáis —dijo—. A vuestra edad sólo se madruga para hacer mal en alguna parte.
Juan dijo: «Esta vez no han hecho mal ninguno». Y contó lo de la escultura añadiendo que era antigua y que tenía mucho mérito. El amo debía estar en los cincuenta y tenía esa solidez un poco rígida de caderas que anuncia el principio de la decadencia.
Cuando estuvimos junto al estanque dijo viendo reflejarse el busto en el agua:
—Está guapo el santo, ahí.
Juan me guiñó un ojo como queriendo decir que era una suerte que el viejo creyera que se trataba de un santo.
—Está guapo el santo —insistió el amo—. Bueno, yo no me opongo porque esta balsa necesitaba un santo después de lo que pasó.
Y se puso a contar la tragedia del niño ahogado. El chico jugaba al borde mismo del estanque. Trataba de meter un dedo en la boca de cada una de las ranas verdes que echaban agua. Llamó a su madre con una sola voz: «Ma». Y la madre que estaba con el amo en el lado opuesto del estanque dijo: «Ven». Esa fue una idea del demonio, porque entre la madre y el chico estaba el estanque. Y el niño, obedeciendo a su madre, fue hacia ella y cayó al agua. Eso es. Por mucho que corrieron a salvarlo, el chico se fue al fondo. Para sacarlo tuvieron que vaciar el estanque. La madre no lo hizo a propósito. Llamó al chico creyendo que iría a dar la vuelta alrededor del estanque. Pero el niño quiso ir por encima del agua.
Luego dijo que iba a ver si Pascual y Monflorite habían acabado de sembrar los arriates nuevos. «Porque esos —añadió—, mientras se matan o no se matan se dan la gran vida».
Juan nos acompañó un poco hacia la puerta y al despedirnos me dio saludos para mi hermana. Antes de separarnos advirtió:
—Lo que dice el viejo sobre el accidente del niño no es verdad. Yo estaba allí aquel día y lo vi.
No podía marcharme sin hacerle otra pregunta:
—Felipe me ha dicho que usted cree que las flores y las plantas nos ven a nosotros y nos entienden.
Juan alzaba los brazos.
—Oh, eso es largo de explicar. Y no lo invento yo. Un naturalista aragonés que se llamaba Félix de Azara, del siglo XVIII, lo descubrió en las fronteras del Brasil. Si de veras te interesa el asunto anda a la biblioteca de la Universidad y pide sus Viajes por la América del Sur. Cuando lo hayas leído hablaremos si quieres. Y cuando vengas te diré algo más sobre la madre del niño, digo la de las escupitinas. Estará loca o cuerda, pero es una hembra de mistó.
Yo no sabía lo qué quería decir «una hembra de mistó». No quise preguntárselo a Felipe por no descubrir mi ignorancia.
Ya fuera, Felipe lamentó que me marchara al pueblo y prometió que retendría a Planibell hasta que volviera. No es que yo sintiera grandes deseos de ver a Planibell, pero tenía la vaga esperanza de hacerle hablar mal de Prat, cosa que no había conseguido en el colegio donde podían discrepar y hasta pelear entre sí, pero delante de los demás se defendían el uno al otro con una fidelidad de miembros de un clan antiguo.
A todo esto llegó el momento de ir a la aldea. Mi padre dijo que iríamos Concha y yo. Estaríamos en nuestra casa aldeana dos o tres días y luego volveríamos. Yo quería vestirme de pantalón largo, pero mi padre y mí hermana, acordaron que debíamos ir de campo. Llevaba mi reloj en el bolsillo del pecho y la cadena bien visible, con una brujulita colgada para el caso de que me perdiera en la selva virgen o en un desierto.
El día que salimos pensaba en la «Quinta Julieta». Ya no me parecía sólo un lugar de delicias, sino también de peligros. Cuando se lo dije a mi hermana ella me dio la razón:
—Hijo, por Dios, aquel avechucho diciendo «hola», es lo más desagradable.
Yo pensaba: si tú supieras bien… Y recordaba las peleas de los empleados de los viveros, la tragedia del estanque. Sospechaba que la vida sería siempre así: cosas hermosas y detrás de ellas la miseria o el horror. Mi hermana tenía una revista en la mano: Cosmos. Y leyó en voz alta un pequeño poema donde se hablaba de una niña que iba a oler una rosa, pero en la rosa había una avispa que le picó en los labios. Ah, aquel poema me aclaraba mil cosas en un instante. Lo habría copiado para Valentina si tuviera la palabra «amor» en alguno de sus ocho versos.
A medida que nos acercábamos al pueblo iba sintiéndome impaciente. Olvidaba todo aquel mundo adulto de Juan y Felipe y el soldado Baltasar con la horrible historia de la cocinera para sentirme otra vez como cuando vivíamos en el pueblo. Sin embargo, yo no era el mismo. Pensaba gravemente que había viajado, corrido mundo, estudiado en colegios lejanos fuera del ambiente familiar. Y me sentía importante. Mi hermana Concha había dejado Cosmos en el asiento, estaba pensativa y de pronto, dijo en un momento en que nuestro padre se asomaba a la ventanilla:
—¿Sabes qué te digo? Que me alegro que hayas perdido el acento catalán. Porque a Valentina le habría chocado, la verdad.
Lo que pasaba era que Concha se había contagiado de mi acento y lo tenía ella también, aunque los dos en menor medida que yo cuando llegué de Reus.
Mientras nos acercábamos al pueblo yo daba vueltas a una idea fija: la molestia que representaba don Arturo para mis relaciones con Valentina. Y a fuerza de imaginar recursos llegaba al extremo de pensar en el lago de la «Quinta Julieta» donde alguien hizo caer al niño. Pensaba en el voluminoso don Arturo y lo veía flotando en el agua del estanque sin querer hundirse. Flotando como una boya. Debía ser difícil hacer desaparecer a don Arturo. Luego me avergonzaba de esas reflexiones, no por su criminosidad sino sólo por su extravagancia.
Nos acercábamos al pueblo. A la estación vendría a buscarnos Escamilla, el viejo cochero. Ya no era cochero ni empleado nuestro, pero vendría por el placer de vernos y también —todo hay que considerarlo—, con la esperanza de recibir una propina de mi padre.
Se contaba de Escamilla muchas cosas, entre ellas la siguiente: Iba un día a pasar el río, que bajaba crecido y alborotado. Al llegar a la mitad se vio en dificultades graves. Había más corriente de lo que esperaba y con la mayor devoción dijo mirando a lo alto: «Santa Virgen del Pilar, pásame, que soy aragonés». Y repitió varias veces eso de «pásame que soy aragonés». Cuando pudo llegar a la otra orilla se quitó la ropa mojada, la tendió al sol y media hora después se volvió a vestir y marchó adelante muy feliz, diciendo entre dientes: «¡Fastídiate, Virgencita del Pilar, que nací en Navarra!».
Siempre que mi padre viajaba cambiaba de humor. Y estaba contento. Iba a firmar varios papeles en la oficina notarial de don Arturo, quien había intervenido en las escrituras de venta cuando se liquidó una parte —la mayor— de la hacienda. Yo había observado que a medida que se desprendía de las tierras iba perdiendo también algo de su arrogancia intolerable.
Eso y el hecho de vivir en la ciudad, donde no era nadie, lo hacían casi agradable. Aunque en la ciudad mi padre todo lo encontraba mal. No dejaba pasar un detalle sin criticarlo. Cuando compraba fruta solía elegirla él mismo en la tienda. A pesar de comprar siempre la mejor y la más cara solía decir al pagar:
—Esto que les parece exquisito, en la aldea nosotros lo damos a los cerdos.
Luego les explicaba que aquel melón o aquellas peras habían madurado en las cajas de embalaje y no en el árbol o en la planta.
En fin, llegamos a la estación. No había nadie más que Escamilla con el coche viejo, es decir, con la «zolleta». Eso parece que decepcionó a mi padre un poco. A mí se me cayó el alma a los pies al ver que no estaba Valentina. Mi hermana se dio cuenta y dijo:
—Es natural, hombre. ¿Cómo iba a hacer dos horas de camino en la zolleta ella sola?
—Podía haber venido con su madre.
Mi padre nos instalaba en el coche y preguntaba a Escamilla:
—¿Cómo es que no trajiste el otro coche?
—¿Dice el nuevo? Ese dicen qu’ice que lo vendió su mercé.
—¿No lo podías pedir prestado?
—Es que yo no me trato con el que lo compró, don José. Porque un sobrino mío tuvo que ver con su hija y luego la hija fue a Barcelona. Y como dijendas, las hay. Y uno las escucha y calla, pero no sé qu’icen qu’hace, don José. Digo la muchacha. Y entonces yo dije, digo: pues la zolleta echándole unos pozales de agua, aún vale pa la carretera y pensarlo y hacerlo todo fue uno.
Instalados ya, fuimos camino del pueblo. Yo me senté en el pescante al lado de Escamilla con la esperanza de que me dejara las riendas. Le dije:
—Parece que el caballo no nos ha conocido.
—No. Los caballos no son muy «astutos». Hay personas que piensan que un caballo tiene más entendimiento que un cristiano, digo sin faltar, pero no es verdad. Un caballo no tiene pesquis. Son olvidadizos.
Concha nos escuchaba detrás. Y preguntaba:
¿Quién crees tú que es más listo, Escamilla? Digo entre los animales.
Escamilla vacilaba. Por fin dijo:
—No querría nombrarlo a ese animal aquí, delante de su mercé.
—¿Por qué?
—Porque no es nombre decente.
Mi padre dijo:
—Puede decirlo, Escamilla.
—Bueno, pues el más listo es el gorrino, dicho sea con perdón.
Preguntaba mi padre, aunque pensaba en otra cosa:
—¿Es posible?
—Como lo digo, don José. El gorrino, dicho sea sin faltar. Mientras que no lo… bueno, ¿ve su merced? En hablando de ese animal todas son malas palabras. Quiero decir que el más listo es el gorrino, con perdón, pero sólo cuando… bueno, si es que el gorrino, y usted disimule, está entero de sus partes.
Yo preguntaba también pensando en otra cosa:
—¿Y después quién?
—Pues yo digo que la vaca. Y después el gato y después fácil es que sea la cabra.
—¿Y el perro? —dijo Concha.
Escamilla parecía escéptico.
—El perro sólo entiende dos o tres cosas de comer y de defender la casa. Pero el gato entiende los pensamientos más disimulados del hombre. Y si un hombre quiere pegarle a un gato, antes que llegue a coger la vara ya está el animalico en el tejado y anda, anda a seguirlo. Por donde pasa un gato no pasa un hombre.
Mi padre decía:
—¿Y después de la cabra?
—Después, yo creo, señor don José, que viene la mujer, dicho sea sin faltar y mejorando lo presente. Bueno y con el descuento de mi ignorancia.
Concha protestaba indignada y el cochero añadió:
—Ya digo que sin faltar, señorita. Yo no he conocido, Dios sea alabado, más que a mi mujer. Y por ella hablo. Mi mujer, antes atiende a servir al gato y a la cabra que a mí. Y por ella hablo, ya digo. Ella debe tener la misma idea de mí más o menos, digo de mi entendimiento. La verdad es que no me chocaría. El gato, allí donde está sabe muy bien hacerse el señor. Y a la cabra no hay quien la engañe.
Callábamos todos. El cochero animó al caballo y dijo:
—Así ha querido Dios que sean las cosas en el mundo.
Yo pensaba que los egipcios adoraban a los gatos. Y que la cabra y el diablo habían sido identificados no sólo por las brujas sino por los pintores y por los poetas. Lo había leído en el colegio de Reus. Estuve a punto de decírselo a Escamilla, pero me callé pensando en Valentina. ¿Estaría esperándonos en nuestra casa? Si no estaba, mi decepción sería dolorosa.
Escamilla se creía todavía en el caso de explicar sus juicios anteriores:
—Yo no hablaba de todas las mujeres. La señorita Concha aquí presente, es otra cosa, pero mi mujer, ya lo he dicho, don José: detrás de la cabra.
A medida que me acercaba a la aldea volvía a sentirme el mismo de los años anteriores, como si no hubiera estado nunca en Zaragoza ni en Reus.
El cochero no se atrevía a hacer preguntas, pero estaba lleno de curiosidad:
—Parece, don José, que se ha ido su merced a vivir para siempre a la capital. Por ahí dicen que lo está vendiendo todo. ¿La casa también?
Mi padre le dijo en pocas palabras cuáles eran las fincas que había vendido. Mientras las decía, el cochero ladeaba la cabeza un poco para oír mejor. Antes, hablando de otros temas no ladeaba la cabeza. Yo me di cuenta de que la curiosidad de Escamilla era inmensa. Y se atrevía a preguntar, lo que era de veras un gran atrevimiento.
Yo no podía creer que el cerdo fuera el animal más inteligente. Pero a fuerza de cavilaciones recordaba que el cerdo es de la misma familia que el elefante y que este posee la reputación de un gigante mental. A lo mejor Escamilla tenía razón.
Llegamos a la aldea. Mi primera impresión fue que las casas eran más pequeñas. Y las calles. Y las plazas. Concha no estaba satisfecha.
—Tu mujer —le dijo al cochero— sabe leer y si no sabe puede tomar lecciones y aprender en poco tiempo. Una cabra o un gato no aprenderían a leer.
—En eso, la señorita se equivoca. Mi mujer no pudo aprender a leer nunca.
Concha estaba confusa:
—Pero si le pusieran buenos maestros aprendería.
—Eso es bien posible —dijo Escamilla— pero yo no hablo de esas cosas. ¿Para qué le valdría a mi mujer el saber leer? Yo, señorita, hablo de la razón que vale para ganarse la vida, defenderse del hambre y del frío, conocer las intenciones de los demás y así por el respective. Además, viendo las cosas como quiere su merced, tampoco mi mujer aprendería a cazar ratones con las uñas ni a caminar por los riscos y las torrenteras.
Al cochero saber leer le parecía una tontería, pero lo disimulaba. Y por aquellas tonterías de los estudios y las escuelas habíamos dejado la aldea. Parece que eso no lo comprendía nadie en el pueblo.
Fuimos a nuestra casa. Allí estaban Valentina y su madre. Grandecita estaba Valentina y con ella habían crecido todavía sus ojos. En cambio, su cara y su boca parecían las mismas. Y las trenzas reunidas en el centro de la cabeza con los remates cubiertos por un ramilletito de flores artificiales. Y la cadena de oro que tenía sobre su cuello el mismo color de la piel. Yo la miraba. Doña Julia dijo:
—Pepe, dale un beso. No comiences a conducirte como una persona mayor.
Valentina y yo nos besamos en las mejillas. Luego ella me cogió de la mano. Entramos en nuestra vieja casa. El perro mastín no estaba. Por todas partes olía a cerrado y las voces tenían eco.
Mi padre gritó desde el portal:
—¿Adónde van esos chicos? ¡Pepe, tú tienes que ir a ver a don Joaquín!
