Esta vez las primeras páginas del libro son también del mismo José Garcés y no del editor como en los cuadernos anteriores. Al frente del manuscrito que sigue escribió Pepe el siguiente preámbulo con versos intercalados:

Igual que los anteriores, este relato es verdad. Los lectores que tengan un poco de memoria recordarán algunas circunstancias patéticas, que refiero tal como mi memoria me lo permite. Recuerdo algunos nombres, pero otros se me olvidan porque deben estar archivados en esa parte del cerebro donde repercute la onda explosiva de las granadas. Y se han disuelto quizás en la perplejidad de lo tremendo.

No tengo aquí colecciones de prensa que consultar. Soy fiel a mi memoria y espero que ella sea fiel a la realidad.

Entraba entonces en la adolescencia y comenzaba a amar a todas las mujeres y a odiar a todos los hombres. Sobre todo a mi padre. En aquellos días resucitaban con nueva pugnacidad las inquinas de mi infancia.

Tenía yo entonces no pocas dificultades y las peores se complicaban con la idea tan generalizada entre adolescentes de tener razón siempre. Ellos solos contra el resto del mundo.

A veces sentía la necesidad de escribir cosas en mis cuadernos de clase. Cosas, algunas de las cuales recuerdo a medias y reconstruyo ahora sobre una memoria fragmentaria. Eran versos como los siguientes:

Más poderoso que el tiempo y el espacio,

la luna verde y el sol color topacio,

el diablo y Dios iban, ni aprisa ni despacio,

por el forro de mi escolar cartapacio.

Aquí había un eco directo de las conferencias del profesor de literatura sobre la cuaderna vía. El profesor parecía un hombre recortado en lacas chinas con su barbita apuntada, su cabello planchado y el gesto de una cortesía del siglo XVIII. Algunos días me parecía bien y otros lo odiaba como a los demás. Recuerdo a veces pequeños detalles de mi vida, insignificantes, y se me presentan claramente como estampas iluminadas. Comenzaba a fumar yo a solas y siempre de noche y en mi cuarto con el balcón abierto. Al succionar, se iluminaba mi cara y la veía reflejada en el cristal:

Fumas ávidamente y en el cristal riela

un resplandor de sangre. Tu luna de franela

navega al otro lado del vidrio, y la estela

de su luar enciende otra luar gemela.

Todo lo hacía entonces ávida y confusamente. Nunca han sido los términos de la confusión tan claros como entonces. Mi catolicismo iba tomando un acento lírico y pagano, que escandalizaba a la madre Adela cuando le escribía versos para que los pusiera sobre la puerta del refectorio de uno de sus asilos nuevos de niños pobres:

Penetran en la noche los párvulos del día

cantando las canciones de cada mediodía

y piden al azar devoto de la vía

láctea el pezón rosado de la Virgen María.

La monjita me miraba pensando que podía muy bien estar loco. Mi madre le decía:

—No. Pepe es el de siempre. Lo que pasa es que está en la edad del desarrollo.

Aquí, en el campo de concentración de Argelés, recuerdo esas cosas como los fantasmas de los muertos de la guerra deben recordar los días de su juventud. Viendo que había tenido poco éxito con mi primera estrofa, hice otra dedicada a los ancianos campesinos de otro asilo de la madre Adela que paseaban al sol en un patio del barrio de la Cartuja vestidos de pana labradora. Decía:

Cantan los viejos la memoria de Herculano,

los potros blancos se entrepersiguen por el llano

y suena entre el rosal y el cabezo lejano

la caramella de los hombres del somontano.

¿Por qué habían de acordarse los viejos de Herculano enterrada bajo las cenizas del Vesubio? Es que su asilo era un viejo palacio con mármoles romanos pálidos por la acción de los siglos.

Eran mis versos de entonces mejores que los de mi lejana Universiada y tocaban todos los resortes y todos los temas. He aquí una manera curiosa de entender la agonía después de haber visto el entierro de una jovencita en su ataúd blanco:

En el espacio que separa las esferas

se encienden poco a poco las nociones postreras

y se cierran los ojos de las hadas solteras

entre las albas y las noches candeleras.