Luego dijo a doña Julia que iría en seguida a ver a su marido, porque los negocios que traía no admitían espera. Doña Julia, sin escuchar a mi padre, nos seguía con la mirada a su hija y a mí, amorosamente. Concha y Pilar —esta acababa de llegar con la tía Ignacia— charlaban por los codos sin escucharse la una a la otra. El cochero había ido a la parte de atrás de la casa con el coche y las maletas. Yo tenía otra vez la impresión de que no había salido nunca de la aldea. El hecho de que no estuviera Maruja en la casa me parecía admirable. Pilar trataba de dar la impresión de que no se había dado cuenta de mi presencia.
La tía Ignacia miraba a Concha y a mi padre y lloraba sin decir nada. Con sus lágrimas quería decir: lástima que se marchen. Ya soy vieja y no los veré más. No lo decía. Nos miraba y le caían gruesas lágrimas por las mejillas. Eso era todo.
Valentina preguntó a su madre si podía ir conmigo a ver a mosén Joaquín y doña Julia vaciló un momento y luego encontrando mi mirada, se apresuró a decir que sí. Concha le pidió que dejara a Valentina comer con nosotros.
Sería entonces mediodía. Quedaba toda la tarde por delante. Una de aquellas tardes de la aldea mucho más largas y más profundas que las de la ciudad.
Todo seguía pareciéndome más pequeño. Todo menos Valentina. Ella comenzó a decirme que la mayor parte de mis cartas no habían llegado a sus manos, por ejemplo las dos últimas. Estas las tenía Pilar y no quería dárselas. Su madre había intervenido y le dijo que el correo era sagrado y que si insistía en guardarlas cometería una de las acciones más viles y reprobables de su vida. Valentina recordaba muy bien las palabras de su madre: «viles y reprobables». Al decir esta última se le trababa la lengua. Entonces Pilar había decidido entregarle aquellas cartas a su padre.
—¿Tú sabes? —me decía Valentina—. Pilar y padre están contra nosotros.
Como si yo no lo supiera. Yo le decía que no importaba si ella y yo nos amábamos. Eso de «amarnos» no lo había dicho nunca. Sólo usaba el verbo amor por escrito, pero entonces añadí: si nos amamos, ¿qué importa el resto del mundo? Ellos a decir que no y nosotros a decir que sí, ¿quién ganaría? No iban a cortarnos la cabeza, digo yo. Valentina estaba encantada con mis seguridades. Y por el callejón de Santa Clara arriba seguíamos hablando animadamente. En su balconcillo de madera, la Clara con su clavel en el pelo blanco se reía como un loro:
—Mira los señoritos juntos, la doncellita y el galán.
Y reía otra vez como una urraca. Valentina miró de reojo al balconcillo:
—Dicen que es bruja —murmuró un poco asustada.
Luego tropezó y casi se cayó. Le sucedía a menudo a Valentina, que por mirarme a mí a la cara mientras caminábamos o por mirar a Clara o a otra parte tropezaba. Las piernas le crecían demasiado deprisa y no tenía perfecto control de ellas. Yo le dije que todas las mujeres que habían rebasado la edad de casarse y no se casaban se volvían brujas poco a poco. Es lo que había leído en el libro Del amor, de André Chaplain, en el colegio. Valentina me dijo que al principio creía que el libro de su padre titulado El amor podría ser un buen libro para nosotros, pero que no había nunca podido leer más de cuatro líneas. «No entiendo nada», decía. Añadía incrédula que su hermana Pilar decía que lo entendía todo. Ganas de adular a su padre, porque hasta su madre doña Julia tenía que confesar que había páginas en las que no entendía sino una línea de cada tres. «Y yo —insistía Valentina— entiendo una línea de cada treinta». Una vez más añadía que Pilar era más lista que ella, pero dudaba de que fuera más lista que su madre.
Seguramente Pilar no se casaría nunca porque era una muchacha sin atractivos y no sabía «retener las amistades». Eso le decía su madre. Retener las amistades. Entonces se volvería poco a poco una bruja y se estaría todo el día en el balcón con un clavel en el pelo riéndose burlona de las parejas que pasaran por la calle. Sin embargo Pilar —decía Valentina— merecía mejor suerte, eso sí. Era muy lista.
Hablando así llegamos al convento de Santa Clara. Valentina todavía me hablaba de Pilar y de sus enemistades con los vecinos. Eran dos caracteres muy distintos. Valentina, que era morena, había recibido una fuerte influencia del carácter de su madre, que era rubia. En cambio Pilar, muy rubia, tenía la influencia de don Arturo, que era moreno.
El ama de llaves del cura nos recibió con los mayores extremos de sorpresa y de simpatía a pesar de su aire seco, adusto y resentido. Y detrás de ella llegaba mosén Joaquín renqueando un poco.
—¿Pepe? ¡Gran Dios, qué sorpresa!
Era verdad. Se sentía la sorpresa en toda su cara, en toda su adulta persona. Yo hice pasar delante a Valentina, pero mosén Joaquín no veía a nadie más que a mí.
Pasamos al mismo cuarto donde solía dar la lección. Allí estaba la mesita redonda, cubierta con un tapete claro —que era oscuro en invierno—. Encima, un paquete de cigarrillos. Al lado un plato con colillas y un encendedor de plata. Parecían el mismo paquete y el mismo encendedor y el mismo plato de siempre.
Mosén Joaquín me hacía preguntas. Si había terminado el curso, si había tenido buenas calificaciones, quiénes eran mis profesores y otras muchas cosas. Al saber que había sacado peores notas que cuando estaba con él disimuló una cierta alegría. Le dije lo del notable y la jotica de las preposiciones. Mosén Joaquín reía de aquel truco, que le era familiar. En su conjunto, las cosas habían sido bastante mediocres en Reus. No lo dije así, claro, porque no me parecía bien humillarme delante de Valentina.
Los dos quedamos convencidos de que habría sido mejor seguir estudiando con él.
Valentina, cuando estaba con personas extrañas se conducía con una gravedad y una seguridad de sí misma admirables. Al entrar le había besado la mano a mosén Joaquín, pero después de este acto reverencial, que el cura retribuyó acariciándole la mejilla, Valentina miraba a mosén Joaquín alerta y despejada y contestaba sus preguntas con autoridad y aplomo. Tal vez con demasiado aplomo, porque cuando por alguna razón Valentina alzaba un poco la cabeza, componía un gesto que podía resultar naturalmente arrogante. Yo vi que sentada en su silla llegaba ya con los pies al suelo, cosa que no sucedía antes. Llevaba zapatos de charol y calcetines blancos. Uno de los calcetines tenía una mancha de tierra, de haberse rozado quizá con la suela del otro zapato. Porque ella, a veces, se rascaba en una pierna con el zapato contrario. Los mosquitos la perseguían. Su sangre les gustaba más que la de ninguna otra persona de su familia. Los mosquitos la picaban, a veces, por encima del calcetín, según decía asombrada. Y hasta del vestido. Por eso su madre la hacía friccionarse las piernas y los brazos con agua de colonia antes de salir de casa. A los mosquitos no les gustaba el perfume de agua de colonia.
Y Valentina, a veces, lo explicaba cuando comprendía que alguien se había dado cuenta del perfume. Es lo que hizo al ver que el cura la miraba y se frotaba la nariz. Valentina le dijo que llevaba perfume contra los mosquitos. Mosén Joaquín rió sin decir nada. A mí aquel olor contra los mosquitos —al que estaba acostumbrado ya de años anteriores— me parecía encantador y exclusivo de Valentina. Confieso que cuando percibía ese mismo aroma en otras personas en Zaragoza me conmovía un poco y si era una chica en la calle, avanzaba hasta rebasarla y mirar si era hermosa. Valentina nos escuchaba al cura y a mí. El cura también se extrañaba de que mi padre vendiera la mayor parte de la hacienda.
—Al menos —dijo— mientras no vendáis la casa supongo que vendréis aquí de vez en cuando.
—También la venden —dijo Valentina— y papá la quiere comprar, pero no sé si la comprará. A mí me gustaría vivir en esa casa, que es más grande que la nuestra. Y la nuestra no es comprada sino alquilada, porque la familia de papá es de Zaragoza y la de mamá es de Borja y aunque nosotras nacimos aquí papá no sabe si estaremos mucho tiempo. Con la profesión de papá nunca se sabe.
Valentina era mucho mayor que antes. Hablaba con las personas mayores sin cortedad, de igual a igual y era razonadora y lógica.
Entretanto, mi padre y Concha estaban en casa de don Arturo. Más tarde Concha me contó lo que había pasado en la entrevista. Mi padre quería como siempre cosas que representaban en el mundo de los negocios pequeñas extravagancias. Quería que don Arturo pidiera al comprador de una de sus fincas que pagara la segunda mitad del precio total. Esa segunda mitad no debía pagarla sino en la primavera del año siguiente. Don Arturo tomó un lápiz y se puso a hacer números. Después alzó la mirada, contempló a mi padre gravemente, tiró el lápiz sobre la mesa, respiró hondo y dijo:
—No se lo aconsejo. Perderá usted dos mil cuatrocientas pesetas.
Parecía don Arturo un Buda, siempre gordo, inmóvil y seguro de sí. Mi padre preguntaba:
—¿Dos mil cuatrocientas? ¿Por qué?
—La cosa es de una claridad meridiana —eso de la claridad meridiana lo repetía don Arturo a menudo—. Si el comprador le adelanta dinero, deducirá esa cantidad que es el importe del doce por ciento anual que saca a su capital.
—Un banco me llevaría menos. Pero no quiero pedírselo a un banco porque me conozco.
Lo miraba el notario como diciendo: Yo también le conozco a usted y sé que es un hombre bastante desordenado. Sin embargo, en aquella mirada había cierto respeto. Era como si le dijera: usted es descuidado y generoso. Se gastaría el dinero del banco y el otro, también. Usted ha nacido para rico y el dinero se le acaba y no basta. Nunca ha bastado el dinero a ningún hombre generoso.
Entonces mi padre quiso venderle a don Arturo la casa y al ver el notario las prisas de mi padre le ofreció la mitad de lo que otras veces había dicho que valía. Esto ofendió a mi padre de tal manera que no pudo reprimirse y le dijo dos o tres impertinencias. Don Arturo contestó con su calma de hombre gordo y también de hombre de negocios. Todo esto actuaba sobre los nervios de mi padre, pero disimuló como pudo, se levantó con una amistosa frialdad y dijo:
—No se moleste en hacer gestión alguna. Esperaré los plazos del contrato de venta.
—Es lo mejor que puede hacer.
También se había levantado y hablaba otra vez de la claridad meridiana del asunto. Fueron al jardín donde don Arturo, exagerando su amabilidad, le enseñó dos semilleros de flores y también las palomas de recría que había comprado en Zaragoza. Eran mensajeras y quería hacer la prueba con algunas de ellas llevándolas a Zaragoza y soltándolas a ver si volvían al palomar. Mi padre decía:
—No creo que vuelvan. ¿Por qué han de volver?
Le enseñaba don Arturo unas jaulas que tenía dispuestas para el caso. Mi padre dijo que eran demasiado pequeñas. Don Arturo llamó a una paloma con un poco de maíz en la mano, la cogió y le mostró la pata con su anillo de aluminio. En ese anillo se ponía el mensaje usando un tubito de celuloide que también le mostró. Mi padre dijo que el procedimiento era sagaz, pero que en aquel tubito de celuloide no cabía más que una hoja de papel de fumar arrollada. El notario le aseguró que cabía una hoja grande de papel cebolla convenientemente doblada. Mi padre no lo creía. Seguía molesto y todo le parecía mal.
Mi padre y Concha salieron. En la calle, mi padre gruñía: «Estoy necesitado de dinero, pero no tanto como ellos creen». Y seguía así, hablando solo por la calle. Se le escapó una palabra fea, cosa rara en él. Concha dijo:
—¡Pero, papá!
Entretanto, Valentina y yo salimos del convento con un puñado de dulces que nos dio el ama de llaves. Mosén Joaquín nos miraba desde el balconcillo de la terraza, sonriente, fumando el eterno cigarrillo que solía doblarse y perder la forma bajo sus dedos.
Yo decía a Valentina:
—Cuando termine la carrera nos casaremos.
No comprendía Valentina que quisiera casarme después de haberle escrito desde el colegio que era enemigo del matrimonio. Le dije que había que pensar en mosén Joaquín, quien quería a todo trance actuar de sacerdote en nuestra boda. Yo no quería privar de aquel placer a un hombre como mosén Joaquín. Valentina accedió, como siempre, después de considerar las cosas y ver que yo tenía toda la razón del mundo. Quedamos en que éramos partidarios del amor libre, pero nos casaríamos para complacer a mosén Joaquín.
Valentina me contó nuevos desafueros de Pilar y se quedó a comer con nosotros. Concha me dijo lo que había sucedido en casa de don Arturo. Yo sentía que detrás de la actitud de mi padre con el de Valentina había algo humillante para mí como novio y futuro esposo. Le dije también a mi hermana que Pilar interceptaba mis cartas y que en lo sucesivo las escribiría con clave. Ya había pensado hacerlo otras veces. Decidí instruir a Valentina para usar de una escritura «críptica». Había leído en una novela de aventuras que la clave más segura e indescifrable y también la más simple consistía en valerse de un libro cualquiera —en este caso podríamos usar el de don Arturo sobre el amor— e ir señalando cada letra con números. Por ejemplo: 7 - 3-8 quería decir la letra correspondiente a la página siete, línea tres, tipo ocho. Aquello no podría descifrarlo nadie en el mundo.
Creía yo que la enemistad súbita de mi padre con don Arturo se debía no sólo a los negocios sino a las discrepancias políticas, porque el notario era partidario furioso de Francia. Después de la comida, que fue bastante sombría, porque mi padre estaba de mal humor y no hablaba más que de volver a Zaragoza, yo instruí cuidadosamente a Valentina. Ella tendría que hacerse con un ejemplar del libro de su padre, lo que sería fácil, y conservarlo consigo. Si se enteraba su padre, ella le diría que estaba leyéndolo, lo que no podría menos de halagarle.
Pero había otra dificultad. Si Pilar le robaba las cartas, ¿no era lo mismo escribirlas con clave o sin ella? Aunque no pudiera leerlas seguiría robándolas igual. No llegarían a manos de Valentina.
Me había contado Concha lo de las palomas mensajeras y una idea nueva me andaba por la imaginación. Era absurda, pero, en aquellos días, lo más absurdo me parecía siempre lo mejor.
Mi padre se había ido a cumplir otras diligencias. La tía Ignacia iba y venía en silencio y a veces se quedaba mirando a Concha o a mí y lloraba con su gran cara que parecía un poco cómica.
Yo le dije por fin a Concha lo de las palomas mensajeras. Si me llevaba una a Zaragoza le mandaría con ella a Valentina el primer mensaje de amor, cifrado. Don Arturo no se preocupaba de ir a ver cada día las palomas y menos de contarlas. Concha llamó a Valentina. Como siempre que yo tenía una iniciativa, los ojos de Valentina comenzaban a brillar de impaciencia. No importaba la dificultad o la incongruencia. Como suele suceder con los chicos, el objeto práctico de mis iniciativas estaba rodeado de circunstancias barrocas y absurdas. Valentina me decía: «Puedes llevarte una paloma. O dos. Una vez en Zaragoza, sueltas una con el mensaje en la pata. Y otro día, otra. Yo estaré al tanto y las cogeré y les quitaré el papelito y me iré a mi cuarto con el libro de papá e iré sacando las letras una por una». Oyéndola hablar se veía que gozaba con aquella voluptuosidad de sacar las letras una por una. Concha escuchaba conmovida. Suspiró y dijo:
—Hay que ver lo que inventan los enamorados.
Luego añadió que teníamos mucha suerte de querernos desde tan pequeños y que una vez más, se veía que era inútil poner vallas al amor.
Lo difícil era conseguir las palomas. Pero Valentina decía que ella se encargaba de todo. Cuando quería hacer algo sin que se enterara nadie bastaba con levantarse temprano. Nadie madrugaba en su casa, nadie salía de su cuarto hasta las ocho y media. Ella metería dos palomas en una jaulita que tenía su padre y que era bastante pequeña, envolvería la jaula en periódicos, ataría el paquete con cuerdas y lo traería al día siguiente antes de que nos marcháramos. Afortunadamente las palomas no gritaban como las gallinas. Nadie se enteraría.
Concha se ofreció como cómplice. Acordaron que iría a buscarla a las siete con el pretexto de ir a misa a Santa Clara. Valentina lo diría a su madre la noche anterior. Concha dudaba:
—No le digas nada. El secreto es lo más importante en las cosas del amor. Además, ¿y si se entera Pilar? Valentina no lo creía:
—Pilar es la que se levanta más tarde en la casa. Por eso dice padre que es «linfática».
Quedamos pues en que a las siete y cuarto vendrían Concha y Valentina con la jaulita cubierta con papeles y las dos palomas dentro. Yo seguía pensando en el futuro. Nos harían falta más palomas y Valentina dijo:
—Siempre que vaya algún conocido a Zaragoza puedo mandarte una paloma o dos. ¿Qué trabajo les cuesta? Sólo llegar a tu casa con un paquetito y decir: esto de parte de don Arturo. Así usaremos sus palomas para llevar el mensaje y su libro para escribirlo con clave y será como un castigo de la providencia.
Vi a mi hermana pensativa y le pregunté qué le pasaba.
—Yo soy morena, pero pienso que debo ser linfática también.
A media tarde volvió mi padre con un campesino y con mosén Joaquín. Iba más taciturno mi padre que nunca y repetía:
—La gente de este pueblo se hace una idea ridícula de mí.
Parece que quiso vender la casa y le ofrecían la cuarta parte de su valor. Siquiera don Arturo ofrecía la mitad. No había duda de que el papel de la familia estaba en baja. Concha comenzaba a asustarse de veras. Y pensaba en los Smart Brothers.
Pasamos la tarde juntos Concha, Valentina y yo. Mi hermana nos decía:
—Sois dos novios ideales, pero Pepe es adusto y nunca te dice ternezas ni mimos, Valentina. La verdad es que yo no concibo un novio que no diga ternezas. ¿Por qué no se las dices, Pepe? Puedes decirle «alma mía». O también «encanto», «vida», «locura de mi corazón».
Oyendo aquello Valentina se ponía radiante, pero a mí me daba vergüenza:
—No creo —dije— que esas cosas las diga nadie.
—Por carta me las dices, Pepe —advirtió Valentina.
—Bueno, pero de palabra —añadí yo— ya no hay quien las diga. Porque parecen tonterías.
La tía Ignacia se asomaba a la puerta de la cocina, grande, arrugada, con su cara de carnaval que nosotros queríamos tanto. Concha preguntó:
—¿Qué te decía a ti tu marido cuando erais novios?
El marido de la tía Ignacia era, según Concha, el hombre más hermoso del pueblo. La tía Ignacia preguntaba:
—¿Dices qué me decía? Pero ¿sobre qué cuestión?
—¿Qué te decía cuando te cortejaba y te hacía mimos? ¿Qué palabras dulces te llamaba?
—¿A mí?
Valentina y yo escuchábamos muy atentos. Y la tía Ignacia decía por fin, muy seria: Milorcheta.
—¿Cómo?
—Digo que me llamaba milorcheta.
Parecía Concha decepcionada. ¿Cómo iba yo a llamar milorcheta a Valentina? ¿Y qué tenía que ver la tía Ignacia con una milorcheta, es decir, con una cometa? La tía Ignacia añadía:
—También me llamaba cardelina.
Concha estaba un poco más convencida, pero no satisfecha:
—¿Sólo eso?
—No. También me llamaba morrín y chorro de oro. Soltábamos a reír. Concha repetía: milorcheta, cardelina, morrón y chorro de oro.
—Será un poco raro si queréis —añadía muy grave—, pero eso demuestra que estaban amartelados. Eso es lo que yo querría: veros a vosotros amartelados alguna vez.
En fin, llegó la noche y al día siguiente, Concha, que no quería ser linfática, se levantó a las seis y salió. A las siete estaba de vuelta con Valentina. Traían la jaulita envuelta en periódicos y atada con cuerdas. Yo abrí dos agujeros en el papel para que respiraran las palomas. Concha dijo: «Este Pepe está en todo».
Poco más tarde, mi padre que había ido a Santa Clara a oír misa, volvía. Tomamos el desayuno y cuando terminábamos apareció Escamilla, que saludó y fue a la cocina, donde la tía Ignacia le dio su desayuno también. Consistía en dos copas de aguardiente mientras se asaba una gran costilla sobre las brasas. Después de la carne le dio todavía un par de huevos con chorizo. Cuando salió limpiándose los labios con el dorso de la mano le preguntó mi padre qué había comido y al decirlo Escamilla mi padre alzó las cejas extrañado:
—¿Pero no cenaste anoche?
—Si, señor. Para dormir tengo que tener la tripa, con perdón, bien llena. Pero me levanto como si tal cosa.
—¿Cómo puedes comer todo eso tan temprano?
—Pues a fuerza de pan, don José.
Lo decía inocentemente. Luego añadió que para alcanzar el tren tendríamos que salir temprano.
Salimos. Fuimos antes a llevar a Valentina a su casa. Mi padre se había sentado en el pescante con el cochero, lo que facilitaba nuestras conspiraciones. Iba la caja de las palomas en el fondo del carruaje cubierta con el guardapolvo de mi padre. Porque mi padre siempre que viajaba llevaba un guardapolvo de dril verdoso y una gorra de visera. Antes de despedirnos en el umbral de la casa del notario supe por la madre de Valentina que ella y mi novia irían a Zaragoza a primeros de octubre para las fiestas. Pasarían allí dos semanas. Esta revelación me llenó de una secreta confianza en el destino. Valentina estaba tan contenta que no podía hablar.
Al llegar al tren me incauté de la caja y del guardapolvo. Subimos y lo instalé todo en un rincón. Mi padre, al ver la caja, había dicho:
—¿Qué es esto?
Pero muchas veces preguntaba cosas y luego no esperaba la respuesta. Cuando yo le dije: «un encargo», estoy seguro de que estaba pensando en otra cosa. Escamilla se había ido muy feliz con sus cinco pesetas en el bolsillo. Desde el tren vimos al coche regresar al trote por una carretera entre dos hileras de álamos. Mi padre suspiró y dijo:
—No hay como la vida del campo.
Concha se atrevió a preguntarle por qué habíamos ido entonces, a Zaragoza.
—¿Y lo preguntas tú? Hemos ido para daros a vosotros una educación adecuada. ¿Qué quieres, quedarte en el pueblo y casarte un día como la tía Ignacia?
Mi hermana aguantaba la risa. Yo, pensando en los Smart Brothers, no pude aguantarla y solté a reír. Mi padre oyó en aquel momento arrullos de palomas. Tal vez las que teníamos en la jaula eran macho y hembra.
—¿Qué es esto? —dijo.
Sin darle importancia, Concha contestó que eran dos palomas para devolver a la tienda donde don Arturo las había comprado. Se las habían mandado equivocadas. Mi padre preguntaba:
—¿Cuál era la clase de palomas que quería don Arturo?
Concha estaba en un aprieto. Yo intervine:
—Polainudas.
Como don Arturo usaba polainas casi a diario —aunque no fuera a cazar— aquello parecía natural. Yo no sabía si había en el mundo palomas polainudas. Mi padre tampoco. Abrió el periódico y se puso a leer. De pronto dijo:
—Me parece que el revisor no permitirá llevar las palomas en el vagón. Ahí arriba están escritos los reglamentos y creo que prohíben viajar con animales.
Me puse de rodillas en el asiento y leí el reglamento que estaba pegado al muro, enmarcado y cubierto con cristal. Cuando terminé de leer volví a sentarme:
—Nada. Sólo dice que se prohíbe viajar con perros y con gatos. Entonces, si uno viene con dos palomas o con una cabra o un cocodrilo no pueden decir nada.
Me miró mi padre con simpatía, sonrió y dijo:
—Tú debes estudiar para abogado.
El revisor no vio las palomas. Y llegamos antes del mediodía a Zaragoza. Nos esperaban las otras dos hermanas con impaciencia. Maruja siempre esperaba regalos y andaba codiciosa alrededor de la jaula.
Naturalmente, habíamos acordado ir a soltar la primera paloma a la «Quinta Julieta». Pero antes tenía que escribir la carta para mi novia y esa tarea me llevó dos días durante los cuales me olvidé de Felipe Biescas, de Planibell y de todo el mundo. Mi carta escrita en un papel cebolla a máquina en el despacho de mi padre era una sucesión de números: «7 − 2-5 / 4 − 9-6 / 2 − 6-1 / 5 − 94 /», y así hasta cubrir la hoja entera. Mi firma estaba en clave también.
Una vez escrita la carta acordamos ir a soltar la paloma al Cabezo de Buena Vista. Pero cuando íbamos me convenció Concha por el camino de que debíamos soltarla en la «Quinta Julieta». Me decía: «Soltar allí a la paloma blanca con una carta de amor, junto al estanque, es como una poesía de Bécquer». Todavía añadía que la paloma iría a casa de don Arturo y llamaría como en la poesía de Bécquer «con el ala en los cristales». Bécquer no se refería a las palomas blancas sino a las «oscuras golondrinas», pero para Concha era lo mismo. Y diciéndolo suspiraba.
La carta no la recuerdo, pero tenía las palabras tiernas que la amante más exigente (Concha, por ejemplo) podría apetecer. Llamaba a Valentina encanto de mi corazón, alegría de mi soledad, sueño, alma mía, ángel de mi vida y otras muchas cosas. Insultaba un poco a don Arturo, aunque no demasiado.
Decidimos, pues, ir a la «Quinta Julieta». Lo que me convenció fue que aquel era un paraje más alto que el Cabezo y que desde allí se veía por lo tanto un horizonte más vasto. Le sería más fácil orientarse a la paloma.
Lo curioso fue que al llegar encontramos allí a Planibell con Felipe. Este se adelantó a decir que Planibell había llegado dos días antes y que estaría una semana más. Mi hermana vio en seguida que Planibell con toda su belleza masculina tenía menos años que ella. Lo borró de sus curiosidades desde el primer instante y se apartó de nosotros. Iba y venía como si estuviera sola. A Planibell tampoco le importaba. ¡Mujeres, bah!
Aunque era día de público había poca gente y casi todos habían ido a la mansión y a visitar el palacete que había detrás. Yo, sin explicar a nadie de qué se trataba, fui con mi caja al lado del estanque en cuyas aguas calmas se reflejaba el busto de mármol. Al verme mi hermana maniobrar en la jaula vino corriendo.
—Ese amigo tuyo —dijo por Planibell— es un mocoso presumido.
—Sí, es verdad. En el colegio no lo era tanto.
Abrí la jaula —que había dejado en el suelo— y salió la paloma. Pero salió a pie. Anduvo como un par de metros y se volvió a mirarnos. Su sombra sobre la arena era muy negra y hacía un contraste violento con la blancura de sus plumas. De pronto echó a volar. Subió casi vertical y comenzó a volar en círculos sobre nuestras cabezas. Luego tomó dirección Noroeste. Yo había estado mirando antes en un mapa cuál debía ser la dirección de la paloma para volver a la aldea. Y en la quinta me había orientado con mi pequeña brújula. El animal voló exactamente en la dirección que yo había previsto. Concha se quedó en éxtasis mirando el horizonte aun después de haber desaparecido la paloma. Luego suspiró y dijo:
—¡Qué cosa más hermosa!
Tenía los ojos húmedos de emoción.
Planibell y Felipe, que habían presenciado la maniobra desde lejos, se acercaban. Felipe estaba lleno de curiosidad, pero Planibell se mostraba displicente y aburrido sin dejar de hacer comentarios y preguntó por fin:
—¿Qué clase de paloma es esa? ¿Mensajera? Bah, yo también tengo palomas mensajeras en casa. Cualquiera las tiene. ¿Y para qué la sueltas?
—Para que lleve un mensaje.
—¿Qué mensaje?
—Una carta de amor.
—¿A quién?
—A mi novia.
Planibell parecía acostumbrado a ver cada día que la gente enviaba palomas con mensajes de amor a todo el mundo. De tal forma se mostraba inafectable e indiferente. Por fin dijo:
—Yo nunca haría una cosa como esa. Si la paloma cae en otras manos leerán la carta y se enterarán de todo.
—No se enterarán de nada. Porque la carta está en clave.
Felipe se dio con su puño derecho en la palma de la otra mano:
—Ya te digo, Planibell, que este Pepe es de lo que no hay. No lo pillarás nunca en descubierto.
Dijo Planibell haciéndose el tolerante:
—Las claves se descifran. Hay gente para eso. Y tú, Felipe, no me discutas.
Luego se puso a contarnos lo que había hecho en Monflorite. No había matado ciervos, ni osos, ni jabalíes.
—Eso de los jabalíes —interrumpió Felipe deferente y tímido— es en invierno.
Pero había matado más de cuarenta conejos y un zorro. La piel del zorro pensaba curtirla y conservarla como trofeo. Yo no había tenido nunca una verdadera escopeta de persona mayor. Bien es verdad que Planibell era más viejo que yo, aunque más joven que Prat. En todo caso contenía mi envidia en lo posible y seguía escuchando.
Decía Planibell que tenía que volver pronto a su casa para ir con sus tíos a Francia antes de que llegara el primero de octubre, la fecha de volver al Colegio de Reus.