Ahora pienso que yo debía haberlo dejado todo para dedicarme a la literatura y al amor de Valentina. En aquel tiempo tenía alguna afición larvada que pudo tal vez desarrollarse.

Trato de recordar las cosas importantes. Quería dejar escrito lo más posible en relación conmigo, es decir, con este animal de Dios que tiene un horizonte más limitado cada día.

En aquella época, pensando en Valentina comenzaba a sentir algo nuevo y sombrío. Presentía que por algún motivo tendría que renunciar a ella. Yo, a Valentina. Si el presentimiento se cumplió o no, lo diré más tarde.

Entonces la familia de Valentina hablaba de enviarla interna a las Paulas de Zaragoza. Yo recibí esa noticia como una bendición de Dios. Y fui a la calle de Don Juan de Aragón y me acerqué al muro de piedra del colegio y lo besé sólo por haber sido asociado al nombre de Valentina. Luego vi que no la enviaban allí y que mi optimismo me engañaba.

Aquel año vi por primera vez una huelga general revolucionaria. En Zaragoza, ciudad de tradición noblemente rebelde y combativa, la huelga fue violenta y hubo sangre.

Clamaban todos, y esparciendo sus clamores

igual que esparce el viento las luces de colores,

se iban diseminando por los alrededores

plomos pequeños con sus muertes interiores.

Otras estrofas escribí entonces o más tarde que recuerdo a medias y que reconstruyo, siempre en cuaderna vía y en relación con aquellos sucesos de sangre:

El hierro con el hierro tus enemigos van,

hombro arriba el airón de tu nombre izarán,

con las telegrafías secretas se alzarán,

cuando esperas que hablen todos se callarán.

Las balas sin camino a veces se florecen

con los hongos del aire que entre las brisas crecen

y los novios extraviados palidecen

y en el columpio de la noche se estremecen.

El miedo y el odio y las extenuaciones

del desconcierto forman sus manifestaciones

cívicas, y en los fosos de las viejas prisiones

alguien levanta el poste de las ejecuciones.

En la versión primera decía: —Dios enarbola el hacha de las ejecuciones—. Entonces ya comenzaba a exasperarme la idea de un dios indiferente y frío, sordo y neutral, que nunca responde a nuestras preguntas.

Tomaba una actitud crítica con la Iglesia, y al ver que Víctor Hugo llamaba a Dios el «panadero sordo», creía tener derecho a insubordinarme yo también con el dios de los judíos.

Al mismo tiempo que leía mis textos en el instituto, comenzaba a comprar en la calle los papeles impresos que se ponían a mi alcance. Mi biblioteca entera cabía por entonces en los bolsillos de mi gabán. Por cinco céntimos compraba una obra de Valle-Inclán en «La Novela Corta», con la cabeza borrascosa del autor estampada en la cubierta. Me producía Valle-Inclán una especie de embriaguez, como si bebiera un vino antiguo y poderoso. Y un poco del asombro que suele darnos lo sombrío, tradicional y retórico.

Ahora, recordando aquellos tiempos, se me ocurren versos no muy diferentes. Creo que pueden ir delante de este cuaderno como escuadras de heraldos con la bandera de la derrota, pero no de la desesperación:

Las ventanas abiertas al día dicen, ah,

si las oyes el clamor te ensordecerá

el miedo al miedo en tu alma nacerá

y una reflexión nueva te sobrecogerá.

Esta hora que vives es la única hora

del viejo Cronos que a sus hijos devora,

es la misma que tienen la fauna y la flora

y tu corazón mudo y mi alma sonora.

El perro de la noche en el alba lloraba,

el dolor de las cosas se nos iluminaba

y en la luz nuestra vida entera se agrietaba.

Por la grieta otro perro lejano contestaba.

Entre las multitudes del buen amor llegó

aquel infante a quien ninguno presintió,

por campos seminados se nos extravió,

en su cuna secreta la vida lo ahogó.

Ese infante no era yo, claro. En estas páginas trato de demostrar que, a pesar de todo, yo vivía mi vida como cada cual y un poco mejor que otros chicos de mis años.