—¿Te acuerdas del hermano lego del taller? —le dije—. Pues mira bien la estatua del estanque. La hizo él. Mira bien el estanque y la altura de la columna y el color del agua que es casi verde. Míralo bien todo para explicárselo al fraile cuando lo veas. Porque esa escultura la hizo él. Mira bien la luz del sol y los reflejos del agua. Y díselo todo tal como lo ves. Dile que el mármol parece cristal y parece carne humana y parece aire.
—Bah, tonterías. El aire no se ve.
—¡Se ve!
—Mentira, ¿quién ha visto nunca el aire?
—Yo —decía con énfasis—. Se ve y se oye. Hay días que tiene brillos el aire, como el cristal. Y a veces se ve de colores, cuando hay arco iris. Y se oye por la noche contra el tejado.
—Es el viento lo que se oye.
—¿Ah, sí? Y cuando no hay viento también se oye. En las alas de las palomas cuando vuelan, se oye.
—Tonterías. ¿Y quién la puso ahí, esa cabeza?
—Yo.
Planibell soltó a reír.
—Este Pepe Garcés siempre igual. Envía palomas mensajeras, pone estatuas en los lagos. Siempre metiéndose en lo que no le importa. Yo nunca me meto en lo que no me importa. ¿Verdad, Felipe?
Hizo Felipe un gesto vago. Yo comprendí que no quería a Planibell. Este añadió:
—En el colegio hicimos un drama y yo era el padre de Pepe.
Volvió a reír. Aquella risa me reconcilió un poco con él. Echamos a andar hacia los viveros. Mi hermana Concha iba con un grupo de paletos a la mansión. Yo la miraba desde lejos y pensaba: desprecia a Felipe y a Planibell porque son demasiado jóvenes. Su desprecio me parecía bien, aunque lo consideraba injusto. ¿Qué tiene que ver la edad?
Planibell y Felipe quedáronse en la glorieta de los bancos de mármol y yo me acerqué a los viveros. Dentro no se oía nada, es decir, se oía a alguien silbando un vals. Yo pensé: es Monflorite y está solo. Si estuviera Pascual no se atrevería a silbar un vals. Al verme a mí, Monflorite se calló y dijo:
—La estatua hace bien en el estanque. Parece algo así como el marido de la patria. ¿Tú no has visto la patria de mármol con una corona de laureles que está más abajo? Pues ese parece su marido.
A continuación se puso a contarme lo que había pasado en el estanque el día que se cayó el niño y se ahogó. «¿Sabes quién tiró el chico al agua? El amo. El tío de Felipe. Bueno, me río, pero no creas, la cosa no fue divertida. Porque un crimen es un crimen. El amo tiró al muchacho al agua. No lo digas a nadie. Ese viejo mala sangre sería capaz de cortarme la cabeza. Yo sé que fue él, porque me lo ha dicho quien lo vio. No diré nombres. No soy hombre de denuncias. Mi silencio le vale al amo la libertad y casi la vida, porque figúrate lo que pasaría si se enterara la justicia».
—¿Pero por qué? —preguntaba yo—. ¿Por qué lo tiró al agua?
—Es que el amo está enamorado de la viuda de las escupitinas.
Yo pensaba: ¿y qué tiene que ver lo uno con lo otro? No lo creía, pero oír tantas versiones diferentes sobre la muerte del niño que cayó en el estanque comenzaba a marearme. ¿Quién diría la verdad?
Dije que el tío de Felipe no era hombre para matar a un niño de dos años. A un hombre mayor, en riña, ya sería otra cosa.
—Ese hombre es capaz de todo —dijo Monflorite—. ¿Tú, qué vas a esperar de un tío que sabe que tiene un asesino como Pascual en casa y no lo echa?
Poco después llegó Pascual de mal talante.
—Cuando yo entro se callan ustedes. ¿Es que hablan de mí? A los que hablan de mí les digo que se pongan la lengua donde les quepa.
Era la primera vez que un desconocido me insultaba de aquel modo. Pascual debió ver algo en mi expresión y se apresuró a rectificar: «Eso no va por usted, amigo».
Monflorite explicó:
—Esta vez hablábamos de lo que pasó en el estanque. Digo, de la desgracia del muchacho.
—¿Tú? ¿Y qué vas a decir tú, embustero, si no estabas allí?
—Yo vacié el estanque y saqué al chico que estaba abajo en un rincón más lleno de agua que una esponja y más muerto que mi abuela. Y la madre estaba afuera y decía con las manos en la cabeza: no es hijo de su padre, pero salió a él. Eso dijo. Y luego dio un grito que se debió oír por todo el parque.
Monflorite insistió:
—Nada de eso lo puede creer una persona razonable. ¿Cómo iba a decir que el chico no era hijo de su padre?
Pascual se le acercó de un salto. Le temblaba la mano derecha, con la que accionaba:
—Lo tienes que creer porque lo digo yo. ¿Oyes? Lo digo yo y no hay más que hablar. Está claro como estos cinco dedos que hay en mi mano. ¿Lo oyes? Di que es verdad. Vamos, tú, voceras, dilo de una vez. Di que estás oyendo las palabras de la mujer en el aire.
Yo creía que debía intervenir:
—No se ponga usted así, Pascual. Él no dice que miente, sino que no está enterado.
Se apartó Monflorite y siguió trabajando como si estuviera solo. Hablaba para sí mismo, aunque dirigiéndose a mí:
—Es que está quemado. Siempre está quemado, conmigo.
Había entre ellos, en el suelo, un cuchillo. Yo lo cogí distraídamente y salía con él cuando al llegar a la puerta oí la voz de Pascual:
—Deja ahí ese cuchillo por si se me ocurre cortarle el gaznate a este poca lacha.
Junto a la puerta, el cuervo excitado, repetía:
—Hola, hola, hola.
Salí y me fui a la glorieta donde estaba Planibell, solo, sentado en un banco. Me senté a su lado y me puse a dibujar con el dedo en la arena. ¿Qué es eso?, preguntaba Planibell. Seguía yo dibujando y explicaba: esto es un animal. Y esto —medio metro a la izquierda— su sombra. Planibell se reía burlón.
—La sombra —dijo— va pegada al cuerpo. Siempre. No falla. Vas, vienes, te acuestas, te levantas y siempre llevas tu sombra pegada al cuerpo.
—No es verdad.
—¿Cómo que no?
—Será verdad con las personas, pero no con los animales. Y tampoco es verdad con las personas.
Planibell se reía y se ponía las manos en el vientre para no estallar. Cuando pudo hablar dijo:
—En eso, somos iguales todos. Los animales, las personas, los árboles. Todos.
—No es cierto.
—¿Cómo que no? —Y Planibell seguía riendo.
El cuervo caminaba por la avenida. Yo le dije a mi amigo:
—¿Ves ese cuervo?
—Sí, con la sombra pegada al pie como todos.
—Bien, vas a ver.
Yo me levanté y el animal voló sin prisa a una rama próxima. En el momento de echar a volar, la sombra del animal se despegó de él y salió corriendo en dirección contraria. Yo miré a Planibell.
—¿Qué dices?
Había visto aquello poco antes, cuando la paloma blanca, sobre su sombra negra, echó a volar. La sombra se fue por el lado contrario al de la paloma blanca. Aquello había sido un gran descubrimiento para mí. Un descubrimiento de los que yo guardaba para las grandes ocasiones. Había querido deslumbrar a Planibell y con ese fin me había puesto a dibujar en la arena «inocentemente». Planibell había mordido el anzuelo.
—Nunca lo creería si no lo hubiera visto —dijo.
Pero no quería declararse vencido del todo.
—Eso pasa con los pájaros, pero no con las personas.
—Con las personas también. Mira.
Salí a la avenida, a pleno sol. La luz de la mañana llegaba oblicua. Di un brinco. Al subir yo en el aire, mi sombra se apartó de mí en dirección contraria más de quince metros. Planibell no podía creerlo. Brincaba él, bricaba yo. Las sombras se alejaban para volver a nuestros pies al tocar el suelo. Planibell seguía asombrado y aproveché aquel instante de desconcierto para decirle que no creía que hubiera matado zorro alguno en Monflorite. El zorro corre tanto que no hay manera de apuntarle. Además, los zorros saben más que muchos hombres.
—Eso yo no lo creeré nunca —dijo él.
—¿Que no? Cuando el zorro está lleno de pulgas no las va matando de una en una como hacen los hombres. Lo que hace el zorro es coger una ramita con los dientes y meterse en el agua del río poco a poco y a reculones. A medida que entra en el agua las pulgas se van pasando a la parte seca del cuerpo. Y el zorro va metiéndose cada vez más hondo. Cuando sólo queda la cabeza fuera del agua las pulgas van pasando a la rama seca y cuando han pasado ya casi todas el zorro hunde la cabeza un momento debajo del agua. Todas las pulgas pasan al palo. Entonces el zorro deja el palo en el agua y sale a la orilla más limpio que el oro. ¿Cuándo han hecho los hombres una cosa así?
Planibell escuchaba disimulando su extrañeza. Por fin, y para no dar su brazo a torcer, dijo:
—Bueno, yo vi al zorro cuando estaba en el agua con el palo en los dientes. Como estaba quieto, le pude apuntar.
—Mentira. Los zorros ventean al cazador a más de un kilómetro.
—A esa distancia estaba yo.
—Imposible ver un zorro a esa distancia.
—Yo tenía un televisor en el cañón del rifle.
Conocía a Planibell y sabía que a toda costa debía quedar encima. Bueno. No quise discutir. Planibell volvía a dar brincos lo más altos posible para comprobar lo de la sombra. Y en aquel momento se presentó mi hermana. Planibell, avergonzado, se puso a disimular y a atarse la cuerda de un zapato.
Si habíamos sido tan amigos en la escuela Planibell y yo ¿por qué no seguíamos siéndolo en la calle? Pero Planibell quería hacer caer sobre mí la preeminencia y superioridad que gozaba con Felipe, abusando del respeto que el pobre comerciante de telas tenía para el rico fabricante catalán. Eso no se lo podía consentir a Planibell. Éramos amigos o no lo éramos. Me acordaba del hermano Pedro cuando le decía a Planibell, receloso:
—Tú eres un bribón mistificador.
Me marché con mi hermana sin hacer caso de Planibell. Como Felipe estaba en otra parte no nos despedimos de él.
Mi hermana y yo regresamos a casa hablando de la paloma y de la carta y de si habría llegado o no. Yo creía que sí. Porque la paloma salió como una flecha en la dirección Noroeste. Enseñaba a mi hermana la brújula y la dirección en la cual salió el ave. Mi hermana decía:
—No es posible que haya llegado. Nosotros tardamos cuatro horas en tren y dos en coche.
—Sí, pero íbamos en zig-zag, para evitar montañas y ríos y para recoger viajeros en las estaciones. Las palomas viajan en línea recta.
Y le explicaba el vuelo de las palomas.
—Sabes mucho, Pepe. Contigo no se puede.
Una vez más, me miraba como a un ser superior. E insistía:
—Sabes más que todos los chicos de tu edad. A veces me das miedo.
Luego decía que Planibell le había dicho un piropo en voz baja y que por eso se había marchado al palacete y lo había dejado solo. Luego vio a Juan, el jardinero, que la trató de un modo atento y cortés. Y me dijo de pronto:
—Verdaderamente, la mina de mi padre no me preocupa. Tú serás… ¿qué serás tú? Lo que quieras. Con esa brújula y lo que sabes y el amor por Valentina puedes correr el mundo y hacer lo que quieras. ¡Ah!, si yo hubiera nacido hombre. Pero si el caso llega, también trabajaré. ¿En qué? Para oficinista no tengo ortografía. Tampoco me gusta a mí trabajar en las oficinas. ¿Para ser medio señorita, medio obrera? Vaya una gracia. Todo o nada, ¿no te parece? Prefiero ser una modistilla yendo al obrador o saliendo del obrador. Me esperará mi novio en la esquina y yo saldré, lo cogeré del brazo y adelante. Porque hay obreros que están muy bien. Por ejemplo, Juan. Por eso te digo que si mi padre ha de arruinarse, cuanto antes mejor.
Yo volvía a pensar en la paloma.
—Ya ha llegado —repetía muy seguro.
Los días siguientes fueron inaguantables. Acudía a la puerta siempre que llamaban creyendo que era el cartero.
Por las tardes me iba a la biblioteca de la universidad, a leer el libro de Félix de Azara que me recomendara Juan. Tardé en encontrar aquel pasaje curioso que decía: «He observado mil veces en el Paraguay y en los territorios lindantes del Brasil, que en cualquier punto donde el hombre hace una barraca o una casa, se ven nacer en torno, pocas semanas después, plantas que no se mostraban antes sino a una distancia de muchas leguas y que se multiplicaban hasta el punto de que ahogaban todas las demás hierbas. Es bastante que el hombre atraviese un camino de los nuevos que se abren en parajes deshabitados, para que sus dos bordes produzcan esas mismas plantas. Y estos son testimonios de que el hombre tiene influencia sobre el mundo vegetal y produce una especie de alteración y cambio… Parece, pues, que la presencia del hombre ocasiona un cambio en la naturaleza, destruye unas plantas que crecían naturalmente y hace crecer otras nuevas».
Más cosas había en aquel libro que llamaban la atención y tenía ganas de ver al jardinero catalán para oír sus opiniones sobre aquellas importantes materias. Por el momento, yo miraba las plantas de los jardines públicos como si fueran seres sensitivos que me oían y formaban opiniones. A veces, les hablaba de mi novia, cuando estaba seguro de que no me oía ni me veía nadie.
Por fin llegó carta de Valentina. Decía:
«Inolvidable Pepe: llegó la paloma y padre estaba esperando porque notó la falta de la blanca y la pinta (la pinta era la segunda paloma que estaba en mi casa, solita en su jaula) y padre dijo: tiene un papel en la pata. Y lo sacó y no pudo leer ni jota, y nos llamó a todos y dijo que aquella paloma no era la suya, sino otra que venía de la guerra, porque en la guerra emplean palomas mensajeras y que estaba cifrada y que iba a mandar la carta a París, a los generales. Esto último le tenía muy ocupado día y noche. Le enseñó la carta al alcalde y a mucha gente. El alcalde ha escrito al gobernador y a Madrid y a otras partes y ha enviado la carta para que los franceses la descifren. Padre dice que a lo mejor de esa carta depende la victoria de los franceses y que le darán una condecoración y se la pondrá en la chaqueta. Y así por el estilo. Ya ves. De modo que tiempo perdido. Pero sobre eso de que los franceses ganen la guerra gracias a tu carta, no sé qué pensar. No me extrañaría. Dime tú qué opinas.
»Ahora mándame la segunda paloma y yo estaré al tanto y la cogeré antes de que llegue padre. Lo malo fue que la blanca llegó a las nueve, cuando padre les daba de comer. Mándala para que llegue antes y estén todos acostados».
Luego me llamaba «cielo», poniendo la «i» clara y también la «e». Siempre me llamaba Valentina «mi cielo» y es la expresión más dulce que he conocido en mi vida, aunque el recuerdo de las bromas de Ervigio me aguaba un poco la fiesta.
Yo estaba entre decepcionado y deslumbrado de orgullo. Mi carta había ido al estado mayor central de los ejércitos aliados. ¿La descifrarían? ¿Cómo? ¿Era posible sin tener a mano el libro de don Arturo? Sobre eso estaba tranquilo. Me dolía, sin embargo, la mala fortuna y, sobre todo, que por ella pudieran dar una condecoración a don Arturo.
Un mes después recibió el alcalde una carta de la embajada francesa en Madrid dándole las gracias y diciendo que el mensaje estaba cifrado sobre un libro. Añadían que era una carta de amor sin importancia.
Don Arturo no comprendía. ¿Una carta de amor? Yo me reconcomía de orgullo herido. ¿Sin importancia?
Pocos días después envié la paloma siguiente y la atrapó Valentina antes de que la viera su padre. Descifró muy bien mi carta y le divirtió tanto esa tarea que me prometió enviarme más palomas a Zaragoza.
Sin embargo, eso no era cosa fácil.
El bondadoso Baltasar venía a veces a verme. Sus visitas eran sólo para mí, que era el único que le hacía caso en la familia. Volvía a hablarme de la cocinera antigua nuestra y yo lo escuchaba con vergüenza.
Aprovechó Felipe la estancia de Planibell en su casa para invitarme a comer y presentarme a sus padres. Vivía Felipe, como dije, en la calle de las Escuelas Pías, una calle estrecha llena de comercios que bajaba hacia el mercado. Allí estaba también el colegio de los Escolapios, uno de los más antiguos de la ciudad, cuyos frailes tenían fama de pegar a los chicos.
La casa de Felipe era en su mayor parte almacén de tejidos. Por la fachada, entre los balcones, descendían grandes letras formando verticalmente el nombre del propietario. A primera vista la madre de Felipe parecía tonta. Sonreía y miraba y no decía nada. El padre era un notable badulaque y por lo que vi debía ser muy tacaño. En medio de aquella gente estaba Planibell como un rajá. Todos le servían. Él se consideraba superior al ambiente y se dejaba querer como si le correspondiera por derecho propio. Yo pensaba: lo que hace Planibell es indecente. Y me acordaba de las palabras del hermano Pedro.
Como sospechaba, el rifle de Planibell no tenía televisor alguno. Esto me produjo bastante indignación. A espaldas de Planibell, le decía yo a Felipe:
—Anda, cántale las verdades a ese presumido.
—¿A Planibell? No. Me pegará mi padre. Mi padre adora al padre de ese chico y quiere comprarle maquinaria de segunda mano para poner una fábrica. Y si mi padre se hace fabricante yo estoy perdido. Eso es verdad.
Felipe se mordía las uñas y comentaba filosóficamente:
—Yo lo único que necesito es que viva mi madre muchos años.
A la una nos sentamos a comer. Pusieron a Planibell —¡qué vergüenza!— en el lugar de honor. Don Marcos se sentó en su silla, de golpe, repitiendo:
—Eso es. Eso es.
Un chinito de porcelana que había en la consola movía la cabeza sonriendo. El padre, a quien los empleados llamaban respetuosamente don Marcos, preguntaba de pronto a Planibell:
—Perdone la curiosidad, pero su papá no se dejará ahorcar por un millón de pesetas, ¿verdad?
Planibell comprendía dónde estaba la debilidad de don Marcos y le decía:
—Eso es exactamente lo que le costó La Bella Leonor.
La madre fruncía su hocico como una rata y me miraba a mí, recelosa, para preguntarme bajando la voz:
—¿Quién es la bella Leonor? ¿Una bailarina?
Aquella mujer me trataba como a un adulto y creía que yo sabía todo lo que puede saber un hombre de mundo. Don Marcos escuchaba con una oreja a Planibell y con la otra a su esposa y acudía al quite:
—Mujer, La Bella Leonor es un barco. Un barquito de recreo.
Luego reflexionaba: un millón. Daba un puñetazo en la mesa porque le gustaba de vez en cuando mostrar su energía, el golpe se transmitía a la tarima y de ella a otra consola, donde había un elefante de mayólica que se ponía a mover la cabeza sorprendido y admirado. Yo no miraba al elefante porque si lo miraba comenzaba a mover la mía también.
Planibell no tardó en entrar en materia. Porque se traía una intriga. Una de sus «mixtificaciones», como diría el hermano Pedro. Su padre, a pesar de todo, era muy tacaño con él —decía—. Don Marcos tomaba la ocasión por el rabo y aunque era pequeñito y regordete, se pavoneaba en la silla.
—No es tacañería. Es que todo hay que mirarlo y bajo el punto de vista de la juventud de ahora hay que considerar el pro y el contra de las cosas.
Don Marcos tenía la virtud de hablar con una gran firmeza y convicción, sin decir casi nunca nada concreto. Planibell seguía con su plan, mientras debajo de nosotros, en el almacén, se oía la campana de la puerta cuando entraba o salía alguien.
—Por ejemplo —decía Planibell—, me costó Dios y ayuda conseguir que me regalara un televisor para el cañón del fusil, y por fin me lo compró en mi último cumpleaños. ¡Lo que tuve que pelear para conseguirlo! Con mi televisor fui a Monflorite.
Pensaba yo: no lo creo. Y esperaba una oportunidad para mostrar mi escepticismo, lo que era bastante heroico, porque toda la familia veía por los ojos de Planibell. Pero este seguía sin dejar meter baza a nadie.
—Y ahora se me ha perdido el televisor en Monflorite. ¿Cómo vuelvo yo a casa sin el regalo de mi padre? Eso es lo que yo me digo. Se me pone carne de gallina cuando pienso en eso.
—¿Ya lo hizo usted pregonar por el pueblo? —dijo la mujer.
—Sí, pero allí nadie sabe lo que es un televisor. Usted comprende.
Don Marcos se quedaba meditabundo. Él tampoco lo sabía y metió baza después de secarse con la servilleta los ojos, la nariz y los labios:
—Entonces es lo que yo digo. Por fas o por nefas, lo que se perdió y lo que uno hace para rescatarlo es como si no hiciera nada. Por fas o por nefas. ¿No es eso, joven heredero de la razón social Planibell e hijos?
Con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra repetía Planibell:
—¿Cómo vuelvo a casa sin el televisor?
Suspiraba don Marcos, para mostrar que lo sentía, y clavaba el tenedor en una chuleta de lomo de cerdo. Felipe me tocó la rodilla pidiéndome que prestara atención y dijo:
—Cuando Planibell vino aquí su rifle no tenía televisor alguno. Yo le vi abrir la maleta y tampoco estaba dentro el televisor. ¿Quién ha visto ese famoso televisor de Planibell?
—Yo tampoco lo vi —dije secamente.
Más animado, Felipe añadió:
—Es posible que Planibell esté ahora buscando la manera de que le regalen un televisor. Yo, por mi parte, lo haría si tuviera dinero. Pero un aparato de esos cuesta caro.
Decidió Planibell que en aquel momento era obligado un acto de suprema dignidad. Dejó su servilleta en la mesa y se levantó arrastrando la silla hacia atrás. El padre se levantó también y le puso la mano en el hombro. Tantos y tan enérgicos movimientos hacían temblar la cómoda y el elefante alzaba y bajaba la cabeza lleno de admiración. Don Marcos dijo:
—Siéntese y no haga caso a estos granujillas. Desprécielos. Entonces me levanté yo, ofendido. Vi que en una rinconera había otro chinito de porcelana con las manos metidas en las mangas. Pero su cabeza estaba fija y no se movía. Felipe se dirigió a su padre mientras me sujetaba a mí por la manga:
—Estás ofendiendo a mi amigo. ¿Sabes, Pepe? Mi padre no ha querido ofenderte —yo me sentaba—, sólo que a veces dice palabras un poco a tontas y a locas.
Don Marcos, con la servilleta anudada en la nuca, repetía:
—No es una palabra mala: «granujilla». Pero uno habla, los demás oyen y a veces pasa lo que pasa. Ya digo que no es una mala palabra. En familia es más bien cariñosa. Por lo demás, el televisor se le puede comprar al muchacho, y a mucha honra. El dinero es redondo para rodar. ¿Cuánto valdrá un buen televisor de segunda mano? Digo en buen uso.
Yo intervine:
—¿Ya sabe usted si el padre de Planibell aprobará que su hijo tenga un televisor?
—¿Lo conoce usted al padre de aquí? —preguntó don Marcos. La madre sonreía con los labios húmedos de grasa mirando a su hijo Felipe. Este dijo:
—Un momento, padre. ¿Tú sabes para qué sirve un televisor? Para matar a distancia, y luego averigua quién te dio. El padre de nuestro amigo es muy rico y hace tiempo que le habría comprado el televisor. Y diez televisores más. Y una batería de artillería. Si no se los compra es que no quiere que su hijo ande con cosas peligrosas. Entonces, si le regalas el televisor su padre no te lo perdonará nunca.
Don Marcos miraba a su hijo y a Planibell y a mí. Por fin dijo:
—¡Y bien podría ser!
Planibell estaba amarillo de rabia. Paseó la mirada sobre nosotros y se atrevió a decir:
—Yo tampoco aceptaría un televisor de segunda mano.
Don Marcos se ponía a explicar accionando con el tenedor. Tenía un codo apoyado en la mesa y cada vez que sacudía el tenedor para subrayar una afirmación entrechocaban las vinagreras con un ruidito delicado.
—¡Y que bien podría ser! Un aparato para matar a distancia.
Es lo que yo digo. El padre, por amor al hijo, compra un aparato mortífero. Y luego, ¿qué sucede? El destino. La fatalidad. Permítame que le diga, señor Planibell, que dudo. Mi buen deseo está de su parte, pero en este momento me asalta una duda y no sé qué decirle.
La madre me daba a mí con el codo y se limpiaba los labios. Decía en voz baja de tal modo que la oyeran todos:
—Es que no quiere comprárselo, el catalejo. Es que es un tío roña —y añadió alzando la voz y dirigiéndose a su marido—: Lo que dice el señor Planibell hijo es que no lo quiere de segunda mano, sino nuevo. Los chicos de ahora saben lo que se pescan mejor que tú.
Don Marcos se hacía el sueco y seguía el hilo de su discurso llevándose la servilleta a los labios, y después a la oreja izquierda:
—Matar a distancia. ¿Para qué? ¡Ah, cielo santo!, en los tiempos que corremos. No. Tampoco yo le compro un rifle con televisor a mi hijo aquí presente, que será un día sucesor de la razón social, igual que usted con su respectivo padre. Y si se lo compro porque el dinero se ha hecho redondo para que circule y mi hijo mata a distancia, queriendo o sin querer, a otro ser humano, yo seré el primero en avisar al juez. Sí, señor. Aquí está mi hijo. La cárcel, el deshonor, la horca. Lo que sea antes que la impunidad. En los tiempos que corren, lo peor para el orden social es la falta de responsabilidad. ¿Tirar la piedra y esconder la mano? No, no. Que cada palo aguante su vela.
Golpeó la mesa con la mano abierta y osciló inperceptiblemente la lámpara del techo. La casa parecía frágil y movediza como un barco.
—Lo que pasa —repitió la mujer— es que mi marido no suelta una peseta ni a tres tirones. Yo me lo sé de memoria después de cuarenta años.
El comerciante alzaba su cabeza redonda con su pequeña nariz en medio y añadía:
—Es como lo que pasó con el hijo de Pedro Zajones, el de Monflorite. El hijo tenía una novia desde la infancia, y la novia vino a la ciudad a aprender de modista. Es lo que pasa. Que si tal, que si cual, la chica dio un mal paso y que si fue y que si vino, un día amaneció en el hospital. En el pueblo se corría la voz y los mozos se reían del hijo de Perico Zajones. No sé qué enfermedad tenía su novia. Creo que era esa enfermedad que llaman la «sifilosis». Bueno, pues cuando la chica se curó fue a una casa de leno… de lenocinio. Justo castigo a su mal paso. El que da un mal paso, cae. Es ley natural.
Bebió un vaso de agua como los oradores para aclararse la voz. Yo pensaba en nuestra antigua cocinera y me sentía en delito, como si tuviera la culpa de lo que le había pasado. La esposa me dio con el codo otra vez:
—Ahora contará la historia entera y verdadera de Perico Zajones. Lleva tres años dando esa murga, siempre con lo mismo.
Don Marcos fulminó a su mujer con una mirada y continuó:
—Algunos vecinos de Monflorite vinieron aquí por negocios. Que si la lana, que si los cueros, que si las potrancas. Un primo de Perico, que se llevaba muy mal con la familia, vino aquí a comprar un carnero. Un macho para recría. Cincuenta duros le costaba, ya se sabe, la semilla tiene que ser buena. Y aquí vino, digo, a Zaragoza. Y lo que pasa, que si la curiosidad, que si las murmuraciones, fue a la casa de mala nota y vio a la chica. Como que hay personas humanas hechas para la maldad, y así son los instintos de la gente, ese primo de Perico volvió al pueblo y fue pregonando que si la novia de tal y él habían tenido más o menos lo que se tiene entre hombre y mujer, y entonces el hijo de Perico vino a Zaragoza sin decir a nadie nada, y desde la estación se fue a la casa de… Bueno, allí que patatín, que patatán, que no lo dejaban entrar, y que cuando la chica supo quién era, menos todavía. Pero el ama arriba y el ama abajo, que si parece un buen mozo, que si es un caballero, que si una explicación es una explicación, lo dejaron entrar, y el hijo de Perico en cuanto vio a su antigua novia sacó una pistola del quince de dos cañones y pim, pam, pum…
Felipe alzó la mano:
—Perdone, padre, sólo pim-pam. Si tenía dos cañones sólo pim-pam.
Yo solté a reír. La esposa envolvió al hijo en una mirada de simpatía y el padre gruñó:
—Cállate, samarugo. Lo que digo yo al señor Planibell hijo es que le soltó dos tiros a bocajarro. La pobre muchacha cayo sin confesión. Una bala sobre tal parte y la otra sobre tal otra parte. La dejó seca.
—Al fin —dijo la mujer— saldrás con que no le compras el catalejo. ¿Y para eso tantos discursos?
—Cállate, mujer del demonio. Pim-pam. La dejó seca. Y llegaron los guardias y prendieron al hijo de Perico. Era en una casa que hay detrás del arco de San Ildefonso, a mano izquierda. Bueno, por lo que dicen, que lo que es yo… de referencias. A la cárcel. Y en el juicio le salió pena de la vida. No lo fui a ver, ni ganas, porque un criminal es un criminal y Dios nos libre, pero escribí a su padre diciendo como que sentía el percance. Y el padre me respondió como el que la hace la paga, y diciendo que quería venir aquí a la ejecución de su hijo y que le avisara. Quería verlo, al menos, el día antes de la función en la cárcel de Predicadores, donde estaba. También me pedía que le mandara por el recadero seis varas de panilla y dos de millarete para hacerse un traje nuevo, con objeto de estar decente el día de la ejecución. Los Pericos siempre han sido gente de bien vestir, y en ese caso se comprende, porque los periódicos habían hablado mucho del asunto y el padre era el padre y sabía que la gente iba a echarle los ojos encima. Conque yo le dije: «Ven cuando quieras, esta es tu casa». Y aquí está mi esposa, que no me dejaría mentir. Y vino con su traje nuevo tres días antes de la ejecución. Y allí dormía, en el cuarto que tiene ahora el señor Planibell hijo. Y yo le decía: «¿Has pedido el indulto?». Y el padre me respondía: «Eso es cosa del abogado. Él sabrá si corresponde o no». Luego, el día antes me dijo que debía ir a la cárcel y hablarle a su hijo como que firmara un papel. Porque había vendido una punta de labranza sin conocimiento del hijo, y como la tierra pertenecía a la legítima de su madre, pues Perico no podía venderla. Era contra la ley. El padre decía que yo tenía que ir con el papel para que el hijo lo firmase. Y le dije: «Lo que cumple es que vaya usted». El padre tenía ya el papel escrito y no había más que echar la firma. Y el padre dijo: «Bien, pero usted y su esposa deben venir como testigos».
—Eso es verdad —dijo la mujer de don Marcos—, en eso no miente.
Lo dijo sirviéndonos más vino a Planibell y a mí. Don Marcos siguió hablando:
—Así son las cosas. Les das una mano y se toman el brazo. Le ofrecí un cuarto para dormir y me pidió que fuera testigo. Acepté el ser testigo y luego resulta que firmamos todos un papel que tenía la fecha de un año atrás, antes de que sucediera la desgracia. Cuando me enteré ya no había remedio. En la cárcel el hijo estaba muy terne y dijo: «Lo que siento es no haber matao también a los puercos que habían estado con ella». Y el padre le dijo, dice: «¿Te das cuenta de que este es el último día de tu vida?». Y el hijo dijo, dice: «Mi vida es mía, y con ella pago». Y cuando salíamos Perico me dijo guardándose el papel, satisfecho: «Otro hijo tuve que era todavía más que este. En Marruecos lo mataron, en la guerra. Si no, habría ido al presidio también. Tú no sabes quién era aquel chico». Bueno, total que la firma del hijo le hacía falta porque el que le compró la punta de labranza se enteró de que la habían vendido sin la autorización del hijo y quería ponerle pleito porque no le había pagado aún el último plazo, y con la amenaza esperaba que ese plazo se lo rebajara. Yo no lo supe hasta después de firmar. Aquella firma mía le valía a él más de trescientos duros.
Felipe miró en mi dirección y me guiñó el ojo. El padre lo fulminó con la mirada, miró después a Planibell con una expresión de disculpa y dijo recogiendo las migas del mantel con el cuchillo:
—Yo le dije: «Perico, ¿no reparó tu hijo en la firma, digo en la fecha del papel?». «No, Marcos. Por eso aguardé al último día. No hay alma humana que repare en esas menudencias en un trago como ese». «Vaya, lo digo porque… no es cabal lo que haces». «Bueno —dijo él—, pero su padre soy, y lo hago con buena voluntad». Y después vino y me dijo que todo el mundo lo convidaba y lo recibía bien, como el padre de su hijo, y que le habían sacado una foto para los periódicos. La verdad es que Perico no gastó en el entierro ni un real. La finca no la había vendido para pagar los gastos de su hijo, sino que la tenía ya cobrada y gastada en despilfarros. Porque gastador lo es. Pero no conmigo. Todavía me debe la tela que me compró. Mi firma le había valido trescientos duros, eso sí.
—Y la mía —dijo la esposa—, que yo también firmé. Pero yo no digo nada. Todas esas historias son agua pasada.
Volvió a servirnos vino a Planibell y a mí. Don Marcos decía:
—No me importa. Yo recibí en mi casa a Perico Zajones porque tenía bastante ánimo para dar frente al mal trago y porque no le gustaba la impunidad. A mí tampoco. Y lo que pasa, éramos del mismo pueblo. Un paisano, en fin de cuentas, es un paisano.
La esposa añadió mojándose un dedo con saliva y pasándoselo por la ceja:
—Todo hay que decirlo. Perico nunca había estado en Zaragoza. A Huesca sí que iba todos los años para noviembre, que es la feria de ganados, pero no aquí. Y aprovechó la ocasión. Sintió la muerte de su hijo. Pero parecía como que presumía con su desgracia. Yo le dije… porque no tengo pelos en la lengua. Yo le dije: «Ahora, sin hijos, la legítima de tu mujer bien la vas a disfrutar». Y Perico dijo: «Pues ya que se quema la casa, calentémonos».
Don Marcos cogía la botella, la miraba al trasluz, veía que estaba ya vacía y volvía a dejarla diciendo:
—Los Zajones siempre fueron presumidos. Perico fue a ver al verdugo y le agradeció que hubiera tratado bien a su hijo. Lo que él quería era conocer gente nueva y dejar relaciones hechas. Nunca se sabe lo que va a pasar mañana y hasta en el infierno es bueno tener amigos. Y el verdugo vino aquí a devolverle la visita. Estos estaban presentes, que no me dejarán mentir. Era muy presumido Perico. Cuando volvió al pueblo marchaba hinchado como un pavo real. Un poco raro se me hacía verlo tan jaque después de lo que pasó, pero si la sociedad ha de marchar, cada uno debe dar la cara y pagar cuando vienen mal dadas. Y para que el barco navegue, cada palo tiene que aguantar su vela. ¿No es eso? Por estas razones y otras que me callo, yo creo, señor Planibell, que no debo hacer por usted más de lo que su propio padre haría, ya que de otra forma puedo incurrir en su malquerencia y romper nuestra preciosa amistad. Tú —dijo a su mujer— trae otra botella.
Ella no se movió de su asiento. Planibell estaba avergonzado, pero mantenía la cara.
—Yo sólo he dicho lo que me pasó en Monflorite con mi televisor, y además, no pienso matar a nadie ni de cerca ni de lejos. Sobre todo, que conste que yo no pido nada.
Me eché atrás en la silla.
—Miente —dije—. Miente como un bellaco. Desde que empezó a hablar no hace más que pedirlo.
La botella de vino nos la habíamos bebido entre Planibell y yo. Era la primera vez que tomaba vino en aquella cantidad. Y repetía:
—Mientes como un bellaco, Planibell.
Él me miró con los ojos húmedos y preguntó:
—¿Yo?
—¡Tú!
No se ofendió en lo más mínimo, sino que se puso tranquilamente a explicar a don Marcos:
—Este amigo dice que miento porque me tiene envidia. No tiene televisor, ni siquiera rifle. Se dedica a escribir cartas con clave y a enviarlas con palomas mensajeras a diferentes novias.
—Yo sólo tengo una novia —le dije amenazador.
El vino me hacía agresivo y a Planibell prudente. Éramos temperamentos opuestos. Planibell decía:
—Bien, su novia. Yo sí que tengo televisor. Es decir, lo tenía. ¿Y sabes lo que duraría tu paloma mensajera en el aire si yo estuviera debajo con mi televisor? Duraría menos que un relámpago. Pero lo he perdido, el televisor. Yo no pido que ustedes me compren otro, y mucho menos de segunda mano. Lo que digo es que lo perdí o me lo robaron en Monflorite, en su pueblo. Y usted tiene una parte de responsabilidad. Y luego se niega a comprender. Y tú, Pepe, perdona, pero no tienes vela en este entierro. Cállate. Márchate. Anda, y envíale una paloma a la bella Coquito.
Le di una patada bajo la mesa y acerté en plena pierna. Planibell aguantó una exclamación de dolor, luego dijo tres o cuatro palabras francesas muy feas y se puso a gemir. Estaba borracho, claro. Decía entre suspiros entrecortados:
—No tendré más remedio que decírselo a mi padre, don Marcos.
La esposa decía mirando a Planibell:
—Pobrecito. Parece un niño pequeño.
Planibell seguía sin perder de vista, a pesar de todo, sus intereses:
—Se lo diré a mi padre. Le diré que me han invitado a comer para darme patadas por debajo de la mesa —por lo visto no sabía que el de la patada había sido yo— y que he dormido en el mismo cuarto del padre que vino a ver cómo ahorcaban a su hijo. Diré también que el verdugo viene a visitarles.
De pronto se tranquilizó, me miró de reojo y dijo en francés: merde. Luego, salaud. En francés no parecía tan borracho como en español.
—Una sola vez —dijo don Marcos haciendo resbalar su silla hacia atrás y levantándose con tanta violencia que el elefante comenzó de nuevo a cabecear—. Una sola vez vino el verdugo, y no vino a vernos a nosotros, sino a Perico Zajones. Yo guardo las leyes de la hospitalidad. Si venía a ver a Perico yo no podía cerrarle la puerta. Pero no diga usted nada de eso a su señor padre. Comprendo que son cosas malsonantes. Por lo demás, ¿cuál es la clase de televisor que prefiere?
Planibell se tranquilizó en el acto:
—Zeiss —dijo—, y nuevo.
Don Marcos se puso la mano en el pecho, sobre la servilleta:
—Esta misma tarde lo tendrá —prometió.
Aquella tarde —palabra de comerciante— tuvo Planibell un magnífico televisor Zeiss, que adaptó al cañón del rifle. Yo pensaba: es innoble lo que hace, y no lo habría hecho si no estuviera borracho. Más tarde me dijo Planibell que se había emborrachado para tomar ánimos y atreverse. Yo estaba escandalizado. Todo me escandalizaba en aquellos días y no era para menos. Sólo veía a mi alrededor cosas irregulares, cosas terribles, cosas incongruentes. Lo único que me parecía bien era Valentina. Yo estaba lejos y no tenía palomas que enviarle. La ciudad entera comenzaba a parecerme sospechosa y poco digna de Valentina y de mí.
En aquellos tiempos había bastantes automóviles ya en Zaragoza. Recuerdo que el marqués de Urrea, conocido de mi padre, tenía un coche hispano con el número de matrícula 105, lo que permite suponer que había más. No había aún autos de alquiler. En las paradas de coches sólo se veían coches de caballos.
Planibell se había marchado ya y poco a poco mi desprecio y mi escándalo fueron convirtiéndose en admiración y hasta en envidia.
Los sábados y los domingos no había trabajo en la oficina de mi padre y los balcones corridos sobre el Coso eran de mi hermana y míos. Sobre todo de ella, que había inspeccionado muy bien, una por una, todas las casas de enfrente y sabía quiénes vivían en ellas, lo que hacían y si eran solteros o casados.
Frente a nuestra casa, en un entresuelo, vivía el empresario de la plaza de toros, un antiguo novillero, que se llamaba Villa, es decir, Villita. Tenía una hija muy hermosa. Una niña espigada, elástica y fina, con un aire de vieja aristocracia. Concha trataba de interesarme en ella, y cuando yo le decía que no podía querer más que a Valentina, suspiraba hondo y decía:
—¡Qué suerte tienen algunas mujeres!
Luego me confesaba que si me hablaba de la hija del Villa era sólo para probarme y ver hasta dónde llegaba la fidelidad o la perfidia de los hombres.
Aquellas tardes de domingo, el balcón principal tomaba el aspecto de tribuna presidencial en un circo antiguo. El Coso era allí ancho, limpio, silencioso. Pasaban parejas domingueras, automóviles, coches de caballos con las ruedas blancas como la nieve. Y hacia media tarde llegaban los músicos ambulantes que tocaban, cantaban y vendían la letra de las canciones en unas hojitas color rosa. La gente los rodeaba en un gran grupo inmóvil y la voz de los cantantes hallaba un eco de día de fiesta en las piedras del palacio de la Audiencia:
Adiós, Ninón,
gentil Ninón,
las joyas que he conquistado,
las que he robado
para adornarte son.
Pero ¡ay de mí!,
qué loco fui,
tan loco por tu belleza
que la cabeza
voy a perder por ti.
Mi hermana suspiraba y decía: «no sé qué tienen esas canciones que a veces casi me hacen llorar». Eso sin dejar de comprender que eran deleznables.
Algunos domingos, al oscurecer, se veían salir por el Arco de San Roque y por el lado de las Escuelas Pías grandes grupos que volvían de los toros. Vendedores de periódicos aparecían pregonando un semanario taurino: Pitos y Palmas, con la cogida de Belmonte, o tal vez «el triunfo de Florentino Ballesteros», que era un torero aragonés. En medio de aquel súbito clamor, las voces de los músicos se desvanecían, pero no se apagaban del todo:
Adiós Ninón, gentil Ninón…
En aquel verano yo tuve de pronto una revelación importante: la mujer. El caso fue curioso. Hasta entonces yo no concebía que los hombres besaran a las mujeres en los labios. Me parecía repugnante. Y había llegado a establecer la firmeza de mi cariño por Valentina con la siguiente pintoresca y absurda reflexión:
—La quiero tanto, que la idea de besarla en los labios no me repugna.
Bien, pues de pronto, aquel verano comprendí que los labios de las mujeres no eran repugnantes. Todo lo contrario. En la revelación influyó de una manera importante un quiosco de periódicos que había frente al cine Emma Victoria y que estaba cubierto en sus cuatro frentes por diarios, revistas y libros baratos con portadas en colores. Siempre dominaba a las demás alguna fotografía de veras estimulante. Yo iba a comprar allí Blanco y Negro para mi madre. Y entretanto miraba y veía. ¡Qué cosas veía! A un lado, abierta por las páginas centrales, había una doble plana con una mujer recostada voluptuosamente y mostrando, con el pretexto de los «desnudos artísticos», los muslos turgentes. Yo no podía contemplar aquello sin sentir que la cabeza me daba vueltas. Dios mío —pensaba— cuánta belleza hay en el mundo. Aquellas rápidas ojeadas a las revistas galantes despertaron mi pubertad.
Y comencé a comprender que la mujer, cualquier mujer, era una exquisita promesa. Pero esa promesa era clandestina y viciosa. Cuando pensaba en Valentina no sentía promesa alguna. Valentina era otra cosa y mis sentimientos para ella muy diferentes. La idea de besarla en los labios me parecía muy bien, pero aquellos muslos y aquellas grupas de las revistas galantes me daban la impresión de pertenecer a otro mundo. Y eran encantadoras. No era necesario identificar la voluptuosidad con el amor. Y tardé algún tiempo en comprender que debían ser una misma cosa.
Pasé por grandes melancolías, de las cuales me sacó una carta de Valentina diciendo que iba a venir con su madre —como me había dicho— para las fiestas del Pilar, que eran el 12 de octubre. Faltaban algunas semanas aún, y yo me puse a contar los días. Creía que vendrían a nuestra casa, pero Concha me dijo que no y que doña Julia tenía parientes que vivían al otro lado del Coso y junto al arco de San Roque. Doña Julia había estado allí con Pilar el año anterior.
De las palomas, nada. Yo me preguntaba si habría algún medio seguro para hacerlas venir a mi casa por el aire, igual que iban a la de Valentina, pero no tardaba en convencerme de que era una ilusión ridícula. Así, pues, Valentina sólo había tenido una carta mía, cifrada.
Seguía viendo dinero por encima de las mesas, y lo robaba mientras la cantidad no llegara a dos pesetas. En aquellos tiempos dos pesetas eran mucho dinero. Por veinte céntimos iba al cine, el café en una terraza costaba lo mismo y un vaso de refresco de naranja en los Espumosos de los porches del paseo de la Independencia, quince. Dos pesetas me duraban, a veces, tres semanas.
En aquellos días vinieron muchos alemanes del Camerón (África), que había sido tomado por los aliados. Zaragoza aparecía llena de germanos gordos, con el colodrillo afeitado y anchos sombreros de ala plegada hacia arriba por los flancos. Cuando se encontraban cambiaban saludos exagerados con los sombreros y se inclinaban de un modo tan versallesco, que la gente no podía menos de reír.
Sucedió en aquellos días una tragedia en los Espumosos. Uno de los alemanes estaba con otros, sentado junto a una mesa, y al llegar la camarera a servirles la tomó por la cintura. La muchacha alzó un sifón que llevaba en la mano y le dio con él en la cabeza. El alemán cayó muerto allí mismo. Al día siguiente la camarera seguía trabajando como si tal cosa. El juez la había puesto en libertad después de un interrogatorio con testigos.
El entierro del alemán, al que asistieron todos los refugiados del Camerón, fue como la confirmación pública de aquel escándalo. Todo el mundo se lamentó, pero el juez dejó en libertad a la camarera, como decía antes, después de hacer un breve discurso sobre los derechos del pudor femenino en general y del español en particular. Luego, cuando iba yo a los Espumosos y la veía pensaba en aquellas fotografías de las dobles planas de las revistas galantes y me decía: el alemán arriesgó la vida y la perdió por una inclinación irresistible. Yo me sentía capaz también de aquellas inclinaciones irresistibles. E incluso comprendía que alguien arriesgara la vida y la perdiera. Pensaba que «valía la pena». Despertaba yo a la vida de los sentidos, es decir, a la pubertad, con una fuerza que no había podido nunca sospechar en mí mismo. Era como un torrente que se me llevaba.
Entre tanto, mi padre había peleado con el dueño de la imprenta y encuadernación. Parece que los papeles-garantía del préstamo no eran bastante ejecutivos para poder amenazarle con represalias, y el socio industrial «cerdeaba», como decía mi padre. Si le gritaba, ponía una mano sobre la otra, inclinaba la cabeza a un lado y suspiraba. Si mi padre le llamaba ladrón, el otro volvía a suspirar, enrojecía un poco pero no soltaba el dinero. Si mi padre le pegaba —a eso no llegó nunca, como es natural—, era probable que el hombre se lamentara, pero no soltara tampoco un céntimo. El único sistema que habría dado resultado —decía mi padre— era el potro de la Inquisición. Pero en Aragón —añadía cómicamente— no se habría podido aplicar porque desde la Edad Media lo prohibía la ley. Y ni siquiera los tribunales del rey podían dar tormento a nadie en el siglo XV ni en el XX. Por eso decían entonces los criminales: «Negar, negar, que en Aragón estás». Y el que suspiraba ahora era mi padre.
A mí esto de las prohibiciones en Aragón me producía cierto orgullo, pero mi padre ni obtenía beneficios ni recuperaba el capital. El papel de los créditos alemanes no se cotizaba en bolsa y la guerra iba para largo. Para muy largo. Tampoco era seguro que los alemanes la ganaran. Mi padre, a veces, sentía como un complot universal contra su dinero y reaccionaba con un rencor universal también. Cuando la desesperación alcanzaba planos catastróficos, suspiraba, iba a la iglesia y tomaba la comunión. Entonces se quedaba tranquilo por un par de días.
Como digo, el misterio de la voluptuosidad me envolvía por todas partes. Se lo dije a don Orencio, el confesor de La Seo, y él puso su mano en mi hombro.
—Hijo mío, estás entrando en la adolescencia y ninguna de las miserias humanas te será evitada. Menos, siendo quien eres. Yo conozco a tu familia, y los Garcés habéis sido siempre así.
No sé a qué miserias se refería. Es verdad que para los católicos españoles el sexo es un vicio abyecto y el amor una virtud. Curiosa y absurda antítesis.
Me dio consejos no sólo religiosos, sino higiénicos. Debía hacer ejercicio físico, jugar al fútbol o a otra cosa, ir por la noche a la cama rendido de fatiga y no quedarme en ella por la mañana una vez despierto. No mirar revistas pecaminosas (decía que habría que prender fuego a aquellos quioscos) y, sobre todo, frecuentar los sacramentos. Me previno contra muchos peligros como lo habría hecho un hermano mayor y yo salí de aquellas entrevistas fuerte y tonificado, y seguí todos sus consejos menos el de frecuentar los sacramentos. Pero al mismo tiempo desarrollé una especie de tendencia erótico mística. Veía muslos femeninos en los nimbos tornasolados, en la música gregoriana y en las nubes de incienso. No sé por qué casualidad en aquellos días oí decir también a varias personas que los quioscos con revistas galantes habría que quemarlos. Y no sé si esto que digo ahora es la materialización irreal de un deseo en mi recuerdo o si fue verdad, pero yo creo que estuve un día tratando de prender fuego al quiosco de Emma Victoria y que el viento apagó la última de mis tres cerillas antes de que lo consiguiera. Me sentía atraído por aquellas estampas que en mi conciencia condenaba. Pero era más fuerte mi fuego interior que ningún otro estímulo. Yo habría arriesgado la vida como el alemán de los Espumosos, yo habría matado como el hijo de Perico el de Monflorite. No sabía qué me pasaba. Era como un vendaval que me arrancaba de la tierra.
Mi cariño por Valentina no me bastaba. Era ese cariño en un plano diferente y sin relación con el gran problema.
Sin embargo, cuando ella vino y mientras estuvo en Zaragoza, yo llegué a sentirme libre de aquella tortura. Había economizado bastante dinero de mis raterías y doña Julia nos dejaba ir a la feria solos. Naturalmente, aquel lugar de prodigios era muy adecuado para que yo ejerciera mi generosidad de enamorado. Por todas partes carruseles, barracas, puestos de tiro al blanco, tiendas de dulces (de mil clases y colores distintos), montañas rusas, molinos, grandes estrellas giratorias y, además, el consabido circo, a donde no llevé a Valentina, primero porque había dos cosas que le daban miedo: los leones y los payasos; después, porque yo no quería que viera a los Smart Brothers, es decir, que los mirara con la misma expresión reverente con que los había mirado mi hermana. Finalmente, porque el día que estuve dudando si sacar o no las entradas vi a Felipe en la puerta con sus primas. Yo no quería que Valentina se mezclara con aquella gente. No es porque el padre de Felipe recibiera y alojara en su casa a los padres de los ahorcados sino porque recordaba a Felipe en los lavaderos de doña Pilar y me resultaba incómodo asociar a aquel chico con Valentina. En todo caso, durante algunos días, la tortura erótica disminuyó mucho.
Lo que más gustaba a Valentina era la montaña rusa. Gritaba como una condenada cuando las vagonetas descendían casi verticales por una rampa de más de cuarenta metros hasta entrar en un túnel, en cuya parte superior parecía que íbamos a dejarnos las cabezas. Yo sentía que el corazón se me ponía en la garganta y que me convertía en una especie de proyectil. Por mí no habría vuelto a aquel endemoniado laberinto de angustias, pero Valentina nunca tenía bastante y yo no quería confesar que tenía miedo. Ella no lo tenía, según decía, porque venía conmigo.
Pasábamos, pues, el tiempo entre un puesto de tiro al blanco donde yo disparaba con un rifle 22 sobre una bolita de caucho que flotaba en un pequeño surtidor de agua, y las condenadas montañas rusas. En el tiro al blanco gané casi todos los premios, incluida una muñeca magnífica para Valentina, que estaba radiante.
Mi vanidad me puso en un grave peligro. Estábamos frente a un escañuelo donde un hombre golpeaba con un mallo para tratar de hacer subir una corredera de plomo por un poste indicador. Si pegaba fuerte y la corredera llegaba a lo alto, se oía una campana, se encendía un foco y se abría una sombrilla. El pobre hombre sudaba y se afanaba en vano por conseguirlo. Al fin desistió. El que explotaba aquel negocio, que debía ser un gran pícaro, me guiñó el ojo y dijo a su cliente:
—Tiene que almorzar más recio, amigo.
Yo avancé y le pedí el mallo. Era un martillo de largo mango, cuya cabeza pesaría sus tres kilos. El hombre me miró con simpatía y comenzó a dar voces: «Campeonato del mundo de energía muscular. El golpe que hiere en la muesca y lanza la taba hasta las estrellas». Después de dos golpes fallidos, el hombre comprendió que era para mí cuestión de vida o muerte y manipuló de modo que mi tercer golpe llegó arriba, sonó la campana, se encendió el foco y se abrió la sombrilla. El hombre gritó:
—Campeón de energía muscular de ambas Castillas, del Priorato y de la Alta Rioja. Aquí tiene su merecida condecoración, caballero. Congratulo al caballero y a su prometida.
Y volvió a guiñarme el ojo.
Seguimos adelante Valentina y yo, muy ufanos. Valentina más orgullosa que yo, puesto que no estaba en el triste secreto de mi victoria.
También viajamos en el carrusel más lujoso —todo lleno de espejos—, donde no sólo tenían caballos, sino cerdos, burros, perros y hasta ciervos de madera. Y todos se movían en tres direcciones: hacia adelante, hacia arriba y abajo y con un movimiento de balanceo de adelante a atrás. Valentina nunca se fatigaba. Sus mejillas se ponían rojas de contento y sus ojos echaban luz. Yo había oído la música del carrusel otros días, cuando iba con mi hermana. Había dos o tres piezas que nos gustaban especialmente, y como éramos buenos clientes la dueña las hacía sonar a menudo. La que más nos gustaba era el pasodoble de Moros y Cristianos. En el testero principal del carrusel había lo menos treinta muñecos con sus instrumentos de música y un director que manejaba la batuta y movía la cabeza con energía.
Girando en el carrusel lleno de espejos al lado de Valentina yo me sentía de veras transportado y pensaba cosas raras. «Giraba el carrusel como una verdadera galaxia». Todo era luz movible y cambiante. Una de las veces, al terminar y detenerse, Valentina quedó demasiado alta en su caballo para bajar sola. No sabía bajar. Su muslo izquierdo quedaba en gran parte desnudo a la altura de mi cara, y era igual de hermoso que los que había visto en las dobles planas de las revistas galantes. Yo lo toqué con la mano, para ayudarla a descender, pero ella no quería bajar todavía. «Otra vez», decía riendo. Y volví a subir a mi caballo sintiendo en mi mano la tibieza de aquel contacto.
Cuando comenzaba a oscurecer y el parque se iluminaba con todas sus luces, yo llevaba a Valentina a su casa y la dejaba en brazos de doña Julia, quien le prohibía estar en la calle de noche. Valentina le contaba una por una —con una memoria prodigiosa— todas las cosas que habíamos hecho, especialmente las que resultaban honrosas para mí. Al marcharme yo la besaba y a veces vacilábamos un momento los dos buscándonos la mejilla y nos rozábamos los labios. Yo sentía una emoción desconocida y nueva. Mis nervios se crispaban. Ella parecía como siempre a un tiempo amistosa, dulce e indiferente. Y yo sentía las luces del carrusel girando a mi alrededor como los mundos ignorados de los que hablaba mi texto de astronomía. Comenzaba a identificar la voluptuosidad con el cuerpo de Valentina.
Algunas tardes volvía solo a la feria. Oír el pasodoble de Moros y Cristianos y no tener a Valentina a mi lado me producía una melancolía de persona mayor. Y me gustaba. Una tarde volví a encontrar a Felipe y hablamos del incidente de Planibell. Mi amigo seguía asombrado, y repetía:
—Es un pillo. Bueno —rectificaba después—, mi padre dice que será un hombre de negocios. Un águila financiera será ese chico.
Luego dijo que a la madre del chico muerto en el estanque de la «Quinta Julieta» la habían dejado salir del manicomio. Al parecer no estaba loca ni la consideraban culpable. Me pedía mi opinión, pero yo seguía celando mi autoridad:
—¡Hombre, qué quieres que te diga! Sobre todo no habiéndola visto nunca.
Uno de aquellos días Valentina, que no podía guardar un secreto delante de su madre, le dijo lo que habíamos hecho con las palomas. Doña Julia tenía ganas de reír, pero disimulaba:
—Hija mía, tú sabes la confusión que la primera paloma y su mensaje trajeron a nuestra casa. La carta cifrada fue a Madrid, a París. ¿Cómo no lo dijiste entonces?
Valentina declaró que no lo había dicho porque entonces estaban en el pueblo y se habría enterado su padre. Ahora era diferente porque estaban en Zaragoza.
En aquellos días de las fiestas había celebraciones públicas que a nosotros nos parecían magníficas. Entre ellas una diana de las tropas de caballería frente a la Audiencia —al lado de mi casa—. Iba la banda entera de trompetas, vestida de gala y a caballo. También hubo el mismo día una cabalgata con enormes carrozas adornadas con flores y cosas simbólicas. Cada tres o cuatro carrozas, una banda de música. Recuerdo que una de aquellas carrozas simulaba las ruinas griegas de un templo. Había dos columnas altísimas, una entera con su capitel y la otra truncada. Un Apolo de escayola. Una fuente. Una Venus. Las proporciones y espacios vacíos daban a aquello una gran belleza. Y la carroza estaba detenida delante de mi casa. Cerca de la de Valentina había una banda de música tocando. Y yo miraba con gemelos de teatro a Valentina. Otros días Valentina y su madre estaban en nuestra casa, pero aquella tarde tuvieron que quedarse con sus parientes. Y yo veía a Valentina que miraba a mi balcón, que hablaba con su madre y miraba a mi balcón, que estaba como siempre pendiente de mí. Veía a un tiempo las ruinas griegas —que me parecían una alusión a la «Quinta Julieta»— y me sentía mirado por Valentina y oía en la calma de la tarde dorada aquella música —la banda municipal— tocando los coros de Maruxa en aquella parte donde los campesinos cantan: «Ay, tolondrón, golondrina de amor». Bueno, desde entonces siempre que he oído esa parte de Maruxa, la emoción llena todos los espacios de mi recuerdo, de mi presente y de mi esperanza. Mucho mejor que la música de Bach o de Mozart. Hay que tener el valor de confesarlo. Nada hay más interesante para uno que nuestro propio mundo íntimo y el arte vale más cuanto más representa dentro de ese mundo nuestro inalienable en el que nadie puede entrar.
No es que quiera comparar esas dos clases de música, claro está. Yo comprendo la diferencia que hay entre la invención pura del intelecto y la repetición de módulos y formas ya conocidas halagando o hiriendo nuestra memoria sensitiva. Pero como debo decirlo todo, no quiero dejar de anotar aquel detalle. Oyendo aquella música vuelvo a sentirme en medio de una brillante galaxia giratoria. En el centro de ella, el muslo desnudo de Valentina.
Hicimos muchas cosas en aquellos breves días de la visita de Valentina y su madre. Como se puede suponer, la llevé con Concha a la «Quinta Julieta» un día que el parque estaba abierto al público. La góndola impresionó tanto a Valentina que estaba muda de emoción. Nunca había ido, según decía, embarcada, y aquella manera de locomoción le parecía mejor que el tren. Además no se mareaba. Creía Valentina que en todos los canales había góndolas como aquella y que la gente podía elegir entre las góndolas y el tren para volver a su casa.
En el parque formamos como en todas partes dos grupos. Valentina y yo por un lado. Y por el otro Concha y doña Julia. Naturalmente, yo presenté a Juan a mi novia y nos pusimos a hablar los tres como viejos amigos. Le dije a Juan que había leído el libro de Félix Azara sobre las plantas y él pareció complacido.
—Ah —dijo—. Tú sabes buscar la raíz de las cosas.
Para que Valentina viera de qué se trataba dije a Juan:
—¿Tú crees como Azara que las plantas nos ven y nos oyen?
—Hombre —dijo Juan, riendo—. Azara no dice tanto. Vengan ustedes y verán.
Nos llevó cerca del estanque, nos hizo entrar en los arriates que lo circundaban por el lado Norte y nos mostró unas pequeñas plantas silvestres con cabecitas rosa y amarilla.
—Estas plantas han venido aquí solas. Vienen allí donde yo me quedo a trabajar más de una semana. Bueno, no es que vengan. Quizá las semillas están ya en la tierra y sólo crecen cuando reciben las ondas de mi pensamiento y mis nervios. Hay otras flores que siguen a mi tío, el amo. Y supongo que también debe haberlas para Monflorite y Pascual. Ellos no lo saben, claro, ni yo se lo quiero decir, porque pensarían que estaba loco. Bastante dicen ya de mí. ¿No os han dicho que soy un pistolero? Tonterías. Soy un oficial de sastre que viene a pasar las vacaciones del verano aquí y que entiende un poco de jardinería. Tengo mis ideas, eso sí. Creo que hay que pensar por cuenta propia y que hay muchas cosas que faltan y algunas que sobran en España.
—¿Qué es lo que sobra?
—Algunas cabezas —dijo bajando la voz.
—Eso creo yo también —afirmé pensando en don Arturo.
Comenzaba el otoño en la «Quinta Julieta» y el aire tomaba olor de metal en las arboledas. En algunas partes las hojas amarilleaban. La cabeza de mármol se había integrado en el paisaje y era ya una parte de él. Juan volvió a hablar de las plantas sensitivas pensando, tal vez, que las cabezas que sobran no eran un tema adecuado para niños.
—¿No habéis visto —decía— que a los lados de los caminos crecen plantas y flores que no se ven en otras partes? Es porque se acercan para ofrecerse a los hombres que pasan.
Valentina no acababa de entender aquello y respondía:
—Ya veo. Estas son las plantas que ponen los peones camineros.
Con la máquina fotográfica de Valentina hice varias fotos del estanque para enviarle las pruebas al fraile de Reus que se parecía —creía yo— a Juan, sólo que al contrario. Uno era fraile y tal vez santo y otro era enemigo de los frailes y tal vez incendiario de conventos. En una de las fotos estaba Valentina y yo le recomendé al lego que no se la enseñara a nadie y menos a Ervigio, ya que este último tenía la impertinente costumbre de enamorarse de las novias de los demás. A Juan le prometí una foto también, sin Valentina, claro.
Confieso que cuando salimos del parque me sentí más tranquilo. Comenzaba a tener miedo de toda aquella belleza sutil, sobre todo estando Valentina. Tenía miedo por ella. Más tarde aprendí el verdadero peligro que hay en toda verdadera belleza. Entonces sólo tenía el presentimiento.
Mi madre y doña Julia pasaban largas horas hablando. En aquellos días había dos costureras en casa cosiendo ropa interior. Mis padres nunca compraban ropa blanca hecha. Todo era a la medida. Recuerdo que cuando una de las costureras, la más joven, me tomaba la medida de la cintura con la cinta métrica, para lo cual ponía sus brazos alrededor de mí, se quedaba en esa actitud un momento, tal vez para confundirme, y se cambiaba miradas irónicas con las otras. Yo veía sus pechos nacientes y temblaba debajo de mi piel.
Aquel otoño yo habría querido ir a ver a mi abuelo, pero mi padre nunca nos animaba a visitarlo y a medida que crecíamos parecía tener menos interés. Yo había pasado temporadas con mi abuelo cuando era más pequeño —tendría cinco o seis años— y solía ir de paseo con él. Mi mano cerrada se perdía dentro de la suya.
Si yo veía otros chicos jugando en la calle y miraba con envidia algún juguete que yo no tenía, mi abuelo me preguntaba:
—¿Te gusta ese chirimbolo?
Yo decía que sí y mi abuelo se dirigía a los chicos, los asustaba como a una bandada de pájaros, cogía sus juguetes, me los daba a mí y seguíamos caminando tranquilamente. Luego venían los padres (no siempre) a reclamar a nuestra casa, mi abuelo los recibía muy cortés, les daba vino y se justificaba diciendo que yo era su nieto y que iba a estar poco tiempo en el pueblo, lo que le parecía razón bastante para aquella conducta. El pueblo debía ser hospitalario y generoso con su nieto que era forastero. Él decía en diminutivo —«forasterico»—. Y finalmente, pagaba el precio de aquellos juguetes generosamente. Los padres de los chicos no sabían si enfadarse o reírse, pero se iban seguros de que todo habría sido posible en el mundo menos recuperar los juguetes de sus chicos.
Recordando aquellas cosas yo reía, en Zaragoza. Y se las contaba a Valentina.
Valentina y yo fuimos a muchos de mis lugares favoritos. Se entusiasmaba o se quedaba indiferente según mis propias reacciones. Navegamos en la barca del tío Toni que no le gustó tanto como el cisne. Al llegar a la mitad del río con su fuerte corriente, Valentina tuvo un poco de miedo. Fuimos al Pilar y a La Seo y hubo discusiones entre mi padre y doña Julia sobre si la edad de Valentina era o no excesiva para pasarla por el camarín. Parece que consultaron con mosén Orencio, quien decidió que Valentina era ya demasiado vieja. Eso me hizo pensar mal de mosén Orencio por algún tiempo.
Al quedarme solo otra vez en la ciudad se acabó el verano y llegó el otoño con sus cierzos norteños y sus nubes de nácar. Desapareció la feria con todas sus instalaciones y comenzó el curso en el Instituto donde me había matriculado. En las primeras semanas, las clases no tenían interés. Los otros chicos —caras nuevas e indiferentes— tampoco. Había tantos en cada clase que yo me sentía en medio de una multitud y era como estar solo. Tardé mucho en hacer amistades.
En cambio me hice amigo en seguida de un vendedor de cacahuetes y de otras golosinas, entre ellas unos pastelitos de coco que solía comprarle. Se instalaba con su carricoche frente a la puerta del Instituto. No parecía preocuparse gran cosa de su negocio y dedicaba su atención a unos cuadernos misteriosos que sacaba de debajo del carrito y sobre los cuales escribía en sus rodillas. El primer día me acerqué a mirar por encima del hombro y vi que escribía con bastante agilidad y soltura un diálogo en verso. A la izquierda ponía el nombre del personaje que hablaba: Leonor o Froilán o Federico. Todos eran nombres muy escogidos. Me dijo que escribía una tragedia clásica en cinco actos y nueve cuadros.
Llegamos a ser muy amigos.
Yo no perdía aún mis costumbres del verano. Pero pasaba a veces por largas crisis de tristeza. Cuando más triste estaba, un día llegó el recadero de la aldea con una jaulita y en ella dos palomas mensajeras y una carta en la que escribían doña Julia y Valentina. Me decían que no necesitaba emplear clave ninguna y que doña Julia me garantizaba que nadie pondría sus pecadores ojos en mi escritura. Sólo me pedía que anotara la hora con minutos y a ser posible segundos en que soltaba las palomas y se las comunicara en una postal. Por ese detalle pensé que don Arturo tenía interés en repetir las experiencias. A cuenta de eso transigió, tal vez, con mi carta de amor.
Corrí a ver a Felipe y a planear con él una excursión a la quinta. También le dije que necesitaba un reloj con segundero, y el padre me miró de reojo temiendo que se repitiera el caso de Planibell. Sintiéndolo mucho, Felipe no tenía tal cosa y además me dijo que no podía acompañarme a la quinta porque estaban haciendo balance general de existencias y tardarían quince días en terminar. Durante aquel período, su padre no hacía más que dar voces y patadas en los muebles y hacer temblar a los elefantes y a los chinitos de las consolas. Felipe me dijo de paso que yo era un hombre de suerte y que mi novia sería la compañera ideal. La había visto de lejos, una tarde que iba conmigo a la feria.
Fui a la quinta yo solo. Aquello comenzaba a tener un aire desolado. Algunos árboles desnudos, otros amarillos, hojas secas por las avenidas, la superficie del lago rizada por ráfagas violentas parecían alusiones al olvido y a la tristeza de las cosas que acaban. El amo estaba enfermo, Juan salió con un jersey rojo —o como decía él, una «garibaldina»— y estuvimos charlando. Me dijo que se iba a Barcelona al día siguiente y que había tenido yo el buen acuerdo de ir porque así podría despedirse de mí. Le hice preguntas sobre las plantas amigas de los hombres, pero Juan pensaba en otra cosa.
—¿No sabes quién estuvo aquí?… La madre del niño que se ahogó en el estanque. Me enseñó dibujos de su niño, muy bien hechos, la verdad. Dijo una vez más que Bizancio la ilumina y que esa cabeza de mármol que pusiste tú es Bizancio. Precisamente Bizancio. Mira qué ocurrencia. Yo creo que el niño cayó al agua él solo y que todo el mundo anda inventando historias para hacérselo pagar a alguien. Todo el mundo quiere que haya siempre responsables. ¿Para qué? Es lo que yo digo. Hay muchas cabezas que sobran en el mundo, pero no las que la gente ordinaria se figura.
Juan me llevó a un lado del arriate, junto al lago. Había hojas amarillas flotando cerca de la orilla. Se inclinó y me mostró una hilera de plantas, algunas floridas en pequeños capullos rosa y amarillos. «Mira —dijo—. Estas plantitas salieron en los tres días siguientes a la muerte del niño. Acuden allí donde sucede alguna desgracia. ¿Ves este cardillo de flor amarilla que algunos llaman “amargón”? Nadie le hace caso, lo arrancan como nocivo. Pero es saludable, bueno de comer —lo decía llevándose una hoja a la boca— y aparece allí donde el hombre es desgraciado. No te rías, que esto es muy serio. A otro no se lo diría ni a ti tampoco si no hubieras ido a leer el libro de Azara. Es la verdad. Y tres días después de la desgracia aparecieron ahí. Lo sé muy bien porque si yo vengo a trabajar en este jardín todos los veranos es por eso. Estoy haciendo experiencias con las plantas. Aparecieron tres días después. Yo se lo dije a la madre del niño, y ella…».
—Está loca —le dije yo.
—No. No está loca.
—¿Y las «escupitinas»?
Se agitó Juan dentro de su garibaldina como si tuviera un escalofrío y dijo:
—Eso es pasajero. Pronto se le quitará. Esas cosas les suceden a las mujeres cuando pierden al hombre. No a todas, claro. Desarreglos nerviosos.
Cuando pierden al hombre. ¿Era posible que la mujer se sintiera arrastrada igual que yo por un huracán interior? ¿La mujer también? Yo trataba de escapar de aquellas sugestiones.
—¿Que no está loca?
—No.
—¿Eso que dice de Bizancio te parece razonable?
Mirábamos la cabeza de mármol y Juan decía:
—¿Por qué no? Bizancio no es un hombre sino una ciudad, pero ¿qué más da? ¿No hay ciudades con nombres de personas?
Desde entonces yo llamé también a aquel busto Bizancio y se lo escribí al hermano lego. Tampoco a él le pareció mal.
El poema que sigue se refiere tal vez a aquel otoño en la «Quinta Julieta» y se titula «Las hojas amarillas». Dice:
En el agua
llora y baila
la hoja arremolinada.
Te miro tal como eres
viva en el centro de España,
mírame tal como soy
muerto en las tierras lejanas
y conserva, si es posible,
tus voces embalsamadas
en las amarillas blondas
de esos desnudos de gala,
tan diferentes a veces,
en tramos de la distancia.
Amarillean
cirios de la colegiata
y en rubios aires
del otoño
llora y baila
la hoja arremolinada.
Oro del sol y del trigo
y del velo de mi estancia,
el silencio es amarillo
en mitad de la mañana,
aguamiel en los henares,
los que vendimian la alcanzan,
vienen los aires perdidos
amarillos de venganza
y el sol de la tarde cae
en la vertiente dorada.
Amarillean
los bordados de las albas
y en los altares
reza y baila
la hoja arremolinada.
Al correr de los otoños
guardo todas tus palabras,
unas en mis recordares
otras en tus viejas cartas
y amarillas por el aire
del otoño se me escapan
de las cartas al recuerdo
y después a aquellas blandas
desnudeces del milagro
que esparcías por mi alma.
Amarillean
tus pupilas encantadas
y Bizancio
en el estanque
ve la danza
de la hoja arremolinada.
La sed de nuestros convenios
está en mi pobre garganta
y es igual ahora que entonces
voz del sueño iluminada
que se multiplica en ecos
al pie de nuestra montaña.
Con ella remiendo el vano
de mi cuerpo y de tu alma,
oh, amada mía; memoria
de luz, amarilla flama.
Amarillean
los arcos de las ventanas
y en el aire
del otoño
gime y baila
la hoja arremolinada.
En mi soñar de emigrante
se desnudan las terrazas
y quedan soles prendidos
en tu delantal de gala.
Oh, virgen, la de mi cielo,
como en las doradas parvas
amarilla te recuerdo
de oro y trigo en la ventana
aunque tu cabello negro
—casi azul— te coronaba.
Amarillean
los mármoles de la albada
y yo digo
HOLA, lo mismo que el cuervo
en el alba solitaria.
HOLA al aire que me lleva
lejos de ti hacia la nada.